Capítulo cuatro

 

 

― ¡Qué mal he dormido!― refunfuñó la fiscal al apagar la irritante alarma del despertador que aullaba desde su mesilla. La noche anterior nada más llegar a su departamento, no le quedó más remedio que ponerse a estudiar los expedientes sustraídos del juzgado. Estaba obligada a devolver toda la información sobre Arana al día siguiente y por eso durante horas se enfrascó en su estudio tras lo cual completamente agotada y casi sin cenar se metió en la cama.

Le costó conciliar el sueño y cuando lo consiguió, este se tornó en pesadilla.  Visiones de Manuel Arana entrando a su vida sin que ella pudiese hacer nada por evitarlo se sucedían con imágenes de los crímenes cometidos por sus seguidores. Jamás en su vida se había sentido atraída por el lado oscuro pero era innegable que ese hombre había tocado alguna tecla desconocida en su interior. Desde que accedió al ministerio público, no había habido ningún procesado por el que perdiera media hora de sueño.

― No me reconozco― maldijo entre dientes, pensando que sufría estrés por el secuestro.

De muy mal humor, se metió en la ducha. El agua caliente cayendo por su cuerpo que otras veces había bastado para levantar su alicaído ánimo, esta vez solo consiguió incrementar su enfado por lo que, en contra de lo que era su rutina desde niña, esa mañana la ducha solo duró unos pocos minutos y no el acostumbrado cuarto de hora. 

Mecánicamente, salió del baño y cogiendo una toalla se empezó a secar sin dejar de pensar en cómo le iba a hacer para acabar con ese parásito que amenazaba con trastocar su existencia.  No tuvo tampoco que decidir que ponerse porque su sentido de practicidad le había llevado a simplificar al máximo su forma de vestir. Adoptando el traje de chaqueta como uniforme de trabajo, diariamente solo tenía que elegir el color de la camisa. Los vestidos los reservaba para lo que definía como su vida personal que desgraciadamente se reducía a la visita que semanalmente hacía a su madre en el asilo. Estaba lista cuando el reloj del salón todavía no había marcado las ocho de la mañana.

Al entrar en la cocina y oler a café recién hecho, supo que algo andaba mal y que en ese preciso instante alguien estaba dentro de su casa. Tratando de aparentar una tranquilidad que no tenía, se puso a buscar infructuosamente en el interior de su bolso el espray de autodefensa.

― Buenos días, ¿Quieres un café? Te he echado azúcar― escuchó que decían a su espalda.

« ¡Arana!», pensó al reconocer su voz. Aterrada, se dio la vuelta para descubrir que su peor pesadilla estaba cómodamente sentada en la mesa de su comedor. Haciendo un esfuerzo para no salir corriendo de la habitación, tomó de sus manos la taza que le ofrecía.

― Gracias― alcanzó a decir antes darse cuenta que desde el lugar donde estaba ese hombre tenía un perfecto ángulo de visión de su cuarto. « ¡Me ha visto desnuda!», pensó. Desconocía el momento en que Arana se introdujo en su casa violando la intimidad de su hogar pero tenía la certeza que desde que se levantó había sido objeto de su escrutinio. La sensación de ser un pelele en sus manos la terminó de sacar de quicio. « Maldito hijo de puta», maldijo buscando una salida o al menos un arma con la que defenderse.

Arana sonrió al percatarse del estado de nervios de la mujer:

― No debes de tener miedo― dijo disfrutando de su superioridad. ― Esta es una visita de cortesía.

La fiscal sabiendo que su mejor opción era el seguirle la corriente le preguntó que deseaba:

― Poca cosa, ¿Recuerdas que quería que me conocieras?.

― Sí.

― Te he traído la primera parte de mis memorias. Deseo que las leas y así te hagas una idea certera de quien soy― contestó susurrándole en la oreja mientras depositaba en sus piernas un paquete para acto seguido despedirse con un beso en la mejilla.

Isabel Iglesias se quedó petrificada. Con ese gesto había sobrepasado los límites. Para ella, su espacio vital era inviolable y ese hombre lo había mancillado. La conmoción  que le produjo el sentir los labios de ese indeseable acariciando su cara fue superior a sus fuerzas y tuvo que salir corriendo para no vomitar sobre la alfombra.

― ¡Desgraciado! ― sollozó, echándose a llorar sobre el frío suelo del baño.

 

 

La metamorfosis es la burla más siniestra que haya podido imaginar el Diablo para humillar y torturar al hombre.

