6 El personaje
Me di cuenta de que, de alguna manera, hice una apuesta cuando, a finales de los años ochenta, propuse a mi clase de la Universidad de Utah la lectura de la novela corta La marquesa de O..., de Heinrich von Kleist. Ninguno de mis alumnos era especialista en literatura. La mayoría eran mormones. Sólo unos pocos habían salido de Utah alguna vez en su vida, y ninguno de ellos había oído hablar antes de Heinrich von Kleist.
Si lo hubieran conocido en persona, Kleist les habría dado un susto de muerte. Ellos eran unos inteligentes, aseados y optimistas chicos estadounidenses, y Kleist fue un atormentado alemán hipocondríaco que, cuando no estaba escribiendo obras geniales, se pasaba el tiempo coqueteando con el suicidio y añorando lo que él llamó un «abismo lo bastante profundo como para lanzarse a él». Finalmente, Heinrich conoció a una mujer, enferma terminal, a quien reconoció como su alma gemela. Su entusiasta conexión se forjó sobre un sueño compartido, el del doble suicidio, que finalmente cometieron en 1811, en Berlín, a la orilla del lago Wannsee. Un día, alegre y casi extáticamente, Kleist y Henriette Vogel cogieron su aparentemente inofensiva cestita de picnic y se marcharon a orillas del lago, desde donde se escucharon después dos disparos. Este suicidio es uno de los más inolvidables episodios de todas las biografías de literatos. Kleist tenía treinta y cinco años.
A pesar de la triste historia de este escritor, pensé que a mis alumnos podría gustarles su novela, que no es muy larga y tiene una arrebatadora y sinuosa trama que atrapa enseguida, ya desde su famosa primera frase (una frase que puede resultar incluso más deslumbradora que la que abre su relato «El terremoto de Chile», ya citado en un capítulo anterior):
En M..., una de las ciudades más importantes de la Italia superior, la Marquesa de O..., una dama de intachable fama y madre de varios niños distinguidos y bien educados, hizo saber por medio de los periódicos: que, sin conocer en qué circunstancias, hallábase embarazada y rogaba al padre del niño que iba a dar a luz que se diese a conocer, pues estaba decidida, por motivos familiares, a casarse con él.
Esta sencilla oración contiene más trama y más narración en estado puro que muchas novelas completas. Cada palabra es necesaria para fijar el escenario de la historia y la curiosa situación de su protagonista. La ciudad y el nombre de la heroína se reducen a meras iniciales, como ocurriría con un escritor respetuoso que estuviera intentando ocultar educadamente la identidad y la residencia de una persona real. Este hábil truco es el primero de los muchos que serán luego empleados para hacer que lo increíble parezca verosímil. Y es que, con ello se nos está animando a pensar que, si esas increíbles premisas no fueran verdad, ¿por qué se iba a meter un escritor en tales estrecheces con la sola intención de proteger la privacidad de una persona que se ha visto envuelta en una situación embarazosa tal? Desde luego, eso es algo que uno no se molestaría necesariamente en hacer por un personaje tan sólo inventado.
Está a punto de sernos revelado cuál es el desafortunado suceso; de hecho, dentro de la misma frase. Pero, antes, se nos dicen bastantes cosas sobre la Marquesa (que tiene una impecable reputación y ya es madre) para disipar cualesquiera dudas que en otro caso podríamos albergar al leer lo que viene después: a saber, que ella está embarazada y no tiene ni idea de cómo puede haber sucedido tal cosa. Lo intachable de su reputación y el hecho de que esté ya familiarizada con los hechos de la concepción y el nacimiento significan que ni es tan inocente ni tan culpable como para que dudemos automáticamente de la extraordinaria petición que está haciendo.
Tras los dos puntos, encontramos la petición misma en una forma que se supone resume y evoca el estilo periodístico de la noticia que ella ha publicado en el periódico. Se nos hace saber que la Marquesa «hallábase embarazada» sin tener apenas conocimiento sobre cómo ello pudo haber sucedido, de modo que, en toda su inocencia, está solicitando al padre de su hijo no sólo que se dé a conocer sino que se presente; se nos dice también que no busca simplemente casarse con él, sino que su intención procede de la consideración por su familia. Esta frase sugiere ya los temas que darán forma a la narración (familia, decoro, los lazos del afecto cotidiano) mientras que vamos avanzando hacia la solución del misterio que plantea esa primera frase, y sugiere también las consecuencias para cada uno de los personajes implicados cuando al final el misterio sea resuelto.
Si esto no supone ya suficiente contenido para una sola frase, están además los ecos religiosos y bíblicos que, a lo largo de la novela, traerán resonancias del más famoso caso de una mujer embarazada de un modo que, al menos al principio, resulta incomprensible para ella y para la gente de su entorno (obviamente, la Virgen María). Finalmente, la frase prefigura también las repentinas peripecias que se producirán a lo largo de la historia a medida que nuevos y sorprendentes sucesos y revelaciones afecten tanto a las pasiones, las esperanzas y los miedos de los personajes como al equilibrio de poder entre ellos y a las complejas fidelidades que los unen y los separan.
Hacia el final de las tres primeras páginas, la acción ha retrocedido en el tiempo para describir un reciente asedio, una batalla, el incendio del castillo de la Marquesa, fuego de artillería, llamas desbocadas y tumultos por doquier. La Marquesa está a punto de ser forzada por una cuadrilla de indeseables soldados, pero es salvada en el último minuto por un tal conde F..., un gallardo oficial ruso. La Marquesa se desmaya y su héroe vuelve a la batalla, en la que es herido de muerte. De hecho, como sabrá después la Marquesa, el oficial habría muerto antes de que ella tuviera ninguna posibilidad de darle las gracias.
A continuación sigue una serie de lances y peripecias que invierten constantemente cada una de nuestras presunciones y expectativas.. La casta Marquesa resulta estar embarazada, el fallecido conde F... resulta estar vivo, un caballero de brillante armadura resulta ser un violador, un ángel resulta ser un demonio que tiene que demostrar que es otra vez un ángel. El suelo sobre el que estamos se mueve bajo nuestros pies, alterando nuestra manera de percibir quiénes son en realidad los personajes, qué es lo que ocurre, qué ocurrirá y qué deseamos que ocurra. Y puede que hallemos que nuestros sólidos y consabidos esquemas morales han sido aparentemente sacudidos y debilitados, porque, al final de la novela corta, el lector que siempre haya permanecido fiel a su creencia de que la violación es un crimen se sorprenderá a sí mismo preguntándose por qué la Marquesa es tan reacia a aceptar casarse con un hombre que resulta que la fecundó mientras ella estaba inconsciente y su castillo estaba siendo saqueado e incendiado.
Aunque no fuera más que por ese aire de drama de capa y espada, esta historia tenía más oportunidades de captar la atención de mis alumnos de Utah que, por decir algo, el Ulises de Joyce o Ser norteamericanos de Gertrude Stein. Pero, por otro lado, yo sabía que ellos raramente leían algo escrito hacía tantos años (la novela corta de Kleist fue escrita hacia 1806) o con una trama tan movida que te obligaba a leer detenidamente cada palabra para poder seguir la pista de lo que pasa.
Otro problema para mis alumnos era que la traducción de Martin Greenberg había conservado las enrevesadas frases del alemán de Kleist, un estilo que incluso Thomas Mann llamó:
duro como el acero aunque impetuoso, totalmente natural aunque retorcido, tortuoso, sobrecargado de sustancia; un estilo lleno de involuciones, periódico y complejo, recurrente en construcciones como «de tal manera... que», que contribuyen a una sintaxis atentamente razonada y a la vez de una intensidad que deja sin respiro. Kleist consigue desarrollar un discurso indirecto a lo largo de veinte líneas sin recurrir a un solo punto: en ese discurso encontramos no menos de trece proposiciones subordinadas introducidas por «que» y, finalmente, un «en resumen, de tal manera que...» (el cual, de todos modos, no consigue detener la frase en seco, sino que, en vez de eso, ¡genera todavía otra proposición con «que»!).
