Capítulo 3.
Cincuenta días de oscuridad.
Debía saber qué era el Chamsin, el joven soldado árabe dijo que podría huir cuando apareciese. «¿Será una persona?» me preguntaba curioso, de repente me percaté que el catalán llevaba mucho tiempo allí encerrado, así que sabría qué era eso del Chamsin, corrí hacia su lado, éste dormido, roncando como un oso, se encontraba apoyado contra la fría pared de una de las esquinas más oscuras de la celda.
−Despierta, despierta, amigo –exclamé tocándole la cara.
−¿Qué quieres? –dijo malhumorado.
−¿Qué es el Chamsin? –pregunté acelerado.
−¿Qué, qué es el Chamsin?, ¿para qué quieres saber lo que es? –contestó de mala manera.
−Dímelo, no quieras jugártela –le ordené cogiéndolo del pecho y levantándolo de su acomodada posición.
−Tranquilo, amigo, te lo explicaré –dijo más relajado apartando lentamente mi mano de su pecho.
Me explicó que cada primavera se desataba una terrible tormenta de arena que duraba aproximadamente cincuenta días, de ahí su nombre, Chamsin, o Jamsin, significaba cincuenta en árabe, un viento asfixiante, hacía que los gruesos granos de la arena que arrastraba pareciesen ascuas de una terrible hoguera. Durante su estancia la vida quedaba paralizada, no había signos de vida, todos los nativos permanecían encerrados en sus casas, esperanzados que cesara. Contó que los soldados de Napoleón en su campaña egipcia desmayaron y murieron escupiendo muros de polvo, después de verse envueltos en el Chasmin, vieron una mancha sangrienta en el cielo lejano pero cuando quisieron reaccionar fue demasiado tarde. Miré a mi izquierda pudiendo observar como Rashid escuchaba atentamente la conversación, esperó tranquilo a que terminásemos y se acercó hasta mí apartándome del catalán.
−¿De qué demonios hablas? –dijo el Cipayo.
−Con el Chamsin escaparemos –contesté esperanzado.
−¿Y quién te ha dicho eso? –preguntó extrañado.
−¿No has visto al joven soldado árabe que se acercó hasta mí? –le contesté con otra pregunta.
−Estabas hablando solo, agarrado a los barrotes. Estás delirando, amigo, has estado demasiado tiempo en el Lamiiq. Deberías descansar –concluyó invitándome a dormir.
−Creo que si –contesté acostándome en una esquina de aquella mugrienta celda.
Lo había visto con mis propios ojos, el joven soldado árabe que me había ayudado, el mismo del que salió aquella palabra, Chamsin. Rápidamente eché mano a mi cuello para tocar el Ojo de Farida, pero no lo tenía. Si no me ayudaba mi mujer desde los Elíseos, quién podía ayudarme, me tumbé pensando en aquello hasta que al fin lo imaginé, Erin.
Solo ella podía auxiliarme, ya lo había hecho antes en numerosas ocasiones, pero siempre cuando estaba junto a mi amigo el Gitano. Lo haría con alguna intención, podía estar Antonio en peligro y ella quería ayudarle, sabía que yo era su única opción para salvarlo, me necesitaba, lo mismo que yo la necesitaba a ella. Con esos pensamientos me sumí en un profundo y gratificante sueño. Una sensación de sosiego rebosaba por todos los poros de mi cicatrizado cuerpo, al fin sabía cómo salir de allí, solo había que esperar que llegase el momento.
Desperté antes que despuntase el alba, una espesa niebla cubría todo el acantilado, otro día de calor nos esperaba, pero esta vez no iría a los trabajos forzados apesadumbrado, un halo de esperanza invadía mi corazón, solo era cuestión de tiempo salir de aquella cloaca. Había que aguantar con firmeza, por lo menos ocho malditos meses, calculaba que sobre el mes de abril llegaría la tormenta de los cincuenta días, así que mi única meta era sobrevivir todas y cada una de las veces que tuviese que viajar hasta lo más profundo del acantilado. Tenía tiempo para pensar cómo llegaría hasta la Isla de Santa Catalina una vez me fugase.
