2. Nuestra actitud moral ante los animales
«Hermano Francisco, no te acerques mucho…»
Rubén Darío, «Los motivos del lobo»
La narradora americana Zenna Henderson fue quizá la primera mujer en ganarse un puesto destacado dentro de la ciencia ficción, un género literario en sus comienzos de tono y hegemonía netamente masculina: sus relatos en torno al Pueblo, unos extraterrestres más exilados que invasores y que hacen por entender a (así como precaverse de) los humanos un esfuerzo semejante al del persa de Montesquieu por comprender a los parisinos, me parecen comparables sin desventaja a las Crónicas marcianas de Ray Bradbury. Mi preferido de esta saga se titula Todas sus criaturas (refiriéndose a un fragmento del Salmo 136: «Él alimenta a todas sus criaturas, porque para siempre es su misericordia»): cuenta la llegada de una nave de otro planeta a un villorrio de Nuevo México, presenciada solamente por un cura; sus ocupantes son una hembra alienígena y sus crías, famélicos por las privaciones de la larga travesía, a quienes el sacerdote intenta alimentar con todos los comestibles vegetales o animales a su alcance (incluido un toro bravo, al que la mamá extraterrestre apuntilla con un indudable despliegue de poderío). Nada funciona, los recién llegados vomitan cuanta comida se les ofrece, hasta que el mordisco casual de uno de los cachorritos al cura demuestra que lo único que puede alimentarles es la carne y la sangre humanas. Pero para entonces ya se ha fraguado el reconocimiento entre ambas especies espiritualmente desarrolladas y la visitante del espacio exterior prefiere reemprender viaje, con su hambre a cuestas, antes que practicar sobre sus huéspedes cualquier forma de obligado canibalismo…
El cuento es kantiano y confirma que el imperativo categórico de no utilizar como medios sino siempre respetar como fines en sí mismos a los semejantes es válido —como supuso el de Königsberg, ganándose alguna chufla de Schopenhauer— para los seres racionales de cualquier demarcación del universo. Pero choca indudablemente con el criterio de filósofos actuales como Peter Singer. Para el controvertido —dicho sea en su elogio— pensador australiano, los comprensivos extraterrestres de Henderson supongo que no serían moralmente mucho mejores que el magníficamente terrible Alien de Ridley Scott o los invasores marcianos de La guerra de los mundos de H. G. Wells. En efecto, nosotros consideramos al Octavo Pasajero o a los marcianos como supremamente nocivos porque persiguen inmisericordemente a los humanos y estimamos como colegas a los alienígenas de Henderson porque prefieren pasar hambre que alimentarse con nuestra carne pero… ¿qué opinarían de estos últimos el toro y demás animales terrícolas si hubiesen sido bocado nutritivo para ellos? Porque por lo visto tales visitantes lo tenían claro: los seres irracionales forman parte de la dieta aceptable, pero los racionales no. ¿Acaso no se trata de una discriminación clarísima? Desde luego, la mayoría de nosotros la hacemos todos los días y rechazamos enérgicamente la antropofagia como variedad gastronómica, mientras que comemos aves, pescados, vacunos y ganado porcino… Lo mismo que hay «racistas» y «sexistas», somos «especiecistas» o sea que ponemos la salvaguardia de nuestra especie por encima de las demás. Los extraterrestres de Zenna Henderson amplían nuestro prejuicio, porque —aunque no son humanos— sienten fraternidad discriminatoria por cualquier especie que comparte su misma condición espiritual.
El profesor Peter Singer se declara contundentemente contra este prejuicio. Sin duda es el más elocuente y bien argumentado mantenedor de una posición al pairo del sentido común establecido por los siglos y resulta mucho más fácil por eso mismo de ridiculizar con sarcasmos que de refutar con razonamientos filosóficos. Pero él se basa en motivaciones fundadas en la filosofía ética y no en meros desbordamientos sentimentales o afectivos. Su posición teórica podría resumirse en los títulos de dos de sus ensayos, que constituyen planteamientos maximalistas aunque él sabe matizarlos, llegado el caso: «todos los animales son iguales» y hay que «desacralizar la vida humana». Ni que decir tiene que aquellos extraterrestres de Zenna Henderson resultarían menos bondadosamente ejemplares para él que para su autora o para la mayoría de sus interesados lectores, humanos y aún —ay— demasiado humanos…
Debo añadir que Singer es notablemente consecuente en la práctica con sus ideas: vegano (es decir, escrupuloso vegetariano total), se opone a la utilización de pieles naturales para fabricar objetos de uso cotidiano (carteras, zapatos, cinturones, etc.), a la experimentación científica con cobayas animales y defiende que suprimir indoloramente en la cuna a un recién nacido con irreversibles taras físicas o mentales es preferible a sacrificar a un ternero en la plenitud de sus facultades. Esta última postura (que desde luego no comparto, pero cuya coherencia desafiante alabo) ha motivado que le sea prohibida la entrada en Alemania, donde esas proclamas despiertan malos recuerdos colectivos… También es uno de los principales portavoces del Proyecto Gran Simio, que reivindica la condición de «persona» para los monos superiores (lo son porque se parecen más al hombre que los demás, nadie es perfecto ni está libre de su poquito de «especiecismo») como bonobos, orangutanes, chimpancés y gorilas, ampliando a ellos las leyes contra la esclavitud y los tratos dolorosos o degradantes ahora vigentes en exclusiva para proteger a los simios humanos.
Peter Singer inspira su argumentación ética en una célebre página del filósofo utilitarista Jeremy Bentham, el cual —en su Introduction to the Principles of Morals and Lesgislation— sostiene que el color de la piel no puede ser argumento para privar a un semejante de sus derechos (en aquellos tiempos todavía era legal la esclavitud) y tampoco la facultad de razonar o comunicarse, que un perro o un caballo poseen de modo más evidente que un recién nacido. Concluye: «La cuestión a plantear no es: ¿pueden los animales razonar?, ni la de ¿pueden hablar?, sino la de ¿pueden sufrir?». De modo que, concluye Singer, «si el hecho de poseer un mayor grado de inteligencia no autoriza a un hombre a utilizar a otro para sus propios fines, ¿cómo puede autorizar a los seres humanos a explotar a los que no son humanos?». Aquí estriba según él la equivocación teórica gravísima de Kant: convertir la racionalidad y la pertenencia a la especie racional —es decir, la racionalidad en potencia de bebés y ancianos seniles— en la demarcación única y decisiva de la dignidad moral, o lo que es lo mismo de la obligación ética de ser tratados como fines en sí mismos y no como meros instrumentos de propósitos ajenos.
