3 Las frases

NO HACE MUCHO, UN JOVEN escritor me contó una historia sobre una ocasión en que su exitoso y dinámico agente literario le llevó a cenar. El agente le preguntó sobre qué quería escribir y qué temas le seducían e interesaban más, a lo cual el joven escritor respondió que, para ser sinceros, el asunto no era lo más importante para él. Lo que en realidad le preocupaba, lo que quería ante todo, era escribir... frases verdaderamente grandes.

El agente exhaló un suspiro. Sus párpados aletearon. Después de un momento, dijo: «Prométeme que nunca, jamás en tu vida, dirás eso a un editor estadounidense».

Parte de lo que tiene de divertido y de conmovedor este suceso, al margen de la gratuita ocurrencia sobre los editores estadounidenses (al menos, unos pocos todavía están interesados en las grandes frases), radica en que muchos escritores bien podrían opinar lo mismo. Es decir, también podrían decir que escribir grandes frases les preocupa más que otros aspectos mucho más obvios de su trabajo (por ejemplo, la trama). Pero, lo que a menudo les impide decir algo así no es, probablemente, el temor a arruinar sus carreras (sin un agente sensible que les aconseje, la mayoría de los escritores podría no darse ni cuenta de lo pernicioso que puede ser este tipo de confesiones), sino más bien el hecho de que hablar sobre las frases supone conversar acerca de algo mucho más significativo y personal que las cuestiones que se les suele preguntar más a menudo, tales como: ¿tiene un plan de trabajo organizado?, ¿usa ordenador?, ¿de dónde saca las ideas?

Hablar con otro escritor sobre las frases es como forjar una conexión que tiene sus raíces en algún tipo de deformación profesional de lo más íntima y arcana, algo así como el fuerte vínculo que se podría crear entre dos matemáticos debido a su admiración compartida por algún enrevesado y elegante teorema. Cada cierto tiempo oigo a los escritores decir que hay otros escritores a los que leerían sólo por el puro placer de maravillarse con la destreza de que hacen gala al armar ese tipo de frases que nos empujan a seguir leyendo atentamente y a deconstruirlas y volverlas a construir, de manera muy similar a como un mecánico podría aprender el funcionamiento de un motor desmontándolo.

Una frase bien construida trasciende el tiempo y el género. Una frase hermosa es una frase hermosa, independientemente de cuándo fue escrita o de si forma parte de una obra teatral o un artículo periodístico. Lo cual es una de las muchas razones por las que es placentero y útil leer escritos que no sean sólo del género que uno cultiva. Tanto el escritor de ficciones líricas como el de las más estrafalarias y libres novelas llamadas de flujo de conciencia pueden también aprender cosas si prestan atención a las frases del más lógico de los autores de ensayos personales razonados con rigor. En efecto, las brillantes oraciones de la escritura periodística y de viajes de Rebecca West se ven irradiadas a menudo hacia su escritura novelística. Esto puede sugerir la posibilidad de que las frases de ciertos escritores mejoren en función de la densidad y la gravedad de la información que han de transmitir.

En su estilo característico, las lúcidas oraciones con que Rebecca West abre su novela Rosas blancas, a las cuatro nos presentan a dos de los personajes principales, esbozados con los perfiles de sus situaciones sociales, psicológicas y cotidianas, y terminan con un efecto dramático que asegura que el lector se vea persuadido de pasar la página:

Una tarde de uno de los primeros veranos de este siglo, cuando Laura Rowan acababa de cumplir los dieciocho años, estaba sentada bordando un pañuelo en la escalinata entre la terraza de la casa de su padre y los jardines que pertenecían comunalmente a los residentes de la plaza Radnage. Le gustaba bordar. Era un entretenimiento solitario en el que nadie molestaba ni interfería. La terraza había estado vacía hasta diez minutos antes, cuando su padre salió de la casa. Sin levantar la mirada, Laura supo que era él. El padre había movido un buen trecho una silla para ponerla en otro sitio y, al sentarse en ella, murmuró algo quejándose de que el asiento no correspondía a sus exigencias de comodidad. Después inició un bisbiseo burlón por el que ella supo que estaba leyendo un libro. Él no podía verla. Laura se había sentado en el escalón más bajo y se alegraba de que fuera así, pues, si no, él le habría dicho que se sentara más derecha o no tan derecha. Sus críticas no eran tan insistentes como tendían a ser las de otras personas, pero eran continuas. Ahora oyó abrirse la contraventana que daba a la terraza y dejó el bordado, dispuesta a escuchar a escondidas. Desde el año pasado, más o menos, todos los de la casa habían estado escuchando a escondidas siempre que les era posible.

Pero, incluso este resplandeciente pasaje parece palidecer ligeramente en comparación con este fragmento de la obra maestra de West, Cordero negro, halcón gris: un viaje al interior de Yugoslavia, en el cual describe los momentos que condujeron al asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo:

Princip oyó el ruido de la bomba de Chabrinovitch y pensó que todo estaba consumado, así que no hizo nada. Pero cuando pasó el coche y vio que la comitiva real seguía con vida, se quedó aturdido por la sorpresa y se fue andando a una cafetería donde se sentó, se tomó un café y se serenó. También a Cranezh le engañó la explosión y dejó pasar su oportunidad. Francisco Fernando habría salido ileso de Sarajevo de no ser por las acciones de su propio personal, que por culpa de una sucesión de meteduras de pata hizo que su coche aminorara la marcha y que el archiduque ofreciera un blanco perfecto a Princip —el único de los conspiradores con suficiente madurez y determinación—, que había terminado su café y estaba recorriendo las calles, anonadado por su fracaso y el de sus amigos, que expondría al país a un terrible castigo sin haber infligido pérdidas a la autoridad. Por fin las balas lograron salir de aquel revólver reacio para alojarse en los cuerpos de las ansiosas víctimas.

Hasta aquí, el lector puede haberse preguntado: ¿qué es una frase hermosa? La respuesta es que la belleza de una oración es, en última instancia, tan difícil de cuantificar o describir como la belleza de una pintura o de un rostro humano. Quizá, una explicación más acertada podríamos encontrarla en algo como la conocida definición de poesía de Emily Dickinson: «Si, físicamente, siento como si perdiera la cabeza, entonces sé que eso es poesía»3. Me doy cuenta de que ésta no es una definición tan precisa como un aspirante a escritor-de-frases-bellas podría desear. Pero quizá podría ofrecer algún consuelo decir que sólo con pensar en estos términos (es decir, sólo con considerar qué es lo que puede componer frases poderosas, decididas, enérgicas y claras) ya estaremos bastante lejos de dondequiera que estuviéramos antes de ser conscientes de las frases como algo merecedor de nuestro profundo respeto y nuestra embelesada atención.

Entre los muchos autores cuyos nombres surgen en este contexto están (por escoger tres de ellos, no sólo separados por los siglos sino también por su género literario, sexo, formación y temperamento) Samuel Johnson, Virginia Woolf y Philip Roth. He aquí la oración que da inicio a la breve biografía The Life of Savage, de Samuel Johnson.

