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Llamado desde el piso inferior por el aullido de Giff, Kanlos se encontró frente a una extraña escena: el prisionero —Dalt o como se llamase— yacía de espaldas, con un agujero en el pecho, la camisa empapada en sangre… muerto. Giff estaba arrodillado sobre él, sollozando y apretando las esposas de gravedad contra su abdomen; Hinter permanecía mudo a su lado, con el arma en la mano.

—¡Tú, tonto! —Gritó pálido a causa de la ira—. ¿Cómo has podido ser tan estúpido?

Hinter dio un involuntario paso hacia atrás.

—Tenía un arma. No me importa lo valioso que sea un tipo. Si me apunta con un arma ¡yo disparo!

Kanlos se aproximó al cuerpo.

—¿Cómo consiguió el arma?

Hinter se encogió de hombros.

—Escuché un ruido y vine a investigar. Se había librado de las esposas y sostenía el arma entre sus manos.

—Explícate —dijo, pateando con su pie al sollozante Giff.

—¡Era El Curandero!

—¡No seas ridículo!

—¡Lo era! Me lo demostró.

Kanlos consideró las últimas palabras.

—Bueno, tal vez sea posible que lo fuera. Le seguimos el rastro hasta Tolive y allí fue donde hizo su primera aparición El Curandero. Todo encaja. Pero, ¿por qué lo liberaste?

—¡Porque soy un Hijo de El Curandero! —susurró Giff—. ¡Y ahora he ayudado a asesinarle!

Kanlos puso cara de disgusto.

—¡Idiotas! Estoy rodeado de imbéciles e incompetentes. Nunca descubriremos ya cómo pudo permanecer vivo durante tanto tiempo. —Suspiró exasperada. Está bien. Todavía nos quedan algunos cuartos por revisar.

Hinter se fue detrás de Kanlos.

—¿Qué hacemos con él? —preguntó señalando a Giff.

—Déjalo. Es un inútil.

Bajaron la escalera dejando a Giff agachado junto al cuerpo de El Curandero.