Tercera parte
Cura a tu nación
Año 1231
Los horrores persistieron con variables niveles de virulencia durante casi más de un milenio, y en este periodo ciertos individuos con los complementos indispensables —la piedra reluciente, el mechón plateado, la mano dorada— aparecieron a intervalos erráticos. Los esfuerzos de estos impostores fueron invariablemente coronados por el éxito al lograr curar la enfermedad. Y aunque la mayoría de las autoridades médicas atribuían sus curas a la sugestión (con la única excepción del C.M.I que, por extrañas razones, siempre se abstuvo de acusar a los impostores), las explicaciones cayeron en oídos sordos. Los Hijos de El Curandero no querían saber nada. Las explicaciones racionales no tenían ningún significado para ellos.
Y así, en forma inexorable, el culto creció. Cruzó los planetas, las naciones, e incluso atravesó las barreras raciales (ya hemos discutido los conflictos entre los lentemianos y los tarcos durante la posguerra). Se extendió en todas direcciones hasta que… los horrores cesaron.
Tan repentina e inexplicablemente como habían comenzado, los horrores dejaron de aparecer. No se han conocido nuevos casos en los últimos dos siglos y, aparentemente, el culto de El Curandero empieza a languidecer. Sólo lo mantiene el vivo hecho de que varios individuos han colocado monumentos recordatorios de video tape en todos los planetas. Sin embargo, nadie recuerda haber visto nunca a El Curandero.
Los Hijos de El Curandero dicen que él aguarda el día en que se le necesite nuevamente.
Veremos.
(Extractado de El Curandero: hombre y mito, de Emmerz Fent)