Lo que cuenta es ser capaz de tener intereses, y cualquier animal que disfruta y sufre con las cosas o con lo que le pasa tiene esa disposición, tanto como un ser humano. Decir que todos los animales son iguales equivale a sostener que ningún animal tiene derecho ético —ni debería tenerlo jurídico— a imponer sus intereses sobre los de los demás. De modo que las preguntas éticas pertinentes son de este tenor: ¿tiene el cerdo interés en ser sacrificado para hacer jamones o la ternera para convertirse en filetes?, ¿tiene el toro interés en ir a la plaza en que deberá padecer engaño, puyas y estoques?, ¿tiene el canario interés en cantar dentro de su jaula, el caballo de carreras en ganar el Derby o el perro de aguas en hacer compañía a sus amos en un piso urbano? Y sobre todo: ¿tenemos los humanos derecho a imponerles estas involuntarias tareas, quieran o no?
Pero ¿podemos hablar razonablemente de «intereses» cuando nos referimos a los animales? ¿O se trata de otra forma de antropomorfismo, es decir, prestarles a lo Disney capacidades, vicios o virtudes de los humanos, como cuando denunciamos la «crueldad» del tigre o llamamos por discutible analogía «sociedad» a un hormiguero o un panal de abejas? Lo que caracteriza a los intereses en sentido estricto, es decir antropológico, es en primer lugar poder tenerlos o no. Solo de un modo irónico, que en este caso no cuadra, podríamos decir que tenemos «interés» en respirar, en alimentarnos o en dormir de vez en cuando. Evidentemente se trata de necesidades dictadas por el instinto de supervivencia, en modo alguno opcionales. ¿O también son electivas y en casos extremos seríamos capaces de renunciar a ellas? Bueno, entonces sería el desafío de la renuncia lo que puede convertir la necesidad en mero interés, o sea en un proyecto entre otros. Sin posibilidad de renunciar no hay interés que valga. La broma de Voltaire cuando se afirmaba ante él «hay que vivir», y él replicaba «je n’en vois pas la nécessité», apuntaba en ese sentido.
Desde luego nadie hablará de interés cuando se trata de actos inevitablemente necesarios y reflejos, como cerrar los ojos cuando alguien nos amaga un golpe al rostro o retirar la mano cuando sentimos una inesperada quemazón o cualquier otro tipo de dolor. Nuestros intereses son nuestras elecciones o no son nada sensato, porque de otro modo podríamos acabar hablando del interés de los planetas en mantener sus órbitas actuales…
Los animales tienen necesidades e instintos acuñados evolutivamente, pero no «intereses» en el sentido más… interesante del término. Puesto en el aprieto de los extraterrestres del cuento de Zenna Henderson, ningún animal hubiera vacilado en devorar a los humanos. Se lo hubiera impuesto su condición natural y necesaria, no sus «intereses»: en cambio, fueron intereses más allá del instinto y la necesidad establecida evolutivamente (en el supuesto de que la evolución tenga validez interplanetaria, habría que preguntárselo a Darwin) los que a ellos les hicieron renunciar a nutrirse de semejantes racionales… Dudo que muchos humanos hubiésemos sido tan desinteresadamente interesados —oprimidos por ese dilema, seguro que habríamos encontrado alguna excusa para comérnoslos— pero lo indudable es que moralmente se nos podría haber reprochado semejante egoísmo. En cambio un tiburón o una piraña que hubieran cedido a la necesidad natural de la antropofagia serían moralmente irreprochables, no culpablemente interesados. Podremos decir —los zoólogos y sobre todo los primatólogos nos lo dirán— que los animales superiores son capaces de atender sus urgencias instintivas con diferentes tipos de comportamiento, a menudo inventivos: pero es indemostrable que en ciertos casos sean capaces de renunciar a ellos por atender a intereses de diferente índole: es decir, de libre elección. Como en la famosa parábola que cuenta Orson Welles en Mr. Arkadin, el escorpión no tiene más remedio que picar a la rana aunque de ese modo se condene a morir ahogado, porque tal es su carácter o sea su naturaleza.
Probablemente, Peter Singer y otros creyentes en que la ética no es sino una sofisticación de nuestro instinto de supervivencia social, tan evolutivamente condicionada como cualquier otro comportamiento biológico, objetarán contra este planteamiento. Pero también a ellos les será difícil argumentar su posición. Lo característico de la conducta humana es poder inhibir o aplazar la satisfacción de nuestras necesidades más perentorias para cumplir otros propósitos: respondemos a internes que son, por definición, múltiples, contrapuestos y por tanto incompatibles frecuentemente unos con otros. Tener intereses, lo propio de la humanidad, es lo contrario de «no tener más remedio que», lo propio del comportamiento de los animales. Por eso se supone que nosotros somos responsables (moralmente) y los animales no. La inocencia y la culpabilidad están ligadas a la conducta interesada, no meramente a la instintiva. Es pueril decir que los animales son «inocentes», puesto que no pueden ser tampoco «culpables»: los imbéciles o los pedagogos edificantes que envidian la pureza del comportamiento animal —es decir, que añoran el jardín del Edén antes del pecado original y por tanto del comienzo de la libertad humana— olvidan esta verdad elemental[3].
También esa es la razón por la que la similitud entre animales y humanos (o si prefieren, entre animales irracionales o no simbólicos y animales racionales o simbólicos) siempre resulta seriamente deficitaria, pese a evidentes parentescos. Algo así quiso señalar Wittgenstein, cuando dijo que si los leones pudieran hablar nuestra lengua no les entenderíamos: es decir, su mundo de necesidades e instintos no sería representable para quienes vivimos una existencia fundamentalmente distinta, hecha de elecciones y renuncias optativas. Y Thomas Nagel, en su famoso ensayo «¿Qué es ser un murciélago?» (incluido en Mortal Questions), además de subrayar la dificultad de comprender una vida basada en capacidades sensoriales distintas a las nuestras, podría también haber mencionado la disponibilidad humana para rechazar o modificar pautas biológicas de comportamiento como el mayor obstáculo para entender empáticamente cualquier existencia animal. El mismo Nagel, en otro ensayo de ese libro titulado significativamente «Ética sin biología», establece que la ética es «el resultado de la capacidad humana de someter las pautas motivacionales o de conducta innatas o condicionadas de forma pre-reflexiva a la crítica y la revisión, y crear nuevas formas de conducta».
