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Había venido a recogerme. Ya en el coche, dejé que hablase Adriana. Es difícil darle la vuelta a los roles con ella porque es demasiado consciente de que el silencio es un arma de infalible eficacia y la considera de su patrimonio. No debía hacerle sospechar, así que le sonreí con gesto aséptico pero cómplice, interpretando estar aún bajo el efecto reminiscencia de la sedación. No quería poner nada en evidencia, nada. No fue complicado que bajase la guardia y no reparase en mi mutismo. Adriana, aunque había sabido siempre justificarse y perdonarse a sí misma, sentía una difusa culpa por su manipuladora intervención y por lo tanto no estaba demasiado atenta a mí para no tener que afrontarme. En realidad ni siquiera estaba atenta a la conducción.

Siempre me sorprendió que una mujer que había sido capaz de construir prácticamente sola un sólido grupo editorial resultase, sin embargo, tan incapaz para manejar su propio vehículo. Su torpeza al volante era, claro, el resultado de su soberbia. Negación de la existencia del resto de los vehículos, negación del triunfo de la máquina en contraposición al pensamiento creativo. Quería someter al trasto: «Eres mío e inerte, luego te machaco». Por razones similares le costaba tanto admitir que yo no fuera completamente de su propiedad, por eso se separó de su marido, por eso estaba sola y, como consecuencia, cada vez más desorientada.

Adriana conducía por medio de las autopistas, a muy poca velocidad, destrozando la caja de cambios, obviando las señales y con reacciones tardías en la mayoría de los casos. A mí, en general, siempre me había provocado terror el hecho de estar a merced de que otro me arrebatase las riendas: los aviones, los coches, los correctores de estilo, los traductores… Pero viajar con Adriana al volante implicaba un abandono tan total del control que, al contrario, me trasladaba a sentir la más irremediable y absoluta de las rendiciones. Adriana, la carretera y una banda sonora de fondo que ella misma obviaba: cláxones e insultos de los coches que nos adelantaban. Enseguida comenzó a soltar una perorata, intencionada, por supuesto, pero más caótica y emocional que de costumbre. Todo un rodeo alrededor del mismo único tema: contrato/libro. Intentaba disfrazar su objetivo pero de un modo tan decepcionantemente previsible que debo reconocer que hubiese agradecido algo más de dificultad para esforzarme en dilucidar su intención entre líneas. Que se ocultase un poco más en esta ocasión para yo poder testar de nuevo mis anestesiadas suspicacias.

—La doctora me ha dicho que no debemos presionarte. Que quizá lo hemos hecho durante todo este tiempo. No era mi intención, ni por asomo. Tenemos nuestra forma de relacionarnos tú y yo, ¿no? Siempre pensé que azuzarte te alejaba de la locura. Es cierto que mi obligación es instar a la producción a los escritores para seguir publicando, pero contigo siempre creí que lo necesitabas y que cuando decías «No puedo», en realidad, pedías a gritos que alguien te sacase del atolladero y te pusiese a la tarea. No somos los editores los que hablamos del poder terapéutico de la escritura. Sois vosotros.

—No te preocupes, Adriana —interrumpí para dar ritmo a su monólogo con breves cortes y no evidenciar de este modo mi silente estrategia. En cualquier caso no hubiese hecho falta, me pisaba, no escuchaba, seguía parloteando.

—No quiero que escribas si es perjudicial para ti. Pero no alcanzo a creer que lo sea. A no ser que tú corrobores esa idea.

—No lo es. Tienes razón, Adriana —respondí intentando crear consenso. Pero ella seguía sin escucharme.

—Durante todo este tiempo de cheques de adelantos y de espera sin frutos, las cosas han ido a peor para todos. Hemos perdido a muchos de nuestros mejores autores, lo que se publica apenas se vende, la situación me tiene desbordada, Víctor, y esto, créeme, te lo cuento solo como amiga. Que necesito un libro tuyo es ahora, más que nunca, una evidencia, pero también te digo que si esto te va a hacer daño te juro que rompo el contrato hoy mismo y te libero.

Adriana casi se emocionó mientras yo sostenía mi esfuerzo en fluir a favor. Calmarla, quitármela de en medio sin que se pusiese a la defensiva. Dije lo que supuse que necesitaba escuchar.

—Ahora sé que todo ocurrió en mi cabeza, pero he vuelto a mí. Voy a volver a escribir y a cumplir con ese contrato, tranquila.

Cada vez me resultaba más difícil ocultar la tensión ante sus maniobras en la carretera.

—Adriana, no adelantes en las curvas.

—No te estoy hablando de contratos, Víctor, los que te queremos creemos que la escritura es tu única tabla de salvación. No solo vives de eso, también para eso. De verdad no atribuyas demagogia a mis palabras, trato de ser clara y eso me lleva a frases hechas, lo sé, pero no radiografíes lo que digo ni conjetures. Me mueve de verdad otra intención.

Yo no podía más y, casi perdiendo el impostado tono templado, se me escaparon los reproches.

—¿Y Cornel? ¿Qué movió a ese médico rumano a traicionarme?

Pero ella lo tenía todo bien construido y no tardó en devolvérmela.

—Nadie está en tu contra sencillamente porque nadie puede estar de tu parte. Todos te vimos muy mal. Ese médico rumano te admira y eso le ha llevado a preocuparse por ti.

—La admiración no me es útil —añadí decepcionado, a punto de estropear ya del todo mi juego de ocultación.

