8 Los detalles
Hace algunos años escuché una historia real que me resultó inquietante, misteriosa y extraña porque en parte versaba sobre el poder del relato —y de los detalles—. Tal vez la razón por la que continúa intrigándome es que no he acabado de entenderla del todo.
Me la contó un amigo cuya labor creativa se basaba sobre todo en la narración de versiones de su propia vida, motivo por el cual fue contratado por Esalen, el instituto New Age de Big Sur (California), para dirigir un taller sobre narrar historias reales. Los alumnos habían sido seleccionados a partir de cartas de solicitud en las que demostraban que tenían una historia real que contar. El objetivo del curso era ayudarlos a encontrar maneras de contar mejor sus historias.
El primer día de clase, mi amigo pidió un voluntario, y una mujer alzó la mano. En cuanto ella comenzó su relato, mi amigo recordó su carta de solicitud. La mujer había perdido una pierna en un brote de cáncer infantil, pero había salido adelante y se había convertido en campeona mundial de esquí en la categoría de descenso. Su historia daba cuenta de la pérdida y el triunfo sobre la adversidad, pero no trataba sólo del cáncer y la mutilación, sino de otras afecciones de salud que habían puesto en riesgo su vida, pero que ella había logrado superar y que la habían hecho más fuerte. De hecho, dedicaba su vida a incentivar la motivación personal, haciendo recobrar la confianza a vendedores quemados y directivos asqueados a través de un mensaje que infundía ánimo y que se basaba en su propia experiencia: «Si yo lo logré, tú también puedes hacerlo».
Acabada su historia, mi amigo le preguntó si alguna vez había deseado ir a cualquier lugar y gritar. La mujer contestó que no. No tenía ningún interés en gritar. De hecho, era bastante importante para ella no estar en contacto con su parte oscura.
En la segunda clase, uno de los estudiantes se ofreció voluntario para empezar. El hombre había sido asesor de inversiones y agente de bolsa, alguien que había ganado millones y que había dejado su carrera en las altas finanzas para dedicarse a seguir talleres espirituales por toda California. Esperó hasta que la sala quedó en completo silencio y, entonces, como en un gruñido, pronunció algo que describía muy gráficamente determinado acto sexual que, según aclaró, le gustaba practicar con su esposa. Del principio del relato, o lo que fuera, se deducía que iba a ir al grano, que su historia no sólo sería confesional y pornográfica sino algo agresiva.
Y efectivamente comenzó a contar una historia extremadamente confesional, pornográfica y (según mi amigo) violenta sobre su vida sexual con su esposa. Mi amigo me ahorró los detalles, pero me dijo que la historia estaba tan bien contada que no pudo moverse ni casi respirar mientras aquel hombre estuvo hablando. Cuando acabó, la clase entera permaneció en silencio y, sin saber qué hacer, mi amigo decidió adoptar lo que él llamó una «actitud técnica» y decirle al relator que había contado muy bien su historia.
La clase se revolucionó. Algunos de los participantes estaban furiosos, especialmente las mujeres, varias de las cuales intentaron explicar por qué estaban tan soliviantadas y por qué habían recibido aquella historia no sólo como algo pornográfico, sino como una simple agresión. El relato revela algo sobre los modales, la psicología del tabú, del sexo y de la confesión que llevaba a considerar permisible (e incluso comprensible) contar una historia sobre cómo aquel hombre atormentaba a su esposa, pero escandaloso que describiera cómo practicaba el sexo con ella en muchas situaciones extrañas. Supongo, sin embargo, que tampoco puede culparse a los estudiantes de quejarse por pagar un curso en donde se veían de repente como trabajadores de sexo telefónico no remunerados.
Aquel hombre había provocado la reacción de la clase intencionadamente, además de dar trabajo extra al profesor. Y ahora se había sentado con los brazos cruzados: satisfecho, encantado.
El tercer día de clase, la mujer de una sola pierna quiso contar otra historia. Dijo que era una confesión, algo que no había dicho a nadie más que a su psicólogo. El hecho era que había mentido cuando contó cómo había perdido su pierna. La verdad tenía que ver con su hermana, una persona profundamente malvada, y con el gato negro de ésta, el cual (cuando ella era niña) le mordió en una pierna: una herida a la que ella no quiso prestar atención y que acabó infectándose y ulcerándose.