O sea, la ética no proviene de nuestras similitudes evolutivas con otros seres vivientes, sino de la capacidad única y específica de distanciarnos reflexivamente de la finalidad natural inmediata y poder afirmarla o rechazarla. Precisamente la actitud ética es el reconocimiento de esa excepcionalidad humana y no la afirmación de su continuidad con el resto de la animalidad. No estriba en constatar obvios parentescos zoológicos sino en reconocer una diferencia esencial sobre la que pueden y deben sustentarse las exigencias sociales de responsabilidad personal ante la acción. Por eso también podemos hablar de derechos humanos (y sus correspondientes deberes). El notable filósofo moral y jurídico argentino Carlos Niño, prematuramente desaparecido, sostenía que los derechos básicos son aquellos de que gozan todos los seres con capacidad potencial para tener conciencia de su identidad como titular independiente de intereses y para ajustar su vida a sus propios juicios de valor. Tales juicios se entienden en el sentido de que el agente racional, pese a estar dotado evolutivamente de instintos y necesidades, nunca queda del todo a merced de ellos como mero objeto. Sin duda permanece como objeto pero también siendo capaz de descentrarse de ellos para saberse sujeto y poder elegir. Por ello, junto a sus objetivos vitales irremediables, siempre tiene la capacidad potencial de poder perseguirlos o suspenderlos de maneras no irremediables[4].
Nuestros padres griegos, empezando por Aristóteles, situaban las obligaciones éticas en el plano del comportamiento interhumano, distinto de la relación con los dioses y con las bestias. Los bárbaros eran, precisamente, quienes trataban a los hombres como si fueran animales, privándoles de sus derechos cívicos o maltratándoles de forma cruel: o sea los que no distinguían debidamente entre humanos y bestias. El ejemplo prototípico, citado por diversos autores, fue el tirano Falaris, una de cuyas diversiones para amenizar sus banquetes consistía en encerrar a sus prisioneros en el interior de un toro —¡vaya casualidad!— de bronce, herméticamente sellado salvo una pequeña abertura a la altura de la boca; después hacía calentar el metal hasta ponerlo al rojo y los alaridos de dolor del así torturado llegaban al exterior distorsionados e irreconocibles, como escalofriantes «mugidos» de la imagen incandescente. Para los griegos, la ética no regía la relación con los dioses —en estos casos la regla era la piedad— ni con los animales —que podían ser fieles colaboradores o peligrosos adversarios, pero nunca iguales— sino solo con los humanos: el primer principio consistía en no confundir los diversos niveles de obligación en los que tenía que orientarse la conducta.
Sin embargo, cierto embarazoso escrúpulo respecto a la relación con los que algunos pensadores han llamado «nuestros parientes inferiores» nunca ha estado del todo ausente de las reflexiones morales de Occidente. Desde luego, nada parecido a la veneración absoluta por la vida, cualquier vida (la doctrina de la ahimsa), que hace en Oriente a los jainitas llevar un velo sobre la boca para no tragarse por descuido un insecto o mirar atentamente al suelo para no pisar por descuido alguna hormiga; o que obligó a aquel santón hindú, aquejado por un voluminoso tumor en el cuello, a rechazar cualquier medicación que pudiera eliminarlo, diciendo «dejadlo crecer, él también está vivo». Este miramiento radical que prohíbe dañar cualquier vida parece, paradójicamente, difícil de hacerse compatible con la conservación misma de la vida. Porque toda forma de vida, empezando desde luego por la vida humana, se conserva y nutre a partir de otras vidas. Es el sacrificio de lo orgánico lo que permite mantenerse a los organismos. La ahimsa no solo es incompatible con alimentarse de seres vivos, sino también con la estreptomicina y otros medios de defendernos de los peligros que suponen esos vivientes para nosotros.
La actitud jainita o budista puede tener fundamentos religiosos, que no conozco bien ni puedo discutir (la religión es indiscutible o no es religión auténtica), pero desde luego difícilmente éticos en el sentido que nuestra tradición moral concede a la palabra. Pues ¿qué fundamento puede tener la obligación ética de respetar a toda costa la vida que solo tenemos unos seres vivos, a saber los humanos, pero no las hormigas, los tiburones o los microbios? ¿Por qué debemos comprometer los humanos nuestra propia vida y sus circunstancias no atentando contra cualquier otra vida, cuando el resto de los seres vivos naturales actúan de forma opuesta? Quizá haya una explicación religiosa a esta conducta, pero difícilmente podremos justificarla desde la ética, laica y racional. Y aquí se ve la diferencia esencial entre los mandamientos religiosos y las normas morales, que ya he recordado en otras ocasiones: pues la ética pretende dar la pauta para una vida mejor y la religión en cambio dispone para algo mejor que la vida…
Sin duda el santo cristiano que más se asemeja por su caridad sin límites a esos otros religiosos orientales (si exceptuamos a Schopenhauer, que era más o menos budista pero nada santo y nunca llevó su afecto por los bichos hasta el punto de renunciar a un asado apetitoso) fue san Francisco de Asís. Si es cierto lo que cuentan sus Florecillas, predicó una fraternidad casi panteísta con todos los seres, incluso con los inanimados, lo cual debió dar lugar a bastantes callejones sin salida y contradicciones en su conducta y en la de sus seguidores. Al hombre le es imposible vivir si respeta como a su hermano no a sus semejantes sino a todo lo que existe (debe comer, hacer caminos, construir casas y fabricarse vestidos a costa de violaciones mayores o menores de esa fraternidad cósmica) y al resto de los seres vivos no hay modo de convencerles de que compartan tan elevados criterios: va contra su naturaleza, es decir, contra la Naturaleza. Es lo que glosa Rubén Darío con sonora y deliciosa maestría en su poema «Los motivos del lobo». Un feroz lobo es azote de rebaños y personas en la región de Gubbia; el santo de Asís se arriesga a buscarle, le habla con persuasiva y humilde dulzura («hermano lobo…») y le convence para que renuncie a su fiereza y prefiera la mansedumbre. El regenerado depredador trata de confraternizar con los lugareños, pero estos desprecian a la fiera arrepentida y desnaturalizada, abusando de ella para maltratarla. El pobre converso se muere de hambre y de humillación. De modo que cuando vuelve a encontrarse con el santo, el lobo tiene un cabreo considerable y, regresando por la fuerza de las circunstancias a su anterior disposición, le previene con un aullido: «hermano Francisco, no te acerques mucho…». No es fácil vivir el franciscanismo estricto, sobre todo cuando se ha nacido lobo. O humano, que para el caso tanto da. ¿Crueldad? El lobo no es cruel ni el hombre tampoco por atender a sus necesidades y a su forma de vida.
