Capítulo 18.

El nuevo general

 

 

Abrí los ojos, tumbado sobre la enorme guillotina no podía ver bien qué estaba ocurriendo, un zumbido retumbaba en mis oídos ensordeciéndome, levanté todo lo que pude la mirada, los exaltados invitados del conde caminaban lentamente, heridos, magullados, otros yaciendo muertos en una ligera alfombra roja. Sonreía viendo cómo aquellos que querían y necesitaban ver muerte, ésta se cebaba con ellos. Mareado intentaba incorporarme, mi maltrecho cuerpo y mis manos anudadas a la espalda me lo impedían, al pronto noté una mano agarrándome por el hombro ayudándome a incorporarme. La confusión se había adueñado del hermoso jardín donde debería haber muerto, la sangre francesa se mezclaba con los exuberantes y verdes arbustos. Los soldados corrían socorriendo a los invitados mientras el verdugo me ayudaba a levantarme.

Situado frente a él, se quitó la capucha. Abrí los ojos desorbitadamente.

−Sabía que vendrías a por mí –dije sin apenas escucharme.

−No podía dejar que estos señoritos le cortasen la cabeza –dijo Antonio.

−Pero…

−No hay tiempo de explicaciones, debemos salir de aquí –ordenó mi joven amigo.

De entre los invitados destacaba uno, uno que no había apartado su férrea mirada de la mía, una enorme cicatriz le cruzaba la cara. Seguía sentado en su asiento mirando cómo moría lentamente la aristocracia francesa a sus pies. De repente se levantó, tras su gruesa capa sacó dos enormes pistolas, disparó, disparaba a todo soldado francés que se cruzaba, sin mediar palabra arrasaba con todo a su paso. Desde otra esquina del jardín pude comprobar otro individuo, enorme, musculoso, no podía adivinar de donde provendría, su tez blanca como el nácar y su barba rojiza me desconcertaba. Con una enorme espada curva acababa con todo individuo francés a su paso, le daba igual si era soldado o no.

−Sígueme –ordenó, de nuevo, el gitano.

Seguí a mi joven amigo atravesando aquel desconcierto, mujeres gritando y corriendo de un lado para otro, soldados franceses muriendo a manos de aquellos dos individuos. Miraba al cielo intentando no desfallecer, acababa de esquivar, de nuevo, a la muerte, aún me quedaba otra oportunidad para reunirme con los míos. Desvié mi mirada hacia la retaguardia, no sabía qué había ocurrido con Wolfgang; una leve sonrisa se escapó de entre mis resquebrajados labios, no podía ser, una gruesa lágrima se escapó recorriendo mi mugriento rostro, Anjum acompañaba al austríaco, lo agarraba del brazo fuertemente. Al fin coincidieron nuestras miradas, sonriéndome me indicó que no mirase atrás y corriese.

Conseguimos salir airosos del destrozado jardín atravesando un enorme agujero hecho en el grueso muro que nos dirigía hacia nuestra salvación. No podía imaginar cuánta pólvora habrían necesitado para hacer aquella colosal salida. Fuera nos esperaban dos carruajes, eran pequeños, negros como la noche, solo un cochero, ataviado con oscuros ropajes, nada más podía entreverse sus claros ojos del color del cielo. Seis caballos diabólicos arrastraban cada uno de los carruajes. Antonio me ayudó a subir a uno de ellos mientras Anjum subía con Wolfgang al otro. Al pronto se escuchó un grito del cochero, aquella palabra me resultaba familiar, la había escuchado en algún lugar, “muy”, intentaba llegar al recuerdo pero estaba demasiado aturdido por todos los acontecimientos.

−Coja el Baker –dijo Antonio con rostro serio−, va a ser un viaje movidito –explicó sonriendo.

−De acuerdo, pero necesito una explicación, ¿quiénes son estos individuos? –pregunté curioso.

−Lo único importante por ahora es que nos han ayudado a salvarle a usted y al austríaco ese –explicó.

−He visto a María –dije sollozando.

−Pero no le ha invitado a ir con ella –dijo mientras cargaba otro Baker.

Me agarré fuerte ante las embestidas del carruaje contra el empedrado suelo parisino, que nos empujaban hacia el techo. Comenzaba a recuperar lentamente mis oídos cuando escuché en lontananza los malditos silbatos gabachos. Centenares de balas silbaban cerca del carruaje, algunas impactando contra él. Miré al gitano, tenía que recompensarle por lo que acababa de hacer por mí, una fuerza nació de mi interior, debía hacer algo. Cogí el Baker y saliendo por la pequeña ventana del carruaje conseguí subir al techo.

−Antonio, dispara a los soldados que encuentres a ras de suelo, yo terminaré con los que se esconden en los balcones y tejados –volvió el capitán de la compañía.

−De acuerdo, no le fallaré –dijo mientras apuntaba con su rifle y disparaba a todo soldado que encontraba por la calle.

No podía dejar que algún francotirador acabase con la vida del cochero, era el único que podía sacarnos de las fauces del dragón. Me tumbé apoyando el Baker contra unas maletas bien sujetas a la techumbre, con unas gruesas cuerdas. Respiraba hondo, intentando no recordar el dolor que supuraba de cada uno de los poros de mi piel, con cada disparo cerraba los ojos recordando a mis amigos caídos, mataba por ellos, por lo que habían sufrido, Rashid, los jóvenes hermanos Diego y Álvaro, la muerte de aquellos gabachos hacía revivir a mis amigos. Recorríamos a toda velocidad las aglomeradas callejuelas de la capital parisina, el cochero era un experto conductor, atravesando mercados, donde se agolpaban multitud de pobres buscando algo que poder llevarse a la boca, otros intentando robar en los numerosos puestos ambulantes.