No tenía claro si debía explicarles mi plan de fuga a mis compañeros de celda, pero su ayuda vendría bien, sabía que el Cipayo estaría de mi lado, pero no debía decirle donde estaba el diario sino ya no le sería de utilidad, así que me aliaría con él hasta el momento oportuno, pero Wolfgang y el catalán, andaríamos caminos distintos una vez saliésemos del Pozo del Diablo.
Pasaban los meses, mis visitas al Lamiiq se hacían cada vez más habituales, intentaba sobrellevar lo mejor posible las palizas, Hasan se cebaba conmigo, sabía que su tiempo se acababa sino encontraba aquel maldito diario; pero su vida estaba unida a la mía, si moría yo sería él quien visitase la profundidad.
Fue un invierno duro, a las palizas se le añadían los trabajos forzados y la poca comida que nos daban, nuestros andrajos no nos protegían de las frías noches del oeste de Marruecos, muchos prisioneros enfermaron a causa de la humedad de aquel maldito lugar. Los soldados árabes arrojaban los cadáveres desde lo más alto del acantilado al furioso mar que nos rodeaba, reían diciendo que los españoles morían a pico y pala, no volverían a la vida sino era muriendo en el campo de batalla. En una de mis numerosas visitas al Lamiiq pude comprobar quién tenía mi más bello tesoro en esa vida, el Ojo de Farida, lo llevaba Hasan enganchado en su grasienta papada, lo miraba con furia, y quizás esa sed de venganza era lo que me mantenía con vida. Oraba porque llegase la primavera y con ella la oscuridad, solo con ella podría escapar de allí y terminar lo que había empezado hacía ya demasiado tiempo.
El Céfiro traía consigo suaves brisas del oeste anunciando la llegada de la primavera y el término del despiadado invierno, se acercaba el momento y debía estar preparado. Cuando el día se convirtiese en noche escaparíamos dejando atrás el Pozo del Diablo como un mero recuerdo, que menguaría con el paso del tiempo.
Antes que brotase el sol de entre las lejanas montañas un calor sofocante me despertó, la humedad de aquella escabiosa celda había desaparecido por completo, el aire se tornó polvo, secándolo todo a su paso. Un terrible estruendo retumbó por el acantilado haciéndonos perder el equilibrio, al fin se acercaba, me levanté raudo del suelo afanándome a los barrotes oxidados, miraba en lontananza con un rayo de esperanza. El cielo había cambiado de color, esos tonos grisáceos del Pozo del Diablo se tornaron sangre, roja como el cobre. El Chamsin hacía acto de presencia, sus vientos comenzaban a golpear con virulencia el acantilado, gruesos granos de arena parecían flechas chocando contra las rocas, el cielo se iluminaba con cada rayo caído desde el Olimpo, lanzado por el mismísimo Zeus. Respiré hondo, llegaba el momento, aunque malherido por una reciente paliza en el Lamiiq debía sacar fuerzas de flaqueza para escapar al fin de aquel agujero en la tierra. Mis nuevos compañeros se percataron al instante de mis intenciones.
−¿Esto es lo que esperabas, amigo? –preguntó Rashid raudo con su marcado acento.
−Es el momento, el que esté conmigo que me siga y el que quiera morir que se quede –dije alto y claro.
−Moriré luchando, pero moriré libre –dijo Wolfgang muy serio.
−¿Y vos qué? –le pregunté al catalán.
−Llevo demasiado tiempo esperando esto, estoy con vosotros –concluyó el catalán ofreciéndome su mano amiga.
−No hay nada más que decir, amigos. Cuando salgamos de esta celda debéis buscar la única salida, en el pequeño embarcadero encontraréis una barca, remad cómo jamás lo habéis hecho y buscad tierra firme rápido, con este viento no saldrán a buscarnos. Cuando lleguemos a tierra nuestros caminos se separarán –explicaba.
−¿Por qué? –preguntó Wolfgang interrumpiéndome.
