4 Los párrafos
En sus memorias YEARS OF HOPE, Konstantin Paustovsky describe una visita al estudio de Isaak Babel, en el curso de la cual atisbó por un momento una alta pila de páginas manuscritas sobre su escritorio. ¿Podría eso significar que el celebrado maestro del relato corto estuviera por fin escribiendo una novela? No, repuso Babel, ese montón de papel eran sólo los 22 borradores más recientes de su nuevo relato. La sorpresa de su amigo llevó a Babel a entregarse a una larga disquisición sobre la escritura en general y la revisión de los manuscritos en particular.
Durante esa suerte de miniconferencia, Babel se refirió al tema de los párrafos: «La división en párrafos y la puntuación se han de hacer de manera apropiada, pero pensando sólo en su efecto sobre el lector. Un conjunto de reglas muertas no es buena cosa. Un nuevo párrafo es algo maravilloso. Es algo que le permite a uno cambiar tranquilamente el ritmo, y puede ser como un relámpago que ilumina un mismo paisaje desde un enfoque diferente».
Nosotros comprendemos de manera intuitiva lo que Babel quiere decir acerca de esos cambios de ritmo y esos relámpagos. Pero no nos ofrece demasiada ayuda práctica sobre el más habitual problema de cómo dar forma a un párrafo o de dónde acabar uno y empezar otro. No obstante, una vez más, como en el caso de las frases, el sólo hecho de pensar acerca del «párrafo» nos sitúa con ventaja en el juego, de la misma manera que el ser conscientes de la frase como entidad digna de nuestra atención representa un paso importante en la dirección adecuada.
Un día le pregunté a un amigo, un poeta que además también escribe ensayos y memorias, qué opinaba él acerca de los párrafos. Me dijo que pensaba en los párrafos como una forma, como una forma poética, quizá un poco como una estrofa. Entonces añadió algo de lo que yo misma también me había dado cuenta. Dijo que cuando estaba escribiendo un ensayo, llegaba un momento en el cual sabía cuáles serían sus primeros párrafos. Ese momento era aquel en el que el ensayo se organizaba en su mente y se asentaba más o menos en su sitio como guiado por una sucesión de clicks de ordenador. Pero ¿cómo, exactamente, podemos detectar cuándo sobrevienen esos clicks? Una vez más, esto es algo que parece más fácil de aprender con un ejemplo que de forma abstracta, leyendo los textos de ficción de Babel para ver cómo operan en la práctica sus ideas sobre las tormentas eléctricas y el ritmo.
Consideremos los párrafos de apertura de dos de sus más famosos relatos, junto con el principio de los párrafos que siguen, y pongamos nuestro interés en el cuidadoso razonamiento o en el impulso inconsciente que podría llevar a un escritor a convocar esos relámpagos.
Antes de avanzar, es necesario decir algo sobre la tarea de traducción. Cuando leemos un texto traducido, somos y deberíamos ser siempre conscientes de que ciertas elecciones esenciales (respecto al tono y la dicción y entre los diferentes sinónimos) se deben más al traductor que al autor. En ese caso, sólo podemos esperar que el traductor haya decidido sabiamente, y que haya escogido, en la medida de lo posible, el modo más adecuado de encauzar lo que el autor original buscaba expresar. No hace falta decir que Babel en inglés o en español es diferente de Babel en ruso. Así, cuando aquí se cita a Babel en la traducción al español de Augusto Vidal, en realidad se está citando un texto que no es completamente de Babel, sino más bien el resultado de una suerte de colaboración entre Vidal y Babel. Obviamente, cualquiera preferiría leer esos relatos en su lengua original. Pero, como ejemplo, la traducción de Vidal nos será útil, por ser también una de las más representativas de la obra de Babel, del mismo modo que destacan las traducciones de Kafka realizadas por Jorge Luis Borges, las de Poe a cargo de Julio Cortázar o las de Proust por Pedro Salinas.
Éste, entonces, es el pasaje inicial del relato «El paso de Zbruch», de Babel8.
El jefe de la Sexta División comunicó que Novograd-Volinsk había sido tomado aquel mismo día al amanecer. El estado mayor partió de Krapivno, en tanto que nuestro convoy, su ruidosa retaguardia, se extendía por la carretera que conduce de Brest a Varsovia, camino construido con huesos de mujíks por Nicolás I.
Campos de purpúreas amapolas florecían alrededor de nosotros, el viento de melodía jugaba con el amarillento centeno y el virginal alforfón se levantaba en el horizonte como la pared de un monasterio lejano... El sol anaranjado rodaba por el cielo como cabeza cortada, un suave color se encendía en las grietas de las nubes, y los estandartes del ocaso ondeaban sobre nuestras cabezas. El olor de la sangre derramada la víspera, y el de los caballos muertos, se instalaba en la frescura de la tarde.
Y aquí está el pasaje de apertura del relato «Mi primer ganso»:
Savitski, el jefe de la Sexta División, se levantó al verme; quedé sorprendido ante la belleza de su gigantesco cuerpo. Se levantó, y con la púrpura de sus pantalones de montar, con su gorra carmesí ladeada, con las condecoraciones que le colgaban del pecho, cortó la isba por la mitad como corta un estandarte el cielo. Olía a perfume y a fresco y empalagoso jabón. Sus largas piernas parecían muchachas embutidas hasta los hombros en relucientes botas de montar.
Me sonrió, golpeó la mesa con la fusta y echó mano a la orden que acababa de dictar el jefe del estado mayor.