Se ha observado en todas las épocas que las ventajas otorgadas por la naturaleza o por la fortuna han contribuido muy poco a extender la felicidad; y que aquellos a quienes el esplendor de sus rangos o la amplitud de sus capacidades han situado en la cima de la existencia humana no han ofrecido, con frecuencia, una sola ocasión de provocar la envidia en aquellos que los miran elevando la vista desde una posición más baja; sea porque la superioridad aparente incita a los grandes designios, y los grandes designios tienden de forma natural a fatales fracasos; o porque la suerte general de la humanidad es miseria, y las desgracias de aquellos cuya eminencia atrae sobre ellos una atención universal han sido más cuidadosamente registradas, porque ellos eran más generalmente observados, cuando, en realidad, han sido sólo más visibles que las de los otros, no más frecuentes, ni más severas..

El rasgo que este período tiene en común con todos los buenos períodos es, ante todo y de manera obvia, la claridad. Entre su primera letra mayúscula y su punto final hay 151 palabras, ocho comas y tres puntos y comas, y ni siquiera el lector medio, o al menos el que tenga la paciencia de leer y considerar cada palabra, tendrá problemas para entender lo que el doctor Johnson está diciendo.

A pesar de su extensión, este período oracional es económico. Suprimir siquiera una sola palabra lo haría menos diáfano y completo, puesto que Johnson toma una observación harto común, convertida ya en un cliché, la de que el dinero y la fama no dan la felicidad por sí mismos, y le da una y otra vuelta, considerando las posibles explicaciones, las razones de que esta percepción pueda ser verdad o tan sólo parecer una verdad. El período combina una suerte de autoridad magistral con un casi espontáneo ingenio, en parte debido a la despreocupada facilidad con la que el maestro Johnson escribe a vuela pluma esas amplias generalizaciones filosóficas («los grandes designios tienden de forma natural a fatales fracasos», «la suerte general de la humanidad») condensadas en proposiciones subordinadas, como si la veracidad de esas afirmaciones fuera tan obvia (tanto para el escritor como para el lector) que no hubiera necesidad de detenerse más en tales pronunciamientos, mucho menos de dedicarles frases propias.

Posiblemente, la principal razón por la que este período nos deleita tanto es porque leerlo es tomar parte en el proceso de pensarlo (las sucesivas calificaciones y consideraciones), en el mecanismo de una mente ágil en funcionamiento o, en cualquier caso, de una mente tan ágil como la de Samuel Johnson. Finalmente —y no hay manera de transmitir esto sin haber leído el período en voz alta o, al menos, haberlo dicho mentalmente en silencio, palabra por palabra, tal como la maestra nos advertía que no había que hacer—, la cadencia y el ritmo del período (tema sobre el que volveremos luego) son tan mesurados y agradables como los de la poesía o la música.

En el caso de Philip Roth, es necesario citar un fragmento más largo, ya que parte de lo que hace tan extraordinarias sus frases es lo enérgicas y variadas que resultan, lo diferentes que son en cuanto a longitud, matiz y tono, así como lo rápidamente que saltan, sin solución de continuidad, de lo explicativo a lo hechizante, de lo inquisitivo a lo retórico e informativo. Este párrafo de Pastoral americana condensa la meditación que subyace como tema central del libro: la cuestión de cómo un hombre como Seymour «Sueco» Levov podría hacer algo que esté a su alcance para asegurarse de que el «sueño americano», la «ansiada pastoral americana», pueda llegar a convertirse en una realidad para él y su familia (y para reconocerse a sí mismo en una infernal «contrapastoral... la fiera americana indígena»):

El viejo toma y daca intergeneracional del país de antaño, cuando todo el mundo conocía su papel y se tomaba las reglas con la mayor seriedad, el movimiento de asimilación cultural en el que todos nos educamos, el rito de la lucha por el éxito, posterior a la inmigración, que se había vuelto patológico, más que en ningún otro sitio, precisamente en el castillo de terrateniente de nuestro Sueco, corriente en grado superlativo. Una persona dispuesta como una baraja de cartas, organizada para que las cosas se desarrollen de un modo por completo distinto. En absoluto preparada para lo que se le viene encima. ¿Cómo podría él, con su bondad minuciosamente calibrada, haber sabido que los riesgos de ser obediente eran tan altos? Uno se decanta por la obediencia para reducir los riesgos. Una mujer guapa. Una casa hermosa. Dirige sus negocios como si practicara hechicería ... Así es como vive la gente de éxito. Son buenos ciudadanos. Se sienten afortunados Se sienten agradecidos. Dios les sonríe. Hay problemas, ellos se adaptan. Y entonces todo cambia y se vuelve imposible. Ya nada sonríe a nadie. ¿Y quién puede adaptarse entonces? He aquí una persona que no está hecha para el funcionamiento deficiente de la vida, y no digamos para lo imposible. ¿Pero quién está hecho para lo imposible que va a suceder? ¿Quién está hecho para la tragedia y la incomprensibilidad del sufrimiento? Nadie. La tragedia del hombre que no está hecho para la tragedia... ésa es la tragedia de cada hombre.

Estrictamente hablando, no se trata de oraciones completas. Hay fragmentos de oraciones dispersos por entre las oraciones completas. El primer y largo fragmento tiene de todo excepto verbo (un elemento que, como aprendimos en la escuela, es, junto al sujeto, una necesidad básica para construir una oración). Pero, por qué necesitaría un verbo cuando tiene, compactado en 68 palabras y seis cláusulas, un lamento por el viejo orden, por la seguridad y estabilidad perdidas, y una pista que indica que ese orden decepcionará a «nuestro Sueco, corriente en grado superlativo». Entonces empiezan los breves, percucientes y asertivos fragmentos y frases. «Una persona dispuesta como una baraja de cartas... En absoluto preparada ...» Inmediatamente, el pasaje vira hacia el modo de llamada y respuesta, un argumento en sí mismo, una sucesión de preguntas y respuestas o, de manera más precisa, respuestas que reconocen el hecho de que no hay respuestas para dichas preguntas. Luego está la cadena de oraciones de tres palabras: «Son buenos ciudadanos. Se sienten afortunados. Se sienten agradecidos». Y, entonces, las oraciones paralelas: «Dios les sonríe... Ya nada sonríe a nadie».

Las preguntas se hacen más largas, más exigentes y desesperadas, más cercanas a preguntas como las que Job formuló a Dios. ¿Quién está preparado para la tragedia y la incomprensibilidad del sufrimiento? La pregunta tiene una respuesta: nadie. Y, al final, llegamos a la hermosa e impecablemente sabia última oración: «La tragedia del hombre que no está hecho para la tragedia... ésa es la tragedia de cada hombre». Es de gran ayuda leer este fragmento en voz alta para recoger todo el efecto de este apasionante debate construido por Roth, palabra por palabra, frase por frase.

