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Esto es Madrid. No lo mencioné aún porque estábamos a otra cosa. Estábamos en mí, concretamente. Vamos de dentro hacia fuera.
Madrid, donde el sol brilla también en enero. Cielos bonitos, dicen, es cuestión de gustos. A mí la ausencia habitual de nubes se me antoja el opuesto a un cielo protector. Un océano sobre nuestras cabezas. No soy solar.
Madrid ha transformado su escenario ya casi del todo a mucho peor. La ciudad está invadida por la mediocridad. Luz fluorescente sobre souvenirs groseros, bares low cost, compraventa de oro, prostitutas que nunca querrían serlo, chinos al mayor y ausencia.
Percibo la ausencia en cada milímetro de esta ciudad que nos dio a todos tanto y a la que, sin embargo, no lloramos suficiente cuando la lobotomizaron ante nuestras indolentes miradas. Plazas ahora como eriales de cemento. Madrid ya no está. Sus aromas frescos y pétreos a portales y porteras, a mixto de cafetería y moqueta de club setentero, esos olores que tanto me ubicaban en cada llegada han quedado disfrazados por un único y penetrante olor a orín. En la Gran Vía, cada noche, las grandes superficies de ropa acrílica, antes cines, cierran sus chapas condenando a la arteria a convertirse en una suerte de Hollywood Boulevard. Pero es la tónica del continente: Europa entera ya es fútbol, confusión y arqueología. El ruido, la persistencia del diseño y las luces disfrazan la pestilencia del cadáver, pero ahí está. Dentro de dos décadas no quedará ya ni el rastro de la queja. Pero yo soy de una generación en tránsito: yo conocí Europa.
Sin embargo ahora esa claridad agorafóbica y ese bullicio eran mi envoltorio necesario. Debía confraternizar con la normalidad: gente, tiendas y sol también. Un día luminoso que combustionaba mi yo más vampírico. Deambulaba vestido aún con la ropa de la fiesta de cumpleaños de Adriana como un rezagado tras una Nochevieja. En cualquier caso nadie reparaba en mi aspecto anacrónico. El náufrago invisible. Madrid ya no miraba la diferencia como antes hiciera con esos ojos catetos que tanto criticamos cuando fuimos más jóvenes y audaces. Otra ausencia.
Durante horas seguí los pasos de otros, entrando y saliendo de locales sin mirar los artículos, solo aproximándome a las zonas donde más personas se acumulaban: burguers, franquiciados de ropa, colas ante cajas registradoras, calles peatonales, enormes tiendas de telefonía… Músicas distintas que, imperceptibles, se filtraban al exterior desde auriculares en orejas de otros, retazos montados de transacciones comerciales, sintonías de móviles, entusiasmo consumista de juventud invasiva.
Tanto había celebrado diferenciarme y separarme y ahora me movía solo imantado por la necesidad de fundirme con el grupo. Buscaba un sostén, alguien que mostrase un repentino interés por mí, que me liberase del atolladero mental, que me entretuviese y me diese asilo. Una familia de acogida, un dormitorio infantil, un vaso de leche caliente. No quería tener que volver a la casa, pero nada ni nadie estaban disponibles para ofrecerme auxilio.
Por las calles, me escondía tras las masas que se abrían y cerraban en orquestada coreografía destapándome, dejándome al descubierto y a tiro. Pensé en aquella película de los años cincuenta, La invasión de los ultracuerpos. Una invasión extraterrestre que se apoderaba de los cuerpos humanos aprovechando sus horas de sueño. Tras despertarte ya nunca volvías a tu ser. Te convertías en un impasible transeúnte sin atisbo de emoción o posibilidad de empatía, un vegetal en movimiento. Consistía, claro, en no dormirse. Entonces dejé que la imaginación trabajase por su cuenta y empecé a mirar los rostros con los que me cruzaba, jugando a dilucidar quién permanecía aún despierto y quién se había dejando vencer por el cansancio y, tras ser invadido, ya no estaba más aquí. Exagerado y aprensivo, me pareció que no había nadie que no se hubiese dormido ya. Todos, seres desalmados, teledirigidos a sus propios pequeños asuntos, sin emoción posible.
Debía llamar a alguien de los míos, seguro que alguno de ellos aún permanecía atrincherado en sus posturas con los ojos bien abiertos sin haber sido aún invadido por las vainas extraterrestres. Los míos eran ya duros y desalmados de por sí, pero cómplices, sin duda, de mi egoísmo. Alguno de ellos, seguro, podría llegar a comprenderme y ayudarme. Pero ¿qué tipo de ayuda pedir?, ¿qué contar?
«He matado a mi amigo y mi pesadilla de anoche aún se expande al día siguiente como una mancha de aceite» o «Tengo una visita aterradora y desconocida en mi casa que me impide volver a ella».
Quizá podía llamar a alguno de ellos y simplemente derrumbarme en llanto y esperar el socorro sin más explicaciones. Eso concluí que haría y, sin decidir aún a quién debía llamar, me eché las manos a los bolsillos del abrigo. Allí estaban las llaves, la cartera, pero no había recuperado el móvil de la mesa de noche. Me acerqué entonces a una cabina.
¿Cómo funciona una cabina? ¿Alguien que tenga permiso de residencia usa todavía las cabinas? Eran distintas a las que recordaba pero enseguida me hice con su funcionamiento, alguna variante sutil pero en definitiva lo mismo: moneda, tono, teclado.
Tras introducir las monedas y recibir la señal de marcado, constaté que, en realidad, no me sabía el número de nadie. Únicamente recordaba el teléfono de la que un día fuera la casa de mi familia. Mi madre, con mi padre muerto hacía ya más de una década, vendió la vivienda y optó por invertir ese dinero confinándose en una de esas residencias que aparentan ser hoteles. No había más familia y no podía llamarla a ella. Estaba muy lejos de arrepentirme de mi desconexión total del origen, a kilómetros de añorar… Así que volví a colgar el auricular y, sin recuperar las monedas, seguí caminando.
La tarde empezó a cerrarse y comenzó a oscurecer. Debía tomar una determinación. Volver a casa no estaba dentro de mis posibilidades. ¿Qué hacer?, ¿irme de viaje?, ¿encerrarme en un hotel?
Aun sin tener sus teléfonos, podría haber ido a casa de alguien, pero me di cuenta de que ninguno de mis conocidos generaba en mí la suficiente intimidad para recurrir a su auxilio repentino en pleno día laborable. Reconocer que no tenía amigos de verdad podría resultar una conclusión dramática, pero supongo que hay que tener un perfil concreto para no tener amigos de verdad, lo que implica precisamente no añorar su existencia.
Por supuesto pensé en Adriana, pero, aparte de nuestro desencuentro en la fiesta, existía ya una tensión ante un prolongado choque de intereses editoriales. Lo dicho: comercio o ideología… Ella quería que siguiese siendo el hombre-orquesta y yo buscaba a trompicones y casi sin saberlo dar con la idea que me permitiese protagonizar mi solo de trompeta.
Definitivamente nada ni nadie podría prolongar más mi refugio. Estaba solo ante el peligro. Si hubiese sabido al menos dónde vivía Cornel, mi amigo invisible, fiel guardián de las farmacopeas… Como no tenía a nadie a quien recurrir, ni nada que poder contar, ni ayuda definida que requerir, me dispuse, pues, para lo propio cuando anochece en la ciudad y la soledad es un dragón dispuesto a carbonizarte: irme de bares.