Una noche, durante una cena familiar (situación siempre tensa, porque a su padre le encantaba comer carne y su madre era una vegetariana radical), el padre empezó a dar gritos diciendo que el comedor apestaba y que era a causa del maldito tofu de la madre. Por supuesto, no se trataba del pastel de alubias y tofu, sino más bien de la pierna de su hija, que se había gangrenado y tuvo luego que ser amputada.
Muchos lectores albergarán ciertas dudas sobre esta historia, como yo las tuve al escucharla. No obstante, mi amigo me aseguró que, aunque la mujer dijo aquello sin demasiada convicción, no hubo nadie en la clase que no creyera cada palabra.
Finalmente, la mujer se dispuso a contar el final de su historia. Esperó unos compases. Después sonrió y pidió disculpas por haberse inventado la historia del gato. Por un momento, la clase quedó verdaderamente estupefacta. Al fin y al cabo, lo que había contado era algo bien extraño. Como extraño fue que los reunidos aceptaran el nuevo argumento de buena gana y con buen humor.
Todos excepto el hombre que había relatado la historia pornográfica. Éste se puso de pie y dijo que les habían tomado el pelo, que les habían jugado una mala pasada, que les habían engañado y eso, francamente, no le gustaba nada. Añadió, además, que mi amigo, el director del taller, no era otra cosa que un mal actor. El hombre abandonó el aula y, de hecho, se fue del instituto Esalen al día siguiente.
Desde que Scherezade salvó su vida contando al esposo los cuentos de Las mil y una noches no ha habido prueba tan concluyente del poder de la ficción. Es curioso lo valiente que fue esa mujer al usar una historia sobre su discapacidad como si fuera un misil guiado por el calor, una certera arma de represalia. Lo que no alcanzo a comprender yo misma es cómo pudo saber lo bien que funcionaría su plan, cuando en realidad podría no haber funcionado en absoluto; sinceramente, tampoco comprendo por qué el hombre del relato pornográfico pudo recibir la historia del gato como una alusión a él, como si se le estuviera atacando.
No cuento esta historia para disgustar al lector con sus aspectos más inquietantes; tampoco para animar a aquellos (yo incluida) que han trabajado en la soledad de sus estudios preguntándose si lo que están escribiendo tiene algún sentido o puede hacer algo, si realmente interesa a alguien... La traigo aquí a colación por algo que me comentó después mi amigo. En su opinión, la única razón por la que la clase creyó la falsa historia de la mujer (un cuento gótico el mordisco fatal de un gato) fue el detalle sobre el gusto del padre por la carne y la pasión por el tofu de la madre.
«Puedes creerme», me dijo mi amigo. «Dios está realmente en los detalles.»
Si Dios está en los detalles, todos nosotros deberíamos creer que, en profundidad, la verdad también lo está. O que, tal vez, ese Dios es la verdad. Son los detalles los que nos persuaden de que alguien está diciendo la verdad, cuestión ésta que todos los mentirosos saben demasiado bien y de manera instintiva. Los malos mentirosos se concentran en los hechos y las cifras, las evidencias confirmadas, las inverosímiles digresiones que acaban en callejones sin salida; en cambio, los buenos mentirosos (al menos, los mejores) saben que el preciado detalle es lo que primero salta a la vista de una historia y nos dice que nos relajemos, que podemos dejar a un lado nuestro aburrido empeño adulto en jugar a jueces y jurados y convertirnos de nuevo en niños confiados, escuchando el evangelio de conocimiento que va creciendo sin una sola duda o temor.
Y qué alivio experimentamos cuando un detalle nos tranquiliza y nos indica que el escritor es cabal y que no nos está tomando el pelo. Imaginemos que nos mostramos un poco incrédulos ante la situación en que Gregorio Samsa se despierta en su cama tras una noche de pesadillas para encontrarse a sí mismo convertido en algo así como un enorme escarabajo; en La metamorfosis, Kafka nos dice, «No soñaba, no», pero ¿por qué habríamos de creerlo? La descripción de la anatomía del insecto es la siguiente:
Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas sí podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.