Finalmente, echemos un vistazo a uno de los más complejos y virtuosos períodos de toda la literatura, que figura al inicio del ensayo «On Being 111» («Sobre la enfermedad»), de Virginia Woolf:

Teniendo en cuenta lo común que es la enfermedad, lo tremenda que es la transformación espiritual que conlleva, lo asombrosos que son, cuando se van apagando las luces de la salud, los territorios aún no descubiertos que se revelan entonces, qué yermos y desiertos del alma puede hacernos presenciar una simple gripe, qué acantilados y prados salpicados de luminosas flores puede descubrirnos una pequeña subida de temperatura, qué centenarios y recios robles son arrancados de raíz en nosotros por obra de la enfermedad, cómo descendemos al abismo de la muerte y sentimos las aguas de la aniquilación muy cerca, sobre nuestras cabezas, y despertamos pensando que nos encontramos en presencia de ángeles y arpistas cuando nos han sacado una muela y volvemos a la superficie en el sillón del dentista y confundimos su «enjuáguese la boca, enjuáguese la boca» con el afectuoso saludo de una Deidad inclinándose desde el Cielo para darnos la bienvenida... cuando pensamos en eso, (y con tanta frecuencia estamos obligados a pensar en ello), se nos antoja en verdad extraño que la enfermedad no haya tenido su lugar junto al amor y la batalla y los celos entre los principales temas de la literatura.

Lo maravilloso, por supuesto, no es lo larga que es la oración (197 palabras), sino lo perfectamente comprensible, elegante, ingeniosa, inteligente y grata que resulta su lectura. No es la desmesurada longitud de la oración, sino más bien su claridad lo que hace que valga tanto la pena estudiarla y descomponerla en sus partes. Ésta es la razón de que sea deseable que a los estudiantes se les enseñe todavía a analizar sintácticamente las oraciones, a trazar un esquema instantáneamente visible y comprensible que hace no sólo más fácil sino necesario dar cuenta de cada palabra y no perder la pista de qué frase está modificando qué sustantivo y de qué proposición sigue a qué antecedente. Como escribió Gertrude Stein: «Realmente, no sé de ninguna otra cosa que haya sido más emocionante que analizar sintácticamente las oraciones. Me encanta la sensación, la eterna sensación, de vislumbrar las oraciones que se diagraman a sí mismas».

Entre las preguntas que los escritores necesitan hacerse a sí mismos durante el proceso de revisión (¿es ésta la mejor palabra que puedo encontrar?, ¿es claro este significado?, ¿puede cortarse de aquí una palabra o frase sin sacrificar algo esencial?), quizá, la más importante sea ésta: ¿se ajusta esto a las reglas de la gramática? Lo que resulta extraño es ver cómo muchos escritores principiantes parecen pensar que la gramática es algo irrelevante o que ellos están, de alguna manera, por encima o más allá de ese tema, más apropiado para un escolar que para un futuro autor de «alta literatura». O tal vez les preocupe apartarse de su interés en lo artístico si permiten que los distraigan los aburridos requerimientos del uso del lenguaje. Sin embargo, la verdad es que la gramática siempre es interesante y útil. Dominar la lógica de la gramática contribuye de una manera misteriosa (que de nuevo evoca cierto proceso de osmosis) a conocer la lógica del pensamiento.

Un novelista amigo mío compara las reglas de la gramática, de la puntuación y de uso con una suerte de antiguo protocolo social. Dice que escribir es un poco como invitar a alguien a tu casa. El escritor es el anfitrión, el lector, el invitado; y el escritor sigue el protocolo porque quiere que sus lectores estén más cómodos, especialmente si planea servirles algo que no se esperan.

Para familiarizarse con este protocolo especializado, recomiendo que se recurra a los mejores manuales de gramática de cada lengua. Yo recurro al mío preferido (el de Strunky White) de tanto en tanto, de la misma manera que releo periódicamente a Shakespeare4. Y siempre descubro algo nuevo, resuelvo alguna cuestión que me ha estado rondando o aprendo una regla de uso que creía conocer, creencia que puede haber resultado en alguna inconsistencia y en algunos errores de los cuales sólo puedo rogar que algún santo corrector de pruebas me salve. Hace poco, ese manual me ayudó a dar con la manera correcta de formar el posesivo de un nombre propio como Keats en inglés (es Keats's, pero hay excepciones que vale la pena investigar).

A la hora de buscar un manual de nuestro gusto, lo que resulta decisivo es que elijamos uno cuyo autor preste atención a cómo evoluciona y cambia la lengua, y que ofrezca juicios adecuados para el momento en el que pudiéramos desear adoptar neologismos o rendirnos a nuevos usos. También es esencial que el manual escogido haga una interpretación flexible del concepto de estilo, no sea que recomiende que nunca se escriba el tipo de frases fragmentarias que infunden vida al pasaje de Philip Roth. Esta es la razón por la cual, a mi entender, es necesario mantener el concepto de claridad como un ideal más elevado aún que el de la corrección gramatical y la causa por la que resulta esencial leer grandes frases (es decir, las frases de grandes escritores de frases) junto con el manual de estilo.

Una diferencia fundamental y muy elocuente entre aprender de un manual y aprender de la literatura es que todo libro de instrucciones nos contará, casi por definición, cómo no se debe escribir. Así, los manuales de estilo son un poco como un taller de escritura y tienen la misma desventaja (una pedagogía que plantea advertencias acerca de lo que puede ser infringido y propone indicaciones sobre cómo evitarlo), al contrario que el aprendizaje a partir de la misma literatura, que enseña partiendo de modelos positivos.

Podemos agradecer a la buena fortuna que nadie le dijera a Virginia Woolf que una oración tan larga como la que da inicio a su «On Being 111» podría resultar completamente tosca o confusa. Porque, conforme su oración va despegando, todo avanza en una metódica progresión a partir del gerundio «Teniendo en cuenta» y de la introducción de «enfermedad» como sustantivo que puede después ser elidido. Deteniéndonos para respirar en cada coma, nos encontramos entre una sucesión de cláusulas dependientes que rompen sobre nosotros como si fueran olas, cláusulas que van creciendo en longitud, complejidad e intensidad de la misma forma que los aspectos de la enfermedad que se nos invita a considerar, cada vez más elaborados e imaginativos, trasportándonos desde territorios no descubiertos a desiertos y prados florecidos, y luego haciéndonos bajar al abismo desde el que somos elevados por la voz del dentista, a quien hemos confundido con Dios dándonos la bienvenida al cielo. Hasta que, al final, todo se presenta unido en una sola palabra, eso: «cuando pensamos en eso». A continuación, recibimos una furtiva sugerencia de que nosotros mismos podríamos pensar a menudo en lo fácil que es confundir al dentista con un mensajero de los cielos (lo que, de hecho, no hacemos tan a menudo o, al menos, no lo hago yo). Y sólo entonces llega esta espléndida oración a su obvio tema central: lo raro que resulta que la enfermedad no sea algo sobre lo que trate normalmente la literatura.