Una vez los dejamos atrás llegamos al extremo opuesto, paseos, donde los potentados y señoritos paseaban a sus anchas sabiendo que cuando llegasen a casa sus criados les tendrían preparado el almuerzo; hubiese seguido acabando con la vida de aquellos privilegiados pero yo no era así, me había demostrado a mí mismo, con la muerte del joven soldado francés que acuchillé sin piedad, que yo no era un asesino, no lo era.

Al fin conseguimos salir de aquel infierno de muerte y desolación. Respiraba hondo, el calor era casi insoportable, me tumbé boca arriba, agarrado fuertemente a las gruesas cuerdas para no caerme. Contemplaba el luminoso cielo, no podía dejar de sonreír, otra vez, ya había perdido la cuenta de las veces que estuve a punto de morir en poco más de dos años. El destino me dejó otra oportunidad, y esa vez no la desperdiciaría. Sabía quién era el mayor traidor, el conde de Malasang, aunque algo en mi interior me decía que posiblemente trabajaba para alguien, era demasiado exaltado, además de un bocazas, el mayor traidor de nuestro reino no podía ser alguien como aquel afrancesado catalán, debía ser alguien que ocultase bien sus cartas, Malasang era sólo un muñeco movido por los hilos de un astuto y escurridizo traidor.

Antonio subió al techo del carruaje para sacarme de mis cábalas, se sentó frente a mí.

−¿Rashid? –preguntó con lágrimas en sus cada vez más oscuros ojos.

−Murió como lo que era, un héroe. Miró firmemente a su dios y éste lo llevó a su lado –expliqué.

−Pero, los niños, Rashid, Manuel, Fabio, Daniel, ¿cuántos más han de morir? –preguntó.

−Ya no hay vuelta atrás, tenemos una misión y la terminaremos –contesté irritado.

−¿No piensa en ellos? –preguntó.

−No hay un instante en el que no piense en ellos, hay que saber vivir con ese tormento que me acecha noche y día, yo he perdido más que nadie. Pero nos debemos a la promesa que le hicimos al general y no descansaré hasta acabar con todos y cada uno de ellos –dije pensando en mi amada María y dando por terminada la conversación.

Salimos de Paris ocultándonos en un sombrío bosque, no sabía en qué dirección se situaba aquel frondoso y agobiante nido de titánicos pinos. El carruaje se detuvo frente a una gigantesca roca, que en medio del bosque parecía querer decir algo. Miraba al gitano, se había convertido en un hombre curtido, no quedaba ni atisbo de aquel chiquillo que llamaron a filas hacía dos años.

El cochero bajó sin mediar palabra, le siguió el gitano mientras me indicaba que lo siguiese. Tras la enorme roca se encontraba otro hombre, llevaba un pañuelo ocultándole el rostro, subido en un enorme caballo nos miraba endiosado desde allí arriba. Le dijo algo al cochero en un idioma que no entendía, éste sin dilación corrió adentrándose en el bosque. Aún estaba aturdido, mareado después de aquella huida. El jinete bajó de un espectacular salto, se situó frente a nosotros, caminaba como un soldado, era alto y corpulento, vestido completamente de negro me recordaba a nuestros uniformes. Se deslizó lentamente el pañuelo hasta dejar entrever su rostro, su barba rojiza y aquellos ojos claros como el cielo mostraban su procedencia, tenía que ser del este.

−No creería que le dejaríamos matar por Malasang –dijo con un extraño acento.

−¿A quién debo agradecérselo? –pregunté curioso.

−Al general Gebhard Leberecht von Blücher, jefe de los húsares de Prusia –dijo remarcando el nombre de los húsares.

−¿Por qué?, ¿por qué nos habéis salvado? –pregunté.

−Tienes un listado que nos hará falta, además necesitamos gente como vosotros. Lo suficientemente locos para intentar matar a Napoleón en su propia casa –dijo sonriendo.

−Sólo cumplíamos órdenes. ¿Y vos quién sois? –pregunté.

−Soy Dimitri, capitán de los cosacos del norte –dijo orgulloso.

−Rusos, pero el Zar Alejandro I es muy amigo de Napoleón –dije sabiendo más de la cuenta.

−Nunca se ha fiado nuestro Zar de ese pequeño bastardo –contradijo mordiéndose la lengua.

−Gracias por ayudarnos. Ahora podremos marchar en busca de nuestro general –dije.

−No, debéis acompañarnos –ordenó.

−¿Y Anjum? –pregunté preocupado por mi segunda.

−Está a salvo –dijo aún más serio.

−¿Dónde debemos ir? –intervino Antonio que se mantenía expectante ante la conversación.

−Joven amigo tenemos órdenes de atrapar a Malasang, él sabe quién es el traidor en tu patria. Nosotros necesitamos la lista, será un intercambio –ordenó severo.

−¿Un intercambio? –pregunté no fiándome de un cosaco, tenían mala fama.

−Sí, vos nos entregáis la lista y nosotros a Malasang –dijo.

−De acuerdo, le doy mi palabra de capitán de la compañía de la muerte –dije ofreciéndole mi mano.

