3 DE MARZO
Además de sutil y de culta, la mente del Gordo Gaviedes es un tanto juguetona y se entretiene a veces imaginando fruslerías curiosas que ahí se quedan, montajes al fin vacíos como los de los novelistas, populares o experimentales, que ya no tienen más que nombre, paciencia y buen oficio.
En esta tarde gris, de un Marzo que, más que huraño, ha entrado muy de malas, el Gordo distrae con sus especulaciones otro aplazamiento del gran golpe. Piensa que, de todas maneras, con un tiempo tan feo tampoco hubiera podido hacerse nada y ni sale a la mar ningún barco de los que interesan, según le dijo el guardia civil don Cayetano: precisamente ahora va a venir a verlo. Y el Gordo sigue cavilando, así por distraerse, que como tampoco se va a saber cuándo llevará su barco Pablín a esa Playa del Gallego o como se llame (que igual prefiere llevarlo de noche), ni él ni nadie con la cabeza en su sitio iba a estarse a cuenta de los negocios, y por el hecho de vivir ahí, asomado día tras día a la terraza de ese ático en el Paseo Marítimo, con un chisme pegado a las pestañas, para ver costear la playa grande al primer barco de los tres de la suerte, el “Mariner” (¿o quizá leyó “Marine” cuando ha salido en él de pesca?). Bueno: pasar por allí enfrente, sí que tiene que pasar, bien se lo ha dicho ya al Gordo Caviedes el civil, e incluso le detalló (y quién se acordaría ya de eso) que desde esta terraza puede divisarse el barco casi en cuanto deje La Caleta y doble la Punta del Sur poniendo proa al largo, a Camposoto, para echarse luego de un jalón a la altura de Santibáñez y de la tal Playa del Gallego. Hasta le ha dicho don Cayetano al Gordo que Pablín le puso al barco ese nombre porque al muchacho le gustó un serial de la tele donde nunca pillaban a los americanos del contrabandeo, y el barco de ellos se llamaba así.
Pero en cualquier caso, aunque el “Mariner” fuera a cruzar por allí hoy mismo o mañana, e incluso se supiera a qué hora, él, el Gordo Caviedes, cómo iba a estar pendiente de ese barco. No, no, el Gordo no está en nada, no sabe nada; don Cayetano Fran, que acaba de bajar del autobús Dos y lucha con el aire en contra acercándose al edificio, ya se lo aprendió a fondo: que el Gordo Gaviedes ni sabe ni se mete en nada. Y todavía menos cuando ya están en marcha los trajines, o cuando hubo algún fallo, como los de la Operación Trino. El Gordo, eso sí, se piensa los trabajos al dedillo. Sin que ni lo sepan ellos, sondea a su manera hombres y mujeres para cada movida, escoge a ésta y deja a aquel, señala detalles, responsables, y ya no se hace ver ni mueve un dedo. También en Argel, en “Francexport”, la oficina-tapadera montada por el Signore Lauro en Rue Thubaneau, 41, aprendió que, tanto si las cosas salen mal como si bien, lo más difícil, luego, es siempre echarse a un lado, y echar a los que importan.
“Y cómo vive éste —piensa don Cayetano en el ascensor del edificio, camino ya del ático—: qué arte de no dar la cara el cabrón”. Y se acuerda de cuando iba en pareja dando la cara y la espalda y los costados, tantos años antes de poder sentarse en una mesa chica de cuartelillo, y luego en una de Comandancia. Más de un jefazo le amargó la vida pero, se le ocurre ahora al hombre, quién sabe si habrá también gente, ¡tiene que haberla!, que, antes o después, lo mandoneen y le pidan cuentas a este gordo tan mentadísimo. Tan listo.
En el salón del ático del Paseo Marítimo hay un mural de Cherbuy y un dibujo grande de Cortés con el marco muy ancho, que ya estaban ahí cuando el Gordo Caviedes tomó el apartamento. Temblando a rachas con las ráfagas tormentosas como si fuera a romperse, la cristalera corrediza abarca un grandísimo espacio de mar abierto, que hoy, de un modo más perceptible que precisable, enseña su condición atlántica, de océano, craso en ese vasto gris sombrío, en lo ancho de la playa y en el ventarrón mojado, en el largor y las arremetidas de la marejada que detona y se eleva abriéndose en polvo de agua sobre las murallas, al sur del casco antiguo.
