Capítulo diez
Al salir del restaurante, Isabel Iglesias decidió no volver a su despacho esa tarde. La comida con el comisario Pimentel había resultado satisfactoria en muchos sentidos. Sabía a ciencia cierta que gran parte del éxito de esa reunión se debía a la atracción sexual que el poli sentía por ella pero no le incomodaba en absoluto; jamás había tenido reparos en aprovechar sus encantos para medrar y en esta ocasión no iba a ser diferente. Si se tenía que llegar a acostar con Antonio para garantizarse su apoyo, lo haría. Además la imagen de retozar entre sus brazos no le resultaba del todo desagradable sino más bien sugerente:
« Está bueno», concluyó mientras se hacía a la idea.
En el coche y cuando ya se dirigía directamente a su apartamento, cambió de idea y decidió ir al Corte Inglés a comprarse un picardías, no fuera a ser que tuviera que utilizarlo
… mandar es más difícil que obedecer...porque el que manda lleva el peso de todos los que le obedecen,... y el que manda se arriesga a hacerlo,... y el que manda tiene que ser juez y vengador y víctima de su propia ley.
Nietzche. (Así habló Zaratrusta).
Me urgía llegar al chalet. No hay cosa que más me moleste que no saber y en ese momento, lo único que me constaba a ciencia cierta, era que había habido muertos. Yo mismo había sido testigo de cómo los sanitarios habían estado introduciendo una serie de cadáveres en bolsas plateadas de la morgue pero desconocía si alguno de los fallecidos era de mi gente, o si la casualidad había hecho que el propio Alevín hubiese caído víctima del fuego amigo.
¡No iba a caer esa breva!.
Estaba más que convencido de que ese puto viejo se había debido de correr de gusto viendo el dolor causado pero igualmente estaba seguro que no iba a tener la suerte que una bala perdida le hubiese destrozado su cerebro, mientras su dueño eyaculaba al ver toda esa sangre derramada en honor a su dios. Mierda de vida. En los noticiarios de la tele, tenemos que contemplar horrorizados los accidentes por los cuales un policía de paisano mata a un inocente pero rara vez tenemos el placer de ver a un delincuente agonizando por el disparo de uno de sus compinches.
Al llegar a mi casa, me dirigí directamente a la sala que servía de centro de mando. Dentro José, el cubano, estaba hecho una furia. Me lo encontré despotricando de sus ayudantes, exigiendo que contactaran con los dos enviados de los que no se tenía noticia.
― ¿Qué ocurre?― le pregunté viendo su nerviosismo.
― Houngan, ha sido un desastre. Nos han matado a tres muchachos y encima nada sabemos nada del paradero de otros dos.
Casi dos metros de puro músculo y temblaba como un niño, por perder a cinco de sus colaboradores. La rabia que sentía le hacía no centrarse en lo esencial, que era localizar a los asaltantes porque, así, al hallarlos sabríamos la ubicación de los nuestros. Tratando de tranquilizarle, le pedí que me contara que es lo que había pasado.
Casi llorando, me relató que todo había ido según lo planeado hasta que llegó el tipo de la perrera.
― ¡Está como una puta cabra! ¡Véalo usted mismo!― dijo llevándome enfrente de un monitor.
En la pantalla, el funeral acababa de empezar. Familiares llorando, caras largas, trajes negros. Un entierro, que se iba desarrollando normalmente, se trastoca de repente al entrar Saulo con una docena de neonazis en la cripta. Las rastas del negro resaltaban con el peinado militar de sus ayudantes. Todos con el pelo cortado al uno. Ejemplares de pureza aria comandados por un antillano. Hombres que hacen alarde de su superioridad acatando servilmente las órdenes de uno que suponen su inferior.
La cámara recogió el preciso momento en el que apoderándose del féretro y ante las protestas de los presentes, el cabecilla soltó una carcajada.
Aunque eso había ocurrido casi una hora antes, sentí que todos los vellos de mi cuerpo se erizaban al verlo pero sobre todo al escuchar cómo se reía. Era una risa de ultratumba, a la que magnificaba su maldad ese siniestro escenario, confiriendo y dotando de un aspecto sobrenatural que, de no ser así, seguramente no tendría. En la cinta, las caras de los asistentes empalidecían antes incluso que ordenara disparar.
Y después… el caos.
Uno de los primeros en caer tuvo que ser el propio operador de la cámara y por eso el resto de la grabación se grabó desde una óptica fija. Gente pisando a los demás tratando de huir. Chillidos de terror mezclados con crueles detonaciones. Sangre a raudales. Y cuando todo parecía haber terminado, el jodido asesino, cogiendo la máquina de video, me deja un mensaje grabado:
― Manu, esto es sólo el principio― reconocí el tono, no podía ser otro― ¡Jimena es mía!.
No me vi con fuerzas de terminar de ver la cinta. Esa voz no era la suya, pero daba igual, no me quedaba ninguna duda que iba a tener que enfrentarme con mi antiguo amigo.
― ¿Y el argentino? No lo he visto.
― No fue. Debía de saber lo que iba a ocurrir y ni se presentó.