Giovanni Papini

 

¿Es usted un demonio? Soy un hombre. Y por lo tanto tengo dentro de mí todos los demonios.

 

Gilbert Keith Chesterton (1874―1936) Escritor británico.

 

 

La luz del sol entraba por las ventanas abiertas de mi habitación y el frío viento del invierno traía el olor de la lluvia recién caída. Todo olía a vida, la tierra mojada impregnaba el aire mientras a duras penas intentaba levantarme del colchón. El dolor que me atenazaba el pecho me obligó a recordar el combate con Pedro. Incapaz de ponerme de pie, acomodé mi cabeza en la almohada tratando de acordarme que era lo que había pasado. Tenía la sensación que había permanecido postrado mucho tiempo. Breves imágenes de Jimena y de Paula dándome de comer, moviéndome para que no se hicieran yagas en mi cuerpo y bañándome mientras yo seguía dormido, me llegaron como oleadas a mi mente.

No era posible, de ser ciertas esas secuencias habían sido días y no horas el tiempo durante el cual había estado sin conocimiento. Recordaba sus murmullos y sus caras de preocupación al bajarme la fiebre con duchas heladas y friegas de alcohol, las noches en vela mientras me debatía entre la vida y la muerte. Cómo se tapaban los oídos al escuchar mis gritos y mis insultos sin que en sus rostros apareciera ningún signo de reprobación o reproche.

La demostración de que esas dos mujeres me habían estado cuidando  durante  tan largo tiempo vino a través de un acto involuntario. Tratando de poner en orden mis ideas, me toqué la cara y al hacerlo, mis dedos no se encontraron con piel sino con el pelo de una barba bien crecida. Asustado, la palpé con desesperación, el tamaño y lo cerrada de la misma hablaban de semanas y no de días de convalecencia.

Un grito salió de mi interior, un grito no de miedo por el tiempo perdido sino de sorpresa por lo que significaba. Mi empresa, mi gente, ¿Qué pensarían de mi súbita desaparición? Por segunda vez, intenté el levantarme. Gracias a que Jimena había escuchado mi lamento, sino me hubiera caído al suelo. Al entrar en mi cuarto, vio como me desplomaba y abrazándome, evitó mi caída.

― Tranquilo― susurró. En su cara no había preocupación. Al contrario lejos de estar asustada por mi vahído,  todo en ella reflejaba satisfacción ― sigues muy débil pero al fin estás con nosotras― y pegando un grito, llamó a la cocinera: ―Paula, ¡Está despierto!

Oí como la negra subía la escalera corriendo y con la respiración entrecortada por la carrera, entraba a la habitación. En sus manos sostenía un trapo de cocina que la urgencia no le había permitido soltar.  Al verme despierto, soltó todo y me empezó a besar la cara como una posesa mientras le daba las gracias a Dios por haberme salvado. Tanta demostración de cariño me incomodó pero la debilidad que sentía me impidió rechazarlas, obligándome a ser objeto inerme de sus mimos durante unos minutos. Bien Paula, bien Jimena se alternaban en los abrazos y besos mientras me hablaban del miedo que habían pasado y de lo felices que se sentían al verme recuperado. Tuve que esperar que se calmaran, sus parloteos sin sentido no me dejaban intervenir. Aprovechando una pausa, pregunté cuanto tiempo había pasado.

― Mes y medio ― contestaron temerosas de mi reacción.

Abrumado por su significado, me sumergí en mi propia miseria al escucharlo. No era fácil aceptar así, a la primera, que había pasado tanto tiempo. Tantos días, tantas horas desaparecidos de mi vida sin que nada quedara registrado en mi mente, recordando únicamente breves retazos de mi enfermedad.

Con ayuda de las dos mujeres, me levanté al baño. Me costó reconocerme en la imagen que me devolvía el espejo, era un extraño el que me miraba con mis ojos. Nunca me había dejado la barba. Sorprendido, descubrí que me crecía cana, blancos pelos la surcaban dotándome de un aire maduro y experimentado. Tras el desconcierto inicial, me gustó el resultado. «Un guapo cuarentón», pensé de mí al estudiarme. Paula y Jimena esperaban ansiosas el resultado de mi exploración.

Sonreí, había perdido un mes y medio pero tenía una vida por delante:

― Tengo hambre, quiero comer algo.

