5. Rebelión en la granja

Todos los animales son iguales… pero unos son más iguales que otros.

George Orwell, Animal Farm

Lo que diferencia el actual episodio del enfrentamiento entre taurinos y antitaurinos en el Parlamento catalán de otras fases de ese cíclico y antiguo debate es que por primera vez parece plantearse efectivamente la abolición de las corridas de toros en una región española. De modo que lo que se discute —o se debería discutir— no es tanto si ese espectáculo es una fiesta artística, portadora de tales y cuales valores, o por el contrario una muestra de barbarie anticuada, sino si debe o no ser prohibida para todos, la acepten o la rechacen. Es perfectamente imaginable que haya personas que sientan desagrado y repugnancia por las corridas pero que consideren abusiva su prohibición; incluso puede haber aficionados contritos que, reconociendo su gusto por ellas, admitan la necesidad de suprimirlas para verse libres de tan pecaminosa tentación, siguiendo el criterio de Pérez de Ayala: «Si yo mandase en España, suprimiría las corridas… pero como resulta que no mando, no me pierdo ni una».

De modo que ahora el viejo debate alcanza un nivel efectivamente político, como también es político su trasfondo. No ha sido ciertamente Esperanza Aguirre la primera en politizarlo al proponer la fiesta taurina en bien de interés cultural, como aseguran los que siempre miran la realidad con un ojo abierto y otro cerrado: aunque las argumentaciones escuchadas en el Parlament catalán no sean de corte nacionalista, sin una motivación de fondo nacionalista no habría habido iniciativa popular ni probablemente esta hubiera llegado al punto actual. Lo resume muy bien un chiste aparecido en La Razón: un litigante muestra un rehilete, con el palo decorado con el característico papel rizado rojo y gualda, explicando: «Esto es una banderilla; la parte de abajo causa heridas leves al toro y la parte de arriba hay que reconocer que ha causado esta comisión». Claro que mejor que el debate sea en último término político, pues para eso se lleva a cabo en un Parlamento, que moral, como absurdamente suponen algunos. ¡No falta ya más que los Parlamentos decidan lo que es moral y lo que no lo es! Como parece que había quedado claro en otros casos —por ejemplo, el del aborto— el Parlamento no está para zanjar cuestiones de conciencia individual, sino para establecer normas que permitan convivir morales diferentes sin penalizar ninguna y respetando la libertad individual. Ahora, por lo visto, hay quien reclama del Parlament precisamente lo opuesto…

Lo digo porque en lo tocante a la moral, que es cuestión a la que he dedicado cierta perpleja atención durante bastante tiempo, no hay tanta unanimidad respecto al trato debido a los animales como algunas almas delicadas parecen suponer. Existen más razonamientos éticos en el cielo y en la tierra de lo que la filosofía de Peter Singer supone y no es lo mismo ser bueno que ser guay, aunque el matiz diferencial pueda resultar difícil de captar hoy en países como el nuestro. El repudio de la crueldad (no digamos «innecesaria», porque si fuese necesaria ya no sería crueldad) y del maltrato animal es moneda corriente en los moralistas desde Tomás de Aquino, pero en cambio hay menos unanimidad a la hora de establecer qué diferencia a esas prácticas perversas de otras formas del empleo humano de las bestias. Y ahí es donde esta discusión se hace desde un punto de vista teórico más sugestiva: ¿qué hemos hecho y qué hacemos con los animales?, ¿en qué medida la relación con ellos ha configurado nuestra civilización e incluso nuestra «humanidad»?

Para empezar a comprender estos asuntos es imprescindible retroceder bastante en el tiempo. Digamos hasta el comienzo de la historia. El desarrollo de la sociedad humana se basa desde el principio en la utilización de animales para nuestros fines: nos han servido de alimento («todo lo que nada, corre o vuela… ¡a la cazuela!»), de fuerza motriz tirando de carros o haciendo girar norias, de transporte y de arma de guerra (¡los escuadrones de Alejandro, los elefantes de Aníbal!), sus pieles curtidas nos han vestido y nos han calzado, han arado los campos, han defendido nuestras casas y nuestros rebaños (¡también formados por animales!) y —supongo que lo más humillante de todo— nos han servido de pasatiempo en circos y otros espectáculos, nos han hecho zalemas como mascotas de compañía y han trinado en jaulitas a la espera de su alpiste. Por no mencionar a los que han entregado involuntariamente —y a veces aún vivos— sus cuerpos a la ciencia para el avance de la medicina, la cosmética y hasta la astronáutica (\Laika, pionera del Sputnikl).