Una vez más, vale la pena mencionar que componer una oración como ésta (o, en realidad, cualquier oración) es el resultado final de muchas y minuciosas decisiones, y que un escritor de otra índole podría haber decidido expresar ese mismo tema en aproximadamente una docena de palabras que pudieran haber transmitido la idea de forma igualmente comprensible pero ni con mucho tan deliciosa ni inteligente. La lectura de una oración así tampoco habría sido, ni de lejos, tan divertida. Otro autor podría haber dicho, simplemente: «Considerando lo frecuentemente que la gente se enferma, es raro que los escritores no escriban más a menudo sobre la enfermedad».

Pero esta frase sería una mucho menos reveladora y fiable introducción para ese ensayo. Porque no es sólo el contenido (el significado) de la oración lo que nos prepara para lo que está por llegar. Lo que nos espera no es un examen franco, un glorioso análisis estadístico de la inexplicable poca frecuencia con que la enfermedad es tomada como tema literario, sino más bien una oportunidad para mirar cómo la mente de Virginia Woolf va saltando de tema en tema de una manera a la vez imaginativa y lógica, cruzando sutiles puentes que nunca se nos antojan caminos cortados, sino más bien pasarelas entre una transparente corriente de pensamiento y otra, entre una seductora observación y la siguiente.

Hacia el final de este breve ensayo, momento en el que Woolf habrá fijado su verdadero tema, que es la valentía que exige continuar viviendo en presencia de la pérdida y de la muerte, y cara a ellas, la escritora habrá mencionado varias docenas de cuestiones que incluyen la lectura, el lenguaje, la fe, la soledad, la ciencia,

Shakespeare, el reino animal, la demencia, el suicidio y una breve biografía de la tercera marquesa de Waterford. En sólo unas pocas palabras, el ensayo salta desde la discusión sobre lo difícil que es para nosotros imaginar el Cielo a una muy diferente clase de dificultad, la de leer Historia de la decadencia y caída del Imperio romano (The Decline and Fall of the Roman Empire), cuando nos sentimos aunque sólo sea levemente indispuestos. Y, así, para cuando llegamos al final del ensayo, nos hemos dado cuenta de que una frase que parecía implicar un cierto lucimiento era más bien una promesa (o introducción) admirablemente acertada del brillante ingenio y la profunda gravedad de todo lo que seguiría.

Sólo para demostrar que este tipo de oraciones (la compleja oración introductoria que no solamente marca el tono, sino que también resume algo esencial sobre el resto de la obra) puede darse tanto en la ficción narrativa como en el ensayo especulativo, veamos el inicio del relato «El terremoto de Chile», de Heinrich von Kleist:

En Santiago, la capital del Reino de Chile, en el preciso instante en que se producía el gran terremoto del año 1647, en el que se perdieron muchos miles de vidas, un joven español de nombre Jerónimo Rugera, que había sido encarcelado por una acción criminal, encontrábase de pie frente a un pilar de la prisión, a punto de colgarse.

Estamos ante una oración tan cargada de bravuconería y de festivo aplomo que se diría el equivalente literario de una partida de póquer abierta con una apuesta enorme. ¿Cómo evitaremos quedarnos para averiguar lo que se trae entre manos? ¿Qué más ocurrirá durante el terremoto, que ya sabemos que ha causado una catastrófica pérdida de vidas? ¿Qué «acción criminal» ha sido la causa de que encierren a este joven español? ¿Y por qué está a punto de colgarse? Mientras tanto, no podemos evitar tomar nota, de paso, de lo extraña que resulta la idea de un suicidio que se produce «en el preciso instante» del desastre y la gran hecatombe.

A lo largo de la obra de Kleist, hay oraciones, particularmente las oraciones iniciales, que nos sobrecogen por la cantidad de narración pura que encierran en pocas frases breves. De Kafka, asimismo un maestro de las líneas de apertura («Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque, una buena mañana, fue detenido sin haber hecho nada malo» o «En los últimos decenios, el interés por los ayunadores profesionales ha disminuido notablemente») 5, se ha dicho que aprendió a escribir frases de arranque leyendo a Kleist.

Es una buena idea destinar una parte de la propia librería (quizá la más cercana al escritorio) para los libros de escritores que han trabajado sus oraciones a conciencia, que las han revisado y pulido hasta convertirlas en gemas que todavía nos deslumbran. Ésos son los libros a los que uno puede volver siempre que presiente que su propio estilo se está haciendo un poco descuidado, perezoso o vago. Uno puede abrir esos libros por cualquier página y leer una oración que le mueva a esforzarse más, a intentar cosas más difíciles, a regresar a ese punto muerto y revisar aquella oración imprecisa o embarazosa hasta convertirla en algo de lo que sentirse orgullosos en lugar de algo que espera que el lector no advertirá. <

En esa parte de mi librería (la biblioteca de las oraciones inspiradoras) están, entre otros, los libros de Stanley Elkin. Para demostrar este argumento, abrí su libro Searches and Seizures al azar y descubrí este pasaje en «The Making of Ashenden», una novela corta sobre el loco y muy inoportuno amor de un hombre rico por un oso:

Toda mi vida adulta he sido huésped en casa de otras personas, siguiendo el sol y las estaciones como un ave migratoria, un instinto dentro de mí, la astucia del hombre rico para sentir cuándo las cosas están a punto, esa noción sobre las ostras en meses con «r» que funciona y que sabe, sin ninguna relación con nada que no sea ella misma, cuándo poner en la maleta la raqueta de tenis, cuándo sacar las gafas de campo alemanas para observar los pájaros de un amigo, o el telescopio para observar sus estrellas, el traje isotérmico para bucear bajo sus aguas cuando pasan por allí los peces exóticos. No viene en el Times cuándo dejan de estar de moda los trajes negros para cenar y cuándo se ponen de moda los trajes blancos; es algo mucho más infalible y sutil, ese delicado código guía de los privilegiados, mi particular astronomía de playboy.

Hay aquí, comprendido en una sola oración, un estilo de vida completo, un estrato de nuestro sistema de clases y castas, una clave del carácter del narrador y una ventana abierta a su existencia, junto a toda clase de pequeñas cuestiones accesorias vertidas en la narración, por ejemplo, la satisfacción de entender el significado de «las ostras en meses con "r"» o de su «particular astronomía de playboy». La oración nos proporciona un preciso sentido de la seguridad del narrador, de su jactancia, su sentido del privilegio (aspectos de este personaje que serán humillados por su inesperada e incontrolable atracción sexual por el oso). Una vez más, sería útil imaginar las sumarias y aburridas frases con que un autor menos hábil podría haber trasmitido la misma información.