A pesar de mi inquietud por la reacción de mis alumnos, les mandé esa lectura, lo cual, lo admito, era también en parte el resultado de un impulso malicioso. Es posible leer La marquesa de O... como si fuera una astuta comedia sobre el sexo, la religión, la familia, el misterio de la Inmaculada Concepción, la guerra y la paz, el bien y el mal, los ángeles y los demonios (y caigo en la cuenta de que estos son temas los que mis alumnos creían tan convencidos que quizá no cogieron la broma).
Por último, para complicar aún más las cosas, hacia el final de la novela hay una escena en la que la Marquesa y su padre protagonizan una apasionada reconciliación tras varias y dramáticas peleas familiares. Sentada en su regazo, la Marquesa abraza y besa a su padre, que está rebosante de alegría, mientras su madre escucha a escondidas detrás de una puerta. Aun admitiendo que las formas y las costumbres eran diferentes en siglos pasados, la poderosa insinuación del incesto en esta escena es enormemente turbadora. Al mismo tiempo, se percibe que el autor desafía al lector a que piense en estos términos, medio persuadiéndolo de que, como parece pensar la madre de la Marquesa, no hay nada incorrecto en lo que parece que están haciendo la heroína y su entusiasmado padre. De modo que nuestra inquietud podría ser sólo el producto de nuestra calenturienta imaginación.
En última instancia, Kleist hace que uno no se pare en eso (de hecho hace que no nos paremos en absoluto), como tampoco en nuestros mejores juicios sobre la moralidad del conde F... Como cualquier gran comedia, esta novela despierta nuestros más primordiales anhelos de alcanzar la restauración del orden y el establecimiento de la armonía. Si se lee la conclusión de la historia, cuando todo queda resuelto y explicado de la manera más ingeniosa y satisfactoria imaginable, nuestra cautela hacia lo que estamos leyendo se esfuma (más o menos) y sentimos esa pequeña explosión de felicidad que se siente al final de una comedia de Shakespeare, de una ópera de Mozart o de una de esas locas películas de los años cuarenta en que una pareja enzarzada en una eterna disputa baja las defensas y admite que se han enamorado.
Aquella propuesta, yo era consciente, podía haber ido en cualquier dirección. Podía haber sido un gran éxito o un enorme desastre.
Cuando llegué aquella mañana en que teníamos previsto un debate sobre la novela, los alumnos estaban ya en sus asientos. Mientras me quitaba la chaqueta, intentando ser lo más discreta posible para poder tantear el ambiente, escuché cómo estaban conversando sobre La marquesa de O...
Era como si la conocieran, como si la familia de la Marquesa viviera en la puerta contigua y ellos estuvieran sorprendidos o conmocionados tras oír que sus vecinos se habían comportado de semejante manera. Se preguntaban unos a otros qué opinaban de los actos de la Marquesa en determinado punto de la trama, precisamente en esas coyunturas en las que cualquier otra persona podría haber actuado de manera diferente. Discutían sobre la reacción de los padres de la Marquesa. Y sobre esa extraña escena con su padre (¿de qué iba eso?). Comparaban lo que cada uno había esperado que sucediera y lo pronto que se habían figurado lo que había ocurrido y lo que iba a ocurrir. Debatían si la Marquesa estaba acertada al poner al conde F... en tan difícil tesitura y si hubiera debido perdonarlo, incluso después de haber tenido un hijo suyo fecundado sin estar ella consciente.
Hasta entonces, estos alumnos no habían sido un grupo especialmente participativo. Normalmente, antes de las clases, estaban callados y sólo se oía a algunos charlar en voz baja con sus amigos. Sin embargo, ese día todos tenían algo de lo que hablar: la vida y los amores de la marquesa de O...
Aquella mañana de invierno, con las montañas de Utah cubiertas de nieve y alzándose al otro lado de las ventanas, mis alumnos participaron en lo que se me antojó un triunfante experimento sobre cómo la lectura puede unir a las personas. Casi doscientos años después de que Heinrich von Kleist y Henriette Vogel salieran brincando para su último picnic y se oyeran dos disparos desde la orilla del Wannsee, veinte muchachos de Utah habían penetrado en otro mundo y habían conocido a la familia que Heinrich von Kleist trajo a la vida con las palabras.
Entre los rasgos originales que caracterizan la creación de personajes en Kleist se encuentra la absoluta ausencia de descripciones físicas. No ofrece ninguna información, ni un simple detalle, sobre la apariencia de la Marquesa. Nunca nos dice cómo era cierta habitación o cómo se supone que era la última moda o lo que la gente estaba comiendo y bebiendo. Suponemos que la Marquesa es una mujer hermosa, quizá porque su sola presencia ejerce sobre el oficial ruso un efecto tan inmediato y violento que éste pierde el control y pasa de ser un ángel a ser un demonio. Pero sólo podemos hacer conjeturas sobre eso.
Kleist nos dice qué clase de personas son sus personajes (con frecuencia impetuosos, obstinados, demasiado emocionales, pero esencialmente de buen corazón) y luego los suelta por la narración a la velocidad de los muñecos de cuerda. Kleist no tiene tiempo para los motivos, ni tampoco ellos lo tienen mientras luchan, al igual que el lector, por no perder el paso cuando las sorpresas se suceden sin cesar.
Desde la primera frase, y a menos que estemos dispuestos a creer que se ha producido otra Inmaculada Concepción en una pequeña ciudad del norte de Italia llamada M..., sabemos que esta novela tratará, al menos en parte, sobre el sexo. Sin embargo, se nos dice constantemente que la historia trata de la virtud y la probidad, lo cual de hecho también es cierto. Del lenguaje utilizado en el inicio de la novela se puede desprender la idea de que la belleza moral es la única clase de belleza que cuenta. Se nos indica que en lo que hemos de fijarnos y lo que hemos de admirar no es el aspecto de estos personajes, sino más bien la decencia y la buena fe con la que todos ellos intentan actuar y, de hecho, actúan (con algunas dramáticas excepciones).
Las primeras páginas lanzan una andanada de adjetivos que connotan ideas de pureza y nobleza: «una dama de intachable fama», «madre de varios niños distinguidos». Hay una referencia a la valentía que supone que la Marquesa ponga un anuncio en el periódico, ya que es probable que eso la convierta en el hazme-reír de la ciudad, y también se destaca que haya sido «devota en cuerpo y alma» de su marido, que murió tres años antes durante un viaje de negocios a París.
Se nos hace saber que la Marquesa ha pasado su viudedad «en gran retraimiento, ocupada con las lecturas, el arte, la educación de sus hijos y el cuidado de sus padres, hasta que la guerra de... estalló y las tropas de ocupación, incluso los rusos, se apoderaron de la comarca». (A la manera característica de Kleist, no nos da más respiro que esa coma que separa la tranquila existencia de la Marquesa del estallido de la guerra.) A ello le sigue un extenso párrafo a base de frases complejas, enérgicas y cargadas de acción que describen el asedio del castillo, el intento de agresión sexual y el rescate de la Marquesa. En medio de todo esto hay una frase corta que cobrará creciente importancia conforme la historia avance. Ciertamente, es una frase esencial para que comprendamos la conclusión de la novela y, de nuevo, demuestra lo atentamente que debemos leer a Kleist si no queremos perdernos nada.
Esa frase, que crea una especie de silencio, un momento de estancamiento en medio de la atroz batalla, se refiere a la reacción de la Marquesa ante su salvador, el conde F... : «A la Marquesa le pareció un ángel bajado del cielo». La acción repunta al instante:
A uno de los bestiales asesinos que ceñía todavía el esbelto cuerpo de la Marquesa, le golpeó el rostro con la empuñadura de su daga, de modo que se tambaleó con la boca ensangrentada, y después, con gran cortesía, dirigiéndose a ella en francés ofreció el brazo a la dama, y aunque permanecía sin habla impresionada por los sucesos, la condujo hacia el ala del palacio en la que no habían hecho presa las llamas. Al llegar allí, la dama se desplomó sin sentido. Allí, como luego hiciesen su aparición las aterrorizadas doncellas, tomó las disposiciones necesarias para que llamasen a un médico; les aseguró, mientras se ponía el sombrero, que pronto recobraría el sentido, y volvió a dirigirse a la lucha.