Lo que nos impresiona más profundamente de sendos pasajes iniciales no es cómo comienzan, sino más bien cómo finalizan (con pequeños clímax de desasosiego hacia el que parecen conducir). En general, yo diría que el párrafo puede ser entendido como una suerte de respiración literaria, de modo que cada párrafo viene a ser como una larga respiración (en algunos casos muy larga): inspiración al principio del párrafo y espiración al final; nueva inspiración al inicio del siguiente párrafo. Sin embargo, al introducir algún elemento de malestar, los párrafos de Babel nos hacen entrecortar la respiración en la frase final, de modo que estamos todavía un poco sin respiración en medio de ese cambio rítmico, ese desplazamiento de perspectiva.
«El paso de Zbruch» empieza con una narración franca y sin adornos, una suerte de crónica (Babel trabajó durante muchos años como periodista) de una victoria. En esa primera oración no hay adjetivos, y en todo el párrafo sólo figura uno, ruidosa. Casi podríamos estar leyendo unas memorias o un informe militar, hasta que llegamos a la última frase, «camino construido con huesos de mujiks», la cual, en pocas palabras, nos eleva desde el reino del reportaje periodístico, en el cual no es probable que figure esa clase de frases, hasta el reino de la ficción. Vale la pena reflexionar sobre la diferente lectura que tendría dicho párrafo si finalizara tal y como lo hace en una traducción más reciente9: «El Estado Mayor de Krapivno y nuestro convoy se extendió a modo de ruidosa retaguardia por la carretera que lleva de Brest a Varsovia, una calzada construida por Nicolás I con huesos de campesinos».
En cualquier caso, esos huesos siguen crujiendo en el párrafo siguiente, en el que la alternancia entre la exuberante y lírica descripción de la naturaleza y las oblicuas referencias a otros aspectos más terribles, como la sangre de los caballos o las cabezas cortadas, evocan el horror de una campaña militar, el espanto que supone transitar por un paisaje ordinario, e incluso maravilloso, en el cual algo terrible puede suceder en cualquier momento (como ocurre al final de la historia).
Algo parecido sucede con el inicio del relato «Mi primer ganso», aunque aquí las pálidas notas de discordia y malestar empiezan ya en la primera oración, con la reacción del narrador ante el jefe de división Savitsky. Su primer impulso es el de admirar la belleza del gigantesco cuerpo de ese hombre. El párrafo completo representa ese instante de pasmo en el que nuestro protagonista (quien, como sabremos pronto, es un licenciado en derecho por la Universidad de San Petersburgo, un intelectual, un idealista seguidor de Lenin, un escritor con un baúl lleno de manuscritos) pierde la conciencia de todo excepto de lo que lleva puesto el comandante y el olor de su perfume. El perverso erotismo polimorfo de ese momento, que resonará por todas partes en un relato que trata, en parte, sobre la interconexión entre la camaradería militar, el sexo y la violencia, prepara para la percepción de las largas piernas del comandante como «muchachas embutidas hasta los hombros en relucientes botas de montar».
Esta perturbadora imagen emergerá de nuevo en las últimas frases del relato, cuando ese narrador con gafas se gana, tras cometer un acto violento, la aceptación de los brutales cosacos con quienes cabalga. Finalmente, los hombres caen dormidos en un pajar de heno:
Dormimos allí los seis, dándonos calor unos a otros, con las piernas entrelazadas bajo aquel techo agujereado que dejaba pasar las estrellas.
Soñé, y vi mujeres en mi sueño, pero mi corazón manchado por el asesinato, crujía y sangraba.
La ruptura al final del primer párrafo del relato nos hace salirnos de nuestro ensueño, junto al mismo narrador. La sonrisa del comandante, el chasquido de su fusta contra la mesa y el gesto que hace al alcanzar el recién redactado informe se combinan para romper la ensoñación que le ha dado al párrafo su aspecto de helado encantamiento. Ese relámpago y el cambio de ritmo ponen la historia en movimiento. La sonrisa, la fusta y el parte militar señalan que ya es hora de abordar la cuestión, que se trata, como descubriremos en unas pocas palabras, de un asesinato. El segundo párrafo acaba con las órdenes que contiene el parte, las cuales están expresadas en lo que imaginamos es el lenguaje de una directiva militar: «localizar al enemigo y destruirlo».
Llegados a este punto, podríamos querer regresar al pasaje citado de Years of Hope, en el que Babel inicia su debate sobre el párrafo alertando contra un conjunto de reglas muertas, ya que aquí se nos puede presentar la tentación de suponer que los párrafos de apertura de sus dos relatos sugieren en cierto modo una regla (a saber, que el párrafo se construye hacia algún tipo de clímax, hacia esa pequeña inspiración que lleva a uno al siguiente párrafo). Sin embargo, la ventaja de leer con una visión amplia, en lugar de intentar formular conjuntos de reglas generales, es que aprendemos que no hay reglas generales, sino sólo ejemplos concretos que nos ayudan a situarnos en la dirección en la que podríamos querer ir.