Los detalles parecen convincentes, pero también podríamos pensar que estamos leyendo el guión de una película japonesa de monstruos o un pasaje de ciencia ficción escrito por algún brillante y a la vez delirante autor novel. No será hasta que Samsa inspecciona su habitación, «una habitación de verdad, aunque excesivamente reducida», cuando se desvanezcan nuestros últimos resquicios de sospecha y pasemos poco a poco a convencernos de que no es un sueño, sino el mundo real, por más que alucinante, de una obra maestra de la literatura.
Presidiendo la mesa, sobre la cual estaba esparcido un muestrario de paños —Samsa era viajante de comercio—, colgaba una estampa hace poco recortada de una revista ilustrada y puesta en un lindo marco dorado. Representaba esta estampa una señora, tocada con un gorro de pieles, envuelta en una boa también de pieles, y que, muy erguida, esgrimía contra el espectador un amplio manguito, asimismo de piel, dentro del cual desaparecía todo su antebrazo.
Esta «estampa» es el detalle perfecto, a la vez sorprendente, inesperado, inventado, impredecible, pero completamente plausible, riguroso (aunque algo juguetón) y pertinente (sobre todo en su simbolismo más intencionado y destilado). La estampa de esa señora envuelta en pieles, arrancada de la revista, es exactamente lo que todos imaginamos que un viajante de comercio elegiría para alegrar su habitación de soltero; algo sexy, a su manera, pero no tanto como para que la criada repare en ello al limpiar la habitación. Y creyendo en esta estampa empezamos a creer en Samsa y en la posibilidad de que se haya convertido realmente en una enorme cucaracha. También combina este detalle una convincente y descarada mezcla de ironía y verosimilitud, ya que el osado subdetalle del antebrazo oculto dentro del manguito es casi demasiado perfecto, demasiado concreto, como para hallarse en la habitación de un hombre que tiene un considerable problema con su aspecto anatómico y una seria duda sobre la especie animal a la que pertenece.
Los grandes escritores construyen elaboradamente sus ficciones con pequeños pero significativos detalles que, pincelada a pincelada, dan forma a esos cuadros narrativos que espera conseguir el artista, las realidades extrañas o familiares con que espera convencernos: detalles del paisaje y la naturaleza (las realidades biológicas del mar y de la ballena, en Moby Dick), del clima (la niebla al principio de Casa desolada, de Dickens), de la moda (los maniquíes en la obra de Bruno Schulz, las pulseras de hospital que todavía llevan los clientes del bar de perdedores en Hijo de Jesús, de Denis Johnson), de la decoración doméstica (el antiguo molde para tartas de boda en la habitación de Miss Havisham en Grandes esperanzas, de Dickens), de la comida (el espantoso bufé escandinavo de caramelos en El arco iris de gravedad, de Thomas Pynchon), de la botánica (la planta de Sedum de la madre de Colette), de la música (el estribillo que obsesiona a Swan en Por el camino de Swan), del deporte, del arte y de todo aquello con que los seres humanos expresamos nuestra compleja individualidad.
A menudo, un detalle bien elegido puede decirnos más acerca de un personaje (su estatus social y económico, sus esperanzas y sueños y la apreciación que tiene de sí mismo) que un largo pasaje explicativo. En Franny y Zooey, de J. D. Salinger, el albornoz de Bessie Glass no sólo describe su personalidad y todo su estilo de vida, sino que transmite también una considerable cantidad de información sobre su familia, específicamente sobre la lucidez y cariñosa ironía que tanto aprecian sus hijos, y con las que conversan y tratan a su madre y entre sí.
Llevaba su habitual vestimenta casera —lo que su hijo Buddy (que era escritor, y que, por lo tanto, como dijo nada menos que Kafka, no era una buena persona) llamaba su uniforme de prenotificación-de-muerte—. Consistía básicamente en un viejo kimono japonés azul noche. Lo llevaba casi invariablemente por casa durante el día. Con sus muchos pliegues de aspecto ocultista, servía también como depósito para sus avíos de fumadora empedernida y aficionada al bricolaje; le había añadido dos enormes bolsillos en las caderas que solían contener dos o tres paquetes de cigarrillos, varias carteritas de cerillas, un destornillador, un martillo sacaclavos, una navaja de explorador que había pertenecido a uno de sus hijos y un grifo de esmalte o dos, además de un surtido de tornillos, clavos, goznes y cojinetes de bolas, todo lo cual tendía a hacer que la señora Glass tintinease débilmente cuando se movía por su amplio piso. Desde hacía diez años o más, sus dos hijas habían conspirado a menudo, aunque en vano, para tirar este veterano kimono. (Su hija casada, Boo Boo, había sugerido que quizá fuese preciso darle un golpe de gracia con un instrumento romo antes de echarlo al cubo de basura.)