Me dio un fuerte apretón de manos aquel gigante cosaco. Me giré al escuchar un resoplido familiar, el cochero traía dos caballos, una sonrisa se dibujó en mi rostro, era Bucéfalo, mi fiel amigo. Me acerqué raudo hacia él, le acaricié la crin mientras le susurraba al oído que aún no habían acabado con nosotros. Dimitri le indicó al cochero que debía desaparecer, rápidamente subió al carruaje y azuzó a los caballos, que relinchando se adentraron en la espesura del bosque desapareciendo para siempre de nuestra vista.

Tenía mil preguntas que hacerle al cosaco pero no quería dejar entrever ninguna debilidad por nuestra parte. Subimos a los caballos y lo seguimos adentrándonos en la oscuridad del bosque. A lomos de mi viejo amigo no podía dejar de pensar, en los lentos días resguardados en el castillo de San Sebastián me había informado bien de todos los acontecimientos acaecidos durante la maldita guerra sometida por Napoleón a casi toda Europa. Había escuchado que durante el Congreso de Érfurt de hacía dos años el Zar Alejandro I y Napoleón se habían reunido, en un intento de reafirmar la alianza iniciada tras el anterior Tratado de Tilsit. Allí, Napoleón había convertido al impresionable Alejandro en un ferviente admirador suyo, pero no podía acabar con los sentimientos antifranceses de los rusos.

Napoleón intentó acobardar al Zar hablando de su impresionante imperio y de poder contar con el mejor ejército de Europa, pero al Zar aún le dolía que Polonia fuese un país bajo dominio francés a las puertas de la madre patria.

Me acerqué hasta Dimitri, que montaba firmemente en su enorme caballo blanco

−Dimitri, ¿Napoleón y su Zar no eran amigos? –pregunté.

−No es de fiar, nuestro Zar nos envió para ayudar a nuestros amigos prusianos, ellos tampoco se fían del pequeño francés. Además el Zar quiere que Polonia vuelva a pertenecer a la madre patria –explicó.

−En la lista sólo hay nombres españoles. ¿Por qué os interesan tanto? –pregunté.

−Yo no lo sé, sólo cumplo órdenes de mi general. Creo que aunque tengan nombres españoles como dices, no tienen por qué ser de allí. Nosotros cazamos espías de nuestras patrias, saben demasiado y le dan ventaja al enemigo –prosiguió.

Me dejó pensativo aquella reflexión, nada era lo que parecía. Los supuestos aliados de Napoleón se estaban volviendo contra él, Prusia, Austria, Rusia, el declive del pequeño cabo comenzaba.

−Malasang no es el espía que busco –le dije serio.

−Él te lo entregará –contestó con aquel marcado acento ruso.

−¿Dónde se encuentra? –pregunté.

−En Bayona, con tus reyes –contestó. Haces demasiadas preguntas –concluyó la conversación adelantándose con su enorme caballo.

Me retrasé hasta la posición de Antonio que cabalgaba con la mirada perdida en lontananza. Situado a su derecha lo miraba perplejo, había conseguido huir, no podía explicármelo.

−Antonio, ¿cómo…? –no llegué a terminar la pregunta.

−¿Vio a los hombres que mataban a los soldados franceses? –preguntó desviando su mirada hacia mí.

−Sí –contesté escuetamente.

−Ellos me encontraron en la otra orilla del río. Hice lo que me ordenó, pero debía haberme quedado junto a Rashid y usted –dijo sollozante.

−No, hiciste lo que debías hacer –dije serio.

−Me estaban esperando en la orilla. Me ayudaron a salir del agua y me ocultaron en una casa hasta el día que fuimos a rescatarlo. Preguntaba pero ninguno me contestaba, me estaba volviendo loco allí encerrado hasta que un día llegó Dimitri y me puso al corriente. El mismo día que llegó Anjum. Había conseguido salir del palacio en llamas, y le ocurrió igual, estaban esperándola. Estos bastardos sabían qué hacíamos en París. No me fio de ellos –explicó señalando a Dimitri.

−No te preocupes, una vez tengamos a Malasang, les nombraré uno a uno, a todos los afrancesados que no hemos matado aún –dije.

−Pero el diario dijo usted que estaba en Cádiz –replicó.

−Me aprendí los nombres de memoria, repasaba aquella maldita lista día tras día. Intentando odiar a personas que no había visto jamás por lo que le habían hecho a María –me expliqué.

−Sabe que estaré a su lado pase lo que pase –dijo mirándome fijamente a los ojos.

−Lo sé, amigo –concluí.

Llegamos a una oculta casa en el interior del espeso bosque. Las ramas de los gigantescos árboles se doblaban en sus cimas creando una colosal techumbre por el que apenas pasaba un rayo de sol. El frescor del bosque contrarrestaba con el odioso calor del verano francés. Camuflada entre los pinos se podía observar una pequeña puerta y varios caballos atados en un travesaño horizontal sujeto por dos gruesos palos.

Dimitri se detuvo frente a la puerta, silbó, de repente se entreabrió, el hombre de la cicatriz apareció. De cerca parecía aún más grande, musculoso, fuerte y de aspecto feroz, no me había percatado de sus ojos, no eran occidentales, rasgados, no podía adivinar su procedencia. Tras él apareció Wolfgang, nuestro espía austríaco, la suerte aún le acompañaba. Dimitri y el hombre del surco en el rostro hablaron en su idioma. Un grito se escuchó del interior de la casa, de repente apareció el gigante de la tez blanca y barba rojiza, aquel debía ser también cosaco. Se acercaron a Dimitri y estrecharon sus enormes y corpulentos brazos.

