Capítulo 17.

El baile de la novia

 

 

Partimos al alba de aquella calurosa mañana, don Jerónimo Merino madrugó para despedirse de nosotros en la misma Puerta de Herreros, él no sabía nada de nuestra misión pero intuía que algo grande nos traíamos entre manos, la única información que le di fue que debíamos marchar más al norte de lo que él podía imaginar, debíamos entrar en las mismas fauces de la bestia. Nos aprovisionaron bien, agua, comida, balas y grasa, además de cuidar bien de nuestros caballos. Antes de marchar el Cura Merino nos encomendó que encontrásemos a Francisco Espoz y Mina, él nos ayudaría de buen grado a cruzar todo el territorio de Navarra y Aragón, lo único que debíamos decir era de parte de quién íbamos, pero no podíamos mencionar a ningún alto mando del ejército español, no eran del agrado del jefe guerrillero del norte de España, desde que se hizo cargo de aquella posición heredada de su propio sobrino Mina el Mozo se había vuelto demasiado cruel. El general Horoné Reille había conseguido un ejército que multiplicaba el de Espoz y Mina por diez pero aún no había conseguido derrotarlo.

Siguiendo los sabios consejos del Cura llegamos antes del ocaso a un improvisado campamento de Espoz y Mina a las afueras de la villa de Tafalla, invadida desde hacía tiempo por los franceses y que el guerrillero estaba dispuesto a recuperar. Nunca conseguimos hablar con aquel jefe guerrillero pero si con muchos de sus lugartenientes, distribuidos en cada campamento oculto en los densos bosques de Navarra.

Nuestras hazañas habían llegado lejos así que solo con presentarnos nos atendían bien. Durante aquel largo peregrinaje conocimos multitud de ciudades, lugareños que nos explicaban sus desventuras, otros nos contaban sus hazañas emboscando partidas francesas. No pasaron tres jornadas cuando nos situábamos en la región de Aquitania, habíamos llegado a la supuesta línea que separaba el reino de Francia con nuestra querida patria, los Pirineos Atlánticos la llamaban. Nos detuvimos cerca de Banca, una pequeña comunidad que vivía aislada de las grandes ideas revolucionarias de su emperador.

Seguía leyendo los informes que me había entregado nuestro general, conforme avanzaba en la lectura pude comprobar que no todo era cierto sobre mis sospechas del general Tomás de Morla, antes de leer ningún informe hubiese apostado mi vida que era el mayor traidor al que nos habíamos enfrentado, pero desde que tuve la charla con Fabio sabía que había alguien por encima de él, según los informes Tomás de Morla había sido solo una simple cortina de humo, debido a su supuesto afrancesamiento al igual que le ocurrió al capitán general de Andalucía, para ocultar al verdadero traidor a nuestra patria, el hombre que movía todos los hilos del espionaje francés, el Conde de Malasang, un catalán afincado en Bayona que tenía espías encubiertos en todos y cada uno de los rincones de España. Enfadado llamé a mis amigos, debíamos hacer algo con aquel Conde, Anjum con cara de pocos amigos me explicaba que no llegaríamos a tiempo a Paris, no podíamos perder tiempo, además Bayona estaría demasiado vigilada, allí tenían retenidos a nuestros monarcas, lo más prudente era continuar con el plan establecido y con un poco de suerte ese tal Conde estaría invitado al baile de la novia, allí podríamos acabar con él; miré al resto de compañeros que asentían con un ligero vaivén de sus duras cabezas a las sabias palabras de la segunda de la Compañía, respiré hondo guardando mi ira en lo más recóndito de mi corazón para alabar las sensatas explicaciones de la joven árabe, si nos deteníamos en Bayona perderíamos demasiado tiempo contando que saliésemos vivos de allí. Enojado conmigo mismo guardé los informes, miré a mis compañeros indicándoles que partiríamos a la mañana siguiente hacia Paris, aún nos quedaban muchas leguas de camino, como mínimo tardaríamos poco menos de una semana en llegar al destino.

             

Al ocaso del octavo día llegamos a una pequeña villa situada a dos leguas de la capital del imperio de Napoleón llamada Montreuil sous bois, allí residía nuestro infiltrado Jean Paul Cissé, también conocido como el marqués de Bobigny. Habíamos cruzado casi la totalidad del imperio galo, para nuestra sorpresa, sin ningún incidente, pasamos desapercibidos como árabes en busca de negocios en la capital. Al llegar comprobamos lo pobre que era la villa, la hambruna se había adueñado del día a día de los desilusionados lugareños, que sucios y mugrientos se tiraban a los pies de nuestros caballos pidiendo limosna, Anjum nos dijo que prefería no traducir lo que decían, el Pequeño Cabo como le gustaba a Napoleón que lo llamasen había arruinado su imperio para poder seguir invadiendo tierras que no le pertenecían, había gastado toda su rica economía en mantener su formidable ejército que comenzaba a hacer aguas por el sur de Europa.