Aunque suelo evitar la inclusión de marcas en mis narraciones (resulta una manera perezosa de «situar» a un personaje, y nada hace más caduca una obra que, por ejemplo, utilizar una referencia a una marca de ropa del hogar que hoy ya no existe), es cierto que ciertas elecciones del consumidor pueden transmitir una gran riqueza de información. Todo el mundo ha escuchado programas de radio en los que se asocian ciertas marcas a determinados estilos de vida y connotaciones socioculturales. Una vez oí a un hombre llamar a su hermano para preguntarle si tenía que comprarse un Jeep rojo o un Mazda Miata rojo, pregunta a la que agudamente se le respondió algo así como: «Vale, dime una cosa, ¿cuándo tendrás los papeles del divorcio?».
Al principio del relato «Access to the Children», de William Trevor, sus protagonistas, Malcolmson, «un hombre apuesto y alto con un traje de tweed verde que necesitaba un planchazo», llega a un edificio (presentimos que no es su casa) en un automóvil Volvo de unos diez años de antigüedad. ¿Qué tipo de persona conduce un Volvo de diez años? No un hombre tremendamente rico, pues se habría cambiado ya el coche y no llevaría un traje arrugado. Tampoco alguien muy pobre, que conduciría un vehículo aún más viejo y menos glamuroso. ¿Y el Volvo? Es un automóvil familiar, lo cual se suele asociar con un tipo de hombre distinto de aquel que aceleraría en las curvas subido a un Lamborghini. Todo lo que se nos hace saber de Malcolmson confirmará nuestra primera impresión. Es un hombre sin demasiada suerte que bebe quizá demasiado. Ha estado casado (días de oro del Volvo), pero ahora está divorciado y se dispone a pasar el domingo con sus hijos, día de su visita legal de fin de semana.
Incluso los escritores que consideraríamos que están por encima o más allá de los detalles, los que parecen más preocupados por las excentricidades del lenguaje y los aberrantes estados de conciencia que por las escenas naturales y los diálogos verosímiles, incluso ellos tienen en cuenta los detalles. El mismo Samuel Beckett escribió (casi en los mismos términos que hiciera Chéjov un siglo antes) que «en lo particular está contenido lo universal». El detalle de las dieciséis piedras que Molloy se pasa de un bolsillo a otro mientras intenta chuparlas, o las muletas que sujeta a su bicicleta emergen como perfilados y puntiagudos islotes en la inquietante y a la vez divertida novela que es Molloy.
Como muchos escritores, Chéjov llenó su cuaderno de notas con extensas observaciones filosóficas y sobre la vida en general (el tipo de ideas que nunca aparecen en sus obras, excepto para formar parte de la mente de algún personaje, tanto del presuntuoso como del crédulo, del desilusionado o del esperanzado a punto de desilusionarse), pero también con esa clase de trivialidades que luego podía volcar en sus relatos y obras teatrales: «Un dormitorio. La luz de la luna brilla tan intensamente al filtrarse por la ventana que incluso los botones de su pijama son visibles» y «un pequeño escolar llamado Tractenbauer». Sus cartas acentúan la importancia del detalle sencillo y bien elegido:
Las descripciones de la naturaleza deben ser breves y a propos. Deben dejarse a un lado lugares comunes del tipo: «El sol poniente, sumergiéndose en las olas ya oscuras del mar, inundaba de un oro purpúreo, etc., etc.», «las golondrinas, volando sobre la superficie del agua, piaban alegremente». En las descripciones de la naturaleza hay que fijarse en los pequeños detalles y reagruparlos de tal manera que el lector, cerrando los ojos, vea el cuadro delante de él. Por ejemplo, podré comunicar la impresión de una noche de luna si escribo que en el dique del molino un casco de botella centelleaba como una estrella y la sombra de un perro o de un lobo rodaba como una peonza, etc.
