2 de JUNIO

El viento arremete con ganas. Lo manotea todo, silba en torres, esquinas y rendijas, sacude las ventanas, las puertas, los nervios; hoy es de los que seca las viandas en los puestos y, en dos horas, un lavado grande.

En la bahía, encogida por la bajamar y aborregada por las rachas, una orla de espumarajos demarca a trechos el límite incierto entre el agua y el cenagal de Santibáñez. Según ha entrado, el levante puede dar de sí unos cuantos días, aunque nunca se sabe: lo mismo mete una sudestada a lo loco —y ahora empezando Junio, más— que se va, o se agacha, de aquí a unas horas. El mar, en tanto, es puro bamboleo, un danzón zarandeado por todo el litoral menos en La Caleta, lisa, limpia y fría su agua en las levanteras, resguardada de ellas por la ciudad misma y por el aquel de su enclave a poniente.

De alguna manera, el ventarrón remueve fondos; otra tarde como ésta fue la que puso en la orilla de Valdelagrana, con la cara borrada, al tercero de los cuatro muertos de la Operación Trino. Al único que conoció el Gordo Caviedes.

Y a Pablín, que entra ahora mismo en La Palma, se le estarían amargando la boda y la tarde de haber visto al “Mariner” recalado otra vez en La Caleta, a un paseo corto de la iglesia.

Él no tiene ni idea de que esté ahí.

Anteayer mañana, el martes, le pidió la moto para un rato a Paco Colón y, sin dejar la carretera ni siquiera bajarse del sillín, anduvo echándole un vistazo a la Playa del Gallego, donde ya no está su barco y de donde habrá de ser recogido tal como se dejó, con un solo hombre y sin hablárselo a nadie antes ni después, que ya tiene Juanaca el encargo muy bien hecho, y una copia de las llaves del “Mariner”.

Cuando su patrón fue a ojearlo anteayer, el barco andaba bastante mar abajo, a la altura de Arcila, y ayer ya fue subiendo de vuelta. Pero quienes lo abordaron después, sólo desde esta mañana lo tienen varado, no en la Playa del Gallego sino en su paradero de siempre, aunque retirado del ojobuey y casi pegado al Club Caleta, en seco entre la rampa y la muralla. Pablín no lo pone allí nunca. Ni hoy hubiera alcanzado a verlo de no asomarse muy expresamente a la balaustrada, o bajar a la playa para mirar dónde, desde hace más de un mes, ha ido llevando al “Mariner” un soplo. Y no de viento. Un soplo bien llevado, desenvuelto poco a poco y sobre seguro, oído a oído, boca a boca. Con soplones grandes y chicos en el Cerro del Moro, en Tánger, en Madrid vía Dar Al-Hafsa, en el mismo Napóles, bastión del gran jefe. Del O Sole Mio, según llamaba a Don Lauro, cuando sus comienzos de cantor típico y ratero, el comisario Beppi Quadrato. Un soplo perfecto para un contragolpe. Un aviso firme con que don Ciccio Bacciga y los de Tánger se encargarán luego de hacerle saber al Signore napolitano y a su gente que han sido ellos quienes han azuzado a la policía, los enterados de su plan y los promotores del soplo, y que don Lauro no va a ser el solo dueño y señor de esa nueva área rentable entre Gibraltar y Portugal, así como que ellos no piensan operar más al Sur ni tampoco por el Mediterráneo, en torno, por ejemplo, al apetitoso triángulo Orán-Levante-Baleares. Un soplo para cuyo resultado bastaron dos confidencias mínimas, febrilmente seguidas y aprovechadas, y que, sin embargo, no tocará las cúpulas del signore Lauro, no dañará a los Quiénes de su consejo o a sus agentes y traficantes grandes, ni les supondrá una ruina porque cada cual gana o pierde de lo que puso, y la organización, según acuerdo, responde al máximo de las ganancias; al mínimo, de las pérdidas. Pero, además de abatir a algunos de los recientes hombres de don Lauro en la zona, el soplo ha alcanzado a desmoronar la operación, detallando en anónimos sus cómos, el dónde, el cuándo, hasta varar al “Mariner”, ya sin su carga, ahí donde está. Justo ahí. Cerca y lejos de la vista del dueño: “Un Pablo Longaro que le llaman Pablín, y sin antecedentes, ya ves”, según le cuenta a su acompañante el mayor de los hombres del coche blanco, con franjas azules y un escudo grande en el capó, que acaba de doblar la curva del Baluarte de los Mártires y pasa ahora frente a la Puerta Vieja de La Caleta.

