Capítulo 5.
Travesía por el Flegetonte.
La temible tormenta se acercaba a pasos agigantados engullendo todo a su paso, casas, camellos, gente, eché el alto a mis amigos, solo había una oportunidad de salir de allí, debíamos atravesar el Chamsin, sería peligroso pero era nuestra única oportunidad, un ejército de custodios de Al Tayiib nos perseguían.
−Montad en los camellos, vamos a enfrentarnos a la muerte, nuestra única vía de escape es atravesar esa maldita tormenta de arena –dije muy seguro de lo que decía.
−Estás loco, Nazarí –contestó Anjum.
−Sí, pero su locura me sacó de una prisión de la que nadie escapó jamás –replicó Rashid.
−Cubríos la cara con uno de esos turbantes, miremos a la cara a la muerte, es el tiempo de los valientes –concluí.
Montamos en aquellos fuertes animales, ellos no le tenían miedo a una tormenta de arena, habían sobrevivido a demasiadas. Nos cubrimos las caras dejando solo entrever un poco los ojos, nos dirigimos presurosos hacia el encuentro de la tormenta. Un ruido ensordecedor precedía la nube de arena y piedras que nos iba a engullir, Anjum me adelantó, la joven árabe tenía demasiados secretos pero era una excelente guía, ella me conduciría hasta Tánger, de allí hasta la isla de Santa Catalina. Recondujo a su camello en dirección noreste con la vista puesta en Taroudant, a unas veintiséis leguas de la ciudad amurallada, allí podríamos aprovisionarnos para continuar nuestro periplo por el desierto. A las puertas de la tormenta intentaba no cerrar los ojos para poder seguir a nuestra guía, pero era imposible, la arena chocaba contra mi cuerpo fuertemente casi tirándome del camello, que sin embargo no se inmutaba, era un noble animal aquel feo camello. En aquel momento recordaba con añoranza a Bucéfalo, el mismo que hubiese atravesado aquella pared de arena de una sola zancada, su negro intenso destellaría en aquella negrura opaca, sin brillo. Me agarré fuerte a mi nuevo compañero de fatigas, el tiempo se detuvo como si el reloj de arena estuviese tumbado, un intervalo donde pude repasar mis últimos meses en aquel nuevo continente, el ruido desapareció, pude evadirme de aquel crujir del cielo recordando cada detalle de mi estancia en el Pozo del Diablo, de aquel soldado que me ayudó, que solo podía ver yo, mi locura iba en aumento y solo había una forma de volver a la cordura, debía acabar lo que hacía más de un año había comenzado en aquella pequeña aldea de Granada, El Jau.
Sumido en mis recuerdos comencé a notar una sensación de ahogo, un calor insoportable me estaba haciendo sudar como jamás lo había hecho, ese calor me subía hacia la cara, mis ojos se encendían como las pequeñas ascuas de un brasero de cualquier puerta de mi añorada aldea, mi respiración se hacía más lenta mientras mi corazón latía con más intensidad, quería salirse del pecho, el ruido era tal que quería reventar mis tímpanos, hasta que al fin esa sensación de ahogo se tornó paz, una calma indescriptible, sosegado respiré profundamente, el ruido desapareció dando paso a un silencio sepulcral, no sabía si abrir los ojos, si hubiese muerto no volvería al lado de mi amada María en los Elíseos, posiblemente cruzaría el Flegetonte en dirección al gran foso del Tártaro. Debía hacer frente a mi destino, justo antes de entreabrirlos, una dulce y melódica voz rompió aquel terrible silencio indicándome que no pasaría nada, ensordecido sabía que todo había pasado, abrí mis legañosos ojos comprobando que había conseguido atravesar la atroz tormenta, miré en lontananza intentado focalizar bien una figura situada enfrente, era la joven Anjum gritando al cielo palabras ininteligibles para mis dañados oídos. Me arrojé al suelo desde lo más alto de mi camello, hincado de rodillas en la arena del desierto miraba en todas direcciones buscando a mi amigo Rashid, el sol brillaba con tal fuerza que era difícil ver, las pupilas empequeñecían dejando solas a las retinas, las dunas del desierto donde nos encontrábamos querían tocar el sol, me levanté raudo buscando a Rashid en la profundidad de aquella enorme duna, solo arena, tanto riesgo para perder al Cipayo en una tormenta, de repente observé cómo la arena de las faldas de aquella duna se movía, un brazo brotó de la arena, salté rápidamente hacia él, allí estaba, enterrado en el médano, su camello berreaba intentando ponerse en pie, hasta que con un último brutal berrido se alzó emergiendo del arenal.
Habíamos conseguido salir airosos del pavoroso vendaval, Anjum hincada de rodillas rezaba a su dios mirando hacia el este, Rashid y yo nos abrazábamos sabiendo de la gesta que acabábamos de conseguir. El Cipayo miraba al cielo y clamaba a su dios Indra, yo tocaba el Ojo de Farida, me había vuelto a salvar de una muerte segura. Una vez agradecimos el estar vivos miré a la joven árabe.
−Hacia Taroudant, no debemos fiarnos –ordené.
