Capítulo VII
En el que el autor de este y de muchos otros libros que no vienen al caso, no se le ocurre epígrafe alguno que encabece lo que se cuenta
Carlos Lozano padre, que había esperado hasta su último hijo para perpetuar su nombre, fue un hombre trabajador, con buen ojo para los negocios y buena mano para los clientes. Abrió tres bares en el centro de Sevilla. Cuando comenzaron a fallarle las fuerzas, vendió dos de ellos, conservando el más rentable.
Natural de Triana, sentó casa en el centro, con gran pesar, donde crio y educó a sus tres hijos.
Germán, el mayor, cuyas inquietudes intelectuales le habían empujado a la lectura desde su más tierna infancia —disculpen la frase hecha, pero es que no las puedo hacer yo todas—, resultó ser muy buen estudiante. Al terminar la escuela, probó un año en la Facultad de Filosofía y Letras, para terminar ingresando en la de Medicina, donde se licenció con buena nota y absoluta desgana por el oficio.
No llegó a cursar la especialidad. Poco después de licenciarse, en un piadoso giro, entró por propia voluntad en el Seminario de Sevilla.
Carlitos, el menor, más pragmático y mundano, desde muy joven tomó gusto a la profesión de su padre. Además, se había visto obligado a ejercerla tres veces al año, cada vez que el colegio cometía la desfachatez de entregar las notas. Entonces el padre lo llevaba de la patilla hasta el bar, con la esperanza de que se disciplinase.
Entendía el negocio; lo había vivido de niño y para él era tan natural lidiar con un cliente beodo como para la mujer de un político esconder bolsas de basura. Antes de morir, su padre vendió el bar que le quedaba, para repartir el dinero entre los tres hermanos y costearse una merecida jubilación. Carlitos cogió su parte y, junto con sus ahorros, abrió El Traqueteo en la misma calle que el recién traspasado negocio.
Y no le salió mal la jugada, pues atrajo hacia sí a todos los parroquianos de su padre, que, a la sazón, también habían sido los suyos durante más de veinte años. Por otro lado, como él solía decir: «Conozco esta calle; me he criado en ella».
Para entonces Carlitos ya llevaba casado unos años y mantenía una casa con dos hijos.
Sara, la hermana mediana, casi de forma inconsciente, había adoptado el rol de madre al morir esta, siendo aún muy niños. Se había pasado la vida cuidando de su padre y de sus hermanos, así que, cuando murió el cabeza de familia, por cariño e inercia, siguió haciéndose cargo de su hermano el sacerdote.
Era la única que no había buscado un camino que seguir, quizás porque ella misma se había impuesto la obligación de cuidar de su familia, quizás porque se lo había pedido su madre en el lecho de muerte. Pero, que ella recordase, su madre nunca mencionó nada acerca de cuidar de aquel vagabundo que se empecinaba en llamarla señorita Hudson.
No entendía por qué su hermano se empeñaba en darle cobijo. No entraba dentro de sus funciones sacerdotales el acoger a indigentes en su heredada casa familiar. Sin embargo, este parecía ejercer cierta fascinación sobre su hermano. No alcanzaba a comprender por qué, pero don Germán prestaba oídos a todas las locuras que urdía el inquilino. Incluso participaba en sus disparates. Cierto es que su hermano siempre había tenido una imaginación envidiable, alimentada, además, con la ingente cantidad de libros devorados a lo largo de su apacible vida. También era conocedora del gusto que este profesaba a la novela detectivesca. Y, ya que el vagabundo se creía Sherlock Holmes, hubiera resultado comprensible que su hermano le hubiese dedicado unos minutos, incluso algunas horas. Pero es que ya llevaba una semana rondando por allí. Su hermano lo había estado acompañando cada mañana al bar de Carlitos para quién sabe qué historia sobre unas pastillas. Así que, al despertar y ver a don Germán sentado solo en la cocina, a Sara le brilló una intensa chispa de esperanza en las pupilas.
—¿Y el enano? —preguntó a su hermano, que aún vestía su pijama azul oscuro—. ¿Se ha largado?