El Marqués de Bobigny residía en un pequeño palacete a la entrada de la villa, contrarrestaba con la suciedad y la pobreza generalizada de la sociedad donde vivía. Llegados hasta la entrada del palacete, ayudados, a cambio de una pequeña moneda de plata, por un chiquillo que llevaba a cuestas a su hermano enfermo, toqué con firmeza la gruesa puerta de ébano que nos conduciría hasta el infiltrado. Al pronto, ante nuestro asombro, se abrió, dos árabes armados nos invitaron a pasar. Cruzamos un pequeño pero largo jardín cubierto por una gruesa capa de hierba muy bien recortada en forma de manto adornado con unas interesantes figuras de animales exóticos realizadas con los densos arbustos hasta llegar a la puerta principal del palacete, allí estaba esperando en lo alto de sus pequeñas escaleras como si de un atrio se tratase nuestro anfitrión. Era joven, mucho más de lo que esperaba, alto, apuesto, muy bien afeitado, sus inmensos ojos azules se oponían a su piel oscurecida, nos recibió con un traje amarillo decorado en demasía con ribetes y encajes blancos, muy aristocrático lo acompañaba con una peluca de rizos blancos, muy poco usadas en el sur de España.

−Les estaba esperando –dijo cortésmente con su marcado acento francés.

−Ha sido un largo periplo –contesté educadamente.

−Arsan, Lupin, acompañadlos a sus aposentos, deben llegar muy cansados de su largo viaje. Por favor descansen y mañana al alba hablaremos en el desayuno, sean puntuales –indicó el anfitrión.

Nos acompañaron a la planta superior del pequeño pero hermoso palacete, una curva escalinata nos conducía a dicha planta, escalones de mármol blanco decorados con grecas que dibujaban escenas del Olimpo con Zeus y sus dioses griegos, una gruesa baranda de madera en color ébano impedía que alguien cayese desde aquella altura.

Desde arriba se podía observar la belleza del palacio: una gran fuente de mármol oscurecido se situaba en el centro del patio, rodeado por distintos árboles creaban un clima de paz y sosiego que llevaba años sin conocer. Un gran techo de madera del mismo color que la baranda soportaba el empinado tejado rojo del torreón que subía dos plantas más. Los amables mayordomos del marqués de Bobigny nos indicaron dónde nos podíamos alojar para descansar, una habitación para cada dos miembros de la Compañía, dejé que los amantes clandestinos se alojasen juntos, los hermanos en la siguiente y Rashid y yo en la contigua. Era enorme aquella habitación, dos altas camas con barandillas de madera de roble talladas con detalles florales ocupaban la mayor parte de ella, un pequeño escritorio a juego con las camas junto a un gran sillón en cuero rojo y abotonado se situaba al lado izquierdo de una enorme puerta que conducía a una pequeña balconada, que daba al exterior de la calle. Arrojé mis pertenencias a la alta cama y salí al balcón, necesitaba respirar aire puro porque el calor sofocante del día había secado mis pulmones.

Rashid arrojó sus enseres al suelo y de un espectacular salto cayó encima de la cama, al instante quedó sumido en un profundo sueño. Desde el balcón podía observar el ajetreo que había en la pequeña villa, aun siendo noche todavía había multitud de personas paseando, puestos de flores, de comestibles, un bullicio que solo se podía ver en grandes ciudades o en ciudades aledañas a esas grandes capitales.

El calor no se calmaba así que entré en la habitación, me acerqué a la jofaina de cerámica y me lavé la cara, el agua peleaba con la barba para llegar hasta mi impenetrable rostro, alcé la vista hacia el pequeño espejo situado en su parte superior y después de mucho tiempo me reconocí, era yo, el joven maestro que cambió el bullicio de la capital nazarí por la tranquilidad de un pequeño pueblo y por causas del destino me encontraba allí, en la boca del lobo. Me tumbé en la blanda cama pero no conseguía conciliar el sueño, aunque fatigado no entraba en él, me levanté, salí de la habitación dirigiéndome hacia la fuente de mármol del patio central del palacete, había observado dos sillones que a simple vista parecían muy cómodos, quizás con la tranquilidad que transmitía el agua podría conciliar el anhelado sueño.

Sentado en aquel cómodo sillón no dejaba de mirar cómo caía el agua desde lo más alto de la hermosa fuente hasta llegar al suelo, que canalizado volvía a llevarla hasta su parte superior. Concentrado en uno de los informes llegó nuestro anfitrión.

−Siempre vengo aquí cuando no puedo conciliar el sueño –dijo con su marcado acento.

−Transmite tranquilidad –dije austero en palabras.

−En tres días tenemos que llevar a cabo la misión por la que están aquí –dijo.

−Lo sé –repliqué.

−Son muy jóvenes para esta misión, pero si nuestro general lo ha decidido así no soy quién para contrariarle –explicaba.

