5
El socio estaba jugando de nuevo. El vehículo que venía de Tarvodet había atracado en la nave orbital y, mientras los pasajeros efectuaban el transbordo, el socio trataba de incluir sobre ellos en la elección de sus asientos por medio de sus poderes psiónicos.
—El tipo de azul se va a sentar en el tercer asiento de la izquierda.
—¿Estás leyendo su mente? —preguntó Dalt.
—No, intento obligarle a que lo haga.
—¿Nunca te cansas? Has estado jugando a esto desde que tengo memoria.
—Sí, pero esta vez creo que lo he logrado. Mira.
Dalt vio que el hombre de azul se detenía de repente freíste al tercer asiento, titubeaba y por fin se acomodaba en él.
—Bueno, felicidades —susurró Dalt en voz alta.
—Gracias, señor. Ahora, trataré de que ese jovencito se siente en el mismo lugar.
El delgado muchacho pasó ante el tercer asiento de la izquierda sin mirarlo siquiera, y se sentó en el quinto de la derecha.
—¡Maldición! —exclamó el socio. —¿Que ha ocurrido?
—Seguramente, el muchacho ya había decidido sentarse allí. Estoy seguro de que viaja a menudo y de que le gusta ese lugar.
—Es probable. Y también es probable que el tipo de azul viaje con frecuencia y que le guste el tercer asiento de la izquierda.
—El cinismo no te favorece, Steve.
—Bueno, no es fácil ser ingenuo después de pasar un par de centurias en tu compañía.
—Déjame que te explique. Verás, no puedo obligar a una persona a que peine su cabello hacia la izquierda si lo prefiere a la derecha. Sin embargo, si le importa un comino la dirección de su pelo, es casi seguro que puedo conseguir lo que quiero.
Una esbelta beldad rubia, con un opalescente vestido adherido al cuerpo, avanzó a través de la puerta.
—Bien, ¿dónde la hacemos sentar?
—Me da lo mismo.
—¡Sí, sí! Tu ritmo cardíaco ha aumentado cuatro latidos por minuto, y tu entrepierna está bullendo.
—Admito que es atractiva…
—Es más que eso. Tiene un notable parecido con Jean, ¿no es cierto?
—La verdad es que no me había dado cuenta.
—Vamos, Steve. Sabes que no puedes mentirme. En seguida viste el parecido. No has olvidado a aquella mujer.
Y probablemente nunca lo haría. Habían pasado ciento cuarenta años desde que la dejó. Lo que había comenzado como un romance casual a bordo, durante la expedición a Kwashi, se había convertido en un idilio increíble. Jean le había aceptado por completo, aunque le sorprendiera que Dalt se hubiese negado a exigir una compensación por la pérdida de su mano en Kwashi. Su sorpresa duró poco tiempo; y pronto fue reemplazada por el asombro cuando comprobó que la mano de su amante estaba creciendo de nuevo. Había escuchado que existían criaturas extraterrestres que podían regenerar sus miembros y se decía que el Cuerpo Médico Interestelar estaba realizando experimentos para provocar regeneraciones, pero ésta era espontánea.
Y si el hecho de que la mano se estuviera regenerando no era lo suficientemente fantástico, el modo en que lo hacía rozaba lo surrealista. No aparecieron brotes de dedos; ni se esbozaron primitivas estructuras iniciales en la reconstrucción de la mano cortada. En lugar de eso, todo comenzó con la reaparición de la muñeca; después empezaron a aparecer la eminencia tenar y la hipotenar y la palma de la mano. La palma y los cinco metacarpianos se completaron antes de que crecieran las falanges del pulgar; y el pulgar, con uña y todo, terminó antes de empezar con los otros dedos. Era parecido a un edificio que se construye piso a piso, amueblando cada uno de ellos, antes de seguir con el siguiente. La tarea completa consumió cuatro meses.
Jean aceptó aquello. Le hacía feliz el hecho de que su compañero estuviera entero otra vez. Y entonces, Dalt le explicó que no era totalmente humano, que un nuevo factor se le había agregado, un elemento que había entrado por aquel sendero de plata de su cabeza. Que era una entidad dual: un cerebro con dos mentes, y que su segunda mente tenía dominio del nivel celular.
Y Jean aceptó aquello. Si no hubiera sido por la mano que había crecido en el lugar donde la otra había sido cortada, no le habría creído. Pero no formuló preguntas: la mano estaba al«, descolorida, sí, pero de cualquier manera estaba. Y desde el momento en que eso era cierto, cualquier cosa que Dalt le dijera podría serio también. Así que lo aceptó. Dalt era su compañero, ella le amaba y esto era suficiente.