En una de las novelas de misterio de Rex Stout, Planéalo tú mismo, el personaje Nero Wolfe es requerido para determinar si tres manuscritos que forman parte de un caso sobre una acusación de plagio pueden haber sido escritos por la misma persona. Su conclusión (que son, en efecto, del mismo autor) se fundamenta en la reveladora repetición de palabras y expresiones características tales como «no en vano». También hay similitudes en cuanto a la puntuación: el escritor muestra una preferencia por los puntos y coma en lugar de por las comas o los guiones. Sin embargo, el rasgo más revelador, afirma el gran detective, son los párrafos:
Un escritor diestro podría disfrazar con éxito todos los elementos de su estilo, salvo uno: formar los párrafos. Pueden determinar y controlarse la dicción y la sintaxis, mediante un proceso racional en plena conciencia, pero formar los párrafos, es decir, tomar la decisión de hacerlos largos o cortos, de cortarlos en medio de una idea o una acción... No, esto procede del instinto, de lo más profundo de la personalidad del escritor. Concedo la posibilidad de que las semejanzas verbales e incluso la puntuación sean meras coincidencias, pero no la formación de los párrafos. Las tres historias tienen los párrafos formados por la misma persona.
Poco después, Archie Goodwin, el leal compañero de fatigas de Wolfe, regresa a su mesa de trabajo, que está repleta de papeles que precisan ser atendidos. Goodwin pasa una media hora estudiando los párrafos de los tres manuscritos en cuestión. Y concluye que Wolfe está en lo cierto en cuanto a que han sido escritos por la misma persona. Archie nos lo dice en la segunda frase de un extenso párrafo, y entonces cuenta: «Metí las tres historias en la caja fuerte y consideré el problema de los papeles que abarrotaban aquella mesa». Todavía dentro del mismo párrafo, hace una relación de los diversos miembros de la servidumbre del castillo de Nero Wolfe y de cuáles son sus funciones. El párrafo finaliza con una sucesión de frases que compendian el entero dilema de dónde acabar el párrafo y la idea de que no sólo el énfasis de una frase, sino también su significado implícito, pueden variar según si aparece al final del párrafo o al inicio de otro nuevo:
Mis funciones y mi categoría son las requeridas en cada situación que se presente, y la cuestión de quién decide qué requiere una situación, es la que, ocasionalmente, hace que Wolfe y yo no nos hablemos. La siguiente frase debiera ser: «Pero hallándose la mesa cargada de papeles en el despacho, es obligación mía despejarla». También tengo que decidir si dejo aquí la frase, o inicio otro párrafo con ella. Para que vean cuan sutil soy. Bien, formen ustedes mismos los párrafos.
Me quedé contemplando los montones de papel...
Esto es, como dice Archie, algo sutil. Si la frase acerca del papeleo que se le venía encima aparece al final del párrafo precedente parece una suerte de adenda a la consideración que en él se hace de la responsabilidad profesional y de la cuestión de quién decide exactamente lo que la situación requiere. Al comienzo del siguiente párrafo, suena más como si Archie hubiera respirado profundamente y, finalmente, hubiera vuelto su atención al montón de papeles en el que va a empezar a trabajar.
Presumiblemente, Nero Wolfe habría sido capaz de identificar a Paula Fox como la autora del párrafo que figura a continuación, perteneciente a su novela Personajes desesperados. Justamente celebrado, este pasaje, situado casi al inicio de la novela y a partir del cual se desgranará el resto de la trama, describe a su protagonista femenina mientras está dando de comer a un gato callejero:
El gato había comenzado a limpiarse los bigotes. Sophie volvió a acariciarle el lomo, recorriéndolo con los dedos hasta toparse con el abrupto recodo peludo donde el rabo se volvía hacia arriba. El gato alzaba convulsivamente el lomo para restregarlo contra su mano. Sophie sonrió, preguntándose si el gato recibiría muy a menudo la calidez de la caricia humana, o si la habría recibido alguna vez, y aún sonreía cuando el animal se levantó sobre las patas traseras, incluso cuando la atacó con las garras extendidas, hasta el mismo instante en que le clavó los dientes en el dorso de la mano izquierda y tiró hasta casi hacerla caer hacia delante, atónita y horrorizada y, sin embargo, lo bastante consciente de la presencia de Otto como para contener el grito que se le ahogó en la garganta mientras intentaba librar su mano de aquel círculo de alambre de espino. Empujó con la otra mano y, cuando el sudor le impregnó la frente, cuando la carne le punzó y le tiró, dijo al gato: «¡No, no, basta!», como si todo lo que el animal hubiera hecho fuera pedirle comida y, en medio del dolor y la consternación, le asombró oír cuan serena sonaba su voz. Entonces, súbitamente, las garras soltaron su presa y se retiraron como si estuvieran dispuestas para otro ataque, pero, entonces, el gato se dio la vuelta —como si volara— y abandonó el porche de un salto, internándose en el patio sumido en sombras.
El dramatismo llega al máximo hacia la mitad del párrafo, mientras que lo que ocurre antes y después trata de los pensamientos y acciones que conducen hasta la herida de Sophie, a los cambios de conciencia y al resultante sobresalto con los cuales responde a ella. En el transcurso, el peso descriptivo de ese «abrupto recodo peludo» nos hace pensar que alguien que nunca hubiera acariciado un gato jamás podría haber escrito algo tan evocador. Las frases del pasaje son, como señala Jonathan Franzen en su introducción a una reedición de la novela, «pequeños milagros de condensación y concreción, diminutas novelas en sí mismas... Al imaginar un momento dramático como una sucesión de gestos físicos (al prestarle tanta atención), Fox da cabida aquí a todos los aspectos de la compleja personalidad de Sophie: su liberalidad, su autoengaño, su vulnerabilidad y, sobre todo, su conciencia de persona casada».