Ese hombre sí sabe que el “Mariner” está ahí, y que lo está, más o menos, desde las ocho de la mañana. Unas dos horas después de que, clareando el día y cinco esquinas calle La Rosa arriba, Pablín cerrara en Casa Tino su despedida de soltero, en compañía del Gallo, Paco Colón, Juanaca, y sin demasiado güisqui encima.

Ahora son las cinco y diez: “a lo justo”, se dice el hombre mayor del coche blanco y azul. Siente, y se lo calla, que el oficio es el que es y las órdenes son las órdenes, pero que este trabajo le está cayendo feo, igual que ayer tarde le amargó de improviso llevarse esposado a un negro, vendedor callejero de baratijas: el primero con el que dieron, y ni más ni menos autorizado o desautorizado para la venta que los otros negros vendedores en la misma calle. Pero a alguno había que llevarse y fue a aquél a quien le tocó la china, un muchachón guineano de brazos inútilmente fuertes y ojos menos asustados que tristes. Presiente el hombre que a su acompañante más joven, un jerezano rubio que conduce el coche, también le está cayendo mal este asunto y que también se lo calla. Por lo mismo, porque las cosas son según son. Como les dijo el jefe, igual que convino mandar hace ya un rato a Amaro y a Santana por los otros dos, por Aníbal Márquez Lois, sin apodo, y por Manuel Praseo Corral “Manene”, lo que es a éste, a Pablo Longaro Arias “Pablín”, no conviene entrarle ni antes ni después de la boda y de su convite.

Ni antes ni después, ¿estamos?”, insistió el jefe.

E incluso les explicó que se lo había pensado bien, hasta medio consultárselo en plan extraoficial a la vistosa gobernadora civil, y que hacerlo así era también un poco para ejemplo público; como en plan escarmiento.

En la esquina del Palacio Valcárcel, la ventolera arremolina un turbión de plásticos y papeles. El coche frena, tuerce a la derecha bajando en curva una pendiente muy corta y entra en la calle de La Palma, cerrada por la iglesia quinientos metros más allá. Sin cal, barnices ni afeites, la piedra ostionera parece revestir de turrón almendrado, del duro, la fachada de la iglesia dieciochesca, recién restaurada como su torre y su cúpula de azulejería canela, blasonada, agraciando la calle peatonal, con árboles jóvenes y adoquinado nuevo. Entre bares, tendillas, peñas y tabernas, el recorrido del coche blanco y azul no va a rebasar el largo de esa calle que, con la Plaza del Tío de la Tiza y en cuanto el mes se meta un poco más, andará alegrada a las noches por mesas, taburetes y tablas de pescados del día con un perejil en la boca, en feria de especies para la plancha o la sartén.

El coche afloja aún la marcha junto a las tapias del Cine Caleta, y el mayor de los dos hombres decide en voz alta que convendrá dejarlo casi al final de la calle, bajo el cuadro y el mármol antiguos con el milagro del maremoto.