La perspectiva ética que empieza en Tomas de Aquino y sigue a través del Renacimiento, pasando por Rousseau y Kant hasta Jules Michelet, que habla de «nuestros hermanos inferiores» refiriéndose a los animales, condena la crueldad contra ellos no basándose en ningún tipo de igualdad entre los humanos y los seres que no lo son (ni por supuesto en inimaginables «derechos» no recíprocos entre ellos y nosotros) sino en nombre de la degradación de nuestra humanidad que esos hábitos brutales revelan. Quien se complace en el sufrimiento de los animales no viola una obligación moral con ellos, que no existe, sino que renuncia a su propio perfeccionamiento moral y se predispone a ejercer malevolencia contra sus semejantes, con quien sí que tiene deberes éticos. En una palabra, la crueldad contra las bestias es un mal síntoma y probablemente el preludio de comportamientos aún peores con el prójimo; por el contrario, la compasión engrandece nuestra vida moral —la excepcionalidad humana por excelencia— y nos acerca a lo que Nietzsche llamó bellamente «la estética de la generosidad».
La perspectiva que más choca hoy con la nuestra es sin duda la de Descartes y sus seguidores, que consideraban a los animales máquinas (aunque más perfectas que cualquier máquina humana, por ser obra de Dios) y por tanto les negaron los padecimientos y dolores. Son autómatas muy bien construidos, que imitan esas sensaciones desagradables sin padecerlas. La naturaleza en su conjunto no es un gran ser vivo —según la idea aristotélica que comparten tantos de los antiguos— sino un gran artefacto, una pieza de sobresaliente relojería. Además de darse gusto así al espíritu de la época barroca, tan aficionado a resortes, muelles y demás componendas mecanicistas, se resuelve también de paso un problema teológico: si los animales sufriesen, pero al carecer de libertad no pudiesen pecar ni por tanto merecer castigos terrenales, se proyectaría una sombra de injusticia sobre Dios. Nuestros padecimientos de seres racionales, por tanto capaces de elegir, son penas para purgar nuestras fechorías o para acumular méritos en la próxima vida eterna; los de las bestias serían dolores estériles e injustificables, racionalmente imposibles de soportar.
Este planteamiento es el más estrafalario para nuestra sensibilidad biológica y postromántica, lo mismo que nos choca saber que el decentísimo Spinoza se entretenía poniendo moscas en la tela de la araña y viendo como esta las devoraba: según su biógrafo Jan Colerus, semejante espectáculo le hacía reír a carcajadas. Para él debía ser como asistir al funcionamiento maravillosamente automático de una serie de complicados engranajes que demostraban una y otra vez la perfección de una sustancia o naturaleza en la que no cabe hablar de Bien ni de Mal, sino solo de «bueno» o «malo» para cada uno de los modos de ella que existen y se oponen entre sí. Lo curioso es que esta forma de ver las cosas, que tanto estremece nuestra sensibilidad actual, tiene mucho que ver con el materialismo evolucionista más moderno. También según este los seres vivos no son sino envoltorios o «máquinas» destinados a propagar y perpetuar sus genes sin miramientos sensibleros a las atrocidades que deben cometer o soportar para cumplir ese destino. Constantemente oímos afirmar con candor a los no especialistas que «la naturaleza es muy sabia» o que «la naturaleza es cruel», afirmaciones que no solo no se oponen sino que se complementan y yo diría que aún más: significan lo mismo.
La perspectiva moral más decididamente preocupada por el bienestar de los animales es sin duda el utilitarismo. Jeremy Bentham, padre intelectual de esta doctrina, argumentó a favor de lo que luego se llamó «liberación animal» dentro de la polémica en pro de la abolición de la esclavitud humana (seguidores del utilitarismo incipiente fueron dos de los políticos abolicionistas más activos, William Wilberforce y Thomas Fowell Buxton, que fundaron también en 1824 la primera Sociedad Protectora de Animales en Inglaterra). Los partidarios del esclavismo sostenían que emancipar a los negros —como acababa de hacerse en las colonias francesas de América— sería parecido a conceder derechos a los animales; audazmente, Bentham invirtió la argumentación: ¿y por qué no hacerlo? Estaba abriéndose paso la idea revolucionaria de que nadie podía ser excluido de la protección de la ley a causa del color de su piel o la forma de la nariz; del mismo modo, quizá llegase el día en que ninguna criatura pudiera sufrir ese desamparo pese al número de sus extremidades, la pilosidad de su piel o la forma de su osamenta. Bentham señala que un caballo o un perro adultos pueden ser desde todo punto de vista más sociables y razonables que un recién nacido. De modo que la línea de demarcación del respeto moral al prójimo no puede establecerla la capacidad de hablar o razonar sino esta pregunta fundamental: «¿pueden sufrir?».
La intención de Jeremy Bentham era esclarecida y humanitaria (su discípulo Henry Salt dio forma estable a su doctrina en el libro Los derechos del animal en su relación con el progreso social, de 1892), la lucha política de Wilberforce logró finalmente la abolición de la esclavitud y le ganó así la plaza más merecida en el panteón de benefactores ilustres, pero visto desde la teoría ética se perdieron en el camino conceptos importantes y se malinterpretaron otros. Los esclavos consiguieron su emancipación no gracias a defensores de sus derechos que proclamasen la indignidad de que seres humanos fueran tratados como animales sino a bondadosos abogados convencidos de que ni siquiera los animales deben ser tratados como esclavos. Es decir, se estableció una continuidad esencial entre los animales irracionales y los racionales, de tal modo que lo importante dejó de ser la capacidad de elegir que distingue a los segundos de los primeros y pasó a ocupar su lugar la gradación en la conciencia del dolor y el interés de rehuirlo, que comparten según su escala de sensibilidad unos y otros. La idea fundamental de la ética, la libertad —es decir el interés de optar por intereses distintos o contrarios a los naturalmente determinados— fue dada de lado o cancelada como evolutivamente incomprensible, en beneficio del interés natural e irremediable por evitar el dolor y buscar la satisfacción de nuestras necesidades, que comparten todos los seres vivos. Con más o menos sofisticaciones aportadas por Peter Singer, Ted Honderich, Jesús Mosterín y otros, en ello seguimos.
Ahora bien: ¿qué significa exactamente causar dolor a los animales? Y ¿qué es lo que estos necesitan? Por supuesto, los animales sufren, como el resto de los seres vivos: de hecho, buena parte de las bestias que jamás han tenido contacto con el hombre padecen en ciertos momentos de su vida y me atrevo a decir que en general aún más que la mayoría de los gatos, perros, caballos, vacas, toros, etc. que conviven con los humar nos. La Naturaleza —sea lo que fuere el conjunto de fatalidades que designamos con esa prosopopeya— programa o consiente cacerías, hambrunas, matanzas y aún refinadas torturas (¡esos insectos de afilado aguijón que ponen sus huevos en el cuerpo de una víctima paralizada por su veneno para que al crecer las larvas se alimenten de la presa aún viva!) que aseguran a los animales una existencia tan dolorosa como, por ejemplo, la nuestra. A veces, aún más. Hay humanos a los que parece dolerles el dolor ajeno, pero es porque los humanos —se quiera o no— tenemos siempre un ramalazo antinatural: pocas cosas menos naturales y más ajenas a los procesos así llamados que la compasión.
