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No reconocía nada, me había apeado de golpe de unos años de desbocado galope y ya nada me resultaba familiar. El asunto del chico había sido el colofón y la caída tras un trote incesante donde no hubo nunca calma ni aprecio real por un proceso que debía invadirlo todo sin atender a ninguna otra posibilidad: ser un escritor indefectiblemente, no pensar que escribía sino sencillamente hacerlo. Precisé siempre de esa adolescente emoción que una vez instalada me empujaba a relatar: una suerte de caprichosa inspiración, algo leve, insoportablemente infiel, que iba y venía como un gañán maleducado y maltratador, y que me asistió pocas veces, las justas para impedir que me ahogase de desamor. Así era yo, un enfermo a la espera, un enamorado de la idea de hacer ficción con síndrome de Estocolmo. Y de este modo consumía todo lo que me iba ocurriendo, agotándolo sin afecto, hasta llegar a sofisticar la búsqueda de combustible, hasta llegar a reventar un cuerpo, otro, no el mío. Diseccionar la vida para entenderla, para redibujarla, para ofrendarla como el alimento al monstruo del verbo.

Comenzaron así los días previos a la muerte definitiva del yo impulsivo, insatisfecho, del no escritor que escribía, o mejor, del escritor que no podía hacerlo, para dar paso por fin al hombre imaginado. Por supuesto, no supe reconocer que aquel proceso era un vomitivo para poder asumir ese gran cambio: un escarpado camino ascendente pero directo hasta el objetivo. Toda aquella náusea me parecía, al contrario, el previo al fin total, a morir sin más, impotente y acabado.

En aquellos días no importaron demasiado los nombres. Ni el mío ni el suyo ni los nombres más comunes de las emociones; ni siquiera los nombres de las cosas mismas. Abandoné las denominaciones, el juicio constante consistente en la gimnasia pasiva y automática de asociar lo visto y lo vivido a sus propias palabras. No husmeé en mi memoria para localizar al chico y las letras que formaban su verdadero nombre. Ni siquiera me pregunté en qué consistía que se me hubiese borrado de aquel modo tan eficaz y, lo que es peor aún, que tras el desorden producido por el accidente y su muerte le adjudicase el mío propio. Hasta que la editora me nombrara al teléfono, tres días había vivido sin registrar que no era Víctor el que aparecía en la esquela en el bar de la china o el que, al menos en tres ocasiones, el párroco nombró durante la misa. Puede que el ojo y el oído lo captasen en esos momentos, pero desde luego la información no hizo nunca el recorrido completo hasta el archivo central.

Entendí que no iba a ser capaz de recordarlo y tampoco me propuse forzarlo porque sabía que aquel intento se podía convertir en la obsesión insomne que le diese a mi agotada cordura la estocada de gracia. No importaba no saberlo. No me había sentido culpable nunca por mi desdén con la realidad. Hacía mucho tiempo que mi déficit de atención se celebraba incluso como rasgo diferenciador, como inevitable efecto colateral de otros talentos que me convertían en el cronista de un grupo. La mirada siempre en otra cosa, un despiste necesario. Evidentemente no tengo que molestarme en explicar que no era esa la razón y que se trataba de simple y llano egoísmo. El chico iba a ser ya siempre «el chico». Despojar de nombre a alguien a quien previamente has arrebatado la vida es un mal menor.

 

 

Los días posteriores, tres o cuatro, fueron tranquilos. Los desayunos, los paseos, el silencio, la puesta a punto del escritorio, el festín sedante de las rutinas: orden externo para aniquilar el caos interno. Un balsámico e infantil simulacro previo a la escritura. No me atrevía a mucho más que a hacer algunas anotaciones con las que volvió La Idea, la que surgiera luminosa en el funeral del chico, ante un altar, como una novia enamorada. Y descubrí así que el transcurrir de los días no le había restado esplendor ni omnipresencia. La Idea seguía ocupándolo todo y, entusiasmado, eludí la evidencia de que estaba con seguridad en las antípodas de los intereses editoriales de Adriana. Hice por ponerme a ello, pero no escribía de verdad, mareaba la cuestión y, sin llegar siquiera a asumir que ni aun atesorando un punto de partida tan feliz e inspirado sería capaz de arrancar, desvié de nuevo mi atención de la escritura e hice por volver a lo social.

El autoengaño consistía esta vez en poner en marcha de nuevo el repetido propósito de hacer de la casa MI casa. Como otro sostén accesorio para la escritura, como el orden, como la colección de vivencias, como las notas. Sería un escalador sin habilidades pero dotado del equipaje más completo y profesional. Monté con rapidez y sin dar espacio a la duda un encuentro con amigos en la casa.