Mi falta de fuerzas hizo que Jimena tuviese que ayudarme a volver a la cama mientras la negra bajaba a prepararme algo. Acostándome, se sentó a mi lado. El tiempo de mi convalecencia le había sentado bien, había engordado unos cuantos kilos y sus ojos habían logrado recuperar parte de su antiguo brillo. Pude observar que, aunque todavía no era la mujer que había conocido, por la serenidad con la que me miraba que era cuestión de tiempo. Sus labios se abrieron para decirme gracias pero la entrada de Paula impidió que prosiguiera.

Me lancé sobre el café, disfrutando de su dulce amargor, de la textura de la leche cuando como una inyección de energía recorrió mi garganta en su camino al estómago. Demasiadas emociones para mis limitadas fuerzas. Con el calor de la bebida, mi cuerpo se templó y un sopor insuperable me invadió de inmediato, quedándome de nuevo dormido.

Desperté bastante restablecido pero sobretodo con la convicción que habían pasado solo unas pocas horas. Necesitaba una ducha,  la sensación de no haberme bañado en días, me hacía sentir mal. Con cuidado de no caerme, me desnudé  introduciéndome  en la ducha. El agua caliente terminó de espabilarme. Lejos quedaban en mi mente, Pedro, el ritual y los hechizos. ¡Estaba vivo! Y eso era lo importante. Mis piernas y mi cuerpo recibieron gustosas las caricias del gel al enjabonarme. Con el reguero de espuma iban cayendo mis temores y mis aprensiones. Como un hombre nuevo, oliendo a limpio, salí para secarme. La toalla absorbía en cada pasada los restos de humedad de mis extremidades. Con curiosidad, me volví a estudiar en el espejo sin sentirme un extraño, mi nuevo “look” me encantaba pero al fijarme en  mi pecho me encontré con que un gran tatuaje resaltaba entre mis vellos.

La imagen de Eshú, tatuada, me miraba burlonamente. Sorprendido, revisé el dibujo. Era perfecto tanto en su color como en su forma. Parecía vivo, daba igual el ángulo, sus siniestros ojos seguían devolviéndome la mirada. Escandalizado porque sin pedirme permiso me hubiesen grabado a ese dios en la piel, me puse un pantalón y con el torso desnudo busqué a Paula.

La encontré en la televisión pasando la aspiradora, ignorante de la que le venía encima. Plantándome frente a ella y completamente fuera de mí, le reproché lo que habían hecho. Pero ella, balbuceando, me juró y perjuró que era la primera vez que lo veía, asegurándome que durante todo el tiempo en que me habían cuidado no lo tenía. Viendo mi enfado y mi incredulidad, llamó a Jimena y entre las dos trataron de convencerme de lo mismo. No pude creerlas pero fue tal su determinación que empecé a dudar, dándoles parte de crédito ya que nada ganaban con mantener el engaño. Sin desaparecer la razón de mi ira, conseguí calmarme e interrogándola por su significado, me hizo saber que no estaba segura pero que en  las leyendas que su abuela le contaba en la aldea, el dios Eshú marcaba a sus elegidos con la efigie de su rostro.

Meditando sus palabras, decidí que alguien o algo quería hacerme creer que el vengativo dios me había elegido, sin saber a ciencia cierta que significaba eso o cual era la misión para la que me había designado. Al igual que no me había dejado vencer con anterioridad, decidí abocarme en la investigación de su origen. Pero eso podía esperar, ya que mi estómago rugía de hambre:

― Prepararme la cena. Cuando esté lista: me avisáis― y sin despedirme, me largué a la habitación donde tenía el ordenador.

Por mucho que lo intenté, por mucho que buceé en la red, no encontré nada que me revelara la razón por la que me habían tatuado. Como mucho unas breves y oscuras referencias a asesinatos y venganzas cometidas por personas que decían actuar en nombre de un poder superior. Pero en firme y señalando expresamente el tatuaje, nada de nada. Era como si nadie supiera de su existencia o que debido al miedo no se atrevieran a mencionarlo ni a escribir sobre ello.

Durante la cena, Jimena se mantuvo en un discreto silencio. Tenía que hablarme de su futuro, estaba buscando la manera de abordar el problema. Supe desde el principio que era lo que la incomodaba, cruelmente dejé que sufriera, disfruté viendo cómo se las iba a ingeniar para sacar el tema. Fue durante el postre cuando armándose de valor, me preguntó:

― Manuel, ¿Qué va a ser de mí? Ya has cumplido de sobra liberándome de Pedro― a punto de llorar, siguió diciendo: ― Sé que no te puedo exigir nada pero me gustaría seguir en tu casa mientras te repones. Te lo debo.