−Hace un par de años éramos jóvenes –contesté.

−Las consecuencias de la guerra, joven amigo –dijo el infiltrado.

−Junto con sus daños colaterales –repliqué.

−Son inevitables, siempre se ceban con el más débil, pero siguen siendo inevitables –concluyó despidiéndose hasta la mañana siguiente.

Con la delicada caída del agua conseguí sumirme en un placentero sueño en el que viajé por los más hermosos lugares que había conocido en mis numerosos viajes. Desperté al pronto por un ruido estrepitoso que provenía de la cocina, a uno de los mayordomos se le había caído una bandeja de plata en la que transportaba el desayuno al comedor. Desperezándome comprobé a través de una gigantesca cristalera que era de día, el sol acababa de salir de su escondite iluminando otro largo y caluroso día de verano en el que abrasaría el suelo por el que pasara. Me acerqué hasta el comedor, allí sentado estaba el marqués, presidiendo una larga mesa no apartaba ojo de la puerta esperando ansioso nuestra presencia. Al momento llegaron los demás, cortésmente nos invitó a tomar asiento para poder desayunar, numerosas bandejas con todo tipo de fruta, pan recién hecho, mantequilla, leche, vino, para nosotros aquello era lo más parecido a un festín, y para el marqués solo era el desayuno, no podía dejar de pensar en el niño que nos acompañó hasta las puertas del palacete. «¿Cómo podíamos comer tranquilos pensando en la situación de aquellos lugareños?, aun siendo franceses, eran personas que malvivían y no tenían qué llevarse a la boca».

Rashid me miró dándose cuenta de mis preocupaciones y me dijo que comiese porque nuestra futura misión así lo requería. Intenté desayunar sin pensar en nada, solo en reponer mis maltrechas fuerzas, para poder concluir lo que había empezado hacía ya tiempo. Al término de aquel festín en el que mis compañeros se habían puesto las botas el marqués requirió mi presencia en su despacho, miré a la joven árabe indicándole que debía acompañarme.

Ya dentro del despacho nos invitó a sentarnos frente a él en un amplio sofá negro con gruesos botones rojos, nos separaba un enorme escritorio en el que había multitud de papeles, se levantó y cerró la puerta con doble llave. Se giró hacia nosotros abriendo la puerta de un colosal armario, escondido en su parte posterior apareció un enorme tablero con un gigantesco mapa de la capital gala.

−El próximo uno de julio se nos presentará la única oportunidad de acabar con toda la invasión francesa y con todas las locuras de Napoleón –dijo Jean Paul.

−Lo tiene bien estudiado –dije admirando el mapa señalado con posibles fugas de París.

−Aquí marcado con una equis se encuentra la mansión del príncipe Karl Philipp von Schwarzenberg, donde se ubica la embajada austríaca, en la Chaussée d´Antin, a poco menos de dos leguas de mi palacio. Allí se celebrará un baile en honor a la nueva esposa de Napoleón, María Luisa de Austria –explicaba.

−Eso lo sabemos –interrumpí sin querer.

−Quieren que sea el colofón a la serie de eventos conmemorativos de la boda, el broche de oro a las festividades. Los austríacos van a tirar la casa por la ventana para demostrarle a Napoleón lo importante que es esa unión, tan relevante en términos dinásticos del primer emperador Bonaparte. La mansión donde se va a celebrar perteneció a Charlotte-Jeanne Béraud de la Haye de Riou, marquesa de Montesson, segunda esposa del duque de Orleáns Louis Philippe, excelente amiga de Josephine de Beauharnais, la primera mujer de Napoleón.

En definitiva la mansión se ha quedado pequeña para tal acontecimiento así que por muy espléndida que sea han tenido que construir un nuevo salón especial con madera, al que se accede desde la parte central de la residencia, también a través de una galería de madera cuidadosamente afiligranada. El techo de ese salón lo han cubierto íntegramente con un papel barnizado pintado con gran esmero. He estado allí y parece una obra de arte digna del mejor de los palacios. Arañas de cristal que cuelgan del techo, hay candelabros distribuidos profusamente a lo largo de las paredes. Un lugar de ensueño y muy visible por la noche –explicaba el marqués de Bobigny.

−¿Muy iluminado por la noche? –pregunté sabiendo a qué se refería.

−Habrá fuegos artificiales que iluminen el cielo parisino, ese será el momento. Hay un gran ventanal situado al oeste de la mansión enfrentado a las pocas casas que se ubican por la zona. Tengo entendido que es un gran tirador –dijo mirándome a los ojos.

−¿Quién me asegura que estará a tiro? –le pregunté contrariado.

−Nosotros –contestó raudo.

−¿Quiénes son nosotros? –pregunté.

−La señorita y yo. Ella me acompañará al baile, como si fuese otra más de mis conquistas. Una vez dentro será cosa suya, yo no puedo darme a conocer si no todo el trabajo durante tantos años infiltrado en la corte gala se irán al traste –explicó.

