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El niño que fui era torpe, delgado, cabezudo. El cuerpo no gobernaba la situación, mis botas ortopédicas, mis gafas de miope, mi propensión a las caídas y un pelo lanudo e indomable que parecía quedarse con toda la energía posible. Al andar fluctuaba, serpenteaba. Un tambaleo. El niño era un idiota, un pusilánime incapaz, un servil aterrado. El ceño muy fruncido mucho antes del uso de la razón. El miedo como única atmósfera conocida. El niño que fui no merece la primera persona porque ya no soy yo.

Dicen «Ama a tu niño interior». Yo lo culpo de todo, lo detesto, no hay afecto alguno que me una al que fui, a los que allí estuvieron dándome golpecitos en la espalda y balbuceando estupidez. No hay añoranza por lo que sucedió; ni por las personas ni por los lugares. No hay reconciliación posible. Dicen: «Pero si eres el resultado de todo aquello». Mienten, Ahora solo soy para contradecirlo todo. No me es útil la memoria.

Todas la mañanas el niño vomitaba aterrado con la idea de volver al colegio. El lugar donde no había asideros. Era el padre del niño el que lo llevaba diariamente con desimplicada ternura y lo abandonaba a su suerte en la verja de aquel centro público. Allí, el niño recibía una enseñanza endeble y olvidable por culpa del tsunami de brutalidad, burla y dureza que proponía el propio entorno. Muy temprano, todos los días, siempre llegaba el primero para que así el padre pudiese acudir después a su empleo, también muy temprano, siempre el primero. A veces ambos llegaban al empleo y a la escuela aún sin amanecer. Los dos ante el miedo, el gris desconcierto de los deberes no amados, de los lugares no escogidos.

Un bocadillo en la bolsa que la madre preparaba era el primer desasosiego. Tirarlo en una papelera evitaba peleas pero provocaba culpas por traición al origen. La madre y el esmero, el lugar blanco y seguro acababa todas las mañanas en la basura para evitar hurtos y bofetadas. La cobardía te ennegrece, te aleja de la madre para siempre. La cobardía es el padre. Y el padre solo infunde lástima. Pobre padre. Tanto esfuerzo por disfrazar el temor, tanto sentido de la responsabilidad, tanta renuncia nunca requerida. Tanta temible ferocidad para ocultar a duras penas el aturdimiento de otro niño que un día fuera, el pavor de otro origen. La herencia arrastrada. El miedo de padres a hijos.

Allí, en aquella verja, solo, sin consciencia, esperando a que abriesen el colegio. No conocí la felicidad siendo inocente. Ni la bondad, ni la pureza. Aprendí la crueldad y me defendí con las peores armas. No celebro la inocencia. El inocente solo espera dejar de serlo, conocer el terreno y los medios para brindar su ofensiva. Solo la sapiencia y la conmiseración podrían aliviar la acción que el inocente ejecuta siempre tras un largo y pasivo silencio. Pero el inocente nunca sabe y jamás se compadece. El inocente es el felino a la espera. Aunque nunca consiga atacar, aunque no supere jamás su inactiva idiotez, su musculatura estará siempre al acecho. La inocencia no es un lugar seguro. No hay inocencia en el inocente. Proteged a los niños y alejadlos de la infancia.

Una imagen: los hierros de la verja y su crujido chirriante una vez que la abrían cuando ya éramos un tumulto a la espera. Arturo, el conserje enjuto, viejo siempre y de verbo ininteligible. El guardián de la ignorancia académica. La apertura de la verja y la entrada a la escuela, todos correteando. Con los años la memoria retomaba esa foto invitándome siempre a mil metáforas del horror, todas innecesarias por predecibles: el redil, el cerco, la cárcel, el matadero.

El niño no entiende si es envidiado o difusamente deseado o secretamente admirado. Únicamente recibe la resultante: el rechazo. El niño busca solo la fusión al grupo, detesta pues la diferencia. La diferencia nos refuerza más tarde pero también nos condena para siempre. No digo nada nuevo, es siempre así, de tal manera que mejor recurrir a un breve muestrario de hechos sin marcar intención. Intentaré dejar todo el asunto abierto. Tres cuestiones centran los acontecimientos más memorables: la fealdad, la sexualidad y las palabras.