−Porque me buscarán a mí, tendréis una oportunidad de reuniros con los vuestros, alguien os echará de menos, id a buscarlos y decidles que los queréis –seguí explicando hasta que un soldado llegó a nuestra celda.
Era el momento, los miré indicándoles que ya no había vuelta atrás, la libertad se nos acercaba convertida en polvo. El soldado abrió la oxidada puerta de la celda, chirriaba como si no quisiera abrir; sosegado respiraba hondo, sabía que no fallaría, pero no sabía qué pasaría con los demás, si por lo menos hubiese dispuesto de mis armas, me tocaba la cintura pero no las hallaba, mi francisca a un lado y en el otro mi cuchillo de ojos de serpiente, como los echaba de menos. Otro soldado acompañaba al centinela, nos encañonaba mientras su compañero entraba dentro para sacarnos uno por uno, miré a Rashid recomendándole paciencia, debíamos estar todos fuera. Salí el primero, me situé a la altura del soldado armado, una nube de polvo sofocante nos envolvía, los soldados llevaban pañuelos anudados a la cara, intentado no tragar demasiada tierra, con la cabeza gacha no apartaba la mirada del mosquete del soldado. Alcé la vista comprobando cómo salía el último de mis compañeros, el catalán temblaba como un chiquillo acompañando los violentos impactos de las olas que hacían temblar el Pozo del Diablo. Agarré fuertemente los grilletes de mis manos, recortándolos un poco, esperé un instante hasta que al fin un colosal rayo iluminó toda la tierra, el soldado árabe miró hacia el cielo, en ese momento me giré agarrando su mosquete con las dos manos lo empujé hacia el suelo haciéndole caer, me quedé el arma en mis mermadas manos disparando al centinela que cayó desplomado bañado por un charco de sangre, Rashid me miró cómplice indicándome con su mano que el otro soldado intentaba sacar algo del bolsillo de su casaca, me giré raudo pisé su mano y con un violento golpe con la culata del mosquete lo dejé inconsciente. El árabe intentó sacar en vano un silbato para dar la alarma de fuga.
−Busca en sus bolsillos –le dije a Wolfgang señalando al soldado muerto.
−Aquí están –contestó sacando un manojo de llaves.
−Se escapan –gritó el traidor del catalán sacando un pequeño silbato de su bolsillo.
No dio tiempo ni a quitarnos los grilletes cuando, afinando el oído entre tanto estruendo, escuché cómo sonaban silbatos en todas las direcciones, abría todo lo que podía los ojos, lo que contaban del Chamsin era cierto, el día se hizo noche. Rápidamente le quité al soldado inconsciente un cuchillo que llevaba en su ancho cinto, lo lancé hacia Rashid que lo cogió al vuelo, agarrando al catalán del pecho le hizo hincar una rodilla en el suelo, le levantó la cabeza para que viese por última vez el cielo y le rebanó el cuello sin miramientos, su sangre emanaba de su garganta como la lava de un volcán en erupción, tiñendo al Cipayo de rojo. Debíamos llegar hasta la entrada pero ya estaban avisados de nuestro intento de fuga, la puerta de la cueva que conducía hasta el embarcadero sería lo primero que cubrirían.
−Amigos, solo hay una posibilidad –expliqué agachado junto a una gran roca.
−¿Cuál? –preguntó Rashid.
−Saltar –dije serio
−¿Saltar? –preguntó Wolfgang sollozando.
−Estás loco, amigo –dijo Rashid riendo.
−Cuando escuchéis como tiembla la tierra, contad veinte y saltad por el acantilado, si es vuestro día, una gigantesca ola os engullirá y no os reventaréis contra las afiladas rocas –expliqué atemorizando un poco más a Wolfgang.
−Yo no seré capaz de hacerlo –dijo el Austríaco, demasiado tiempo infiltrado entre la nobleza.
−Sí que lo serás. No me esperéis tengo una cuenta pendiente. Nos vemos en las puertas del Tártaro que nos conducirá a los Elíseos –me despedí mientras desarmaba al soldado muerto.