Jugando con ella, permanecí callado sin contestarla. Cuando sus lágrimas ya recorrían sus mejillas y creía que la iba a echar de mi lado, contesté:

― Eres mi invitada. Mientras lo seas nada te va a faltar.

La calmé pero dejándole claro, aún sin decirlo específicamente, que dependiendo de su comportamiento podía retirarle mi favor o no. Dándose por aludida y haciéndome saber que había entendido a la primera, me replicó:

― No tendrás queja de mí, te lo prometo.

― Lo sé― contesté y buscando con la mirada a Paula, pedí que me ayudaran a acostarme, ya que no estaba seguro de poder llegar por mis propios medios. Las dos mujeres se pusieron a mi vera y cuidando que no tropezara, me llevaron a mi habitación.

Me sentía inútil  por depender de ellas. Cabreado, tuve que aguantar ver que me abrían la cama, sentir como me desnudaban y me arropaban. Era un bebé en sus manos, ¡mi indefensión era absoluta! Y acomodándome la cabeza en la almohada, pedí que me despertaran temprano. Debía ponerme al día no sólo con mi empresa, también debía entender lo que me había ocurrido. Por lo tanto ordené que llamaran a Pepe y a Nubia. Me urgía hablar con los dos pero les recalqué que en el caso de mi secretario era imprescindible que se trajera todos los papeles. Tras lo cual, me quedé dormido…

― ¡Manu!, despierta― escuché entre sueños.

Era tal mi cansancio que solo caí en que era el día siguiente cuando sentí que me zarandeaban un poco. Al abrir los ojos, vi que la persona que me estaba meneando era Jimena. En sus manos llevaba una bandeja con la que me traía el desayuno a la cama. Tardé unos momentos en darme cuenta quien era y que estaba en mi cuarto. Mientras tanto la muchacha había abierto las persianas. Fuera, un cielo despejado reinaba sobre Madrid.

En cuanto me hube espabilado un poco, empezó a explicarme como había confeccionado mi agenda esa mañana. Pepe llegaba en media hora. El día anterior había insistido en verme y sin hacer caso a sus consejos se había presentado en la casa. Únicamente la firme oposición de ellas, hizo que renunciara a despertarme. «Debe haber problemas», reflexioné al instante, conocía su forma prudente de actuar y tanta urgencia no traía buenas noticias. Luego a las doce, tenía una cita con Nubia. En su caso, tuvieron que insistirle que viniera porque en un principio era reacia a hacerlo aduciendo que tenía mucho trabajo.

Esa mañana desayuné como un bruto. Por mucho que comía no lograba saciarme, la larga temporada postrado debía haberme dejado peor de lo que suponía y mi cuerpo me pedía que le alimentara de una forma descontrolada. Exclusivamente el miedo a que me sentara mal y en contra de mi estómago que me pedía más, mi cerebro prudentemente me aconsejó que parara de comer. Siguiendo mis instrucciones, Jimena retiró la bandeja para que no la tirara al levantarme, volviendo rápidamente a ayudar a vestirme, no fuera a caerme. Ser despertado, alimentado y vestido por una mujer después de tantos años, me deprimió en un principio pero al cabo de un rato pensé que era cómodo y que me podía acostumbrar.

Pepe me estaba esperando en el despacho. Desde el final de la escalera, su calva se reflejaba en el espejo del pasillo, con su traje a rayas y su corbata naranja nerviosamente estaba ordenando los papeles. El sudor recorría su frente. En los quince años trabajando juntos nunca le había visto alterado y ese día lo estaba.

― Buenos días― saludé, dándole un susto sin querer. Enfrascado en los problemas, no me había visto llegar. De sus manos, una carpeta cayó al suelo,  al recogerla y mirarme, las ojeras que se marcaban en su rostro no presagiaron nada bueno:

― ¿Qué ocurre?

Tomó aliento antes de contestarme, debía estar ordenando sus ideas e intentando darles forma para que me fuera  fácil digerir sus noticias:

―Jefe, durante tu ausencia, la situación se ha desmadrado.

«Mal empezamos. Primero, eufemísticamente llama ausencia a mi enfermedad, para luego hablar de desmadre. Un desastre es lo que debe de estar ocurriendo», pensé mientras le escuchaba.

― Los bancos se han echado encima de nosotros, alguien ha hecho correr el bulo de que te has ido con el dinero y aunque lo he intentado, no se creen mis excusas.