Hasta que los años comenzaron a pasar y Jean observó que su cabello se debilitaba y que su piel comenzaba a ajarse. Los tratamientos para conservar la juventud eran nuevos y poco eficaces. Y, mientras tanto, el hombre que amaba permanecía inalterable, ni un día más viejo que cuando le conoció. Y no pudo aceptarlo. Con lentitud, su amor comenzó a debilitarse, a secarse, a hundirse a causa del resentimiento. Y de ala, sólo hay un paso al odio desesperado.
Por lo tanto, Dalt dejó a Jean… por el bien de ella, por el bien de su salud mental. Y nunca regresé.
—Me parece que voy a hacer que se siente junto a ti.
—No molestes.
—Creo que tengo derecho a molestar. Has evitado cualquier relación estrecha con una mujer desde que abandonaste a Jean. No creo que…
—La verdad es que no me importa lo que creas. ¡Lo único que te pido es que no te hagas el casamentero!
—No obstante…
La muchacha se detuvo a la altura del hombro de Dalt. Su voz era cristalina:
—¿Está ocupado este asiento?
Dalt suspiró con resignación:
—No.
La observó mientras se acomodaba. Hacía justicia a su traje adherente: era lo suficientemente delgada para evitar que el traje hiciera bultos en los sitios indebidos, y tenía la figura justa para llenarlo y hacer honor a su nombre. Se preguntó cómo le hubiera sentado a Jean uno de esos vestidos, pero en seguida cortó el hilo de sus pensamientos.
—Mi nombre es Elien Lettre.
—Steven Dalt —respondió con un saludo mecánico.
Luego de una pausa, la chica dijo:
—¿De dónde vienes, Steve?
—De Derby.
Otra pausa, ésta más incómoda que la anterior.
—¡Ten piedad de esta chica! —le pidió el socio—. Sólo pretende entablar una conversación amistosa. ¡No tienes derecho a tratarla como si tuviera la Peste Nolevatol sólo porque se parece a Jean!
Dalt pensó que tenía razón, y tomó de nuevo la palabra:
—He estado realizando una investigación microbiana allí.
La chica sonrió con una expresión digna de ser contemplada.
—¿De verdad? Eso significa que has estado conectado con el departamento de biociencia. El año pasado seguí el curso del doctor Chamler.
—¡Ah, sí! La Química de la Esquizofrenia. Un curso tradicional. ¿Te interesa la psicoquímica?
Elien asintió:
—Ahora regreso de un corto viaje. Sin embargo, nunca te he visto en el departamento de biociencia.
—Me he mantenido bastante aislado… sumergido en mi trabajo.
Era cierto. Dalt y el socio habían desarrollado un interés conjunto por una innumerable cantidad de formas de vida microbianas que habían sido encontradas en los planetas explorados del sector humano de la galaxia. Algunos de los mecanismos metabólicos y algunos sistemas enzimáticos eran increíbles, y las «leyes» de la ciencia biológica tenían que ser constantemente renovadas. La microbiología se había convertido en un vasto campo que necesitaría años para establecer un comienzo y décadas para sentar sus bases. Dalt y el socio habían hecho notables contribuciones al tema y habían publicado un buen número de artículos.
—Dalt… Dalt… —decía la muchacha—. Sí, creo que he oído varias veces tu nombre en el departamento. Es gracioso, creía que tendrías más edad.
Lo mismo pensarían sus compañeros del departamento de biociencia si no se hubiera ido. Hombres que parecían tener su edad cuando ingresó en la universidad habían visto engrosar su cintura y encanecer sus cabellos; había llegado el momento de marcharse. Dos colegas le habían preguntado qué tratamiento empleaba para conservar la juventud. Por suerte, el C.M.I. Central le había ofrecido una importante beca para investigar sobre terapia antimicrobiana y la había aceptado con ansiedad.
—¿Estás de vacaciones en Derby? —preguntó Elien.
—No, he renunciado. Ahora voy a Tolive.
—¡Oh!, entonces vas a trabajar para el Cuerpo Médico Interestelar.
—¿Cómo lo sabes?
—Los principales centros de investigación-y-desarrollo del C.M.I. están en Tolive. Se supone que cualquier científico que se dirige a Tolive va a trabajar para el grupo.
—En realidad, no me considero un científico. Sólo un vagabundo que va de un lugar a otro, estudiando y tratando de aprender lo que puede.
Dalt y su compañero habían trabajado como ingenieros en un carguero periestelar, como catadores en Tandem, como pescadores en Gelc y así sucesivamente, en una deliberada y precisa búsqueda de conocimientos que abarcara el sector humano de la galaxia.
—Bueno, con seguridad aprenderás mucho en el C.M.I.
—¿Has trabajado para ellos?
—Soy jefa de una unidad de psiquiatría. Mi especialidad son los modelos de comportamiento, pero estoy tratando de desarrollar una visión general de todo el campo; por esa razón realicé el curso con Chamler.
