6. De vuelta río
arriba
Zarparon del muelle aquel
mismo día. John nunca se había sentido tan impresionado como cuando
caminó por la pasarela y puso el pie en la cubierta que ya vibraba
de gente.
Hasta ahora tan sólo había
contemplado con reverencia y servil humildad un barco de inducción
mientras éste surcaba el río con su afilada proa. El señor Preston
lo saludó con un seco movimiento de la cabeza, de forma bastante
circunspecta teniendo en cuenta la desenfadada conversación que
habían mantenido durante el desayuno, y le entregó su contrato de
trabajo. Los restantes miembros de la tripulación le estrecharon la
mano sin la fría indiferencia con que solían tratar a todos los
pasajeros. Como era natural, los clientes que pagaban sus pasajes
eran los que recibían peor trato de todos los que se encontraban a
bordo, incluidos los mozos que se encargaban de la limpieza. De las
miradas algo lejanas y vidriosas de los hombres y mujeres de la
tripulación, John pudo deducir que por lo menos se lo consideraba
de la familia humana, aunque todo estaba por ver.
- ¿Pasaste por aquella
pequeña turbulencia que nos espera? -le preguntó el señor Preston
mientras subían los tres tramos de escalera que conducían a la
cabina del piloto.
- No, señor,
desembarqué, guardé mi esquife y me puse a caminar.
- Vaya, qué lástima.
Creo que me acercaré a la otra orilla y me mantendré a
distancia.
- Sí, señor.
Estaban terminando de
cargar, mientras las ansias del buque por surcar el río arrojaban
fuertes notas musicales al aire. Las mercancías salían de las
furgonetas y eran transportadas a bordo por trabajadores, zoms en
su mayoría, que se empujaban sin cesar. Los pasajeros rezaga-dos
llegaban corriendo, esquivando las cajas y barriles que aguardaban
a ser embarcados. Las mujeres, cargadas de sombrereras y bolsas de
comida, metían prisa a sus sudorosos maridos, que llevaban con
dificultad sus maletines y bebés que chillaban. Pesados carros de
transporte y coches portaequipajes se desplazaban con estruendo por
los adoquines y se interponían en sus respectivas trayectorias con
más frecuencia de la que parecía posible según las supuestas leyes
de probabilidad, destrozando cajas y tinajas. Las palabrotas
impregnaban el ambiente. Los cabrestantes irrumpían en las
escotillas, de popa a proa.
A John le encantaba el
bullicio y la barahúnda del trabajo. El contramaestre gritó:
- ¡Todos los que no
vayan a partir, por favor vuelvan al muelle!
Y sonaron las últimas
sirenas, y las atestadas cubiertas del Natchez derramaron su
gimoteante carga sobre las planchas: una incesante marea contra la
que luchaban los últimos pasajeros rezagados. La pasare-la empezaba
a retirarse, cuando un hombre alto apareció corriendo e intentó
saltar desde tierra. Se agarró al canto de bronce, y una mujer de
la tripulación lo ayudó a subir, pero se le abrió el bolsillo
trasero y se le cayó la cartera al agua. La multitud que había en
el muelle se echó a reír, y la mujer tuvo que impedir que el hombre
saltara tras su cartera.
John vio todo esto desde la
elevada cabina del piloto. Era un lugar elegante rodeado de tanto
cristal que tuvo que ponerse a contar para comprobar que sólo había
cuatro paredes transparentes. El capitán se encontraba al lado del
piloto, ambos luciendo sus oscuros uniformes azules y dorados. Sonó
un penetrante silbato, la bandera naranja se izó por el asta y el
navío dejó de ir a la deriva. Hubo una gran agitación en la
cubierta, y las tres grandes chimeneas situadas en medio del barco
arrojaron un humo aceitoso.
La bulliciosa muchedumbre
apiñada a lo largo del muelle lanzaba mensajes de última hora. El
buque comenzó a distanciarse y fue cobrando velocidad a medida que
los campos de inducción alcanzaban la profunda marea de metal bajo
las aguas. La ciudad se fue reduciendo con una rapidez asombrosa,
mientras la gente del embarcadero se convertía en muñecos animados
que se tornaban rosáceos y abigarra-dos ante la mirada de
John.
- El flujo del tiempo
-dijo el señor Preston ante la expresión ceñuda de John-. Nos
aprisiona de inmediato. Estamos viendo sus imágenes comprimidas y
distorsionadas.
La orilla se iba salpicando
de rojo y azul mientras el tiempo fluía y ondeaba alrededor del
barco, y los golpes y empujones de las corrientes resonaban con
unas notas graves que John podía percibir a través de sus botas de
altos tacones.
Se desplazaban por la
duración misma, alejándose de la seguridad del tiempo,
imperturbable e inequívoco, y John sintió una náusea amarga que le
oprimía la garganta. Totalmente mareado, notó sus aceleraciones en
las entrañas; una aceleración no sólo por la mera velocidad sino
por la incógnita que él sabía que gobernaba el mundo pero que
ningún hombre podía percibir: la fuerza de la superposición del
tiempo y el espacio. La firme cubierta ondulaba como una serpiente,
un aire espeso zumbaba y se agitaba a su alrededor, y el mundo
entero adquirió un aspecto abigarrado. Su cuerpo luchó durante
largos y dolorosos momentos contra los fuertes empujones y tirones,
con el pecho apretado, los intestinos revueltos y las rodillas tan
ligeras como una pluma; y entonces, de algún modo, su cuerpo
recobró un cierto equilibrio sin que él realizara un esfuerzo
consciente. Tragó aire y lo encontró húmedo y salado.