― No será para tanto― traté de tranquilizarle― nuestra situación financiera es buena y no tenemos grandes pagos hasta dentro de seis meses.

―No me has entendido, te he fallado. Si no hacemos algo rápido, quebramos― contestó desmoronándose sobre los papeles.

No podía ser verdad. En un mes no se puede dar la vuelta a una compañía. Era imposible que algo que iba viento en popa naufragara, a no ser que la tempestad a la que se haya enfrentado haya sido de carácter excepcional. Por mucho que busqué alguna debilidad, no hallé ninguna que pudiera abrir un boquete semejante en nuestra línea de flotación y así se lo hice saber a mi secretario, esperando que eso calmara su excitación.

― Antonio Alavín― fue toda su respuesta.

Mi sorpresa fue mayúscula. Poco antes la muerte de Pedro, llegué a un acuerdo de compra  con ese viejo. Habíamos adelantado el treinta por ciento de la operación y el resto estaba firmado a un año vista. La operación era clara, no había en ella medias tintas. Aprovechándome de sus problemas financieros, le compré su compañía a mitad de precio. Era una joya. Es más, consideraba que quizás era el mejor negocio que había hecho en los últimos años. Con la incorporación de su empresa a mi estructura, mi propia compañía valía el doble.

― Ese cabrón ha usado el dinero que le hemos pagado para comprar nuestras propias acciones que estaban en el mercado, ahora es el primer accionista de la empresa. Y haciendo valer esa condición ha pedido la presidencia. Además nos ha demandado por falsedad en los balances. El dinero que le pagamos en Panamá niega haberlo recibido y encima tiene la geta de sostener que nos lo hemos quedado.

― ¡Eso es falso!― respondí indignado ― ¡Le habrás contestado como se merece! ¡Eso es una injuria!

― Ahí viene el problema, nadie que no fuera tú, nadie en la organización está facultado. Y los bancos se han tomado eso como una maniobra para robarnos el dinero. No se creyeron por mucho que presenté certificados médicos demostrando tu estado, el que estuvieras tan mal para no poder ni demandarlo.

Comprendí la situación. De ser yo los bancos tampoco lo hubiese aceptado. Al fin y al cabo no estaba hospitalizado, no había sufrido ningún accidente. Pepe no podía llegar y decirles que su jefe se había visto envuelto en un combate de brujería quedando indispuesto. Como decía mi padre: “Eso no te lo cree, ni tu abogado”. Técnicamente, si se demostraba dolo por mi parte podían hacer efectivas mis deudas, reclamándome anticipadamente el pago de todas ellas. Bonita bronca era en la que me había metido esa mierda de viejo.

― ¿Tienes ahí la contrademanda?.

Antes de terminar la frase, Pepe ya estaba extendiéndome los papeles para que los firmara. Me tomé unos minutos en leerla. Estaba bien realizada. Corta, clara y brillante pero dudaba de su efectividad. La justicia es demasiado lenta y antes de que ni siquiera fijaran fecha para el juicio, yo estaría quebrado. La sentencia podía tardar dos años en primera instancia y más de seis para que fuera firme. Estaba jodido y bien jodido.

― Quiero que me prepares para esta misma tarde una reunión con los bancos e intenta ver cuando puedo tener una cita con Alavín.

Había que atacar el problema, de nada servía posponerlo. Mi determinación hizo que el secretario se pusiera en movimiento y excusándose, salió de mi despacho.

Esa situación era nueva para mí y no estaba para ello. Mi desarrollo profesional, exceptuando pequeños tropiezos, era ascendente, sin ningún error de consideración y de golpe, esto. Una posible quiebra. Mi indignación crecía por minutos. Si hubiera tenido en mis manos al hijo de puta del Alavín lo hubiese estrujado como a un limón, haciendo jugo con él para bebérmelo posteriormente. Noté como me hervía la sangre. Enojado, enfadado, picado, quemado, todo era poco para definir mi estado de ánimo. Sentía cómo mis venas del cuello se inflaban, cómo mi corazón bombeaba sin freno mientras mi cabeza no dejaba de buscar una solución.  Tenía ganas de matar, de torturar. Me habían tomado el pelo. Era un perro al que después de pegarle, le habían meado encima. Era una puta que además de follársela, había tenido que pagar la cama.

«Tengo que tranquilizarme», me dije mientras iba al baño a refrescarme, buscando que quizás el agua sirviera para aliviar mi encabronamiento.