Imagino que muchos admiradores de Raymond Chandler se sienten más atraídos por sus frases, esas maravillas concisas y cortantes, esa prosa casi abusivamente ruda y altanera, que por sus tramas detectivescas, las cuales pueden ser un poco difíciles de seguir y que se nos olvidan antes que esas líneas por las que recordamos a Philip Marlowe. El cariño que sentimos por el detective de Chandler tiene más que ver con cómo usa el lenguaje que con cómo resuelve un asesinato o cómo dispara un arma. Es prácticamente imposible resistirse al encanto de líneas como éstas, de su novela El sueño eterno:

No había temor en el grito. Más bien sonó a sorpresa un tanto agradable, con un acento de embriaguez y un matiz de imbecilidad. Fue un sonido desagradable. Me hizo pensar en hombres vestidos de blanco, en ventanas con barrotes y en duras y estrechas camas con correas de cuero para muñecas y tobillos. El escondrijo de Ceiger estaba de nuevo en perfecto silencio cuando di con el hueco del seto y doblé el ángulo que tapaba la puerta. Como aldaba había un aro de hierro en la boca de un león. Lo alcancé y me dispuse a llamar. En ese preciso instante, como si alguien hubiera estado esperando la señal, tres disparos retumbaron en la casa. Se oyó después un sonido que podía ser un suspiro largo y áspero. Después un porrazo blando y vago. Y después pasos rápidos que se alejaban de la casa.

Hasta aquí, quizá he estado inclinándome más hacia frases que parecen mariposas revoloteando de flor en flor, como las de Woolf o Kleist, hacia rápidos puñetazos como los de Chandler, frases semejantes a un codazos en las costillas, o hacia las oraciones como las de Stanley Elkin o Philip Roth, verdaderas armas cargadas. Sin embargo, hay también frases maravillosas que toman el camino más rápido, claro y sencillo entre los puntos A y B.

Es casi imposible hablar sobre el «habla» literaria llana y sobre las frases sencillas (o carentes de adornos), sin mencionar a Hemingway. Junto a Twain, Hemingway puede atribuirse el mérito de haber demostrado lo vasto que es el océano que separa la voz de la novela europea del siglo xix del habla corriente del estadounidense medio del siglo xx.

Al leer a Hemingway, pronto se descubre que sus oraciones no son ni sencillas ni amaneradas, de ese tipo casi autoparódico y tan expuesto a la sátira que recordamos bien. Su escritura es mucho más variada que la de esos esos pasajes construidos con frases que se repiten y reverberan, unidas por conjunciones en un ritmo cantarín a medio camino entre el lenguaje infantil y la Biblia del Rey Jaime. Fiesta contiene la siguiente frase larga sobre una corrida de toros, justo el tipo de acontecimiento físico y violento que otro escritor podría haber resuelto con una prosa más escueta y tajante. Supongo que estas cadencias recogen más fielmente los aspectos ceremoniales de esta arte, el movimiento del capote y todo lo demás. Dicha oración es también una descripción de un torero cuya carrera está declinando, situación que su tono vagamente lúgubre en parte transmite:

A veces se volvía y sonreía, con aquella sonrisa sin labios que era todo dientes y prominente mandíbula, cuando le gritaban algo particularmente insultante, y el dolor que le producía cualquier movimiento crecía y crecía sin parar, y al final su cara amarilla había adquirido el color del pergamino, y cuando su segundo toro estuvo muerto y la lluvia de pan y almohadones hubo terminado, después de saludar al presidente con idénticas sonrisa de lobo y mirada despectiva y de pasar la espada por encima de la barrera para que la limpiaran y la metieran en su estuche, entró en el callejón y se apoyó en la barrera, debajo de nosotros, con la cabeza entre las manos, sin ver nada, sin oír nada, atento sólo a su dolor.

Una vez más podemos seguir con facilidad la oración a pesar de su extensión, aunque podría haber sido igual de rítmica y un poco más transparente si la frase «cuando le gritaban algo particularmente insultante» hubiera sido ubicada justo después del «A veces» inicial, adonde más apropiadamente pertenece6.

En el siguiente párrafo hay ejemplos de la prosa más identificable de este escritor, la más «hemingwayiana»:

Belmonte ya no estaba lo bastante en forma. Ya no tenía sus grandes momentos en el ruedo. Ni siquiera estaba seguro de que hubiera grandes momentos. Las cosas ya no eran las mismas; ahora la vida venía sólo a ráfagas.

Poco después, en el mismo pasaje, pero hablando de otro torero (éste en auge), encontramos el tipo de oraciones por las que Hemingway es justamente admirado, oraciones que saben encontrar su propio camino para comunicar una sensación, un estado de ánimo o una acción sin apenas distraernos y con el máximo de verosimilitud. Nótese cómo el autor se sujeta enseguida a los hechos y, al mismo tiempo (mediante la elección de las palabras, del ritmo y de la sintaxis), recoge la coreográfica sexualidad del mortal paso a dos entre el matador y el toro:

El toro levantó la cola y atacó; Romero, con los pies firmes en el suelo, levantó los brazos antes de pasar el toro, haciéndole describir una semicircunferencia. La capa, húmeda y pesada por el barro, se mecía abierta e hinchada como una vela, y Romero le hizo describir un giro exactamente en el momento en que pasaba el toro. Terminado el pase, volvieron a encontrarse ambos frente a frente. Romero sonrió. El toro quiso repetir la operación, y la capa de Romero volvió a hincharse, esta vez por el otro lado. Dejaba pasar siempre al toro tan cerca que el hombre, el toro y la capa que se hinchaba y describía un giro ante el toro no formaban más que una única masa que parecía grabada en aguafuerte. ¡Qué lento, qué calculado era todo! Parecía como si estuviera arrullando al toro para que se durmiera. Dio cuatro verónicas de este tipo y, tras finalizar con una media verónica que le hizo presentar la espalda al toro, avanzó en dirección a los aplausos, con la mano en la cadera y la capa colgada del brazo, mientras el toro contemplaba cómo iba alejándose de espaldas.

Para buscar tanto las raíces como la forma final de la «hiper-conjuntiva» y cantarina oración de Hemingway a que me referí anteriormente, necesitamos regresar a Gertrude Stein. «Las oraciones, no sólo las palabras, sino siempre las oraciones, fueron la pasión de Gertrude Stein durante toda su vida», escribió Stein sobre ella misma en Autobiografía de Alice B. Toklas. De Gertrude Stein Hemingway aprendió mucho más de lo que admite en sus memorias parisinas París era una fiesta: es decir, el consejo de no escribir nada sucio o, como ella decía, inaccrochable7 la idea de que la homosexualidad masculina es algo repugnante y el principio general de que uno debería comprar cuadros en vez de ropa. Su deuda para con ella está expresada no sólo en el contenido, sino también en la forma de la oración en la que Hemingway dice: «Por otra parte, en cuestiones sobre los ritmos y el uso de la repetición de palabras, ella había descubierto verdades válidas y valiosas, y sabía comentarlas».

