5 La narración

La única manera que encontré de escribir tanto mi primera novela como el primer relato satisfactorio que publiqué (que no es el primero que publiqué), fue ponerme una pequeña trampa que consistía en escribir tanto la novela como el relato como si fueran historias dentro de otras historias, narraciones dichas por un personaje a otro. Escuchados como a hurtadillas por el lector, esos narradores y sus oyentes aparecen al principio y al final de ambas obras y, de vez en cuando, en su interior, como interrupción y comentario sobre la acción.

El motivo por el que dije lo de ponerme «una pequeña trampa a mí misma» es que este recurso me capacitaba para superar una de las dificultades con que se encuentra el aprendiz de escritor. Dicho obstáculo suele ocultarse bajo las cuestiones de la voz narrativa y de quién dice la historia (¿debería el narrador expresarse en primera o tercera persona?, ¿debería estar implicado en la acción o ser omnisciente?), cuando, de hecho, las cuestiones problemáticas de verdad son: ¿quién está escuchando?, ¿en qué ocasión se cuenta la historia y por qué?, ¿está el protagonista proyectando sus sinceras confesiones al exterior? y, si es así, ¿cuál es el tono apropiado que hay que adoptar cuando ese exterior son los oyentes de uno? Siempre había supuesto que yo era la única que creía que entender la identidad del oyente era un problema mucho más engorroso que el de la voz del narrador, hasta que oí decir a un escritor que lo que le permitió escribir una novela desde el punto de vista de una mujer de mediana edad y más bien complicada fue fingir que ella le estaba contando la historia a un amigo íntimo, y que él, el escritor, era ese amigo. Lo que hizo posible todo eso, añadió, era que, afortunadamente para él, había tenido varias esposas, algunas hijas y un montón de amigas, y que todas ellas le hablaban con gran franqueza.

Para mí, escribir historias insertas en otras no sólo respondía a todas las cuestiones acerca de los oyentes del narrador, sino que también incorporaba con destreza las respuestas en la narración misma. Así, supe no sólo quién estaba hablando, sino a quién le hablaba, dónde estaban el hablante y el oyente y cuándo y por qué tenía lugar ese acontecimiento (es decir, la narración misma de la historia). Eso me permitía saltar por sobre las partes lentas de la trama con el recurso de tener al oyente cada vez más impaciente y como urgiendo al narrador, mientras que, a la inversa, una expresión de duda o una petición de aclaraciones por parte de ese oyente podía ralentizar las cosas y me permitía explicar algún aspecto complicado de la causalidad del relato. Al mismo tiempo, eso me obligaba a enfrentarme a la dolorosa cuestión de si lo que estaba contando era realmente una historia o, digamos, una mera reflexión personal. ¿Era aquello algo que un personaje podría contar a otro de la misma manera que las personas se cuentan historias sobre sus vidas? ¿Imaginaría alguien que los sucesos referidos podrían interesar a otros seres humanos? ¿Creería el lector que alguien, incluso un personaje de ficción, permanecería pendiente y atento a lo largo de todo el relato?

En cierto modo, fue una suerte para mí haber vivido tanto dentro de los libros, especialmente los del pasado. Por un lado, parecía no darme cuenta de que nadie había escrito como los autores clásicos nunca más; por otro lado, era de alguna manera inconsciente de que ya nadie vivía de aquella manera desde hacía mucho tiempo (es decir, en circunstancias que fomentan y facilitan la narración de largas historias).

En una era en la que los usuarios de los aviones cambian impresiones sobre la mejor manera de evitar que las personas de los asientos vecinos inicien conversaciones ocasionales (¡viseras!, ¡tapones para los oídos!, ¡una revista abierta!), parece mucho menos probable que un pasajero le pueda contar a otro un largo y tormentoso relato de cómo los celos arruinaron su matrimonio y su vida, como sucede en La sonata a Kreutzer, de Tólstoi. Paradójicamente, hoy es más probable que alguien pudiera «compartir» dicha confesión con la audiencia de una gran cadena de televisión. Hoy en día, cuando cualquiera que hable más de unos pocos segundos (es decir, cualquiera que nos impida hablar a nosotros más de unos pocos segundos) es generalmente considerado un pesado, ¿cuáles son las posibilidades de que un grupo de caballeros se reúna ante un fuego para intercambiar las detalladas historias de sus antiguos romances amorosos, como sucede en el relato de Chéjov «Sobre el amor»?, ¿o de que una charla parecida mueva a uno de los contertulios a transcribir pormenorizadamente la historia de iniciación que constituye la novela corta El primer amor, de Turguenev, un largo relato que adquiere un grado añadido de intensidad cuando caemos en la cuenta de que esa historia de amor está siendo rememorada (con exquisito detalle y profunda emoción) varias décadas después de haber ocurrido?

Pero ¿por qué habría de preocuparme cómo estaba escribiendo o viviendo cualquier otra persona cuando ya tenía Cumbres borrascosas como modelo de cómo escribir y de cómo vivía la gente?

Por cada lector que recuerde a Cathy y Heathcliff triscando por los páramos, muchos otros habrán olvidado que la novela está construida como un juego de muñecas rusas. En el exterior tenemos al señor Lockwood, que alquila una propiedad del señor Heathcliff para una estancia temporal y que tiene en la comarca exactamente los mismos intereses que suelen darse aquellos que viven de alquiler en lugar de ser propietarios. Tras algunos alarmantes incidentes relacionados con un alma en pena, un diario y la desestructurada familia del dueño de las tierras, Lockwood persuade a Nelly, su ama de llaves, de que le cuente la historia del lugar y la de varias generaciones de habitantes de la casa.

Aunque ella misma ha estado profundamente involucrada en los sucesos que se han producido en la hacienda, Nelly tiene (excepto para Lockwood y el casi subverbal criado Joseph) una implicación emocional muy baja en la trágica historia de la familia. De esta manera, ella se convierte en el testigo más fidedigno de los hechos que, por momentos, no son meramente dramáticos sino definitivamente góticos, con todos los adornos sublimes y sobrenaturales de la novela gótica. Su voz es pura narración, sin intrusismos ni modulaciones, y usarla para contar la historia le permite a Emily Brontë anclar estos inverosímiles sucesos en la realidad cotidiana o, al menos, en la realidad que puede encontrarse en la propiedad llamada Cumbres Borrascosas. El relativo orden mental de Nelly también ayuda cuando se hace necesario explicar algunas complicadas cuestiones genealógicas y de herencia, así como para avanzar a través de los saltos en el tiempo que hacen avanzar la trama. Incrustadas en la narración de Nelly hay todavía más capas de la historia, tales como los comentarios de Heathcliff y otros personajes sobre acontecimientos que la misma Nelly no pudo haber presenciado.

