La aproximación
La batalla de Lepanto se libró al sur de Punta Escropha (que los turcos llamaban «Cabo ensangrentado»), en el extremo norte del golfo de Patrás que separa la región griega de Eolia de la península de Morea. Lepanto es el nombre italiano de la ciudad griega de Navpaktos o Epaktos, situada en la costa eolia del golfo.
Tal como se había acordado, la flota de la Liga se concentró en el puerto siciliano de Mesina, pero la reunión tardó más de lo esperado debido a la dispersión de las naves. Hubo que reunir galeras procedentes de Barcelona, Cartagena, Mallorca, Genova, Ñapóles, Venecia, Malta, Corfú y Creta.
Cuando el 8 de septiembre de 1571 Juan de Austria pasa revista a la fuerza conjunta, la Ilota se compone de 90 galeras, 24 naos y 50 fragatas enviadas por Felipe 11; 12 galeras y 6 fragatas del Papa, y 106 galeras, 6 galeazas, 2 naos y 20 fragatas venecianas. En la inspección el generalísimo de la Liga detectó delicien-cias y escasez de infantería embarcada, y convenció a SebasLián Veniero, el capitán general veneciano, para que admitiera en sus naves a 4.000 soldados de los tercios españoles. Una fuerza de choque que resultó decisiva a la hora del triunfo.

Galera de fana que
tan buen resultado dio en el Mediterráneo a las armadas cristianas.
Después de la revista, aún hubo que esperar cuatro días antes de zaipar, a causa de un fuerte temporal. Cuando se hizo a la mar, la totalidad de la flota incluía 207 galeras, seis galeazas y más de un centenar de naves auxiliares menores, que transportaban 1.815 cañones y casi 85.000 hombres, de los cuales unos

Gatera turca lujosamente aderezada.
13.000 eran marineros, 28.000 soldados y el resto remeros. La mayor parte de los soldados (unos 20.000) eran españoles o combatientes al servicio de España. Los españoles eran poco más de 8.000, integrados en cuatro tercios que mandaban Lope de Figueroa, Pedro de Padilla, Diego Enriquez y Miguel de Moneada.
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La formación de la armada se extendía por unas 10 millas, con una agrupación de vanguardia y cuatro escuadras, una de ellas de reserva. La vanguardia iba a las órdenes de Juan de Cardona, con siete galeras. La primera escuadra, o ala derecha, estaba al mando de Juan Andrea Doria, con 53 galeras. La segunda escuadra, o cuerpo de batalla central, la mandaba directamente Juan de Austria, con 64 galeras. En cuanto a la tercera escuadra, el ala izquierda, estaba a cargo del almirante veneciano Agostillo Barbarigo, con 53 galeras. En la retaguardia, mandada por Alvaro de Bazán, iban 30 galeras.


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A esta flota de combate se añadían las naos auxiliares, que transportaban Uve-res, municiones y pertrechos. Las seis galeazas, verdaderas fortalezas dotantes fuertemente artilladas, debían ser remolcadas por galeras debido al pesado armamento que portaban. Cada una de ellas llevaba 36 cañones grandes y 64 piezas para bolas de piedra. Eran venecianas y estaban repartidas de dos en dos en las tres escuadras de combate. Las galeras pontificias las mandaba Marco Antonio
Austria, Colonna y I i’n tero, principales jefes de cristiana en Le ¡santo.

Colonna y las españolas, venecianas y pontificias iban mezcladas en las escuadras. Una medida encaminada a impedir retiradas masivas imprevistas y estimular la competencia en la lucha.
Batalla de Le ¡tatito v su reflejo victorioso en el cielo, según la visión cristiana interpretada por Paolo J eronese.

Mientras la flota de la Liga se concentraba, los otomanos no habían perdido el tiempo. Durante el mes de mayo de ese año la armada turca dirigida por Uluch Alí había lanzado ataques contra las costas de Creta, Dalmacia y el norte del Adriático. En Venecia el terror se apoderó de la población, pero Uluch Alí, al ser informado de la gran concentración naval cristiana en Mesina, temió que le cortaran la retirada y viró en redondo. Poco después la flota turca se congregó en Lepanto para reabastecerse. A finales de septiembre estaba lista para entrar en combate y cumplir así las órdenes terminantes del sultán Selim II: ir al encuentro de la ilota cristiana y destruirla.
Pocos dias después de que la dota de la Liga partiera de Sicilia se supo que el grueso de la armada turca se había retirado a Preveza, pero lo cierto era que se trataba de una información falsa propalada por los espías de Alí Pachá, ya que los otomanos seguían en Lepanto. La armada cristiana, tras bordear Calabria y la punta sur de Apulia, fondeó en la isla de Corfú, que había sido recientemente devastada. Allí supo Juan de Austria que los turcos no estaban en Preveza, y en un primer momento supuso que se habían retirado a Estambul, aunque pronto los exploradores de la flota le informaron con exactitud que Alí Pachá estaba en
Lepanto. Tras hacer aguada en la ensenada albanesa de Guemenizas, se convocó un consejo de guerra en el que se decidió partir inmediatamente hacia Lepanto. Un incidente ocurrido por esas fechas demostró la escasa armonía reinante entre los grandes jefes de la Liga, cuando el almirante veneciano Veniero mandó ahorcar a un capitán de infantería napolitano y a varios soldados al servicio de España por una pequeña discusión. El flagrante abuso de autoridad hizo que Juan de Austria montara en cólera y quisiera aplicar el mismo castigo al propio Veniero, aunque al final transigió por no deteriorar la frágil unidad de los aliados, cuando estaban prácticamente a la vista del enemigo.