Los encantos del párrafo son probablemente obvios, pero vale la pena detenerse para examinar la frase en la que se produce el mordisco. El sobresalto y la humillación de Sophie son intensificados por el hecho de que lo que inicia la frase y continúa a través de toda ella es la sonrisa que se extiende en su rostro (descrita en una sucesión de cláusulas temporales paralelas que se inician con cuando, hasta y hasta casi). La sonrisa está a punto de tornarse llanto, posibilidad que es abortada cuando Sophie, incluso en mitad de este horrendo suceso, recuerda la presencia de su marido y se controla a sí misma para no alarmarlo. ¿O quizá ese autocontrol se debe como mucho a su reticencia a traicionar su propia debilidad, su necedad, su culpabilidad y su desobediencia? Después de todo, Otto le ha advertido de que no debería darle de comer al gato.
Su tenaz esfuerzo de voluntad la llevará al párrafo siguiente, en el que Otto le pregunta qué ocurre y ella responde, «Nada», una reflexiva negación que, como el mordisco mismo, dará forma al resto del libro. Lo que hace tan destacable este pasaje es cómo encuentra el perfecto equilibrio entre la acción (siempre sabemos exactamente qué hace el gato y cuál es la reacción de Sophie) y la conciencia, los rápidos cambios en su conciencia y en la voz interior que aflora desde la observación de sí misma, su conocimiento no sólo de su propio dolor sino también de lo que la rodea, así como de las circunstancias que la han conducido a su desgracia.
El hecho de que el párrafo de Fox presente una construcción tan diferente al de Isaak Babel podría hacer que nos cuestionásemos nuestra noción de qué es un párrafo y que decidiéramos consultar los manuales de estilo en busca de ayuda para saber dónde situar esa respiración a la que la pausa del párrafo anima. Recuerdo cuando aprendí en la escuela que todo párrafo debería empezar con una frase referida al tema, pero la verdad es que nunca estuve completamente segura de qué era una frase referida al tema. Y ahora que he leído mucho más, estoy todavía menos segura. El manual de estilo que más uso, el de Strunk y White, me es de gran ayuda a la hora de presentar la situación esencial, a la vez que me proporciona variados enfoques sobre los aspectos prácticos de la escritura:
Como norma, empiécese cada párrafo con una frase que sugiera el tema o con una que ayude a la transición... En narraciones y descripciones, el párrafo empieza algunas veces con una afirmación concisa y comprehensiva que sirve para dar unidad a los detalles que siguen... Pero cuando este recurso o cualquier otro se usan demasiado se convierten en algo amanerado... En la narrativa vivaz y vigorosa, es probable que los párrafos sean cortos y sin nada parecido a una frase referida al tema, y que la escritura se precipite vertiginosamente, un hecho tras otro en rápida sucesión. La pausa entre tales párrafos sirve meramente como pausa retórica, es decir, para poner de relieve algún detalle de la acción.
Strunk y White concluyen su meditación sobre el párrafo con uno de cosecha propia que rescata la advertencia de Babel contra un conjunto de reglas muertas y su consejo de que todo debería hacerse con un ojo puesto en el efecto que se busca sobre el lector:
En general, recuérdese que la construcción de los párrafos exige tanto buen ojo como una mente lógica. Los bloques de texto muy largos infunden miedo a muchos lectores y a menudo se muestran reacios a abordarlos. Así pues, partir en dos los párrafos muy largos, incluso cuando ello no sea necesario para el sentido, la intención o el desarrollo lógico, constituye a menudo una ayuda visual. Pero, recuérdese también que lanzar una ráfaga de párrafos cortos en rápida sucesión puede provocar distracción... La moderación y el sentido del orden deberían ser cuestiones de máxima consideración a la hora de construir párrafos.
Una vez más, éste es un consejo que debe tomarse seriamente, lo cual no nos impide, al mismo tiempo, mostrarnos agradecidos hacia aquellos escritores que se sintieron impelidos a romper las reglas o que, por cualquier motivo, no consiguieron tomarse demasiado a pecho ese sensible consejo. Samuel Beckett y José Saramago son dos de esos muchos escritores dados a construir extensísimos párrafos.
El primer párrafo de la novela Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, se extiende a lo largo de una página y media y contiene quizá una docena de lugares que, en la obra de otro escritor, podrían parecer pausas naturales de párrafo. De hecho, la novela entera está compuesta por extensísimos párrafos, divididos (diríase que a regañadientes) cuando los diálogos requieren una pausa en la narración. Al leer a García Márquez se puede entrever también a un escritor que lucha contra el deseo de construir un párrafo interminable, un impulso al que sucumbió en El otoño del patriarca, novela en la que no hay ni una sola pausa de párrafo. Al leer esta novela da la sensación de que García Márquez puede hacer cuanto quiera, ante lo cual uno nunca se atrevería a proponer un uso más convencional de los párrafos. Incluso así, la carencia de pausas de párrafo hace algo difícil la lectura. Un vecino me dijo una vez que tenía problemas para leer la novelas de García Márquez porque le gustaba beber mientras leía y El otoño del patriarca no le dejaba un momento en el que beber un sorbo de cerveza. La mayoría de los manuales de estilo también nos advertirán contra el uso de párrafos de una sola frase y, en general, están en lo cierto, especialmente cuando la frase en cuestión tiene sólo unas pocas palabras. Un amigo mío dice que un párrafo de una sola frase se percibe como un puñetazo y a nadie le gusta recibir puñetazos. Abusar de su uso puede convertirse en un molesto tic, un perezoso intento del escritor para inducirnos a prestar atención o a inyectar energía y vigor a su narrativa, o un intento de inflar falsamente la importancia de frases sobre las que pasaríamos de puntillas si estuvieran situadas, más modesta y tranquilamente, dentro de un párrafo más extenso.