Con prismáticos, y aun sin ellos si los ojos son buenos, desde el ático del Gordo Caviedes se avista toda esa Banda de Vendaval, en el Campo del Sur los tonos pastel pálido de las casas añejas como intimidadas hoy por el mar de tempestad. Tras sus campanarios blancos, la cúpula mayor de la Catedral le planta cara al suroeste en cabreo, adelanta hacia el oleaje revuelto su media yema amarilla con sus ángeles y sus santos. Desde la alta muralla chorreada, parece que va a entreverse el fondo por las honduras turbias entre golpe y golpe de mar. Algún eco de los más fuertes retumba y suena hasta en la cripta catedralicia, allí donde el salitre crece, indistinto, entre las cenizas tapiadas: las del literato y el obispo memorables y olvidados, las del músico que volvió de lejos, las del fraile reverso de Francisco el de Asís, figurón del fanatismo y la intolerancia vociferados como virtud.
Un tiempo como este fue el que sacó para afuera, y en la misma tarde, a un par de los ahogados de la Operación Trino con la cara comida por los peces, dos de los cuatro hombres pringados hasta las cejas en aquel mal paso. Al Gordo Caviedes, que no vio más que a uno de ellos y en vida, le molesta, le pesa y aún le atemoriza tomar ciertas determinaciones, claro que sí. Pero sabe muy bien lo que hay que hacer y cómo hacerlo, apenas asoman la nariz señales de traición o indicios de alto riesgo.
En el puerto, hoy sólo con dos buques de talla, un enjambre de mástiles chicos se refugia y aprieta en sus amarraderos del Náutico, aunque la bahía no está más que enfurruñada; lo peor del temporal se lo frena el istmo, si bien no lo deja la pleamar, justo por el tramo de Santibáñez, más que en unos metros de carreteras, vía y playa.
Sin nadie, fosca y sucia al oeste del casco viejo, La Caleta desmiente sus estampas de pleno verano, julio, agosto, cuando el verdoso y el añil de las mareas altas aprietan contra las murallas bermejas un arenoso campamento multicolor de sombrillas y toldos, los bañistas motean el oro del solazo en el agua y arde un mar asaltado de cuerpos en sudor, de velas y de voces. Ahora, las embarcaciones se acurrucan en seco a lo largo del murete entre el bar y el club, y, con semejante oleaje y la pleamar, no hay por la otra parte quien ponga un pie diez pasos más allá de la Puerta Vieja.
En el ático del Gordo Caviedes, hay que salir a la terraza de servicio para atisbar la bahía, y a don Cayetano, que la entrevió al entrar, le hubiera gustado echarle una ojeada desde tan alto. Pero, aunque el Gordo se dio cuenta, no se lo ha ofrecido porque va a fastidiarle bregar con el viento y porque el recién llegado tampoco es como para molestarse aunque sepa lo suyo, que no es poco y le viene de los años de servicio, y sirva para lo que sirve, que no lo hace mal, información y coordinación, con el punto bueno, además, de que la ley no va a desconfiar de él así como así, hasta teniente que fue Cayetano Fran García, flor de la Guardia Civil, ay pesadilla y flagelo de gitanos de alhelí.
Pero, ahora, de terrazas y de vistas de pájaro, nada: lo que hay que hacer es hablar de cómo va todo y, un poco, de los pasos siguientes. Hablar. Así que el nuevo gorilón fijo del Gordo Caviedes, Ramos el de Valladolid, que se había pasado por el ático a tomar café, se va a pedir otro a la cafetería de abajo y a echarle un vistazo a los frenos del Olympia ya que, por muy fijo que Ramos sea, nadie tiene por qué enterarse de lo que habla el Gordo Caviedes cuando habla de trabajo y, mejor, ni con quién habla. Si lo sabrá él que es mejor. Como sabe que, a no ser que la hayan situado más abajo o en el Mediterráneo, esa otra zona de operaciones montada por Don Ciccio con los de Tánger, no va a estarse siempre de brazos cruzados, y que los de Marbella, y aun el Signore Lauro, se confían a veces algo o bastante más de la cuenta. Pero él, el Gordo Caviedes, se sigue sintiendo firme: vuelve a acordarse de que, por la parte que le toca, no ha caído en errores y de que Napóles lo sabe, como sabe que son bien largos los servicios y beneficios anotados a él por el Grupo, según gusta el Signore de llamar a su organización, ahora con esta nueva área que sumar a las de Argel y Caltanisetta, Atlantic City, Dakar y Palermo, la fortaleza de Don Ciccio.
