EL AMANTE VISUAL

II

Ni alrededor de esas figuras, con cuya contemplación me entretengo, es mi costumbre tejer algún argumento de la fantasía. Las veo, y el valor de ellas, para mí, esta sólo en ser vistas. Todo lo demás que les agregase, las disminuiría, porque disminuiría, por así decir, su «visibilidad».

Todo cuanto fantasease de ellas, forzosamente, en el mismo momento de fantasear, yo lo conocería como falso; y, si lo soñado me agrada, lo falso me repugna. El sueño puro me encanta, el sueño que no tiene relación con la realidad, ni punto de contacto con ella. El sueño imperfecto, con punto de partida en la vida, me disgusta, o, antes, me disgustaría si yo me enmarañase en él.

Para mí, la humanidad es un vasto motivo de decoración, que vive por los ojos y por los oídos y, aún, por la emoción psicológica. No quiero nada de la vida sino asistir a ella. Nada más quiero de mí sino asistir a la vida.

Soy como un ser de otra existencia que pasa indefinidamente interesado a través de esta. En todo soy ajeno a ella. Hay entre mí y ella como un vidrio. Quiero ese vidrio siempre muy claro, para poder examinarla sin falla de medio intermedio; pero quiero siempre el vidrio.

Para todo espíritu científicamente constituido, ver en una cosa más de lo que allí está es ver menos esa cosa. Lo que materialmente se agrega, espiritualmente lo disminuye.

Atribuyo a este estado del alma mi repugnancia por los museos. El museo, para mí, es la vida entera, en la cual la pintura es siempre exacta, y sólo puede haber inexactitud en la imperfección del contemplador. Pero esa imperfección, o hago algo por disminuirla o, si no puedo, me contento con que así sea, pues, como todo, no puede ser sino así.