Es difícil imaginar una estructura más recargada o artificial. Sin embargo, lo que sorprende es lo natural que parece, lo rápidamente que nuestra conciencia del artificio se desvanece ante la urgencia por seguir la historia narrada y también la plenitud con que emergen los diferentes personajes a través de los ojos y la voz de una mujer intuitiva y sabia, pero no omnisciente en sentido estricto. Si se lee atentamente esta novela se detecta que la dicción (en el original, el inglés estándar de la época de la autora) y los ritmos varían sólo ligeramente cuando Lockwood, Nelly y Heathcliff se encargan de la historia, incluso cuando sus muy diferentes personalidades confieren forma a cada palabra que pronuncian (la tierna simpatía de Nelly, la pasional impulsividad de Heathcliff, la autocomplaciente debilidad de Lockwood).

Algo parecido ocurre en Vuelta de tuerca, otra novela de tensión psicológica cuya lectura precisa de toda la ayuda disponible para decidir cómo interpretar la narración central y, de hecho, cuánto de ella es creíble. Como Cumbres borrascosas, esta novela breve de Henry James sobre una institutriz y dos diabólicos niños (¿o quizá son pequeños sin malicia?) es narrada desde el exterior hacia el interior. No es en realidad una historia dentro de otra historia, ya que el final de la novela no regresa al escenario inicial, sino que más bien se abre con el relato de una reunión sumamente elegante a la que asiste un narrador en primera persona que es pronto suplantado por otro narrador en primera persona y que después desaparece del relato.

Durante una celebración de Nochebuena, un grupo de invitados está contando historias de fantasmas alrededor de un fuego. Uno de ellos menciona el horror de una aparición que tuvo un niño; entonces, un hombre llamado Douglas pregunta: «¿Qué dirían ustedes de dos niños?». Los otros invitados se muestran intrigados, especialmente cuando Douglas añade que nadie más que él ha escuchado esa historia y que «es demasiado horrible». Así, esa sección funciona no sólo como introducción a la narración, sino como una suerte de texto publicitario, un elegante gancho que Douglas va incrementando a ritmo constante, del mismo modo en que el mismo Henry James va elevándose el listón a sí mismo (por la historia que vendrá a continuación), bastante más arriba de lo que muchos escritores se atreverían a hacer:

—Es algo increíble. No conozco nada que se le aproxime.

—¿De puro terror? —recuerdo que pregunté.

Pareció decirme que no era tan sencillo como eso; realmente no sabía cómo calificarlo. Se pasó una mano por los ojos y puso mala cara.

—De lo espantoso que es... ¡Qué horror!

—¡Oh, qué delicia! —exclamó una de las mujeres.

No le prestó atención; me miró, como si, en lugar de verme a mí, estuviera viendo aquello de lo que hablaba.

—Por la pavorosa fealdad y el horror y el sufrimiento que trajo consigo.

—Pues entonces —le dije—, siéntese y empiece a contar.

«Pues entonces...», ciertamente. Cada palabra de Vuelta de tuerca precisa ser leída muy atentamente, porque hacerlo así es resolver (en la medida en que cualquier aspecto del desconcertante rompecabezas que es esta novela puede ser resuelto) el enérgico debate largamente mantenido sobre si es una clásica historia de fantasmas o un relato sobre una aberración psicológica, sobre si las apariciones fantasmales son «reales» o meramente producto de la calenturienta imaginación de la institutriz. Si diseccionamos el lenguaje de la institutriz (la manera en que describe e interpreta los sucesos, cómo saca conclusiones y registra su pánico y su histeria crecientes) se ha de reconocer que su ambigüedad no es algo fortuito, sino que James se propone escribir una historia que pueda ser leída de dos maneras completamente diferentes, ambas totalmente apoyadas en indicios que se desprenden del texto. Y éste es el misterio que hace esta novela tan fascinante y seductora, un misterio que nos invita a regresar a ella una y otra vez, como si en cada ocasión fuéramos a llegar a una lectura concluyente y definitiva de una obra concebida para prevenirnos de la tentación de obtener cualquier tipo de conclusión definitiva.

Como perlas de economía y condensación, sus historias interpoladas (anécdotas que le cuenta un personaje a otro dentro del cuerpo de la narración) van cambiando el ritmo de esta narración y van iluminando a un personaje que se revela por el contenido mismo de la historia, por su manera de contar y, finalmente, por aquello que el lector concluye en relación con el propósito al que sirve la historia.

He aquí otro ejemplo de una historia de este tipo que aparece en la novela Freedomland, de Richard Price, una anécdota que una madre le cuenta a un reportero sobre su hija, Brenda, una mujer que podría ser culpable o inocente de la muerte de su hijo, aunque la misma Brenda declare que su niño ha sido secuestrado por un ladrón de automóviles:

En cierta ocasión, cuando Brenda era pequeña, cuando iba a párvulos, su padre y yo nos peleamos. A Pete le gustaba tomarse algunos cócteles por entonces, y eso era realmente malo. Nunca fue un borracho mezquino, nunca levantó una mano, pero aquello era el infierno, de modo que le dije que iba a coger a los niños y marcharme de casa, que ya me había hartado. Y él empezó a llorar, a decirme que se iba a enmendar. Pete llora, yo lloro. Estamos los dos en la cocina y entra Brenda. Entra, nos ve y adopta una expresión afligida. Por entonces teníamos una radio en la cocina. Y la canción que estaba sonando era September Song, y la cantaba, aunque le cueste a usted creerlo, Jimmy Durante. Brenda nos mira llorar y yo le digo: «Cariño, ¿verdad que es una canción triste? Papá y yo estamos llorando porque es una canción preciosa y muy triste». Así que, naturalmente, ella también se echa a llorar, y yo voy y la cojo y con eso se me fue el hilo de la discusión que sostenía con Pete, así que decido no llevar a cabo la amenaza... Hace unos años, Pete falleció. Brenda vino a casa. Me lleva a la cocina y dice: «Mamá, tengo una cosa para ti». Y me da una cinta que había grabado ella misma. Le gusta grabar cintas para la gente. Me da la cinta y es Jimmy Durante cantando September Song. No tengo ni idea de cómo se acordaba, ni de dónde la encontró... o, mejor aún, cómo sabía ella siquiera quién era el cantante. Tenía cinco años. Me da la cinta y dice: «Mamá, si alguna vez echas demasiado de menos a papá, a lo mejor si escuchas esto encuentras consuelo». Vea, durante todos esos años ella me creyó, creía que estábamos llorando porque...

