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Poco a poco iba abandonando la línea recta. Era plenamente consciente del descenso paulatino. En otras ocasiones no me había percatado del momento en el que el caos se había ido apoderando de mí y había sufrido el más desordenado jazzeo del pensamiento sin mi participación. En esa ocasión, sin embargo, lo veía venir, observaba con toda la atención cómo me iba invadiendo. Pero el hecho de percibir esta degeneración de la coherencia no le restaba ni la intensidad, ni la inmersión subjetiva necesarias a la situación. Al contrario, conocerla otorgaba razones y daba justificación a las visiones. El mundo que conocemos ha estado liderado muchas veces por dementes con esta firme estructura mental y capacidad de autorreconocimiento.

Así fui transformándome durante algo más de cuatro días. Los dos primeros experimenté únicamente conatos aislados, picos intermitentes de aceleración de los pensamientos, aunque a ratos aún podía incluso dormir. El tercer día, con la ansiedad ya abiertamente instalada, sentí la necesidad de beber. Tenía claro que no quería callejear de barra en barra, que debía permanecer en casa. Ya habían dado las diez y comprar alcohol para llevar se complicaba a partir de esa hora, así que decidí acercarme con lo puesto al bar de la china, convencido de que ella obviaría la normativa, y así fue. Me hice con dos botellas de whisky dudoso y volví deprisa a casa.

Una vez de vuelta, acampé en mi salón, como un vigía a la espera. En el sofá, en penumbra: nada de comer, ni lectura, ni televisión, ni música. Solo las botellas, la carpeta y yo.

Aún tuve la consciencia hibridada entre cordura y desorden unas horas más, pero al comenzar el cuarto día, cuando los residuos químicos estaban ya difuminados por completo, me hallé por fin plenamente preparado y dispuesto para recibirlo. Lo supe al abrir los ojos bruscamente cuando la mañana apenas clareaba. Desperté como si me hubiesen propinado un manotazo seco en medio de la espalda, un empujón brutal que me robaba la respiración. El corazón disparado. Sudor. Aún en shock. Conocía ya aquel estado y miré a ambos lados, sin apenas mover la cabeza. Sentía al chico ya tan cerca que, imaginándolo agazapado a mi sombra, me dispuse a buscarlo también tras el respaldo del sofá que había sido mi garita de esos días, pero no fue necesario porque de inmediato oí nuevamente sus ruidos al fondo del pasillo. Sonidos indefinidos. No eran pasos ni sollozos ni gritos ni estruendo de libros al caer, tampoco palabras ni quejidos ni siquiera una respiración. Sabía que estaba ya allí porque no solo podía oírlo, sino también olerlo y sentir su atmósfera, rabiosa y alegre, violenta y esperanzadora. Podía haberlo esperado allí mismo, sentado, pero la impaciencia me teledirigía. Me levanté del sofá con expectante sigilo y lentamente comencé a recorrer la casa en su búsqueda. Todas las habitaciones, todos los rincones: el comedor, el despacho, la cocina, mi dormitorio, el vestidor, la entrada. Todos los espacios me informaban de su reciente presencia, como si le fuese pisando los talones, pero no acababa de encontrármelo del todo. Quizá porque ya estábamos demasiado cerca, más de lo que yo mismo creía. La excitación y el pulso aumentaban como los de un niño ante una película de terror; andaba temeroso, previendo mi propio grito adrenalínico causado por el golpe de efecto de una inesperada aparición. Así que, para aliviar la presión del momento, decidí llamarlo.

—¡Chico!, te estaba esperando, no te escondas porque esta vez he sido yo el que te pide que vuelvas.

Recorría ya el largo pasillo evitando hacer ruido.

—Chico, si no apareces dejaré de buscarte.

Ya había recorrido todos los recovecos posibles. Solo faltaba el baño, donde me había deshecho de la medicación. Pensé que había cierta coherencia narrativa en el hecho de que se ocultara en el mismo lugar en el que perpetré el ritual de invocación, así que fui, convencido de dar allí fin a mi búsqueda. Al situarme ante la puerta abierta, el grifo goteaba delatando que la bañera estaba llena de agua, y lo imaginé allí dentro, sumergido. Comencé a acercarme lentamente, ya tensionado al máximo, pero no estaba allí. Entonces, por fin, lo sentí completamente pegado a mi espalda. Me di unos segundos para respirar hondo y después me volví intentando controlar mi estupor para enfrentarme por fin a su visión. Frente al espejo del lavabo estaba él, ante mí, orgulloso, ya sin las heridas del accidente: Víctor, el chico, yo. Sonriéndome, dándome la bienvenida, celebrando mi regreso igual que yo el suyo. El chico del barrio, el que hizo la comunión tras la muerte de su padre. El hijo de la madre camarera, la de los acogedores bocadillos, la mujer que no pudo llorar la muerte de su marido porque siguió trabajando para sostenerme, para dar futuro al niño escritor, al joven orgulloso que un día desterrará el miedo emparedando al niño asustado tras un muro tan delgado que se quebrará muchas veces a lo largo de su vida. El chico, el niño, el hombre, habían vuelto ya con su novela borracha e inconsciente. Su gran obra involuntaria.

Había vuelto y había, en realidad, estado siempre. Yo, Víctor, el único dueño de la libreta amarilla ahora por fin ante el espejo. El único dibujante posible de aquel autorretrato. No temería nunca más las otras habitaciones oscuras, porque nada ni nadie me esperaba ya en ellas. Estábamos todos allí, el rebelde enfadado, el chico de barrio con talento, el loco borracho e impotente y, por fin, también el anhelado escritor maduro. Todos juntos para sostener aquel caótico y necesario equilibrio. Todos juntos en uno para orquestar el mayor de los engaños dedicados al mundo conocido. Silencio. Ya lo sabía, pero ahora además lo entendía: solo tenía que callar. Bastaba con eso.

—Hola, chico, hola, Víctor.

Frente a frente, nos dedicábamos una cómplice y reconciliadora sonrisa, convencidos ya de la enorme libertad que había representado nuestro encierro cuando, de pronto, nuevamente, oí que alguien metía la llave en la cerradura y abría la puerta de la calle. No había sorpresa alguna, solo podía ser Adriana. Así está construida la realidad y así por fin la entendía: siempre desde la intensidad de las revelaciones a la ligereza de los asuntos, de pensar a hacer, de sentir a ejecutar. Adriana, a pesar de disponer de llave, se encontró con la cadena echada, así que, agitada, comenzó a golpear la puerta y a gritar mi nombre. Fuimos a abrirle enseguida.