4. El señor
Preston
Aquél fue un día largo y
duro, con todos aquellos barriles y cajas de madera que desatar,
clasificar y apilar en el destartalado almacén. Stan era el
representante de una de las grandes empresas de importación y tenía
constantemente trabajo, por lo que John estuvo ocupado el resto del
día. Los zoms del embarcadero se agotaron enseguida, y Stan
apareció con otro grupo de ellos. John no volvió a ver al que se
había desplomado, ni tampoco fue a buscarlo a la maloliente parte
trasera del almacén, donde estaban encerrados.
La jornada de trabajo llegó
a su fin al tiempo que se oscurecía una gran extensión de cielo. Se
trataba de un acontecimiento afortunado, ya que la gente todavía
prefería dormir en la oscuridad, y, aunque no existiera el ciclo
del día y la noche, unas pocas horas de sombra eran suficientes
para que todos cayeran en el letargo que necesitaban. En una
ocasión John había visto una noche que se prolongó durante varios
«días», y la gente empezó a conjeturar si volvería alguna vez la
luminosidad. Pero, cuando regresó la luz sulfúrica, vino acompañada
de un calor sofocante y un resplandor tan deslumbrante y feroz que
todos lamentaron la impaciencia que habían sentido antes.
Stan se llevó a John a su
propia pensión y lo dispuso todo para él, dejándole apenas tiempo
para que se diera un baño de agua fría del río antes de cenar. Una
vez en la mesa, a John lo sorprendió ver con qué velocidad
desaparecía la comida, a la vez que se hablaba sin cesar, como si
las bocas estuvieran hechas para masticar y parlotear al mismo
tiempo. En una inmensa bandeja, llevaron unas gallinas de caza bien
doradas que fueron arrebatadas y devoradas antes de que llegaran
hasta él, aunque Stan se las ingenió para coger dos y compartirlas.
Un hombre enjuto y con barbas de chivo sentado frente a John tan
sólo se ocupaba de los deleites de su boca, masticando al tiempo
que bromeaba y escupía sin demasiada puntería en una escupidera de
latón que había junto a él. Stan sólo utilizaba el cuchillo, y a
veces se lo introducía tranquilamente hasta el fondo de la boca.
John consiguió zamparse unas pringosas judías y unas gruesas
tajadas de carne antes de que llegara volando el postre, un plato
que consistía en una isla de duras nueces flotando en un mar de
nata que ardió en llamas cuando un hombre lo tocó con su puro. Stan
comió una, y luego se reclinó satisfecho en su silla de mimbre y se
limpió los dientes con una brillante navaja, en una sencilla
exhibición de valentía sin precedentes en la vida de John.
Después de aquello, lo que
más deseaba John era dormir, pero Stan lo incitó a salir a las
calles atestadas de gente. Acabaron en un bar don-de actuaba una
inmensa y bien lubricada mujer que giraba los ojos mientras cantaba
una balada que John no comprendía. Al terminar se desplomó en el
suelo con gran estruendo, y fueron necesarios tres hombres para
llevársela. John no sabía si ello formaba parte del espectáculo o
no, pero lo encontró más entretenido que la canción en sí.
Stan lo obligó a tomar
cerveza negra y astutamente aprovechó la ocasión para pagarle el
jornal; tras lo cual, naturalmente, John habría parecido un
cicatero si no hubiera invitado a la próxima ronda, que llegó con
asombrosa rapidez. Estaba a mitad de aquella jarra, pensando mejor
de aquella noche, de aquella inmensa y compleja ciudad, de su nuevo
y buen amigo Stan y en general del mundo entero, cuan-do rememoró
cómo su padre había dicho en familia que uno tiraba el tapón de
corcho una vez extraído de la botella, sabiendo con certeza que no
lo volvería a necesitar.