Dalt asintió:
—Dime una cosa, Elien…
—El…
—Muy bien: El. ¿Para qué trabaja el C.M.I? Debo confesarte que accedí a realizar este trabajo casi a ciegas; me llegó el ofrecimiento y lo acepté sin preguntas.
—No trabajaría en ninguna otra parte —afirmó El llanamente, y Dalt le creyó. El C.M.I. ha reunido a algunas de las mentes más lúcidas de la galaxia humana con un solo propósito: el conocimiento.
—El conocimiento por el conocimiento mismo no ofrece demasiados atractivos para mí; y con franqueza te diré que ésa no es la imagen que me han dado del C.M.I. Tiene una reputación casi mercenaria en los círculos académicos.
—Los científicos y los físicos prácticos tenemos una visión limitada, de acuerdo con la opinión de la mayoría de los académicos. Y yo no soy la excepción. El C.M.I. comenzó con fondos privados —préstamos, no donaciones—, impulsado por un grupo de físicos, casi aventureros, que…
—Algo así como un escuadrón de emergencia, ¿no?
—Al principio, sí. Siempre había una plaga o algo parecido en alguna parte, y el grupo saltaba de un planeta a otro cobrando por esos servicios. La mayoría de las veces sólo podía brindar una terapia de apoyo; las toxinas y los elementos patógenos que aparecían en los planetas afectados habían ya desarrollado resistencia a las medidas terapéuticas habituales y no se podía hacer mucho, salvo echar una mano. Descubrieron algunas innovaciones y las patentaron, pero pronto se hizo evidente que era imprescindible realizar una serie de investigaciones básicas. Por lo tanto establecieron una base permanente en Tolive y comenzaron a reunir dinero.
—Con bastante éxito, al parecer. El C.M.I. es famoso por su riqueza… por su enorme riqueza.
—Allí nadie se muere de hambre. Puedo decir que el C.M.I. paga bien con el objeto de atraer a las mejores mentes. Ofrece un increíble conjunto de fuentes de investigación y da al individuo una participación en las ganancias de sus descubrimientos negociables. Por ejemplo, ahora hemos contratado los derechos de producción de la antitoxina para la Peste Nolevatol a Farmacéuticos Teblinko.
Dalt estaba impresionado. La Peste Nolevatol era el flagelo del viajero interestelar. En la superficie parecía un caso suave de tiña; sin embargo, el hongo producía una antitoxina que tenía invariables efectos fatales sobre el sistema nervioso central. Era Muy contagiosa y sólo se curaba si se la cogía a tiempo y se efectuaba la extirpación de la zona de piel afectada… hasta ese momento.
—Ese único producto puede financiar la operación completa del C.M.I., supongo.
El sacudió la cabeza.
—No hay ninguna posibilidad. Veo que no tienes idea del alcance del grupo. Por cada intento que rinde dividendos, siguen mil que terminan en un callejón sin salida. Y todos ellos cuestan dinero. Uno de nuestros fracasos más caros fue Nathan Sebitow.
—Sí, he oído decir que renunció.
—Se le pidió que renunciara. Podrá ser el biofísico más importante de la galaxia, pero es peligroso; descuida totalmente las precauciones de seguridad de él y de sus compañeros de trabajo. El C.M.I. le dio innumerables avisos al respecto, pero no hizo caso. Estaba trabajando con una radiación muy peligrosa. Finalmente, le cortaron los fondos.
—Me imagino que no le llevaría mucho tiempo encontrar una nueva colocación.
—No. Cuando «renunció» al C.M.I., Kamedon le ofreció todo lo que necesitara para continuar con su trabajo.
—Kamedon… El planeta modelo en el que los Restructuristas están invirtiendo tanto dinero…
El asintió:
—Y Nathan Sebitow es la niña de sus ojos. Podría realizar descubrimientos muy excitantes. Sólo espero que no mate a nadie con esas poderosas radiaciones con las que juega. —Hizo una pausa—. Volviendo al tema del conocimiento por el conocimiento mismo: también encuentro que ese concepto es irrelevante. Sin embargo, el C.M.I. trabaja con la idea de que el conocimiento —al menos el conocimiento científico—, eventualmente puede funcionar en algún esquema de valor práctico. La existencia está compuesta por fenómenos intracorpóreos y extracorpóreos; cuanto más sepamos sobre estos dos grupos, más efectivos serán nuestros esfuerzos por remediar ciertas interacciones entre ellos que son perjudiciales para el ser humano.
—Hablas como una verdadera conductista —bromeó Dalt con una carcajada.
—Lo siento. —El se ruborizó—. Siempre me dejo llevar por el entusiasmo. De todas maneras, puedes ver la diferenciación que estoy tratando de establecer.