Todo en este párrafo contribuye a la credibilidad del hablante, como personaje de ficción y como honesto ser humano: la dicción, los ritmos, las ligeras repeticiones enfáticas, el modo en que los tiempos cambian constantemente del presente al pasado y viceversa. La elección de las palabras y las frases («le gustaba tomarse algunos cócteles», «nunca levantó una mano», «Pete falleció») nos deja la impresión de que es así como esta mujer relataría realmente un incidente como ése en su vida real. El lenguaje, la historia misma, la especificidad de los detalles (Jimmy Durante cantando September Song) nos convence de que la mujer está diciendo la verdad. Más importante incluso es el personaje infantil que emerge de la historia, la niña que crecerá hasta convertirse en Brenda. Ella es empática (llora cuando ve llorar a sus padres), generosa (graba cintas de música para la gente, gasta su tiempo en hacer regalos personales), de gran corazón y reflexiva; desde luego no parece ser el tipo de persona que asesinaría a sangre fría a su propia hija y culparía de ello a un desconocido. Finalmente, lo que resulta tan conmovedor es la lucidez de una madre evocando toda la infancia y la vida adulta de su hija para encontrar la anécdota perfecta que explique quién es Brenda y que ofrezca una evidencia concluyente de que no puede ser una criminal. Es una historia que intenta argumentar la inocencia de su hija.

En Dostoievski también encontramos numerosas historias interpoladas, posiblemente porque sus personajes a menudo tienen, borrachos o sobrios, arrebatos en los que revelan su vida entera a conocidos ocasionales e incluso a perfectos desconocidos. En el segundo capítulo de Crimen y castigo, Raskólnikov entra en la taberna en que encuentra a Marmeladov, el cual comienza: «¿Podría permitirme, caballero, el atrevimiento de dirigirme a usted con una interpelación correcta?»; propuesta que al principio rechazará con razón Raskólnikov, pero que al final agradecerá. La etílica y apasionada oratoria de Marmeladov se extiende unas diez páginas y presenta a varios de los principales personajes de la novela, principalmente a Sonia, la hija de Marmeladov, una prostituta que al final ayudará a Raskólnikov a descubrir su camino de redención.

Dostoievski estaba dolorosamente familiarizado con los problemas narrativos, con los retos e incluso con las decisiones erróneas sobre la manera en que «se dice» una historia. Los cuadernos en los que esbozaba sus ideas para Crimen y castigo no sólo documentan las numerosas peripecias que planeó y que nunca aparecieron en la versión final, así como la primera concepción de personajes que tuvieron luego personalidades completamente diferentes en la novela, sino que también registran su lucha por encontrar la mejor manera de contar su historia. Algunos pasajes de estos primeros borradores de la novela están escritos en primera persona, como un diario, una confesión o unas memorias, y como si fuera una combinación de crónica y drama. Sin embargo, finalmente se dio cuenta de que, dados los problemas que causaba el hecho de que su protagonista estuviera en estado semidelirante durante una parte importante de la narración, podría mantener la misma intensidad e inmediatez (de paso que eludía las limitaciones técnicas de la primera persona) ciñéndose a una íntima narración en tercera persona que, en las coyunturas críticas, se pudiera fundir con la conciencia del protagonista.

Aunque a los estudiantes de escritura creativa se les enseña normalmente (y con razón) que es necesario elegir un punto de vista y seguirlo cabalmente, esta exigencia, como cualquier otra «regla», puede ser eludida por cualquier escritor lo bastante diestro como para salir adelante en dicho empeño. Madame Bovary comienza desde la perspectiva de un compañero de clase del futuro marido de Emma Bovary, un narrador al que no se vuelve a escuchar más. Autobiografía de Alice B. Toklas, de Gertrude Stein, es una narración en primera persona disfrazada como si fueran las memorias de otra persona, mientras que Pictures from an Institution, de Randall Jarrell, es una narración en tercera persona ocasionalmente interrumpida por la voz de un personaje que se refiere a «mi esposa y yo», pero acerca del cual llegamos a saber muy poco.

Las páginas iniciales de Sangre sabia, de Flannery O'Connor, cambia de perspectiva cada pocas frases: vemos el vagón de tren desde el punto de vista de Hazel Motes, entonces echamos un vistazo a Hazel a través de los ojos de una mujer sentada enfrente de ella, y luego estamos mirando a través de la ventana desde un punto de vista que parece más objetivo, incluso omnisciente. La novela Persian Nights, de Diane Johnson, se desliza desde la conciencia de un personaje hasta el interior de la de otro, de manera que una misma escena pueda ser observada desde varias y diferentes perspectivas. El relato de Harold Brodkey «S. L.» cambia constantemente: del presente verbal al pasado y del punto de vista de la primera persona («yo») de un niño pequeño a la tercera persona de un narrador que se refiere al pequeño protagonista de la historia como «el niño» y como «Wiley», el nombre propio del chico, aunque también queda claro que este narrador más distanciado es el mismo niño pero ya crecido.