En el siguiente pasaje de Autobiografía de Alice B. Toklas (un pasaje, de hecho, acerca de Hemingway y de las frases) podemos entrever los orígenes de lo que Hemingway asimiló y adaptó luego a su propio estilo. Reconocemos los familiares «ritmos y el uso de la repetición de palabras», el estilo conversacional y un tipo de lenguaje que amalgama la poesía, el habla directa y cierta personalidad excéntrica:

En aquellos primeros tiempos, Hemingway tenía simpatía hacia todo el mundo, salvo Cummings. Acusaba a Cummings de haberlo copiado todo, no de alguien concreto, sino de un conjunto de seres inconcretos. Gertrude Stein, quien quedó muy impresionada por la lectura de The Enormous Room, dijo que Cummings no copiaba, sino que era un natural heredero de la tradición de Nueva Inglaterra, con su aridez y esterilidad, pero también con su personalidad. No estaban de acuerdo en este punto. Tampoco lo estaban en cuanto a Sherwood Anderson. Gertrude Stein sostenía que Sherwood estaba dotado de especial talento para emplear las frases de modo que produjeran una emoción directa, lo cual se encontraba en la mejor tradición literaria americana, y que ningún escritor norteamericano, salvo Sherwood, era capaz de escribir una frase clara y apasionada al mismo tiempo. Hemingway no compartía esta opinión, y tampoco le gustaba el gusto de Sherwood. Gertrude Stein le decía que el gusto no tiene nada que ver con las frases. Y añadía que Fitzgerald era el único, entre los jóvenes escritores, que escribía las frases con naturalidad.

Como sus predecesores Sterne y Twain y como sus contemporáneos Joyce y Woolf, Stein deseó, al menos en Autobiografía de Alice B. Toklas, construir oraciones y usar el lenguaje de una manera que reprodujera sobre la página el proceso de la conciencia, la cháchara de la voz interior que nos propulsa a lo largo del día, la voz en la cual comprendemos y nos explicamos nuestras propias vidas a nosotros mismos. Más recientemente, Raymond Carver exploró todavía otra clase de conciencia (normalmente, masculina, de clase trabajadora, estadounidense, bastante observadora, defensiva, autoconsciente y autoperceptiva, aunque escasamente sofisticada) y, en el proceso, documentó un tipo de vida interior muy diferente a la de, digamos, la Clarissa Dalloway de Virginia Woolf.

El relato de Carver titulado «Plumas» trata sobre una tarde que el narrador y su esposa, Fran, están pasando en casa del compañero de trabajo de él, llamado Bud, junto a su esposa, Olla, su hijo pequeño y su mascota, un pavo real. La bella Fran y nuestro narrador están felizmente enamorados, contentos de no tener hijos y sin más deseos concretos que el de estar juntos.

Esa tarde, que Fran aborda con considerable desgana, las cosas dan un giro plagado de sorpresas, entre ellas la espectacular fealdad del niño de Bud y Olla, así como las extrañas ideas que tiene la pareja sobre el uso de ciertas pertenencias familiares como elementos decorativos. Sobre el televisor de Bud y Olla hay un molde de escayola de la deforme dentadura con que nació Olla y que, gracias a Bud, le arreglaron después. Pero la mayor sorpresa de todas es la visión de dicha doméstica que se muestra a los invitados, el cuadro de una familia inundada de un tipo de amor que no exige ni belleza física ni dinero, un hogar en el que la atmósfera de ternura, amabilidad y atenciones es tan palpable y tan rica que incluso el pavo real, un ave a todas luces irascible, tiene una relación juguetona y dulcemente protectora con el niño de Bud y Olla.

He aquí cómo Carver describe la impresión que causa en el narrador esa visita, en un pasaje surgido tan directa y sinceramente del corazón del narrador que nos permite afirmar, simplemente por el tono y la composición de las oraciones, lo profundamente que nuestro protagonista se ha visto conmovido, a pesar de ser una persona normalmente comedida:

Aquella noche en casa de Bud y Olla fue algo muy especial. Comprendí que era especial. Aquella noche me sentí a gusto con casi todo lo que había hecho en la vida. No podía esperar a estar a solas con Fran para hablarle de cómo me sentía. Aquella noche formulé un deseo. Sentado a la mesa, cerré los ojos un momento y pensé mucho. Lo que deseaba era no olvidar nunca, o dejar escapar, de algún modo, aquella noche. Ése es uno de los deseos míos que se han realizado. Y me dio mala suerte que resultase así. Pero, desde luego, eso no lo sabía entonces.

Al repetir especial dos veces, Carver logra insuflar una nueva frescura y un nuevo vigor a una palabra que ya ha quedado desprovista de significado. Esa noche es tan importante que la palabra noche se repite cuatro veces en el párrafo, aunque el disfrute de la noche está ya contrarrestado por el sutil mal agüero del «casi todo lo que había hecho en la vida», así como las complejas emociones (autocompasión, resignación, acritud) contenidas en ese «uno de los deseos míos que se han realizado» (tan opuesto a, digamos, «y este deseo se hizo realidad»). Las últimas tres oraciones del párrafo nos trasladan al futuro o, de hecho, al momento presente en el que se está contando la historia: para entonces, la necesidad de ser precavido con aquello que se desea se habrá convertido ya en algo obvio. Finalmente, el relato da un salto atrás otra vez, hacia el pasado, hacia esa noche impregnada de tantos buenos deseos y tan puros que nuestro narrador nunca pudiera haber imaginado lo mucho que su vida iba a cambiar, no precisamente para mejor.

El fragmento que sigue es un rápido sumario de esos cambios. Esa misma noche, el ejemplo de Bud y Olla inspira al narrador y a su esposa la idea de formar su propia familia, con unos resultados considerablemente menos felices, situación sintetizada en el último párrafo del relato, que comienza con el narrador almorzando como otras veces con Bud en la fábrica donde trabajan:

Muy de tarde en tarde [Bud] me pregunta por mi familia. Cuando lo hace le digo que todo va bien... Lo cierto es que mi chico tiene tendencia al disimulo. Pero no hablo de ello. Ni siquiera con su madre. Con ella aún menos. Hablamos cada vez menos, ésa es la verdad. Por lo general, lo único que hacemos es ver la televisión. Pero recuerdo aquella noche. Me acuerdo de la manera en que el pavo real levantaba sus patas grises y recorría centímetro a centímetro el contorno de la mesa. Y, desde luego, mi amigo y su mujer dándonos las buenas noches en el porche. Olla le dio a Fran unas plumas de pavo real para que se las llevara a casa. Recuerdo que todos nos dimos la mano, nos abrazamos, diciéndonos cosas. En el coche, Fran se sentó muy cerca de mí mientras nos alejábamos. Me puso la mano en la pierna. Así fuimos a casa desde el hogar de mi amigo.