Escenas de
la batalla
de Lepanto
en grabados
y óleos de la *-
época
El 4 de octubre la armada cristiana arribó a Cefalonia, en la boca del golfo de Pairas, donde fue avistada por dos fustas turcas de exploración, que dieron aviso inmediato a Alí Pacha. Reunido de nuevo el Consejo de Guerra de la Liga, hubo disparidad de opiniones. Doria y Requesens eran partidarios de esperar al enemigo en Petela, una ensenada próxima, pero Alvaro de Bazán, Alejandro Farnesio y Juan de Austria se mostraron decididos a presentar batalla cuanto
antes.
El 7 de octubre era domingo y, al amanecer, después de pasar por el canal entre la isla Oxia y la costa continental, la armada cristiana avista una enorme masa de velas que se aproxima. Es la Ilota turca que manda Alí-Pachá, cuñado del sultán, y en la que figuran jefes tan diestros como Uluch-Alí, bey de Argel; Mehrnet Sciroco, gobernador de Alejandría, y Dragut, que está al mando de la escuadra de reserva. Como ocurría en el bando cristiano, algunos jefes turcos eran partidarios de eludir el encuentro, pero las instrucciones del sultán eran tajantes: buscar y destruir la dota de la Liga, y Alí-Pachá ordenó cumplirlas al pie de la letra.
Cuando la flota turca salió de Lepante el 5 de octubre para ir al encuentro de la cristiana, Alí-Pachá todavía ignoraba la posición exacta del enemigo. Por eso decidió echar el ancla y esperar noticias de uno de sus mejores espías, el corsario Kara Kodja, que había conseguido infiltrarse en la línea cristiana y presenciar su despliegue en la costa albanesa. Kodja, tras informar a Alí-Pachá, fue enviado la

noche del 6 de octubre en misión de avanzadilla con 20 galeras, para proteger a la Ilota turca de cualquier sorpresa. El 7 de octubre, al alba, sus vigías avisaron de que la annada cristiana venía navegando a lo largo de la costa. En cuanto Alí-Pachá recibió la noticia dio órdenes de levar anclas y aprestarse al combate.
En total los turcos tenían 208 galeras, 66 galeotas y fustas y unos 25.000 soldados, de los cuales solo 2.500 eran jenízaros y estaban armados con arcabuces. El resto usaban arco y hechas, un arma que resultaba temible a corta distancia, cuando las naves estaban muy próximas.
El dispositivo de combate turco era similar al cristiano: tres alas y una escuadra de reserva. En el ala derecha iban 55 galeras al mando de Mehrnet Sulik Pachá, conocido también como Sciroco, bey de Alejandría. El cuerpo de batalla central, mandado por Alí-Pachá, estaba compuesto de 95 galeras, y el ala izquierda, con 93 galeras y galeotas, lo dirigía Uluch-Alí, bey de Argelia. La reserva, con 29 naves, iba al mando de Dragut.
Soplaba viento de levante que favoreció la maniobra de ataque turca. Precavida, la annada cristiana se aproximaba con cautela, muy pegada a la costa para evitar ser atacada por retaguardia. Había órdenes estrictas de navegación silenciosa hasta el punto de que estaba castigado con pena de muerte cualquier ruido que pudiera delatar la presencia al enemigo. La velocidad de aproximación era de unos 5 nudos.
Cuando estaban las dos Ilotas a 15 millas de distancia, la galera real en la que iba Juan de Austria disparó un cañonazo e izó bandera blanca, la señal de iniciar
el despliegue de combate. Los preparativos para lucha adquirieron un ritmo febril y por orden expresa de Juan de Austria se cortaron los espolones y se despejaron las tamboretas ele las galeras cristianas para que la artillería pudiera disparar sin obstáculos. Parapetada la infantería tras las empavesadas y en la arrumbada, se cargaron los cañones, se salpicaron de arena las cubiertas y se distribuyeron bañiles de agua para apagar los fuegos. Los remeros no musulmanes fueron desencadenados, y se les prometió la libertad si se alcanzaba la victoria.

En un último consejo de guerra, cuando el combate era inminente, Juan Andrea Doria y algún otro consejero intentaron persuadir a Juan de Austria de que no entablara batalla, pero el generalísimo los cortó en seco: «Señores, ya no es hora de consejos, sino de combatir».
El choque
Hacia las 11 de la mañana la flota cristiana terminó de completar el despliegue. Juan de Austria transbordó a una fragata y realizó un recorrido por el cuerpo de batalla y el ala derecha para alentar a soldados y marineros al combate. Les recordó la indulgencia plenaria que el Papa había otorgado a quienes participaran en la batalla. «Hijos —les decía—, a morir hemos venido, y a vencer si el cielo así lo dispone». «La bizarra estampa del joven generalísimo de ojos azules —relata el cronista José María Martínez Hidalgo— despertó el mayor ardor en todos y su paso lúe saludado por un enorme clamor, olvidándose rencores, pasadas disidencias y abrazándose unos a otros, hombres de distintos

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países, al tiempo que prometían luchar unidos hasta la muerte».