Según mi visión hubo dos sesiones de tiros y en esa secuencia sólo aparecía una.
― ¿Qué paso al salir?― pregunté.
― Los hijos de puta se liaron a disparar a los periodistas y uno de mis hombres repelió la agresión.
No hizo falta que me concretara más.
― ¿Muerto?
― Sí… era mi hermano― el dolor hizo que su voz se quebrara al contestarme ―murió como un hombre, dejando en el camino a tres de ellos.
Vana forma de consolarse, “ha muerto llevándose por delante al enemigo”, “ha muerto como un hombre”, “estamos orgullosos de su sacrificio”,.... todos ellos lemas vacíos y huecos que tratan de dar una razón de ser, de hacer más soportable una inútil perdida.
No se lo podía decir pero me cabreaba que alguien perdiera la vida por Eshú y me parecía todavía más inconcebible que lo hicieran por mí.
― ¿Alguno de los equipos los ha seguido?―
― Dos, pero uno de ellos se ha perdido.
― ¿Y el otro?.
― Le he obligado a retirarse, en cuanto se han metido en una nave industrial.
― Bien hecho, no debemos desperdiciar más hombres― respondí alucinado conmigo mismo.
Mi falta de humanidad, de sensibilidad con alguien que ha perdido a un hermano, me sorprendió. Y aún más el ser consciente que estaba hablando de personas como si fueran las piezas desechables de un mecano. José, que debía ser de otro mundo, se mantuvo impertérrito mientras me terminaba de exponer el resto. Con metódica exactitud, me explicó dónde se habían refugiado, que le había pasado al otro grupo, dónde lo habían perdido....
― Nubia, llama a Peláez: Quiero hablar con él.
Mientras la muchacha se iba a localizar al policía, tuve tiempo de tratar de consolar a José.
― Siento lo de tu hermano― seguía molesto por la indiferencia con la que tomé su fallecimiento.
―Lo sé, Houngan― respondió antes de echarse a llorar.
Cien kilos de humanidad se desmoronaron sobre mi hombro. Sentir como la angustia de esa enorme mole, gimoteando a centímetros de mi oreja, me hizo sentir pena, vergüenza de mi anterior comportamiento. Posando mi mano sobre su cabeza esperé a que se calmase. Mientras lo sostenía, me di cuenta que además de perder a su hermano, esas muertes significaban las primeras ocasionadas directa o indirectamente bajo mi mando. Me gustara o no, yo era parcialmente responsable. Supe en ese preciso instante, lo que significaba para un líder el perder hombres. Siempre me había intrigado desde un punto de vista intelectual, lo que se debía de sentir al mandar a un ejército a la guerra, sabiendo que iban a haber bajas pero, sobre todo conocer, si los jefes tendrían remordimientos. Ahora, lo sabía de primera mano y no podía hacer nada para evitarlo.
―Manu. ¡Peláez al teléfono!― gritó la morena desde la otra habitación.
Sin ninguna gana, me dirigí hacia el aparato. Los diez metros que me separaban de la mesilla, me parecieron eternos. Mientras me deslizaba, en vez de andar, arrastraba mis pies sobre el parqué, preparando mentalmente lo que le iba a decir.
― Ángel― le dije usando, por primera ocasión, su nombre de pila. ―Sé dónde puede encontrar a los asaltantes.
Al otro lado de la línea, el inspector se mantuvo callado.
― Están escondidos en el polígono Cobo Calleja, nave 711 al lado de un distribuidor de productos importados de china― seguía sin contestarme. ― Pero hágase un favor… vaya bien armado, son muchos y peligrosos.
― Lo verificaré― contestó cortando la comunicación.
Sabiendo que había hecho lo correcto y que el policía, aun detestando hasta la medula todo aquello que oliese a mi persona, no iba a poder evitar seguir la pista que le había dado. Solo podía esperar que, aunque no confiara en mí, al menos me diera cierta credibilidad. Si no era así, iba a ocurrir un desastre.
La espera no iba a ser larga, máximo dos horas. Ese era el tiempo que Peláez estimaba que su gente iba a tardar en organizar un grupo de asalto. «No creo que sean tan idiotas de ir a pecho descubierto», me dije tratando de auto convencerme que, al menos, esta vez, los malos iban a ser quienes sufriesen más bajas.
Haciendo tiempo, me puse a recapacitar sobre los pasos que debía de seguir para acabar con la secta de Babakó. Por mucho que lo intenté, fui incapaz de hallar algún plan viable. No encontré ninguna senda que al recorrerla, me llevara a su aniquilación. Todas y cada una de las posibles opciones que se me ocurrían chocaban contra la enorme organización perfectamente estructurada que poseían mis oponentes.
Si quería vencer, si quería asegurarme el éxito, debía de conseguir aliados. ¿Quiénes?, esa era la pregunta. ¿Quién podría estar interesado en enfrentarse contra semejante enemigo? ¿Qué grupo sería lo suficientemente poderoso para desafiar a esta gentuza?