Un escritor menos arriesgado que Rex Stout podría haber propuesto o empleado una tercera posibilidad para construir la frase de Archie que reza: «Pero hallándose la mesa cargada de papeles en el despacho, es obligación mía despejarla». Ese escritor podría haberle proporcionado un párrafo propio para así poner de relieve ciertas cosas, para hacer avanzar la narración. Sólo que la narración ya está avanzando bastante bien sin ese tipo de innecesarios auxilios.
El párrafo de una sola frase debería usarse, en todo caso, sólo puntualmente. Pero también tiene sus usos. Si un escritor busca llamar la atención sobre una frase autónoma, será mejor que la frase lo merezca. Es decir, la frase debería tener el suficiente contenido (el suficiente eco) como para justificar este poco habitual recurso para captar la atención.
Una vez más, vale la pena hojear las obras literarias para encontrar ejemplos (aunque escasos y distantes unos de otros) en los que una sola frase parezca efectivamente merecedora de constituir un párrafo por sí misma. El comienzo de Orgullo y prejuicio («Es una verdad reconocida universalmente que a todo hombre soltero que posee una gran fortuna le hace falta una esposa») ocupa un párrafo entero, al igual que la frase siguiente: «Por poco que se conozcan los sentimientos o las opiniones de un hombre tal a su llegada a una comarca, esta verdad está tan bien fijada en las mentes de las familias de los alrededores, que al hombre se le considera propiedad legítima de alguna de sus hijas». Evidentemente, éstos no son los párrafos de una sola frase, truncados y abruptos como puñetazos, contra los que deberíamos estar prevenidos.
En el relato «Bartleby el escribiente», de Melville, casi todos los reniegos y negativas de Bartleby constituyen párrafos separados. Sus diálogos y sus silencios, junto a los apuntes del narrador, son como un movimiento de llamada y respuesta en una pieza musical, como un dueto operístico. La fuerza y el ritmo del pasaje siguiente se verían notablemente mermados si las réplicas y silencios de Bartleby aparecieran unidos a los párrafos que van antes y después:
Me abotoné el abrigo, me paré firme; avancé lentamente hasta tocarle el hombro y le dije:
—El momento ha llegado; debe abandonar este lugar; lo siento por usted; aquí tiene dinero, debe irse.
—Preferiría no hacerlo —replicó, siempre dándome la espalda.
—Pero usted debe irse.
Silencio.
Yo tenía una ilimitada confianza en su honradez. Con frecuencia me había devuelto peniques y chelines que yo había dejado caer en el suelo, porque soy muy descuidado con esas pequeñeces. Las providencias que adopté no se considerarán, pues, extraordinarias.
—Bartleby —le dije—, le debo doce dólares, aquí tiene treinta y dos; esos veinte son suyos, ¿quiere tomarlos? —y le alcancé los billetes.
Pero ni se movió.
En manos de un maestro, incluso los párrafos más cortos pueden cobrar una enorme fuerza, como sucede en los dos últimos párrafos del relato de Raymond Carver «Gordo»:
Es agosto.
Mi vida va a cambiar. Lo presiento.
Consideremos cuánto menos eficaz sería este pasaje si las tres frases constituyeran un único párrafo. Este fragmento nos parece casi perfecto, porque cada decisión acerca de los párrafos es algo que contribuye decisivamente a la intensidad del final del relato.
La primera frase es un hecho. Es agosto. El lector no puede discutir esto. Y entonces, el párrafo siguiente pretende ser otra declaración igualmente franca, dos frases que (en un sentido que no podemos «explicar» más allá de su sentido poético o de cómo éste opera en nosotros) consiguen combinar lo expositivo con lo calificativo, la certidumbre con la duda, sin reconocer en ningún momento que lo que se está diciendo es cualquier cosa menos la expresión de una verdad tan simple e indiscutible como en qué mes estamos. Sólo que dudamos de que la vida del narrador vaya a cambiar. Como, de hecho, lo duda el narrador. Finalmente, permítasenos preguntarnos: ¿qué otra cosa podría añadirse a este pasaje sin que se enervara o disminuyera la fuerza de las tres breves frases que tan ampliamente conforman dos párrafos y que resuenan más allá de ellos?
Los párrafos constituyen una forma de énfasis. Lo que aparece al inicio y al final de un párrafo tiene (si exceptuamos pasajes tales como el de Personajes desesperados) un peso mayor que lo que aparece en medio.