Mientras presenciamos esta dramática escena se nos están ofreciendo también los rasgos del personaje del Conde: por un lado, impulsivo y violento; por otro, aguerrido y honorable. Y luego se demostrará que nuestras sólidas primeras impresiones sobre él han infravalorado los extremos a los que esa naturaleza dual puede conducirlo.
El padre de la Marquesa ruega al Conde que se quede para que la familia pueda mostrarle su agradecimiento, pero él parte y luego llegan noticias de su muerte por disparos en el campo de batalla. Entonces, la familia, anonadada, escucha que sus últimas palabras fueron, «Julieta, esta bala te venga!».
En medio de sus propios remordimientos por no haberle agradecido debidamente al Conde el que la haya salvado, la Marquesa se compadece de esa infortunada mujer, que tiene el mismo nombre que ella misma, y en quien el Conde pensó en su hora final. La Marquesa intentará incluso averiguar dónde está esa dama a fin de ponerse en contacto con ella y darle las trágicas noticias. En el caso de que Kleist esté contribuyendo a establecer la inocencia de la Marquesa, estaríamos ante una nueva evidencia de que ella es confiada, ingenua y completamente inconsciente de cualquier conexión entre el Conde y el embarazo del que hemos oído hablar ya en la primera frase de la novela. Ella no sospecha que esa otra Julieta, el objeto del último lamento del Conde, es en realidad ella misma. Tampoco puede imaginar ninguna razón por la que ella pudiera haber inspirado semejante pasión.
Mientras tanto, los lectores atentos percibirán que ésta es la primera vez que se nos dice el nombre propio de la Marquesa (de hecho, el único nombre propio que aparece en toda la novela). En contraste, por ejemplo, el hermano de la Marquesa no es aludido sino como el director forestal de G...
Ciertamente, si no a la Marquesa, a nosotros sí nos parece un poco raro que las últimas palabras del Conde se puedan referir a otra mujer del mismo nombre que aquella a la que acaba de rescatar y que ha sido la causa de que se mostrara tan impetuoso. E incluso en el caso remoto de que se estuviera refiriendo a otra mujer, ¿qué quiere decir con eso de que el disparo que lo ha matado vengará a esa otra Julietta? Por no hablar del hecho de que, para él, llamar a la Marquesa (o a cualquier mujer) por su nombre propio supone una conexión más íntima que aquella otra (fuera cual fuese) que aparentemente se produjo cuando la salvó de aquellos salvajes soldados. Así que debe tratarse de otra Julieta. Pero todavía hay algo más: sabemos que la Marquesa ha quedado misteriosamente embarazada, aunque, en este pasaje retrospectivo, ella todavía tiene que descubrirlo. Al igual que la Marquesa y su familia, en esta novela, los lectores somos siempre desafiados a que sopesemos las pruebas y consideremos qué es probable y qué es imposible.
Llegados aquí, podríamos encontrarnos releyendo las páginas precedentes de la novela para ver qué ocurrió realmente entre Julieta y el Conde F..., quien, por ahora, se nos aparece como el principal, y de hecho el único, sospechoso del extraño embarazo de la Marquesa. Nos damos cuenta de que todo debe remontarse a aquel momento durante la batalla, justo después de que el Conde salve a la Marquesa. De modo que echémosle una nueva ojeada:
ofreció el brazo a la dama, y aunque permanecía sin habla impresionada por los sucesos, la condujo hacia el ala del palacio en la que no habían hecho presa las llamas. Al llegar allí, la dama se desplomó sin sentido. Allí, como luego hiciesen su aparición las aterrorizadas doncellas, tomó las disposiciones necesarias para que llamasen a un médico; les aseguró, mientras se ponía el sombrero, que pronto recobraría el sentido, y volvió a dirigirse a la lucha.
Nunca un escritor nos ha dicho tanto y tan poco con una frase: la proposición temporal «Al llegar allí». Si Kleist fuera lo que hoy podríamos llamar un escritor de recursos cinematográficos, esto sería uno de los más imperiosos fundidos en negro de la historia literaria. En cualquier caso, la Marquesa pronto se ve distraída de sus problemas pasados cuando comienza a sentirse indispuesta. Sus síntomas y sensaciones le recuerdan lo que sintió antes del nacimiento de su segundo hijo. De aquí en adelante, su reacción ante la laguna existente entre lo que sospecha y lo que sabe es tratada con tanta delicadeza y encanto por Kleist que los lectores, de no habernos convencido ya con el enfático y repetido testimonio sobre su carácter y su virtud, nos sentimos arrastrados no sólo a simpatizar con ella, sino a esperar que nosotros reaccionaríamos tan sólo la mitad de bien en una situación similar. Al verse obligada a lidiar con sus propias y crecientes certidumbres e incertidumbres, la Marquesa llega a sentirse desconcertada por las voces expertas y escépticas del doctor y de la comadrona, que son requeridos para diagnosticar su problema y corroborar sus sospechas. Si alguna duda, grande o pequeña, tuviéramos al respecto, estos personajes menores vienen a funcionar como nuestros dobles, expresando las sensatas reservas que cualquier persona razonable podría tener respecto a una madre de dos hijos que no sabe cómo se ha quedado embarazada.
Pero, ya el Conde ha comenzado a inmiscuirse arriba y abajo en la familia, a declarar su inquebrantable amor y a requerir a la Marquesa que se case con él. Al mismo tiempo, incluso sin la colaboración del Conde, el ambiente en la casa familiar se va haciendo cada vez más volátil...
A estas alturas ya he revelado demasiado de la trama, pero lo que estoy intentando demostrar es que Kleist nos dice sólo cuanto necesitamos saber sobre sus personajes y luego los libera en una narración que no para de tejerse hasta la última frase, que es casi tan compleja como la primera y que de hecho remite a ella. La conclusión nos proyecta en el futuro. La Marquesa y el Conde están felizmente casados, y ya llevan así algún tiempo:
Una fila completa de rusos les siguió, y cuando el Conde, en una hora feliz, preguntase a su esposa por qué ella aquel día había huido de él como el demonio, ella le contestó, echándole los brazos al cuello que no le habría visto como el demonio si antes, al verle por primera vez, no se le hubiera aparecido como un ángel.
Más allá de lo que creamos saber sobre la mejor manera de crear un personaje, la literatura nos demuestra que se trata de algo distinto en cada escritor y, algunas veces, también en cada libro.
Resulta que incluso los más aparentemente dispares escritores comparten ciertas destrezas comunes: por ejemplo, la habilidad para crear un personaje menor con tan sólo algunas rápidas pinceladas.
Así, en Sentido y sensibilidad, Jane Austen despacha rápidamente y casi sin miramientos al señor John Dashwood y a la señora Dashwood, el hermanastro y la cuñada que tan poco caritativamente tratan a las hermanastras de aquél después de que él herede todo el dinero de la familia:
El joven caballero no tenía mal corazón, a menos que se considere por tal cierta frialdad y cierto egoísmo; por lo general se le respetaba en todas partes por cuanto procedía con tino y cautela en sus quehaceres ordinarios. Si hubiese tomado en matrimonio a una mujer más complaciente habría sido aún más querido de lo que en realidad era —y él mismo más complaciente, porque se casó muy joven y enamorado en extremo—. La señora Dashwood no era más que una grotesca caricatura de él mismo, de más estrecha mentalidad y mayor egoísmo.
Una de las cosas que resultan tan deliciosas en este párrafo es que el narrador parece estar haciendo tal esfuerzo por ser imparcial y por presentar un equilibrado punto de vista de los Dashwood que comienza por negar que el señor Dashwood tenga «mal corazón», sino tan sólo «cierta frialdad y cierto egoísmo» (adjetivos mucho más mordaces que la expresión «mal corazón»). Pensemos en lo diferente que resultaría este fragmento si Austen hubiera escrito, con más franqueza pero menos elegancia, que John Dashwood era «un caballero egoísta y sin corazón». Y además lo más estimable que tiene el señor Dashwood es el tino y la cautela (como algo opuesto, digamos, a la generosidad o la amplitud de espíritu) con el que cumple con sus obligaciones ordinarias.