Pero, dicen los utilitaristas, en tales casos se trata de dolores efectivamente naturales, es decir, justificados, inevitables, exigidos por la condición de esos seres, imprescindibles, necesarios… no culpables. O sea, los dolores causados por la Naturaleza son sufrimientos imprescindibles para la vida en su conjunto, mientras que los provocados por los humanos son caprichosos y no necesarios. Hay aquí, si no me equivoco, cierta contradicción: la continuidad entre los seres vivos, que sitúa a los humanos entre los demás sin poder arrogarse ningún privilegio («todos los animales son iguales», asegura Peter Singer) se rompe de pronto por la esquina del dolor, puesto que los sufrimientos causados por el hombre a otros bichos no son naturales ni necesarios como aquellos que los bichos se causan entre sí. Somos la excepción maligna en un sistema de intereses atroz y feroz pero, hasta nuestra llegada, sin culpables: como se nos narró en la fábula del Génesis, suscrita por lo visto por muchos materialistas, con nosotros llega al mundo el pecado original. Tenemos unos deberes que por lo visto nadie tiene en el universo —¿no es esto una forma de lúgubre orgullo especiecista?— y nuestro frecuente incumplimiento nos convierte en los únicos posibles malvados del cosmos…
El daño que causamos a los animales —aseguran los utilitaristas y asimilados— no es necesario, o sea va contra los intereses de esas pobres víctimas. El toro no quiere ser lidiado, ni la gallina poner huevos para alimentarnos, ni el caballo correr o tirar del carro ni el cerdo aprovisionamos de jamones y chorizos o de piel para hacer zapatos: todo eso va contra sus intereses animales. Quizá ni siquiera el perro desee mover el rabo al ver a su dueño, por no hablar de los gatos a los que se castra para impedirles procrear carnadas indeseadas, etc. Pero ¿en que consiste el interés de todos los animales llamados domésticos, es decir, los que viven en simbiosis con el hombre desde hace tantos siglos? Porque ya no responden a la mera evolución natural, sino que son el producto de una selección y cría orientada por la voluntad humana Lo que el proceso de selección natural de la evolución ha hecho con otros seres, los humanos lo hemos logrado de manera más o menos intencional y consciente con los animales domésticos. Hasta el punto que Charles Darwin comienza El origen de las especies apoyándose en el proceso de selección y cría que los humanos han realizado con los animales para obtener mejor suministro de alimento, transporte, pieles, compañía, etc. Como resultado de este condicionamiento a lo largo de siglos, para todos los animales domésticos la evolución y la naturaleza tienen rostro humano. Si la evolución y la naturaleza espontáneas (por llamarlas de algún modo) no fuerzan la voluntad de los seres que producen ni son culpables de los dolores que inscriben en su destino, ¿por qué debe serio la evolución y naturaleza de rostro humano que ha producido ciertas variedades de animales y determinado su forma de vida? ¿Acaso los genes que aspiran a perpetuarse son legítimamente «egoístas» pero los humanos no gozamos de la misma prerrogativa?[5]
El zoólogo Desmond Morris, autor del best-seller El mono desnudo, cometió otro libro que pretendía responder en cierto modo a El contrato social de J.J. Rousseau y que tituló El contrato animal. Pero la equivalencia no es sostenible, porque el contrato social al que Rousseau se refería se basa en el lenguaje y en la reciprocidad consentida, condiciones imposibles en la relación entre humanos y animales. Por tanto en este caso no podrá haber «contrato» válido, sino solo trata, aunque no está fuera de lugar hablar de buen o mal trato de los animales domésticos por parte de los humanos. No tiene sentido preguntarse si quieren ser lo que son, es decir aquello para lo que la cría humana les ha determinado pero sí es lícito cuestionar si el modo en que se les trata responde a ciertos miramientos de decencia o fairplay. Los animales domésticos están bajo la protección, y en cierta medida son responsabilidad, de los humanos. Por tanto se les puede reconocer un cierto tipo de «interés» en que no se les impongan padecimientos que desborden y expriman de modo superfluo o exagerado el servicio que prestan al huésped humano. Ser capaces de sufrir no les convierte en sujetos morales, salvo en la óptica utilitaria animalista, pero en todo caso merece consideración por parte de los agentes racionales que se benefician con ellos.
Tratar bien a las aves incluye aprovechar sus huevos y su carne, pero probablemente no ciertas formas de explotación industrial intensiva que omite en busca de mayor provecho cualquier consideración sobre su bienestar sensorial; lo mismo puede decirse de cerdos, ganado vacuno y los mustélidos cuyas pieles son especialmente valiosas. La simbiosis implica ciertas obligaciones por nuestra parte y abandonar al perro que nos acompaña en casa para irnos de vacaciones sin duda no las respeta. Quizá algunos animales son imprescindibles para experimentar y poner a punto medicinas de gran utilidad social, pero ello no excusa que sean manipulados de cualquier forma y sin ningún tipo de consideración a sus padecimientos. Etcétera. Dentro de este rango de seres naturales «artificializados» por la cría de acuerdo con nuestros intereses, ciertas bestias criadas para el deporte o el espectáculo como los caballos de carreras y los toros de lidia ocupan sin duda un rango aristocrático por el trato privilegiado que comúnmente reciben. Ojalá con todos los demás animales fuésemos siempre tan considerados…
Escuchemos ahora una reflexión sugestiva de José Luis Pardo, un pensador que demuestra con cada uno de sus escritos el interés de la perspectiva filosófica para encarar la actualidad: «La animalidad, como en general la naturaleza, siempre es para nosotros, los humanos, algo inquietante. Y uno de los remedios más extendidos contra la inquietud es la asimilación: conceder derechos a los animales, por ejemplo a las plantas y a los bosques, es decir, empeñarse en no dejarles ser lo que son. Si a alguien le preocupasen realmente los animales o la naturaleza, lo primero que haría sería levantarse al menos con las armas del intelecto contra semejantes intentos de eliminar del mundo todo lo que nos es ajeno» (en Nunca fue tan hermosa la basura). La dificultad estriba en que la naturaleza, que solo existe para nosotros, no nos es totalmente ajena: es algo que tenemos y no tenemos, donde estamos y no estamos, que compartimos con los demás seres pero cuya carencia a la vez nos separa de ellos. De ahí nuestra desazón: al contrario de los animales, que están en lo natural «como el agua en el agua» según Georges Bataille, nosotros estamos instalados naturalmente como el aceite en el agua, sin poder separarnos de la naturaleza ni mezclarnos por completo con ella, flotando allí y extrañados de flotar en ese medio. Situación inquietante, que tratamos de combatir asimilando los demás seres a los artificios humanos ya que resulta imposible (por mucho que se esfuercen en intentarlo los beneméritos evolucionistas y demás chantres del cientificismo) naturalizar por completo nuestros artificios característicamente humanos. Divinizar (en el pasado) y humanizar hoy a las bestias es el primer paso de la difícil —intelectualmente hablando, al menos— convivencia con lo que tanto se nos parece y tan diferente a nosotros es.