Cuando escribo: «El hombre se sentó sobre la hierba», resulta comprensible, porque es claro y no retiene la atención. Por el contrario, resulta pesado para la cabeza y poco comprensible si escribo: «Un hombre alto, de pecho hundido, estatura mediana y barba pelirroja, se sentó sobre la hierba ya pisada por los paseantes; se sentó sin hacer ruido, tímidamente, mirando a su alrededor con temor». Ese pasaje tarda en entrar en la cabeza y la literatura debe entrar de golpe, en un instante.
No podemos pensar en los relatos de Chéjov sin recordar sus detalles: uno de los más famosos es el de la tajada de sandía que Gurov come en la habitación de hotel de Anna Sergeyevna, en «La señora del perro». En la misma narración observamos los oscuros ojos marrones de la esposa de Gurov; los impertinentes que Anna pierde la tarde que pasa con Gurov; el esturión que los amigos suponen en mal estado; los numerosos detalles con los que Chéjov describe el teatro de provincias donde Gurov vuelve a ver a Anna; el pelo canoso que se descubre Gurov al mirarse en el espejo; la valla exterior de la casa de Anna, etc.
Son algunos de sus relatos menores los que contienen los detalles más sensacionales; por ejemplo, la tabla de planchar, la plancha y la patata ensangrentada en la escena culminante de «Un asesinato». Matvei, un pobre trabajador de una fábrica y fanático religioso, ha estado discutiendo sobre dinero y religión con su primo Yákov, modesto propietario de una posada y también religioso, aunque con otro tipo de fanatismo. Matvei vive en la posada con Yákov, la hermana de éste, Aglaia, y la hija de dieciocho años, una discapacitada psíquica llamada Dashutka. Todos odian a Matvei, y éste también a ellos. En cierto momento, Matvei está en la cocina, pelando unas patatas hervidas «que, probablemente, tenía guardadas desde la víspera». Una página después, Yákov ha pasado por una breve pero intensa crisis espiritual sobre cuestiones como la fe, la duda y el arrepentimiento, y observamos a Matvei «sentado en la cocina ante una escudilla con patatas que estaba comiendo ... Entre la estufa y la mesa ante la que Matvei se encontraba, habían puesto una tabla de planchar sobre la que había una plancha fría».
Matvei pide a la esposa de Yákov, Aglaia, un poco de aceite para las patatas, una petición de lo más cotidiana y simple, si no fuera porque estamos en Cuaresma y el aceite es una de las cosas cuyo consumo restringe el ayuno ritual. Yákov le dice en voz alta a Matvei que no puede tomar aceite; ambos se increpan uno al otro llamándose hereje y pecador y se conminan a arrepentirse. A ello sigue una refriega, y la hermana de Yákov, pensando que éste está en peligro, coge la botella del aceite:
...cogió la botella del aceite y la descargó con todas sus fuerzas sobre la sien de su odiado primo. Matvei se tambaleó y su rostro adquirió al instante una expresión de tranquilidad e indiferencia. Yákov, jadeante y excitado, satisfecho de que la botella hubiese producido, al tocar con la cabeza, una especie de graznido, como si fuese un ser vivo, lo sujetó para evitar que cayera, y varias veces (eso lo había recordado muy bien) señaló a Aglaia la plancha con el dedo. Y sólo cuando la sangre corrió por sus manos y se oyó el sonoro llanto de Dashutka, cuando la tabla de planchar cayó con estrépito y sobre ella se derrumbó pesadamente Matvei, Yákov sintió que su ira se desvanecía y comprendió lo que acababa de suceder.
—¡Que reviente el garañón! —exclamó Aglaia con repugnancia, sin soltar la plancha. El pañuelo blanco, salpicado de sangre, se le había deslizado hasta los hombros y sus grises cabellos estaban revueltos—. ¡Es lo que se merecía!
Era un cuadro terrible. Dashutka, sentada en el suelo junto a la estufa y con la madeja entre las manos, sollozaba y no cesaba de hacer inclinaciones, repitiendo a cada una de ellas: «¡Ay, ay!». Pero nada producía a Yákov tanto horror como las patatas cocidas manchadas de sangre que temía pisar. Había también algo espantoso, que le oprimía como una pesadilla y representaba un peligro mayor, aunque en un principio no podía comprender de qué se trataba: era el cantinero Serguei Nicanórich, que estaba en el umbral muy pálido y contemplando horrorizado lo que había sucedido en la cocina.