Abrí el grifo y metiendo mi cabeza debajo del chorro de agua fría la mantuve unos segundos. Estaba helada, las fuentes de las que se nutre Madrid están en las montañas y su temperatura es muy baja en invierno. El cambio térmico me hizo respirar con dificultad pero a la vez me despejó. ¡No podía quedarme quieto ante tal injusticia! Si  habían intentado buscarme las cosquillas,  lo habían conseguido. No iba a ser una presa fácil, lejos de comportarme como ganado ante el matancero, me iba a revolver y si tenía que morir, iba a hacerlo matando. Con estos pensamientos, cogí la toalla para secarme. Al mirarme en el espejo, unos ojos burlones me devolvieron la mirada.

― ¡Eshú!― grité asustado.

Al otro lado del cristal no era yo quien se reflejaba sino el dios haitiano, ese ser albino que tenía tatuado en mi pecho, dueño de los caminos de este mundo y como San Pedro poseedor de las llaves del más allá. Tras la sorpresa inicial, nadie se espera que de pronto aparezca un ser mitológico donde debía estar nuestra cara, empecé a dudar de mi cordura. Parecía divertido por mi reacción, su perversa sonrisa dejaba entrever una dentadura perfecta donde los colmillos sobresalían, dándole un aspecto lobuno.

― Parece que tienes problemas― me habló en un tono irónico ― ¡No te puedo dejar solo!

Sin decírmelo directamente, me estaba ofreciendo su ayuda. Ayuda que a buen seguro que no sería gratis. Ese ser era famoso por lo caro que cobraba  sus favores. Como no me la había ofrecido claramente, no tenía por qué rechazarla, nada más tenía que hacer como si no hubiera entendido y de esa forma no se sentiría ofendido.

― Sí, está complicado pero de peores he salido. Gracias por preocuparte por mí.

Soltó una carcajada. Que le diera las gracias en vez de pedirle ayuda, le gustó. Normalmente los humanos con sus nimios problemas buscaban sus favores. Toda la documentación que había leído sobre él, hablaba de su desapego de lo terreno y el desprecio que sentía por sus adoradores. Él era un Dios, todo lo humano le parecía ridículamente simple y nuestras motivaciones egoístas y aburridas.

― Nos veremos― me contestó desapareciendo.

En el espejo volvía a reflejarse mi cara. Al irse, me abrí la camisa para confirmar si seguía ahí el tatuaje. No solamente seguía allí, sino que me pareció que me guiñaba un ojo. Como el ser travieso y cruel  que era, estaba jugando conmigo. Supe que tarde o temprano debería pedirle ayuda y que él me estaría esperando para cobrarla cara. Decidí que evitaría sucumbir a sus deseos, nunca había sido esclavo de nadie y me negaba a serlo de un dios. Nada más salir de la universidad creé mi empresa porque no soportaba que nadie me mandase, prefería ser cabeza de ratón a cola de león, valoraba ante todo mi independencia. En ese momento, todo corría peligro de irse al garete. Alavín quería mi empresa, mi independencia económica, Eshú quería mi alma y yo no pensaba ceder ante ninguno de los dos.

Ya en mi despacho saqué el expediente del puto viejo. Debía de conocer al dedillo a mis enemigos antes de actuar. Repasé lo que ya sabía de él. Recordé que había nacido en Argentina de origen español, que había retornado a España en los años ochenta, concretamente en febrero del ochenta y tres. Nada se sabía de su vida antes de esa fecha, su irrupción en la península fue espectacular, llegó con dinero contante y sonante y con amigos en todas las esferas del poder. Su posterior desarrollo había venido siendo errático, grandes negocios mezclados con grandes fracasos y justo hasta mi convalecencia, parecía que su suerte declinaba y que se dirigía irremediablemente hacia un pozo negro. Era un tiburón insaciable y yo, ¡Lo había infravalorado!

Cogí el teléfono, llamando a mis contactos en Buenos Aires. Alguien debía de conocerlo. Nadie aparece con cuarenta y tantos años sin tener una vida anterior. Quizás su punto flaco estuviera ahí y por eso se había ocupado de ocultarlo. Tras varios intentos vanos en los que nadie podía aportarme ningún dato sobre su juventud, me decidí en llamar al coronel Aguado, antiguo agregado militar en Francia, al que había conocido hacía más de diez años. Él tampoco tenía noticias del viejo pero me pidió que le mandara el dossier por email, prometiendo que haría todo lo humanamente posible por investigar.