Asimilar a los animales domésticos, que al fin y al cabo pertenecen a nuestra «familia» y por tanto comparten con nosotros la obligación de ser sociables y producir beneficios, es algo relativamente sencillo gracias a la cría que les ha hecho adoptar la forma adecuada para tales propósitos. En cambio las bestias salvajes se resisten a ese proceso y deben convertirse en ideales inalcanzables de gracia y libertad o en demonios que encarnan amenazas malignas para ser comprendidas dentro de nuestro esquema simbólico. Cuando el universo estaba «divinamente» ordenado, o sea cuando creíamos sin mayores reticencias en Dios, el asunto era más fácil. Para el renacentista Pico della Mirandola, todos los seres ocupan su lugar en una escala de los seres que va desde los ángeles hasta la simple ostra, en el nivel más humilde de la creación; precisamente la «dignidad» del hombre, ese divino camaleón que puede adoptar todas las formas, es carecer de un puesto fijo y —gracias a la libertad que le convierte en co-creador de sí mismo junto a Dios— ascender o descender por esa escala según los dictados de la voluntad que le hace responsable de santidad u oprobio.
Estar sometido a la moral es también aquí carecer de una condición predeterminada naturalmente y reconocer la excepcionalidad de tener que elegirnos al elegir. Por su parte, los medievales asumían que —si bien la moralidad era patrimonio humano— las leyes estaban vigentes para todos, pues lo contrario hubiera sido un escándalo peligroso. De modo que, como nos recuerda Julian Barnes, «en la Edad Media se procesaba a animales. A langostas que destruían las cosechas, a carcomas que se comían vigas de iglesias, a cerdos que se zampaban a borrachos tendidos en cunetas. A veces los animales comparecían ante el tribunal, a veces (a los insectos, por ejemplo) se les juzgaba in absentia. Había una vista judicial completa, con acusación, defensa y un juez togado que podía imponer toda una lista de castigos: libertad condicional, destierro y hasta excomunión. En ocasiones había incluso una ejecución judicial: un funcionario del tribunal, con guantes y capucha, colgaba a un cerdo por el cuello hasta la muerte» (Nada que temer). Con cierta inconsecuencia, Barnes supone que estos procesos podían ser una especie de ascenso de los animales, pues según él así se demostraba que formaban parte de la creación divina y no habían sido puestos en la tierra para mero solaz y utilidad de los hombres. La verdad es que procesar a los animales que dañaban intereses humanos al seguir sus instintos parece más bien prueba de un antropocentrismo legalista de arrogancia devastadora. Continúa el escritor inglés: «Las autoridades medievales llevaban ajuicio a algunos animales y ponderaban con toda seriedad sus delitos; nosotros los metemos en campos de concentración, los atiborramos de hormonas y los despedazamos, con lo que nos recuerdan lo menos posible algo que en su día cloqueaba, balaba o mugía. ¿Qué mundo es más serio? ¿Cuál de los dos el más avanzado moralmente?». La respuesta obvia es que el uno es consecuencia directa del otro: los medievales creían que los animales cometían un delito perjudicando a los humanos, nosotros preferimos suponer que su obligación material es convertirse en negocio dentro de la ganadería de explotación intensiva. En ambos casos se les juzga no de acuerdo a lo que ellos son —como añora José Luis Pardo— sino según los daños o beneficios que representan para nosotros. Dicho sea de paso, Julian Barnes es un escritor muy estimable y simpático, pero que hará bien en reducir al mínimo imprescindible sus incursiones en el terreno de la filosofía moral…
Según la mayoría de los habitantes de los países desarrollados se han ido alejando de la simbiosis campesina con los animales, ha ido creciendo la idealización de estos y la compasión por su suerte. Antes, el trato entre humanos y animales tenía la brutal familiaridad de la vida cuartelaria: se sabía que nos mantenía juntos el interés y de vez en cuando se les infligía a los bichos una novatada grosera o un doloroso ritual de iniciación. Por supuesto, los lobos, raposas y osos eran alimañas que amenazaban el ganado, no especies a conservar como lo son para quienes nunca han visto un rebaño más que en forma de chuletas. Aún sigue siendo así en los pueblos, aunque muchos de los remilgados citadinos que disfrutamos con el jamón o el chorizo no soportaríamos participar en primera fila en la fiesta de la matanza del cerdo. Ya no necesitamos salpicarnos de sangre, basta ir al supermercado y comprar una bolsa de plástico llena de lonchas envasadas al vacío… Por supuesto ello no quiere decir que seamos más ilustrados ni mucho menos más «morales» o realmente compasivos —como suponen algunos de nuestros «neobudistas» de guardarropía— sino que como buenos urbanitas desconocemos más y más lo rural… aunque sin prescindir de sus regalos culinarios o del resto de sus formas de utilidad. Por lo demás, ojos que no ven, corazón que no sufre.
Los animales van desapareciendo de nuestras vidas como presencias reales cotidianas, como seres con sonidos y olores propios: ahora solo disfrutamos de sus productos, higiénicamente preparados. Los niños desconocen casi del todo cómo se obtienen los huevos y la leche o a qué se parecen los atunes cuya carne encuentran en las latas de la merienda. Va siendo cada vez más raro frecuentar zoológicos, acuarios y circos (que decaen víctimas de la crítica compasiva de los ecologistas): los únicos animales salvajes del mundo infantil son los que aparecen en los documentales de la televisión y los travestidos que protagonizan los dibujos animados. Aquellos con los que todavía convivimos en las casas de la ciudad siguen padeciendo los males habituales de la compañía humana, caprichosa o paternalista y frecuentemente punitiva: los perros y los gatos —fabricados a nuestra imagen y semejanza— soportan nuestro cariño invasor y dominante, son castrados cuando así conviene y con frecuencia abandonados sin misericordia si estorban nuestro periodo vacacional (a algunos ancianos les pasa lo mismo, de modo que para qué quejarse). Los pajaritos, los hámsters y las tortugas viven enjaulados y están que trinan, los pobres; en cuando al resto de las mascotas… bueno, con la mano en el corazón, ¿hay algo peor que ser mascota?