La respuesta me llegó impresa. Jimena, revisando mi email, creyó oportuno el imprimir uno que había recibido del coronel Aguado. Era un mensaje corto, conciso, únicamente cuatro palabras y un número.
“Llama a Daniel Goldsmith 00―972―26458670”
Tenía sentido. Si los tipejos con los que me enfrentaba tenían raíces neo nazis quien mejor que los judíos para ayudarme. El problema era como explicarles la situación, nadie ni siquiera el Mossad iba a tomar en serio mi lucha. Pero como no tenía nada que perder, lo máximo sería sumar más partidarios al ya suficientemente nutrido grupo que me consideran candidato a la camisa de fuerza, cogí nuevamente el teléfono.
― ¿El señor Goldsmith?― pregunté a la muchacha que contestó al otro lado de la línea.
― ¿De parte de quién?
― Soy un amigo de Emilie Schindler― dije usando el seudónimo del militar argentino.
― Cuelgue que ahora le llamamos.
«Joder, con los israelitas», pensé mientras esperaba su llamada. No les había hecho falta que les diera más datos. Lo de mi número era sencillo, con un programa de reconocimiento de llamadas cualquier idiota podía averiguarlo pero había algo más, era como si estuviesen esperando mi llamada.
En menos de treinta segundos, me llamaron y su mensaje no podía ser más claro. Una voz de hombre y en un perfecto español sin acento, me dijo:
― Bar del Hotel Velázquez en media hora.
Nuevamente me sorprendió la premura con la que se estaban desarrollando los acontecimientos. Si tenía alguna duda que aguardaban mi contacto con anterioridad, la hizo desaparecer esa voz.
― Necesito que me prestes a dos hombres― ordené a José y sin darle tiempo de preguntarme la razón, me puse una chaqueta con la que combatir el frío.
Al subirme al todo terreno, me acompañaban Miguel y un rasta aún más enorme que el propio cubano, bajo cuya camisa creí descubrir un arma. Lejos de cabrearme, me sentí más seguro siendo escoltado por esos dos tipos pero, tras unos momentos, me di cuenta que su presencia también significaba que nunca más iba a sentirme cien por cien a salvo.
Curiosamente, la elección de ese bar me agradó. Siendo niño, mi abuelo me llevaba a ese hotel a merendar. No es que fuera un lugar para un muchacho, al contrario, tanto su decoración tipo inglesa como los tertulianos eran antiguos. Entre sus paredes, se reunían y se reúnen lo más selecto de la alta burguesía del barrio de Salamanca, así como una serie de peñas de intelectuales que arreglan el país diariamente a base de lingotazos de ginebra.
Es uno de los sitios con más solera del Viejo Madrid, generaciones de la flor y nata de la ciudad han posado sus traseros en sus sillones. A sus camareros habituados a escuchar disputas y encendidas polémicas políticas, tampoco les extrañaba ser testigos de conversaciones románticas de otoñales contertulios. Javi, uno de los empleados más antiguos, acérrimo partidario del Atleti, se vanagloriaba de haber servido copas a muchos famosos y sin citar sus nombres, me susurraba al oído, lo que detrás de la barra había escuchado.
―Nadie se fija en el barman― me dijo una vez hace ya bastantes años.
Verdad inmutable durante siglos, el camarero es un mueble y nadie o muy pocos se dan cuenta que está ahí, antes de decir o hacer algo que pudiera comprometerles. Muchos secretos han salido a la luz por culpa de gente que ha hablado de más en su presencia.
Al dirigirme allí, no me quedó más remedio que recordar la añorada figura de mi abuelo. Ese hombre fornido que en los últimos años llevaba, a modo de bastón, una cachava hecha con una rama de roble de su pueblo natal, allí en el País Vasco. Recordaba sus manos temblorosas, tomando ese estupendo Bloody Mary, bien batido y con las especias justas, que era tan famoso como caro y que según él, sólo en ese bar lo sabían preparar correctamente. Muchas horas me había pasado esperando que terminara la reunión de su tertulia. Grandes empresarios, duques y marqueses, gente excelsa y gente corriente que formaban parte del elenco que día a día se pasaban las horas en inútiles pero amenas discusiones.
Con todo ello rondando en mi cabeza, entré después de tantos años a ese lugar. El bar estaba repleto. Sentándome en la barra esperé, sin dejar de observar todo lo que ocurría a mi alrededor, que llegara mi cita. El tiempo parecía haberse quedado congelado entre esas cuatro paredes. Habían cambiado las tapicerías de las sillas, la pintura de las paredes era nueva al igual que los muebles, pero las dueñas habían tenido el buen gusto de mantener la esencia del bar; Sobrio, decadente pero elegante, incluso el pésimo ciervo disecado permanecía firmemente colgado en la puerta de acceso al hotel.
― ¿Don Manuel Arana?
Me di la vuelta para ver quién me llamaba. Un joven de aspecto normal, vestido correctamente con traje de rayas y relucientes zapatos, me miraba fijamente:
― ¡Acompáñeme!― dijo dando por sentado que era yo su partenaire.