Dos manzanas a la derecha, quedará atrás El Faro, dispuestas ya las provisiones y el servicio, abiertas las botellas de vino para su aireo, y previstos los momentos en que deben salir del frío, o del calor, estos o aquellos bocados, desde el budín de rascacio, no más suave ni gustoso pero sí más vendible con el lema de paté de cabracho, a la ensalada de mariscos y los dulces con salsas templadas, previos a la tarta nupcial. Un maître acaba de comentarle a la encargada del guardarropa las vueltas que da el mundo: qué puede andar pasando para que venga hoy de cliente fuerte alguien que, ayer, llegaba por la puerta de atrás a vender seis pescados y unos centollos. Claro está, dice el maître, que, aunque no llegue a comida formal, un convite de aquí no puede costearlo ese caninete más que entrampándose con un Banco o con alguien, tampoco es nuevo el caso. Pero allí no están ellos para meter la nariz en eso ni en nada, le previene ahora a la del guardarropa el hombre de chaqué, sino para hacer las cosas bien hechas, como siempre, y ese Pablín es tan cliente hoy como el primero.

Palma arriba, el rodar despacioso del coche supera ahora la calle Arricruz, donde un chaval pálido, de cara entre desconfiada, hostil, ansiosa, y con chaqueta, corbata y camisa buenas y mal llevadas, de notarse que nunca viste así, forcejea con un llavín en una de las dos puertas del cuarto piso. Colado por alguna ventana, el levante ulula en el hueco de la escalera y el chico no consigue abrir, pero espera ganarle la batalla al llavín. Hace una media hora estuvo muy pendiente de dónde guardaba su madre ese llavín, que fue en el aparador de la cocina, al irse con Damiana Rey para la iglesia; él ya había entrado con ellas allí en el piso nuevo de su hermano, cuando las dos mujeres estuvieron días atrás a curiosearlo y a ver los regalos de boda. “Qué buen sitio para picarse”, se le ocurrió enseguida. Y ahora, forcejeando aún con la puerta, acaba de decidir que, no ya sólo hoy sino todos los días, se las arreglará para pincharse allí tranquilo mientras su hermano y la novia no vuelvan, que se van esta noche en el tren. Así, antes de iglesias y de convites, el chaval se pinchará sin atosigamientos y luego va a volver a su casa para dejar el llavín en el cajón de donde lo tomó y, según acaba también de ocurrírsele, para esconder (en la azotea, mejor, entre los chismes resecos del viejo lavadero en desuso) cualquier cosa guapa que saque de allí sobre la marcha. Algo que vender o con que pagarles las tres mil del viernes a los del Yanki del Cerro del Moro. Como el estuche en plata con los atunes en el cierre, que él se esperaba el broncazo, pero la vieja ni le dijo nada. Y ahora está allí ese elefante también plateado, con la trompa en alto y los colmillitos de verdad, que Damiana estaba en que lo eran, o el cacharro largo de cristal con el filo de oro, o una de las dos batidoras eléctricas. Quitando los jarrones de pájaros y tigres, demasiado grandes como para eso, vale llevarse cualquiera de los regalos que ya vio con su madre y Damiana Rey, apretados en la mesa del comedor de los novios, donde hasta el aire huele a nuevo, al otro lado de esa puerta que el zagal se esfuerza por abrir y que acabará abriendo.

Aun con un asomo de torpeza senil en el paso, tanto lo apuran sin embargo Juanaca y la mujer por no llegar más tarde a la ceremonia, que el rodar despacioso del coche blanco y azul no los alcanzará hasta el cuadro del maremoto, donde su conductor, el rubio, escucha unas breves instrucciones del hombre mayor mientras pega despacio el coche a la acera, ya con el interior del templo a la vista hasta el altar mayor, allá al fondo.

Los dos hombres bajan ahora del coche, sin prisa. Apenas ojeados de lejos por algún curiosón de los de la puerta de La Palma, entran al bar del Carapapa y piden dos cafés. La ceremonia no ha acabado y, según le aclara el hombre mayor a su acompañante, tampoco es cosa de dar un número todavía más fuerte haciendo el trabajo dentro de la iglesia; mejor, en la calle.

—Es fuerte la cosa —dice el rubio sosteniendo su café ante los labios—. Sobre todo, por la mujer —añade.

Está pensando en la suya y no espera del hombre mayor una respuesta que, sin embargo, llega:

—Aún así, hay que hacerlo ahora, ya oíste al jefe. Ya lo oíste.