El siguiente párrafo de Las correcciones, de Jonathan Franzen, se inicia con algo que parece una tercera persona omnisciente y, después, hacia el final, vira abruptamente en una dirección que nos hace conscientes de que hemos estado viendo la escena a través de los ojos de un personaje que está (como mínimo) muy involucrado en lo que está observando y cuya visión altera, o en todo caso complica, lo que hemos estado viendo. Simultáneamente, la última línea del párrafo transforma la simple descripción de una más bien frágil pareja anciana que llega a un aeropuerto en un denso resumen de relaciones familiares. Finalmente, la asombrosa conclusión del párrafo (en su honestidad, su imprevisibilidad y, sobre todo, su compresión) es en sí misma un aliciente que nos conduce al interior de la narración:
Avanzaban por la sala central con paso inseguro, Enid procurando no dañarse la cadera lesionada, Alfred remando en el aire con esas manos suyas de goznes sueltos y pateando la moqueta del aeropuerto con sus pies mal controlados; ambos con bolsas de mano de las Nordic Pleasure-lines y concentrados en la parte del suelo que tenían delante, midiendo la azarosa distancia de tres en tres pasos. Cualquiera que los hubiese visto apartar los ojos de los neoyorquinos de pelo oscuro que los adelantaban a toda prisa, cualquiera que se hubiera fijado por un momento en el sombrero de fieltro de Alfred, que asomaba a la misma altura que el maíz de Iowa en el Día del Trabajo, o en los pantalones de lana amarilla que cubrían la cadera dislocada de Enid, se habría percatado inmediatamente de que venían del Medio Oeste y de que estaban intimidados. Para Chip Lambert, que los esperaba al otro lado de los controles de seguridad, eran, sin embargo, un par de asesinos.
Con frecuencia, cada salto de párrafo representa una ligera modificación del punto de vista (aquel «relámpago» mencionado por Babel) o un cambio de perspectiva que podemos conceptuar, en el sentido cinematográfico, como un cambio del ángulo de cámara. En el pasaje de El gran Gatsby que describe a las dos hermosas jóvenes sentadas en el sofá (citado en el capítulo anterior), la pausa de párrafo se produce en el momento en que el ojo del narrador desvía el enfoque desde la habitación en general hasta el sofá en particular. A menudo es más fácil observar esto en las páginas iniciales de un libro, cuando (saltando de párrafo en párrafo y de página en página) las lentes de la narración apuntan hacia el asunto. Para seguir con el símil cinematográfico, los primeros párrafos de la novela La prima Bette, de Balzac, funcionan como una sucesión de tomas en la que vemos a uno de los villanos de la novela, Monsieur Crevel, acercándose a su destino. Mientras tanto, recibimos una serie de pistas sobre lo que se supone pensamos acerca de este hombre, así como de la ubicación física y el entorno social en el que va a tener lugar esta sumamente desagradable escena de apertura. Además, los temas principales de la novela —el dinero (especialmente el dinero fácil), el estatus, la movilidad de clases, la traición, la deshonestidad, el envejecimiento y las apariencias— resuenan como frases musicales que se combinarán para conformar el concierto de la novela.
Como muchas de las novelas realistas provincianas de Balzac, Rojo y negro de Stendhal comienza introduciendo al lector en la topografía de la ciudad antes de centrarse en uno de sus habitantes. A continuación se reproducen las primeras líneas de los seis primeros párrafos de la novela, los cuales ocupan aproximadamente las dos primeras páginas del libro. He incluido también el párrafo quinto completo (de hecho, también el cuarto), porque se trata de un elegante ejemplo en su clase, uno de esos párrafos que, aun tomados aisladamente, expresan todo lo que necesitamos saber sobre un personaje:
1. Se puede decir que la pequeña ciudad de Verriéres es una de las más bonitas del Franco Condado...
2. Al norte, Verriéres está protegida por una alta montaña, una de las estribaciones del Jura...
3. Apenas llegados a Verriéres, nos aturde el estrépito de una máquina ruidosa y tremebunda en apariencia...
4. A poco que se detenga el viajero en esta gran calle de Verriéres, que sube desde la orilla del Doubs en dirección a la cumbre de la colina, se puede apostar ciento contra uno que verá aparecer a un hombre alto con aire atareado e importante.
5. A su paso se alzan rápidamente todos los sombreros. Tiene el pelo canoso y viste de gris. Es caballero de varias órdenes, su frente es amplia, la nariz aquilina y, en conjunto, su rostro no carece de cierta regularidad: hasta se nota, a primera vista, que además de la dignidad de alcalde, tiene esa especie de atractivo que se puede hallar aun en personas de cuarenta y ocho o cincuenta años. Pero el viajero parisiense no tarda en descubrir con desagrado cierto aire de satisfacción de sí mismo y de su ciencia, unido a un no sé qué de limitado y de falta de personalidad. Se nota, en fin, que el talento de este hombre no pasa de hacer que le paguen con gran puntualidad lo que le deben y de pagar lo más tarde posible lo que debe él.
6. Así es el alcalde de Verriéres, monsieur de Renal...
Algo similar (la cámara del ojo narrativo acercándose para un plano más corto) puede observarse en la apertura de la novela de Gary Shteyngart The Russian Debutante's Handbook. Los tres párrafos iniciales nos introducen en la atmósfera enérgica e hilarante de la novela, en su improbable héroe y, por último, en sus temas (entre ellos, los absurdos en la experiencia de un emigrante, los delirios paralelos de las sociedades de Estados Unidos y Europa del Este en la década de los noventa del siglo xx, así como las dificultades de adaptación y conciliación con la nueva cultura receptora). Estos intercambios interculturales emanan de esa «desmilitarizada fuente de agua» y, para mayor regocijo, en el bocadillo con que almuerza nuestro héroe:
La historia de Vladimir Girshkin —en parte P. T. Barnum, en parte V. I. Lenin, el hombre que conquistaría media Europa (aunque la mitad equivocada)— empieza del modo en que tantas otras cosas empiezan. Un lunes por la mañana. En una oficina con la primera taza de café instantáneo balbuciendo a la vida en la sala lounge comunitaria.