Seguí al hombre a través de la gente, atravesando la sala y entrando en el hotel. Nunca había pasado de la puerta, por eso me sorprendió ver el hall de entrada circular decorado con diferentes mármoles y con unas estatuas tipo griegas en las que pude descubrir las artes clásicas. Cogimos el ascensor hasta la quinta planta, donde al salir dos guardaespaldas me cachearon a conciencia en busca de un arma.
― Habitación 517.
Ni mi acompañante ni el personal de seguridad me acompañaron al cuarto. Con bastante aprensión recorrí el pasillo. Aunque era bastante amplio, en ese momento me pareció estrecho. La puerta estaba entreabierta, por lo que entré sin llamar.
Sentado en un sofá de la suite estaba la persona que iba a ver. Debajo de un negro sombrero y detrás de dos largos bucles de pelo, se escondía un hombre delgado, con ojos azules y mirada fría. Prototipo de un judío ortodoxo jasídico, totalmente vestido de negro, únicamente su camisa blanca rompía la monotonía de su atuendo.
― Bienvenido― saludó sin extenderme la mano. Sabiendo que en algunas de las corrientes del judaísmo, el contacto corporal con un rabino es tabú, no hice ningún esfuerzo por forzarlo ―siéntese, por favor.
Obedecí acomodándome en un sillón orejero azul que estaba enfrente del personaje. Durante unos minutos, nos estuvimos observando sin hablar. Su mirada me escudriñaba por entero, era como si estuviera valorando al futuro socio antes de hacerle una propuesta de inversión.
― Llevamos años esperándole― la sorpresa reflejada en mi cara debió de ser de órdago porque rápidamente el anciano se explicó al ver mi desconcierto ― tranquilo, ambos estamos del mismo lado. Los dos queremos acabar con los seguidores del siniestro.
― ¿Babakó?― alcancé a murmurar.
― Ese es uno de sus nombres. Nosotros preferimos llamarle Azazel.
«Azazel», repasé, buscando su significado, la escasa teología que recordaba de mi paso por los curas, « se refiere al diablo que forzó el diluvio universal según cierta literatura hebrea, uno de los siete jefes de los ángeles caídos». No me costó descubrir el gran parecido que existe entre esos seres de la biblia judeo-cristiana, llamados los hijos de los Elohim, con los loas haitianos. Judaísmo apócrifo, sincretismo africano.
― Ustedes, ¿Quiénes son? y ¿Qué tengo que ver yo con ello?
Con voz pausada me contestó:
― Bien, nosotros somos estudiosos de la Toráh y usted, será nuestro arma.
Por enésima vez, no tenía ni idea de que mierda me estaba hablando. Que él fuera un sacerdote judío, experto en la cábala, entraba dentro de lo lógico pero que me definiera como un arma era algo al menos novedoso por no decir estúpido. Estuve a punto de protestar pero, antes de que lo hiciera, el viejo leyó en un pergamino:
― Desde Sepharad vendrá a vosotros un gentil, aliado de un oscuro, con el que venceréis a Azazel. Nacido por segunda vez, tras una batalla, traerá muerte y destrucción, pero a su paso asolará los cimientos del mal. Llegará de la mano de un hermano de allende los mares y lo reconoceréis por la cara de su amo dibujada en su pecho.
Enrollando el documento, se quedó callado esperando que yo diera el siguiente paso. Estaban claras sus intenciones, quería verificar sus escrituras. Quería saber si era yo quien esperaban, y por eso, levantándome de mi asiento, me fui abriendo la camisa para mostrarle el tatuaje.
― Hodu l'adonai ki tov. Da las gracias al señor porque él te ha ungido ― sus ojos se llenaron de lágrimas al comprobar sobre mi piel la siniestra efigie de Eshú.
La escena era a todas luces, ridícula. Yo de pie, descamisado mientras un rabino de largos bucles no dejaba de rezar a Yahvé, su dios. En ese momento salió de la habitación contigua otro hombre y depositando un sobre junto con un teléfono en mis manos, me dijo:
― Estudie esta información y si necesita ponerse en contacto con nosotros, utilice este móvil. Le aseguro que no se puede rastrear.
Y de la misma forma que había entrado, salí de allí. Solo, despistado, no sabiendo si me iba haber resultado de utilidad esa entrevista y desconociendo incluso el nombre de mi benefactor. Con los documentos bajo el brazo, tomé el ascensor. En la entrada del hotel me esperaba un nervioso Miguel que, nada más verme, me preguntó dónde había estado, protestando por llevar más de media hora buscándome.
No le respondí pero en cambio le interrogué sobre sus prisas en hallarme.
― Es por el policía. Le ha llamado tres veces, le urge hablar con usted.
Me había olvidado de Peláez. A esa hora el operativo debía de haber terminado. Tenía que devolverle la llamada pero antes me tenía que poner en contacto con José.
― ¿Qué sabes de los dos muchachos? ¿Han aparecido?― pregunté nada más descolgar el teléfono.
― Nada, Houngan, es como si se los hubiese tragado la tierra― contestó, compungido. La ausencia de noticias en este caso eran malas noticias, los daba por muertos aunque le costaba reconocerlo.