−Y tanto, una pequeña compañía de rastreadores francoárabes nos seguían al escapar del Pozo del Diablo, ahora se les unirán los custodios de ese Al Tayiib –explicó el Cipayo.
−¿Cómo lo sabes? –le pregunté.
−Pararon la caravana que me conducía hacia el Palacio Blanco preguntando por tres presos escapados de la prisión, les dieron a Wolfgang, pero conmigo querían hacer negocio, así que les mintieron sobre mí. Al mando iba un enorme soldado con un parche en el ojo, ese no era árabe, ni siquiera creo que fuese francés. Muy interesado en un tal Maestro –explicó.
−Ese Maestro murió en lo más profundo del Pozo del Diablo –contesté mirando fijamente a Rashid.
−Te debo por dos veces la vida, amigo, me da igual quién fueses, ahora estaré a tu lado hasta que pueda pagarte con la misma moneda o muera intentándolo –explicó el hindú extendiendo su tatuado brazo.
−¿Qué habrá sido del pobre austríaco? –pregunté.
−No sé, espero que siga con vida, era un buen hombre –concluyó Rashid.
Anjum no dijo nada, su cara demostraba satisfacción, había conseguido lo que buscaba, sus razones tendría para acabar con la vida de Al Tayiib, la frágil joven que me encontré en la playa no era tan delicada como creía, al cortarle el cuello al califa de la ciudad amurallada noté que no era el primero que pasaba a cuchillo. Seguía a raja tabla el consejo que me dio en su momento Ramón o Dominique de Jover de no fiarme de nadie, pero aquella joven tenía algo especial que hacía que no desconfiase de ella, aseguraba por mi vida que ocultaba algo aunque me era indiferente, si no quería desvelar su secreto no sería yo quien hiciese que lo revelase.
Le ofrecí la posibilidad de separarnos, no tenían por qué acompañarme en mi viaje, los dos me miraron dando razones fundamentadas de su obligación de no separarse de mi lado hasta no pagar su deuda, sus dioses no se lo perdonarían.
Revisamos las provisiones y el armamento, no podíamos dejar ningún detalle al azar, si debíamos enfrentarnos con nuestros perseguidores mejor tener las armas a punto. Teníamos provisiones para un par de días, el avituallamiento justo para llegar hasta Taroudant, descansando lo mínimo en dos días llegaríamos a la ciudad de las nueve puertas.
Cruzábamos aquella maldita y seca tierra, solo arena nos encontrábamos en nuestro peregrinar, con la esperanza de ver algo verde en nuestros pensamientos, pero solo encontramos arena amarilla y alguna que otra bolina seca acompañando a la ligera brisa en la que se transformó el temible viento, así durante dos días completos. Agotados por el terrible esfuerzo nos aproximábamos a Taroudant. Se hacía noche, la agobiante atmósfera que trajo consigo aquel atroz vendaval se tornó claridad, un enorme mapa de estrellas invadía el firmamento, nos situamos a menos de media legua de una de las entradas a la ciudad, debíamos descansar, no podíamos entrar en plena oscuridad, era demasiado llamativo y según Rashid nos perseguían un numeroso grupo de cazadores. Ocultos tras una enorme duna bajamos de nuestros camellos, la arena con la noche se enfriaba y podíamos sentarnos en ella, los animales se tumbaron cerca. La enorme luna tumbada sobre el horizonte nos iluminaba cual alba, Anjum sacó de una de las alforjas de su camello un enorme pan de pita redondo, carne seca de cordero y un poco de vino, gratitud del sirio.
−Rashid ella es Anjum –le dije sin haber tenido tiempo de presentarlos.
−¿Te fías de ella? –dijo sin andarse por las ramas.
−Sí, ¿por qué lo dices? –contesté con otra pregunta.
−Has visto como le pasó el cuchillo a ese Al Tayiib –dijo serio, mirándola desafiante
−Sí, pero no me importa su pasado. Está con nosotros y ahora es una de los nuestros –repliqué.
−No os preocupéis por mí. He estado toda mi vida preparándome para ello –intervino la joven árabe.
−¿Si? –pregunté incrédulo.
−Sí, podéis estar tranquilos, ahora lo único que me mantiene atada con esta vida es que te debo la vida y solo conseguiré estar en paz cuando te devuelva la moneda –contestó mirándome sin pestañear.