Salvo cómo se puede actuar, el hombre sabe algo, poco, de todo este tema, sabe del barco apresado con un alijo especialmente fuerte, sabe que el asunto lleva en el aire como un mes y que la trama del soplo se tejió lejos y cerca, con muchos hilos, aunque él no conozca más que a uno de esos hilos: aquel confidente desconocido que estuvo en Comisaría y se explicaba diciendo “Es que ya sé yo, ya sé de otras veces para qué se hace eso, esos controles exagerados de un barco chico”; un hombre de la Renault o la Citroën, bien vestido, con la oreja izquierda hecha un trapo y, según Morillo el de la brigada de estupefacientes, quizá implicado, aunque sin sombra de pruebas, con alguna mafia de Tánger. Posiblemente, franceses, añadió Morillo.

De par en par, las puertas de la iglesia entregan la música del órgano al levante, que se la lleva calle abajo, y dejan atisbar desde fuera, tras las luces del altar mayor, al cura, a los padrinos y a los novios. Sonaron ya entre ellos las palabras, los síes, las promesas; alto y airoso como un torero. El Príncipe Gitano, el párroco, ha dicho el “Hasta que la muerte los separe” casi riéndose y como dudándolo, divertido.

Más allá de las filas de bancos vacíos se alinea un personal muy diverso, convidados luego los más a la merienda-cena de El Faro. Hay parientes, amigos, vecinos pobretes, junto a hombres y mujeres de muy otro porte, algún tipo como de serio ejecutivo impecable; dos restallantes travestís de lujo, “La Petróleo” y “La Tormento”; el juez don Antonio de Soto entre su hija Irene y un señor altísimo y muy mayor; noctámbulos y mañaneros de Casa Tino y El Laurel delante de don Cayetano Fran y esposa; Calderón el modisto de Carnaval, que ha vestido al novio de esmoquin blanco nata, con chaleco y corbata de fantasía, o la directora, joven y elegante, de una Caja de Ahorros del barrio, que cuida con mucho arte la clientela y donde hace dos días ingresó el novio un dinerito. Se da también alguna ausencia rara, más que rara para Pablín; él los ha buscado con la vista al llegar a la iglesia, ha vuelto en el altar todo el cuerpo para mirar dos veces, y siguen extrañándole, casi inquietándolo, las faltas del Manene y de Aníbal.

En realidad, no es que vayan a llegar tarde.

Aún pesándole una recaída de su hermana Débora (quien no sólo no pudo levantarse para ir a la boda, como a toda costa quería, sino que también Nani, su cuñada, decidió quedarse a cuidarla), Aníbal se iba a presentar en la ceremonia. Sin la mujer pero con un traje chulo de veras, como de almirante antiguo con casaca y tricornio. Ya había empezado a ponérselo, luego de almorzar poco para dejarle sitio a lo de El Faro, cuando sonó el timbre y apareció en la puerta el Manene mirándolo fijo a los ojos sin hablar y en medio de esos dos, de ese par de desconocidos con la cara larga.

Cinco minutos, tal vez seis, impacientan la espera del rubio, el más joven de los hombres del coche, cuyo rótulo grande lateral cae bajo los versos celebrativos, casi ilegibles en el mármol viejo, del maremoto de 1755 y el historión de su milagro. El hombre mayor acaba su café y, asomado a las puertas del bar, mira a las de la iglesia con una atención de punta ahora, aguzada e inmóvil como la de un perro de caza en alerta. Una atención serena y alarmada a la vez, pendiente de todo y desconfiada de todo. Hasta de ese chaval que acaba de llegar casi corriendo y se ha metido en la iglesia, con cara de yonqui marcado y una ropa muy buena que no le va.