No voy a referirme a los parásitos, aunque son tan animales y parte de la diversidad como cualquiera: pero las ratas, polillas, cucarachas, pulgas, etc. tienen tan pocos abogados defensores y tantos exterminadores colegiados que prefiero callarme sobre su suerte. En este contexto de pérdida de la referencia simbiótica, los más «compadecidos» son precisamente los que viven mejor pero aparecen en espectáculos elegantes, de cierto corte aristocrático que irrita a muchos: los zorros cazados con perros en Inglaterra por duques vestidos con librea roja, los caballos de carreras fustigados por sus jinetes o forzados a saltar grandes obstáculos, los toros banderilleados, picados y estoqueados en la plaza, etc. ¡Por favor, salvémoslos al menos a ellos, que se nos ahorren esos martirios estéticos! Después de todo, son juegos inútiles para gran parte de la población, que ya tiene otros entretenimientos. Y cuando no hay razones de utilidad por medio, florece la generosidad budista con las bestias. Como asevera razonablemente Ruth Harrison, «la crueldad solo es reconocida cuando el beneficio cesa» (Animal Machines).
Y en muchos campos, efectivamente, ese beneficio va cesando. Al modernizarse, nuestra cotidianidad se artificializa constantemente y las sustancias sintéticas sustituyen a los materiales directamente tomados de la naturaleza: la madera, el cuero, las pieles, la concha, el marfil, la seda, el algodón, el aceite de hígado de bacalao, etc., dejan paso a los plásticos de toda condición, la fibra industrial, los preparados médicos a base de compuestos químicos, la pasta que imita al carey y la gutapercha con ínfulas de cocodrilo. A veces tales sustituciones son muy bienvenidas: los que amamos románticamente a las ballenas[6] nos sentimos felices de que su aceite no sea necesario para iluminar las ciudades, ni sus barbas sirvan ya para fabricar varillas de corsé (creo que ni siquiera se usa el corsé, para mayor fortuna) y de que el ámbar gris tenga alternativas satisfactorias en perfumería; en beneficio de los escasos rinocerontes asiáticos que aún quedan, sería estupendo que los chinos se convencieran definitivamente de que la Viagra es un potenciador sexual mucho mejor que el polvo obtenido de machacar el cuerno de esos paquidermos, etc. Algunos de estos sucedáneos pueden salvar de la extinción a hermosas especies animales que, por razones sentimentales y estéticas aunque no éticas, queremos que sigan habitando con nosotros el planeta. Claro que en otros muchos casos la producción de bienes sintéticos poluciona el medio ambiente y destruye a más especies de las que preserva.
El crecimiento del artificialismo en la vida humana puede tener así efectos contradictorios en la supervivencia de los animales. Es imaginable que en el futuro nos alimentemos de comida fabricada industrialmente, sazonada con aromatizantes y colorantes químicos que nos hagan olvidar los alimentos de origen animal que hoy tanto disfrutamos (incluso puede que reciclemos con fines alimenticios a nuestros cadáveres, que ya ni sienten ni padecen, como en la película Soylent Green). Esa nueva gastronomía evitará los padecimientos de la ganadería intensiva a muchos de nuestros compañeros simbióticos, pero seguramente significará el final de pollos, vacas o cerdos cuya cría dejará de tener interés comercial. Supongo que aún podremos ver algunos especímenes en reservas zoológicas o en viejos documentales. Y desde luego desaparecerán ciertas formas humanas de vida tradicional campesina: tendremos que resignarnos a olvidar la música rural del canto de los gallos y el mugir de los terneros. También los paisajes dejarán de ser lo que fueron…
Está claro: sin hipódromos de competición dejará de haber caballos de carreras y sin corridas desaparecerán los toros de lidia y las dehesas. Un ejemplo de la alarma social producida por ciertas iniciativas humanitarias fue lo ocurrido en Inglaterra cuando los laboristas de Tony Blair (más sensible al padecimiento de los zorros que al de los iraquíes) decidieron abolir la caza con perros y a caballo. Muchas de las admirables características del campo inglés se deben a ese deporte, porque los cazadores deben pagar a los propietarios rurales por los que pasan las jaurías y eso permite una alternativa rentable a los cultivos que homogeneizan el paisaje. De modo que en las manifestaciones de protesta contra esa prohibición hubo miles de ciudadanos que vivían en el campo y del campo, frente a los partidarios ecologistas de la medida que en su inmensa mayoría eran urbanitas que jamás habían visto de cerca un zorro ni salían a campo abierto más que para tomar el aire los fines de semana. En ciertas ocasiones, seguir los dictados del buen corazón que no escucha las razones de la cabeza puede traer serios daños colaterales…
Conclusión taurina
Además de servirnos como fuente de alimentos, transporte, fuerza motriz, vestidos y calzado, etc., los animales han sido utilizados por los humanos —en todas las épocas y latitudes— como representantes de instintos y comportamientos no regidos por la razón que representan y ayudan a comprender el significado de la vida, en tanto esta se arriesga en juegos, desafíos y enigmas frente a la presencia constante de la muerte. Los animales han sido para los hombres antagonistas y maestros, presas y también depredadores. Bruce Chatwin llegó a imaginar que quizá el hostigamiento inmisericorde de algún gran carnicero prehistórico especializado en devorar humanos fue la causa primera de que se formaran tribus y alianzas destinadas a defendernos de esa amenaza. En cualquier caso, la caza fue la batalla primordial y también base de los rituales iniciáticos que consolidaban nuestra energía frente al peligro o la carestía: algunos cazadores la siguen intentando practicar y entender en cierto modo así aún en nuestros días urbanizados. También las lides circenses y las exhibiciones de doma han pretendido simbolizar ese enfrentamiento con una fuerza bruta que pone enjuego todos nuestros recursos y reta a los pánicos de nuestra mortalidad.