Rashid no se quedó muy conforme pero sabía que todos teníamos un motivo para luchar, el más fuerte pero más zaino era la venganza, no te dejaba pensar con claridad porque solo estaba enfocada a conseguir un objetivo, no te dejaba ser precavido, te cegaba a la hora de actuar, esa furia reprimida te desproveía de utilizar la parte más importante en esos duros tiempos de guerra, la razón. Miré a la joven árabe observando en su rostro la contrariedad que la acechaba, por un lado la satisfacción por haber dado muerte a ese hombre que odiaba con toda su alma pero a la vez el darse cuenta que lo que acababa de hacer no le devolvería la felicidad. Rashid intentó calmar la tensa aclaración de Anjum con una canción en su idioma que hablaba de su dios Indra armado con su espada relámpago Vashra y su elefante de tres cabezas Vajana, dios de la guerra, entró rompiendo las fortalezas de piedra de los Diablos o Dasius invocado por los combatientes de ambos bandos en la batalla de los Diez Reyes. Esa historia la explicaba mostrándonos pasajes del Rig−veda, tatuados en su musculosa y oscura figura. Lo mirábamos expectantes ante aquel despliegue de historias de su dios y de sus numerosas batallas, me olvidé por un instante de todo, perplejo escuchaba mirando el mapa de constelaciones situado en el azulado cielo que nos cubría, no pensaba, ni recordaba ni añoraba tiempos pasados, solo escuchaba aquella melódica y potente voz. Mi conciencia me despertó de aquella calma, la paz que me invadía se tornó, de nuevo, nerviosismo, no podía relajarme ni un instante, lo mismo que nosotros habíamos atravesado el temible Chamsin, nuestros perseguidores podrían haberlo logrado también. Miré a mis compañeros indicándoles que debían descansar, nos esperaba un duro y fatigoso día, haría la primera guardia alejado un cuarto de legua aproximadamente, apostado en una alta duna donde sobresalía una enorme piedra caliza. Anjum me previno sobre los numerosos escorpiones negros que abandonaban sus guaridas con el fresco de la noche, y normalmente estaban cerca de las rocas y piedras. Agradeciéndole su consejo cogí mi Baker, un catalejo y la hermosa cimitarra para hacer la primera guardia.
Me senté cerca de la roca, pero lo suficientemente retirado para no toparme con ningún escorpión, una picadura podría ser mortal, aún no había llegado mi hora. Oteaba el horizonte en pos de encontrar a nuestros perseguidores, pero lo mismo que nosotros estarían descansando. Miré al cielo mientras tocaba el Ojo de Farida, agradecía las numerosas veces que me había salvado en poco tiempo, intentaba recordar el rostro cada vez más borroso de María, no podía olvidarlo, pero no conseguía verlo nítidamente, una lágrima se escapó recorriendo lentamente mi mejilla hasta toparse con la fría arena. Me llevé el puño a la cara para secar el rastro que había dejado aquel lamento cuando llegó Anjum, le tocaba la segunda guardia.
−Nazarí, debes descansar, como has dicho mañana será un nuevo y duro día, debemos aprovisionar en Taroudant para proseguir nuestra marcha hasta Ouarzazate, son sesenta y cinco leguas y tardaremos como poco tres días, a ritmo de camello –explicó la joven.
−Eres una excelente guía, no podría haber tenido mejor suerte –contesté.
−No podría haber tenido mejor entrenamiento, recorrí muchas veces la ruta desde Sidi Ifni hasta Tetuán–dijo.
−Gracias –dije marchándome a descansar.
Entreabrí los ojos observando como el azul oscuro casi negro de la noche se tornaba en claridad, el sol comenzaba su peregrinaje desde su escondite al este, miré sorprendido que no estuviesen mis nuevos compañeros de fatigas, me incorporé sobresaltado comprobando que Anjum rezaba mirando hacia el este, buscando La Meca, y Rashid se aproximaba desde la roca caliza terminando su guardia. Esperamos pacientemente que la hermosa árabe terminase su oración para encaminarnos hacia la ciudad amurallada.
Llegamos temprano a una de las nueve puertas de la ciudad, era una pequeña ciudad mercado fortificada de la ruta caravanera que tantas veces había visitado mi joven amiga, no existía nada al exterior de las murallas, no como en Tiznit que había poblados con los faqiires, toda la vida se hallaba en el interior de la larga y alta muralla, tenía poco más de una legua de larga, casi cincuenta pies de altura, de color ocre se camuflaba con todo el paisaje exterior, al entrar pude comprobar que nos encontrábamos en un hermoso oasis, el verde predominaba en toda la ciudad, altas palmeras formaban largas calles que se dividían en otras paralelas, numerosas fuentes refrescaban la calurosa mañana que se presentaba. El zoco que se situaba en el final de la calle donde se encontraba la plaza mayor comenzaba a montarse, los comerciantes corrían de un lado hacia otro montando sus puestos de venta de fruta, verduras, hierro forjado, pieles, y así un sinfín de puestos. Caminábamos lentamente acompañando a Anjum que sería quien comprase, ya que nosotros no entendíamos su idioma, mientras ella se dedicaba a aprovisionarnos para nuestro peregrinar hacia la otra ciudad, yo me fijaba en sus hermosos edificios, todos del mismo color ocre de la muralla, decorados con innumerables detalles árabes, hasta que miré hacia el final de la calle donde se encontraba el alto y esbelto minarete. Embobado contemplaba aquella hermosa obra de arte, pensaba en lo buenos que eran los arquitectos musulmanes mientras recordaba mi añorada Alhambra, pero también pensaba en lo buenos que fueron quienes la construyeron, con sus manos desnudas hacían magia, ellos deberían llevarse una parte del mérito de construir aquellos monumentos, no que siempre se lo llevaba quien había puesto el dinero para construirlos o quienes lo habían diseñado. Envuelto en mi raciocinio pasaba el tiempo sin darme cuenta, Rashid se acercó hasta mí indicándome que la joven había comprado lo suficiente para llegar hasta la próxima ciudad, debíamos seguir el río Sus hasta llegar a las montañas del Atlas, así bordearíamos la ruta de las caravanas para intentar despistar a nuestros perseguidores.