Esta asociación de ideas lo
afligió un poco, pero Stan consiguió aliviar su expresión ceñuda
estirando las piernas y alzando un pie con un calcetín. Este tenía
cosida una cara, de modo que, cuando Stan zangoloteaba los dedos
del pie, el rostro acusaba enfado, sonreía e incluso guiñaba un
ojo. Entretanto, Stan mantenía una divertida conversación con tan
artístico pie. Pero esto hizo que John recordara su primer día en
el orfanato, frío y deprimente, cuando un niño alto asomó un pie
con un calcetín gris desde debajo de las mantas. John lo confundió
con una rata y lanzó su cuchillo, que se clavó en el pie. Esto le
había dado muy mala fama por allí durante algún tiempo.
Sonrió al pensar en ello y
tomó otro sorbo de cerveza. Súbitamente el rostro de Stan
palideció, y John notó una presencia tras él.
Al girarse, vio a un hombre
con una chaqueta de cuero y pantalones negros que lucía con garbo
una gorra azul. Nadie salvo un piloto llevaría una gorra semejante,
con aquellas costuras doradas en la visera.
- Se…, señor Preston
-tartamudeó Stan.
- ¿Divirtiéndose,
caballeros? Supongo que no estarán demasiado ocupados para hablar
de negocios…
El señor Preston sonrió con
austera afabilidad, como correspondía a un representante de la
única profesión sin trabas y realmente independiente que John
conocía. Los lores se veían limitados por los parlamentos, los
pastores por sus feligreses, e incluso los maestros, a pesar de su
enorme poder, trabajaban al fin y al cabo para las ciudades.
En cambio, un piloto del
río plateado no estaba sometido a ningún control. Un capitán de
barco podía dar una docena de órdenes mientras se ponían en marcha
los motores de inducción y el buque se adentraba lentamente en el
río, pero, una vez hecho esto, perdía toda su autoridad. Entonces
el piloto podía gobernar el barco como se le antojara, lanzando
órdenes sin consultar a nadie ni recibir crítica alguna por parte
de simples mortales.
Sin pedir permiso, el señor
Preston cogió una silla de otra de las mesas de madera que
abarrotaban el bar y se sentó a la mesa de los chicos.
- He oído que vienes
de río arriba, de muy arriba -le dijo a John.
- ¿Ah, se lo ha dicho
Stan? -inquirió John para ganar tiempo.
- Algo me ha dicho,
sí. ¿Acaso estaba equivocado? -El señor Preston miró a John
fijamente, torciendo su gran boca bajo un hirsuto bigote
marrón.
- No, señor, pero
puede que él… eh… haya exagerado.
- Me dijo que has
estado más arriba de Rockport.
- La vi en la niebla,
esa niebla horrible y nacarada que…
- ¿Cuánto más
lejos?
- No mucho.
- ¿Cairo?
- Yo… Sí, pero de
lejos.
- Descríbelo.
- Un sitio grande, más
grande que esta ciudad.
- ¿Viste el punto?
¿Con el arrecife de arena?
- No vi ningún
arrecife.
- Está bien. No hay
ningún arrecife. ¿Cómo es el punto con dos cuernos?
- Hay espuma saltando
por los aires.
- ¿Adónde va la
espuma?
- Sale disparada del
río y llega hasta el otro cuerno formando un arco.
- ¿Pasaste por debajo
del arco?
- No, señor. Me quedé
en las aguas tranquilas cerca de la otra orilla.
- Muy inteligente. Ese
arco ha estado allí desde que yo era niño y no sobrevivió nadie de
los que intentaron pasar debajo con la corriente.
- Es lo que he oído yo
también.
- ¿De quién?
- De un tipo, río
arriba.
- ¿A qué altura?
Nadie le mentía nunca a un
piloto, pero se podía disfrazar un poco la verdad. John tomó un
sorbo de la cerveza negra, que era lo bastante espesa como para
constituir una segunda cena -como algunos del bar parecían estar
haciendo, ruidosamente -y dijo con tiento:
- Encima de Cairo.