― ¿Y las mujeres?― refiriéndome a Jimena y a Nubia.
― Aquí, conmigo, ¿Quiere que se las pase?―
― No, gracias. Sólo evita que salgan de la casa. Todo está muy agitado.
― No se preocupe.
Acto seguido marqué al inspector. Seco, cortante, como siempre, tampoco me esperaba que fuera muy efusivo, me ordenó que fuera a verlo a la comisaría.
― ¿Debo llevar abogado?― pregunté.
Captó la mala leche que encerraba mi pregunta y, mandándome a la mierda, me contestó que si quería también me podía acompañar la puta que me había engendrado. Su insulto me divirtió, sabía lo que significaba, todo lo referente al caso le sacaba de sus casillas y yo, el primero.
―Iré en media hora antes tengo que hacer una parada en la calle Montera para darme una alegría con una de sus parientes más cercanas― respondí entre risas con el mismo tipo de agresión verbal, aludiendo a la calle más famosa de Madrid, donde a pesar de los esfuerzos de los diferentes alcaldes se sigue practicando la prostitución, pomposamente nombrada como el oficio más antiguo del mundo, tan vituperada y a la vez tan necesaria.
Montándome en el coche, empecé a revisar el expediente que acababa de recibir. En él, se explicaba detenidamente el origen, expansión y situación actual así como todo el organigrama de la organización neonazi. Lo que me sorprendió, no fue descubrir entre sus partidarios a políticos de todas las corrientes, ni a prominentes abogados y famosos jueces, sino enterarme que Pedro era el jefe supremo de la secta y que Alavín resultaba ser su padre.
Página a página se desmenuzaba sus saneadas finanzas, habiendo un apartado concreto que se dedicaba a explicar el intento de toma de control de mi empresa. Lo explicaba todo y lo más importante: el porqué. Estaban interesados en las aplicaciones militares de un sistema de localización que acabábamos de patentar.
Yo sabía que podía considerarse una tecnología de doble uso, fórmula ambigua con la que se definían a todo aquello que se le podía destinar a matar. En lo que no había caído, era que si alguien le quitaba desde la fabricación las trabas que nos habíamos auto impuesto, un mero avión teledirigido se convertía en un arma temible. Nadie estaría a salvo. No servirían de nada barreras ni guardaespaldas. Con estos instrumentos a bordo uno podía meterse hasta en el despacho oval de la casa blanca y debido a los materiales con los que lo producíamos, después de una explosión no quedaría rastro que les llevara hasta el fabricante.
« Hijos de perra», me dije hablando solo, « menos mal que con esta documentación puedo demostrar el fraude. Si no, estaría acabado».
Dándome cuenta del valor que tenía esa información, ordené a mi chofer que parase en una tienda de fotocopias y, entrando en ella, saqué tres copias. Afortunadamente el local era uno de esos modernos donde las copias se hacen con una velocidad de vértigo y por esos tardé solamente unos diez minutos, los cuales usé en recapacitar y ordenar, en mi mente, los pasos a seguir.
Con los cuatro ejemplares metidos en sobres. El original y los tres que acababa de hacer, me dirigí hacía un buzón. Escribiendo el destinatario en dos de ellos, los eché en su interior. Era una forma de cubrirme las espaldas, pero sobre todo de asegurarme que no se perdiera los datos allí referidos.
Nuevamente a bordo del automóvil, me dediqué a extraerle a una de las copias todo aquello que pudiera asustar por su dimensión al policía, dejando solamente la información de las bases y la localización de las mismas. Más tranquilo después de haberlo hecho y acomodándome en el asiento, pedí a Miguel que me llevara directamente a la comisaría. Debía reunirme con Peláez. De nada servía dilatar su encuentro.
Al llegar, la oficina de policía hervía de agitación, repleta de agentes que iban de un lado a otro cuchicheando entre ellos, periodistas en la puerta a los que se les impedía el paso y multitud de curiosos que se agolpaban en la acera. Sabía la razón para tanto ajetreo, aun así me chocó ver las caras de espanto de los policías, sobre todo las de aquellos que por sus canas se les suponía curtidos en violencia al haber asistido a múltiples operaciones de asalto.
Tras pasar la barrera de entrada, pedí ver al inspector y entonces al reconocerme varios de los presentes, como la persona que había sufrido el atentado que dio lugar a estos hechos, se extendió un silencio total en la sala. Todo el mundo me miró de una manera extraña, mitad miedo, mitad recelo.
Tuvo que ser la propia recepcionista, quien me llevara a la oficina del jefe. Ninguno de los que se suponían servidores de la ley, hizo intento alguno por mostrarme el camino y eso que la muchacha se los pidió en repetidas ocasiones.
Encontré a Peláez, concentrado, detrás de una mesa repleta de papeles. Al verme, me llevó directamente a la sala de interrogatorios donde había estado anteriormente. Pero esta vez, se aseguró que nadie grabara u oyera lo que íbamos a discutir.