También pueden haber sido imprescindibles para evitar males mayores: el antropólogo Marvin Harris justificó que los aztecas se comiesen a sus prisioneros por la ausencia en su territorio de mamíferos de talla suficiente para poder convertirse en fuente de proteínas, y Jared Diamond explica el rezago de ciertas poblaciones africanas por carecer de bestias domesticables que pudiesen servirles para el transporte o la carga. Si tantos y tan variados empleos son formas de maltrato, hay que reconocer que la civilización humana se basa en el maltrato de los animales. Podemos ahora arrepentirnos de ello, pero «a toro pasado» y nunca mejor dicho. Nuestras actuales declaraciones compasivas y la renuncia a aquellos de sus servicios que nos son menos apreciados hoy se parecen bastante a las proclamas de horror al vicio que profieren con hipocresía algunos libertinos y libertinas cuando, llegada la vejez, ya no son capaces de seguir disfrutando de los placeres tras los que antes corrieron…

De modo que resulta un poco risible el argumento abolicionista de «que le pregunten al toro si le parece arte que le piquen o le den la puntilla». Tampoco nadie le pregunta a la merluza si quiere donar su cogote a las sociedades gastronómicas o a los bueyes si quieren tirar del arado. Ni a perros, gatos o caballos de carreras si quieren ser castrados por nuestro bien. Porque en el caso del debate actual debe quedar claro que no se trata de introducir en nuestra cultura las corridas sino de prohibir una práctica secular: o sea, que no es obligación de los taurinos argumentar a favor de ellas sino de los abolicionistas convencernos de que deben ser suprimidas. ¿Que no sería hoy admisible iniciarlas? Imaginemos si aceptaríamos con los valores vigentes empezar a criar animales para alimentarnos con ellos. O sencillamente cazarlos o pescarlos para ese fin, que para el caso es lo mismo (lo malo lo es tanto al por mayor como al detalle).

Me parece estar oyendo a quienes contemplasen por primera vez corretear a unos pollos o a unos terneros, antes de haberlos degustado: «¡Qué ricos son! ¿Verdad? Me refiero a que parecen sabrosos…». Reconocemos que en los mataderos o las granjas avícolas industriales los bichos no lo pasan nada bien, pero se arguye que en tales lugares no se venden entradas para el espectáculo. Sin embargo el argumento se vuelve contra lo que intenta demostrar, pues si fuera verdad que los espectadores disfrutan con el sufrimiento animal frecuentarían esos dignos establecimientos en lugar de las plazas de toros. Otros se escudan en que no es lo mismo sacrificar animales para atender nuestras necesidades que para satisfacer diversiones o lujos. Pero, como señaló Valéry, «tout ce qui fait le prix de la vie est curieusement inutile». El asunto de fondo sigue siendo el mismo: ¿tenemos derecho o no?, ¿es crueldad o no?

La preocupación por el bienestar de los demás seres vivos obtuvo el patronazgo de notables ilustrados —Montaigne, Jeremy Bentham, Schopenhauer…— pero también el refrendo de algunos que mostraron humanitarismo con las bestias y bestialidad con los humanos: las primeras leyes europeas protoecologistas de protección de la Madre Tierra y de los animales fueron dictadas (entre 1933 y 1935) por el vegetariano Adolf Hitler. En cualquier caso, la sensibilidad hacia el sufrimiento de otros vivientes es un signo de la modernidad. A ella se deben medidas piadosas como el peto de los caballos de los picadores (impuesto por el dictador Primo de Rivera, otro «ilustrado» discutible) o el suavizamiento de los obstáculos más peligrosos en la carrera del Grand National de Liverpool. No son desdeñables tales miramientos animalistas, como los que afectan a circos y zoológicos, pese a que ello implica que los animales salvajes van desapareciendo de nuestras vidas urbanas —sobre todo de la de los niños— para hacerse solo presentes virtualmente en los documentales de la televisión. Ganan en veneración respetuosa lo que pierden en presencia efectiva en la cotidianidad, como los dioses celestiales. Es una tendencia que continuará y que sin duda también acabará mañana afectando las corridas de toros, si no son abolidas: menos pincho en las banderillas, puyas más suaves, quizá la muerte virtual por inyección anestésica… (lo que permitiría reutilizar el toro, llegado el caso). El conjunto de estas disposiciones no revela acercamiento a la naturaleza, sino el predominio humanista de dos instancias desconocidas en ella: la compasión y la hipocresía. Ambas, en su dialéctica perpetua, espiritualizan nuestra vida… e incluso las de las bestias que más se nos parecen y por tanto nos «desanimalizan» a todos.

Yo me quedo con el arrebato de Nietzsche en la plaza Carlo Alberto de Turín, abrazado llorando al cuello del viejo caballo fustigado por su cochero. ¿Síntoma de locura o comprensión abismal de la irreductible desdicha de existir?

Marzo de 2010