Llegó Anjum con rostro serio, se acercó hasta mí indicándome que debíamos hablar, nos apostamos a unos pocos pasos de Rashid, que cuidaba de camellos y avituallamiento, resguardado bajo la sombra de una enorme palmera, del cada vez más abrasador sol.
−¿Qué has averiguado? –intuí.
−Han puesto precio a nuestras cabezas –contestó.
−¿Otra vez? –pregunté irónico.
−Debemos partir de inmediato, aunque el sol nos abrase debemos llegar a las altas montañas, allí conozco un sendero por un desfiladero resguardado del calor, nadie nos seguirá por allí, nadie está lo suficientemente loco para atravesar aquel angosto camino. Pero hay un pequeño problema –explicó.
−¿Qué problema? –pregunté intrigado.
−Los camellos no atravesarán el desfiladero, es demasiado estrecho y además no son animales para subir montañas. Debemos comprar caballos, o mulos, pero debemos ser cautos con el dinero del sirio, sus monedas son conocidas por todo el país, maldito hijos de mil padres –dijo seria escupiendo al suelo.
−Esos modales –le recriminé mirando a ambos lados.
−Lo siento –contestó.
−¿Y si vendemos nuestros camellos y con ese dinero consigues caballos? –le pregunté.
−Una excelente idea Nazarí, algún día debes relatarme tu historia –contestó.
−Mi historia cayó en un abismo y no hay vuelta atrás –concluí dejando el tema por zanjado.
Buscamos por todo el enorme zoco algún acaudalado comerciante para venderle los camellos, cada vez había más gente, la mayoría con premura, el sol empezaba a apuntar alto, todos buscábamos con ahínco una sombra donde resguardarnos. Rashid y yo, apostados cerca de una datilera observábamos lo bien que se desenvolvía la joven Anjum buscando un comprador, hasta que al fin encontró uno. Un hombre no muy viejo, de unos cincuenta años, entrado en carnes, con una larga túnica blanca adornada con bordados de color morado y un pequeño tarbuch, que no le ocupaba ni la mitad de su enorme cabeza, del mismo tono cárdeno con una pequeña borla colgando del mismo balanceándose de ojo a ojo. La encantadora Anjum dijo que aquel comerciante necesitaba los camellos para poder transportar todas las alfombras que acababa de adquirir, había traído mulos pero se encaprichó en demasía y estos no podían cargar con todo. Le hizo un buen precio, realmente no necesitábamos el dinero, pero era más seguro pagar con las monedas del gordo comerciante que con las del sirio que matamos en aquella tetería, y por el cual habían puesto precio a nuestras cabezas.
Antes que el sol apuntase en lo más alto del transparente cielo ya habíamos conseguido tres caballos y un mulo. Salimos de la ciudad de las nueve puertas con el sol apostado en el centro de la bóveda celeste, debíamos llegar en el ocaso a las faldas de las montañas del Atlas, había que hacer noche allí para antes de amanecer partir hacia Ouarzazate.
Un duro trayecto por las dunas, abrasaban como ascuas en un brasero, caminábamos por el Flegetonte descalzos, los caballos no eran rudos como los camellos, los llevábamos de las riendas atravesando el río de fuego. No nos detuvimos para comer, solo bebíamos agua conseguida por la joven en Taroudant, hasta que el sol cansado de su peregrinar por el firmamento decidió retirarse a descansar, antes de ocultarse por el horizonte nos topamos con las faldas de las montañas del Atlas.
Al fin podíamos descansar, los caballos agotados por el intenso calor del día pasado se apostaron cerca de unos juncos a la rivera de una enorme charca concedida por el río Sus. Saqué con presura mi Baker, cogí algo de pólvora, algunas balas, la cimitarra y el catalejo, les ordené a mis amigos que descansaran y comiesen algo, debía subir la montaña para observar si habían dado con nuestro rastro, no debíamos confiarnos sino caeríamos presa de los cazadores que anhelaban nuestras cabezas, bien valoradas según un amigo comerciante de la joven árabe. Antes de partir Rashid me lanzó un trozo de pan de pita muy típico del cercano oriente, además de unos deliciosos dátiles. Corrí montaña arriba buscando una posición donde contemplar el horizonte sin ser descubierto, lo encontré a unos novecientos pies del campamento, una enorme roca me cubría, el gélido viento me rozaba la cara erizándome la piel, era un cambio brusco de temperatura, había pasado del infierno de un volcán a las tórridas montañas de una sierra. Saqué el catalejo oteando el horizonte, comprobé que a un cuarto de legua había apostado un pequeño campamento, no podía distinguir si eran los cazadores que nos buscaban, rocé el Ojo de Farida rogando una señal, la pequeña gélida brisa se tornó un brusco susurrante viento, quien me protegía quería que saliésemos raudos de allí, era poca distancia la que nos separaba de nuestros, supuestamente, perseguidores. Bajé todo lo rápido que pude el gran desnivel que me separaba de nuestro campamento, al llegar comprobé como charlaban tranquilamente mis nuevos compañeros de aventuras.