Cerrando la puerta, me pidió educadamente que me sentara. Su semblante reflejaba tensión o algo peor. Todo su cuerpo temblaba. Agitado por los nervios fue incapaz de sentarse ni de hablar durante un rato. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para empezar la conversación.
― Arana, no tengo una explicación para lo que ha ocurrido, necesito respuesta aunque sé que me resultará imposible creerme su versión― sus gestos decían todo lo contrario, estaba aterrorizado por tener que reconocer cierta verdad en mi historia.
― ¿Qué ha pasado?― pregunté, esperando que su respuesta confirmara mis temores.
― Tal y como usted nos dijo, en esa nave hemos encontrado a una parte de los asaltantes del cementerio que, fuertemente armados, nos han atacado en cuanto nos han visto.
Tuvo que hacer un inciso antes de continuar. El sudor recorría su frente, mientras sacaba un cigarrillo de tabaco y lo encendía, pasándose por el arco del triunfo la prohibición de fumar en lugares públicos
― Se lo juro, estábamos preparados. Nuestros hombres iban concienciados del peligro pero, aun así, no han podido hacer nada para repeler la agresión. Perdimos a seis hombres en la refriega. No sé qué es lo que ha ocurrido. Es la primera vez que un cuerpo de asalto, perfectamente preparado, es vapuleado de esa forma.―
― ¿Que falló?, le pedí que fuera con toda la artillería que pudiera.
― No sé cómo decirlo. Durante el asalto, se apoderó de nosotros un miedo irracional y después de un intenso tiroteo, sólo hemos podido acabar con uno de ellos. Para colmo de males, los forenses no se lo explican, el único en caer y solamente cuando su cuerpo ya tenía una veintena de balazos, fue el presunto muerto, Luis Alberto.
Ese era el problema, habían fallado y encima tenían que reconocer que un cadáver, levantándose de su ataúd, había disparado contra ellos. Nada más disparatado.
Viendo su embarazo, le di la solución:
― Diga que lo usaron como parapeto y de esa forma puede explicar los disparos pero le aconsejo que le corte la cabeza, o esta noche va a ocurrir algo muy desagradable en el Anatómico Forense.
― Lo haré pero negaré haberlo ordenado― contestó, bajando la mirada por lo que significaba.
― Tengo información que le puede servir. No sólo sé dónde hallarlos, sino que gracias a ella puede construir una versión asumible por sus jefes de los motivos de toda esta locura.
Arrancó los papeles de mi mano. Para él eran una tabla de salvación tanto de su puesto como de sus valores y creencias, un medio de escapar del Armagedón. Todo lo que pudiera darle una salida coherente sería bienvenido. Sin importarle mi presencia, se enfrascó en su estudio, dejándome sentado a su lado durante más de media hora. No molesté su introversión y pacientemente esperé a que terminara.
― ¿Sabe lo que me acaba de entregar?― dijo con alegría.
― Sí.
― ¿Se da cuenta que esto es una bomba? ¿Qué si desbarato esta conspiración, tengo asegurado la jefatura de todo Madrid?―
―Sí.
Era demasiado bonito y, con la suspicacia típica de su profesión, levantó la mirada, diciéndome:
― ¿Qué quiere a cambio?―
― Las cabezas de Pedro y Alavín sobre esta mesa.
― ¡Hecho!― me dijo firmando el pacto con un apretón de manos― no pienso correr riesgos. Si resultan muertos, se las serviré en bandeja. No quiero que estos tipos se puedan levantar después de morir, vengan a por mí.
― Entonces, ¿Me creé?
― ¡Jamás! Pero soy un hombre precavido.
― Otra pregunta, ¿Cuándo van intentar tomar sus bases?
― ¿Por qué quiere saberlo?― respondió.
―Creo que, si no quiere volver a fracasar, necesita de nuestra ayuda― y sin cambiar de tono, como si fuera irrelevante, le dije: ―Brujería contra brujería―
―Lo pensaré― contestó dando por terminada la reunión.
Nuevamente al salir, noté la clara animadversión que sentían los policías hacía todo lo que se refería a mí. No es que fueran bordes ni maleducados sino que volteaban la cabeza a mi paso para así no tener que saludar. Ignorarme era como una consigna que todos cumplieron al unísono.
Sin dar importancia a ese hecho, yo quizás hubiese actuado de la misma forma de estar en su pellejo, me subí al coche enfilando directamente hacia mi casa.
― ¿Qué pasa ahí?― pregunté a Miguel al ver que mi calle parecía que acababa de sufrir el ataque de una banda de vándalos y que toda la acera que bordeaba mi casa estaba llena de basura.
―No lo sé ― contestó acelerando.
Ya más de cerca, pudimos observar que era sangre y cabezas de gallinas lo que habían esparcido.
― Date prisa― ordené al temer que fuera una maniobra de distracción y que el objetivo real fuera las personas del interior del chalet.
Mis temores fueron infundados. Nada más traspasar la verja pude ver como mi ayudante había reforzado la seguridad mandando a todos los que no estaban quitando los restos a hacer guardia con sus armas montadas, previendo un ataque.
