5 DE NOVIEMBRE
Salvo en lo peor del invierno, Pablín nunca tiene su barco, el “Mariner”, tocando fondo. Ni siquiera pegado a la playa, sino bien afuera, mirando a la Piedra de la Tortuga más que a la punta del castillo de Santa Catalina y, por poco agua que haya, siempre a flote en el ojobuey, la boca del canal enterrado que, con el de Puerto Chico, metió ciudad adentro las velas de Tartessos y Fenicia.
Son casi las cinco y media.
—Después de lo que llovió por la mañana, mucha calma es ésta, lo mismo está guisándose una surestá de las gordas —dice un viejo doblando el diario junto a la puerta del bar.
En la tarde cayente, la quietud de la otoñada adormila La Caleta, y la marea muy vacía, sin viento, casa con el abandono tristón del balneario fin de siglo.
La farera y dos mecánicos anduvieron ayer ajustando la luz del faro y ya van dos noches y dos mañanas que mugió unas horas la vaquita, la sirena automática de la niebla. Por las madrugadas frías y en lo oscuro de la cama caliente, a cualquiera de la ciudad le gusta oír esos mansos avisos intermitentes, la voz del nautófono que la bruma propaga mar arriba, por la Punta del Sur. Pero ahora baja limpio el sol, un sol perla que se deja mirar cara a cara.
Pablín ha echado la mañana en la mar. Menos mal que no llamó a juanaca el Carnavalero, ni a nadie, porque la cosa no se pudo dar peor: mucho frío de pronto, un aguacero de paso pero con ganas, cinco horas para ni tres kilos y del barato. Y eso que la mar parecía prometer hoy cualquier cosa: tenía cara de robalo, como dice Juanaca.
Enfrente de la Escuela Náutica, y desde la caperuza de uno de los faroles sobrantes de la autopista, altos y finos como galgos, la mayor de las gaviotas argénteas proclama graznando, vuelto el pico al cielo, el arribo de la estación más cruda. Lejos, su bandada puntea de blanco el arrecife oscuro de la Punta del Nao y, a la altura del Barro Colorado, pisan y picotean la bajamar dos colleras de chorlitos, tres garzas y, más allá, un flamenco como una desgarbada y rosácea borla de polvera, huésped raro aquí, desviado de los humedales onubenses o gaditanos.
Pablín lleva un día sieso, entre la mañana mala, tan larga además por su emperre en que fuera mejor, y que tampoco ha hecho hoy por los papeles de la boda lo que no puede hacer más que él, ni se ha enterado de cuándo y dónde leche tiene que confirmarlo el obispo. Como va a verla porque está mala, y apareció el tema en la conversación, el párroco de La Palma, el que le han puesto El Príncipe Gitano, le ha dicho a Débora, la hermana de Aníbal, que lo de confirmarse es obligatorio para el casamiento por la iglesia, y Aníbal se cachondea un montón con que Pablín tenga que ir a hincársele al obispo: sabe que eso le apetece lo mismo que sentarse con el culo al aire en una palangana de erizos, según Felipe el de la Frasca.
Hacia los dos castillos, el del diecisiete y el de San Sebastián, aguas, arenas y roquedales caleteros esconden esa equívoca secreción del tiempo llamada Historia, y la van entregando cuando menos se espera, desde una cabeza de resabios egipcios, con melena rizada y barba de taco, hasta el capitel eólico estriado y con lirios, muestra única de la construcción fenicia metida a rito y lucimiento, o un medallón de alegorías astrales rodeándole a la diosa Astarté cara, bucles borrosos y orejas de novilla; una estela de Tánit la Fecunda, la Cruenta, una arqueta con monedas de la ceca de Gades, un juego de ajorcas y zarcillos omeyas, pese a los humildes siglos musulmanes de la ciudad, o un cañón de Trafalgar, de Berbería, de la carrera de Indias, como el que se le enredó en el trasmallo a Pedro Valera el mayor.
Allá en el istmo, y como casi todas estas últimas tardes, el Gordo Caviedes anda muy de buenas en su ático del Paseo Marítimo. Tuvo que salir por la mañana en medio de un frío y un aguacero que cesaron a mediodía, y de los que ni el coche ni Ramos el conductor lo libraron del todo. Pero no aplazar esa cita mereció todas las molestias, ya que en ella le han ido bastante bien al Gordo los primeros tanteos de comisiones al director del banco, con quien había almorzado el martes, para la limpieza de efectivos en dólares, liras, francos franceses y pesetas, e incluso indirectamente se habló ya algo a tener bien en cuenta cara a las graduales y necesarias adquisiciones de peso empresarial, y luego político.