Nada más podía hacer por el momento, además Nubia estaba a punto de llegar, por lo que pedí que me llevaran a la biblioteca un café. Iba a ser ahí donde la recibiera. Mientras me lo tomaba, me encendí un cigarrillo. El fumar me ayudaba a pensar, cafeína y nicotina mezcladas eran el perfecto cóctel para el ataque cardiaco pero estas drogas a las que estaba más que habituado servían para que mi mente empezara a trabajar. Tenía un montón de dudas que disipar en mi siguiente entrevista pero dos eran las principales: el destino del alma de Pedro y la importante, o eso era lo que en ese momento pensaba, mi relación con Eshú, el origen y razón del tatuaje.

El crujir del parqué hizo que saliera de mi ensimismamiento, la muchacha había entrado a la habitación y sin hablar  se había sentado en frente de mí. Se la notaba tensa, quizás fuera por lo que había ocurrido entre nosotros durante el ritual. Me sentí cortado al recordar cómo me había dejado llevar por el ambiente y cómo la había poseído frente a todos. Curiosamente, la excitación que me había provocado entonces no aparecía por ningún lado.

Demasiado joven para mis gustos, demasiado estirada. Nada que ver con la sacerdotisa de aquella noche. Volvía a parecer la universitaria retraída que me habían presentado. Guapa pero insulsa. Nada en ella me atraía. Era interesante observar que una misma persona tuviese dos vertientes tan contrapuestas. Una tímida, que no parecía haber pecado más que de pensamiento y otra, una bomba sexual que usaba y disfrutaba  su feminidad, libre y autosuficiente, sin complejos.

― ¿Cómo está?― preguntó hablándome de usted, marcando las distancias, evitando que se pudiera entretejer o vislumbrar cualquier tipo de complicidad de amantes, dando por sobreentendido que el hecho de haber yacido juntos era únicamente parte de la ceremonia vudú y que no había nada personal en ello. Esa fue su intención pero algo en ella, me reveló exactamente lo contrario.

Tardé en responderle.

Me quedé observándola como  un depredador observa a su presa, concentrándome en descubrir que era lo que me había atraído de ella. Era guapa, sus ojos claros resaltaban sobre su tez morena, el pelo rizado denotaba sus orígenes africanos, buen culo que era el comienzo de dos piernas perfectamente contorneadas. Pero fue al mirar su pecho cuando me di cuenta que mi exploración la estaba incomodando y excitando a la vez. Bajo la blusa, dos pequeños botones sobresalían a la altura de sus senos, involuntariamente sus pezones se habían endurecido al notar la caricia de mi mirada.

Sonreí, satisfecho, antes de contestarla. Todo en ella era  una pose frente a la galería. Su frialdad se hubiera disuelto como un azucarillo en un vaso de agua ante cualquier avance por mi parte. Que una mujer se sintiera atraída por un hombre siempre era reconfortante pero por desgracia tenía temas  importantes que tratar. Un polvo, por muy atrayente que fuera, quedaba en segundo término y evitando proseguir en esa línea, le contesté:

― Muy bien,  gracias por su interés― usando también el usted.

Si ella no quería que se le notara, no iba a ser yo quien en ese momento intimara, ya tendría tiempo en el futuro, ahora necesitaba que me explicase no sólo que había ocurrido ese día, sino también la razón de mi desvanecimiento.

Se sintió agradecida por el cambio de tercio; se sentía más cómoda hablando de brujería que abriendo sus sentimientos.

― Como supondrá, venció en su enfrentamiento con el bokor. El alma de Pedro, al no poder apoderarse de su cuerpo, buscó un sustituto pero dentro de la habitación todos estábamos bajo la protección de los Loas, dioses del hogar. Bueno, todos no. El perro era el único receptáculo a mano. Si no quería desaparecer, debía poseerlo. Su alma permanece, desde entonces, encerrada en el pobre chucho.

― ¿Sigue ahí? ¿No sería mejor matarlo? Y de esa forma librarnos definitivamente de él― fue mi comentario.

― No, mientras el perro siga vivo, el bokor no puede hacer nada más que debilitarse, sus demonios siguen atados a él y no sueltos creando el mal.

― Vale, te creo. Al fin y al cabo, tú eres la experta, ¿Pero a que se debió que estuviera un mes sin conocimiento?.

― Su cuerpo hizo un esfuerzo sobrehumano. Al someter al brujo, se convirtió en un houngan, en un defensor de la luz y como una crisálida necesita tiempo para mutar en mariposa, el humano corriente lo precisa para convertirse en hechicero.