El impresionante final del relato «The Ice Wagon Going Down the Street», de Mavis Gallant, intercambia la desapasionada (aunque astuta) omnisciencia en que está mayormente narrada la historia con otra voz que entra en la vida interior de uno de sus personajes centrales, Peter Frazier. Junto a su esposa, Sheilah, Peter se ha retirado de una vida aparentemente glamourosa, pero, en realidad, más bien cutre, en los márgenes de la comunidad expatriada de la Europa de la posguerra. Peter se ha rendido y regresa a su nativa Toronto, donde la pareja está instalada, como en un exilio, con su decididamente poco glamurosa hermana Lucille. El último pasaje comienza así:

Cuando, los domingos por la mañana, Sheilah y Peter charlan sobre aquellos tiempos, adoptan todavía un aire glamouroso, como si aún esperasen algo. Es entonces cuando él recuerda a Agnes Brusen. Él nunca pronuncia su nombre. Sheílah no recordaría a Agnes. Agnes es el único secreto que tiene Peter para con su esposa, el único rompecabezas que él compone sin su colaboración.

Como el lector sabe en ese momento, Agnes Brusen es una tímida y excéntrica mujer canadiense con la que Peter Compartió brevemente un despacho cuando él estuvo trabajando como oficinista en Ginebra. Una noche, la remilgada, reprimida y abstemia de Agnes se emborracha en una fiesta y la anfitriona le pide a Peter que la lleve a su casa. Al día siguiente, en el despacho, ambos comparten un momento de tan intensa comunicación que (aunque, como nos dice repetidamente el relato, «no ocurrió nada») el suceso se le antoja a Peter tan trascendental y crítico como si en efecto hubieran tenido un romance serio.

Ahora, años después, de regreso en Canadá, se descubre a sí mismo pensando en Agnes, luego en su padre, luego en Sheilah y, de nuevo, en Agnes, preguntándose qué habrá sido de ella y dónde habrá ido a parar y recordando una historia que ella le contó sobre su infancia en Saskatchewan, cuando se levantaba temprano por la mañana para ver pasar el carromato del hielo calle abajo. Él imagina a Agnes llevando a un niño pequeño en sus brazos.

Entonces, algo extraordinario comienza a pasar en la narración. Peter piensa: «El niño es Peter». La conciencia de Peter empieza a desparramarse por todos lados, a moverse a través del universo, a habitar el cuerpo del niño que Agnes sostiene en sus brazos. Peter vuelve brevemente en sí, pero luego otra vez abandona su mente para imaginar la de Agnes, quien, a su vez, está pensando en él. Sus pensamientos regresan a Sheilah y a la menguada vida que llevan en Toronto.

Él le coge la mano a Sheilah. Los chicos tienen a su tía ahora, y él y Sheilah se tienen el uno al otro. Todo va bien, de una manera u otra. Deja que Agnes dé inicio al día. Deja a Agnes pensar que eso fue inventado para ella. ¿Quién desea estar solo en el universo? No, empecemos por el principio: Peter perdió a Agnes. Agnes se dice a sí misma, en algún sitio, que Peter se ha perdido.

A esto difícilmente se le podría llamar escoger un punto de vista y ceñirse estrictamente a él, lo que viene a ser una prueba más de que cualquier conjunto de «reglas» ofrece sólo pautas muy elásticas. Aun así, a pesar de lo despreocupada y confiadamente que rompe las reglas y estira el uso de la tercera persona, el relato de Gallant no deja de ser una narración en «tercera persona». Es decir, utiliza pronombres en tercera persona (él hizo aquello, ella dijo aquello) en lugar de la forma «yo».

Cuando hablamos del punto de vista, generalmente damos por sentado que una obra literaria puede emplear o bien la primera o bien la tercera persona, aunque en la década de los ochenta, quizá en parte gracias al éxito de la novela de Jay Mclnerney Luces de neón, hubo una breve moda que no ha desaparecido por completo y que consistía en escribir en segunda persona.

Al igual que el párrafo de una sola frase, la forma «tú» puede muy fácilmente llegar a parecer un molesto tic, especialmente cuando se presupone que el «tú» es ese «tú-lector». «¿Qué quieres decirme con ese “tú”?», podría preguntarse sensatamente el lector. Como el párrafo de una sola frase, el punto de vista de la segunda persona nos puede hacer sospechar que el escritor está usando el estilo como sustituto del contenido o bien que quizá que se está empleando sin temor a que el contenido sea débil o insuficiente, lo cual quizá explica por qué el «tú» aparece tan frecuentemente en historias que son como consultorios de contactos o como cartas de amor ligeramente camuflados de ficciones.

La verdad es que hay ficciones verdaderamente maravillosas que han sido escritas en segunda persona, aunque, en esos casos, el «tú» es menos probable que se refiera al lector en general que a alguien en particular, un individuo al que se dirige la historia (a menudo en sentido metafórico o de manera imaginaria). Por ejemplo, en la novela Fools of Fortune, de William Trevor, los dos personajes principales narran pasajes alternos como si estuvieran hablándose o escribiéndose el uno al otro. Tales obras están de hecho muy cerca de la forma epistolar novelas clásicas, como Pamela (1740), de Samuel Richardson, muy exitosa en su época. De vez en cuando, algunos escritores todavía emplean el recurso de las cartas o epístolas, como hace Donald Barthelme en su relato «The Sandman», en el que un hombre envía una nota al psicoanalista de su novia, en la cual expone el deseo de ella de comprarse un piano en lugar de seguir con el análisis, tras lo cual el relato deriva hacia reflexiones sobre la psicología, el carácter y el amor.

Un virtuoso ejemplo de relato escrito en segunda persona y dirigido a un individuo concreto lo encontramos también en un relato de Mavis Gallant. Se trata de «Mlle. Dias de Corta», y comienza así:

Te mudaste a mi apartamento el verano antes de que en Francia se legalizara el aborto; esto podría darte una idea de la época a la que me refiero, querida señorita Dias de Corta. Acababas de llegar a París desde tu ciudad natal, que insististe en que era Marsella, y estabas buscando trabajo. Dijiste que habías estudiado técnicas de interpretación en televisión en alguna escuela provincial (nunca hemos oído hablar de tal escuela, y eso que mi hijo tiene uno o dos amigos actores) y que habías obtenido un diploma con «menciones especiales» por tu dicción. El diploma no estaba entre las cosas que encontramos en tu maleta después de que desaparecieras, pero mi hijo recordó que solías llevarlo en tu bolso de mano, por si acaso tuvieras la suerte de sentarte junto a un director de casting en el autobús.