Pendón de Lepanlo que se guarda en la catedral de Toledo.
Una vez Lerminada la revista, Juan de Austria volvió a la galera real, convertida en una auténtica fortaleza, pues se conjeturaba que sobre ella caería el mayor esfuerzo del ataque turco. Además de 400 arcabuceros y soldados escogidos de los tercios, llevaba a bordo un selecto grupo de capitanes españoles veteranos: Gil de Andrade, los maestres de campo Lope de Figueroa y Miguel de Moneada, Bernardino de Cárdenas, Rodrigo de Mendoza, Luis de Córdoba, Felipe de Heredia y Juan Vázquez Coronado, caballero de San Juan y experto marino que capitaneaba la galera.
Al ser avistada por la flota cristiana, la armada turca iba en formación de media luna, pero, al comprobar que el enemigo avanzaba en línea recta, avanzó su cuerpo de batalla y se situó también en esa posición, aunque no mantuvo escuadra de socorro. La longitud cubierta por las líneas de batalla superaba los tres kilómetros.
Cuando las dos flotas estaban ya a escasa distancia, cambió el viento a favor de los cristianos, de levante a poniente, lo que fue interpretado por los de la Liga como una ayuda que el cielo les enviaba. Los turcos tuvieron que arriar velas y armar remos para sostener el avance, y eso dio tiempo a que cuatro de las galeazas se situaran en vanguardia y a que Alvaro de Bazán completara el despliegue de la retaguardia.
Pocos minutos después del mediodía sonaron los primeros cañonazos. Las cuatro galeazas de vanguardia, mandadas por los hermanos Antonio y Ambrosio Bragadino, empezaron a descargar su potente artillería a un kilómetro y medio de distancia contra el centro y el ala derecha turca, aunque las otras dos, situadas en el ala derecha cristiana, no pudieron participar en el combate porque los turcos maniobraron para quedar fuera de alcance. La acción de las galeazas hundió algunas galeras y desbarató el orden de la línea turca, pero Alí Pacha las sorteó y avanzó hacia el centro de batalla cristiano, mientras el ala izquierda de la Liga, que mandaba
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Barbarigo, combatía duramente con el ala derecha otomana de Sciroco. Este intentó una anies-gada maniobra de envolvimiento que terminó con algunas galeras turcas varadas en la costa.
Unas cuantas naves turcas, sin embargo, consiguieron pasar y atacar a la escuadra cristiana por retaguardia. Aislada y atacada por Lrece galeras turcas, quedó la galera capitana de Barbarigo.
El almirante veneciano se defendió bravamente.
Todos sus oliciales murieron y una Hecha le aLravesó el ojo izquierdo, cuando acudió en auxilio su sobrino Giovanni Marino Contarini, que cayó herido de muerte.
En medio de una tempestad de arcabuzazos, flechas y bolas incendiarias, los turcos se lanzaron al abordaje. La lucha fue feroz y los asaltantes fueron rechazados por los cristianos, que contaron con la eficaz ayuda de diez galeras españolas enviadas desde la retaguardia por Alvaro de Bazán. Tras liberar a la capitana de Venecia, fue asaltada y rendida la galera de Sciroco. El corsario turco, herido varias veces y hallado flotando agarrado a un madero, fue rematado en el agua. De esta forma se completó la derrota del ala derecha otomana, sin que apenas pudiera escapar ninguna galera turca de la destrucción o el an ■ ■■amiento.

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Galera Real contra Sultana
En el centro de las dos escuadras, la galera de Juan de Austria, y la Sultana de Alí-Pachá entablaron un duelo a muerte. La capitana turca descargó su artillería contra la Real, pero esta respondió con disparos que causaron graves daños a la Sultana. Se demostró el acierto que supuso cortar los espolones a las galeras cristianas para favorecer el tiro de arcabuceros y artilleros. Las galeras cristianas, sin estorbos a proa, podían esperar hasta el último momento para disparar, con lo que su fuego a corta distancia resultaba mucho más mortífero.
En el enfrentamiento de las dos naves capitanas, el espolón forrado de hierro de la turca embistió a la Real, y ambas galeras quedaron trabadas, con sus cubier-
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tas convertidas en un campo de batalla entre los soldados de los tercios españoles y los jenízaros. Alrededor, otras muchas galeras y galeotas enviaban tropas de refuerzo y alimentaban la batalla. Unas 30 galeras combatieron enzarzadas en un espacio de menos de 300 metros de ancho y unos 250 de largo.
Por dos veces los veteranos de Lope de Figueroa y Moneada llegaron basta el palo mayor de la galera turca, pero fueron rechazados por los refuerzos de jenízaros enviados desde otras naves. El asalto cambió cuando los jenízaros, dirigidos por el propio Alí-Pachá, que estaba decidido a capturar al generalísimo de la Liga, entraron al abordaje en la Real.La galera de Juan de Austria pasó momentos muy comprometidos y seguramente hubiera caído de no ser por la ayuda que Luis de Requesens le prestó con dos galeras por la popa. Creyendo llegado el momento de vencer o morir, Juan de Austria avanzó espada en mano por la crujía hacia proa, seguido de sus capitanes. Por un momento pareció que Alí-Pachá y el generalísimo cristiano lucharían cuerpo a cuerpo en un fantástico duelo, pero Marco Antonio
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Colonna se dio cuenta de la dramática situación a bordo de la Real y, al tiempo que embestía a la Sultana,ordenó una
Escena de la batalla. El mar se tiñó de rojo con cadáveres flotando y combatientes heridos que pugnaban por mantenerse a flote.

descarga de arcabucería que hizo estragos entre los jenízaros. Poco después, Alvaro de Bazán, que había hundido las naves turcas enviadas por Dragut en apoyo de Alí-Pachá, abordó a la capitana turca por la otra banda y mandó al asalto a Pedro de Padilla con sus arcabuceros del tercio de Ñapóles.
Esta fue la fase culminante y decisiva de la batalla. Se combatió en cada galera
con paroxismo y la carnicería hizo que el mar se tiñera de rojo, con cadáveres Rotando y heridos que a duras penas se mantenían vivos, agarrados a cualquier
cosa para no ahogarse.
Aunque unos y otros combatieron con la misma bravura, poco a poco las
annas de fuego cristianas se revelaron más eficaces que las turcas, y adquirió
papel relevante la intervención de Alvaro de Bazán con sus 30 galeras de reserva.
Una fuerza con la que los turcos no contaron. Así describe el mencionado José
María Martínez Hidalgo el ambiente de la batalla:
Truena la anillería, los gruesos cañones de crujía, los muyanos, pedreros y esme-nles, acompañados de [aleóneles y cientos y cientos de disparos de la arcabucería, mezclados con los silbidos de flechas, mudos golpes de embestidas, crujidos de