«Pensamos en generalidades», escribió Alfred North Whitehead, «pero vivimos en los detalles». A lo que yo añadiría: recordamos a través de los detalles, reconocemos por los detalles, identificamos y recreamos desde los detalles (la policía rara vez pide a los testigos una vaga y general descripción del sospechoso). Cuando estudiaba primaria, un día mi hijo quiso recordar un mito griego; le sonaba algo relacionado con unas «semillas de granada». Al final imaginamos que se refería a la historia de Perséfone: nada del rapto por Hades, nada de su estancia en el inframundo, ni de la pena que inundó a su madre, tan intensa como para hacer cambiar el curso de las estaciones. Mi hijo se refería a un detalle que yo misma había olvidado: el número de meses al año que Perséfone acordó pasar con su esposo en el mundo subterráneo coincidía con las semillas que comió mientras estuvo allí anteriormente.
Una marca típica del escritor competente y de grandes recursos, aunque no sea de primera línea, es que a menudo puede ser capaz de recordar vivamente un detalle de una novela, pero no el resto del libro, ni siquiera su título exacto. Podríamos recordar una escena de una novela de intriga de Elmore Leonard en que la madre de Teddy Maestyk da de comer a su papagayo ofreciéndole el alimento con su propia boca, pero quizá no recordaríamos si era el libro en que tantos personajes parecen morir defenestrados.
Si llegáramos a dudar de cuánto podemos confiar en nuestra memoria para el detalle y de lo mucho que contribuye a que nos introduzcamos como lectores en una historia, consideremos el valor que tiene el sombrero de la madre de Julián en el relato «Todo lo que asciende tiene que converger», de Flannery O'Connor: «Era un sombrero espantoso. El ala de terciopelo morado bajaba por un lado y subía por el otro, y el resto era verde y parecía un cojín del que escapara el relleno». Una vez más, nos encontramos con el detalle perfecto, el sombrero perfecto para la madre de Julián, un adorno que es, al igual que ella (según Julián), «menos cómico que patético». Todos los sueños y anhelos de la madre están concentrados en ese sombrero, todos sus desesperados esfuerzos por mantener alguna pretensión de estilo y de estatus social y por presentarse a sí misma como una aristócrata venida a menos y obligada a vivir entre campesinos. Después de todo, ella es la orgullosa nieta de un hombre que tuvo una plantación con doscientos esclavos, los cuales «estaban mejor cuando lo eran» que tras convertirse en la gente de color con la que ahora tiene que compartir el autobús, gente de quien ella piensa que «deben mejorar, eso sí, pero sin salirse de su sitio».
Un poco más adelante en la narración, nuestra atención se dirige otra vez hacia el «estandarte ridículo de su sombrero», que lleva puesto «como una bandera de su imaginaria dignidad». Así, cuando una mujer negra sube al autobús con «un sombrero espantoso. El ala de terciopelo morado bajaba por un lado y subía por el otro, y el resto era verde y parecía un cojín del que escapara el relleno», inmediatamente captamos el sentido de la coincidencia:
...el espectáculo de los dos sombreros, idénticos, apareció ante él con el resplandor de un radiante amanecer. Su rostro se iluminó de alegría. Le costaba creer que el destino le hubiera impuesto a su madre una lección semejante. Soltó una risita para que ella le mirara y viera que ya se había dado cuenta. La madre volvió despacio los ojos hacia él. El azul de sus pupilas se había convertido en un violáceo como el de un moretón. Por un momento Julián percibió con incomodidad su inocencia, pero sólo unos segundos, hasta que sus principios lo rescataron. La justicia le daba derecho a reírse. La sonrisa se fue endureciendo en sus labios para comunicar a la madre, tan claramente como si lo hiciera con palabras: «Tu mezquindad merece este castigo. Nunca olvidarás esta lección».
Y, por supuesto, la lección que la madre de Julián está a punto de aprender difícilmente podría ser más definitiva.