La narradora, una anciana, se dirige a una antigua huésped, una actriz con la que ha perdido el contacto durante décadas pero a quien recientemente ha visto en un anuncio publicitario de hornos en televisión. Y resulta que la referencia a la legalización del aborto no es una manera casual de situar a su conocida en el tiempo, sino una referencia directa a algo que ocurrió y que será recordado en el curso de la historia. Esto supone, además, una temprana presentación de los sentimientos encontrados de la narradora para con la señorita Dias de Corta, con la que simultáneamente se muestra envidiosa, recelosa y condescendiente (véase la mención a la «escuela provincial»), y a la que ve como la personificación de los inmigrantes que contaminan la pureza de la población francesa autóctona, un prejuicio que subyace en la referencia a esa «ciudad natal, que insististe en que era Marsella». Al mismo tiempo, la anciana se aferra al recuerdo de la huésped que, por más que brevemente, trajo una bocanada de misterio, exotismo, glamour y romanticismo a su existencia aburrida y estrecha de miras. En consecuencia, la historia, que consiste en una sucesión de reproches débilmente velados, acaba con una sincera invitación: «No necesitas llamar para fijar una cita. Prefiero vivir con la ilusión de escuchar cómo el ascensor se detiene en mi piso y llamas al timbre, y de verte diciéndome que has llegado a casa».

El relato «We Didn't», de Stuart Dybek, está escrito en primera persona del plural: el «nosotros» se refiere al narrador y a su verdadero primer amor. Nótese la manera en que, en el pasaje que sigue a continuación (tomado del inicio del relato), los ritmos, la repetición de «no lo hicimos», el lenguaje y la imaginería establecen un lirismo de alto valor poético («la nieve en la que la luz de la luna proyectaba nuestras sombras») que es periódicamente interrumpido con detalles cotidianos y concretos —como las salchichas polacas—, que proporcionan información sobre el entorno del narrador. El hecho de que la historia tenga lugar en los años cincuenta del siglo xx, una circunstancia que afecta decisivamente al comportamiento de los personajes, queda claramente establecido por la alusión a modelos de automóvil y estrellas del cine (el oxidado Rambler, el Buick Eight, Doris Day). El hecho de que ocurra en un pasado distante para el narrador nos llega a través del detalle del «ahora difunto cine Clark», mientras que la religiosidad del «tú» al que se dirige el relato (la fe resultará ser también algo significativo) es hábilmente transmitida por el convincente detalle de la «serpiente de cuentas negras» del rosario colgado del espejo retrovisor. Por último, el opulento erotismo del relato está imbuido de humor: la idea de que los toqueteos de los amantes están siendo observados por el omnipresente ojo de Doris Day.

No lo hicimos con luz; no lo hicimos a oscuras. No lo hicimos sobre la fresca hierba de verano recién cortada o sobre la hojarasca de otoño o sobre la nieve donde la luz de la luna proyectaba nuestras sombras. No lo hicimos en tu habitación, en la cama con dosel donde dormías, en la cama en que dormías cuando niña, o en el asiento de atrás del oxidado Rambler de mi padre, que olía a los ahumados y las salchichas polacas que repartía para la carnicería de mi tío Víncent los fines de semana. No lo hicimos en el Buick Eight de tu madre, de cuyo espejo retrovisor colgaba un rosario enroscado como si fuera una serpiente de cuentas negras con colmillos plateados en forma de cruz.

En el callejón sin salida de nuestro camino de amor —del lado de la calle donde están las fábricas abandonadas—, donde perfeccioné ese pellizco que hace abrirse un sujetador; detrás de los arbustos de lilas en el parque Marquette, donde me tocaste por primera vez por encima de los téjanos y tus pezones, turgentes bajo el algodón transparente, parecían la sombra de las lilas; en los asientos superiores del ahora difunto cine Clark, donde me limpiaba la sal de las palomitas de maíz de las manos para deslizarías por tus muslos, y tú me susurrabas «es como si Doris Day estuviera mirándonos»; no lo hicimos.

Tal y como el lector habrá supuesto hasta aquí, la historia describe un apasionado romance que incluye de todo excepto un encuentro sexual. El suceso alrededor del que gira la trama se relaciona con el horroroso descubrimiento que hace la pareja una noche en la playa, justo cuando están finalmente a punto de hacer el amor. Las secuelas de este suceso no sólo desbaratan el encuentro amoroso, sino que arrojan una larga sombra de nostalgia y pérdida que persiste hasta el momento presente, en el que el narrador está presumiblemente escribiendo el final de la historia:

Pero no lo hicimos, ni bajo la luz de la luna, ni bajo las fosforescentes linternas de las luciérnagas de tu jardín interior, ni bajo las constelaciones que no podíamos ver, y aún menos descifrar, ni en el oscuro resplandor que suplantaba la verdadera oscuridad de la noche, una oscuridad que ya se nos había robado, tampoco con la silueta de la ciudad que se alzaba en el cielo cuando ésta iba poco a poco decayendo, tampoco bajo el calor del verano mientras la guerra fría bramaba, a pesar de la libertad de la juventud y las licencias del primer amor —por el karma, por la fortuna, ¿qué importa?— no hacíamos de aquello algo maravilloso, y seguíamos sin hacerlo, no lo hicimos, nunca lo hicimos.

Como en «Mlle. Dias de Corta», la invocación de un oyente parece absolutamente necesaria para hacer comprender y sentir al lector lo que el escritor está intentado comunicar, aunque el relato de Gallant evita de manera muy característica las alusiones al intelecto que se nos hace difícil explicar qué es ese significado y ese sentimiento. En ambos relatos, la voz narrativa crea una urgencia, un intento desesperado por establecer y mantener el contacto con un ser humano particular. Ello es algo muy diferente a ese impersonal «tú» que constituye una manera mucho más habitual de inventar a un oyente (personificando el espacio vacío en el que la historia se proyecta).

Todo esto podría empezar a darnos una idea de las diferentes opciones disponibles cuando un escritor se decide a escribir una historia desde un determinado punto de vista o cuando la historia, como al parecer suele suceder, escoge por sí misma el punto de vista desde el que reclama ser escrita. Hablar como si hubiera dos principales puntos de vista (primera y tercera persona) es como decir que lo único que necesitamos saber para preparar una deliciosa comida de varios platos y disfrutar de ella es que hay sólo cinco tipos fundamentales de alimentos.