—La veo y estoy de acuerdo. Es bueno saber que no me estoy metiendo en una inmensa torre de marfil. Pero, ¿por qué Tolive? Quiero decirte que he…
—Se eligió Tolive por su clima político y económico: un gobierno no coercitivo y una fuerza de trabajo joven y numerosa. La presencia del C.M.I. y de la prosperidad que éste produjo han estabilizado el gobierno —y empleo este término porque eres un extranjero— y la economía.
—Sin embargo, he oído muchas historias acerca de Tolive.
—Quieres decir que está manejada por un grupo de sádicos, de fascistas, de anarquistas o de cualquier otro término desagradable que quieras desenterrar, y que, si no fuera por la presencia del C.M.I., el planeta pronto se convertiría en un infierno, ¿no es así?
—Bueno, tal vez no lo diría en forma tan dura, pero ésa es la impresión que he recibido. No hay historias de terror concretas, sólo vagas prevenciones. ¿Hay algo de cierto en ello?
—No me preguntes a mí. Nací en el planeta y me siento perjudicada. Pero piensa quién más es nativo de Tolive y comprenderás quienes están detrás de esta campaña difamatoria.
Dalt reflexionó por un momento. El socio, con su memoria absoluta, acudió en su ayuda:
—Peter LaNague nació en Tolive.
—¡LaNague! —dijo Dalt abruptamente—. ¡Por supuesto!
El levantó las cejas:
—Un tanto para ti. No hay mucha gente que recuerde ese hecho.
—¿Sugieres que alguien está tratando de difamar a LaNague al difamar su tierra? Es ridículo. ¿Quién querría calumniar al autor de la Carta Constitucional de la Federación?
—Los que intentan cambiar esa Carta Constitucional: los Restructuristas, por supuesto. Tolive ha sido como es ahora durante centurias, mucho tiempo antes del nacimiento de LaNague y mucho después de su muerte. Los rumores y los comentarios comenzaron sólo cuando el movimiento de los Restructuristas empezó a cobrar impulso. Éste es el inicio de una campaña de largo alcance; ya verás: cada vez será más sucia. La idea es calumniar el pasado de LaNague y de este modo mancillar sus ideas, con lo cual arrojarán dudas sobre la integridad de su obra más importante: la Carta Constitucional de la Federación.
—Debes de estar en un error. Además, esas mentiras pueden ser desenmascaradas con mucha facilidad.
—Las mentiras, sí. Pero no los rumores y las deducciones. Los de Tolive tenemos un único modo de ver la existencia, una visión que puede ser distorsionada con facilidad y convertida en algo repulsivo.
—Si lo que quieres es preocuparme, estás realizando un magnífico trabajo. Mejor me dices en qué me estoy metiendo.
El esbozó una sonrisa helada:
—Nadie te obliga a venir, me parece. Tú mismo has elegido. Sólo quería que tuvieras una versión real de los hechos. Cambiando de tema, ¿qué te ha pasado en la mano?
Dalt observó que la mirada de El se clavaba en su mano izquierda.
—¡Oh!, has notado su color.
—Es difícil no darse cuenta.
Dalt examinó su mano mientras efectuaba movimientos de pronación y supinación y la levantaba de su regazo; una mano amarilla, casi de color oro en el lecho de las uñas y un poco moteada en las palmas. En las muñecas, el tono normal de la carne reaparecía a continuación de una clara línea de demarcación. La espada de Anthon estaba bien afilada y había cortado en forma limpia.
—Hace unos años tuve un accidente químico que manchó mi mano para siempre.
El frunció el ceño y consideró la situación.
—Cuidado, Steve —previno el socio—. Esta chica está conectada con la profesión médica y puede desconfiar de la vieja historia.
—Puede remediarse con facilidad —dijo El después de una pausa—. Conozco a algunos cirujanos plásticos en Tolive…
Dalt sacudió su cabeza y la interrumpió:
—No, gracias. Quiero conservar este color para que me recuerde que debo ser más cuidadoso en el futuro. Pude haber perdido la vida.
—¡Continúa! ¡Sigue con tu terquedad! —exclamó el socio—. Durante casi dos centurias me has impedido que corrigiera esa repugnante pigmentación. Fue un error mío, lo admito. Nunca había realizado la reconstrucción de un apéndice y yo…
—Ya lo sé, ya lo sé! Cometiste un error en la disposición de la melanina. ¡Hemos hablado de este tema más veces de las que puedo recordar!
—Y si me dejaras, podría corregirlo. Sabes que no puedo soportar que tengamos una mano amarilla. ¡Me enerva!
—Esto ocurre porque tienes una personalidad obsesiva y compulsiva.
—¡Bah! Ése es el término que emplean los estúpidos para denigrar a los perfeccionistas.
El miraba ahora la zona de cabello gris:
—¿También es el resultado de un accidente?