Las frases difícilmente podrían ser más directas. No hay apenas adjetivos, a excepción del gris de las patas del pavo real. Y encontramos esa frase escalofriante, «mi chico tiene tendencia al disimulo», que es todo lo que el narrador decide decirnos acerca de su hijo. La amorosa Fran se ha convertido en «su madre», en «ella». «Con ella aún menos» (cuatro palabras que transmiten un mundo de resentimiento y distanciamiento). Las frases se desmontan en fragmentos de frases, exactamente como lo harían en el habla (en el habla de justo este hombre), remarcando las largas y graves notas de las frases que empiezan con «Pero recuerdo...», «Me acuerdo...» y «Recuerdo...». (Siempre he oído que tener plumas de pavo real en casa atrae la mala suerte y siempre me he preguntado si Carver tuvo esto en mente cuando hizo que Olla, ignorante de tal superstición y con sus mejores intenciones, le regalara algunas a Fran.) Y, por último, encontramos tres frases cortas en las que el narrador rememora la felicidad perdida de aquella noche, un bendito y dichoso estado que, desde la distancia, sólo puede recordar muy a duras penas, convenciéndose él y convenciéndonos a nosotros con un trío de declaraciones apenas lo bastante largas como para contener los minúsculos e íntimos gestos que hacen ellos.

Entonces, no son sólo las oraciones largas y complejas las que merecen ser estudiadas y leídas con atención. La frase corta puede resultar también muy efectiva debido a que lo que está en juego no es la complejidad o el ornamento sino más bien la inteligibilidad, la elegancia y el hecho de que las frases deberían causarnos la impresión de ser el vehículo perfecto para expresar aquello que pretenden expresar; la frase debería parecer idealmente apropiada para cualquier relato, novela o ensayo en los que pudiera aparecer.

Antes de dejar el tema de las frases hemos de decir algo más sobre sus aspectos rítmicos. El ritmo es casi tan importante en la prosa como en la poesía. He oído decir a algunos escritores que, siempre que eso haga sus frases más musicales, preferirían elegir antes una palabra ligeramente errónea que usar un término más preciso que pudiera hacerlas parecer pesadas o toscas.

Es muy útil leer los propios textos en voz alta, siempre que uno pueda y no se sienta incómodo escuchando cómo resuena su propia voz cuando está a solas en una habitación. La cuestión es que las frases que difícilmente se pueden pronunciar sin tropiezos suelen ser frases que precisan una revisión para hacerlas más pulidas y fluidas. Una vez, un poeta me dijo que estaba leyendo en voz alta un borrador de un poema suyo cuando un ladrón irrumpió en su loft de Manhattan. El ladrón, conjeturando al instante que había entrado en la casa de un loco, se dio la vuelta y salió corriendo sin llevarse nada y sin agredir al poeta. De modo, que la lectura en voz alta no sólo puede mejorar la calidad de nuestros textos, sino también puede llegar a salvarnos la vida.

Algunos de los más celebrados pasajes literarios son aquéllos cuya cadencia nos conmueve de un modo que refuerza su contenido y acaba por trascenderlo. Las frases nos conmueven tanto como la música y de maneras que no se pueden explicar. El ritmo confiere a las palabras un poder que no puede reducirse a (o describirse con) las meras palabras.

La inolvidable y solemne fuerza de la novela Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, de Tim O'Brien, se debe a la repetición de las palabras necesidad, llevaban y cada hombre, y por el ritmo que establece el obsesivo listado, primero de objetos, después de nombres propios y, luego, de un rasgo de cada hombre, seguido de más objetos y de la sucesión de frases que comienzan con porque..., como... y debido a... Démonos cuenta de la cantidad de personajes que se han creado en un texto relativamente breve gracias a la elección precisa y elocuente de aquello que cada soldado lleva; observemos la manera en que ese equipo funciona como una suerte de minibiografía de ellos, así como la forma en que, hacia el final del pasaje, necesidad y llevaban habrá adquirido un renovado y más oscuro significado. Notemos también cómo cada uno de los personajes es presentado, desarrollado y humanizado por los objetos a los cuales se siente apegado, a pesar de lo engorroso que resulta llevarlos encima: «melocotón en almíbar espeso», «pastillas pequeñas de jabón que había robado de los hoteles». Con ese inventario de parafernalia y despojos, O'Brien logra condensar la experiencia de un ejército y una guerra particulares, de un paisaje minado y lleno de trampas, de las noches frías y los días calurosos, de diluvios monzónicos y arrozales interminables, también de la posibilidad de ser tiroteado de repente en cualquier sitio, como le sucedió a Ted Lavender: no sólo en el centro de una frase sino también en medio de una proposición subordinada:

Las cosas que llevaban eran determinadas, en general, por la necesidad. Entre las indispensables o casi indispensables estaban abrelatas P-38, navajas de bolsillo, pastillas para encender fuego, relojes de pulsera, placas de identificación, repelente contra los mosquitos, chicle, caramelos, cigarrillos, tabletas de sal... Henry Dobbins, que era corpulento, llevaba raciones suplementarias; le gustaba en especial el melocotón en almíbar espeso mezclado con bizcocho desmenuzado. Dave Jensen, que no descuidaba la higiene ni en campaña, llevaba un cepillo de dientes, hilo dental y varias pastillas pequeñas de jabón que había robado de los hoteles cuando estuvo de permiso en Sydney, Australia. Ted Lavender, que no se quitaba el miedo de encima, llevaba tranquilizantes hasta que le pegaron un tiro en la cabeza en las afueras de la aldea de Than Khe a mediados de abril. Por necesidad, y porque lo mandaban las ordenanzas, todos llevaban cascos de acero que pesaban más de dos kilos incluyendo el forro y la cubierta de camuflaje... La necesidad imponía que llevaran más cosas. Como el terreno estaba minado y lleno de trampas, era obligatorio que cada hombre llevara chaleco antibalas de flejes de acero forrados en nailon, que pesaba dos kilos y medio, pero que en días calurosos parecía mucho más pesado. Debido a la rapidez con que podía llegarle la muerte, cada hombre llevaba al menos una gran venda compresa, por lo común en la badana del casco para tenerla bien a mano. Debido a que las noches eran frías, y a que los monzones eran húmedos, cada uno llevaba un poncho de plástico verde que podía usarse como impermeable, como colchoneta o como tienda improvisada. Con el forro acolchado, el poncho pesaba cerca de un kilo, pero valía su peso en oro. En abril, por ejemplo, cuando le pegaron el tiro a Ted Lavender, usaron su poncho para envolverlo en él, después para transportarlo a través de los arrozales y por fin para alzarlo hasta el helicóptero que se lo llevó.

Entre los más conocidos ejemplos de frases cadenciosas se hallan algunas del final del relato «Los muertos», de James Joyce. Si se leen en voz alta, hay poco que yo necesite añadir a lo que el lector descubrirá en el acto de decirlas y escucharas palabra por palabra:

Había llegado la hora de variar su rumbo al poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shanon. Caía, así, en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y los muertos.

Muchos de los mecanismos de la poesía, tales como el metro, la aliteración y la asonancia («lenta en la duermevela», «leve la nieve»), están presentes aquí, así como las repeticiones de las palabras caía y caer leve, en una sucesión de frases que cohesionan los temas del relato y, a la vez, elevan la narración a un nivel superior.