Las narraciones en primera persona son tan variables como el número de personajes que puede albergar este punto de vista (es decir, una variedad sin fin). Y es a través de un hábil despliegue del lenguaje que los escritores pueden no sólo establecer la personalidad de ese narrador en unas pocas frases o párrafos sino, lo que es más importante en el caso de una novela, persuadirnos de que nos apetece estar en compañía de esa persona por varios cientos de páginas.

¿Cómo podríamos resistirnos al brillante, inventivo, teatral, burlón, obsesivo y lunático genio que surge de los siguientes párrafos?

Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.

Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, cuando estaba derecha, con su metro cuarenta y ocho de estatura, sobre un pie enfundado en un calcetín. Era Lola cuando llevaba puestos los pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos siempre fue Lolita.

¿Tuvo Lolita una precursora? Naturalmente que sí. En realidad, Lolita no hubiera podido existir para mí si un verano no hubiese amado a otra niña iniciática. En un principado junto al mar. ¿Cuándo? Aquel verano faltaba para que naciera Lolita casi tantos años como los que tenía yo entonces. Pueden confiar en que la prosa de los asesinos sea siempre elegante.

En medio de todo este frívolo exhibicionismo, Nabokov se las ha arreglado no obstante para darnos alguna información dura. Enseguida sabemos que la relación del narrador con Lolita (cuyo nombre es, muy apropiadamente, la primera palabra de la novela) es de tipo sexual («fuego de mis entrañas»), que ella era poco más que una niña (una colegiala de un metro cuarenta y ocho centímetros), que el narrador es capaz no sólo de citar sino de elaborar juegos sobre la poesía de Edgar Allan Poe («En un principado junto al mar») y, finalmente, que él ha cometido un asesinato.

Ahora, observemos lo diferentes que son las voces de Humbert Humbert y de Philip Carver, el protagonista de tercera edad de la novela de Peter Taylor Memphis, un hombre que ha huido de su estricta y opresiva familia en el sur de Estados Unidos para vivir una modesta, raquítica y, finalmente, no menos opresiva vida literaria en Nueva York. Así comienza la novela:

El noviazgo y las segundas nupcias de un viudo anciano, complicados de por sí, se complican siempre todavía más si el viudo tiene hijos de edad madura, y no digamos si tiene hijas solteras. Este hecho parecía incuestionable, hace cuarenta y tantos años, en una ciudad remansada y rodeada de campos de cultivo como Memphis. Cabe asegurar, por lo menos, que el segundo matrimonio de un viudo era mucho más complicado en Memphis que, supongamos, en Nashville, o en Knoxville, o incluso en Chattanooga. Basta un conocimiento meramente superficial de estas ciudades para comprenderlo así. Sin embargo, uno no acierta a explicarse con igual claridad por qué tales dificultades eran una peculiaridad en Memphis, a no ser porque Memphis, a diferencia de otros lugares de Tennesseejueray siga siendo una ciudad donde la gente vive obsesionada por las propiedades rurales. Aún hoy se da por supuesto que allí sólo cuentan los que poseen tierras. Las tienen en Arkansas, o en el Tennessee occidental, o en el delta del Mississippi. Y suele ocurrir que si las fincas se ven implicadas de uno u otro modo, cualquier problema familiar tienda a hacerse más complejo, menos razonable, más violento.

Gran parte de lo que necesitamos saber acerca del narrador está sugerido por su empleo compulsivo de palabras como siempre, incuestionable, cabe asegurar. Pero, en este párrafo aislado, afloran incluso aspectos más profundos de su psicología a través de frases como «hijos de edad madura» e «hijas solteras» (el mismo Philip es algo así como un niño anciano y tiene dos hermanas solteronas), así como por la seguridad y la certidumbre con que "cabe asegurar" esa generalización sociológica sobre cómo fueron una vez las cosas en Memphis. Lo que está a punto de describirse, como apunta el narrador, es algo que le sucedió a todo un grupo de personas en una ciudad concreta. Enseguida comenzamos a intuir lo que subyace a todo esto: la inseguridad, la incertidumbre que hay detrás de esa necesidad de generalizar (y de repetir términos que aludan a la certidumbre). Y nos hacemos eco de ese característico mecanismo social que, por ejemplo cuando estamos a punto de hacer alguna confidencia desagradable o embarazosa, nos puede conducir a sugerir que muchas personas perfectamente respetables han tenido probablemente la misma experiencia. Pero todavía se nos dicen más cosas en esa descripción de Memphis (una ciudad que, como sabremos, la familia de Phillip asocia con la infelicidad) al llamarla «ciudad remansada y rodeada de campos de cultivo», así como por la necesidad de establecer sutiles diferencias entre sus costumbres y las de otras ciudades del estado de Tennessee, por la leve (sólo leve) ironía de la frase sobre que «allí sólo cuentan los que poseen tierras» y por la noción de que la propiedad de la tierra convierte conflictos familiares comunes en conflictos desesperados. En la propia familia de Phillip, la discordia resulta tener menos que ver con la propiedad y los bienes inmuebles que con el resentimiento, la venganza, el poder, la incapacidad de amar y el impulso irrefrenable de controlar y destruir las vidas de los demás.

Sólo en el siguiente párrafo se cambia la voz impersonal (marcada por el pronombre indefinido «uno») por la voz en primera persona («yo»), Y es entonces cuando nos damos cuenta de que esta historia está siendo contada de hecho en primera persona por un narrador que se siente más cómodo usando la voz impersonal (a la cual regresa rápida y sigilosamente) y que, una vez más, siente la necesidad de asegurarnos que la suya no es la única familia que ha experimentado ese rencor educado y doméstico del que pronto tendremos noticia siguiendo la lectura:

Sea como fuere, en la época de mi adolescencia, cuando hacía poco que me habían llevado de Nashville a Memphis, a mi alrededor se hablaba con frecuencia de este o aquel viudo, ya de edad avanzada, cuyos hijos se habían movilizado para salvarle de un segundo e insensato matrimonio.