De nuevo, tras esta aparente equidad, el narrador explica que el señor Dashwood podría haber sido más complaciente «si hubiese tomado en matrimonio a una mujer más complaciente». Y, en el mismo momento en que nos distraemos considerando la validez de la observación sobre lo fácilmente que los defectos de uno de los cónyuges pueden contagiarse al otro (particularmente si se casaron siendo jóvenes y estando enamorados) y cómo puede ocurrir a veces que uno de los cónyuges llegue a parecer una caricatura del otro, Austen apunta a su presa y remata con acierto a la manipuladora señora Dashwood. Ha desaparecido toda pretensión de imparcialidad: la señora Dashwood es, simplemente, de más estrecha mentalidad y más egoísta.
Esta precisa afirmación es casi inmediatamente corroborada por los pensamientos y las acciones de los personajes. En el párrafo siguiente, encontramos al señor Dashwood manifestando ese mínimo tino y cautela por el que es tan respetado, lo cual, en este caso, supone no desahuciar a su propia madrastra y hermanastras para obligarlas a vivir en la calle.
Tras ofrecer a su padre aquella promesa, caviló que la forma de acrecer los bienes de sus hermanastras podría consistir en entregarles a cada una mil libras más. Le pareció entonces que era un sacrificio proporcionado a sus medios. La perspectiva de una renta de cuatro mil libras al año como adición a la suya actual, más el resto de los bienes de su madre, fueron datos que le volvieron generoso. «Sí, les daré tres mil libras. Será un acto liberal y caballeroso. Es bastante para que puedan vivir con desahogo.» ¡Tres mil libras! En realidad podía economizar esa suma con poco esfuerzo. Pensó en aquello a todas horas durante varios días, y no halló motivo para arrepentirse.
En Kleist, como hemos visto, los personajes tienden a ser definidos por sus actos. Pero Austen es más proclive a crear sus hombres y mujeres diciéndonos lo que piensan, lo que han hecho y lo que planean hacer. Lo que más importa es cómo el señor Dashwood considera sus propias buenas acciones. En esa frase maravillosa y mordaz en la que todo pivota alrededor de la palabra entonces («Le pareció entonces que era un sacrificio proporcionado a sus medios»), Austen insinúa cuánto durará su generosidad, cuanto tiempo continuará elevándose por encima de su propio carácter. El señor John Dashwood está encantado con su muestra de caridad, la cual, y esto debe remarcarse, no es de hecho magnanimidad sino imparcialidad. El personaje medita sobre su benevolencia con un amor propio y una autocomplacencia tales, con una conciencia tan perspicaz sobre lo que le parecerán sus actos a los demás, con unos remordimientos y unas obsesiones tan inconfesados, que podemos fácilmente imaginar cuán firmemente resistirá su resolución a la sugerencia de su esposa según la cual su decisión podría ser un poco precipitada. Esta mezquina conversación tiene lugar en un párrafo en estilo indirecto que retrata brillantemente ese en apariencia sutil pero en realidad grosero subterfugio empleado por alguien que manipula a su cónyuge para que haga algo que él mismo desea no poco hacer aun cuando sabe que no es correcto:
La señora Dashwood no concedió su entera aprobación a los propósitos de su marido respecto a sus hermanastras. Arrancar tres mil libras a la fortuna de su idolatrado pequeño era empobrecerle hasta el grado más extremo. Solicitó a su marido que lo meditase nuevamente. ¿Cómo lograría justificar ante su propia conciencia la acción de privar a su único hijo de tan grande suma? ¿Y era razonable que correspondiese a las hermanastras, que sólo lo eran por sangre paterna y que ella no reconocía casi como parientes, una parte tan considerable en las obligaciones y la generosidad de su marido? Es sabido que no suele existir demasiado afecto entre los hijos de un hombre habidos de dos matrimonios. Así pues, ¿cómo era posible que malbaratase su hacienda, en perjuicio propio y del pequeño Harry, entregando todo su dinero a unas hermanastras?
La señora Dashwood empieza observando que el dinero en cuestión (las mismas tres mil libras de las que, como ya hemos visto, su marido ha decidido prescindir «con poco esfuerzo») es necesario e indispensable para el bienestar de su propia familia. Pero no para ellos dos, por supuesto, sino para su hijo, su único hijo, a quien aquel temerario gesto causaría «empobrecimiento» y «privaciones». Luego, la mujer se centra en el objeto de la caridad del marido, antes que nada socavando el sentido de los lazos que lo vinculan a él con las hermanas o, mejor dicho, y para hacer una decisiva distinción, con sus hermanastras. A continuación, apela a la autoridad universal, por cuanto «es sabido que», incluso si el marido tuviera cierto afecto por las hermanastras, no debería tenerlo. Y entonces incide en el menoscabo que para su propia hacienda y la del pobre «pequeño Harry» supondría entregarle «todo su dinero» a unas mujeres a quienes apenas le unen vínculos reales y a quienes no se espera que aprecie.
En una frase sumamente maliciosa y positivamente asesina, Austen transmite la profundidad y la amplitud del sentimiento familiar de la señora Dashwood: «La esposa de John Dashwood nunca había tenido gran simpatía por nadie de la familia de su marido; pero hasta el presente no había tenido oportunidad de revelar con qué desatención hacia los demás era capaz de proceder, cuando la ocasión exigía algo de ella».
Es en respuesta a este comportamiento como se definen ante nosotros la viuda Dashwood (es decir, la suegra de la señora Dashwood) y sus tres hijas, las hermanastras de John. Austen las describe y las distingue en unos pocos pero enérgicos párrafos. La emotiva suegra de la señora Dashwood está a punto de huir de su casa, que ahora pertenece a su hijastro, pero su hija mayor, Elinor (un ser juicioso que se impone a la sensibilidad más precipitada de las otras) aconseja moderación:
Elinor, la hija cuyos consejos habían resultado tan eficaces, era extremadamente comprensiva y poseía una gran serenidad de juicio, a pesar de no contar más que diecinueve años. Y ello la capacitaba para ser la consejera de su madre, neutralizando con la discreción, en bien de todos, el apasionamiento de los juicios de ésta, que la inclinaban a la imprudencia y el despropósito. Además, tenía buen corazón, carácter afectuoso y encendidos sentimientos, aunque conocía diestramente el arte de gobernarlos. Un arte que su madre nunca llegó a saber y que una de sus hermanas nunca quiso aprender.
Las cualidades de Marianne en muchos aspectos eran las mismas que las de Elinor. Sensible e inteligente, era, no obstante, apasionada en todo y no hallaba mesura en sus alegrías o sus penas. Era generosa, amable, llena de interés; todo, menos prudente. El parecido con su madre era sorprendente.
Elinor veía con contrariedad los excesos de la sensibilidad de su hermana, pero la viuda Dashwood los apreciaba y los impulsaba. En aquellos momentos, Marianne y su madre parecían rivalizar en exteriorizar con aspaviento su aflicción.
Margaret, la otra hermana, era una muchacha alegre y de buen carácter; pero como estaba ya empapada en buena parte de la manera de ser novelesca de Marianne, sin poseer la inteligencia de ésta, a los trece años no prometía tanto como sus hermanas.
En Orgullo y prejuicio, Austen demuestra ser una maestra en el uso del diálogo como medio de fijar el carácter de un personaje, de dibujar la personalidad de los hablantes y de darnos a conocer a las personas de las que se está hablando. He aquí la primera conversación entre el señor y la señora Bennet:
—Mi querido señor Bennet —dijo cierto día a éste su esposa—, ¿te has enterado de que la casa de Netherfield se ha arrendado por fin?
El señor Bennet respondió que no.
—Pues lo está —repuso ella—, ya que la señora Long acaba de estar allí y me lo ha contado todo.
El señor Bennet no respondió.
—¿No te interesa saber quién la ha arrendado?