—Un terrible accidente —asintió Dalt con gravedad.
—¡No juegas limpio! ¡No puedo defenderme! —protestó el socio.
El se inclinó y le observó:
—Una mano dorada, una corona de pelo plateado y una enorme piedra roja suspendida del cuello… Eres todo un personaje, Steven Dalt.
El estaba muy interesada. Dalt acarició con los dedos la piedra de su garganta y fingió no darse cuenta.
—Esta piedra es un recuerdo de una antigua y arriesgada forma de trabajo. La conservo sólo por razones sentimentales.
—Tienes demasiados colores para ser un microbiólogo —dijo El con una sonrisa muy cálida—, creo que vas a provocar un gran revuelo en el C.M.l.
Unos días más tarde, descansaban en la sala de espera de la estación orbital mirando el torbellino de Tolive allá abajo, mientras sorbían unas bebidas y esperaban que llegase el transporte. Un hombre corpulento con un traje azul se acercó y se detuvo a compartir el paisaje con ellos.
—Es hermoso, ¿no? —dijo, y ellos respondieron con un gesto de asentimiento—. No sé por qué, pero cada vez que contemplo una vista como ésta me siento insignificante. ¿A vosotros no os ocurre lo mismo?
El pasó por alto la pregunta y formuló otra:
—No eres de Tolive, ¿verdad? —Más que una pregunta, era una afirmación.
—No, voy a Neeka. Estoy de paso para efectuar la correspondencia. Nunca he estado en Tolive —dijo mientras miraba el globo que giraba allá abajo—. ¿Cómo lo sabes?
—Porque nadie de «allá abajo» diría lo que has dicho —replicó El, y pronto perdió interés en la conversación. El hombre corpulento hizo una pausa, se encogió de hombros y por último se marchó.
—¿Qué significa esto? —preguntó Dalt—. ¿Por qué dijiste que no era de Tolive?
—Cómo ya te dije, tenemos un modo diferente de ver las cosas. La raza humana se ha desarrollado en este pequeño planeta hace muchos años y ha proyectado una tecnología que nos permite sentarnos en la órbita, sobre un planeta extraño, y bebernos unas cosas mientras esperamos que una nave nos recoja. Como miembro de esa raza, me siento cualquier cosa menos insignificante.
Dalt observó al hombre que había iniciado la discusión y comprobó que se alejaba tambaleando. Aminoró el paso para sentirse más seguro y se detuvo mirando al vacío; gotas de sudor corrían por su cara y oscurecían el azul de su traje. De repente, se volvió con los brazos extendidos y, con el rostro contorsionado por el pánico, comenzó a gritar de un modo incoherente.
El saltó de su asiento sin decir una palabra y extrajo una jeringuilla de su bolso mientras se dirigía en dirección al hombre que, ahora, se había sumergido en un sollozante pozo de miedo. La muchacha colocó el aparato sobre la piel de la cara lateral de su cuello y apretó.
—Se tranquilizará en un minuto —informó a una preocupada camarera mientras terminaba su tarea—. Hay que enviarlo al C.M.I. Central en el próximo vehículo para una admisión de emergencia en la Sección Azul.
La camarera asintió con un gesto de obediencia, aliviada de que alguien que sufriera esos trastornos pudiera estar bajo control. Cuando llegaron dos compañeros de trabajo, el hombre corpulento ya estaba tranquilo, aunque todavía sollozaba un poco.
—¿Qué diablos le ha ocurrido? —preguntó Dalt por encima del hombro de El, en el momento en que el hombre era conducido a un camarote trasero.
—Ha sido atacado por los horrores —replicó. —No, hablo en serio.
—Yo también. Esto está ocurriendo en todo el sector humano de la galaxia, exactamente de este modo: hombre, mujeres, gente de todas las edades entran en un estado psicótico agudo e ininterrumpido. Todos son normales desde el punto de vista bioquímico y en general carecen de antecedentes premorbosos en sus historias clínicas. Han estado apareciendo en la última década de una manera absolutamente irregular y parece que, por el momento, no se puede hacer nada por ellos —dijo mientras se le endurecía la mandíbula; y era obvio que le hería sentirse desprotegida frente a cualquier situación, y más aún en una relacionada con la medicina.
Dalt la miró y sintió que la tristeza le embargaba. Era una mujer notable, muy inteligente, muy informada, y muy parecida a Jean; pero también era mortal. Dalt se resistía a la relación que la chica estaba tratando obviamente de iniciar, y cada vez que sentía que estaba a punto de rendirse, sólo tenía que recordar la cara de Jean, contorsionada por el odio, en el momento en que la abandonó, para echarse atrás.
—Creo que tenemos que dejar de trabajar en el campo de la microbiología —dijo el socio mientras sus ojos reposaban sobre la figura de El.