Su historia empezó en Nueva York, en la esquina entre Broadway y la plaza Battery, la esquina más cochambrosa, más dejada de la mano de Dios y menos lucrativa del distrito financiero de Nueva York. En el piso décimo, la Sociedad de Integración de Emigrantes Emma Lazaras recibía a sus clientes entre las habituales paredes manchadas de humedad y las marchitas hortensias características de todas las tristes oficinas gubernamentales para el Tercer Mundo. En la sala de recepción, bajo la gentil pero insistente dedicación de los trabajadores sociales de inserción, los turcos y los kurdos cesaban temporalmente las hostilidades, los tutsis hacían cola pacientemente detrás de los hutus, los serbios charlaban con los croatas junto a la desmilitarizada fuente de agua.
Mientras tanto, en la desordenada oficina trasera, el joven oficinista Vladimir Girshkin —el inmigrante de inmigrantes, el expatriado de expatriados, constante víctima de todos los chistes que el pasado siglo xx tenía que ofrecer, un improbable héroe de nuestro tiempo— se disponía a dar cuenta del bocadillo de sopressata curada con especias y aguacate. ¡Cómo le gustaba a Vladimir la implacable dureza de la sopressata y el grasiento regusto del tierno aguacate! La proliferación de este tipo de bocadillo de dos sabores, por lo que a él se refería, era lo mejor de Manhattan en aquel verano de 1993.
Los párrafos iniciales de otra primera novela, Ángeles derrotados, de Denis Johnson, también vehiculan una sucesión de sutiles saltos (primero de perspectiva, después de tiempo). Una vez más, se tiene la sensación de que estas frases no podrían haber sido organizadas en otros párrafos y que las pausas son tan esenciales y orgánicas para la narración como cada una de las palabras elegidas, las cuales la impregnan de un estado alucinatorio y paranoico que, al mismo tiempo, está sólidamente anclado en una realidad exterior. El primer párrafo inspecciona el paisaje tal y como es, tal y como nuestra heroína lo ve a través de la ventana de un autobús de la compañía Greyhound. El segundo párrafo se centra en la joven mujer en sí misma, mientras continuamos viendo el mundo que la rodea desde su punto de vista. Y el tercero nos traslada como en un salto en el tiempo para hundirnos en un casi visionario estado inducido por la extenuación y la ansiedad. La organización de los párrafos realza tanto la claridad como la desorientación del inicio, registrando así, con escalofriante precisión, la psicología de una joven madre en apuros, que conserva exactamente la lucidez y estabilidad necesarias para sobrevivir y poder seguir cuidando de sus dos hijas:
En el Greyhound de Oakland todos eran muy bajitos, como enanos, y a empujones y codazos subieron al autobús, colándose incluso por delante de las dos monjas, que estaban primero. Las religiosas, tras ocupar sus asientos, sonrieron dulcemente a Miranda y a Baby Ellen, y jugaron con ellas al escondite tapándose la cara con las manos. Pero Jamie notó que juzgaban excesivo su maquillaje y demasiado estrechos sus pantalones. Sabían que estaba abandonando a su marido, y se figuraban que se daría a la prostitución para ganarse la vida. Hubiera deseado contarles lo sucedido, pero no se puede hablar de esos asuntos con un católico. La monja más baja llevaba una rosa recién cortada entre las manos.
Jamie, sentada junto a la ventanilla, miraba hacia fuera y fumaba un Kool. Aún había gente apiñada ante la puerta del autobús —personas a las que esperaba no conocer jamás—, bregando con maletas deterioradas y bolsas de papel; por la forma de llevarlas parecía que contuviesen los motivos de sus errores y la justificación de sus agravios. Un negro con chaqueta de tweed y sombrero de paja se despedía de sus parientes sosteniendo en alto una pancarta: «El SOL se tornará en TINIEBLAS y la LUNA en SANGRE» Qoel, 2, 31). Dadas las circunstancias, Jamie se identificó con aquel desconocido.
Hacia las tres de la mañana, a Jamie se le abrieron los ojos. En un paso elevado, el haz de luz de unos faros que surgió de frente barrió el autobús, y en su agotamiento imaginó por un instante que era la cabeza llameante de un hombre que pasaba como una exhalación por la durmiente oscuridad de los viajeros y que sólo ella podía verla. Al despabilarse de pronto, Miranda le habló al oído, alborotada por estar despierta a aquellas horas.
He aquí otra vez uno de esos textos que uno desea leer palabra por palabra, deteniéndose para saborear la cantidad de información que es transmitida mediante ingeniosos recursos indirectos. Aunque al principio uno podría tener que sobreponerse a la monstruosidad de esa primera frase sobre la población enana, experimentamos un ligero sobresalto cuando nos damos cuenta de que esos «enanos» quizá no son más que gente normal pero vista desde la ventana del autobús, que está por encima de ellos.
Tres palabras, «Greyhound de Oakland», son suficientes para darnos las coordenadas, tanto en el sentido geográfico como socioeconómico: estamos muy lejos del puerto deportivo de lujo de Boca Ratón. El nombre de Baby Ellen y el hecho de que las monjas se pongan a jugar al escondite con las niñas le ahorra al escritor tener que decirnos que, en efecto, se trata de unas niñas. Y cuando Jamie proyecta sus vacilaciones y miedos en relación con la imagen que proyecta de sí misma (pantalones, maquillaje) y con su situación (ha dejado a su marido y puede que no tenga muchas opciones de un empleo al margen de la prostitución), considerándose y juzgándose desde el punto de vista de las monjas, Johnson está llevando a cabo la difícil proeza de hacernos ver a su heroína por dentro y por fuera al mismo tiempo.