−¿Qué has visto, Nazarí? –se apresuró a preguntar Anjum.
−Hay, a menos de un cuarto de legua, un campamento con numerosos hombres con caballos –llegué a contestar con la respiración entrecortada por el esfuerzo.
−¿Qué crees? –preguntó Rashid.
−No sé, pero hay dos alternativas, quedarnos aquí y salir al alba o partir de inmediato –dije.
−Es una locura –exclamó la joven antes de poder terminar mi explicación.
−Una locura era entrar en el Palacio Blanco y salir airosos de allí –me apresuré a contestar.
−Y salir del Pozo del Diablo arrojándonos por el acantilado –reafirmó Rashid.
−Estáis locos de remate –dijo sonriendo la joven.
−Creo que para no correr riesgos deberíamos partir ahora, la luna se sitúa frente a la montaña del Atlas, nos servirá de guía, ¿no, Anjum? –pregunté a la árabe.
−¿De verdad saltasteis por los acantilados gemelos? –seguía asombrada.
−Sí, y aquí estamos –contestó Rashid.
−Comemos algo y partimos de inmediato –ordené sin dejar hablar a Anjum.
Cenamos rápido, cargamos al mulo, montamos en nuestros caballos partiendo inmediatamente ladera arriba. La noche era propicia para cabalgar, la gran luna nos iluminaba el angosto sendero, piedras y roca se entremezclaban con la fina arena que conforme subíamos se tornaba en guijarros, afilados como cuchillos crujían con el paso de los corceles, sus grandes cascos reventaban las finísimas piedras negras. Cada vez se empinaba más el camino y más grande era la altura de la caída, lentamente subíamos hasta que llegamos a un punto en el que tuvimos que descabalgar y llevar de las riendas a los pequeños caballos árabes. Anjum que iba la primera reconoció el terreno, ya no habría que subir más, el sendero se allanaba poco a poco hasta tornarse totalmente horizontal, habíamos llegado a lo más alto de la montaña del Atlas, la señora luna peregrinaba hacia su escondite dando paso a su hermano sol, la claridad nos invadía, eché el alto para volver la vista atrás y comprobar que no habíamos dejado ningún rastro visible para nuestros perseguidores, según la joven árabe nadie, a excepción de su tío y pocos más conocían aquel peligroso sendero. Cogí el Baker y el catalejo, le di las riendas a Rashid y me quedé rezagado, Anjum me dijo que siguiera el camino hasta llegar a un cruce donde el sendero se dividía en dos, uno que subía hacia arriba y otro que bajaba ladera abajo, tenía que coger el que subía la montaña o me perdería en un enorme cañón sin salida.
Perdí de vista la pequeña caravana que formábamos, escalé hacia una posición que me resultaría idónea para comprobar si nos seguían. Tumbado sobre una gran roca con el enorme sol a mi espalda ocultándome saqué el catalejo, cuál fue mi sorpresa al comprobar que uno de sus rastreadores nos había recortado bastante distancia, pero solo logré ver a uno, no podía imaginar de donde había salido ese rastreador pero era muy bueno, habíamos caminado toda la noche y no perdió el rastro en ningún momento, además de recortar distancia. Pero ese iba a ser su error, no podía dejar que nos siguiese, no dejaría que nos capturasen y menos que diesen con el ansiado diario.