Se escuchó como temblaba el Pozo del Diablo, observé como corría el Cipayo, como alma que lleva el diablo, respiré hondo y conté, justo cuando llegó a veinte entoné un poco los ojos para ver, en lontananza, como saltaba Rashid, sólo esperaba que todo saliese bien. Cambié mi mirada hacia Wolfgang que se hallaba a unos veinte pasos, era su turno, en ese instante se escuchó un disparo, habían descubierto nuestra posición, pero no nos podían ver nítidamente, un baile de balas comenzaron a silbar cerca de nuestros oídos.
Armado con un mosquete, una espada curva tan querida por lo árabes y un cuchillo, desaparecí entre el polvo que asolaba todo el acantilado. Buscaba al gordo, tenía algo que me pertenecía y no podía partir sin él. Corría zigzagueando para que no me localizasen los tiradores de Hasan. Me acercaba con sigilo hacia la cueva donde se hospedaba el grasiento árabe, nadie sospecharía que entraría en la boca del lobo. La mayoría de los soldados nos buscaban cerca de la entrada a la prisión, pero yo iba en sentido contrario. La habían dejado casi desguarnecida, solo dos guardias apostados en la entrada la cubrían. El polvo hacía mella en mis delicados ojos, pestañeaba rápido para limpiarlos con mis lágrimas, me tumbé en el suelo cerca de la guarida. Apoyé el mosquete en una pequeña roca que sobresalía del angosto sendero, suspiré acordándome de mi amigo el Hermano, el mismo que me daba fuerzas cuando me temblaba el pulso al disparar, no podía fallar, cerré un instante los ojos, al abrirlos disparé, uno de los guardias cayó fulminado al suelo con un certero disparo en su corazón. Solté el mosquete en el suelo y corrí hacia el otro centinela, los grilletes me dificultaban el galopar, el soldado disparaba al azar sin saber dónde estaba, me aproximé todo lo que pude camuflado entre la nube de polvo, cuando estaba a unos diez pasos observé cómo me había descubierto, subió su mosquete apuntándome, me frené en seco y le lancé el cuchillo clavándoselo en el muslo, lo que le hizo arrojar el mosquete al suelo, me deslicé silencioso hacia él sacando la espada robada, el árabe tumbado en el suelo se agarraba con fuerza la pierna, levantó su mirada y observó a la muerte arrancándole su vida con una diestra estocada. Me adentré en la enorme cueva, mientras escuchaba a los soldados disparar sin cesar también escuchaba los alaridos de los demás reclusos animándonos a escapar. Caminando en busca de la vida de Hasan, observé una sombra acercarse sigilosa por detrás, reaccioné a tiempo, alguien me lanzó un hachazo que pude esquivar milagrosamente, haciendo saltar chispas contra la roca, iluminando toda la bóveda, me giré viendo quien era, debía enfrentarme al joven soldado francés que me trasladó del barco corsario hasta la prisión. Reía creyéndose que le sería fácil darme muerte, maniatado con los grilletes en pies y manos, y con una fina espada debía luchar contra un hombre que me doblaba en tamaño y portaba una colosal hacha. No sería fácil pero torres más grandes habían caído a manos de la Compañía de la muerte. Lanzaba hachazos sin ton ni son, los esquivaba fácilmente, hasta que conseguí ver su punto débil: la arrogancia, el creerse superior lo llevaría a un fatal desenlace; esperé pacientemente a un último golpe de sus mermadas fuerzas, justo al golpear violentamente el suelo corrí hacia él, me apoyé en su rodilla inclinada saltando encima de él le clavé el afilado pero fino aguijón en su enorme cuello, hendiéndolo hasta llegar a su yugular, hincó lentamente las rodillas en el suelo, apretaba fuertemente sus puños pero su hora llegaba, saqué pausadamente la espada de su cuello hasta que se desplomó en un charco de su propia sangre. Escuché un gemido proveniente del fondo de la cueva, anduve despacio hacia él, sonreía porque sabía a qué necio malnacido me iba a encontrar, así fue, en una esquina muerto de miedo hallé al gusano que regalaba palizas en el Lamiiq, desarmado me acerqué lentamente hasta él. Sacó un arma mientras se levantaba, tembloroso apuntaba a ciegas, no podía verme, caminaba escondido entre las sombras, como bien había aprendido durante mi periplo con la Compañía.