Al fin apareció la joven Anjum, tan bella como siempre, una simple mirada suya me indicaba que todo estaba bien, podíamos fiarnos de los cosacos. Bajamos de los caballos y nos acercamos a la puerta.

−Estos son Yuri y  Naranbaatar, pero nosotros lo llamamos Naran –los presentó.

−Yo soy Miguel –respondí acercándome un poco más a los dos titanes.

−No hablan tu idioma –dijo Dimitri sonriendo.

−¿Cómo hablas tan bien el mío? –pregunté, la curiosidad podía conmigo.

−Estuve demasiado tiempo infiltrado en vuestro pequeño ejército –contestó sin dejar de sonreír.

−¿Cuándo partimos hacia Bayona? –pregunté.

−No seas ansioso, todo a su debido momento. Debemos descansar, no será fácil atrapar a Malasang –explicó. –Ahora entrad y comed algo, tenemos que estar preparados –ordenó.

Seguí a mis amigos hacia el interior de la pequeña cabaña del bosque. Una estancia pequeña, sin ningún mobiliario, a excepción de una olla en unas estrebes situadas en el fuego de la chimenea. Aproveché que los cosacos estaban fuera para acercarme hasta la joven Anjum.

−¿Te fías de ellos? –pregunté sabiendo que era la más lista de lo que quedaba de la compañía.

−Sí, nos han salvado y no tenían por qué –respondió.

−Sí que tienen un porqué, quieren la lista de Dominique –contradije.

−¿Piensas entregársela? –preguntó.

−Si Malasang nos entrega al principal traidor, se la daré –contesté serio.

−Pero, no habremos matado a todos –dijo.

−Ya da igual, si acabamos con el jefe de la inteligencia francesa en España, todo habrá acabado. Además éstos terminaran nuestra labor –dije señalando hacia el exterior de la cabaña.

−Maestro, pero sabe que no podrá reunir… −quería decir Antonio.

−Ahora eso no importa –dije sin dejarle terminar la frase.

Dimitri y Yuri entraron en la cabaña mientras Naran vigilaba fuera. Se sentaron en el suelo, sacaron unas botellas de cristal de una bolsa de cuero negra, contenían un líquido trasparente. Dimitri me ofreció un trago, no podía negárselo, sería una descortesía por mi parte y había escuchado innumerables historias de los cosacos.

Respiré hondo y me lo bebí, al principio parecía como si hubiese bebido agua, pero al instante comenzó a arder mi garganta, parecía escupir la lava de un volcán, una tremenda tos parecía querer ahogarme, los cosacos comenzaron a reír sin parar. Yuri cogió fuertemente la botella, arrebatándomela de la mano y le dio un largo y amargo trago.

Con la cabeza inclinada hacia atrás, el líquido trasparente le caía por la barbilla hasta estrellarse en el suelo. Terminó el trago y le ofreció la botella al joven gitano, éste rehusaba bebérselo pero le indiqué que sería una provocación el rechazarlo y bebió, con las mismas consecuencias que me habían ocurrido a mí. Wolfgang bebió como si ya estuviese acostumbrado a ello. A Anjum no le ofrecieron, pero no porque fuese mujer, sino por su religión. Dimitri explicó que las mujeres cosacas bebían a la par de los hombres, pero respetaban la religión de cada uno, sabiendo que los musulmanes no podían beber nada que contuviese alcohol.

Pasamos el día encerrados en la cabaña oculta en el sombrío bosque francés. Después de varias botellas, el austríaco cayó desplomado al suelo, borracho como una cuba. Los cosacos no podían parar de reír mientras señalaban a aquel pobre diablo. Dimitri nos explicó el contenido de la botella, lo llamaban vodka, y era una bebida típica de Rusia. Prosiguió contando multitud de historias de su pueblo, los cosacos; Antonio embobado no apartaba la mirada de aquel gigante ruso, escuchaba todos los detalles.

Prosiguió explicando cómo llegó a integrarse en nuestro ejército, y por último cómo el general von Blücher lo había incorporado a sus húsares. Siguió hablando y bebiendo sin parar hasta que cayó desplomado junto a su amigo Yuri. Me senté junto al fuego, allí estaba Anjum con la mirada fija en las pequeñas llamas de la fogata, Antonio me siguió. Al fin estábamos los tres reunidos, una paz me invadía, había conseguido reunirme con las personas que más quería en la tierra de los vivos. Anjum sacó un cuenco de madera y lo llenó con la comida que había dentro de la olla. Olía bien, muy bien, le soplaba mientras sonreía a mis amigos que muy acaramelados se cruzaban sus lujuriosas miradas.

Comí como si no lo hubiese hecho nunca, devoré aquel guiso de patatas y carne de conejo, tan típico de los cosacos. Charlamos tranquilamente hasta que la oscuridad invadió el bosque en su totalidad, había anochecido. Anjum nos contó cómo los cosacos consiguieron salvarla, dijo que no había visto nunca a nadie luchar como aquellas dos bestias, Yuri y Naran, dijo que despedazaban a sus víctimas, parecían poseídos por una fuerza sobrenatural. Le dije que no debía hacer caso a las historias que contaban de los cosacos, no eran demonios, ni nada por el estilo, pero si había que tener cuidado con ellos porque eran grandes combatientes, llevaban la guerra en la sangre y se amamantaban de la misma muerte. Tranquilizándola me tumbé cerca de la chimenea, un frío recorría mí mermado cuerpo, necesitaba descansar, dormir sabiendo que no me despertaría otra paliza de los hombres de Malasang, el maldito conde catalán. Los párpados me pesaban, el sueño se adueñaba de mí, respiré hondo y me sumí en un profundo sueño esperanzado de volver a encontrarme con mi amada.