- Trata de
controlarte. -Se dio cuenta de que el señor Preston había estado
observándolo-. Sabía que te recuperarías, pero uno no puede estar
seguro.
- ¿Y si no me hubiera
recuperado?
El piloto se encogió de
hombros.
- Te habría dejado en
puerto en la próxima parada, nada más.
- ¿Y qué hay de los
pasajeros?
- Allá abajo es más
fácil. Aquí arriba las mareas son peores.
- ¿Las mareas?
-Examinó la superficie del río, que desde ahí parecía tan rasa como
una tabla.
- No me refiero a las
mareas del río, sino a las mareas de tiempo. Los pasajeros que se
marean pueden echarse hasta que llegamos a su destino. Por lo menos
la mayoría.
John siempre se había
imaginado que el trabajo de un piloto consistía simplemente en
mantener el barco en el agua, lo cual no era una hazaña
considerable en sí teniendo en cuenta lo ancho que era el río.
Pero, al observar en silencio al señor Preston mientras éste
equilibraba el barco, avanzaba por entre las brillantes
concentraciones de fango marrón y luego se deslizaba con gran
elegancia por un arrecife dorado de metal de bromo, advirtió en
ello la destreza y naturalidad propia de un bailarín. Todo radicaba
en el timón con los radios de roble, el murmullo animal de los
motores de inducción y la perfecta sincronización entre el timón y
la proa. Interrumpir esta armoniosa danza no era sólo una molestia,
y peligrosa, sino una atrocidad estética.
Todo esto lo aprendió John
cuando una gabarra mercantil se acercó a toda velocidad por la
corriente principal y se interpuso en la ruta del Natchez. En lugar
de alterar su elegante rumbo, el señor Preston se abalanzó sobre
los dos remos de dirección de proa de la gabarra. Apenas habían
cesado los chasquidos y crujidos cuando un torrente de groseras
palabrotas surgió de las caras sonrojadas que se habían precipitado
a estribor. El rostro del señor Preston se iluminó de júbilo, ya
que se trataba de objetivos que, a diferencia de la tripulación del
Natchez, contestaban.
¿Júbilo de todos los
júbilos! Abrió la ventana violentamente, asomó la cabeza y estalló
en improperios contra la gabarra. A medida que se distanciaban los
dos barcos y se iban disipando los insultos de los tripulantes de
la gabarra, el señor Preston fue incrementando tanto el volumen
como la agresividad de sus palabras, invocando a dioses y actos que
John nunca había oído mencionar. Cuando el piloto cerró la ventana
se encontraba libre de toda maldad, y toda la tensión de la partida
se había desvanecido.
- Mi señor, eso ha
estado muy bien -dijo una voz junto a John. Era Stan, bien
sonriente ante aquella mordaz descarga de blasfemias.
No fue una aparición muy
oportuna. El señor Preston le clavó una mirada furiosa. ¿Un mozo
con opiniones? ¡A limpiar la cubierta!
John tardó horas en
enterarse de lo que hacía Stan en el Natchez, ya que su amigo pasó
largo tiempo, fregando la cabina del piloto, que ya estaba
reluciente, y luego la escalera de hierro y la escalerilla de pino
que conducían a aquélla. Cuando John se lo encontró en la cocina
trasera bebiendo café, Stan se mostró muy locuaz.
- El tesoro, por eso
estoy aquí. Por el trabajo de cubierta apenas pagan nada y me mareé
un poco con la corriente de tiempo, pero podré soportarlo.
- Eh… ¿el
tesoro?
- Ya he empezado a
buscar esos sombreros de hidrógeno. Nunca nadie ha buscado tan
abajo, así que me imagino que tú pasaste de largo, John, al venir
hasta aquí. Tienen que estar cerca de nosotros, seguro.
John asentía con la cabeza
y escuchaba a Stan mientras éste hablaba con entusiasmo de los
zafiros en forma de estrella y de los gordos rubíes que les
aguardaban. Pero, por otro lado, todo ello le había aporta-do un
amigo en un lugar que le resultaba un tanto deprimente.
- Aunque es una pena
que hayas tenido que abandonar la búsqueda -dijo Stan
astutamente.
- ¿Qué? -John tenía la
boca ocupada en una taza de café, y ese extraño comentario lo cogió
de sorpresa.
- Llegaste muy lejos
persiguiendo otro asunto. Era a aquel zom a quien querías
encontrar. Sólo que querías al hombre en su primera vida, y eso se
encuentra río arriba.
Era desconcertante ver cómo
Stan se había tragado toda la historia de los sombreros de
hidrógeno, y sin embargo había conseguido des-cubrir la verdad
sobre el padre de John a partir de pequeños detalles. John lo
reconoció a regañadientes con un movimiento de la cabeza, pero
cortó la conversación.
En su viaje río abajo,
había aprendido muy pronto a no permitir que los demás se recrearan
en una historia sentimental sobre un pobre niño falto del amor de
una madre y del fuerte apoyo de un padre, arrojado, completamente
solo, a la fría caridad de un mundo excesivamente reprobador.
Aquélla no era toda la verdad y, si la hubiera contado, la gente se
habría mostrado horrorizada.