Capítulo XIX

El admirador

Alberto sufría el trastorno propio de todo aquel que experimenta la invasión de la muerte en su círculo vital. Además se sentía triste. Ricardo, con todo, siempre había sido su amigo. De hecho, incluso lo habría denominado… mejor amigo, si no estuviera totalmente en contra de graduar los afectos.

Llevaba unos días algo apagado. Si bien, ello no le impedía gozar de ciertos placeres.

—Me llevo esto —dijo, depositando con descaro un paquete de preservativos de doce unidades sobre el mostrador de la farmacia.

—¿Se quiere llevar usted algún artículo más de la misma marca? —tanteó la dependienta, una joven de considerable belleza.

—Creo que no —repuso el poeta, expectante—. ¿Por?

—Tenemos una promoción —explicó la joven, luciendo una sonrisa entre tímida y divertida—. Si compras cualquier otro artículo de la marca… No sé: lubricante, otra caja de preservativos… Te regalamos unos altavoces para el móvil.

—¡Altavoces para el móvil! No le veo la relación, je, je. Bueno, en realidad, sí —añadió, pintando mentalmente una escena que le hizo sonreír con picardía—. Bueno, vale. Pues me voy a llevar… otra caja, aunque no creo que dé para tanto.

La dependienta sonrió, a sabiendas de que la broma había tenido poca gracia.

—Pues un segundo; voy a buscar los altavoces.

—Me espero.

Alberto se quedó mirando a la chica alejarse del mostrador, hasta que una voz conocida le hizo girarse.

—Oiga, pero si usted es Alberto Carreño —dijo la voz desde el costillar de Alberto.

Este bajó la vista. Su interlocutor era un señor bajito, rechoncho y más bien desaliñado. Lucía una parcheada barba blanca, cruzada descaradamente por una gomilla, también blanca, cuyo propósito parecía ser el de sujetar una enorme nariz de pega a la cara del pintoresco sujeto.

—He leído todos sus libros —continuó el viejo, forzando un acento distinguido y culto.

—¿De verdad? ¿Ha leído usted todos mis… uno… libros?

—Todos, absolutamente todos.

—Sé perfectamente quién eres —declaró Alberto, no sin cierta ternura.

—Oh, por supuesto, por supuesto. No sabría si me recordaría. Solía tratar mucho a su familia.

—Yo, no tanto.

—¿Y qué tal está su padre? Espero que estas medicinas no sean para él. Me disgustaría saber que está enfermo.

—Mi padre no necesita medicinas.

—¿Son para su abuela entonces? Me resisto a pensar que un chico tan joven acuda a una farmacia para cuidar su propia salud.

—Mi abuela hace tiempo que no necesita más productos químicos que el abono que nutre los jaramagos que crecen junto a su tumba —replicó Alberto.

A Dios gracias, la dependienta regresó de su búsqueda. Alberto se giró para atenderla y ella colocó sobre el mostrador una especie de estuche negro.

—Son doce sesenta —informó la joven al poeta, al tiempo que introducía los tres artículos en una bolsa pequeña y miraba fascinada al personaje de la nariz postiza.

Alberto sacó la cartera y pagó.

—Supongo que tardaré en volver una buena temporada —bromeó. La dependienta forzó otra sonrisa.

—¿En qué puedo ayudarlo a usted? —preguntó con entusiasmo al señor de la nariz postiza, presumiendo que este no la entendería bien, ya fuera por locura o por sordera.

—Nada, nada —aclaró este, siguiendo los pasos de Alberto hacia la puerta—. Yo solo venía a mirar.

Salieron de la farmacia. El señor aceleró el paso para alcanzar al joven.

—Mira —dijo este, una vez lo tuvo al lado—, sé perfectamente quién eres. ¡Si ni siquiera te has quitado la gorra! Además, se nota a la legua que esa nariz es falsa. Es enorme.

—Estoy resfriado.

—Se le ven las gomillas.

—Me las ha mandado el médico para… sujetarme la nariz.

—¡Guasón! —le interrumpió Alberto, alargando cariñosamente la última sílaba.

—Sin duda me confunde usted con otra persona. En fin, yo solo quería, como fiel lector de usted, saber si tiene alguna publicación a la vista.

—Sí —afirmó el joven con cierto tedio.

—¡Espléndido, espléndido! Tomo nota. Y, ¿con qué editorial publica usted, si no es mucho preguntar?

—Pero, de verdad, Guasón, si no sabes leer…

—Le repito que me confunde usted con otra persona. Pero, bueno, si no me quiere usted contestar… Comprendo que, siendo un autor tan afamado, será una molestia. No tendrá un segundo libre. Cada vez que sale a la calle, sus lectores lo abordarán como…

—Con Desgarros, ¿vale? Publico con Desgarros. Y ahora, déjame tranquilo.

—La tranquilidad la conquista cada cual, querido amigo. Y, ahora, le ruego me disculpe, me corre cierta prisa —dijo y, destocándose, se despidió gorra en mano.