—Tú quieres contármelo, y yo no tengo inconveniente en oírlo.
Esta invitación fue suficiente.
—Pues, querido, has de saber que la señora Long dice que Netherfield lo ha ocupado un joven de gran fortuna procedente del norte de Inglaterra; que llegó el lunes en un carruaje de cuatro caballos a ver la finca y le agradó tanto que cerró el trato con el señor Morris inmediatamente; que tomará posesión antes de San Miguel y que algunos criados suyos llegarán a la casa a finales de la semana entrante.
—¿Cómo se llama?
—Bingley.
—¿Está casado o soltero?
—¡Oh! ¡Soltero, querido, desde luego! Es hombre soltero de gran fortuna; de cuatro o cinco mil libras de renta al año. ¡Qué cosa tan buena para nuestras niñas!
—¿Por qué? ¿En qué les puede afectar?
—Querido señor Bennet —respondió la esposa de éste—, ¿cómo puedes ser tan aburrido? Has de saber que estoy pensando en que se case con una de ellas.
—¿Se ha establecido aquí con esa intención?
—¡Intención! ¡Qué disparate! ¿Cómo puedes hablar así? Pero es muy probable que pueda enamorarse de una de ellas, y por eso debes visitarlo en cuanto llegue.
—No veo motivo para ello. Podéis ir las niñas y tú, o puedes mandarlas solas, lo que quizá fuera mejor todavía, pues en vista de que tú eres tan hermosa como cualquiera de ellas, podría suceder que al señor Bingley le agradases más que ninguna otra del grupo.
—Me adulas, querido. Es cierto que sí tengo, en efecto, alguna belleza, pero no pretendo ser nada extraordinario a estas alturas. Cuando una mujer tiene cinco hijas crecidas, debe dejar de pensar en su propia belleza.
—En tales casos, no es frecuente que la mujer tenga mucha belleza en que pensar.
—Pero, querido, desde luego que debes ir a ver al señor Bingley cuando llegue al vecindario.
—No puedo prometértelo, la verdad.
—Pero ¡piensa en tus hijas! Piensa simplemente en qué partido sería para una de ellas. Sir William y lady Lucas están decididos a ir nada más que por ello, pues ya sabes que en general no visitan a los recién llegados. Debes ir, desde luego, pues sería imposible que lo visitásemos nosotras si no vas tú.
—Eres demasiado escrupulosa, sin duda. Me atrevo a decir que el señor Bingley se alegrará mucho de veros, y le enviaré por ti unas líneas para asegurarle que consiento de buena gana en que se case con la niña que elija, aunque deberé recomendarle a mi pequeña Lizzy.
—No quiero que hagas tal cosa. Lizzy no es mejor que las demás en nada; y estoy segura de que no es ni la mitad de hermosa que Jane, ni tiene la mitad del buen humor de Lydia. A pesar de lo cual, tú siempre la prefieres a ella.
—Ninguna tiene grandes prendas —respondió él—; todas son tan tontas e ignorantes como el resto de las niñas; pero Lizzy tiene un poco más de viveza que sus hermanas.
—Señor Bennet, ¿cómo es capaz usted de vilipendiar de esta manera a sus propias hijas? Se complace usted en mortificarme. No tiene la menor compasión de mis pobres nervios.
—Me interpretas mal, querida. Albergo un gran respeto por tus nervios. Son viejos amigos míos. Llevo al menos veinte años oyéndote hablar de ellos con gran consideración.
El señor Bennet era una combinación tan extraña de viveza, humor sarcástico, reserva y capricho que veintitrés años de experiencia no habían bastado a su esposa para comprender su carácter. La mente de ella resultaba más fácil de calar. Era una mujer de entendimiento mediocre, pocos conocimientos y genio incierto. Cuando estaba descontenta, se creía nerviosa. La misión de su vida era casar a sus hijas; su solaz eran las visitas y las novedades.
La paciencia y tranquilidad con que el señor Bennet responde a la primera pregunta de su mujer («El señor Bennet respondió que no») proporciona una inmediata y razonablemente precisa idea de su carácter. Guiada por su impaciencia, ella le dice lo que él espera escuchar: a saber, que un hombre rico se ha trasladado al vecindario. Cuando la señora Bennet cacarea «¡Qué cosa tan buena para nuestras niñas!», podemos suponer que el señor Bennet ya conoce la respuesta antes de preguntar si su nuevo vecino está casado o soltero. Y él está jugando con su esposa cuando le pregunta «en qué les puede afectar» aquello a las hijas.
Para que no recibamos una impresión desviada o severa sobre este matrimonio, el señor Bennet agasaja a su esposa diciéndole que ella es tan atractiva como sus hijas. De hecho, tal y como vamos descubriendo, la suya es una unión armoniosa y, ciertamente, la conversación entera, con su intimidad, su guasa amable y la jocosa referencia del señor Bennet a su vieja amistad con los nervios de su esposa, constituye un doble retrato de una pareja feliz. Ese diálogo también nos revela cuántas hijas tienen, a medida que la señora Bennet maniobra hacia su verdadero propósito, que es el de persuadir a su marido de que visite a su nuevo vecino, el señor Bingley. Entonces viene la afirmación, amorosa aunque ligeramente escalofriante, de que su hijas «son tan tontas e ignorantes como el resto de las niñas», excepto Lizzy (Elizabeth), su favorita, la protagonista de la novela.
El siguiente párrafo define el papel de Lizzy dentro de la familia: ella no es tan hermosa como Jane, ni tan agradable como Lydia, pero ha sido agraciada con una inteligencia que le hace granjearse las simpatías paternas. Austen nos invita a tomar en consideración una verdad general, que quizá ya hayamos observado, relativa a qué tipo de chica es la que se convierte en la favorita del padre en una familia que tiene sólo hijas. La inteligencia de Elizabeth significa más para su padre que para su madre, lo cual tal vez no es ajeno al hecho de que la inteligencia puede no ser una virtud para una mujer joven de quien se espera que se case.
Al acabar la escena, Austen evalúa rápidamente al señor Bennet, con sus curiosas peculiaridades, y a su esposa, notablemente más simple. Y ya estamos en el segundo capítulo, en el que resulta que el señor Bennet ha visitado al señor Bingley, pero sin darle a su esposa la satisfacción de decírselo.