Alvaro de Razan, el mejor marino español en la lucha contra los otomanos.
maderas rotas, fuegos y explosiones. Cuando no están teñidas de sangre, brillan al sol espadas y puñales, picas, lanzas y cimitarras. Por las resbaladizas cubiertas impregnadas de aceite, caen las piñatas de líquidos inflamables, cal viva arrojada a los cueipos medio desnudos de los remeros y clavos que estorban las maniobras de los marineros de pies desnudos. Los cascos que se van a pique deben abrirse paso entre montones de remos y muy diversos maderos mezclados con cadáveres que flotan o infelices náufragos...
Entre una tremenda confusión, la batalla se convierte en un duelo casi individual de galeras con multitud de combates cuerpo a cuerpo. Pero el centro de gravedad de la lucha se concentra en la persistente pugna que se sigue manteniendo alrededor de la Real y la Sultana. Un desafío que acaba inclinándose a favor de Juan de Austria gracias, en buena medida, al
auxilio que le presta Alvaro de Bazán, quien envía refuerzos que se apoderan
de la galera de Alí-Pachá y clavan en ella el estandarte de la Santa Liga. Solo
entonces los gritos de «¡Victoria! ¡ Victoria!» forman un clamor que se extiende
por toda la flota cristiana, y a partir de ahí puede decirse que la gran batalla
termina, aunque aún continuó la lucha encarnizada entre el ala derecha cristiana
de Juan Andrea Doria y Uluch-Alí. Este, que se ha alejado mucho de su centro,
consigue abrir un enorme boquete entre el ala de Doria y el centro cristiano. El
bey argelino lo aprovecha para lanzarse contra la capitana de Malta que mandaba
Giustiniani, viejo enemigo de los corsarios de Argel, que remolcaba cuatro galeras turcas capturadas.
La escuadra de Uluch-Alí hundió rápidamente a seis galeras cristianas y estuvo a punto de alterar el curso del combate. No lo consiguió por la rápida actuación de Alvaro de Bazán y Juan de Cardona, capitán general de la flota de Sicilia y jefe de la vanguardia, que frenaron el contraataque del almirante turco y acudieron a taponar el hueco abierto en el ala derecha de la Liga. Una de las galeras que participaron en esta acción fue la Marquesa, en la que se batió con coraje ejemplar Miguel de Cervantes.


Uluch Alí, almirante turco que consiguió salvar a parle de la flota turca Lepa uto
A la puesta del sol el mal tiempo hizo su aparición y el grueso de la flota cristiana se refugió en el puerto de Pétala. Los capitanes supervivientes acudieron durante la noche a la Real
para felicitar a Juan de Austria >’ celebrar la victoria, y entre los soldados, marineros y remeros se repartieron raciones extras de comida y vino. En el curso de esa noche victoriosa se descubrió que uno de los soldados que habían combatido con más bravura en la galera Real era en realidad una mujer, a la que se concedió un puesto en el tercio de Lope de Figueroa.
El botín obtenido por los cristianos fue abundante. Solo en la galera de Alí-