Frente a la enorme guillotina miraba al tendido viendo cómo los franceses vociferaban el nombre de Malasang, que arrodillado postraba su cabeza en la vertical de la enorme hoja que tenía que sepárasela del cuerpo. Enseguida me di cuenta que era el verdugo, yo era quien accionaría la palanca que acabaría con mi enemigo. Sonreí, una sed de venganza me abordaba, pero de repente observé cómo alguien más caminaba por el sendero hacia la guillotina, era el joven soldado francés con el que me ensañé antes de ser capturado. Caminaba tambaleándose, herido de muerte la sangre lo bañaba por completo. El corazón se encogió, un terrible dolor se retorcía en mi interior, yo no era un asesino, yo no era como ellos.

Recapacité a tiempo, no podía accionar la palanca, de ese modo no. Cerré los ojos, las lágrimas me recorrían el rostro estrellándose en el rojizo suelo del entablado de muerte. Un suspiro me atravesó casi ahogándome, cerré fuertemente, de nuevo, los ojos y al abrirlos estaba solo en aquel jardín. El joven soldado había desaparecido al igual que el resto de personas. Estaba solo, así era cómo realmente me sentía sin mi amada, la soledad se cebaba conmigo.

Una luz proveniente del enorme agujero que habían dejado los cosacos me cegó, miles de pequeñas luces centelleaban en mis pupilas hasta que conseguí ver, de nuevo. Allí estaba, a mi lado, hermosa como el primer día que la vi en la puerta del colegio. Me sonreía con sus labios carmín, su tez blanca ensalzaba sus mejillas sonrojadas, sus dos eclipses me miraban alegres. Vestida completamente de blanco irradiaba una luz que jamás había visto.

−Por fin te has dado cuenta –dijo.

−¿De qué? –le pregunté acercándome hacia ella.

−Que tú no eres como ellos –dijo.

−Pero, es la única forma de llegar hasta ti –le dije escapándose una gruesa lágrima de mi ojo.

−Hay alguien que te necesita ahí. No puedes venir conmigo, aún no –explicaba mientras se me hacía un nudo en el estómago.

−¿Por qué?, ¿quién es? –demasiadas preguntas que no obtenían respuesta.

−Tu momento llegará, no te preocupes, te estaré esperando. Debes seguir viviendo por los dos… −no terminó de explicarse.

De repente un atronador ruido me despertó. Tumbado junto a la pequeña fogata con la mirada perdida intentaba que aquel sueño no se me olvidara, no quería que la imagen de mi amada se borrase de mi mente. Dimitri me condujo al mundo de los vivos indicándome que partíamos de inmediato hacia Bayona. Sentado cerca Naran no dejaba de mirarme, nervioso intenté incorporarme, pero mis mermadas fuerzas aún no se habían recuperado. Naran se acercó ayudándome a levantarme, llamó a Dimitri y le susurró algo al oído.

−Naran dice que debes acabar con tus demonios internos o nos conducirás a una muerte segura –explicó Dimitri.

−No sé a qué se refiere –repliqué malhumorado.

−No es tu momento –dijo Dimitri después de escuchar a Naran.

Me giré acabando con aquella conversación, no me gustaba Naran, ni los otros dos cosacos, solo quería terminar lo más rápido posible con todo aquello, de una vez por todas.

Montamos en nuestros caballos, Bucéfalo relinchaba nada más verme a sabiendas que al fin podría cabalgar hacia la batalla.

Antonio y Anjum subieron a sus respectivos caballos mientras Wolfgang negaba con la cabeza intentando subirse al suyo, miré a Dimitri explicándole que el austríaco debía marcharse a casa, no era su guerra, ya no. Con rostro serio dijo que no nos acompañaría, debía presentarse ante von Blücher para explicarle todo lo ocurrido y darle noticias que pronto tendría la lista de Dominique.

Nos despedimos de nuestro amigo el austríaco deseándole suerte en su vuelta a casa, no sin antes haber tenido una larga charla con él. Nuestro camino se separaba allí, el siguió hacia el norte en busca de su Austria natal y nosotros hacia el suroeste, camino de Bayona.

Los cosacos no eran grandes jinetes pero en lo alto de sus enormes caballos daban pavor. Debía contener a Bucéfalo, que relinchaba con ganas de galopar. El sol comenzaba su peregrinar por la bóveda celeste que nos envolvía. Un calor sofocante comenzaba a abrasar la tierra por donde cabalgábamos.

Teníamos un día para llegar a destino, así que una vez salimos de entre la espesura del  bosque, azuzamos los caballos, que comenzaron un ligero galopar, hasta convertirlo en una trepidante carrera. Bucéfalo endemoniado, sus ojos rojos como el ocaso querían salirse de sus órbitas, relinchaba escupiendo fuego por la boca, estaba desatado, como loco, en poco dejamos atrás los grandes caballos cosacos.