Si el método de Austen es atribuir a cada uno de sus personajes el equivalente de un tema musical y, entonces, hacerlos bailar minuetos como si fueran ligeras variaciones de dichos temas, George Eliot da comienzo a sus novelas con estrepitosas oberturas que presentan las personalidades un tanto hiperrealistas y telúricas que pueblan sus novelas:
La señorita Brooke poseía ese tipo de belleza que los vestidos más sencillos parecen poner de relieve. La delicadeza de sus manos y muñecas le permitía llevar mangas tan desprovistas de estilo como aquellas con que la Virgen María se aparecía a los pintores italianos; y su perfil, su figura y su porte se revestían de mayor dignidad en razón de sus trajes, que, por su contraste con las modas provincianas, le daban el empaque de una cita bíblica —o de un verso de nuestros poetas clásicos— en un párrafo de un periódico actual. Se decía de ella que su inteligencia era extraordinaria, pero con la apostilla de que su hermana Celia tenía más sentido común. Celia, sin embargo, se vestía casi con la misma austeridad, y sólo los observadores muy atentos advertían que su ropa era diferente de la de su hermana y que no faltaba en su manera de arreglarse un leve toque de coquetería; porque la sencillez de la señorita Brooke en el vestir se debía a una mezcla de circunstancias, en su mayoría compartidas por Celia. El orgullo de ser damas tenía algo que ver con ello: sus vínculos familiares, sin llegar a aristocráticos, eran incuestionablemente «buenos»; había que remontarse más de una o dos generaciones para encontrar comerciantes o tenderos entre sus antepasados: nada por debajo de un almirante o de un eclesiástico; cabía incluso que cierto miembro de la familia fuese un caballero puritano que guerreó a las órdenes de Cromwell y que, pese a modificar después sus actitudes religiosas, salió bien librado de todas las dificultades políticas y con un respetable patrimonio. Era lógico que señoritas con esa ascendencia, que vivían en una tranquila casa de campo y acudían a una iglesia pueblerina apenas más amplia que un salón, considerasen la atracción por los perifollos algo acorde, más bien, con las ambiciones de la hija de un buhonero. Influía también un sentido del ahorro ligado a la buena educación; sentido del ahorro que, por aquel entonces, consideraba lógico renunciar a la ostentación en el vestir a favor de otros gastos más acordes con el rango social. Tales razones hubieran bastado para explicar la sencillez en el vestir sin necesidad de recurrir a estímulos de la religión; pero en el caso de la señorita Brooke la religión por sí sola habría bastado para determinar su comportamiento; Celia, por su parte, aceptaba mansamente todas las opiniones de su hermana, limitándose a verter sobre ellas el sentido común que permite atacar doctrinas trascendentes sin un exceso de agitación. Dorothea se sabía de memoria muchos pasajes de los Pensées de Pascal y feremy Taylor; para ella el destino de los seres humanos, a la luz del cristianismo, convertía el interés excesivo por la moda femenina en ocupación digna de un manicomio, y no era capaz de reconciliar las ansiedades de una vida espiritual de consecuencias eternas con un gran interés por el tocado o las protuberancias artificiales en los vestidos. Dorothea tenía una inteligencia más teórica que práctica y, debido a su forma de ser, anhelaba compartir una grandiosa concepción del mundo que incluyera holgadamente la parroquia de Tipton y su regla personal de conducta; estaba enamorada de la intensidad y de la grandeza, y se lanzaba imprudentemente a abrazar cualquier cosa que pareciera incluir aquellas cualidades; era muy capaz de buscar el martirio, de retractarse después y de sufrirlo al fin en un terreno totalmente ajeno a sus intenciones. No cabe duda de que la existencia de tales elementos en la personalidad de una muchacha en edad de merecer interfería en su suerte, impidiendo que su destino se decidiera, de acuerdo con la costumbre, en razón del atractivo físico, de la vanidad o de un afecto meramente canino. Hay que añadir a todo esto que Dorothea, la mayor de las hermanas, no había cumplido aún los veinte años, y que las dos se habían educado desde los doce (siguiendo planes tan confusos como carentes de perspectivas) primero con una familia inglesa y después con otra suiza en Lausana. Sistema con el que su tío y tutor trataba de remediar los inconvenientes de orfandad.
Uno podría concluir que, en su acercamiento a la creación de personajes, Eliot es lo contrario de Kleist, ya que la primera cosa que nos dice en su novela Middlemarch es el aspecto de su protagonista y lo que lleva puesto. Aunque, de hecho, nos lleva tan rápidamente de las meras apariencias hasta las cuestiones del espíritu que el aspecto de Dorothea casi podría parecemos irrelevante, una concesión formal al realismo que un escritor se ha sentido obligado a hacer. Mientras tanto, estas frases en apariencia directas están preparando sutilmente uno de los mayores descubrimientos que Dorothea hará después en el libro: el hecho de que los seres humanos son criaturas que del cuerpo y las pasiones tanto como de la mente y el espíritu.
Hacia el final de ese sustancial primer párrafo, Eliot ha creado ya un personaje de gran complejidad, así como un entorno completo: «señoritas con esa ascendencia, que vivían en una tranquila casa de campo y acudían a una iglesia pueblerina». La escritora ha comparado la naturaleza de Dorothea con la de su hermana, y ha explicado todo lo necesario de la historia de ambas jóvenes para traernos al punto en que comienza la novela. Después de decirnos que la posibilidad de que Dorothea sea elegida puede verse lastrada por la intensidad de sus preocupaciones religiosas («Se daba por sentado que el parecer de las mujeres tenía muy poco peso»), Eliot procede a transmitirnos la idea que la misma Dorothea tiene del matrimonio: «En un matrimonio ideal, el marido tenía que ser una especie de padre y estar incluso en condiciones de enseñar hebreo a su mujer, si es que ella así lo deseaba».
Y así la novela inicia la primera y más importante de sus varias exploraciones paralelas de los riesgos de conseguir aquello que se desea o, en cualquier caso, lo que uno cree que desea. En el segundo capítulo, Dorothea encontrará a un hombre que promete ser el tipo de marido que ella imagina, el estricto señor Edward Casaubon, un clérigo local, bastante mayor que ella, que ha trabajado durante años en una extensa y erudita obra intitulada La llave de todas las mitologías. Invitado a cenar a la casa del tío de Dorothea, el señor Casaubon no toma parte en la animada charla hasta que lanza el siguiente discurso, un párrafo de diálogo que fija sólidamente su carácter antes de que los demás invitados tengan la oportunidad de sopesar sus virtudes y defectos, antes de que Celia tenga tiempo de decirle a Dorothea que Casaubon es un hombre desagradable y rancio y antes de que otro amigo de la familia, también pretendiente de Dorothea, le diga luego a una vecina que Casaubon «¡parece una momia!».
Al preguntarle si ha leído el libro Guerra de Sucesión en España, de Southey, el señor Casaubon responde:
«No tengo tiempo para ese tipo de literatura en estos momentos. Últimamente me he gastado la vista con viejos manuscritos; lo cierto es que necesito un lector para las veladas, pero soy muy exigente en cuestión de voces y no soporto escuchar a alguien que lea mal. Es una desgracia, en cierto sentido: me alimento demasiado de fuentes interiores; vivo demasiado con los muertos. Mi entendimiento es algo así como el fantasma de un hombre de tiempos pretéritos que vagara por el mundo tratando de reconstruirlo mentalmente tal como era, a pesar de la destrucción y de los cambios que todo lo mezclan. Pero tengo que tomar muchas precauciones con la vista.»
Era la primera vez que el señor Casaubon hablaba con cierta amplitud. Se expresaba con la claridad de alguien a quien se le ha pedido hacer una declaración pública; y la equilibrada y uniforme pulcritud de su manera de hablar, subrayada en ocasiones por un movimiento de cabeza, resultaba más llamativa por el contraste con el desaliño incoherente del buen señor Brooke. Dorothea se dijo para sus adentros que el señor Casaubon era el hombre más interesante que había visto nunca, sin exceptuar siquiera a monsieur Líret, el clérigo del cantón de Vaud que les había dado conferencias sobre la historia de los valdenses.
Las primeras palabras que le oímos decir a Casaubon son suficientes para dejarnos helados ante tanta pomposidad y arrogancia, y para disgustarnos por las impresiones tan diferentes que su actitud causa en Dorothea. Tampoco la carta en la que se declara a Dorothea nos tranquiliza sobre su carácter. Lo que resulta llamativo no es sólo el contenido de la carta, sino lo que le falta: pasión, afecto, palabras cariñosas, el mínimo signo de curiosidad o interés por saber quién es Dorothea. No podemos dejar de reparar en cuánto de esa carta tiene que ver con su vida, su trabajo, sus costumbres: cuántas de sus razones para proponerle el matrimonio tienen que ver exclusivamente con él. Y no podemos leer la carta sin hacer aquello que se nos dice que Dorothea no puede hacer, es decir, «mirar con ojos críticos aquella declaración de amor».
