Capítulo III

La residencia

Aquella noche, como tantas otras, ambos amigos se alejaron de El Traqueteo medio abrazados, para no caer al suelo, discutiendo minucias que, poco a poco, se fueron quedando en nada, absorbidas por las luces de las farolas y los pacientes escaparates.

Por Tetuán, primero, y luego por Rioja, caminaron juntos hasta la Plaza de la Magdalena, donde estuvieron despidiéndose hasta que se repitió el milagro del choque de sus manos.

Ricardo se detuvo unos segundos para orientarse. Encendió su pipa y, llevando a cabo un complejo baile, consistente en mesarse la tupida barba con la mano izquierda, fumar con la derecha y recorrer el mundo en zigzag, se dirigió a su residencia.

Se internó en San Eloy.

Caminaba obstinado. En su cabeza, entre la neblina levantada por el ingerido río de alcohol, comenzaba a brillar con más y más potencia la energizante llama del orgullo herido. Alberto le había lanzado un guante que, ¡por Zeus!, habría de hacérselo tragar en… cuatro cuartetos, los más tristes que nadie hubiera escrito jamás… Alejandrinos, cuatro cuartetos en verso alejandrino. Seguro que hallaría la forma de aviárselas a pesar de su inoportuno buen humor. Compondría dieciséis versos. No, no: dieciséis lanzas, dispuestas en perfecta formación, de tal manera que, el solo gesto de posar la vista sobre la primera de ellas, fuera… casus belli. Entonces, cada batallón, cada estrofa, iría descargando sus cuatro certeras lanzas sobre la razón del lector. Ya este desprovisto de la vil armadura del intelecto, el último cuarteto cargaría sobre el corazón desnudo. El último verso debía ser una… doru… con punta dorada y cuerpo de madera oscura, negra, que se clavase directamente en la agitada alma del lector, justo en el instante en que exhalase. Un golpe de gracia piadoso.

Algo se le tenía que ocurrir, así pasase la noche en vela.

La puerta de su residencia le hizo volver al mundo tangible. Contempló el edificio maravillado, tratando de recordar cómo había llegado allí, como si un bondadoso titán —probablemente Atlas— lo hubiera trasladado a hombros hasta sus propios pies para ahorrarle el paseo.

¡Ay, su adorada residencia! ¡Qué fatigas pasó hasta habitarla! Siendo Ricardo natural de Sevilla, sus padres se mudaron a Madrid, con su hermana pequeña, por motivos de trabajo. Él ya tenía su vida académica planeada en Sevilla, además de sus amistades, así que sus padres le permitieron quedarse.

Al principio, fue a dar con sus huesos a casa de su abuela, donde sobrevivió a base de tapones para los oídos y abundante tila alpina. Su insólita imaginación consiguió aislarle, en la medida de lo posible, del hecho de que la anciana gozase de una diversísima vida social en aquel apartamento que, cada tarde, parecía más el casino del pueblo que una vivienda respetable. Allí se bebía y se jugaba más que en el… Rick’s Cafe, con una concurrencia más parecida a Pepe Isbert que a Bogart.

A Dios gracias, tras tres insoportables años, en los que Ricardo dejó muestras de una oscurísima creatividad poética —repleta de metáforas sobre jóvenes asesinando a ebrios y vetustos ludópatas—, una cirrosis hepática trasladó a su abuela al más allá.

Al fin, Ricardo ingresó en su luego amada residencia de estudiantes. Allí ocupó, de tercero de carrera a quinto, una habitación individual.

Al terminar la carrera, conociendo que en estos tiempos las editoriales se sienten sexualmente atraídas por los periodistas y los catedráticos —por muchos gatillazos que luego tengan—, Ricardo decidió cursar el doctorado. Para ello obtuvo una nada desdeñable beca de investigación que le permitió mudarse al edificio de apartamentos de su residencia.

Allí ocupaba un austero cuarto desde hacía pocas semanas. Era su primer año de doctorado, así que aún no había comenzado con su tesis. Por las tardes acudía a los cursos preparatorios y, por las noches, a El Traqueteo. Las mañanas solía emplearlas en realizar las tareas ordenadas por los profesores, que en el doctorado, e incluso en la carrera, nadie llama «deberes», como en el colegio, sino «cosas que hacer» o «un trabajo que me han mandado», lo cual es mucho más largo y enojoso, demostrando que el estudio no disipa la estupidez.

Aquella noche se le había ido la mano algo más que de costumbre, tanto con la hora como con la bebida. Era viernes, así que se lo podía permitir, ya que el sábado lo tenía libre para descansar y adelantar cualquier quehacer.

Sin atreverse a encender las entrañas del viejo edificio, valiéndose de la claridad que entraba por el tragaluz del patio interior, subió las escaleras hasta el primer piso. Con un par de caladas alentó la lumbre de su pipa a la vez que forzaba, sin saberlo, una cerradura inocente, cuyo único delito había consistido en ser en todo semejante a la de su apartamento.

Reconociendo la ventana de su cuarto, que daba al patio interior, encontró, al fin, su puerta. Tras cinco minutos de ensayo y error, Ricardo entró en el apartamento.

La entrada daba directamente a la cocina. Se detuvo en el umbral. Todo estaba en silencio. Miró la rendija de la puerta justo a su izquierda; no había luz en ella. Pertenecía a la habitación de uno de sus compañeros de piso, un antipático estudiante de Traducción e Interpretación que tenía por costumbre meter a su novia en el cuarto sin pedir permiso. Ricardo pegó el oído a la puerta; no parecía haber actividad sexual en la habitación.

Al otro extremo de la cocina podía ver la esquina que inauguraba el pasillo donde reposaban, en la oscuridad, el baño, su dormitorio y el de un tercer estudiante. También aquella zona parecía despejada.

Cerró la puerta de entrada, ya convertida para él en la de salida, llenó un vaso con agua del grifo y tomó asiento en la pequeña mesa de la cocina. No podía dejar de pensar en ese poema. Todos sus recuerdos, experiencias dolorosas, deseos inalcanzables, frustraciones, en definitiva: todo ciudadano de su ser capaz de sostener un arma doliente, acudía a reunirse bajo el elevado balcón desde el cual Poética los convocaba.

Más tristeza, necesitaba más tristeza. Sentía una sed horrible. De súbito, se fijó en su vaso de agua. Aquello no le iba a servir de nada aquella noche. Su padre siempre había alabado las cualidades del agua y denostado las del alcohol. Lo recordaba explicando: «El agua hidrata, el alcohol deshidrata y, además, deprime».

Una sonrisa triunfal canalleó en sus labios. Ya estaba bastante borracho, pero el arte no entiende de cantidades intermedias. Ricardo abrió la despensa muy despacito, sin hacer el menor ruido, sacó de ella una botella de ginebra y la introdujo en su dormitorio seguida de sí mismo.