—¿Y qué vamos a hacer?
—¿Qué te parece la prolongación de la vida?
—¡Otra vez no!
—¡Sí! Piensa que ahora trabajaremos en el C.M.I. con algunos de los más importantes científicos de la galaxia.
—Las mentes más grandes de la galaxia han trabajado siempre en ese tema y todos los «grandes descubrimientos» y todas las «nuevas esperanzas» han ido a parar a un punto muerto. Las células humanas alcanzan un cierto nivel de especialización y después pierden su habilidad para reproducirse. En condiciones óptimas, un siglo es todo lo que duran; después de eso el A.D.N. se idiotiza y el A.R.N. se pone más idiota todavía. Lo que sigue es un agotamiento enzimático, una sobrecarga tóxica y, por último, la muerte. El porqué de que ocurra esto nadie lo sabe…, y eso me incluye, desde el momento en que mi conciencia no alcanza el nivel molecular; y por lo que deduzco de la literatura más reciente, nadie lo descubrirá en un futuro próximo.
—Pero nosotros podemos hacer una contribución excepcional…
—¿Crees que no lo he investigado por mi cuenta para poder brindarte una compañía humana estable? Ya sabes que no me divierte cuando te hundes en esos periodos de negra desesperación.
—Ya sé que no. —Hizo una pausa—. Pero tiene que haber una salida.
—Lo sé. Las banderas de prevención metabólicas están alerta todavía. Mira: ¿por qué no estableces una relación con esta mujer? Os atraéis mutuamente, y te hará bien.
—¿Me hará bien ver como se convierte en una anciana amargada mientras yo permanezco joven?
—¿Qué te hace pensar que estará contigo tanto tiempo? —preguntó el socio.
Dalt no pudo responder a esa pregunta.
• • •
No hubo novedades durante el viaje, y cuando el se ofreció a llevarlo del espaciopuerto hasta el hotel, Dalt aceptó a regañadientes. Sus sentimientos eran confusos: quería estar lo más cerca y lo más lejos posible de aquella mujer. Para mantener la conversación en un terreno seguro y tranquilizador, comentó que le extrañaba que hubiera pocos aparatos voladores en el aire.
—Todavía estamos en la etapa de los automóviles, aunque una de nuestras fábricas de vehículos ha comenzado la producción de transportes aéreos. Sería bueno conseguir alguno a un precio razonable; los únicos que hay en Tolive llegan por vía interestelar y resultan carísimos.
El acercó su automóvil a una cabina que estaba fuera del perímetro del espaciopuerto, cogió una tarjeta y la introdujo en una ranura. La tarjeta desapareció durante uno o dos segundos y después la cabina la devolvió. El la recuperó, apretó el acelerador y avanzó.
—¿Qué ha sido eso?
—Peaje.
Dalt se mostró incrédulo.
—¿Quieres decir que en la actualidad hay carreteras de peaje en este planeta?
El asintió.
—Pero no por mucho tiempo… si conseguimos una buena cantidad de vehículos aéreos.
—Aún así, las carreteras pertenecen a todos…
—No, pertenecen a quienes las han construido.
—Sin embargo, los impuestos…
—¿Crees que las carreteras han sido construidas con el dinero de los impuestos? —preguntó El con una mirada penetrante—. Utilizo esta carretera una o dos veces al año; ¿por qué tendría que pagarla el resto del tiempo? Un grupo de hombres se ha unido y ha construido esta carretera y me cobran cada vez que la utilizo. ¿Qué hay de malo en ello?
—Nada, excepto que tienes que pagar cada vez que circulas por ella.
—No necesariamente. Muchas veces, los miembros de una comunidad se unen y aportan dinero para las calles locales, las construyen y permiten que todos las utilicen; y los sectores comerciales tienen calles gratuitas por razones obvias. De hecho, dos de nuestras más grandes corporaciones han construido carreteras y las han donado a la comunidad; por supuesto, esas rutas llevan el nombre de las compañías y eso les sirve de publicidad permanente.
—Lo encuentro complicado. Sería más sencillo si obligaran a cada uno a poner una cantidad y…
—En este planeta no funcionaría. No puedes obligar a ningún toliviano. Sólo bajo amenaza física yo pagaría por una carretera que nunca utilizo. Y no nos gusta el empleo de la fuerza física.
—Una sociedad pacifista, ¿eh?
—Tal vez no… —comenzó a decir, y tomó una curva pronunciada para coger una rampa de salida—. Lo siento —añadió con una sonrisa rápida y forzada—. Olvidaba que te estaba llevando al hotel.
Dalt dejó que la conversación decayera y miró hacia afuera del vehículo, hacia el paisaje de Tolive. No había nada notable: unos pocos árboles doblados que parecían coníferas estaban dispersos en grupos por aquí y por allá sobre el pasto liso y vulgar; una montaña se elevaba en la distancia.