−He podido observar las distintas vías de escape de la ciudad –dije.

−Recuerde que al baile asistirán importantes invitados de muchas cortes europeas, además del pequeño cabo y su larga familia –seguía explicando.

−¿Asistirá el Conde de Malasang? –pregunté vengativo.

−Sí, ¿por? –preguntó curioso.

−Debo saber quién es antes de acabar la misión –dije.

−No debe anteponer sus ganas de venganza a la misión. Está aquí porque se supone que es el mejor en esto, no lo eche todo a perder, habrá tiempo para vengarse. No me mire con esa cara, yo lo sé todo sobre usted y los suyos –explicó entregándome una pequeña carpeta de cuero y retirándose a sus aposentos.

La joven árabe y yo nos quedamos en la sala para poder ver el contenido de la carpeta, al abrirlo solo vimos numerosos retratos, todos con su dueño escrito en el dorso de los mismos, Napoleón y su nueva esposa María Luisa de Austria, todos los familiares más cercanos del emperador como su hermano José Bonaparte, su hermana Caroline Murat Bonaparte, el matrimonio von Schwarzenberg, Joseph von Schwarzenberg y su mujer Pauline née Arenberg, el virrey de Italia Eugène de Beauharnais y su esposa la princesa Augusta Amalia de Baviera, así una serie de importantes asistentes. Estudiamos sus rostros concienzudamente, no podía fallar por no saber a quién debía disparar. Salimos de la sala para explicarles a los demás todos los detalles, como siempre había sido habitual en la Compañía todo se decidía entre todos.

Pasamos los tres lentos y calurosos días encerrados en el palacete del marqués, estudiando todos y cada uno de los perfectos informes que nos había entregado Jean Paul, los rostros de los invitados al baile, además de las posibles huidas cuando acabase la misión. Según nuestro infiltrado el baile estaría fuertemente vigilado, solo desde el tejado de la casa situada frente a la mansión, a unos ochocientos pasos del gigantesco ventanal, se podría realizar el disparo, así que la misión de Rashid, Antonio y los hermanos sería acabar con todo soldado que me impidiese llegar a ese tejado, además de ayudar en la ruta de escape.

Llegó el día uno de julio de mil ochocientos diez, al alba hacía ya mucho calor, la noche había sido larga esperando impacientes al ocaso del día siguiente. Desayunamos temprano como le gustaba al marqués, cuando nos levantamos para retirarnos el anfitrión llamó a Arsene, su fiel mayordomo árabe para que le entregase a Anjum el vestido que llevaría esa misma noche, hizo que saliésemos para que se lo probase.

Al poco se abrió la puerta, era ella, una princesa, su belleza eclipsaría a la nueva esposa de Napoleón, ataviada con un elegante y pomposo vestido blanco roto con una espléndida cenefa de color sangre y un fajín a juego, nadie podría apartar su mirada de ella. Al joven gitano le temblaban las piernas, observando a su nueva amada sabía que posiblemente esa noche sería la última vez que la viese, lo agarré por el hombro para consolarlo, éste rehusó mi consuelo y se marchaba raudo a su habitación cuando el marqués dijo en voz alta y clara que nuestros sentimientos no podían frenar la misión que teníamos encomendada. Se volvieron a cerrar las puertas y marchamos a preparar nuestras armas y nuestros negros uniformes. Antes de llegar a mis aposentos se acercó el marqués de Bobigny acompañado por Arsene que portaba una larga y pesada caja.

−Amigo, esto es un regalo para ti –dijo.

−Es precioso –dije al comprobar que portaba un Baker nuevo.

−Está modificado, con él no puedes fallar –concluyó marchándose a sus aposentos para descansar, ya que el ocaso se aproximaba más rápido de lo que hubiésemos deseado.

Cada uno descansó como mejor pudo, Rashid se encerró desnudo en nuestra alcoba, frente al pequeño espejo comenzó a rezar en su idioma. Antonio y Anjum encerrados en su habitación posiblemente consumaran su amor, mientras los niños y yo limpiábamos incansables todas y cada una de nuestras armas, con un viejo trapo le intentaba sacar brillo a mi francisca, al cuchillo de ojos de serpiente y a mi hermosa cimitarra árabe, engrasaba las balas que dispararían el Baker modificado que me había regalado el marqués.

Así pasó el tiempo hasta que llegó el ocaso, antes que el sol se ocultase en su refugio del oeste ya estábamos preparados para partir a nuestra misión. Acompañamos a Anjum hasta el colosal carruaje que le esperaba en los hermosos jardines del palacete, allí un elegante marqués la ayudó a subir, Antonio no dejaba de apretar su puño hasta que el carruaje desapareció de nuestra vista. En ese momento me giré hacia mis amigos y hermanos.