Si todo salía bien, tendría poco tiempo para alcanzar a mis amigos, explicarles lo sucedido e intentar limpiar nuestro rastro. Miré al cielo tocando el Ojo de Farida, sabía que podía hacerlo, ya lo había conseguido en otras ocasiones, pero esta vez iba a ser un poco más complicado, tenía que matar al rastreador a unos mil quinientos pies, más del doble de la distancia de impacto de aquel fusil, había escuchado en innumerables ocasiones que los mejores tiradores del glorioso ejército inglés habían hecho diana a muchos más pies. Saqué de mi bolsillo tres balas, de mi cinto cogí un poco de grasa que siempre llevaba en una pequeña bolsa de cuero, eso haría que fuese más preciso, las unté bien, cargué la pólvora, apoyé el Baker contra una pequeña piedra saliente desde mi privilegiada posición, lo cargué tomándome todo el tiempo del mundo, preparé las balas al alcance de mi mano, desde donde no necesitase levantarme para poder recargarlo, sino acertaba a la primera tendría otras dos oportunidades, antes de contar cincuenta debía hacer los tres disparos y en uno de ellos abatir al rastreador. Mi única ventaja era la estrechez del sendero, solo había un camino y si quería seguirnos era por allí. Esperé pacientemente, a esa distancia no necesitaba el catalejo, lo vería perfectamente. Al fin asomó saliendo de una pequeña curva que hacía el sendero, vestía completamente de negro, un magnífico rastreador pero no muy avispado, su traje oscuro lo delataba, una mancha negra en una pared blanca. Respiré hondo, recordaba los sabios consejos del Hermano, lo tenía a tiro, pero a tanta distancia la bala podía desviarse, la primera me delataría donde debía ir la segunda. Una gélida brisa me rozó la cara, llegaba Caronte a recoger otra alma, abrí los ojos, lo enfoqué al instante y disparé, un trueno en aquellas altas montañas del Atlas, fallé, la bala impactó a un palmo a su izquierda reventando una pequeña piedra que quedaba por debajo de él, éste no se esperaba el trueno, hincó la rodilla en el suelo, pero su negro uniforme me indicaba en todo momento donde se hallaba, inmediatamente cogí una de las dos balas que me quedaban, no había contado veinte cuando ya estaba cargado, de nuevo, el Baker, sabía perfectamente el desnivel que cogía la bala, apunté quedando un palmo por encima de su cabeza y otro palmo a mi derecha, otro trueno retumbó en el eco de aquel maldito sendero, esta vez el cuervo cayó fulminado rodando ladera abajo hasta desaparecer de mi vista. Cogí la bala que quedaba, me enganché el magnífico fusil a mi espalda, me dejé caer desde aquella posición hasta llegar al sendero y corrí, corría como alma que lleva el diablo, nuestras vidas dependían de ello. Los compañeros del rastreador no andarían lejos, el camino se estrechaba por momentos y el sol me dificultaba la visión, miraba hacia atrás desconfiando que el rastreador no nos siguiese solo. La duda me asaltaba, si no iba solo, no podríamos despistarlos nunca, me frené en seco, miraba en todas direcciones buscando una buena posición, hasta que me topé con ella, una enorme roca en medio del sendero dejaba una pequeña curva haciéndolo desaparecer. Comprobé que desde esa posición tenía una visión de más pies que la anterior, un disparo aún más complicado, más pies y una sola bala. Aposté una rodilla en el suelo, cargué el rifle, lo apoyé en el hombro y esperé, sabía que le llevaba una distancia corta, así que pronto aparecería, si es que tenía un compañero el rastreador abatido. Intentaba controlar mi respiración, la carrera había subido mi pulso y acelerado mis respiraciones, contuve el aliento un momento, debía estar tranquilo, cerré los ojos concentrándome en el punto donde debía disparar. De nuevo una helada brisa me rozó la cara, allí venía, otro rastreador, otro cuervo, en un paisaje amarillo apareció por una curva. No podía fallar, solo tenía un disparo, intenté no pensar en nada, pero el recuerdo de mi amada floreció, no fallaría, no podía fallar sino no volvería a verla. Contuve la respiración, apunté a la mancha negra y disparé, otro cuervo tumbado en el suelo ahogándose en su propia sangre. No había tiempo para vanagloriarse del gran disparo, volví a colgarme el fusil en la espalda y comencé, de nuevo, a correr, si todo iba bien podría alcanzarlos antes de la bifurcación del camino, corría cuesta arriba, se hacía complicada la carrera pero debía llegar hasta ellos. Las fuerzas comenzaban a abandonarme, mi cuerpo me pedía que me detuviese a descansar, pero mi corazón me obligaba a continuar, un último repecho muy empinado ocultaba el sendero. Al coronarlo los vi, iban ligeros, habrían escuchado los disparos, no querrían ser capturados, les grité hasta que Rashid comprobó que era yo y se detuvieron. A duras penas continuaba corriendo, casi arrastrándome llegué hasta ellos.
−Habían localizado el rastro –dije casi ahogado.
−Bastardos –contestó Anjum.
−¿Está muy lejos el cruce de caminos? –pregunté.
−A media legua, creo recordar –contestó la joven.
−Allí seguirán el rastro equivocado –concluí.
Seguimos aquella eterna media legua, corríamos todo lo que podíamos arrastrando los corceles y el mulo, el terreno cambiaba de color, el amarillento de aquellas enormes piedras se transformaba en verde, el río andaba cerca, arbustos y árboles con escasas flores nos indicaban que había agua cerca, hasta que al fin llegamos al cruce. Una sola opción teníamos para despistar a los rastreadores y no sabía que opinarían mis nuevos compañeros.
−Solo podemos evitar que sigan nuestro rastro –dije.
−¿Cómo? –preguntó Rashid.
−Haciéndoles que lo sigan –contesté presuroso sabiendo que el tiempo nos apremiaba.
−Ve al grano Nazarí –dijo seria Anjum.
−Coged todo lo que podamos transportar nosotros, lo imprescindible nada más, los caballos con el mulo cogerán un camino y nosotros el otro –expliqué.
−El camino que va a parar al río no tiene salida, bueno, tiene una pero muy peligrosa, nadie que lo haya intentado ha vuelto jamás –dijo la joven.
−Ese es el nuestro –dijo sonriendo Rashid.
−De acuerdo, seguro que llevan más rastreadores que conocen este sendero, no nos seguirán por el río.