—No es lo que se dice un jardín exuberante —susurró después de un momento.
—No, esta es la zona árida. El eje de Tolive tiene una pequeña desviación relativa sobre su base, y su órbita es suavemente elipsoide. Por lo tanto, el clima depende del lugar en que te encuentres y es estable la mayor parte del año. Toda nuestra agricultura se desarrolla en el hemisferio norte; la industria se mantiene principalmente en el sur, por lo general a escasa distancia de los espaciopuertos.
—Pareces un informe de la cámara de comercio —remarcó Dalt con una sonrisa.
—Estoy orgullosa de mi mundo —dijo El, sin sonreír.
De repente, al final de la ruta, apareció una ciudad agazapada, esperándolos. Dalt había pasado demasiado tiempo en Derby y se había acostumbrado a las ciudades cuyos perfiles se elevan al cielo. Y también eran así las de Friendly, su ciudad natal. Sin embargo, estos edificios chatos de una o dos plantas correspondían a la idea que tenían los tolivianos sobre lo que debe ser una ciudad.
SPOONERVILLE, rezaba un cartel escrito con caracteres interplanetarios. POBLACIÓN: 78.000. Pasaron por hileras de casas de colores, algunas aisladas; otras, interconectadas. Y vieron depósitos, negocios, restaurantes. El hotel se alzaba en medio de los edificios vecinos elevando cuatro plantas hacia el cielo.
—No es exactamente el Centauri Hilton —señaló Dalt mientras el automóvil se detenía en la entrada principal.
—Tolive no tiene mucho que ofrecer al turista. Este lugar, obviamente cubre las necesidades de Tolive, de no ser así alguien hubiera construido otro. —Hizo una pausa y miró a Dalt a los ojos—. Tengo un lugar encantador en el campo en el cual pueden vivir dos personas; y las puestas de sol son maravillosas.
Dalt trató de sonreír. Le gustaba aquella mujer y la invitación, que prometía algo más que una puesta de sol, era tentadora.
—Gracias, El. Me gustaría aceptar tu invitación alguna vez, pero no ahora. Nos veremos en el C.M.I. mañana después de mi entrevista con el doctor Webst.
—Muy bien. —El suspiró cuando Dalt bajó del coche—. Buena suerte. —Sin añadir nada más, apretó el acelerador y se marchó.
—Ya sabes lo que dicen sobre el infierno, la furia y las mujeres despechadas —observó el socio.
—Sí, lo sé, pero no creo que sea una de ésas… Es demasiado inteligente para reaccionar de un modo tan primitivo.
El cuarto reservado para Dalt estaba listo y su equipaje llegaría de un momento otro desde el espaciopuerto. Caminó hacia la ventana que se veía opaca, tocó un interruptor, y observó cómo la pared exterior se volvía transparente. Eran las 18.75 de un día de veintisiete horas —tardaría algún tiempo en acostumbrarse a ellos después de vivir en Derby días de veinticuatro horas— y la puesta de sol era una explosión anaranjada detrás de las colinas. Y con seguridad, se vería mejor desde la casa de El en el campo.
—Pero la has rechazado —dijo el socio, cogiendo al vuelo el pensamiento—. Bueno, ¿qué vamos a hacer esta noche? ¿Saldremos a ver cómo se entretienen los miembros de esta vibrante metrópolis?
Dalt se agachó junto a la ventana con la espalda apoyada en la pared.
—Creo que me quedaré aquí y pensaré un rato. ¿Por qué no te marchas? —susurró en voz alta.
—No puedo irme…
—¡Ya sabes lo que quiero decir!
—Sí, sé lo que quieres decir. Nos sucede esto cada vez que tenemos que desarraigarnos porque tus compañeros comienzan a lanzarte miradas suspicaces. Empiezas a añorar a Jean…
—¡No añoro a Jean!
—Llámalo cómo quieras. Te deprimes como una gallina de Lentemia que ha perdido a sus pollitos. Pero el problema no es Jean. Jean no tiene nada que ver con estos cambios de humor: está muerta y enterrada y has aceptado el hecho hace mucho tiempo. Lo que realmente te molesta es tu propia inmortalidad. Y no aceptas que la gente sepa que no envejecerás con los años como ellos…
—No quiero convertirme en una rareza y no deseo esa clase de notoriedad. Antes de que te des cuenta, vendrá alguien que tratará de descubrir el «secreto» de mi longevidad y no se detendrá ante nada para obtenerlo. Vivo muy bien así, gracias.