Adriana vio entonces el extremo de la cuerda que, involuntariamente, había dejado escapar y, rápida, tiró de ella intentando descubrirme.

—¿Por qué no te basta, Víctor? ¿Qué tipo de amor quieres? ¿Un cuerpo muerto en tu sofá? ¿Compañía para las rutinas? ¿Alguien a quien aguantar su aliento y sus mentiras? ¿No te basta con el gran e incondicional amor de aquellos que te admiran, con algo tan inquebrantable como es el talento? ¿Qué pretendes negándote a aceptar la respuesta ante lo que tú mismo has generado?

Un camión abigarrado de enormes troncos de árbol nos adelantó tocando la bocina largamente. Me impresioné y me percaté del peligro, pero enseguida volví al control del juego.

—No tienes que convencerme de nada, Adriana, porque tienes razón.

Yo iba a por todas pero aún no lo había conseguido. Adriana, que seguía dudando, insistía en acorralarme. Su escasa escucha me situaba al borde de estropearlo todo, pero aún me esforzaba por evitarlo.

—No soy la mala de la película. Es irresponsable que me sitúes en el lado opuesto al tuyo. No soy el poder. ¿Te vas a cargar tu carrera solo por lo que opinas de mí? No estés a la contra porque eso es muy depresivo. No eches balones fuera.

Otra vez esa repugnante imagen futbolera para referirse a que me autoengaño culpando al mundo de mis limitaciones. ¿Qué les pasa a las mujeres con el fútbol? No hay nada como el pragmatismo de Adriana para aniquilar mi escasa asertividad y hasta para desmontar la ilusión subjetiva de la creación misma. Ella primero había convertido en cláusulas todas las condiciones y todos los contenidos, luego pretendía que escribiese y encima exigía además que me lo creyese. Sí, Adriana querida, eres la más lista de los tontos y no me importa equivocarme de lleno y ser el perdedor rabioso cuando afirmo que, efectivamente, todos vosotros me parecéis los malos de la película. Los gestores, los intermediarios, los envidiosos aburridos de las cifras y las mesas de despacho. Es maniqueo y subjetivo, por supuesto, pero ¿quién le impide nada a un loco? Y vosotros diréis: «No será todo así, de todo habrá». De todo hay, sí, no voy a ser yo el que me cague en vuestra anquilosante fe en la diversidad: creer en todo nada define. Hoy en día, el idiota unidireccional crea escuela y seguidores. Se valora la especialización del pensamiento. El relativista que contempla todas las posibilidades. Ese antiguo sabelotodo humanista ya no ha lugar.

«Déjame en paz, Adriana, no es salud mental mojarse solo los tobillos en la orilla para no ver el fango del fondo». Tres días antes le hubiese largado algo así, sin duda, pero entonces, en su coche y de regreso al mundo viejo, ese del que nunca nadie escapa, me mordí la lengua una vez más. No es una imagen. La mordí literalmente hasta sentir el sabor de mi propia sangre, que tragué con rapidez para poder contestarle algo. Volviendo, claro, a fingir.

—Adriana, gracias, me has acompañado tanto todo este tiempo… Tú has hecho al escritor. Ahora me toca devolvértelo, no te preocupes más. Calla y confía. Soy un nuevo hombre y otra vez ha sido gracias a ti.

Con este último intento jugué muy alto. Arriesgué porque ya no confiaba en sostener la actuación demasiado tiempo, pero Adriana no me creyó de inmediato. Desvió la mirada de la carretera para intentar comprobar en mi cara la veracidad de tan peregrina declaración, cuando entonces sucedió de nuevo el milagro parasimpático: me brotaron otra vez las lágrimas. ¡Qué prueba tan irrefutable y engañosa! De pronto mis exageradas palabras resultaban verosímiles. Y ella, entonces, se abrió como nunca, hasta la luxación mental.

—Te necesito, Víctor, ¡estoy tan sola! Y no es solo para que sigas escribiendo y yo publicándote, es que no tengo fuerzas para que se desmoronen más mundos a mi alrededor, si no puedo seguir creyendo en nosotros dos, creo que me moriré.

A esas alturas, estaba yo tan poseído por mi minuciosa interpretación de la cordura que me olvidaba de que lo hacía, sin embargo, para mantener a salvo al loco. Entonces, llevado por esa demencia total que es el festejo entusiasta de la coherencia, arrebatado por la normalidad, me vi pronunciando las palabras mágicas.

—Cásate conmigo, Adriana.

Al escuchar esta desaforada oferta, Adriana empezó a llorar también. Podríamos habernos matado. Inexperta en lloros y vehículos, resultaba demasiado chirriante para conmoverme. Entonces, desarmada, dio un nuevo volantazo que nos sacó ya del todo de la carretera y, a trompicones por el arcén, fuimos dándonos contra el techo hasta que el coche por fin se detuvo del todo, no acabando al fondo de un gran desnivel por muy pocos milímetros. Este nuevo coqueteo con el fin no mereció para Adriana la más mínima atención. Conmocionada por mi improbable petición, obvió los hechos y se sostuvo en las palabras añadiendo a la sobredosis de puntos de giro vividos uno más.

—Víctor, tu madre murió hace cuatro días. Su cuerpo está en un depósito a la espera de que pudieses ocuparte. Se optó por no despertarte hasta que estuvieses bien del todo.

Solo me tomé unos segundos para poder reaccionar.

—Llévame ahora. Cuanto antes mejor —contesté.

Luego ella me abrazó con fuerza y me besó con el mismo tesón con que cerraba contratos y la misma torpeza con que manejaba coches.