Con el crepúsculo llegamos a Burdeos, adentrados en la región de Aquitania debíamos descansar, un duro día para nuestros animales que apenas habían descansado. No hubo tiempo ni para charlar, ni siquiera para informarnos de cómo pensaban los cosacos entrar en la ciudad de Bayona para capturar a Malasang, estaría fuertemente custodiada debido que, supuestamente, allí estaban retenidos los reyes españoles. A menos de media legua de la enorme ciudad hicimos alto en un pequeño pero frondoso bosque de coníferas y antiguos robles que las doblaban en tamaño. Dimitri se detuvo junto a un antiguo y enorme roble, su tronco mediría al menos, quince pasos rodeándolo. Bajamos, atamos los caballos a unos arbustos que decoraban aquel majestuoso árbol. Naran corrió hacia el interior del bosque, sorprendidos nos quedamos perplejos contemplando cómo desaparecía de nuestra vista.

−Nos os preocupéis, sólo va a comprobar si estamos solos –dijo Dimitri tranquilizándonos con aquella voz rota.

−No estamos preocupados por si tu amigo se va, sólo que no podemos confiar en nadie. El tiempo, ésta maldita guerra nos lo ha demostrado día a día –repliqué.

−Y haces bien en no fiarte de nadie. Pero te aseguro que estamos en el mismo bando –dijo el cosaco suavizando el ambiente.

−Toma –dijo Antonio mientras me entregaba una pistola y unas cuantas balas.

−Perdí mis armas en París –dije recordando la francisca y la cimitarra que me regaló el pastor de camellos.

−No te preocupes –dijo Dimitri desviando su mirada hacia Yuri que sacaba algo de las alforjas de su enorme caballo ruso.

−Pero cómo… −no terminé la frase.

−Yuri te vio pelear con tu amigo, el grande moreno, y se fijó en tus armas. Cuando te rescatamos se las quitó a un mando francés que se pavoneaba de tener las armas de la muerte –explicó entregándome mi francisca y la cimitarra.

No podía ser, había conseguido reunir mis armas, las mismas que habían quitado la vida de multitud de invasores, de asesinos y de maleantes. Intenté controlar mis emociones, estaba volviéndome demasiado sentimental, ya no era el mismo que escapó del infierno en Tarfaya, aquel hombre dominado por la sed de venganza, por la ira, había recapacitado y conseguía ser el humilde maestro que una vez dio clases a unos niños para llevarlos hacia una vida mejor. Sumido en mis pensamientos no escuchaba, ni miraba a los demás, al pronto reaccioné comprobando que Dimitri y Yuri se encontraban sentados junto a una pequeña fogata y bebían sus botellas trasparentes. Desvié mi mirada hacia mis amigos indicándoles que debíamos hablar mientras los cosacos se emborrachaban, nos retiramos hacia el interior del bosque explicándole al cosaco que nosotros también debíamos vigilar. Ya en el interior del espeso bosque.

−Amigos, aún estáis a tiempo –les dije.

−¿Cómo?, está loco maestro –replicó malhumorado el gitano.

−No podemos abandonar, ahora no –contestó una irritada Anjum.

−Quieren entrar en Bayona, ¿sabéis acaso sino será una trampa? –pregunté desconfiado.

−Por una vez deberíamos fiarnos de ellos –contestó Anjum.

−Creo que tiene razón, maestro. Si nos quisieran muertos lo habrían hecho ya. Es nuestra oportunidad de encontrar al jefe de la inteligencia gabacha de nuestro reino –dijo Antonio con un desparpajo que me dejó asombrado.

−Tenéis razón, siempre se discutió lo mejor para la compañía entre todos. Somos los últimos y terminaremos lo que empezamos –concluí la conversación.

Les hice volver junto a los cosacos mientras buscaba a Naran para relevarle de su puesto de vigía. Me adentré un poco más en la oscuridad del bosque hasta que lo encontré apostado en lo alto de una enorme roca desde donde se podía observar la mayor parte del bosque pero oculta entre dos gigantescos robles.

−Amigo vengo a relevarte, puedes ir a beber con ellos –intenté explicarle.

−Yo no beber –dijo para mi asombro.

−¿Hablas mi idioma? –le pregunté.

−Yo hablar poco idioma –consiguió contestar después de pensar un buen rato.

−¿De dónde eres? –le pregunté al gigante moreno de ojos rasgados, me mataba la curiosidad.

−Yo ser Siberia –dijo con un acento muy marcado por aquella voz ronca curtida en las gélidas tierras de Siberia.

−Tus ojos rasgados –dije señalándome los ojos.

−Padre ser Mongolia –contestó mirando al mapa que dibujaban los centenares de estrellas del inmenso firmamento.

−¿Tienes familia? –pregunté, necesitaba hablar un poco para dejar de pensar en la locura que teníamos que hacer al día siguiente.

−No. Ejército ruso desde pequeño. Demonio dentro ti –dijo tocándome el pecho.

−¿Cómo? –pregunté incrédulo.

−Tú dejar que vaya –dijo levantándose de su posición y marchándose entre la oscuridad de la noche.

No sabía qué quería decir, pero comenzaba a hacerme una idea. Tenía que terminar lo que había empezado de una vez por todas o mis miedos interiores acabarían conmigo. El simple hecho de no poder reunirme con ella comenzaba a destruirme por dentro, si mataba al jefe de la inteligencia francesa en España podría reunirme con ella, pero para ello debía morir, me estaba volviendo loco, debía dejarme matar una vez acabase con él, pero en mi último sueño decía que no podía abandonar.