Por supuesto, no siempre es precisa la violencia para obtener la lección de los animales: de modo narrativo, protagonizan fábulas y leyendas que ejemplifican los comportamientos virtuosos o erróneos, así como también sirven de paradigmas estéticos para decorar nuestras moradas. Pero la familiaridad con las bestias va disminuyendo según transcurre la historia y esas batallas y paradigmas modélicos se van haciendo más y más virtuales hasta resultar casi incomprensibles para las generaciones más recientes. Hoy los niños poco saben ya de cigarras y hormigas, de cuervos y zorros, de cocodrilos o sapos con ínfulas de llegar a convertirse en bueyes: los seres inhumanos que les resultan más familiares vienen del pasado remoto, como los dinosaurios, o del espacio lejano, como ET o Alien…
Los hombres somos los animales que vemos morir y comprendemos la fatalidad que encierra la muerte, frente a la cual buscamos ánimo como podemos: nuestra mirada sobre la muerte, convertida en poesía o en juego arriesgado, se vuelve contra nosotros y es la venganza de los animales que perecen sin súplica ni protesta. A través de los siglos y de las diversas culturas la escena primordial —el hombre, la fiera, la muerte y la habilidad para esquivarla— ha debido tener lugar según rituales muy diferentes. Algunos, elementales y sin matices en su crudeza sanguinaria, han desaparecido con el refinamiento cívico de las costumbres y la estética; otros se han ido estilizando, codificados como una danza popular en la que se expusiera la vida. Las corridas de toros pertenecen a este último género y quizá lo representan ya de forma única y por tanto insustituible, pese a las degeneraciones comerciales y turísticas que no es difícil señalar en ellas. Para decirlo todo, son estas formas de degradar la fiesta lo que constituye la mayor amenaza para su supervivencia, mucho más que las iniciativas prohibicionistas de los antitaurinos.
Es comprensible que muchas mentalidades estrictamente realistas, sensibles a la evidencia fáctica de la sangre y cerradas a dimensiones simbólicas de atavismo desasosegante se sientan repelidas por ellas. Y aún más en nuestra época religiosamente científica, que todo lo somatiza y anestesia para hallar consuelo de lo irremediable. En efecto, prescindir de los conocimientos científicos para categorizar conductas humanas es sin duda hoy muestra de oscurantismo, lo mismo que atenerse exclusivamente a ellos nos condena a una incurable superficialidad[7]. La disputa viene de atrás, para ser exactos como mínimo desde mediados del siglo XIX. Luchar contra una simple criatura natural, por feroz y poderosa que sea, para sublevarse contra el destino mortal… equivale a desafiar al orden del mundo que separa lo racional de lo irracional y exige piadosa resignación. Es el reproche del sensato Starbuck a Ahab en Moby Dick, la gran epopeya metafísica de Hermán Melville: «¡Vengarse de una bestia irracional que te atacó simplemente por instinto! ¡Qué locura! Parece una blasfemia, capitán Ahab, enfurecerse con un ser irracional». Y la respuesta del impío Ahab aún resuena en la palestra universal en que se juega nuestra vida (y en las plazas de toros) a despecho de las ciencias y de su precisa enseñanza: «Escúchame aún, y en voz baja. Todos los objetos visibles no son sino simples decorados, máscaras. Pero en todo acontecimiento, en el acto vivo, en el hecho indudable, algo desconocido, pero que sigue razonando, aparece con sus propios rasgos tras la máscara irracional. Si el hombre debe atacar, ¡que lo haga a través de la máscara! ¿Cómo puede el preso evadirse si no es lanzándose a través de la muralla?».
Starbuck no lo entiende y se escandaliza: nosotros también, a pesar de no dejar de oír y de estremecernos con las palabras de Ahab, con su empeño imposible. Es perfectamente lógico que no queramos ver morir ballenas, ni toros… aún a sabiendas de que nosotros seguiremos muriendo sin remedio. ¡Que la muerte se convierta en un proceso natural y por tanto benéfico (para la especie, para los genes, para el universo entero)! Y que el prisionero no pretenda lanzarse a través de la muralla, puesto que al otro lado no hay nada ni puede haberlo. La sangre vertida por los irracionales no nos rescatará de nuestro desangrarnos racionalmente: elijamos la compostura, la compasión budista que renuncia al deseo más ardiente, el sentido práctico que evalúa sin fantasías simbólicas costes y beneficios, así como la compasión higiénica y pastoril.
El rechazo de festejos como las corridas de toros es la opción moral respetable de una sensibilidad personal ante una demostración simbólica de raigambre atávica y desmesurada según los parámetros racionalistas comúnmente vigentes. Pero no puede fundar a mi juicio una moral única, institucionalmente obligatoria para todos. También es respetable que, de acuerdo con pautas religiosas o éticas, muchas personas condenen la práctica del aborto, por ejemplo. Lo que ya no resulta respetable del mismo modo es que los antiabortistas conviertan su opción en la única éticamente digna y califiquen de asesinos de masas a los que discrepan de ella. De modo semejante, tampoco es aceptable para una convivencia en la pluralidad de valores democrática que los antitaurinos califiquen como asesinato o tortura lo que ocurre en las plazas. Que ciertas personas se exhiban con falsas banderillas sobre la piel y ensangrentadas con pintura es una deformación agresiva e insultante de la realidad: la barbarie no consiste en tratar con inhumanidad a los animales, sino en no distinguir el trato que se debe a los humanos y el que puede darse a los animales[8].
Yo no practico la caza ni la pesca —aunque consumo sus productos— ni sería capaz de trabajar en un matadero: conozco lo que repugna a mi sensibilidad, pero no tendría la arrogancia de convertirlo en norma ética impuesta a todos. Ciertos autores ceden a la tentación de convertir en indebidas aquellas formas de trato con los animales que les resultan más lejanas: por ejemplo Luc Ferry, en su por otra parte muy interesante y reflexivo libro El nuevo orden ecológico, se inclina a desautorizar las corridas de toros —a las que confiesa que no ha asistido jamás— pero en cambio no dice nada de la forma poco compasiva de tratar a las ocas para obtener foie-gras, lo cual probablemente le resulta mucho más próximo y familiar. Prueba de que incluso los miembros más reflexivos de cualquier colectivo suelen considerar evidentemente superfluas y prescindibles las costumbres de otros que ellos no comparten.
Con frecuencia oímos rechazos a ciertas defensas dudosamente líricas o patrióticas de la fiesta de los toros, peligrosamente bautizada como «nacional», y también críticas a muchas corrupciones acomodaticias de sus reglas (sin duda existe fraude ocasional, aunque nada comparable a lo que se da cotidianamente en el fútbol o en la fórmula uno). Pero lo que está en juego, cuando se pide abolir definitivamente las corridas no pueden ser sino cuestiones morales de fondo, como las que hemos tratado de plantear en estas páginas. No cabe reprochar a los antitaurinos su actitud personal, pero sí el exceso de buena conciencia que les lleva a pedir prohibiciones absolutas: yo les aconsejaría menos arrogancia y más sustancia, porque sus argumentaciones estrictamente morales dejan bastante que desear. Quizá mañana prevalezca la sensibilidad que ahora expresan —muchos indicios lo señalan— pero ello no nos mejorará moralmente, sino que solo desplazará nuestro eterno conflicto con la naturaleza a otros campos de liza.