En el jardín, estaba Nubia dando órdenes y repartiendo por la casa amuletos y fetiches de protección, así como una serie de sacos llenos de una mezcla de hierbas desconocidas para mí.
― ¿Qué coño haces?― le pregunté al verla al borde de la histeria.
El pelo enmarañado, la ropa manchada y el sudor que la cubría por entero, cantaban a gritos que llevaba al menos un buen rato atareada en lo que sabe Dios estaba haciendo.
Sonrió al verme. Como único recibimiento y sin dejar de esparcir ritualmente las plantas por el jardín y el estacionamiento, me pidió que me acercara.
Al llegar a su lado y, antes de nada, me colocó en mi cuello un collar hecho a base de una especie de monedas, cuyo significado real estaba fuera de mi alcance. Mi cara debió reflejar mi ignorancia total porque haciendo una pausa, entre oración y oración, se dio la vuelta diciéndome:
― Hemos sufrido un ataque y estoy respondiendo.
No debería de haberlo hecho pero la situación me pareció tan absurda que no pude contener una carcajada.
― Te refieres a eso, a la basura.
― Sí― contestó con la mayor naturalidad del mundo.
― Y contrarrestas la mierda con más mierda.
― No lo entiendes, ¿Verdad?
― Pues si quieres que te sea sincero, ¡No!
En vez de enfadarse, me agarró del brazo y alejándose de la porquería que apestaba la casa, me explicó los motivos de sus actos.
Por lo visto, una de las versiones típicas de conjuro era erigir alrededor de donde vivía la supuesta víctima una barrera hecha a base de sangre y despojos de animales, de manera que si el dueño de la casa la cruza cae bajo la maldición del bokor que la realizó. Estuve a punto de decirle que me parecía una completa memez y que la única consecuencia palpable era la peste que habían dejado con su acción pero, al percatarme de la seriedad con la que seguía explicándome que la forma de defenderse consistía en retirar esa barrera física e interponiendo una psíquica a base de amuletos, evitó que se lo dijera.
Teóricamente, yo era un Houngan y no uno normal, sino uno de los más poderosos al contar con el apoyo de Eshú pero, para mi pesar, sólo era un mero aprendiz al que le costaba vencer la inercia de su educación y que todavía se comportaba con un desprecio y una incredulidad totales. Por experiencia propia y a base de leches, había al menos aprendido a respetar sus poderes, por lo que, obviando lo que realmente me exigía la razón, le ofrecí mi ayuda.
― No, gracias, vete adentro que hay gente que te necesita más que yo.
Pensé que se refería a José, ya que era el que llevaba el peso y la responsabilidad del operativo pero al ver que Paula se acercaba a mí, pidiéndome que tenía que ir a ver a Jimena, me di cuenta de mi error.
― ¿Dónde está?― alcancé a decir con el estómago atenazado por los nervios.
― En su cuarto.
Subiendo los escalones de tres en tres, llegué rápidamente a mi habitación para descubrir a la mujer, tirada sobre la cama, llorando.
― ¿Qué te pasa? ― le dije mientras la abrazaba. Por su rostro supe que había pasado algo grave de lo cual no tenía ni idea de en qué podía consistir.
―Ha estado aquí y me ha amenazado que si no voy a su encuentro, ¡Te matará!
No tuvo que decir nada más. Pedro de alguna forma había conseguido eludir la vigilancia y, bien en cuerpo o bien en espíritu, se le había aparecido con un propósito claro: ¡Aterrorizarla! Y lo había conseguido. Jimena era un instrumento a través del cual hacerme daño. No le importaba su persona, ni siquiera a partir de nuestro primer encontronazo la deseaba sexualmente, se lo había conseguido leer en su mente cuando nos enfrentamos. Para él, ella era la razón y la causa por la que había fallado y ahora quería usarla en mi contra.
Sin dejar de acariciarla, traté de tranquilizarla susurrándole al oído que nada conseguiría separarnos y que la propia visita no era más que una patada de ahogado al no saber cómo dañarnos.
― ¿Seguro?
― Claro― respondí ―¿Alguna vez te he mentido?.
Lentamente fue relajándose mientras paraba de llorar, lo que me dio el tiempo necesario para pensar y cavilar sobre el ataque y el modo de contrarrestarlo. «Puede ser brujería», pensé, «pero en mi pueblo, a eso se le llama guerra psicológica». Mi ex amigo, el mal nacido que alguna vez fue el marido de la mujer que estaba en ese momento entre mis brazos, había llevado la desazón a mi propio hogar y eso no iba a quedar sin respuesta.
Buscando inspiración, me concentré en las novedades que el día me había reparado, cayendo en dos puntos débiles de Pedro que me resultaban evidentes. Según los últimos informes, no sólo era un maldito racista, sino que provenía de una larga estirpe de nazis y para más inri, Alevín era su padre. Por lo que debía de atacar a su ideología y a su progenitor de una sola andanada.
El quid de la cuestión, una vez determinado el objetivo, era hallar el modo de hacer llegar mi ataque hasta sus seguidores. Si conseguía sembrar una duda en su retorcida mente, habría ganado. Quizás no la guerra pero al menos una batalla. Por mucho que intenté urdir un plan, diseñar una estrategia viable, no lo conseguí y desesperado decidí ir al baño a despejarme.