Pero ya no habrá que esperar mucho. Los dos hombres en la puerta del bar lo saben, y por allá al fondo del templo se nota un final: los del altar mayor reaparecieron después de pasar por sacristía; los de los bancos se levantan y se desplazan, se saludan, charlan; de dentro y fuera de la iglesia, un público se ha juntado en la calle. Es una corta fila doble que jaleará a los novios en cuanto salgan, y a la que los hombres del coche ven sumarse en este momento un tipo fuertote, pinta de guardaespaldas, tras un gordo señorón y muy cuidado, maduro, con cara de circunstancias, Una cara adecuadamente contenta, oportuna sin duda en una boda, pero en la que el hombre mayor del coche blanco y azul, que lleva visto mucho, cree entrever también algún sinsabor grande, una contrariedad o una preocupación de peso y muy bien llevada o escondida, como de a mal tiempo buena cara.

El órgano resopla ya el cansado triunfalismo de la Marcha Nupcial, que hace avanzar resueltamente hacia la puerta a novios y cortejo.

Sin despedirse de nadie y apretando el paso, el patrón de El Faro se va a lo suyo para revisarlo todo y atender a los primeros que lleguen.

Desde el campanario y los tejados de la iglesia salta a la calle una embestida más fuerte del levante, un achuchón de la ventolera que sacude el tocado de la novia y que, al otro lado de la ciudad, en la estación ferroviaria, acaba de arrancar una plancha grande de plástico con el anuncio de un brandy y, antes de estrellarla en el suelo del andén, la ha lanzado contra un vagón del exprés a Madrid, recién puesto ya en su vía para la noche.

El hombre mayor del coche blanco y azul paga en ese momento los cafés sin atender la vuelta, sale del bar del Carapapa y camina con su acompañante hasta una de las dos filas que escoltan a la pareja; el novio delante de la puerta luciendo ya en la calle su esmoquin nata, y ella algo más adelantada, impartiendo abrazos y besos. Ahora hace corrillo momentáneo con Irene de Soto, el caballero altísimo y los Juanaca. Y, muy cerca de Pablín, tanto don Antonio el juez como el Gordo Caviedes y su gorila Ramos han de echarse atrás ligeramente para dar paso a los dos hombres del coche, que atropellándolos un poco los dejan a un lado, sin mirarlos, y se acercan a la pareja, esquivando con la cabeza los puñados de granos de arroz. Una fugaz exclamación entre queja y protesta, como en timbre de nena o de falsete, parece haber salido del gordo elegantón, pero el hombre mayor, que lo tiene a la espalda, descarta atribuírsela a él; aunque la vida está hecha de rarezas, así de entrada no es posible pensarle semejante voz a ese tipo.

Los dos hombres del coche blanco y azul están cumpliendo su papel con temple y con el mayor tiento que pueden, aunque a partir de ahora les va a ser difícil, bastante más difícil, mantener esa voluntad de discreción, por pronta y diestramente que actúen.

De momento, el novio parece no comprender o no oír bien lo que le está diciendo ese desconocido tan serio, que se le ha plantado delante junto a uno rubio y más joven. Pablín los ve como figuras de un sueño, de una pesadilla que se está repitiendo y que ahora se los vuelve a poner ahí, también junto al gordo con quien los soñó. Virgi, en cambio, lo entiende todo apenas mirarlos; nunca se va a explicar cómo, pero sabe las palabras dichas a media voz por ese hombre que ahora le muestra a su marido, en el hueco de la mano, una tarjeta o un carné:

—¿Pablo Longaro? Haga el favor de acompañarnos.

En la estación, una limpiadora y el muchacho del quiosco de prensa retiran del andén la chapa del anuncio arrancado por el levante, y de aquí a poco más de cinco horas, pasando en el exprés a contraviento junto al fangal anochecido de Santibáñez, a Gil Rueda, “Ratón”, el encargado más viejo de los coches como por esta línea, le extrañará ver vacío en su vagón 021 —hoy, con sólo otro ocupante de salida— el cuarto compartimiento, que en sus papeles aparece reservado, y con vuelta sin fecha, para dos viajeros de Madrid.

Seguro, y como de costumbre, una pareja, va a calcularse “Ratón”. Una pareja que, según ocurre alguna rara vez, aún puede subirse al tren en la inmediata estación siguiente. O incluso en la otra.

Fernando Quiñones