Recreaaón de una galeaza vene, nave poderosamente artillada que hizo estragos entre las galeras turcas en
Lepanto.
Aunque enfermo de fiebres, y sin apenas poder tenerse en pie, Cervantes pidió combatir en cubierta y recibió dos heridas de arcabuz, una en el pecho y otra en la mano izquierda, que le dejó manco.
Al entender que la batalla estaba perdida y aprovechando viento favorable, Uluch-Alí consiguió escapar hacia el puerto de Lepanto con trece galeras, llevándose el estandarte de los caballeros de la Orden de Malla que arrebató a Giustiniani. Otras 33 galeras y galeotas turcas huyeron hacia Lepanto y las restantes fueron hundidas o apresadas.
Aunque nunca se ha llegado a saber de cierto si Alí-Pachá murió en combate o ahogado, algunas crónicas refieren que luchó valientemente hasta que, herido por un arcabuzazo, un cautivo cristiano le cortó la cabeza y se la dio a un soldado, quien a su vez se la entregó a Juan de Austria. El generalísimo la rechazó con disgusto y mandó que la arrojaran al agua. «Se veía —escribió el cronista portugués Jerónimo Corte-Real en 1575— todo el mar ardiendo en llamas, todo cubierto de bajeles rotos, llenos de cuerpos muertos y teñido de sangre de infieles y cristianos.»
Hacia las cuatro de la tarde, la batalla había concluido. Las pérdidas de la Santa Liga (aunque los autores difieren en los dalos, de acuerdo con las diversas fuentes manejadas) pueden estimarse en 15 galeras, unos 7.600 muertos y casi 8.000 heridos. Los turcos perdieron 205 galeras (entre hundidas y capturadas), unos 30.000 muertos y 8.000 prisioneros. Además, fueron liberados unos 12.000 esclavos cristianos que iban de galeotes en las naves otomanas.
En una extensión de casi ocho millas —describe un cronista el final de la batalla—, el mar está totalmente cubierto, no tanto de mástiles, antenas, remos, un amasijo
de pit-as rotas, como de Lina cantidad infinita de cadáveres. Los hombres están enloquecidos, gritan, chillan, ríen, lloran...»
Pacha se cogieron 150.000
cequíes de oro (unos 600.000 escudos) y muchas sedas y joyas. Y en la del corsario
Kara Kodja, 50.000 cequíes y 100.000 ducados venecianos de oro procedentes de la captura de barcos cristianos.
A la hora del reparto surgieron disputas, en especial con los venecianos. El total de lo apresado consistió en 117 galeras, 13 galeotas y fustas, 117 cañones gruesos, 17 pedreros, 256 piezas de artillería menores y 3.486 esclavos turcos. Según lo estipulado, a España le correspondía la mitad de todo esto, y la otra mitad debía repartirse entre Venecia y el Vaticano. Juan de Austria obtuvo un diezmo de las presas adjudicadas a venecianos y al Papa, e inmediatamente después de producirse la victoria quiso continuar la campaña con la conquista de dos castillos que había en la boca del golfo de Lepanto. El objetivo era tornarlos y
5. El contraataque
guarnecerlos para apoyar una posible sublevación de los cristianos griegos de Morea y obtener una base para empresas futuras.
Los encargados del asalto debían de ser los tercios españoles, que habían sufrido muchas bajas en la batalla. De los soldados del tercio de Sicilia (9 compañías y 1.200 hombres) que mandaba Diego Enriquez, casi la mitad pereció en el combate. Y del total de 20.230 combatientes españoles embarcados, fueron muertos o heridos casi una cuarta parte, sin contar los remeros, que también tuvieron muchas bajas y a los que se prometió la libertad si peleaban.
Miguel de Cervantes, combatiente heroico en Lepanto.
Este factor, unido a la [alta de vituallas y a la proximidad de un ejército otomano, hicieron que Juan de Austria cambiara de planes y decidiera desembarcar en la cercana isla griega de Santa Maura (hoy Leucadia o Leukas), 10 kilómetros al norte
de Cefalonia, donde había un fuerte defendido por unos 500 turcos que parecía fácil de conquistar. El fuerte estaba unido a la costa continental por un acueducto y tenía dos ciudadelas y dos embarcaderos.
Una fuerza de 8.000 españoles desembarcó el 15 de octubre de 1571 para iniciar el asalto. En ella iban soldados de los tercios de Lope de Figueroa, Miguel de Moneada y Diego Enriquez, más algunas compañías del tercio de Lombardia mandadas por Diego Melgarejo y Diego Osorio. Pero el intento fracasó por razones logísticas (lluvias continuas, falta de alimento, municiones y arcabuces) y la imposibilidad de arrastrar desde los barcos la artillería pesada por no disponer de caballos. Ante este cúmulo de dificultades, Juan de Austria determinó abandonar la empresa y partir a Corfú, y desde ahí a Mesina, donde llegó el 31 de octubre, y los supervivientes de Lepanto pudieron, al fin, descansar de tantos
sufrimientos.
En marzo de 1572 los venecianos, al mando de Sebastián Veniero, repitieron por su cuenta el intento de apoderarse de Santa Maura, pero tampoco lo consi-
guieron. La empresa, hecha con precipitación y sin dar aviso a los aliados de la Liga, fue muy criticada por España y mermó la reputación de Veniero. Pero lo peor fue que provocó una matanza de griegos en Morea, pasados a cuchillo por los turcos ante el temor de que se sublevaran para apoyar a los venecianos.
Consecuencias de Lepanto
Por absurdo que parezca, se ha venido repitiendo hasta ahora (incluso con la
participación de reputados historiadores) que Lepanto fue una victoria inútil.
Algo en lo que también colaboraron estudiosos franceses como Braudel, que
hicieron todo lo posible para desacreditar el esfuerzo de la Santa Liga, en la que
Francia no participó por ser aliada del sultán. Aunque es cierto que la flota
otomana se recuperó pronto del desastre y que los territorios de Anatolia no se
vieron amenazados tras el triunfo naval cristiano, lo cierto es que ya nada fue
igual, como se señala en el número que la revista Ristre (mayo-junio 2003) dedicó a la batalla.
Hn Lepanto cayó la totalidad de los marinos turcos de primera fila [excepto Uluch-Alí], los mejores corsarios, capitanes, navegantes y pilotos, aquellos que Leman años de experiencia en combate contra españoles e italianos, los que conocían la costa enemiga como la suya propia (...), en suma, un capital humano que, a diferencia de las galeras, los turcos nunca pudieron reemplazar.
Es verdad que los otomanos recuperaron definitivamente Túnez en 1574
(conquistada por Juan de Austria el año anterior), pero ese triunfo les costó
45.000 bajas.
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En solo unos años —afirma con razón Ristre— el Imperio otomano había dejado de ser una amenaza seria para el Occidente latino. Las costas de Italia y España, Córcega, Cerdeña, Sicilia y las Baleares seguirían durante años sufriendo las depredaciones de los corsarios, pero la posibilidad de una invasión a gran escala había muerto para siempre. Entre 1577 y 1580 los turcos fueron renovando treguas anuales. A partir de ese año los turcos exigieron que fuera de tres años y esa paz precaria se convirtió con el tiempo en una paz de hecho. Unas décadas después los poderosos bajeles artillados a vela de unas naciones occidentales en permanente progresión serían ya [para los turcos] una barrera infranqueable.
Si Lepanto hubiera sido un triunfo anglosajón o francés, seguramente sería una de las batallas más celebradas de la historia, y el cine y la imprenta se habrían encargado de recordar su importancia a todo el mundo, pero —como ocurre casi siempre— el complejo de inferioridad histórico español lleva a minusvalorar sus propias victorias hasta extremos ridículos. La desmemoria es garrafal. Don Juan de Austria ni siquiera tiene un monumento o una estatua dignos en España, y lo peor de todo es que a nadie le importa.