La noche dio para pensar larga y tendidamente en la difícil situación a la que me enfrentaba. Anjum llegó para relevarme y poder descansar un poco antes que amaneciese. Llegué al pequeño campamento que habíamos formado, los dos cosacos rusos dormían borrachos apoyados contra el grueso tronco del monumento de la naturaleza. Antonio dormitaba cerca de la fogata cubierto con una pequeña manta daba espasmos, las pesadillas lo atacaban. Naran miraba la lejanía, aquel hombre no dormía, siempre expectante vigilaba sin descanso. Me senté junto a mi fiel amigo y entorné los ojos, necesitaba un último descanso antes de enfrentarme, de nuevo, a la muerte.

Desperté de repente, empapado en sudor, sobresaltado me dolía la cabeza, una frase se repetía en mi memoria: −debes protegerla−. Naran me miró escudriñándome, sabía que otra vez mis demonios internos me habían castigado. Me levanté, los cosacos, sin saber cómo podían, estaban preparados. Sus armas en perfecto estado, como si la noche anterior hubiesen bebido agua. Anjum trajo algo de comer, un poco de carne ahumada de unos conejos que había cazado Naran y un poco de pan redondo que había conseguido robar en París. Desayunamos tranquilamente rodeando la fogata, debíamos saber cómo entrar en la protegida Bayona y capturar a Malasang.

−Corréis un riesgo innecesario –le dije a Dimitri.

−Necesitamos la lista –dijo malhumorado.

−Aquí la tienes, no es la original, pero me aprendí los nombres que la componían, uno tras otro, día tras día, muerte tras muerte. Están los que no hemos matado ni capturado –expliqué.

−¿Cómo? –preguntó un extrañado Dimitri.

−No tenéis que ayudarnos si no queréis. Ya tienes lo que buscabas, puedes entregársela a tu general –dije serio.

−Eres más listo de lo que me habían comentado –dijo sonriendo Dimitri.

−Entrégale esta lista al general Von Blücher –ordené.

−No te fías de nosotros, piensas que os mataremos una vez tengamos la lista de los traidores. Pues no, amigo, dimos nuestra palabra y la cumpliremos. El general Von Blücher es vuestro admirador. Odia a los franceses con toda su alma y desde que supo que intentabais matar a Napoleón en su propia casa, ha querido reclutaros. Quiere atrapar a todos y cada uno de los traidores, españoles, austríacos, prusianos, rusos, polacos, da igual su nacionalidad, sólo quiere acabar con todos y cada uno de ellos. Además tiene el visto bueno de vuestro general Álvarez de la Campana –explicó el cosaco.

−De acuerdo, pero Malasang es mío –dije con rabia recordando lo ocurrido en París.

−No hay problema, ahora estamos bajo sus órdenes –dijo inclinándose.

−Todo se hace entre todos, la mayoría gana. Eso nos ha librado en muchas ocasiones de cometer estupideces por el simple hecho de querer vengarnos –explicaba.

−De acuerdo –dijo extendiendo su enorme y musculoso brazo.

Sellamos el acuerdo con un fuerte apretón de manos. Sabía desde que los conocí que era casi imposible que tan sólo quisieran la lista, un cosaco hablando español, demasiada  casualidad.

Antes que el sol apuntase en lo más alto de la bóveda celeste debíamos llegar a las puertas de Bayona, no había tiempo que perder. Recogimos todos nuestros enseres, Antonio me entregó un negro uniforme, al fin pude deshacerme de aquel mugriento y destrozado traje de preso. Naran montó el primero en su enorme caballo y miró a Dimitri, éste le dijo algo en su idioma y al pronto azuzó a su caballo, que se puso de patas y corrió saliendo del bosque como si de un diablo se tratase. Miré a Dimitri que sonriendo me dijo que debía reconocer el terreno antes de llegar. Haríamos un alto en Capbreton, allí nos esperaba alguien. Montamos y cabalgamos hacia la pequeña aldea  francesa donde comenzaba el gigantesco Atlántico.

Me situé al lado de Dimitri.

−¿Quién nos espera? –pregunté casi ordenándole una respuesta.

−Un amigo, él sabe qué ocurre en la ciudad. Desde que llegaron sus reyes está cerrada y vigilada a cal y canto –contestó serio.

−Te crees que están recluidos –dije sonriendo.

−Os han vendido –contestó irritado, como si le doliese lo que habían hecho.

−Imagino, pero ¿tu Zar no haría lo mismo? –pregunté para ver cómo reaccionaba.

−Jamás, mi Zar se debe a la madre patria, moriría antes de traicionarla –dijo enfurecido.

−Lo sé, nuestros reyes tienen distinto concepto de lealtad a sus ciudadanos, unos miran para sí y otros hacia los demás –dije sin morderme la lengua, dejándole entrever mis ideas ilustradas.

−No te equivoques. Que no vendiese a la madre patria no quiere decir que trate bien a su pueblo –dijo con la mirada perdida.

−Se lo que ha sufrido tu pueblo y el de Naran –intenté consolarlo sin éxito.

Se separó de mi lado molesto con sus propios pensamientos. Ya sabía dónde cojeaba el endiosado Dimitri.