Mi querida señorita Brooke:
Cuento con el permiso de su tutor para dirigirme a usted acerca de un asunto de máximo interés para mí. Confío en no equivocarme al advertir una correspondencia más profunda que la simple coincidencia de fechas entre el descubrimiento de que existe un vacío en mi vida y el hecho de haberla conocido a usted. Porque durante la primera hora que pasamos juntos tuve ya el convencimiento de su eminente y quizá exclusiva idoneidad para llenar ese vacío (convencimiento conectado, es lícito decirlo, con esa actividad de los afectos que ni siquiera las preocupaciones de un trabajo demasiado singular para que uno lo abandone podrían ocultar ininterrumpidamente); y cada sucesiva oportunidad para la observación ha afianzado ese convencimiento, confirmando sin lugar a dudas la existencia de esa idoneidad que yo había imaginado, lo que ha despertado, en consecuencia, de manera más decidida, esos afectos a los que acabo de referirme. Creo que nuestras conversaciones han aclarado suficientemente para usted el tenor de mi vida y de mis propósitos: una orientación poco apropiada, me doy cuenta, para el nivel más común de los entendimientos. Pero he advertido en usted una elevación de pensamiento y una capacidad de abnegación que hasta ahora no había creído compatible con la lozanía de la juventud ni con esos encantos femeninos de los que puede decirse sin temor a errar que conquistan y otorgan distinción cuando, como sucede de manera muy notable en su caso, se hallan combinados con las cualidades mentales anteriormente mencionadas. Confieso que me parecía imposible llegar a encontrar esa singular combinación de seriedad y atractivo, capaz de proporcionar ayuda en tareas de gran importancia y de deleitar durante las horas de ocio; y de no ser por la fortuna de haber llegado a conocerla (lo que, permítame decírselo de nuevo, no considero simple coincidencia con necesidades presagiadas, sino resultado de una providencial relación con ellas, pues se trata de sucesivas etapas hacia la realización de un proyecto vital), cabe presumir que hubiese continuado hasta el fin de mis días sin hacer el menor intento de aliviar mi soledad mediante enlace matrimonial.
Tal es, mi querida señorita Brooke, la fiel descripción de mis sentimientos y fío en su clemencia para atreverme a preguntarle hasta qué punto la naturaleza de los suyos permitirá confirmar mis felices presentimientos. Ser aceptado por usted como marido y como custodio terrenal de su bienestar constituirá para mí el más elevado y providencial de los dones. A cambio puedo ofrecerle al menos un afecto todavía incólume y la constante dedicación de una vida que, por breve que sea su futuro, carece de páginas anteriores donde, si decidiera usted hojearlas, pudiese encontrar anotaciones que le causaran justificada amargura o vergüenza. Aguardo la expresión de sus sentimientos con una ansiedad que (si fuera posible) la prudencia debería distraer mediante un trabajo más arduo de lo habitual. Pero en este orden de experiencias soy todavía joven y, al imaginar una respuesta desfavorable, no puedo por menos de creer que resignarme a la soledad será más difícil después de la momentánea luz de esperanza. En cualquier caso sepa que tendrá siempre en mí a su sincero y devoto servidor.
EDWARD CASAUBON
La boda tiene lugar y luego se nos pone al corriente de que Dorothea está ya en su luna de miel en Roma, sollozando amargamente porque ha empezado a comprender con qué clase de hombre se ha casado: una persona seca y depresiva que no muestra ningún entusiasmo por los monumentos de Roma ni por la compañía de su reciente esposa. Y lo peor de todo es su incipiente conciencia de que su marido todavía no ha comenzado realmente ese gran libro para ayudar a escribir el cual ella se ha casado con él. Cuando Dorothea comete el error de mencionar esto último, la apenas ofendida y repugnante respuesta del marido —con sus mordaces adjetivos (superficiales, ignorantes, sin fundamento, impaciente), su referencia a los espectadores y charlatanes y su insinuación de que Dorothea podría ser uno de esos espectadores y charlatanes superficiales, ignorantes e impacientes que deben ser ignorados por «escrupulosos, exploradores» como él— nos convence de que estábamos en lo cierto cuando temíamos por el futuro de ese matrimonio. El tono defensivo y agresivo, no obstante «controlado por el decoro», de esta réplica de Casaubon se corresponde exactamente, creemos, con manera en que un hombre semejante contraatacaría y arremetería si se sintiera cuestionado:
—Amor mío —dijo, con irritación controlada por el decoro—, puedes confiar en mí para reconocer las épocas y las estaciones, adaptadas a las diferentes frases de una obra que no debe medirse por las superficiales conjeturas de espectadores ignorantes. Me habría sido más fácil conseguir un efecto momentáneo mediante el espejismo de unas opiniones sin fundamento; pero una de las tribulaciones sempiternas del investigador escrupuloso es verse entorpecido por el impaciente desdén de los parlanchines que sólo buscan logros insignificantes, incapaces como son de alcanzar algo mejor. Y sería conveniente que tales personas aprendieran a diferenciar los problemas cuya verdadera entidad queda por completo fuera de su alcance de aquellos otros cuyos datos pueden abarcarse mediante un breve y superficial examen.
A esta escena le sigue poco después la conversación, completamente diferente esta vez, que Dorothea mantiene con el primo de Casaubon, el joven artista Will Ladislaw, que juguetea despreocupadamente con palabras y conceptos tales como sentimiento, placer o disfrute, conceptos que, sencillamente, no figuran en el vocabulario del señor Casaubon. De esta forma, empezamos a intuir el dilema de nuestra protagonista: la necesidad urgente de admitir que se ha equivocado respecto a sí misma, respecto al mundo y respecto al hombre con el que se ha casado, y la certidumbre de que debe reconsiderar sus ideas juveniles acerca de la relativa importancia y la compatibilidad de cuestiones como la bondad y la felicidad, la autoindulgencia y la autotrascendencia.
En sus respectivas escenas, tanto Austen como Eliot consiguen fijar varios personajes complejos a la vez, en parte a través de la narración misma y en parte a través de los elementos dramáticos y los diálogos que nos permiten observar cómo interactúan los personajes. Algo parecido sucede en el primer capítulo de La educación sentimental, de Gustave Flaubert, en el que se nos presenta al joven caballero y al matrimonio cuyas relaciones triangulares conformarán el núcleo de la novela. Como se espera de una obra en la que el tiempo y la historia juegan un papel importante, se nos dice que son las seis de la mañana del día 15 de septiembre de 1840. Un barco atestado de pasajeros está a punto de zarpar para remontar el Sena desde un embarcadero de París. He aquí nuestro primer encuentro con el protagonista principal de la novela, Frédéric Moreau:
Un joven de dieciocho años, de pelo largo, que llevaba un álbum debajo del brazo, estaba inmóvil cerca del timón. A través de la bruma contemplaba campanarios y edificios, cuyo nombre ignoraba; después abrazó en una última ojeada la isla de Saint-Louis, la Cité, Notre-Dame, y muy pronto, al desaparecer París, lanzó un suspiro prolongado.
Frédéric Moreau, que acababa de recibir el título de bachiller, regresaba a Nogent-sur-Seine, donde debía languidecer durante dos meses antes de ir a cursar derecho. Su madre, con la suma indispensable, le había enviado al Havre a ver a un hermano suyo, del cual esperaba que fuese heredero su hijo; volvió de allí la víspera, y lamentaba no poder permanecer en la capital, siguiendo, para llegar a su provincia, el camino más largo.
En el primer párrafo, el pelo largo, el álbum, su contemplación de los campanarios y su suspiro nos proporcionan una idea bastante precisa de su carácter romántico, al igual que la indolencia o autoindulgencia que le ha llevado a ocupar su tiempo de vacaciones «languideciendo» y a tomar el barco más lento posible. El segundo párrafo esboza lo fundamental de su situación educativa, profesional, económica y familiar. A medida que el barco va despidiendo vapor y atravesando el paisaje, los pasajeros empiezan a relajarse. «La gente estaba alegre y se tomaban copas.»
Luego volvemos otra vez a Frédéric, de nuevo perdido en su ensimismada ensoñación, firmemente convencido de que «la felicidad merecida por la excelencia de su alma tardaba en venir» y pasándose el tiempo recitando melancólicos poemas para sí mismo:
Frédéric pensaba en el cuarto que ocuparía en su casa, en el plan de un drama, en asuntos para cuadros, en futuras pasiones. Juzgaba que la felicidad merecida por la excelencia de su alma tardaba en venir. Declamó versos melancólicos; paseaba por el puente con rápido paso, se adelantó hasta el fin, del lado de la campana, y, en un círculo de pasajeros y marineros, vio a un señor que decía galanterías a una aldeana, jugando mientras con la cruz de oro que llevaba sobre el pecho. Era un hombre de cuarenta años, de cabello crespo. Su busto vigoroso llenaba una chaqueta de terciopelo negro; en su camisa de batista brillaban dos esmeraldas y su ancho pantalón blanco caía sobre unas botas raras, coloradas, de cuero de Rusia, bordadas con dibujos azules.