−Tienes algo que me pertenece −grité.
−¿Quieres oro?, ¿monedas?, dime lo que quieres –sollozó Hasan.
−Quiero lo que lleva en su grasiento pescuezo, hijo de mil padres –ordené.
−Tómalo, pero déjame vivir –dijo arrancándose el Ojo de Farida del cuello y lanzándolo hacia mí.
−¿Qué te deje vivir?, ¿para qué?, ¿para que sigas dando palizas a los prisioneros? –le pregunté mientras buscaba un arma para acabar con su vida.
Al fin encontré algo para acabar con él, un abrecartas afilado situado delante de un baúl repleto de papiros, lo cogí lentamente relamiéndome porque iba a calmar mi sed de venganza. Me movía entre las penumbras como una sombra, la muerte volvía a acechar a un hombre, una mala persona que mandaría al mismísimo Tártaro, allí Caronte se encargaría de llevarlo ante Hades, él sabría qué hacer con el gordo. Asustado disparó, pero no en la dirección que debía si hubiese querido darme muerte, fue mi oportunidad, salí de las sombras acercándome lentamente hasta él, intentaba recargar el arma pero sus temblores lo dificultaban, apreté los dientes, agarré fuerte el abrecartas, me aproximé lo suficiente, le cogí del pelo levantándole la cabeza hacia el techo y le pasé la cuchilla abriéndole la garganta hasta dejarla como un desfiladero, su alma se le escapaba despacio, noté una brisa cercana, Caronte venía para llevarlo ante la justicia. Allí cayó el gordo seboso de Hasan, ahogado en su propia sangre.
Un gran estruendo se escuchó proveniente de fuera, disparos mezclados con los salvajes truenos de la tormenta y con los violentos golpes del furioso mar contra el acantilado me ensordecían, debía salir de allí, ya había conseguido lo que quería, cogí el Ojo de Farida, lo colgué del cuello, de donde nunca debió marchar. Estaba protegido, sabía que lo lograría, le arrebaté un pañuelo al joven soldado francés colocándomelo en la cara, iba a enfrentarme al Chamsin y al pelotón de soldados de Hasan. Me aposté en la entrada de la cueva, expectante ante tanto estrépito, debía diferenciar el golpe del mar contra el acantilado, no conseguía distinguirlo, cerré los ojos concentrándome, una paz me invadió, estaba cansado, había agotado las pocas fuerzas que me quedaban en rescatar mi único vínculo con María, aquel colgante me unía a mi mujer hasta que pudiese reencontrarme con ella en los Elíseos. Escuché un suave susurro –corre−, abrí los ojos distinguiendo entre el polvo una figura blanca al borde del acantilado, un estallido hizo temblar los cimientos de la tierra, no lo pensé, comencé a correr, sentía las balas bailando a mi alrededor, rozando mi cicatrizado cuerpo. Los grilletes me dificultaban mi carrera, intentaba no caerme porque sería mi perdición, la figura blanca se desvanecía cuanto más me acercaba hasta que al fin conseguí llegar al borde del abismo, volví a escuchar otro susurro –salta– había perdido la cuenta, pero debía hacer caso a esas palabras ya que sabía con certeza que eran de quien quería protegerme, sin pensarlo salté, se detuvo el tiempo, mi vida pasaba ante mis ojos, miré comprobando que no había agua, solo rocas puntiagudas como afiladas bayonetas francesas esperando para darme muerte, de repente una gigantesca ola llegó, con el alarido de un dragón me engulló. Dentro de las fauces del terrible Ponto, giraba sin cesar entre remolinos de agua que subían y bajaban raudos, intentaba no tragar agua, tarea ardua complicada, rozaba las afiladas rocas que me abrían pequeños cortes muy dolorosos. Debía salir a la superficie o moriría ahogado, los grilletes pesaban como el plomo, cada brazada que daba hacia el exterior me hundía un poco más. Luchaba contra aquel maldito vórtice, mis fuerzas menguaban, no quería seguir luchando, estaba a punto de rendirme cuando observé que dos siluetas cual sirenas se acercaban hacia mí, intentaba no cerrar los ojos pero pesaban, noté como alguien me cogía de los brazos sacándome hacia el exterior, una calma me invadía, entoné un poco los ojos intentando comprobar de quién se trataba, dos mujeres me empujaban hacia la salvación, cerré totalmente los ojos dejándome llevar, un último empujón sacando fuerzas de lo más recóndito de mi corazón hizo que consiguiese sacar la cabeza fuera del agua, respiré hondo notando cómo se desvanecían de mis brazos no sin antes escuchar −siempre te protegeremos−.