—No creo; sus cosas siguen en su habitación…
—¿Sus cosas? ¿Qué cosas?
—Su gorra.
—¿Y dónde está entonces?
—Ni idea. Ya se había marchado cuando me levanté.
Sara se alejó del salón, para volver pasados unos segundos.
—¡Se ha dejado la cama sin hacer! —declaró, airada.
—¿Pero es que la ha hecho algún día?
—No… Pero, al menos, no se marchaba antes de que pudiera echárselo en cara. ¡Qué hago yo ahora toda la mañana con esta rabia!
El padre Lozano apartó la cafetera del fuego, cerró el gas y sirvió dos tazas de café.
—¿Hoy no vas con él? —inquirió Sara, sentándose a la mesita de la cocina, mientras su hermano le colocaba la taza de café por delante.
—Si viene, sí. No tengo mucho que hacer los sábados. No entiendo cómo no me ha esperado. ¿Dónde se habrá metido?
Don Germán tomó asiento con su taza humeando en vertical.
—¡Pues dónde va a estar! —sentenció Sara—: En el bar de Carlitos. Siempre está ahí. Toda la gente rara está siempre ahí. Nuestro hermano es un imán para la gentuza.
—Sara… —le amonestó don Germán con dulzura, removiendo distraído el café.
—Ni Sara ni Saro. Tenía que haber terminado su carrera. Y no esto, todo el día rodeado de borrachos y vagabundos. Vagabundos que, además, nos acaba largando a nosotros. ¡Como si esto fuera una perrera humana!
—Bueno, bueno, tranquilízate. Te va a sentar mal el café. Además, papá tenía los mismos clientes y nunca te quejaste.
—Los clientes de papá eran gente selecta —declaró Sara, los ojos muy abiertos y el dedo índice muy erguido.
—Ibas poco por su bar… Además, Carlitos no abre hoy hasta mediodía. Guasón no puede estar allí. A la una o así me acercaré, a ver si lo encuentro. Mientras, ya que tanto te incordia, disfruta de su ausencia —bromeó don Germán, luciendo su sonrisa más divertida.
Sin embargo, como buen lector, don Germán no llegó a ir en busca de su huésped. Totalmente absorbido por la novela que tenía entre manos —por lo que supongo que sería mía—, ni siquiera llegó a escuchar cómo el reloj de cuco anunciaba el mediodía.
Sobre la una y media sonó el timbre de la calle. Sara descolgó el telefonillo y preguntó quién era. Nadie respondió, así que tuvo muy claro que se trataba de Pedro Guasón.
—Señorita Hudson —profirió este, nada más abrir la puerta—, hace una mañana espléndida para pasear. Debería usted tomar mi ejemplo y salir a caminar por el río.
—Hueles a vino —declaró Sara.
Guasón, ignorando las palabras de su querida casera como solo un loco puede hacerlo, se dejó llevar por sus piernecitas hasta la salita de estar.
—Mi querido Watson, me alegra ver que ha tenido usted una plácida mañana —señaló Pedro, encontrando a don Germán apaciblemente sentado en el sillón y con un libro, recién apartado, abierto bocabajo en su regazo—. Yo no he parado. Traigo nuevas. Ya han salido los resultados de la analítica. Hágame usted el favor de vestirse…
—Ya estoy vestido —replicó el otro.
—… Y de venir conmigo. Le explicaré el asunto por el camino. Ah, y tenga la bondad de llevar consigo papel y lápiz… Señorita Hudson, me temo que estaremos ocupados hasta las tres. Sea tan amable de tener el almuerzo preparado para las tres y cuarto.
—¡Pero tendrá cara el enano! —exclamó Sara, siguiendo a Guasón hasta la puerta de su habitación—. Y esto no es un hotel. Aquí cada uno se hace su cama.
—Señorita Hudson, que mi querido socio y yo mismo la tengamos en la más alta estima no es excusa para que se tome la libertad de entrar en la habitación de un caballero. Haga usted el favor de salir y de cerrar la puerta a sus espaldas. Gracias.