Llegamos a Capbreton, Anjum siempre la primera, era la única que hablaba bien el idioma de aquella región. Era una pequeña aldea, con muy pocas casas que rodeaban una diminuta pero hermosa ermita, de estilo gótico, mucho más oscura que las casas destacaba en el centro, presidiendo la aldea marina. A su izquierda el cementerio y al final de la aldea un pequeño puerto de madera donde había numerosas barcas amarradas. Dimitri echó el alto, todos nos detuvimos al instante, señalando la oscura playa de piedras negras dijo que debíamos ir allí, nos esperaba alguien.

Al llegar comprobamos que Naran nos esperaba junto a otro hombre, también corpulento y musculoso, una gruesa barba amarilla se le unía a una larga cabellera, aquellos ojos claros me resultaban familiares.

−Este es Radjnak. Le conocen, conducía el carruaje que les sacó de París –nos presentó el cosaco.

−Gracias –dije escuetamente.

−Él sabe qué ocurre allí dentro –dijo señalando hacia el suroeste.

Habló con él en su idioma, y a continuación nos explicó que sería imposible entrar allí sin ser descubiertos, ni la noche más oscura nos cubriría. La ciudad estaba fuertemente vigilada, la presencia de los reyes españoles la hacía inexpugnable. Malasang había llegado para pasar unos días junto a ellos. Radjnak escupió al suelo y siguió hablando en su idioma a Dimitri, que nos sirvió de traductor. Los reyes no estaban cautivos, vivían como lo que eran, reyes, sus lacayos seguían sirviéndolos, jugaban, reían, tenían bailes… No podía creer que nos hubiesen vendido por unas míseras tierras, decía el nuevo compañero. Malhumorado no sabía qué decir, era imposible entrar, cómo atraparíamos a Malasang, además el tiempo corría en nuestra contra. Radjnak continuó hablando, explicó que estábamos de suerte, una joven rusa de las concubinas del rey, un regalo de Napoleón, muy hermanado antaño con el Zar, le había comentado que Malasang se quedaría sólo un día, estaba de paso.

Debía partir hacia Aragón donde Espoz y Mina estaba haciendo mella en el ejército de Napoleón. La suerte volvía a ponerse de nuestro lado. Miré a los demás haciendo que se acercasen lo suficiente para escuchar, todos tenían opinión, era lo más sensato, aunque yo tuviese la última palabra, necesitaba la opinión de todos y cada uno del nuevo grupo.

−Los vamos a emboscar en el Macizo de Larra, es la vía más rápida para llegar a Aragón y seguro que la tomarán, nadie vigilará aquel paso fronterizo. Si es listo como creo que es seguro que cogerá esa vía –explicaba.

−¿Quién dice que cogerá esa ruta? –preguntó un incrédulo Dimitri.

−Lo sé, yo la tomaría. Espoz y Mina tiene vigilados todos los accesos fronterizos pero ese macizo no lo vigilará. He oído hablar de esa zona, nadie se adentraría a no ser que estuviese loco o quisiera suicidarse. Es irregular y quebrado, con colosales barrancos e interminables grietas por las que si te caes vas a parar al inframundo. Cientos de galerías lo recorren, si te pierdes eres hombre muerto. Los pocos árboles que crecen son la muerte, pinos negros que sobreviven entre las oscuras y gigantescas piedras del lapiaz. Una vez lo cruzas llegas a un hermoso valle de montaña tapizado de grandes y espesos bosques de hayas y abetos. Pero llegar allí no te garantiza que sigas con vida, salvajes osos se esconden entre las enormes cuevas y jaurías de lobos estarán al acecho –expliqué.

−Es perfecto –dijo Dimitri sonriendo.

−Nos dividiremos en dos grupos. Anjum, Yuri y Radjnak esperaran la marcha de Malasang y viajaran cerca de su retaguardia. Los demás partiremos hoy para encontrar el lugar adecuado para emboscarles –expliqué.

−Hablas como un verdadero capitán –dijo Dimitri.

−Recordad que no escape nadie por la retaguardia –ordené.

−No te preocupes –contestó la árabe.

Miró a sus cosacos y les explicó el plan, se miraban asombrados unos a otros creyendo que solo los cosacos eran capaces de semejante locura. No sabían con quién trataban, habíamos atentado contra el mismísimo Napoleón en su propia casa, éramos la mano ejecutora de Caronte.

Antonio se despidió efusivamente de Anjum, mientras Dimitri, Naran y yo comenzamos nuestro cabalgar hacia el Macizo de la muerte.

No tardaríamos más de una jornada en llegar a destino, el de  Siberia y Antonio cubrían la retaguardia mientras el cosaco y yo cabalgábamos a un cuarto de legua de ellos.

−¿Cómo sabe todo eso? –preguntó.

−¿El qué? –contesté con otra pregunta.

−Que Malasang tomará esa ruta, cómo es el macizo… en definitiva, todo. Parece poder anticiparse a su enemigo –contestó.

−Yo solo me pongo en el pellejo de mi enemigo, me pregunto: ¿Qué haría yo? Y el macizo lo conozco porque para explicarles los diferentes tipos de terrenos a mis alumnos, les contaba historias de seres mágicos que habitaban esos relieves, de esa forma conseguía llamar su atención y que se lo aprendiesen –contesté recordando tiempos pasados.

−¿Era maestro o algo así? –preguntó curioso.

−Sí, daba clases en un pequeño pueblecito de Granada –contesté intentando no recordar más.

−Yo solo he sido soldado, toda mi vida, desde que recuerdo he estado al servicio de la madre patria –dijo desviando su mirada hacia la lejanía del horizonte.