 

 

Se sabe de la propia fealdad muy pronto, pero hasta que se conoce uno nace príncipe, digno de todos los afectos y todas las loas. Se jacta el niño de su propia pureza, valora de sí mismo una clara limpieza que le hace creerse poseedor de belleza y por tanto digno de todo amor. Se confía pues en que, al salir de este lecho de temperatura y confort artificial, la vida te brindará de modo indefectible el retorno de tu propio afecto. Esto dura hasta la primera vez que alguien nos hace sentir el error. Es la mirada del otro la que nos descubre la sorpresa de no ser quien creíamos y la que nos obliga más tarde a ocultarnos en un expectante silencio, en la tímida espera de que una nueva mirada contradiga ese golpe recibido en el epicentro de la estima. Si este milagro corrector no sucede, si se debe convivir pues con la fealdad que nos atribuyen los ojos ajenos, se despiertan, en compensación, otras cualidades. Porque como el fluido de abstracta belleza, inculcado en el lecho materno, no cesa, acaba por encontrar efectivamente su salida en el desarrollo de otras habilidades. Tal y como la sangre busca nuevos caminos ante las arterias obstruidas.

Visionarios, genios, creadores, celosos, envidiosos, trepas, manipuladores, locuaces, ambiciosos, etc., son todos seres cuya belleza oculta ha buscado carreteras alternativas.

Todo el descubrimiento de mi fealdad sucedió en el colegio, y no hablo solo del aspecto físico, sino también de la más incorregible de las torpezas para expresar gracia alguna. Sentí que hacía sentir repugnancia. Un colegio, el mismo lugar que debía formarme, no me vio. Me vio mal. Puso ante mí un espejo deformante que me devolvió un horror del que aún no me he repuesto del todo. Mis pasos se hicieron torpes en cuanto conocí cómo me veían los demás. Dejé de bailar, olvidé la coreografía por completo y tropecé. A partir de aquí toda búsqueda de aceptación se convirtió en perversa: desplegué otras armas, recurrí a la dureza, aprendí a ser crítico, escéptico, defensivo, renuncié a la reciprocidad, apagué la luz y descubrí las palabras. Pero no fue fácil al principio. Cuando abrí mi boca por primera vez, cuando se me hizo leer en clase mis primeras redacciones, los demás me miraron por fin, sí, pero no me admiraron. La repugnancia se extendió como una nube tóxica. Entonces no solo era feo y débil sino además redicho, listillo y cursi. Tras la lectura y el aplauso del profesor, el que estaba sentado a mi lado en el pupitre murmuró: «Espérate en el patio».

Me inflaron a hostias y me invitaron a aprender a correr, a cerrar el pico, a reducir el uso de las palabras a las mínimas y más comerciales y también me enseñaron a esperar.

No amo a ese niño y no quiero que esté en mi interior. Siento, sin embargo, orgullo del joven que una mañana se presentó ante el espejo del baño, descubriéndose capaz quizá de algo, armado de información hasta los dientes (tanto silencio del niño sirvió para acumular estrategias, canciones y pensamientos). El joven emparedó el cadáver de aquel niño enfermizo tras un muro de indolencia y recursos plásticos. Los excluidos nos aferramos a lo formal, romanticismo básico, y nos damos de por vida de bruces con los realistas porque nos parecen siempre los matones de la escuela. Subjetivo, sí, pero ¿por qué no serlo?

Mi adulto es la venganza, el justo resultado. Es, tras una narración árida, el desenlace comercial y revanchista que invita al aplauso cómplice del público.

Soy un escritor porque he sido el niño más inútil que jamás he conocido. Soy escritor de éxito porque les dije a todos que lo era y hay tanta ligereza y rapidez que nadie se planteó ponerlo en duda. Me convertí en el mejor porque yo lo dije, pero este ardid no me sirvió del todo, porque yo sabía que no era cierto. La memoria es rozamiento y, por mucho que se pise el acelerador, tarde o temprano detiene al vehículo. Por todo esto escribí, sí, pero también por todo esto ya no soy capaz de hacerlo.