FelipeII, revestido de , retratado
por Tiziano.
El día después
Desde Petela Juan de Austria envió correos dando cuenta del resultado de Lepanto, y adjuntó una relación de la batalla para Felipe 11 y el virrey García de Toledo, a quien consideraba su «maestro de armas».
La primera noticia de la victoria llegó a Venecia el 19 de octubre, y a Madrid el 4 de noviembre, aunque la confirmación oficial se recibió el 18 de noviembre, cuando por fin alcanzó la Corte la relación de la batalla enviada por don Juan. La alegría en España fue completa, y el Rey se puso tan contento que se vistió de blanco y concedió gracia a todo el que se la pedía.
Por contra, en Estambul, el impacto de Lepanto fue tal que se prohibió hablar de la derrota bajo pena de empalamiento. Los mensajeros que llevaron la noticia fueron encarcelados y hubo represalias contra los cristianos que vivían en territorio otomano. Muchos fueron condenados a galeras.
Pese a estas manifestaciones de rabia, los turcos se rehicieron mucho antes de lo esperado. Cuando llegaron las nuevas de la pérdida de la annada, el sultán Selim lí estaba en Adrianápolis y su reacción fue positiva. Ordenó construir una nueva Ilota que debía estar operativa al año siguiente y nombró a Uluch-Alí nuevo comandante general de la armada. Además, en previsión de un ataque cristiano, se ordenó fortificar el puerto de Lepanto y enviar refuerzos a Rodas y Chipre.
Uluch-Alí se puso inmediatamente a cumplir lo mandado por el sultán. Reunió remeros de todas partes del imperio, envió 3.000 jenízaros a Rodas y Salónica, construyó nuevas galeras y reparó las antiguas. En tan solo unos meses, la ilota turca llegó a contar con 200 barcos, aunque había mucha escasez de gente de cabo y capitanes con experiencia, ya que la mayoría de ellos habían muerto en Lepanto.
En el aspecto diplomático los turcos trataron de romper la coalición de la Santa Liga. Enviaron embajadores a Polonia, Portugal, Francia, Inglaterra y Alemania en demanda de alianzas y pidieron permiso de tránsito a Venecia para que sus diplomáticos pudieran recorrer Europa.
Una política similar (aunque con escaso éxito) siguió la Santa Liga, que buscó aliados contra el Turco en África y Asia. El papa Pió V exhortó a los príncipes cristianos a unirse para aprovechar la victoria. Envió en este sentido legados apostólicos a Francia,
Inglaterra y Alemania, y pidió colaboración a los reyes de Arabia, Alto Egipto y Etiopía. Y en marzo de 1572 Felipe 11 envió cartas al shah de Persia. Eran un llamamiento para hacer la guerra al sultán por considerar que «apretándoles todos en un mismo tiempo, y ayudándonos unos a otros recíprocamente no solo le reprimiremos a que no ■*—> salga a hacer guerra fuera de sus estados a ninguno, [sino] suceder a que no tenga seguridad en su casa y que lo derribemos de su
poder y tiranía». Cartas similares se enviaron también, probablemente, al zar de
Rusia, el rey de Polonia y a los cristianos del Mar Negro, aunque no tuvieron efecto práctico alguno.
Francia, no contenta con reconfortar al sultán de su derrota, le ofreció galeras

contra la armada de la Liga y le animó a atacar las plazas españolas en el litoral norteafricano, algo que los turcos, con sentido práctico, descartaron en ese
momento.
En otros países católicos las noticias de la victoria no produjeron excesivo entusiasmo. La cristiandad en Europa ya estaba dividida, y los protestantes se inclinaban más del lado turco que de la monarquía católica liderada por España. Francia envió enseguida una embajada a Estambul para ofrecer su intermediación entre la Santa Liga y el sultán. En Inglaterra la reina Isabel i ordenó dar gracias a Dios en todo el reino y en Londres todas las campanas tañeron durante un día pero, más allá de estos gestos, la soberana inglesa desconfiaba del poderío español.
Como resultado de este trasfondo de recelo se produjo el acercamiento entre París y Londres, que culminó en un tratado defensivo y comercial lirmado en
abril de 1572 en Blois.