Sin embargo, los detalles no tienen por qué ser radicales o raros (una patata ensangrentada o un ridículo sombrero) para enriquecer un relato o una novela. Henrietta, la pequeña protagonista de la novela La casa en París, de Elizabeth Bowen, suele llevar consigo un mono de peluche. Qué banal, podríamos pensar. Sin embargo, ese mono, cuyo nombre es Charles, se convierte en un personaje, siempre presente, que provoca una cadena de reacciones en los otros personajes. Además, la relación de Charles y Henrietta nos explica ciertos aspectos de su vida interior que nada más podría explicar.
Pero la señorita Fischer, haciendo un esfuerzo, tocó entonces una de las patas de fieltro del mono. «Debes de tenerle mucho cariño a tu mono. Supongo que juegas con él.»
«Últimamente, no mucho», dijo Henrietta educadamente. «Sólo parece que lo lleve para eso.»
«Para hacerte compañía», dijo la señorita Fischer, echando sobre el mono una mirada ausente y casi melancólica.
«¡Me gusta pensar que le divierte!»
«Ah, entonces juegas con él.»
No estaba al alcance de Henrietta decir: «Realmente, no podemos entrar en todo eso ahora.»
Si queremos escribir algo memorable, tendremos que prestar atención a cómo y qué recordamos. Son los detalles los que nos remueven, cosa que me confirmó también un destacable documental titulado Mob Stories, en el que cinco mafiosos se turnan para contar sus carreras. Cada relato va precedido de un título: «Familia», «Motín», «Venganza», etc.
Después de verlo, recordé los siguientes detalles. Intentando explicar lo sórdido que era su jefe, uno de los hombres dijo: «Solía leer sobre asesinos en serie, y le impresionó mucho cómo un tipo en cuestión había conseguido escapar después de cargarse a veintiocho personas. Quiero decir, uno va por ahí con gente más o menos juiciosa, pero nunca le oye decir a nadie que admire a los asesinos en serie...». Otro de ellos, un hombre parecido a Rodney Dangerfield, hizo de abogado para sí mismo y para sus amigos, y ganó el caso haciéndose el simpático con los miembros del jurado contándoles chistes verdes sobre su propia esposa. En el momento de grabar el documental, Rodney estaba de nuevo en prisión con otro cargo, y la cámara mostraba a aquel hombre corpulento haciendo gráciles ejercicios de tai-chí en el patio de la cárcel.
El último tipo en hablar contó que adoptó la costumbre de cometer actos brutales para congraciarse con los capos para los que trabajaba como recaudador de nivel bajo. A los cuarenta se casó, y estaba muy enamorado de su esposa; tuvo dos hijos y reorientó su vida. Reunió un cuarto de millón de dólares para comprar su libertad, su vía de salida de la Mafia, y ahora era predicador.
El detalle que recordaba este hombre como ejemplo de lo peor que había llegado a hacer era que había encadenado a un tío muerto de agotamiento al parachoques trasero de su coche y lo había arrastrado por toda la carretera. Repitió este detalle varias veces, como si estuviera pasmado por lo que había realizado en su vida anterior, y hablaba con ese deje de añoranza que acompaña siempre a la nostalgia. Quizá fue ese detalle (el hombre, las cadenas, el parachoques) lo que me hizo creer cada palabra de su historia de pecado y arrepentimiento.
Al releer este capítulo, quedo horrorizada por los detalles. Una esquiadora de una sola pierna, un mordisco de gato gangrenado, un juego de relatores que se convierte en un duelo, una foto de revista recortada junto a la cama de un ser convertido en insecto gigantesco, una patata ensangrentada sobre el suelo de la cocina, un hombre juicioso conduciendo un coche en cuyo parachoques lleva atado a un medio-muerto.
Pero ¿por qué habría de sorprenderme? No sólo es Dios lo que está en los detalles, sino también los mismos tiempos en que vivimos. Los detalles no son sólo los ladrillos con los que construir una historia, son también pistas para algo más profundo, claves que no sólo revelan nuestro subconsciente sino también nuestro momento histórico.
Hay un detalle más, un último detalle que creo que debo añadir. Varios meses después de finalizar su taller en Esalen, y unas pocas semanas antes de relatarme su experiencia, mi amigo había recibido una carta de aquella mujer, la esquiadora de una sola pierna. Le decía que, en Nochevieja, había ido al desierto y, echando la cabeza atrás, había gritado y gritado; le dijo que era algo que quería contarle y que ahora se sentía mucho mejor.