−Amigos posiblemente nos reunamos en los Elíseos, sólo quiero decir que sin vosotros esto no hubiese sido posible. Sois mis hermanos y ha sido todo un orgullo servir a vuestro lado –respiré hondo tragando saliva para no dejar entrever una pequeña lágrima que se me escapaba.

−Nos veremos en los Elíseos –dijo Álvaro ofreciéndome su brazo.

−Perdurarán nuestras hazañas por los tiempos –dijo Antonio ofreciendo el suyo.

−Así será –le replicó un sonriente Rashid.

−Cada uno sabe su misión, no falléis. Nos vemos en el Castillo de San Sebastián o en los Elíseos –dije ofreciendo mi brazo a sabiendas que esa vez iba a ser la última que nos reuniésemos todos.

El sol se había ocultado por completo en su escondrijo dando paso a su hermana luna cuando salimos por la puerta del palacete en dirección Chaussée d´Antin. Habíamos dejado los caballos ocultos en distintas caballerizas de la capital cercanas a la mansión del príncipe austríaco. Bucéfalo me esperaría para partir como a él más le gustaba hacia mi querida tierra.

La música se escuchaba en lontananza, había soldados galos por todas las callejuelas del centro de la capital, pero no los suficientes como para no poder esquivarlos con facilidad, ocultos entre las sombras y las tinieblas que nos ofrecía la noche. Llegamos a la casa frente a la mansión, entre Rashid y Antonio despejaron el camino, sin armar mucho revuelo, de soldados franceses, ellos me protegerían desde distintas posiciones cercanas a la casa. Escalé no sin dificultad hasta el tejado, Antonio me acompañó, necesitaba alguien que repitiese el disparo por si yo fallaba, y él era quien mejor puntería tenía de los demás.

Nos tumbamos en la cresta del empinado tejado de la casa, situado en una posición francamente buena, podíamos divisar el aclamado y espectacular baile. Miles de invitados parecían pasarlo muy bien, charlaban amistosamente y bebían champagne, Pauline von Schwarzenberg parecía ser la sofisticada anfitriona del baile haciendo pasar a los asistentes hacia el salón desde los jardines donde se encontraban al vaivén de una serie de templetes de inspiración clásica desde los que saludaban a la concurrencia de jóvenes realmente bellos representando el papel de las musas. En ese momento llegó Napoleón con su nueva esposa en carruaje desde Saint Cloud, presidiendo un séquito extraordinario que incluía a los hermanos y hermanas del emperador con sus respectivas parejas. Antonio tranquilamente preparaba las balas, las engrasaba lentamente como si el tiempo se hubiese detenido.

−Hay que ser pacientes, solo un disparo. Debemos esperar que se acerque hasta el gran ventanal –le explicaba para tranquilizarlo porque sabía que en el fondo de su ser estaba angustiado.

−Maestro sé que no fallará y podremos irnos de una vez por todas de este maldito lugar –dijo.

Me empiné un poco mientras sacaba el catalejo, miraba intranquilo porque no hallaba a Anjum, respiraba hondo para relajarme, no podía estar exaltado antes de disparar. Al fin di con ella, estaba charlando distendidamente con María Anna, la esposa del anfitrión Karl Philipp von Schwarzenberg. Ella no dejaba de mirar a través de la gigantesca cristalera, se le acercaban numerosos invitados para saludar a la bellísima nueva conquista del marqués de Bobigny, muchos de ellos pude reconocerlos gracias a los numerosos retratos de los que disponíamos, como la reina de Westphalia, Catherine de Württemberg, mujer de Jerome Bonaparte o la reina de Nápoles, Caroline Bonaparte. 

Aún no se habían presentado al reciente matrimonio, la árabe no aguantaba la espera, se le notaba muy nerviosa, dejé un instante de mirar para dejárselo a Antonio cuando observé cómo un soldado de la guardia personal de Napoleón se acercaba al marqués de Bobigny, le dijo algo al oído y éste se mostró nervioso, llamé al gitano para decirle que algo marchaba mal, las cosas no estaban saliendo como queríamos, debía decirles a los demás que se preparasen, pronto deberíamos huir de allí. Continué mirando la escena, al pronto se acercó Napoleón, lo tenía a tiro, pero alcé mi mirada comprobando que otro soldado de la guardia del emperador se acercó a Anjum, sin apartar su mano de la larga espada acusaba a la árabe con su dedo, la cuñada del príncipe austríaco que era la verdadera anfitriona se percató de la delicada situación y mandó a la orquesta tocar un animado schottische para desviar la atención de lo que estaba ocurriendo. Los invitados comenzaron a bailar animadamente dejando de lado la pequeña disputa que había cerca del gran ventanal, Napoleón le ordenó algo a su guardia que sacó su pistola. El corazón comenzó a latirme muy rápido y muy agitado como si quisiera salir de mi cuerpo, ocurrió lo último que debía haber ocurrido, un dilema me invadió, matar al autor de toda la barbarie sufrida por mi pueblo o salvar a mi segunda, a mi amiga y hermana Anjum. Respiraba rápido, pero al pronto una ligera brisa fría y húmeda me rozó la cara, respiré hondo, agarré el Ojo de Farida, miré al cielo y supe lo que tenía que hacer. Cerré los ojos, me concentré y disparé. El soldado que apuntaba a Anjum cayó hacia un lado arrojando un candelabro contra una de las gruesas cortinas que prendió como si se tratase del mismo infierno, el fuego al contactar contra el barniz del techo recién pintado convirtió el salón en una espectacular bola de fuego, el caos se apoderó del baile, era un sálvese quien pueda, lo último que pude ver antes de saltar buscando a mis amigos, fue que la guardia personal de Napoleón puso a salvo a éste y a su nueva esposa María Luisa. Le ofrecí una oportunidad a la joven árabe, cómo ella hubiese hecho por mí.