La alianza franco-británica — como señalan los historiadores David y Enrique García Flernán— no tuvo carácter defensivo sino ofensivo.
El duque de Alba, gobernador de los Países Bajos, estaba temeroso, fundamentalmente, de que se realizara una invasión conjunta en Flandes. El plan de invasión se llevaría a cabo, y Alba lo conocería a mediados de junio de 1572 1... ] Las noticias que llegaban a España, Alemania, Venecia e Italia mostraban, no ya una política envolvente de Francia e Inglaterra, sino claramente hostil, cuyo punto de lucha eran los Países Bajos.
En los meses de noviembre y diciembre de 1571 la annada hispana se recuperaba en Sicilia del esfuerzo de Lepanto. El obligado reposo se empleó en alojar a los soldados, buscar provisiones y curar a los heridos, y en enero de 1572 comenzaron los preparativos para la próxima empresa contra el Turco, aunque no existiera un objetivo declarado. Algunos eran partidarios de atacar los territorios otomanos de Levante, mientras que otros querían asaltar la Berbería y reconquistar Túnez y Argel, sin que faltaran voces —animadas desde el Vaticano— partidarias de encaminarse directamente a conquistar Estambul y Jeru-salén, para asestar el golpe de gracia al Imperio turco, pero ni el dinero ni la quebradiza unidad de la Liga daban para tanto.
La base siciliana
En Sicilia Juan de Austria dispuso de dos cuarteles generales. Uno, Palermo,
para la empresa del norte de África; y otro, Mesina, para la hipotética campaña de Levante.
Toda la isla —dicen los mencionados García Hernán—se convirtió en un almacén de alimentos, un cuartel y un puerto; lo que llevaba consigo que todos los nervios de la comunicación tenían como destino Sicilia. Los puertos pnnci pales de salida eran: Mediterráneo. Genova, La Spezia, Livorno, Civitavecchia, Ñapóles y Salemo. Adriático: Venecia, Ravena, Ancona, Pescara y Otranlo. Puertos de destino: Mar Jónico: Corfú, Cefalonia, Zante, Candía (Creta). Sicilia: Mesina, Melazo, Palermo, Trapani, Marsala, Catania y Siracusa s.
A finales de 1571 la ciudad de Mesina bullía de soldados, marineros, aventureros y mercaderes dispuestos a participar en la nueva campaña que se anunciaba para la primavera del año siguiente. Allí se reunió toda la infantería de la armada (infantería de marina), junto con los tercios de Sicilia y Ñapóles que mandaban Lope de Figueroa, Miguel de Moneada y Diego Enriquez, y otras tropas italianas y alemanas. Felipe 11 ordenó al virrey, que se tratara bien a los soldados pero perjudicando lo menos posible a la población y a quienes cedían los alojamientos, que estaban repartidos por toda la isla.
Pese a que se nombraron comisarios para facilitar los alojamientos y evitar abusos de los soldados, y aunque Juan de Austria dio órdenes de que no se molestara a la población, se produjeron en campos y ciudades los inevitables disturbios, peleas, robos y asesinatos que eran habituales en cualquier ejército de aquel tiempo con tan numerosa tropa concentrada. Eso acarreó gran desastre económico en la isla, puesto que los campe-
sinos tenían miedo muchas veces a recoger las cosechas por no dejar sus casas. La situación persistió hasta julio de 1572 cuando la infantería se embarcó de nuevo para reemprender la guerra contra el Turco.
Pocos meses antes, en mayo, murió el papa Pío V, principal inspirador de la Liga, y Felipe II optó por emprender por su cuenta la campaña de Argel, en vez de proseguir campaña con las naves venecianas hacia las costas de Grecia y Albania. Las fricciones de España con Venecia ya habían comenzado y produjeron heridas que no podían ser restañadas con facilidad. El Dux y
el Senado venecianos, siempre quejosos con España, habían aceptado la Liga no tanto por las ventajas que pudieran reportar a Venecia, como por la imposibilidad de conseguir del sultán
una paz razonable. En cuanto tuvieron esa paz al alcance de la mano, la Liga ya no les interesó.
Navarino
A principios de julio de 1572 se reunieron en Corfú las escuadras de la Liga para reemprender la lucha. Por fin se había decidido lanzar el ataque hacia los territorios turcos de Levante. Los venecianos querían partir de inmediato porque había noticia de que los otomanos estaban atacando Cefalonia, Zante y Cérigo. La escua-

Pío I'principal inspirador de la Sania Liga contra el poder turro.

Marco Antonio Colonna, jefe la armada deI Papa.
dra del Papa, que mandaba Marco Antonio Colonna, estaba de acuerdo con los venecianos, pero los españoles querían esperar a que se incorporase a la Qota Juan de Austria, que estaba ocupado con una parte de la armada española en proteger el Mediterráneo occidental.
La (Iota que zaipó de Mesina la integraban 13 galeras papales, 16 venecianas, mandados por Jacobo Soranzo (sustituto de Barbarigo) y 18 españolas a cargo de Gil de Anchada, que se unie-ron en OLranto a otras 4 de Alvaro de Bazán. La fuerza naval puso rumbo a Corfú, donde aguardaba el almirante Jacobo Foscarini con el grueso de la armada de Venecia.
En cualquier caso, los intereses estratégicos de la Santa Liga eran muy diferentes, y este factor volvió a favorecer a los turcos. España era reacia a enviar sus barcos a la otra punta del Mediterráneo, porque sus costas estaban amenazadas, tanto por los corsarios ingleses, holandeses y franceses como por los del Magreb. Lo que le convenía era realizar acciones contra Túnez y Argelia, consolidar sus
plazas en el norte de África y mantener disponibles las galeras para defenderse
de la piratería y el pillaje endémicos que padecían las zonas de Levante peninsular. Venecia, por el contrario, quería restablecer sus intereses comerciales en el Mediterráneo oriental y pactar lo antes posible con los turcos para normalizar la actividad mercantil.
En Corlú estaba previsto que Juan de Austria se uniera a la campaña «y correr desde allí la costa de Turquía provocando al enemigo a batalla sin entretenerse en expugnar plazas fuertes, bien reforzados los bajeles», tal como dice Fernández Duro. Pero los venecianos decidieron no esperar al generalísimo de Lepanto y comenzaron la campaña. Secundados por Colonna, navegaron rumbo a Cérigo para enfrentar a la flota de Uluch-Alí, aunque todo quedó en simples escaramuzas. El almirante turco contaba con el tiempo a su favor. Sabía que la Liga, además de sus continuas desavenencias, tenía muchos problemas de abasteci-
miento. Eso obligó a los barcos pontificios y venecianos a regresar en septiembre a Corfú, para reorganizarse y reencontrarse con Juan de Austria. En total se reunieron 211 galeras, 4 galeotas, 6 galeazas, 60 naos de transporte y unos
40.000 soldados. Una fuerza temible de no haber sido por la pennanente rencilla entre españoles y venecianos, que se agravó cuando estos se negaron a embarcar en sus galeras a combatientes de los tercios.