−Estáis locos, de verdad. Debemos subir y bajar enormes y resbaladizas rocas, hasta llegar a un puente que no sé si seguirá allí, después cruzar a través de un apretado camino cubierto por enormes piedras que se desprenden fácilmente hasta llegar al sendero de la muerte, donde las almas mueven las piedras. Hay que estar muy loco para aventurarse por ese camino –explicó.
−Esos somos nosotros –dijo riendo Rashid.
Cogimos solo lo necesario, víveres para un par de días, armas y munición, no tentaría más a la suerte. Anjum a la cabeza y yo en la retaguardia, despedimos a nuestros caballos sendero arriba, ellos despistarían a nuestros rastreadores. Bajamos el sendero, cada vez se hacía más angosto y oscuro, la anchura justa para pasar una persona, y no muy gruesa, miraba al cielo buscando con ahínco un rayo de luz, pero las enormes paredes lo hacían una empresa casi titánica.
El sendero parecía no tener fin, la joven andaba muy rápido por aquella estrechez, cada día me sorprendía más, mientras que a Rashid le costaba un poco más debido a su tamaño. Intentaba mirar hacia atrás para comprobar si nos seguían pero se me hacía muy difícil girar el cuello, llegamos a un punto en el que era casi imposible darse la vuelta, habíamos andado hasta que el sol apuntaba en lo más alto, un pequeño haz de luz se lograba vislumbrar en aquel agujero.
Anjum echó el alto, habíamos llegado a los rápidos del río, el angosto sendero se convertía en el filo de una gigantesca pared de rocas cubiertas por un musgo verdoso, que las harían prácticamente intransitables.
La joven había sido precavida trayendo consigo una larga cuerda que había comprado en Taroudant, pero había que escalar un repecho enorme de aquellas escurridizas piedras, alguno de los tres debía subir, Rashid me miraba con cara de no haber escalado en su vida, antes de poder ofrecerme voluntario, la joven árabe se enrolló la cuerda en su brazo y comenzó a escalar, parecía una montés saltando por aquellas piedras, su pequeño y delicado cuerpo le hacía fácil la escalada, nos dejó boquiabiertos su forma de subir por las rocas, antes de darnos cuenta ya había conseguido coronar aquella deslizante pared. La ató a una gruesa roca, la lanzó hacia nosotros que recogimos con apremio, ansiábamos haber despistado a nuestros perseguidores pero no lo sabíamos seguro. Rashid raudo escaló la pared, mientras Anjum apuntaba con su rifle desde su posición por si nos acechaban, con celeridad escalé la pared, me resbalaba e intentaba no mirar hacia abajo, una caída desde aquella altura resultaría fatídica. Logré subir hasta la posición de mis amigos, otro angosto sendero nos esperaba, de nuevo el agobio, la sensación de ahogo nos invadía, por suerte fue mucho más corto hasta que llegamos a un viejo puente de madera y cuerdas. Los maderos que hacían de escalón estaban podridos, las chicotes de las cuerdas roídos por el paso del tiempo, no se le veía muy seguro, pero era el único camino a seguir.
Esta vez decidí que debía ser yo el primero en pasar, no era excesivamente largo, pero lo suficiente como para caer al vacío desde una altura de unos ciento cincuenta pies, miré al cielo rogando poder atravesarlo sin caerme. La cuerda que llevaba la joven la até a mi cintura mientras entre Rashid y ella la sujetaban, cada paso que daba escuchaba un crujido de los maderos o de las cuerdas, respiraba hondo, suspirando como si fuese la última vez que iba a inhalar el aire puro de aquella desértica tierra.
Poco a poco me acercaba al otro extremo del puente hasta que conseguí atravesarlo por completo, hinqué la rodilla en el suelo dando las gracias de seguir con vida. Cogí la cuerda dándole la vuelta por una roca vigilante de la entrada al nuevo sendero, volví a atarla a mi cintura indicándoles a mis compañeros que ya podían cruzar el crepitante puente.
Lentamente cruzaron el Cipayo y la árabe. Un oscuro y angosto sendero nos invitaba a adentrarnos en él, me daba muy mala espina, Anjum parecía tenerle pavor a aquel atajo, hablaba que los más ancianos decían que almas atrapadas entre los dos mundos se encontraban allí, ánimas que no se ganaron su derecho a entrar en el paraíso y su castigo era mover las enormes piedras, día tras día, hasta la eternidad. Rashid sonreía al escuchar a la árabe, mientras yo indiferente les ordenaba proseguir la marcha. Pasos lentos pero seguros, el terreno se transformaba, la arena se oscurecía ablandándose con cada pisotón.
La joven aterrada se afanaba en refugiarse a mi retaguardia, al fin lo pude comprobar con mis propios ojos, vimos como una enorme piedra caminaba lentamente hacia nosotros, Anjum no aguantaba más e intentó correr hacia el interior de la senda, pero Rashid raudo la cogió por el brazo indicándole que no pasaba nada, acercándola a la piedra le decía que no tenía por qué temer nada, la naturaleza era quien hacía aquello, observó cerca un árbol seco, sacó una pequeña hacha que había guardado, de un solo golpe sesgó una larga y dura rama, Anjum no se retiró ni un instante de él.