—Está bien. Son buenas razones, excelentes razones para querer simular ser un mortal entre los mortales. Es el único camino para que podamos hacer lo que queremos. Pero lo que dices es superficial. Dentro de ti se agazapa el hecho de que no puedas vivir como un mortal. No puedes gozar del lujo de llamar infinita a una relación, como hacen muchos mortales, porque «el fin de los tiempos» para ellos es lo mismo que el fin de la vida, la cual es demasiado finita. En tu caso, sin embargo, «el fin de los tiempos» puede llegar y tú estarás allí, observándolo. Por lo tanto, hasta que no encuentres otro compañero inmortal, tendrás que conformarte con relaciones relativamente cortas y tendrás que dejar de sentir resentimiento por el hecho de que no morirás en unas pocas décadas como todos tus amigos.
—A veces me gustaría poder morir.
—Ambos sabemos que no quieres decir eso; y en el caso de que fueras sincero, no lo permitiría.
—¡Márchate, socio!
—Ya me voy.
Y así fue. Mientras el socio se replegaba en un lejano rincón de su cerebro trabajando con seguridad en algún oscuro problema filosófico o en una remota abstracción matemática, Dalt se quedó por fin solo.
Solo. Ésa era la clave de sus negras depresiones periódicas. Se sentía bien una vez que establecía su identidad en un nuevo mundo, conseguía unos pocos amigos y trabajaba en lo que quisiera hacer en ese momento particular de su vida. Incluso podía fabricarse un sentido de pertenencia que le duraba algunas décadas. Entonces comenzaba a suceder, las miradas curiosas, las preguntas probatorias. Muy pronto se hallaba de nuevo en un vapor interestelar, pasando de un mundo a otro, de una vida a otra. La sensación de desarraigo comenzaba a pesar con fuerza sobre él.
Desde el punto de vista cultural, también era un extranjero. No se podía hablar de una cultura humana interestelar; cada planeta desarrollaba sus propias tradiciones y estaba orgulloso de ellas. Nadie podía sentirse de verdad en su casa en otro mundo que no fuera el propio y por esa razón, los pasos en falso de un extraño eran tolerados con la esperanza de recibir el mismo trato frente a un error similar en el mundo del otro. A Dalt no le preocupaban los anacronismos de su comportamiento, y con los fragmentos que tomaba de cada mundo en que había vivido se estaba convirtiendo en el único representante de una verdadera cultura interestelar.
Pero esto significaba que ningún mundo era su casa; sólo en los vapores interestelares sentía una leve sensación de pertenencia. Incluso en Friendly, su mundo natal, había sido tratado como un extraño, y sólo con grandes dificultades había logrado hallar el rastro de dos habitantes de su ciudad de origen en el transcurso de un reciente y muy descorazonado viaje sentimental.
Por supuesto, el socio tenía razón. Casi siempre tenía razón. Dalt no podía elegir dos caminos al mismo tiempo; no podía ser inmortal y retener las prerrogativas de los mortales. Aún era un hombre, y podía vivir entre los hombres, pero tenía que desarrollar la perspectiva de un inmortal; una cosa que hasta el momento no había podido ni querido hacer. El tiempo lo había separado de los hombres y tenía que reconocer este hecho. Hasta ahora había vivido un montón de pequeñas vidas, una después de otra, separadas, diferentes. Y aunque todas le pertenecían, tenía que encontrar una manera de fusionarías en una sola entidad. Tenía que esforzarse por lograrlo. Sin prisa… tenía mucho tiempo por delante…
Y allí estaba otra vez esa palabra. Se preguntó cuándo terminaría. O si terminaría alguna vez. ¿Llegaría ese momento, cuando quisiera morir? ¿Podría hacerlo? Las últimas afirmaciones del socio le hacían sentirse inseguro. Compartían un cuerpo y una existencia como resultado de un accidente. ¿Qué ocurriría si uno de los integrantes de la sociedad decidiera renunciar? El socio nunca lo haría; su apetito intelectual era insaciable. No, si alguien alguna vez lo intentara, ése sería Dalt. Y el socio se lo impediría. Parecía una situación lúdica en la superficie, pero bien podría ocurrir de aquí a unos milenios. ¿Cómo lo resolverían? ¿Encontraría el socio el modo de acceder a los deseos de Dalt? Tal vez pudiera destruir su mente; porque para la filosofía del socio la mente es la vida y la vida es la mente. De este modo se quedaría como único propietario del cuerpo.
Dalt se encogió de hombros. Por supuesto, la ética del socio le impediría hacer una cosa semejante, a menos que se lo exigiera con firmeza. Sin embargo, no era un pensamiento demasiado reconfortante. A pesar de la oscura niebla de depresión que lo envolvía aquella noche, Dalt comprendió que amaba enormemente la vida y la posibilidad de vivirla. Planeando vivir con intensidad el día siguiente, y todos los, días siguientes, se sumergió en el sueño mientras la segunda de las tres lunas de Tolive se bamboleaba sobre el horizonte.