FelipeII después de la victoria de Lepanto ofrece al cielo al príncipe don Fernando.. Museo del Prado.
A pesar de tantos impedimentos, la Ilota de la Liga zarpó de nuevo repartida en cuatro cuerpos y una escuadra de socorro, con Alvaro de Bazán al mando del ala derecha; Sorzano, la izquierda; en el centro Juan de Austria y jacobo Fosca-rini, y en vanguardia, el general de las galeras de Malta, Pedro Justiniano. Juan de Cardona iba al mando de la escuadra de socorro.
Enterado del avance cristiano, Uluch-Alí salió de Navarino y se refugió en la isla de Modón, una plaza que fortificó con artillería pesada hasta hacerla inexpugnable.
La armada de la Liga, entonces, decidió atacar Navarino, y posteriormente conquistar Modón. Ocho mil hombres desembarcaron, pero la operación resultó un completo fracaso tanto por razones logísticas como por el mal tiempo.
Juan de Austria reembarcó la tropa y renunció a tomar Navarino. Sin objetivos claros, los barcos de la Liga tuvieron un pequeño choque con los turcos en la boca del puerto de Modón, bien defendida por Uluch-Alí. En el combate Alvaro de Bazán capturó la galera de Mohamed Bey, nieto de Barbarroja al que dio muerte, y liberó a más de 300 galeotes cristianos.
además de perder Chipre, no había sacado demasiado beneficio de su participación en Lepanto y sus posesiones eran las más expuestas a los ataques turcos.
El almirante Jacobo Fos-carini resumió la versión militar veneciana de los hechos en un discurso que pronunció a finales de 1572, ante el Senado de la Serenísima, en el que se critica la elección de Juan de Austria como generalísimo de la Liga:
[...] haber formado una liga con nuestros aliados ha supuesto el más grave perjuicio para
la República, y constituye una experiencia de la que deberíamos exLraer ciertas conclusiones útiles—señalaba Foscanni. En la guerra es fundamental tener rapidez y saber aprovechar las ocasiones, y para el combate naval es esencial hacerse a la mar a comienzos de abril
El fin de la liga
Todo esto, en definitiva, no eran sino palabras de excusa, porque Venecia jugaba sus «propios intereses» y tenía decidido pactar con el Turco. Tan solo unos días después de cerrar el acuerdo para proseguir la ofensiva de la Liga en
Con más pena que gloria acabó así la campaña de Navarino. Venecia quería proseguir el cerco a Modón, algo que para España no suponía provecho alguno. Finalmente, se decidió disolver la flota de la Liga, y que cada annada volviese a su puerto de origen. Los barcos venecianos, a Corfú, los españoles, a Mesina, y los del Papa, a Roma, con el compromiso de relanzar la campaña en 1573, una vez terminado el invierno. Pero el descontento veneciano precipitó las cosas. Venecia acusó a España de «mala voluntad» y la culpó del fracaso de la empresa, cuando ella misma estaba ya en negociación secreta con los enviados del sultán para lograr una paz separada. La república adriática estaba convencida de que,
(•■ ) resulta humillante actuar en concierto con principes tan poderosos que nos veamos obligados a tener en cuenta sus deseos ... deberíamos confiar en nuestras propias fuerzas, y no en las de nuestros aliados, pues los abados persiguen sus propios intereses, y no los del conjunto de la Liga. Tampoco debería elegirse a un príncipe como comandante en jefe, sino a un hombre su]eto al castigo o a la recompensa (... ) aquellos que no tienen buenas perspectivas de destruir por completo o en gran medida al enemigo, harán bien en firmar con él la paz, pero si la guerra es inevitable, hay que llevar la lucha al campo enemigo en lugar de permanecer a la defensiva...
la primavera-verano de 1573, abandonó la alianza el 7 de marzo de ese año. A espaldas de España y el Papa, finnó la paz que ya tenía negociada con los otomanos por intennedio del obispo de Dax. Una ruptura que en España, donde Venecia era popularmente llamada «la manceba del Turco», se veía venir y no causó sorpresa. Juan de Austria, en carta al embajador español en Roma, Juan de Zúñiga, comentó que el abandono «dio pena por ver la mala iorma de proceder

de aquellos hombres».
La disolución de la alianza causó una profunda decepción en el Vaticano, donde el papa Gregorio Xlll, sucesor de Pío V, convocó al embajador veneciano y le propinó una gran bronca. Pero se trataba ya de un hecho consumado, y el gobierno veneciano no dio marcha atrás.
Venecia pagó un precio alto y humillante por la ansiada tregua. No solo reconocía las conquistas turcas en Chipre, Dalmacia y Albania, sino que se obligaba a pagar al sultán 100.000 ducados anuales por espacio de tres años.
Libre ya de su compromiso con la Liga, España decidió proseguir con su propia estrategia. Alvaro de Bazán aconsejó atacar a Argel, el principal reducto corsario, dando por hecho que una vez conquistada esa ciudad caerían sin esfuerzo Túnez y Trípoli, con lo que España volvería a dominar el norte de Álrica. Lo avanzado de la estación, sin embargo, decidió a Juan de Austria por la ocupación de Túnez, que se consideraba un objetivo fácil. Tras dejar en Sicilia a Juan Andrea Doria con 48 galeras, para intervenir si fuera preciso en las contiendas de los partidos políticos de Genova, se dirigió el 1 de octubre de 1573 a la isla Fabi-niana con una escuadra de más de 200 naves, 20.000 infantes y 600 caballos.
La armada española llegó a La Goleta, cuya guarnición estaba al mando de Pedro Portocarrero, y ocupó sin resistencia Túnez, abandonada por la mayoría de sus habitantes. En la ciudad conquistada, Juan de Austria dejó de gobernador a Gabrio Cervellone, gran prior de Hungría en la Orden de San Juan, que había sido capitán general de la artillería de la armada en Lepanto, y nombró nuevo rey a Muley Mahamet. Luego, regresó a Sicilia y Ñapóles, donde recibió la Rosa de Oro, máxima condecoración pontificia.
Túnez se perdería definitivamente en un año después. Fue el último gran triunfo de la armada turco-berberisca. A partir de entonces se inicia la decadencia otomana, que sería un proceso lento y casi paralelo en muchos aspectos al que sufrió España.