La presencia de Frédéric no le detuvo. Se volvió hacia él muchas veces, interpelándole por medio de sus ojos; después ofreció cigarrillos a cuantos le rodeaban. Pero harto de aquella compañía, sin duda, se fue más lejos. Frédéric le siguió.
La conversación transcurrió primeramente sobre las diferentes especies de tabaco; después, naturalmente, acerca de las mujeres. El señor de las botas coloradas dio consejos al joven; expuso teorías, narró anécdotas, se citó a sí mismo como ejemplo, diciendo todo esto con tono paternal, con una ingenuidad de corrupción divertida.
Era republicano; había viajado, conocía el interior de los teatros, de los restaurantes, de los periódicos, y a todos los artistas célebres, a los que llamaba familiarmente por sus nombres; Frédéric le confió poco a poco sus proyectos, y él le animó a seguirlos.
Pero se interrumpió para mirar el cañón de la chimenea; luego formuló, deprisa, un cálculo para saber «cuánto cada golpe de pistón, tantas veces por minuto, debía.., etcétera». Y cuando hizo la suma admiró mucho el paisaje, manifestándose dichoso por haber abandonado los negocios.
Frédéric sentía cierto respeto hacia él y no resistió el deseo de conocer su apellido. El desconocido contestó sin pararse:
—Jacques Arnoux, propietario del Arte Industrial, bulevar Mont-martre.
Un criado, con galón dorado en la gorra, vino a decirle:
—Si el señor tuviera la bondad de bajar... la señorita le reclama.
Desapareció.
El Arte Industrial era un establecimiento híbrido, compuesto de una publicación pictórica y un almacén de cuadros. Frédéric había visto aquel título muchas veces en el escaparate de un librero de su país natal, en prospectos inmensos, donde el nombre de Jacques Arnoux aparecía ostentosamente.
Así pues, al final de este pasaje nos hemos encontrado con otro de los personajes principales de la novela, el marchante de arte y editor de revistas Jacques Arnoux. Su manera de vestir (llamativa, cara, un poco bohemia, adornada con esmeraldas y botas de piel coloradas) es casi todo lo que necesitamos saber, aunque se nos ofrece un poco más: se nos hace saber que este hombre está entreteniendo a un grupo de pasajeros y marineros al flirtear públicamente con una joven aldeana. Es un fanfarrón cuyo estatus social le permite comportarse así, del mismo modo que su situación privilegiada le permite ofrecer cigarros puros a los otros pasajeros. Todos nos hemos encontrado alguna vez con hombres como éste, apostadores, derrochadores y a la vez generosos y ordinarios. A lo largo de todo el libro lo veremos a intentando comprar la atención, el amor y el perdón.
Por supuesto, él no se siente intimidado por la presencia de Frédéric. Ellos se reconocen el uno al otro. Ambos son de la misma clase social; de ahí esos guiños cómplices y el hecho de que luego ambos caminen juntos cuando Arnoux se aburre de sus propias gracias. El momento casi podría pasarnos desapercibido, y, de ser así, no repararíamos en la indicación que nos hace Flaubert acerca de cómo los sutiles rasgos de clase gobiernan todas las situaciones sociales, incluso la elección de la persona con quien mantener una conversación casual en un barco.
Este intercambio enriquece nuestras impresiones sobre Frédéric, que no está en absoluto desconcertado por el brillo de Arnoux, pero que, por el contrario (tal y como se espera de un joven como Frédéric), se siente encantado y halagado cuando este mundano viajero y bien situado bon vivant consiente en dirigirle la palabra. Luego, cuando el joven es inducido a confiarle sus propios proyectos, que Arnoux le anima a seguir, casi podemos oír al hombre maduro prestando atención sólo a medias a las palabras del más joven. Su mente está demasiado ocupada considerando la chimenea, la mecánica del motor, la belleza del paisaje y su propio placer por la travesía. Sólo ahora Frédéric le pregunta quién es y, en un suspiro, el hombre no sólo anuncia su nombre sino también sus títulos. Él es su propia tarjeta de visita. La escena finaliza abruptamente de una manera que se repetirá, con variaciones, a lo largo del libro. En la familia de clase media de Arnoux, los padres son cuidadosos a la hora de considerar lo que ellos creen que son las necesidades de sus hijos. Esta contradicción enriquece al personaje de Arnoux; este sofisticado hombre de mundo hace una salida precipitada porque su hija le reclama.
Una vez solo, Frédéric vuelve para observar a los demás pasajeros, lo que nos brinda la oportunidad de tomar nota de la atención que le presta a cómo va vestida la gente, al tiempo que permite que Flaubert exhiba su particular don para describir escenas de muchedumbre ajetreada. Mientras regresa a su asiento en el compartimento de primera clase, Frédéric vislumbra a una mujer cuya belleza lo hace extasiarse. En este estado, proyectará todos sus sueños, sentimientos y deseos sobre esa mujer (incluido su más intenso deseo, el de experimentar un sentimiento). Esta mujer es madame Arnoux, la esposa del caballero con el que Frédéric ha charlado en cubierta, el hombre que personifica todo aquello que Frédéric querría ser y que nadie querría ser. Y ahora, la envidiable posición de Arnoux se materializa ante los ojos de Frédéric debido a que ese hombre tiene una esposa tan formidable y deseable (una mujer con la que Frédéric mantendrá una relación que será reflejo de la primera impresión que tuvo de ella en el barco).
Aquello fue como una aparición.
Ella estaba sentada en medio del banco, completamente sola; por lo menos, él no vio a nadie, debido al deslumbramiento que sus ojos le produjeron. Al mismo tiempo que pasaba él, ella alzó la cabeza, él la bajó involuntariamente, y cuando pasó más lejos, del mismo lado, la miró.
Llevaba un sombrero de paja ancho con cintas de color rosa, que fluctuaban al viento por su espalda. Sus cabellos negros... parecían ceñir ansiosamente el óvalo de su rostro. Su traje, de muselina clara con lunarcitos, caía en numerosos pliegues.
Se ocupaba en bordar algo, y su nariz recta, su mentón, su persona toda resaltaba sobre el fondo azul del espacio.
Como se mantenía en la misma actitud, dio él muchas vueltas a izquierda y derecha para disimular la maniobra; luego se detuvo muy cerca de la sombrilla, colocada contra el banco, y fingió que observaba una chalupa por el frío.
Jamás había visto aquel esplendor de tez morena, la seducción de un busto, ni aquella delicadeza de los dedos que la luz atravesaba. Contemplaba su cesta de labor con arrobamiento, como una cosa extraordinaria. ¿Cuáles eran su nombre, su domicilio, su vida, su pasado? Ansiaba conocer los muebles de su cuarto, todos los trajes que hubiera llevado, las gentes que la visitaban, y el deseo de la posesión física hasta desaparecía ante un afán más profundo, en una dolorosa curiosidad sin límites.
Hemos avanzado tan sólo unas cuatro páginas en la novela y ya tenemos una impresión extraordinariamente completa de sus tres personajes centrales, cuyas trayectorias se entretejerán después con las de un extenso reparto de apoyo. En adelante, nuestro concepto de cada uno de los tres continuará creciendo y cambiando con cada cosa que les veamos decir y hacer, con cada cosa que les suceda.
Me doy cuenta de que estos ejemplos pertenecen a obras de siglos pasados, pero también se podrían recoger pasajes igualmente útiles de obras de ficción contemporáneas en las cuales los personajes se parezcan más a nosotros mismos, al menos superficialmente. En teoría, tales personajes (que se visten con ropas modernas, conducen coches como los nuestros, compran en las mismas tiendas y viven en nuestras ciudades y barrios) se nos antojarían más familiares, comprensibles y, posiblemente, incluso más interesantes. Pero creo que me habría metido en camisa de once varas si hubiera intentado convencer de eso a mis alumnos en aquella clase en Salt Lake City aquella mañana de invierno en que debatieron sobre su nueva amiga, la marquesa de O...