Capítulo II

En el que presentamos a los dos apostantes para que no se nos tache de maleducados

La cosa parecía haberse tranquilizado con la apuesta. Ricardo había sacado de su bolsillo una funda de tela azul, de la que emergió sin arte de magia una pipa de brezo de gama media. Luego había puesto mucho cuidado en cebarla, procurando, en vano, no desperdigar el tabaco por sus pantalones. Ahora la fumaba con placer, procurando que todo el humo exhalado fuera a parar a la desenfocada cara de su interlocutor.

Eran buenos amigos a pesar de sus desavenencias artísticas. Se conocían de toda la vida. Ya desde párvulos se los podía ver en el recreo, paseando por el patio a la vez que discutían. También coincidieron en el colegio, donde comenzaron a componer sus primeros versos. Los profesores de aquellos años habían terminado por sentarlos en esquinas opuestas para evitar el continuo intercambio de argumentos y de estocadas lapiceras. Con todo, se las arreglaban para cruzar una muy abundante y ofensiva correspondencia a base de pelotas de papel voladoras, que se intensificaba significativamente durante las horas de Lengua y Literatura y Filosofía. En Matemáticas se tomaban un descanso, cosa que agradecían las moscas, que, gustosas, recuperaban el espacio aéreo del aula, tan peligroso durante las horas de tráfico intenso.

Al terminar el colegio, ambos ingresaron en la Facultad de Filología Hispánica y, primero Ricardo y después Alberto, publicaron su primer poemario.

Durante la carrera,… motu proprio, los dos amigos desistieron de clavarse los útiles de escritura durante las clases. En lugar de ello, utilizaban cualquier oportunidad de hablar en voz alta durante la lección para insultar de forma encubierta al contrincante. Resultaba inverosímil la destreza que ambos demostraban para reconducir cualquier tema hacia la cara del otro con las peores intenciones. Si se hablaba de métrica, Ricardo denostaba la fullería de las vanguardias, entre las que militaba Alberto, y cuyo trabajo solo podía calificarse de engañabobos. Luego este contraatacaba opinando que muchos poetas sevillanos, sin señalar a nadie, parecían anclados al Siglo de Oro, demostrando la misma capacidad de evolución que el transistor de su abuelo.

—El cual sigue funcionando después de veinte años —apuntaba Ricardo, triunfante—, no como el mp3 que tú te compraste.

Cuando no hablaban de poesía, se mostraban cordiales entre sí. Pero, que se recuerde, esto solo sucedió una vez, en segundo de carrera, cuando Ricardo fue a dar el pésame a Alberto por la muerte de su padre. Pena fue que este le informase de que pretendía escribir una elegía al difunto y enseguida comenzaran a discutir.

Quedan para los estudiosos del mañana los delicados sonetos que Ricardo fue dedicando a Alberto durante toda su vida, y que este último respondía, a veces haciendo uso de la prosa poética y, en las más de las ocasiones, blandiendo el incómodo arpón del verso libre —lo cual obligaba a Ricardo a contraatacar, por ejemplo, en cuaderna vía—.

Con todo, ambos podían sentirse afortunados. Pues, sumando la crítica que fluyó del uno al otro y del otro al uno, jamás ha tenido poeta alguno lector tan acérrimo y conocedor de su obra como el que Alberto tuvo en Ricardo y Ricardo tuvo en Alberto.