La voz del narrador Phillip Carver difícilmente podría sonar más distinta a la de Isabel Walker, la decidida, inteligente, astuta y, a la vez, ingenua narradora de la novela Divorcio a la francesa, de Diane Johnson. De nuevo, la autora necesita sólo un corto espacio de tiempo para fijar el carácter de su protagonista, la cual es capaz de realizar incisivas observaciones sobre cómo las contradicciones entre el metro de París y el aspecto de sus bocas de entrada resumen los rasgos del caprichoso carácter francés, así como sobre la «química ligeramente tóxica» de los estadounidenses en el extranjero. La narradora, como sabremos poco después, es una licenciada en cinematografía, muy dada a pensar en sentido metafórico y a mirar las escenas de la vida como si estuviera viendo una película. Ella es sensible a los estereotipos y consciente de las diferencias culturales. El ingenio y la viveza de estas percepciones nos atrae hacia la novela y nos hace sentir cómodos, anticipando el placer de ser guiados por París por esta encantadora antigua estudiante de cine:

Supongo que como estudié cinematografía pienso mi historia como una especie de película. En una película esta parte aparecería en los créditos, iniciándose con una toma de apertura desde un ángulo elevado, quizá la torre Eiffel, ofreciendo una panorámica de escenas nimias de la ciudad, allá abajo, como si contemplásemos la vida desde el extremo equivocado de un telescopio. De más cerca, el lugar se identifica gracias a los habituales clichés franceses: gentes con largas barras de pan, ancianos con boina, mujeres con caniche, autobuses, puestos de flores, esas bocas de metro art-nouveau que parecen atraernos a un averno de vicio y arte pero que, de hecho, llevan a un eficiente sistema de transporte, una contradicción quizá muy reveladora de la idiosincrasia francesa.

Luego, en una serie de tomas cercanas advertimos que algunas de las personas que vemos no son francesas, que en medio de todo ese bullicio galo hay muchos estadounidenses. Lejos de su tierra natal, su esencia cambia muy ligeramente, como si absorbieran las nuevas fragancias, del mismo modo que fuera de su país la química ligeramente tóxica de mis compatriotas corroe, sólo un poco, el nuevo lugar en que se encuentran.

Tanto Phillip Carver como Isabel Walker parecen estar no ya a un siglo, sino a años luz de distancia del Huckleberry Finn de Mark Twain, otro tipo de narrador en primera persona. Al igual que Flannery O'Connor, Twain transmite las inflexiones del habla local apartándose sólo una pocas veces del inglés estándar, introduciendo unas variantes regionales que nos hacen admirar la inspirada manera en que Huck colorea y personaliza el lenguaje («tristemente regular y decente») en lugar de hacernos sentir que es un personaje ignorante o de habla torpe. Mientras tanto, Twain se las arregla para impregnar cada frase con el carácter de Huck, con su independencia y su amor por la libertad, con el deleite que halla en la contradicción de que la respetabilidad constituya un requisito para ser aceptado como miembro en una banda de pillos, con su simpatía por los demás («La viuda ... me llamó un puñado de nombres, pero sin mala intención») y su sentido del humor, manifestado aquí en la extensa metáfora que hace que finja confundir la bendición de la mesa con unas supuestas quejas de la viuda acerca de la comida:

La viuda Douglas me tomó como si fuera hijo suyo y aseguró que me civilizaría. Pero era muy desagradable vivir siempre en su casa, considerando lo tristemente regular y decente que era la viuda en todos los aspectos; por eso, cuando no pude más, me marché. Me metí otra vez dentro de mis andrajos y usé de nuevo la pipa de caña; así me encontraba libre y satisfecho. Pero Tom Sawyer me acosó y me advirtió que estaba organizando una banda de ladrones y que si quería formar parte de ella tenía que volver con la viuda y ser una persona respetable. Así que regresé.

La viuda lloró al verme y me dijo que yo era una pobre oveja descarriada, y me llamó un puñado de nombres, pero sin mala intención. Me dio otra vez los trajes nuevos y ya no pude hacer nada más que sudar y sudar, hasta sentirme empapado y tieso. Entonces volvieron las antiguas cosas. La viuda tocaba una campana llamando a la cena y había que ir a cenar. Cuando uno llegaba a la mesa, no podía ponerse a comer enseguida, sino que había que esperar a que la viuda hubiera acabado de refunfuñar sus quejas sobre la comida, aunque no tuviéramos nada que ver con ellas. Todo se nos servía cocido en su propia cacerola. En el barril de las sobras es diferente: las cosas se mezclan y los jugos van de un manjar a otro, y entonces saben mejor.

Por supuesto, difícilmente podría sorprendernos que en una narración en primera persona, o incluso en un texto escrito en una intimista tercera persona (la cual, a menudo, es una voz en primera persona disfrazada de tercera persona, una voz tan cercana a la conciencia del narrador como si se usara la forma «yo», y no tan cercana a la omnisciencia), el tono de la narración refleje necesariamente la personalidad del narrador. Sin embargo, es menos habitual reconocer lo frecuentemente que un narrador omnisciente o cuasidivino puede estar también investido de una personalidad muy particular o incluso caprichosa, a la manera en que Dios cambia (por ejemplo, del Viejo al Nuevo Testamento) dependiendo de sus fieles. Omnisciente significa simplemente «que lo sabe todo», pero ello no implica que ese «ojo que todo lo ve» sea obligatoriamente imparcial y objetivo, libre de prejuicios y opiniones (que, una vez más, se transmiten a través de la elección de las palabras, los ritmos, la extensión de las frases, la dicción y demás) acerca de cualquier cosa que ese ojo esté observando.