Allí es donde empecé.
El señor Preston se inclinó
hacia adelante con una expresión de astucia.
- Allí hay un gran
arrecife. Hay que pasar con cuidado. Es de arena, ¿no?
- No, señor, es de
hierro negro.
El señor Preston se recostó
en la silla y le hizo una señal al tabernero -que se encontraba
cerca de allí, retorciendo un trapo sucio- para que trajera otra
ronda.
- Así es. Como un
tapón que sale a borbollones debido a algo terrible que sucede en
el fondo del río. Los libros dicen que se trata de un géiser de
metal líquido, pero no de los fríos que fluyen bajo el río. Es un
géiser que asciende humeando a través de la mismísima capa
terrestre.
- ¿Cómo es posible?
¿Qué hay fuera del mundo?
- No podemos saberlo,
hijo.-Por favor, no me llame hijo, señor.
El señor Preston juntó sus
espesas cejas, sorprendido por la rápida v dura observación de
John; luego hizo un amplio ademán con la mano y dijo:
- Bueno, señor John,
estoy dispuesto a contratar sus servicios.
Stan había estado siguiendo
esta conversación con los ojos bien abiertos. Para los humildes
descargadores, el estar bebiendo con un piloto era como si una rata
de río fuera a cenar a casa del alcalde. ¡Y esta última
oferta…!
- ¿Servicios? -se
entrometió Stan, incapaz de reprimirse por más tiempo.
- Navegación. Ha
habido cinco grandes tempestades de tiempo entre aquí y Cairo desde
que estuve por allí arriba. Ahora me han encargado que lleve el
Natchez hasta ahí y no conozco bien esa parte del río.
- No estoy seguro de
conocer tan bien el río -replicó John, con la mente todavía cargada
de pensamientos dispares.
- ¿Has visto alguna de
esas tormentas?
- Sí, señor, dos de
ellas. Aunque de lejos.
- Yo diría que es la
única forma de ver una -comentó Stan con una jovialidad un tanto
forzada. Seguía pasmado ante la oferta.
El piloto hizo una mueca en
señal de asentimiento, expresión con que aludía a escapadas por los
pelos y a amigos perdidos.
- ¿Te mantuviste bien
alejado con tu esquife?
- Usé una pértiga y
remé, ambas cosas. Supongo que tuve suerte con las corrientes, eso
es todo.
- Una tormenta de
tiempo atrae a los barcos según su peso, ¿comprendes? Lo más seguro
es que el remar fuera la causa de tu salvación -dijo el piloto-. Un
buque de inducción, a pesar de su potencia, debe maniobrar con
ingenio. Su peso es su perdición.
John bebió un trago de
cerveza antes de responder.
- No estoy seguro de
querer volver ahí arriba, señor.
- Haré que valga la
pena. -El piloto lo miró entornando los ojos, como si intentara ver
lo que John pudiera estar ocultando-. Pensé que quizá tendrías
trabajo allá.
«Quizá tendría trabajo.» De
repente el rostro del zom irrumpió en su mente, y John se sintió
como si el bar se estrechara a su alrededor, con su sofocante
ambiente cargado del humo de los puros. Las azules humaredas se
arremolinaban en el envolvente resplandor amarillento de las
bombillas que sobresalían de las paredes, del tamaño de una cabeza
con el sombrero puesto. John no había vuelto a pensar en ello, pero
ahora lo invadía de nuevo el peso de la incertidumbre. No podía
saber si el zom era su padre a menos que lo encontrara y lo
interrogara.
- Señor, no podré
darle una respuesta hasta mañana. En estos momentos debo ocuparme
de cierto asunto.
El asombro que acusaban las
caras de Stan y del señor Preston era casi cómico, y se acrecentó
cuando John se levantó, se despidió con una solemne inclinación de
cabeza y, sin decir una palabra, se zambulló en la oscuridad que
reinaba fuera.