Llegué hasta mis compañeros, al pronto un estruendo sacudió donde nos situábamos.

−Rashid, corred, han tenido que ver la chispa del disparo –exclamé.

−Nos vemos en la Isla de León o en los Elíseos –dijo el joven Diego que desde hacía días no se había pronunciado.

−No, estás loco –le gritó su hermano al comprobar que corrió en sentido contrario disparando su Baker.

Antes que llegase a la esquina una bala tumbó al muchacho, Antonio retuvo a su hermano como pudo, le gritaba que ya no podía hacer nada por él, pero el muy testarudo se zafó como pudo del gitano y se abalanzó hacia una pequeña partida de tres soldados galos que venían a por nosotros. Le ordené al gitano que disparase, debíamos eliminar a aquellos franceses, apunté con el Baker modificado del marqués y tumbé a uno de ellos, mientras el gitano acabó con la vida de otro, Álvaro encarado con el que quedaba sacó su gruesa navaja y luchó, comprobé la experiencia del galo, se zafaba limpiamente de las embestidas del enfurecido muchacho, yo intentaba recargar mi fusil pero antes que le introdujese la bala, el galo atravesó el corazón del joven Álvaro haciéndole caer junto a su pequeño hermano. Terminé de cargar el fusil y disparé, le dio de lleno en la cabeza tumbándolo al instante, Antonio corría en busca de los hermanos pero Rashid lo detuvo al escuchar los silbatos que provenían de la calle paralela. Corrimos, el griterío proveniente de la mansión se entremezclaba con los silbatos de los guardias que nos perseguían, se escuchaban desde todos los rincones de la capital, nos tenían rodeados. Rashid se detuvo a las puertas de una pequeña iglesia.

−No voy a seguir huyendo –dijo serio, cómo jamás lo había visto.

−Estoy con él, no puedo seguir huyendo –continuó mi fiel amigo Antonio.

−Cerca de aquí tendremos una oportunidad, seguimos hasta los jardines de las Tullerías, junto al palacio donde habrán recluido al enano loco –expliqué.

−¿Quién puede pensar que vamos allí?, cualquiera debería estar muy loco para ni tan siquiera acercarse al palacio del emperador después de lo que hemos hecho –dijo Rashid cambiando su malhumor por una media sonrisa.

−Desde aquellos jardines se accede al Sena, el río que cruza la ciudad, creo que es la única escapatoria que tenemos –concluí.

Corrimos como alma que lleva el diablo ocultándonos entre las penumbras de la ciudad, pero un enjambre de soldados galos aparecía por todos los rincones, silbando con sus estridentes silbatos nos localizaron antes de llegar al Sena. Un sinfín de disparos alumbraban los oscuros jardines de las Tullerías, las balas nos acariciaban indicándonos que nuestra hora estaba a punto de llegar. Ocultos tras un gran roble miré a mis amigos.

−Antonio debes marchar, salta al río y desaparece. Llega hasta el Castillo de San Sebastián. Busca debajo de mi cama y hallarás el diario que tanto han querido todos los bandos, solo se lo puedes entregar en mano a nuestro general –le ordenaba.

−No, jamás me separaré de usted, maestro –decía escapándosele una gruesa lágrima de su oscuro ojo recorriendo su tez sucia, manchada de pólvora.

−Es una orden –exclamé serio.

−Amigo ha sido todo un honor luchar a tu lado –le dijo Rashid con su marcado acento hindú.

−Rashid debemos cubrirlo para que pueda escapar –le ordené sonriendo.

−Es nuestra hora, amigo, al fin podré pagarte con la misma moneda, mi alma será libre y solo Indra podrá juzgarme –explicó el Cipayo.

Conté hasta tres, salimos disparando los fusiles acertando en algún blanco, un tropel de soldados galos nos disparaban, desvié mi mirada hacia el gitano que se detuvo un instante para ver la escena.

−Corre insensato, corre –exclamé mientras notaba una bala atravesándome el hombro.