Al final del relato «Adiós, hermano mío», de John Cheever, aparece un uso igualmente poderoso del ritmo, en este caso para lograr un efecto concreto, mezcla de ensalmo, lamento y de esa clase de sermones que podrían haber pronunciado los antepasados puritanos del narrador. Las tensiones familiares que han ido cociendo a fuego lento a lo largo de este relato sobre una funesta reunión familiar, han llegado ya a hervir y, más o menos, a evaporarse. El desagradable e incómodo hermano, que ejerce de chivo expiatorio de los agravios privados de la familia y que permite que todas las verdades enterradas y las insatisfacciones no verbalizadas permanezcan camufladas y reprimidas, ha abandonado el hogar una vez más. Y el narrador, un personaje en absoluto atractivo emerge desde la estrechez de ese poco fiable yo para entregarnos estas líneas frases:

Oh, ¿qué puede hacerse con un hombre así? ¿Qué puede hacer uno? ¿Cómo disuadir a su ojo de modo que en una multitud no distinga la mejilla con acné, la mano deforme; cómo enseñarle a reaccionar ante la grandeza inestimable de la raza, y la dura belleza superficial de la vida; cómo llevar su mano para que palpe las verdades obstinadas ante las que el miedo y el error son impotentes? Esa mañana el mar apareció iridiscente y oscuro. Mi hermana y mi esposa —Helen y Diana— nadaban, y vi sus cabezas, negro y oro, en el agua oscura. Las vi salir y vi que estaban desnudas, desvergonzadas, bellas y plenas de gracia, y contemplé a las mujeres desnudas saliendo del mar.

Es como si fuéramos golpeados por la energía, la elegancia y la variedad de estas frases, por no hablar de la elevada oratoria con que comienza el pasaje, con sucesivas preguntas que interrogan (¿a quién: al lector, a la deidad?) qué se va a hacer con «un hombre así». Son, por descontado, preguntas retóricas. No se puede hacer nada, así que esas preguntas son sólo una manera literaria de alzar las manos como en una plegaria. Las preguntas varían en su extensión. La más corta, de apenas cuatro palabras, repite y enfatiza la primera. La más larga necesita 58 palabras y una cascada de sucesivas proposiciones subordinadas. Esta última pregunta empieza con aquello que el pecador hace mal (distinguir los granos, la incapacidad, los defectos de la naturaleza y de la condición humana) antes de trasladarnos a lo que no hace bien: es decir, celebrar la «dura belleza superficial de la vida», reconocer las obstinadas verdades (nótese incluso cómo el vocabulario y la dicción han cambiado, elevándose desde el cuerpo principal del relato, que está en un registro más llano). Y tal y como nosotros saltamos de lo largo e inquisidor hasta lo breve y asertivo, el pasaje salta desde lo puritano a lo pagano (o al menos a lo homérico), desde el sermón a la celebración de las mujeres cuyos nombres han sido tomados de las bellezas de la mitología griega (Helena y Diana). Y además los ritmos nos traen débiles ecos de la Biblia, más en concreto, de los primeros versos del Génesis, en esa repetición de «vi... las vi... vi».

Todo ello contribuye no sólo a la belleza del final, sino también a su carácter extraño y misterioso, de forma que dejamos la narración preguntándonos cómo (cuánto y por cuánto tiempo) la experiencia que se describe ha transformado al narrador, que ha pasado de ser un profesor de enseñanza superior no especialmente compasivo o autoconsciente a ser un metafísico y un poeta. Los cambios estilísticos nos hacen incluso tomar una conciencia más aguda de la transformación que le ha sobrevenido al protagonista de Cheever y recordarnos el alivio que debió de haber experimentado tras la difícil situación social, después de que el molesto invitado se haya ido y el horizonte aparezca despejado por unos instantes. Lo que hace este pasaje aún más provocador es el hecho de que está inmediatamente precedido por un espantoso acto de violencia perpetrado por el mismo narrador que luego se eleva a tales cimas de dicción poética.

También vale la pena fijarse en cómo esos dos pasajes de los relatos de Joyce y Cheever hacen uso del ritmo y la cadencia para hacer ver al lector que la historia está finalizando. Una vez más, resulta muy útil contemplar los paralelismos con la música, la manera en la que, hacia el final de una sinfonía, el tempo se hace más lento y los coros cobran relevancia o dramatismo, con matices que reverberan y resuenan después de que los músicos hayan dejado de tocar. Abrir algunos de nuestros libros preferidos y leer en voz alta los fragmentos finales quizá no sea una mala idea. Lo probable es que nos encontremos con que estamos leyendo más lentamente y, quizá, más suavemente, según las frases nos indiquen la llegada de un final grandioso o un sordo colofón.

Por último, antes de cerrar el tema de las frases, regresemos de nuevo a Hemingway y al pasaje de sus memorias parisinas, París era una fiesta, en el que describe su método de trabajo, que ha sido tomado por sucesivas generaciones de escritores como un implícito consejo literario:

Pero a veces, cuando empezaba un cuento y no había modo de que arrancara... miraba los tejados de París y pensaba: «No te preocupes. Hasta ahora has escrito y seguirás escribiendo. Lo único que tienes que hacer es escribir una frase verídica. Escribe una frase tan verídica como sepas». De modo que al cabo escribía una frase verídica, y a partir de allí seguía adelante. Entonces se me daba fácil porque siempre había una frase verídica que yo sabía o había observado o había oído decir. En cuanto me ponía a escribir como un estilista, o como uno que presenta o exhibe, resultaba que aquella labor de filacterio y de voluta sobraba, y era mejor cortar y poner en cabeza la primera sencilla frase indicativa verídica que hubiera escrito.

Durante años, he oído citar este pasaje sobre la «frase verídica» como una suerte de credo. Y yo siempre he asentido con un movimiento de cabeza, sin querer admitir honestamente que no tenía ni idea de qué estaba diciendo Hemingway. ¿Qué es una frase «verídica» en este contexto? (es decir en el contexto de la ficción). Lo que hace que este consejo de Hemingway sea tan difícil de seguir es que no llega a explicar suficientemente lo que significa «verídica» para él.

Quizá lo más sabio sea suponer que Hemingway, como otros muchos, estaba sencillamente confundiendo verdad y belleza. Posiblemente, lo que realmente quería decir era una bella frase (concepto que, como hemos visto, es casi tan difícil de definir como el de frase verídica).

En cualquier caso, todo esto nos debería animar. Hemingway no estaba únicamente pensando en una frase buena, bella y verídica, sino también usando eso como punto de partida (como objetivo que enfocar, como una manera de continuar escribiendo). Y, aunque resulta obvio que los tiempos han cambiado y que aquello que fue verídico en la época de Hemingway podría no serlo hoy, es un hecho que Hemingway no sólo se preocupaba de las frases y de decir a sus editores cuánto le importaban éstas, sino de decírselo a sus lectores y decírselo al mundo.

El joven escritor de grandes frases en potencia puede tal vez sentirse cómodo al saber que el interés de Hemingway por las frases no parece que tuviera un efecto pernicioso en su carrera.