Así pues, como don Cayetano está al llegar, Ramos el guardaespaldas ha salido, no hay ya ni que decírselo. Y es lo mejor. En Marbella, al final, el Gordo Caviedes anduvo incómodo con Rossano: metía demasiado la nariz en las cosas. No fue tan fácil devolvérselo al Signore a Napóles, y sí una contrariedad tener que hacerlo, porque Rossano era hombre de mucho oficio, hablaba ya bastante español y valía para todo. Pero el Gordo llegó a sentirse como vigilado y, alguna vez, hasta un poco interferido por él; Rossano, a la larga, le pareció, o era, bastante más que un simple hombre de defensa y ayuda.
Apenas entrar en el ático, don Cayetano acepta un güisqui corto, con agua, y nota que hoy no se oyen cantos de ópera en el salón, como se oyen casi siempre. Él ya sabe lo mucho que esos cantos le gustan al Gordo Caviedes, y sabe que son de la ópera porque suenan al estilo, clavado, de los italianos que cantaron en el Gran Teatro Falla cuando el Gordo le encargó dos entradas para la ópera y él puso en la cola de la taquilla, desde las seis de la mañana, a un niño de Paquiqui el de los ciegos. Después, don Justo el de la Diputación llevó a la Residencia de los viejos seis anfiteatros de balde, para lo mismo, y don Cayetano aprovechó el del Corvina, que resultó uno de los agraciados con esas entradas en el sorteo celebrado en el patio de la Residencia, pero fue el único en no querer ir a la ópera, aunque luego abandonaran el Gran Teatro todos los viejos, y don Cayetano también, en cuanto acabó la primera parte, hay que ver: las colas desde por la noche, dos mil pesetas lo más barato, tanta fama, tanto con la ópera, y era eso.
Cuanto tienen que hablarse hoy don Cayetano y el Gordo Caviedes, no es que sea mucho, pero es de sustancia. Lo abre una introducción neutra sobre el mal tiempo, y el visitante, que es muy capillita de la cofradía del Prendimiento, se alegra de que ese mal tiempo descargue ahora con ganas y no vaya a mojar la Semana Santa, “que toda no se la lleva Sevilla y eso aquí tiene su aire, una solera grande, y es mucho más tranquila, mire usté”. Ya en los temas de negocios y al revés de lo que podía esperarse, el jefe adelanta primero algo, muy poco, de lo que vendrá o hay que hacer. Y luego informa el recién llegado.
Don Cayetano explica que, para meterle fuego al Pinar de Las Vírgenes, siguen no dando con quién, aparte quizá un drogata, un yonqui de fuera y bajuno, que a Aníbal no le parece malamente aunque dice que tiene cosas raras y, sobre todo, eso, que es un extraño por los cuatro costados. Don Cayetano se lo repite bien al señor Caviedes porque sabe que él prefiere, para lo que sea, a gente de familia, parientes, algún amigo íntimo: una piña maciza de confianza. De todas maneras, Aníbal ha estado dos veces con ese yonqui forastero y no le parece mal, pero tampoco bien-bien. Esta noche podría saberse si traga con el trabajo del pinar, y luego es cuando el señor Caviedes lo vería como casualmente, y decidiría si le resulta o no como para hacer una cosa así.