El relato «A Cautionary Tale», de Deborah Eisenberg, se abre con una escena en la que un personaje (Patty) está despidiéndose de otro (Stuart). En una frase hilarantemente larga, compleja, clara y sabia, el narrador (que no sólo no es Patty, sino que es alguien que sabe bastantes más cosas que Patty, incluyendo algunas que ella está apenas empezando a vislumbrar) nos revela sus maduros y, como tales, aleccionadores puntos de vista sobre la amistad. Al mismo tiempo se nos revelan muchas cosas sobre las circunstancias de los personajes (Stuart se está mudando del apartamento que ha compartido con Patty), sobre sus diferentes caracteres (véase la gran cantidad de información que encierra ese «rabiosamente patético»), sobre la relación de amistad que une a Stuart y Patty y sobre la analítica inteligencia y la compleja sensibilidad moral de cada uno:

«Déjalo, Stuart», dijo Patty mientras Stuart se debatía con las maletas, que eran demasiado pesadas para él, pensó ella. (Casi todo era demasiado pesado para Stuart.) «Déjalas, y ya está. Además —dijo Patty—, ¿adónde vas a ir? No tienes ningún sitio a donde ir». Stuart la cogió de la mano y la sostuvo un momento sobre sus propios ojos cerrados, y a pesar de las muchas ocasiones en que ella había querido que se fuera, las diversas ocasiones en que ella había intentado que se fuera, y a pesar de que él estaba en su momento más rabiosamente patético, por una vez, ella no pudo pensar en nada, nada en absoluto que él pudiera estar tramando llevarla a hacer o dejar de hacer por vergüenza, y entonces se le ocurrió que quizá esta vez él se iba a marchar de verdad, que simplemente estaba diciéndole adiós. Desde el principio, Patty no había sido consciente de que el tiempo une tanto como el amor y de que cuanto más tiempo pasas con alguien mayores son las posibilidades de encontrarte con alguna clase de cosa estable que te hace manejarte con eso que la gente llama informalmente «amistad», como si eso fuera el final del asunto, cuando la verdad es que incluso si «tu amigo» hace algo que te molesta o si tú y tu amigo decidís que os odiáis, o si «tu amigo» se muda de casa y ambos perdéis las direcciones, aun así sigues teniendo una amistad, y aunque eso puede cambiar las formas, o puede parecer diferente según el cristal con que se mire, o convertirse en algo embarazoso, o en un pesar, o en un disgusto, la amistad simplemente no puede dejar de haber existido, no importa lo lejos en el tiempo que hunda sus raíces, así que intentar repudiarla o destruirla no sólo constituye una traición de la amistad sino que, en un sentido práctico, tales esfuerzos están condenados a ser infructuosos, causando daños en los seres humanos involucrados antes que en esa jungla pegajosa (la amistad) en la que esos mismo humanos se han atrapado a sí mismos, así que si en adelante alguna vez vas a querer no haber tenido una amistad concreta, o si vas a querer no haber tenido esa particular amistad que tú y la otra persona podríais entablar con cualquier otro, entonces para nada te hagas amigo de esa persona, no le hables, no vayas a ningún sitio que frecuente esa persona, porque tan pronto como empieces a ver alguna cosa desde el punto de vista de esa persona (lo cual inevitablemente será tan pronto como estés al lado de ella) un suelo común se deslizará de seguro bajo tus pies.

En la novela Dos damas muy serias, de Jane Bowles, también nos encontramos con otra voz en tercera persona estilizada y única (una voz que sugiere el vocabulario y la cadencia de un muchacho de elevada educación, ligeramente chiflado y algo neurótico). Aquí, esta voz está describiendo el comportamiento de los niños, pero su tono no se alterará demasiado cuando la novela avance para describir las trémulas incursiones en la vida adulta que intentan hacer Christina y sus amigos. Nótese cómo la voz va girando atrás y adelante entre una dicción de alto nivel (véase ese «generalmente de naturaleza religiosa») y un registro más plano e infantil (ese muy en «Un día muy soleado»); es también como si el narrador no hubiese aprendido todavía lo que se supone que diría y no diría un narrador adulto (y mucho menos uno omnisciente), algo que se evidencia, por ejemplo, en la referencia a la gordura de las piernas de la pequeña Christina:

(Christina). Dada su tendencia a sumirse en innumerables batallas mentales —generalmente de naturaleza religiosa— prefería estar acompañada y organizar juegos. Tales juegos, como norma, eran muy morales, y a menudo guardaban relación con Dios. Pero a nadie le divertían, y se veía obligada a pasar sola la mayor parte del día... Un día muy soleado, después del almuerzo, Sophie tuvo que meterse en casa para su lección de piano y, mientras Mary se quedó sentada en el césped, Christina ... Se quitó los zapatos y los calcetines y se quedó en una corta combinación blanca. No resultaba un espectáculo agradable, porque Christina era por aquel entonces muy gruesa y de piernas bastante rollizas.

—No apartes tus ojos de mí —exigió—. Voy a ejecutar una danza de adoración al sol. Luego te mostraré cómo preferiría tener a Dios sin sol, que al sol sin Dios. ¿Me has comprendido?

—Sí —contestó Mary—. ¿Vas a hacerlo ahora?

—Sí. Voy a hacerlo ahora y aquí.

Se puso a bailar bruscamente. Era una danza torpe y todos sus gestos eran indecisos. Cuando Sophie salió de la casa, Christina corría hacia delante y hacia atrás, con las manos juntas en actitud de plegaría.

Si se las observa detenidamente, incluso las magistrales voces en tercera persona de las grandes novelas de los siglos xviii y xix no resultan tan imparciales como podríamos recordarlas. El famoso inicio de Anna Karenina («Todas las familias dichosas se parecen, y las desgraciadas, lo son cada una a su manera»), no está expresando un hecho científico, sino más bien una opinión. La voz omnisciente en Dickens suena siempre mucho más como la voz del propio Dickens que como la voz de Dios, como se puede ver en la frase inicial de la novela Dombey e hijo:

Próximo a las cortinas del lecho, en uno de los rincones más oscuros de la alcoba, se hallaba Dombey sentado en un sillón, y su hijo, cuidadosamente arropado, en una canastilla colocada sobre un canapé que había sido puesto ante el hogar encendido, como si la constitución del niño fuese análoga a la de un pastel y fuera necesario que se tostara mientras estuviese tierno.

Espero haber conseguido mostrar cuánto espacio hay, cuántas variaciones existen y cuántas posibilidades podemos considerar a la hora de elegir la manera de narrar nuestros relatos y novelas. Decidir la identidad y la personalidad del narrador es un paso importante. Pero sólo un paso. Lo que importa en realidad es lo que sucede después: el lenguaje que usará el escritor para interesarnos y meternos en la visión y la versión de esos acontecimientos que conocemos como ficción.