― ¿Soy un Houngan? ¿Entonces por eso tengo esto? ―  todavía escéptico pregunté mientras desabotonaba la camisa, mostrándole el maldito tatuaje que tanto me atormentaba.

Al ver mi pecho, sus ojos parecieron salirse de sus órbitas y con su mano empezó a persignarse repetitivamente  sin dejar de rezar. No esperaba esa reacción. El espanto con el que recibió la noticia hizo que  me contagiara de su miedo. Algo  terrible debía de pasar, algo de lo que yo no tenía ni idea pero que irremediablemente me iba a afectar. Aunque eso lo sabía de antemano, que alguien que hubiere mamado desde su infancia estos temas lo recibiese de una forma tan alarmante, me demostró que seguramente era peor de lo que había imaginado.

Levantándome, la agarré de los brazos zarandeándola:

― ¿Qué significa? ¡Contéstame!.

Las lágrimas de sus ojos me hicieron saber que le estaba haciendo daño pero de su garganta no brotó queja alguna. Era como si tuviese miedo de mí y no quisiera que por ningún motivo me enfadase con ella. Contrariado la solté pidiéndole perdón y explicándole que no había sido mi intención el dañarla y que mi violenta reacción se debía a que necesitaba respuestas.

― Eshú le ha favorecido― la preocupación se reflejaba en su rostro. ― Le ha nombrado instrumento de su justicia. Su vida va a ser solitaria. Es mejor que no tenga seres cercanos, los otros dioses son crueles y, como nada podrán hacer en contra suya, le atacaran a través de los que ame.

― ¿Qué tonterías son esas?― respondí entre indignado y asustado ― Yo no lo he pedido y no lo quiero. ¡Qué se busque a otro incauto!.

― No entiende. Eshú no pide permiso, le ha considerado apto y le ha designado. Le ha regalado un gran poder pero todo tiene un precio. Si el dinero genera celos, el poder atrae la envidia. Tendrá la capacidad de alterar el equilibrio pero sufrirá sus consecuencias.

Mi vida era una pesadilla, los problemas se multiplicaban. Mi existencia anteriormente anodina se complicaba a pasos agigantados de manera exponencial. Todo iba en caída libre, mi empresa, mis relaciones y ahora resultaba que me habían  nombrado justiciero.

¡Justiciero! ¿De qué?

Nubia había pronunciado mi condena sin inmutarse: poder, dolor, soledad. Un poder me había sido otorgado, un poder del que  desconocía sus alcances, sus efectos y en qué consistía. Sólo me había alertado de que como efecto secundario me condenaba a una vida de dolor y soledad. Condenado a  perpetuidad sin que hubiera mediado delito por mi parte, sólo la legítima defensa propia a la que había sido abocado por un hombre al que durante años consideré mi mejor amigo. Por intentar no ser una víctima según la muchacha, me habían escogido como juez y ejecutor de una justicia de la que desconocía no sólo las leyes a aplicar, sino incluso los principios en lo que se basaba. De la ley islámica al menos sabía que se rige por el Corán, de las leyes occidentales que todo se asienta en el derecho romano o germánico pero de las leyes del dios Eshú sólo conocía la volubilidad de su carácter y la violencia de sus manifestaciones.

Mis reflexiones hubieran continuado en una espiral autodestructiva de no ser porque la mujer las interrumpió al hablarme:

― ¡Me voy!, pero antes le voy a pedir dos favores.

― Claro― respondí ―estoy en deuda contigo.

― El primero es esto― levantándose de su asiento, llegó a mi lado y con su mano atrajo mi cabeza hasta que sus labios entraron en contacto con los míos. Un beso dulce que sabía a despedida, un adiós a un amante antes siquiera de haber llegado a serlo, un tributo a algo que pudo ser y nunca fue.

Me quedé paralizado, sabía de la atracción que sentía por mí pero no me lo esperaba. Nubia malinterpretó mi ausencia de respuesta, de pasión. Se creyó rechazada, no deseada, por lo que separándose de mí y entre sollozos, me soltó:

― Lo segundo, es que no me vuelva a llamar. Cualquiera que esté cerca de usted, corre peligro.

Tras lo cual salió corriendo por la puerta pero no pudo evitar que la oyera llorar. Mi sentencia acababa de empezar, me había avisado de mi futura soledad pero la prontitud con la que se cumplía y la certidumbre de su aplicación fueron superiores a mis fuerzas. Contagiándome de su llanto, me fusioné con  mi propia amargura.