Otro asunto es el de su sobrino Pablín, el alquiler largo y sin él del “Mariner”, que eso está hecho del todo y ya hasta se pasó por La Caleta, hace mucho, un especialista como el que el señor Caviedes quería, un técnico de la Citroën, a ver si el barco puede correr bien en alta mar, cuánto y con qué aguante y sin fallos previsibles, que sí que puede, y aún le echará otra revisión ese hombre cuando llegue el momento. Además, y al igual que de los dos últimos alijos traídos por Pablín, notifica don Cayetano que el Yanki del Cerro del Moro quiere la mitad de lo que entre, cosa contra la que el Gordo Caviedes asesta sin hablar, de cabeza, un solo y terminante no, porque, aunque otras veces salió bien lo de ir a medias, ésta sería demasiado, que es muy grande el pase.
Queda el informe de los del Estrecho. Saben seguro, y lo confirmó Myra, la mujer de confianza en Tarifa, que ya llegó a la Rama Naval ese control nuevo, la pantalla capaz de detectar el número y posición de las veinte o treinta embarcaciones que, en las noches de oscurana y buen tiempo, cruzan el Estrecho a escondidas. Pero el invierno no distingue qué tipo de barco será ése ni qué llevará aquel otro, y como la vigilancia y el patrullaje no dan abasto ni pueden con más de cuatro o cinco capturas por noche, irse a por ésas es como jugar al bingo, señor Caviedes: lo primero que apresan lleva a lo mejor un capital en droga, pero lo que cae luego es una paterilla con unos cuantos africanos desmayados que no traen más que molestias y gastos. Y, lo principal, que por cada barco que cae hay cuatro o cinco que se escapan y pasan, señor Caviedes. Pero lo mismo viene la cosa malamente, eso sí, usted dirá si es mejor seguir rebajando más lejos del Estrecho, como hasta ahora.
En Tarifa, el poeta Juan Jesús Suso trabaja en Comandancia con Myra, quien no lo puede ver ni en pintura. Ha publicado en La Línea el fino poemario Heraldos de mis carnes (quienes, bella y sorprendentemente, resultan al final ser sus tres pequeñuelos), edición a la que sumó su Pregón de Fiestas 1979 para la Virgen de la Luz, y cuenta lo de ese nuevo control de un modo algo, tal vez bastante más, retorcido. Dice el Suso o, según Myra, te enrolla, aunque sin correr:
—A nuestro Estrecho gibraltareño, que es una junta de la Historia, de los puntos cardinales y los vientos de la Rosa, de las razas y de los mitos, nos lo convierte ese invento, las noches de verano sin luna, en el tablero de un juego por dinero y a ciegas, señores, en un parchís de agua con fichas enemigas, un ajedrez de luces apagadas y de turbias señales, por cada una de cuyas orillas mueven los jugadores sus azarosas piezas.
Don Cayetano, que anduvo hace dos meses a husmear por allí el ambiente, que se lo oyó por casualidad en el Café Cádiz, de Tarifa, y que encontró al poeta Suso entre pesado, maravilloso y carajote, se dispone ahora, hablado ya todo lo hablable, a terminar su visita.
Cada vez que el Gordo Caviedes se levanta como diciendo “Se acabó”, don Cayetano se pone en pie y toma el sobre que casi siempre se le entrega para los gastos y para él mismo; gracias a que la experiencia da para mucho, ni al dueño de casa le resulta violento tal sistema, ni se lo resulta a don Cayetano su informante, que enseguida tira hacia la puerta. Eso es lo que acaba de hacer, pero no sin que lo detenga un momento, en la cristalera temblona, la vista del mar de tormenta. Mira a su izquierda, hasta el fuerte de La Cortadura, y al otro lado luego, al suroeste y a lo suyo: la ciudad vieja anubarrada, el camino del arrecife, ahora con algún fusilazo cárdeno y un tronar lejano como de tablones cayendo y retumbando allá cerca del faro, donde la arena clarea en una playa minúscula, pegada al camino del castillo y que no estaba allí hace diez, doce años.
Ya en la puerta, don Cayetano Fran se fija de paso en un libro raro abierto en el sofá del tresillo, un libro con manchones a color en la portada, y se acuerda otra vez del poeta Suso porque el Gordo Caviedes, con esa voz como de cachondeo, esa voz de pito o de nena, le ha dicho que era un libro de poesías.