Se situó frente a la piedra deteniéndola con su pie, miró al cielo y golpeó violentamente la rama contra el suelo por donde caminaba la piedra, cuál fue mi sorpresa al comprobar que la rama se hincó casi en su totalidad, Rashid nos miró sonriendo.
−Las piedras no las mueven las almas condenadas, sino una fina capa de agua sobre el lecho de un río, que al desplazarse arrastra las rocas y dejan ese surco, por eso la tierra está tan blanda y se ha hincado la rama casi hasta el fondo –dijo sonriendo el Cipayo.
−Tú podrás decir lo que quieras, pero los viejos son gente sabia –contestó Anjum sonrojada ante la evidencia de la explicación de Rashid.
Yo no abrí la boca, pero estaba sorprendido por el Cipayo, no solo era bueno luchando sino que era inteligente como él solo. Qué pena el menosprecio de la alta burguesía hacia la gente humilde, donde posiblemente se encontraran las personas más inteligentes de ese mundo. Encerrado en mis pensamientos no comprobé que habíamos atravesado el atajo maldito de Anjum, llegamos a una enorme duna de arena amarilla como el sol que comenzaba su lento peregrinar hacia su escondite.
Era momento de descansar, saqué unos dátiles y algo de carne de cordero seca, mientras Rashid sacó un trozo de pan más duro que una piedra. Nos repartimos los pocos víveres que nos quedaban, entretanto nos llevábamos algo a la boca miré a la joven preguntándole si no sería muy temerario cruzar el desierto de noche, ella contestó que no había ninguna pega, si la gran luna seguía acompañándonos, alumbraría como su hermano sol.
Así comenzó nuestro nocturno viaje hacia Ouarzazate, la puerta del desierto, Anjum fue informándome durante todo el trayecto de las ciudades que íbamos a cruzar, la primera, que según los bereberes se llamaba la ciudad sin ruido. Llegamos hasta el valle del río Draa, palmerales y huertos nos encontrábamos por doquier, se notaba la presencia de agua.
Armados corríamos presurosos, no nos fiábamos que nuestros perseguidores hubiesen dado con nuestro rastro, no podíamos detenernos los tres en la puerta del desierto, así que decidimos que sería Anjum quien entrase en la pequeña kashba de adobe para comprar víveres y poder proseguir con nuestra huida, era la menos conocida de los tres y la única que hablaba el idioma local.
Nos apostamos a unos quinientos pasos de la entrada de la pequeña ciudad hospitalaria, resguardados en un pequeño oasis de palmeras y juncos. Antes de despuntar el sol por su escondida cueva llegó Anjum, traía consigo tres caballos, aquella joven tenía un don para el comercio, había aprovechado bien la sabiduría de su tío. De aquel modo resultaría mucho más fácil llegar a nuestro destino, que se encontraba a unas doscientas leguas de distancia. La joven cambió la ruta comercial por una distinta en la que posiblemente nuestros perseguidores no nos localizarían, en vez de continuar la ruta comercial en el que nuestro siguiente punto sería Marrakech, se desvió hacia Beni Melal, situada entre el Atlas Medio y la llanura de Tadla, un oasis en medio del desierto, un pulmón en una tierra árida como aquella.
Los caballos trotaban tranquilamente ante el abrasador sol que nos cubría durante tantas horas al cabo del día, al ver aquellos nobles animales podía ver que no todo residía en el tamaño, sino en el coraje, la fuerza que emanaban de su interior los hacía capaces de caminar por aquel río de fuego durante el inacabable día.
Una jornada y media tardamos en llegar a la pequeña ciudad de Beni Melal. Allí volvimos a comprar víveres e intentamos obtener noticias sobre nuestros perseguidores sin conseguir ninguna novedad. Proseguimos nuestra marcha, aún quedaban varias leguas hasta llegar a Jenifra, rodeados de montañas el calor se hacía casi insoportable, tuvimos que cambiar nuestro horario y proseguir la ruta por la noche, con el frescor se viajaba mejor. Anjum nos hablaba muy bien de los bereberes, los mismos que poblaban la mayoría de las ciudades que debíamos atravesar, decía de ellos que eran personas muy sabias y de gran corazón, además de ser muy hospitalarias. No habría ningún inconveniente de pasar por sus poblados y descansar allí.
Al llegar a Jenifra pudimos reposar durante el día, los caballos exhaustos necesitaban reponer fuerzas ya que por la noche continuaríamos con nuestra expedición. Solo nos separaban unas setenta leguas, cuatro o cinco días a caballo, de nuestro destino.
Una semana tardamos en llegar a Tetuán, pasando por innumerables poblados bereberes, M’rirt, Azrú, El Hajeb, todos con sus mismas casas de adobe camuflándose en el terreno, sus enormes minaretes ocultos en el caluroso ambiente del sureste marroquí, incluso por ciudades más importantes como Meknés, hasta terminar nuestro periplo en aquella enorme ciudad. Desde que salimos de aquel maldito sendero en las montañas del Atlas habíamos perdido la pista de nuestros perseguidores, a los que les habíamos causado dos bajas.