6. Malos pasos
En una de mis varias reencarnaciones anteriores, asistí a muchas corridas de San Isidro, acompañado de Javier Pradera, Rafael Sánchez Ferlosio, Alberto González Troyano y otros amigos queridos. Era la época de los mayores triunfos de Paco Camino. He tenido la suerte de ver grandes faenas de Antonio Ordóñez, Curro Romero, Antonio Bienvenida, Rafael de Paula… y no digo más, como añadiría Don Quijote. Pero creo que alguna de aquellas tardes de Paco Camino en Las Ventas fueron sencillamente tan buenas como la mejor del mejor. Y no digo más, etcétera.
No sé cómo serán ahora las cosas, hace tanto que no voy, pero entonces el público del coso madrileño solía pasarse de bronquista y alguacilesco. Muchos iban más a censurar que a disfrutar… o solo disfrutaban censurando: a voz en cuello, claro. Sobre todo por el poco trapío y otros defectos reales o imaginarios del ganado. Admito que yo era de los que no iban a la plaza a ver toros inasequibles al desaliento (en lo referente a bestias feroces prefiero primero a los hipopótamos y luego a los tigres) sino a ver torear. Y me impacientaba bastante perder media tarde en griterío y peticiones de acorralamiento (es decir, mandar toros al corral), mientras se enfriaba la perspectiva de ver buenos pases.
Sobre todo, cuando iba a torear Curro Romero. Sabido es que en el caldero de las brujas hay que mezclar sangre de doncella, hígado de sapo, esperma de ahorcado y cosas semejantes, todo en una noche de luna nueva y en año bisiesto: de otro modo, no sale el conjuro. Pues bien, aún debían coaligarse circunstancias más raras e improbables para que Curro tuviese su tarde. Y naturalmente las broncas y los cambios de ganado podían romper la magia incluso antes de que los astros comenzaran su favorable conjunción.
Recuerdo en especial una tarde, oscura y amenazando tormenta, o sea la típica de San Isidro. Alberto comentó, lúgubre: «Es como ver una corrida en Hamburgo». Salió el primer toro, que le correspondía al faraón de Camas, y se montó el cirio. El poco respetuoso respetable se levantó en un clamor unánime: «¡Cojo, cojo!». El presidente se resistía a cambiar el morlaco y en la barrera Curro ponía cara de «si lo sé, no vengo». Una desesperación. Todos estábamos de pie, saltando unos de indignación y otros de impaciencia. Entonces Ferlosio, sublime como solo él sabe serlo, bastón en mano cual pastor tratando de reunir a su disperso rebaño, gritó: «¡Dejadle en paz! ¡No está cojo! ¡Es su forma de andar!».
Del resto de la jornada recuerdo poco, pero creo que todo fue un desastre. Se cambió por fin al toro, pero ya Curro había decidido no acudir al trapo. Y no sé si incluso acabó lloviendo. Da igual, solo guardo en la memoria lo que dijo Rafael. Y ahora, en la frecuente bronca mediática de este país, cuando a quien salta al ruedo con cualquier propósito inmediatamente se le etiqueta a voces —¡fascista, traidor, populista, maricón, homófobo, fumador, drogadicto, borracho, taurino cruel, antitaurino, chorizo, cojo, cojo, etc.!— siempre siento ganas de gritar a mi vez: «¡Dejadle en paz! ¡Es su forma de andar!».
Mayo de 2008