Malherido me abalancé hacia los expertos soldados galos, Rashid me acompañaba gritando en su ininteligible idioma, al ver cómo corríamos hacia ellos no se asustaron e hicieron lo mismo, el Baker modificado acabó con la vida de otro galo pero ya no había tiempo para cargarlo, saqué mi pistola y otro soldado cayó al suelo. Era la hora de los valientes, sacamos nuestras pequeñas armas, con francisca en una mano y el cuchillo de ojos de serpiente en la otra ataqué a los gabachos, aparté mi mirada un instante observando cómo Rashid acababa con la vida de cuantos franceses se le cruzaban, su enorme hacha despedazaba como si de muñecos de trapo se tratase, hasta que entre aquel griterío escuché un silbido y un relámpago iluminó el cielo, una bala le atravesó su corazón, su enorme corazón, haciéndole hincar las rodillas en el suelo, su hacha manchada de sangre francesa se le escurrió de las manos, una manos cubiertas con el color del ocaso, las levantó para decirle algo a su dios Indra cuando se volvió a iluminar el cielo tumbando aquel héroe de la India.

Un odio invadió mi corazón, la ira hizo que no pensara, solo actuaba, respiraba hondo, luchaba contra todo soldado que se acercaba, retenía su estocaba con la francisca y lo acuchillaba sin piedad, recordando la escena de Anjum con Mazen, cada vez me sentía más agotado, solo escuchaba gritos, el sudor mezclado con la sangre me recorría el rostro cerrando mis ojos, los abrí rápidamente parpadeando repetidamente para poder limpiarlos y ver bien. Estaba rodeado, al menos diez soldados galos me miraban temerosos de atacar, aquella vez mis diosas no pudieron ayudarme, ni siquiera noté la brisa gélida de la llegada de Caronte, era mi adiós a la vida, pero si moría allí jamás me reuniría con mi amada, había un trato y tenía que cumplirlo, aunque sino lo conseguía quizás mi amigo el gitano lo llevase a cabo.

Hinqué la rodilla en el suelo intentando recuperarme, casi ahogado respiraba muy rápido, solo escuchaba −le veut vivant−, no sabía que quería decir aquello pero se lo gritaban unos a otros, ninguno me atacaba, hasta que, de nuevo, la ira invadió lo que quedaba de mi maltrecho corazón, me arranqué y ataqué a uno de ellos, que consumido por el miedo no pudo reaccionar, otro francés tumbado, me ensañé con él, estaba ido, lo apuñalaba en el suelo sin piedad, hasta que lo miré, una lágrima se me escapó, no tendría más edad que yo e iba de camino al inframundo, comprendí en aquel momento que ellos solo hacían lo que les ordenaban, al igual que yo, de repente noté un fuerte golpe en mi nuca que hizo que me envolviese un profundo sueño, caí derrotado a los pies de los soldados galos.

Allí estaba, a las puertas de los Elíseos, en lontananza podía ver a muchos de mis amigos, Rashid, los pequeños hermanos Álvaro y Diego, Fabio, Manuel el ligero, Romero Álvarez, y a mi amada acompañada de sus tíos, una sensación de sosiego invadió mi corazón, intenté dar un paso para acercarme hacia ellos pero no podía, mis pies estaban inmóviles, además alguien me impedía el paso, un hombre con una oscura capucha se acercó, se descubrió, era el capitán general de Andalucía, Francisco Solano, me puso cortésmente la mano en mi pecho negándome la entrada.

−¿Por qué no puedo entrar?, necesito estar junto a mi esposa –le dije.

−No has cumplido tu misión –dijo serio.

−He hecho lo que me mandaron –contesté resignado.

−Tendrás otra oportunidad –dijo mientras una cegadora luz invadía la entrada de los Elíseos ocultando todo lo que rozaba.

Un brusco puñetazo en mi delicado y amoratado cuerpo me despertó, al principio todo eran estrellas cegadoras que impedían que viese donde me encontraba, la deslumbrante luz se tornó penumbra. Intenté mover una de mis manos pero unos gruesos grilletes me lo impedían, tiré fuerte pero no podía moverme. Al rato conseguí ver, estaba en una pequeña celda, dos hombres vestidos como los odiados mamelucos me miraban fijamente, sus prominentes bigotes los delataban, estaba recluido en una mazmorra. Uno de ellos hablaba mi idioma, se acercó hasta mí, acercó su asquerosa y apestosa boca a mi oído para decirme que no podía ni imaginar lo que iban a hacer conmigo, en uno de mis impulsos le acerté de pleno en la nariz con la única parte de mi cuerpo que podía mover, la cabeza. Éste se retiró hacia atrás tapándose la sangrante nariz hasta que se me abalanzó golpeándome fuertemente en el estómago, además al girarse me volvió a golpear pero esta vez en mi hombro malherido, grité de dolor esperando otro golpe, de repente alguien abrió la puerta, los dos mamelucos se cuadraron ante aquel hombre, que por su indumentaria debía ser un alto mando gabacho.