― ¿Hecho un lío? ¿Verdad?
No tuve que levantar mi cara para saber quién era el hijo de perra que me hablaba, había reconocido su voz al instante. Únicamente Eshú era capaz de tanto desprecio y recochineo juntos. Jugando a su mismo juego, le respondí sin mirarle:
― ¿Quién lo dice? ¿Eshú? o ¿Quizás deba llamarte Hijo de Elohim?― haciendo referencia a su nombre en la mitología hebrea.
Una carcajada, que retumbó en la habitación rasgando el espejo, fue su respuesta. Gozaba con mi rebeldía, sabiendo que con un chasquido de dedos podía barrerme de la tierra.
― A un cerdo como tú, se le puede nombrar de múltiples maneras, puerco, gorrino, marrano, guarro, pero aun así seguirá hozando la tierra y su carne servirá para hacer chorizos.
― Curiosa es su comparación, mi señor― dije con un falso servilismo que no le pasó desapercibido ―¿Me está diciendo que en cada religión tiene un nombre?.
― Por supuesto, soy un dios.
― Eso sí que no lo creo.
― ¿Dudas acaso de mi deidad?― rugió molesto.
Debería haber cerrado mi bocaza pero al ver que le molestaba que le rebajase su estatus, le espeté riendo:
― ¡Sí!― y viendo que no me castigaba, tenté mi suerte diciendo: ―No hay duda que eres un ser muy poderoso pero, de eso a dios hay un abismo.
― ¿Cómo te atreves?― ya enfadado, su cara reflejaba la ira que le consumía ― Ni la mente limitada de una hormiga entiende el cerebro de un hombre, ni él de un hombre abarca el significado de Dios.
Los argumentos de Eshú eran los mismos que durante milenios habían ocupado a los teólogos. Recordé la historia que me contaron los curas sobre San Agustín. Por lo visto este santo iba caminando tratando de comprender la Trinidad cuando vio a un niño jugando en la playa: tenía hecho un hoyo en la arena el cual rellenaba con agua de mar. Intrigado, le pregunta: ―¿Qué haces? ― A lo que éste responde: ―Estoy metiendo el mar dentro de este hoyo―. San Agustín riendo le contestó: ― ¡Pero eso es imposible! ―, y el Niño dijo: ―Antes vaciaré yo el mar en este agujero que tu comprendas el Misterio de la Trinidad.
Sabiendo que si seguía por esa vía no tenía defensa, le dije:
― Eshú o como realmente te llames, ¿Acaso una hormiga puede hacerme enfadar?, verdad que no; luego me queda claro que la distancia entre ese insecto y yo es mayor, que la que hay entre tú y yo.
Debí dar en el clavo porque, sin despedirse, desapareció sin dejar rastro. Esa pequeña victoria insufló mi ánimo. Si le había podido ganar aunque fuera dialécticamente, mi futuro no era tan sombrío como había imaginado. Todavía me quedaban esperanzas de librarme de su influjo una vez hubiésemos vencido a Babakó y a sus seguidores.
Su verdadera naturaleza era un tema a investigar. De eso dependía que algún día, Eshú solamente fuera un vago y triste recuerdo. Tenía una ligera idea de cuál era pero seguridad nula. Para mí, estos seres debían de ser entes de otra dimensión, que habían adoptado la tierra como campo de batalla donde dirimir sus diferencias desde tiempos inmemoriales.
Estaba ya secándome la cara cuando sin previo aviso me vi sumido en el dolor. No tuve tiempo de reaccionar, Eshú castigando mi osadía, me abrió su mente, dejándome entrever su enorme poder. En pocos segundos pasaron por mi cerebro, millones de imágenes acumuladas durante siglos de existencia. En ellas, veía una y otra vez el sufrimiento de los hombres y mujeres que habían tenido la desgracia de cruzarse en su camino. Todos y cada uno de mis poros fueron salvajemente violados. Era como si hubiese entrado en una espiral de horror y miedo que me zarandeaba sin misericordia mientras oía a lo lejos la cruel risa del dios. Tal como vino, se fue, dejándome tirado sobre los azulejos del baño consciente de mi pequeñez en relación con él.
No tengo la menor idea del tiempo que tardé en recuperarme. El respirar era ya, en sí, una agonía. Tuve que esperar una eternidad para coger fuerzas suficientes para siquiera pensar en levantarme. Nadie había percatado de mi ausencia. Los minutos fueron pasando lentamente hasta que, haciendo un esfuerzo sobrehumano, me puse en pie y conseguí salir del baño.
Jimena seguía tumbada en la cama. Ya no lloraba pero sus ojeras eran un recordatorio de la angustia pasada. Al verme deshecho, me llamó a su lado y acogiéndome entre sus brazos, hallé el refugio que tanto necesitaba. No hizo falta que le explicase nada. Ella sabía de algún extraño modo que necesitaba su aliento, su ayuda y en silencio, me hizo el amor sin pedir nada a cambio.