Cada detalle (el cigarrillo mentolado, el superficial prejuicio contra los católicos) fija al personaje tan firmemente a una realidad reconocible, por más que peculiar y alterada, que cuando llegamos al segundo párrafo estamos ya dispuestos a aceptar la delirante poesía de una conciencia que registra mentalmente esas «maletas deterioradas» y se expande para abrazar la idea de que una bolsa de papel pudiera contener toda una vida llena de remordimientos, justificaciones y agravios. De aquí en adelante, la cosa se precipita hacia el apocalipsis al que el libro descenderá y que está siendo ya preparado para nosotros con una nuevamente creíble y escalofriante cita bíblica, una visión de un mensajero celestial salpimentada por la humorística identificación, «dadas las circunstancias», de Jamie con el extraño. Y ahora, como si el panorama no fuera ya lo bastante negro, el tercer párrafo nos transporta al interior de la medianoche y nos ofrece la visión de una cabeza llameante «que pasaba como una exhalación», una imagen lírica y surrealista, de transfiguración e incomunicación al mismo tiempo, a la cual sigue otra que nos tranquiliza acerca de la salud mental de nuestro personaje: al salir de su ensoñación, su hija le está farfullando algo al oído, a la niña le queda una hora para irse a la cama.
Echemos una ojeada a otro ejemplo antes de abandonar este tema. Se trata de un texto en el que encontramos algunas características comunes (transporte público, relámpagos en la noche) con el pasaje de Ángeles derrotados antes comentado. Estos dos párrafos con que se abre el relato «Sonny's Blues», de James Baldwin, constituyen también dos excelentes ejemplos de la construcción de párrafos:
Lo leí en el periódico, en el metro, de camino al trabajo. Lo leí y no pude creerlo, y lo leí otra vez. Entonces quizá me quedé mirando fijamente la página que deletreaba su nombre, que deletreaba la historia. La miré fijamente bajo las oscilantes luces del vagón de metro, y vi las caras y los cuerpos de la gente, y mi propia cara, atrapada en la oscuridad que rugía afuera.
Era algo que no podía creerse; seguí diciéndome eso desde que salí de la estación hasta que llegué al instituto. Y, al mismo tiempo, no podía dudarlo. Estaba asustado, asustado por Sonny. Él volvía a ser de nuevo una presencia real para mí. Algo como si fuera un gran trozo de hielo se instaló en mi estómago, y se estuvo derritiendo lentamente ahí durante todo el día, mientras daba mis clases de álgebra. Era un tipo especial de hielo. Se iba deshaciendo y enviando hilillos de agua fría por todas mis venas, arriba y abajo, pero nunca disminuía. Algunas veces se endurecía y parecía crecer hasta hacerme sentir que mis tripas se iban a desparramar o que me iba a asfixiar o que rompería a gritar. Esto sucedía siempre en cada momento en que recordaba alguna cosa concreta que había dicho o hecho alguna vez Sonny.
Como en los pasajes de Cheever y Joyce, el ritmo de las frases y los párrafos es lo que establece la importancia, la gravedad, la poesía y (como en el final de «Adiós, hermano mío») el tono de sermón que cobra la prosa. Pero, aunque los ritmos no son menos eclesiásticos aquí, se trata de otro tipo de sermón. Es pura música gospel, todo dando vueltas alrededor de eso que leyó en la primera frase, algo que, como la muerte del padre en «Las hijas del difunto coronel», de Mansfield, es demasiado crucial, demasiado terrible, demasiado personal como para ser nombrado.
Esta mítica y en última instancia trascendente historia comienza en el metro, el inframundo, donde el narrador tiene una visión de los rostros y los cuerpos de los pasajeros que lo acompañan y finalmente de su propio rostro, atrapado en la oscuridad. Lo que impresiona es ver cuánto está ofreciendo Baldwin de una sola vez: sumergirnos en una narración; empezar a ejecutar los ritmos musicales que son, al mismo tiempo, el método del relato y su tema; presentarnos al narrador y establecer una serie de imágenes opuestas (oscuridad y luz, dentro y fuera, confinamiento y libertad, inclusión y exclusión), que reaparecerán a lo largo del relato hasta su final.
El cambio de párrafo es, como el resto, imperioso. Porque ese algo que leyó es repentinamente iluminado por el relámpago que se produce por el cambio a la voz pasiva; la dicción se hace más formal, como si la narración estuviera buscando mayores autoridad y reafirmación. Era algo que no podía creerse, leemos, y la historia pone en marcha ese dúo que está a punto de representarse entre lo físico y lo cerebral, lo racional y lo emocional, lo lógico y lo intuitivo. Hasta que (casi enseguida) se nos sitúa en el lugar donde descubriremos algo de Sonny, ese personaje aún no identificado (excepto por su nombre) por el que el narrador siente pánico y que está relacionado con ese algo que leyó.
Esto nos recuerda a Babel. Un relámpago similar, un cambio de ritmo similar y un parecido cambio de perspectiva, pero ahora todo eso no sucede en una aldea rusa, sino en el metro de Nueva York. Entre dichos textos hay similitudes, pero no son lo mismo, porque, como dijo Nero Wolfe, construir párrafos es algo tan particular y tan personal en cada escritor como las huellas dactilares halladas en el escenario del crimen, como una reveladora prueba de ADN.