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En todas mis novelas aparentemente había dibujado siempre una amplia panorámica de lo conocido, un gran plano general que los incluía a todos. Un cronista, dijeron muchas veces. Se hablaba de mi percepción del entorno, se me invitaba a las reuniones para que mirara: un deseado retratista convocado con la esperanza de que tirase la foto. Pero lo que en realidad hacía no era el retrato de los otros. No lo fue nunca. Mentía. Si se ampliaban punto por punto las imágenes de aquellas composiciones eclécticas y heterogéneas, espeluznantemente, siempre aparecía yo, más o menos pixelado, en algún lugar de la gran escena. El espejo era tan grande que era difícil darse cuenta de que solo me estaba mirando a mí mismo. Los alrededores entretenían, sí, pero tarde o temprano hablaban también solo de mí. No se trataba de un descubrimiento reciente, yo siempre lo supe, pero los resultados obtenidos, el éxito y las fiestas me despistaban de concentrarme en la visión, cada vez más ineludible, de lo que se me avecinaba. Obviaba al meteorito a punto de colisionar mientras me aturdía festejando. Se llama miedo.

 

 

Coqueteé siempre con la posibilidad de mirar de verdad, de conmocionarme con otros modelos, pero no bastaba con pensarlo. Para que todo aquello cambiase tenía que, simplemente, suceder y no había sucedido nunca hasta entonces: por fin el relato ambicionaba nacer desde otro lugar, incluso por encima de mí mismo, hasta enfermarme. El entusiasmo de lo sufrido aquellos días me hacía pensar que por fin sería posible, que de una vez por todas sería capaz.

Seríamos dos para construir el mundo aparte. El búnker del escritor, lejos ya de todo y de todos. Tenía ya la idea y el sujeto, la madre camarera y aquella iglesia fea, la barriada de ladrillos y la muerte, la ambición más ingenua y el temor más soterrado, la venganza más física y su resultado más inevitable. Y, por supuesto, tenía lo más importante: un punto de vista. Mirar por él hacia mí y por mí solo hacia él.

Pero debía conseguir que el yo titubease en cada línea y también todo ese aprecio mitómano y resultón por todas esas situaciones, por todos esos lugares y personajes frecuentes. Pensé así en declararle la guerra a mis amigos de rotunda personalidad y a su infranqueable pensamiento estructurado. Solos, la casa, el chico y yo. No habría nada más. Creí entender entonces por qué escribir sobre dos y solo para dos.

Todos los seres humanos que se relacionan estrechamente poseen en algún lado un sólido y complejo relato. A veces no sale nunca a la luz. Nadie le da forma o lo transcribe, pero aun así este relato existe desde el mismo momento en el que dos se miran y confirman su coexistencia, por igualdad o contraste, por ligera simpatía o feroz necesidad.

Sin embargo, a veces también el mismo relato o su simple intención de ser se esfuman sin que nadie pueda poner remedio o tan siquiera advertirlo. Se ha hablado mucho de por qué algunas historias no llegan nunca al papel, mucho se ha dicho de un limbo de las ideas o también de un viaje nunca efectuado, o incluso de un despiadado encuentro, a oscuras y por detrás del escenario, con el escepticismo y/o el miedo de sus protagonistas. El relato, en este último caso, es atacado por estas negras presencias que devoran primero su aspecto más formal, es decir, su planteamiento, nudo y desenlace, y finalmente engullen también toda su intangible grandeza y condición de gran verdad infinita y condensada. Así, poco a poco, hasta su desaparición total.

De este modo, las personas que no consiguen sellar su amistad con el relato expreso de su propio afecto, acaban por convivir con una desencontrada nadería que a veces hace que todo el asunto se diluya sin dolor, pero minando poco a poco el entusiasmo y justificando el olvido resultante con frases tontas del tipo «El amor eterno no existe» o la que es aún más estúpida: «Nada es para siempre». Aquel chico ya no existía y sin embargo era la única cuestión tangible.