−Soy el conde de Malasang –dijo con su acento catalán.

−Traidor –grité escupiendo al suelo.

−El emperador está muy enfadado contigo –decía mientras se atusaba su fino bigotillo−. Sabes que han muerto varios invitados al baile, entre ellos la cuñada del príncipe Karl. Pero esa no es la cuestión, ¿qué vamos a hacer contigo?, ese es el verdadero interrogante –explicaba.

−Pude ver cómo se cagaba de miedo tu emperador, cualquiera puede matarlo –dije riendo.

−Nadie va a saber jamás que fue un atentado, gracias al fuego que provocaste va a parecer un accidente. Volviendo a lo que me interesa, podemos cortarte la cabeza con la guillotina al igual que haremos con tu aliado Wolfgang Bahr, que se encuentra en la mazmorra de al lado, y del traidor marqués de Bobigny que salvó su vida del fuego para ser guillotinado ahora por alta traición. Ya lo tengo, te descuartizaremos, tus piernas volarán hacia Rusia para advertir al Zar de lo que les ocurre a los enemigos del emperador, tus brazos a ingleses y portugueses, por último tu cabeza la clavaremos en una pica a las puertas de la Isla de León donde está el grueso del ejército del mariscal Víctor –explicaba sin dejar de tocarse el bigote.

−Eres el próximo en mi lista –dije riendo.

Pasaron los días mientras me pudría en aquella oscura mazmorra del Palacio de las Tullerías, donde se alojaba el mismísimo emperador de la grandiosa Francia. Sentado en una esquina esperaba mi hora, recordaba a todos mis amigos caídos en combate, pensaba en Anjum y el gitano, preguntándome si habrían sobrevivido.

Al fin escuché cómo habrían la escandalosa puerta, los dos mamelucos me levantaron como si fuese un trapo, me los quité de encima diciéndoles que caminaría yo solo hacia mi destino, no necesitaba que nadie me acompañase. Salí de la oscura mazmorra para reencontrarme con mi amigo Wolfgang y el marqués de Bobigny, los habían apaleado, sus oscuras manchas en la piel así lo indicaban, además de los numerosos cortes que tenían en sus rostros, sin embargo al cruzarnos me sonrieron.

Salimos a un enorme jardín, con el contraste del fuerte sol me cegué, solo podía ver numerosos puntos brillantes hasta que mis ojos se hicieron a la luminosidad aplastante de aquel caluroso día de verano. Un gran entablado de madera con unos pocos escalones se situaba al final del hermoso jardín, había multitud de invitados que no dejaban de vociferarnos, nos gritaban improperios que solo ellos entenderían, que bien que no supiese su idioma me decía a mí mismo.

Arrastrábamos los grilletes hacia nuestra muerte, situados junto al enorme atrio, un exaltado conde de Malasang arengaba a los presentes que vitoreaban sus palabras gabachas. Nos colocaron en orden, primero el marqués de Bobigny, a continuación yo y dejaron a Wolfgang para el final. De repente cogieron al marqués de Bobigny, arrastrándolo lo colocaron bajo la guillotina, el conde arengaba a los invitados hasta que miró al verdugo, que encapuchado, soltó la guillotina, su cabeza cayó rodando hasta una cesta situada frente al exaltado público. Miraba al cielo sabiendo que pronto partiría, y jamás volvería con María, un odio invadió mi corazón pero volví a sosegarme cuando observé una mujer acercándose hacia mí, vestida por completo de blanco parecía que nadie más pudiese verla, el mundo se detuvo un instante. Una fría brisa del Bóreas me rozó la cara, al fin llegaba Caronte para ayudarme a cruzar, aunque mi destino no fuese junto a mis amigos y mi amada. Los mamelucos me subieron hacia el atrio, me colocaron de rodillas mirando hacia el público asistente, el conde no dejaba de arengar a los allí presentes, mientras que el verdugo, que no sería más alto que yo y muy canijo se acercaba hacia la cuerda que tensaba la guillotina, con hacha en mano giró su cabeza buscando al conde. El tiempo volvió a detenerse, de nuevo apareció aquella hermosa mujer, vestida completamente de blanco se acercaba lentamente hacia mí.

El griterío se tornó silencio, una paz invadía el ambiente, situada frente a mí pude comprobar de quién se trataba, era María, con su hermoso vestido blanco y su diadema de margaritas me miraba fijamente, a su lado un pequeño niño me sonreía, dos lágrimas recorrieron mi sucio rostro hasta caer en sus pies, desvió su mirada hacia el verdugo, cuando volvió a mirarme se llevó su dedo índice hacia sus rojos labios pidiéndome silencio, de repente una luz cegadora acompañada de un terrible estruendo invadió los jardines del Palacio de las Tullerías devorando todo a su paso y resquebrajando los cimientos de la Tierra.