Otro contento para el Gordo Caviedes es que ya hace bastante que casi no lo incordian, ni le mandan gente de compromiso, los de Madrid, los de Marbella o el propio Don Lauro desde Napóles, que il Signore llama poquísimo pero, cuando llama, es de echarse a temblar. Se le está configurando bien la zona andaluza de operaciones, como un largo rombo irregular frente a Marruecos, con la esquina de abajo en el Peñón y las otras en Marbella, Sevilla y Ayamonte, aunque a Huelva le falte todavía un buen agente. Todo un gran espacio nuevo en el que trabajar por cuenta propia al fin, sin tratar apenas con las redes de traficantes españoles. Y se viene también sabiendo nada, o casi nada, de Don Ciccio y los franceses de Tánger; desde luego no fue un chismorreo lo de que llegó la competencia, pero a lo mejor es que andan arreglándoselas por otras playas de más abajo o tirando a Argelia y a la parte de Almería, de Murcia, ojalá. Cuando no a las Baleares, que uno de los tangerinos, el Pierre Danin, se conoce muy bien aquello, tiene una señora casa de mar por Ca’s Catalá, ni a tres kilómetros de Palma, y, cuando Don Ciccio fue su huésped en una escala de América a Palermo, le hablaría de abrir también negocios en Mallorca, cómo no: ¡bueno es el Danin! Pero el caso es que no andan estorbando y que, por otra parte, ese Yanki del Cerro del Moro, que no es yanqui sino de Montúfar, está resultando todo un asentador de la mercancía fina como de la floja, un elemento, incluso exportador, con el empuje del de Sevilla; y que ese Pablín del barco y de la novia fabulosa también se está portando, no debe saber, no sabe que el hermano se pica y que anda con los del Yanki de camello de segunda.
El Gordo Caviedes oye una buena grabación de Cavalleria Rusticana, hojea aprisa la última novela de Le Carré, piensa en qué se pondrá de aquí a un rato para ir al Hotel nuevo, guapamente acompañado como ha de ir a esa cena benéfica de “Paz y Luz”, donde, ya era hora, conocerá a algunas de las primeras autoridades y a otras aves de interés. No es como dicen, y el Gordo Caviedes bien sabe, que pueda comprarse a todo-todo el mundo, no. Pero sí a más de los que parece, eso también lo sabe. Y que, en cualquier caso, jugando a lo mucho que se juega y después de las artes principales, siempre las de avanzar y replegarse a tiempo, hay que ir de señor en todo y con todos, mover atenciones y favores, hay que ver a los de arriba y los de abajo, decirse enamorado del lugar, aspirante a inversor fuerte, y que te crean las dos cosas: hasta nombrar alguna vez, en plan condenatorio, esa palabra mafia que, en verdad e intereses a un lado, siempre le pareció una molesta ordinariez. Todo cuanto valga para alejar sospechas o levantar las mínimas, y con muchos pies de soluciones, si es que se tuercen las cosas.
Pero hasta ahora las cosas marchan, y el Gordo Caviedes le sonríe a las voces de Carla del Fuoco y de Enzo Lucchini en Cavalleria Rusticana. Voces sobredoradas, al fin y al cabo agudas también, como la suya.
En cambio, y en su casa de la calle Barquillas de Lope, Aníbal anda cagándose en la misma leche que mamó: le punza una muela, se ha peleado hoy dos veces con Nani su mujer, a cuenta de las copas, y no acaba de ponerse bien su hermana Débora, que no. El cura ese, El Príncipe Gitano, con su gracia y un punto de borde, hasta se ríe a ratos y la hace reír cuando entra a ver a Débora en la cama. Pero luego se va con la cara larga y, si es que sabe algo, no habla de lo que ella tiene, ni los médicos del Seguro, ojalá no vaya a ser lo peor, un sidazo como el de Rogelito el de los congelados, “mamá está ya con la mosca atrás de la oreja”, le dijo Aníbal a la otra hermana, la que vive en La Isla.
Y, además, que lo de la quema no acaba de arreglarse: un yanqui del que le hablaron no le está pareciendo de mucha confianza a Aníbal para un trabajo como el del Pinar de las Vírgenes. Por lo visto, Pablín sigue no picando en eso ni a nadie se le ocurre quién lo haría, con lo malamente que le sentará a un hombre mayor y hecho a mandar, como don Cayetano, decirle que algo no está cuajando al jefe que sea, cualquiera sabe quién.