 

 

Mis iguales se desdibujaban, sí. Todos acababan desapareciendo ante los nuevos papeles y las nuevas palabras. La disolución se extendía, partiendo desde Adriana hasta el resto del grupo. Ella siempre el ojo del huracán, el punto desde el que partir para saber con exactitud de dónde debía alejarme. Ella tenía mucha responsabilidad en todo el hartazgo, sí, aunque supongo que también influía mi fobia original hacia su persona: todo ese asunto al que era tan propensa a referirse como misoginia cada vez que no conseguía lo que pretendía de alguien. Asumí su argumentación recurrente para liberarme. Acabaría por fin con los objetivos editoriales que mi mentora tenía decididos para mí a cambio de aceptar que mi rebelión se basaba en la sencilla aversión a su condición de mujer. Para completar el dibujo de nuestro asunto me pareció lícito y hasta conveniente hacerlo según su propia versión de los hechos. No contradecirla esta vez. Una especie de regalo de despedida.

En los dos días posteriores no me hice más curas, dejé que las heridas se fuesen secando solas, que el rostro se inflamase sin aliviarlo con paños fríos y los tonos rojos pasasen a morados primero y a verdes después. Tampoco recogí el desastre, ni comí apenas nada, ni dormí casi. Solo llenaba hojas a mano, algunas acababan arrugadas en el suelo, claro, pero en general sumaba líneas con fluidez. El chico no hacía ruido ni acto de presencia alguno y yo atribuí su ausencia a mi cumplimento de la promesa. Permanecería alejado mientras supiera que tenía una vivienda en mis papeles, un país y una existencia en las palabras que, para él, de mí estaban naciendo. Así había querido que fuese y así sería. No me levantaba del escritorio y, sin releer o dar lugar al juicio, la actividad seguía su curso y yo no estaba a otra.

Pasaron las horas sin hacerse notar. De nuevo amaneció con el sol rabioso. Las nubes protectoras son siempre un asunto efímero en Madrid. Me había adormecido sobre los papeles. Reposo sobre la tarea, como cuando nos obligaban a recostar las cabezas sobre nuestros propios brazos en los pupitres de los colegios. Ignoro el tiempo que pasé allí dormido, pero sí sé que fue el teléfono el que me despertó como otras muchas veces. No solía sonar nunca el fijo pero el móvil se había quedado sin batería hacía horas. El contestador se hizo cargo: la voz de Adriana lo invadía todo. Amenazaba de nuevo con presentarse en casa si no le respondía. Por supuesto no lo hice.

Lejos de elaborar la cuestión de Adriana y su insistencia por intentar meterse en mis asuntos, me centré únicamente en la invasión solar que al despertar de golpe me había provocado angustia y hasta náusea. No tenía cortinas, ya dije que la casa estuvo siempre a medio camino de convertirse en el lugar adecuado. Siempre por hacer. Cogí un buen montón de periódicos que permanecían apilados en varios puntos a la espera de ser recortados, subrayados o a veces leídos y me dispuse a tapar con ellos las ventanas para impedir que la claridad entrase de aquel modo tan grosero. Hojas dobles enteras y cinta de embalar. La labor me costó un buen rato porque las ventanas son grandes y porque, además, abordaba la tarea con la torpeza que acompaña siempre al ansia.

Cuando por fin terminé, todo en penumbra, ella ya estaba allí. Adriana tenía llaves de casa. Nunca las usó y por eso no recordaba habérselas dado, pero en momentos de exaltación de nuestra intimidad y de nuestro camino en tándem, Adriana me las habría solicitado, mostrando una forzada preocupación por mí. Un toque propio de gestora, un detalle de intermediaria interesada en crear lazos donde difícilmente surgirían de modo natural.

«Vives solo, un día podrías necesitarlo». Supongo que pensó que aquel era precisamente un momento de necesidad. Adriana, el ama de llaves, la dueña y señora de los asuntos, promotora y sostenedora siempre de las tramas principales, venía dispuesta a resolver y enfrentarse a lo que fuese, pero al ver mi rostro hinchado y amoratado no pudo evitar el grito. En cuanto a mí, concentrado en tapar las ventanas, toparme con ella allí en medio del salón, llavero en mano, también me asustó.

—Pero, Víctor, ¿qué te ha pasado?