El Atlántico estaba furioso, sus titánicas olas reventaban contra las paredes de los acantilados gemelos, tenía que hacer un último esfuerzo para salir de aquella trampa, debía nadar a mar abierto, allí no correría peligro de enfrentarme a las temibles rocas. Nadé todo lo que pude, mermado por culpa de los grilletes hasta conseguir dejar atrás aquellos malditos acantilados, no podía más, mis últimas fuerzas amainaban, estaba extenuado, me volví a hundir, esta vez iba a parar al fondo del mar, pero, de nuevo, la suerte se alió conmigo, un madero flotaba cerca, nadé hasta él. Me apoyé descansando, respiré hondo sumiéndome en un sosegado sueño.
Inmerso en un profundo y relajante sueño escuché algo, alguien me musitaba al oído, −despierta− lo escuchaba una y otra vez, intentaba abrir los ojos, me pesaban como si estuviesen aplastados por dos enormes piedras, no podía moverme, estaba atrapado, trataba de zafarme de aquella opresión, agobiado me ahogaba, hasta que al fin conseguí mover uno de mis brazos, lo apoyé contra la tierra levantando la cabeza, abrí los ojos comprobando que me encontraba a las orillas de una pedregosa y oscura playa. El Chamsin me golpeó violentamente al levantarme, granos de arena gruesos como las piedras de la playa en la que me encontraba. No sabía cuánto tiempo llevaría allí, el cielo estaba oscuro, no se distinguía si era noche o día porque la arena del desierto cubría el cielo coloreándolo de un color pardo. Me restregaba los ojos por el escozor que me producía el polvo mezclado con la sal del Ponto, llorosos miré en lontananza comprobando que alguien se acercaba corriendo. Me levanté de un salto sacando las pocas fuerzas que me quedaban, debía refugiarme para no ser visto, no quería volver a aquel infierno, menos después de haber dado muerte a su señor. Corrí hacia una enorme roca adentrada en el mar, los grilletes pesaban más que nunca pero debía esconderme rápido antes de ser descubierto. Apoyado en aquella roca el corazón comenzó a latirme rápido, mis pulsaciones se aceleraban, estaba recuperando mis escasas fuerzas. Abrí bien los ojos comprobando que aquella silueta se acercaba hasta mi posición, de repente observé que huía de alguien, un hombre montando un pequeño caballo galopaba detrás, cada vez más cerca. El agua me tapaba hasta la cintura, miré hacia la roca examinándola, podía trepar hasta arriba, desde allí tendría mejor visión de lo que pasaba y estaría mejor resguardado. Me tumbé en su cima, el Chamsin no me dejaba ver bien, me limpié un poco los ojos confirmando que quien huía era una mujer. Pasó justo bajo mi posición, era una mujer joven, no más de veinte años, de tez morena, una larga melena negra como la noche le cubría parte del rostro, vestida solo tapando sus zonas más íntimas corría despavorida, asustada me descubrió cruzando nuestras miradas, el corazón se contrajo sabiendo que tendría que enfrentarme al jinete, no podía dejar que la atrapase. La muchacha siguió su camino, mientras, esperé el momento adecuado, agarré los grilletes fuerte, justo cuando el jinete pasó por debajo de la roca salté encima. Caímos los dos a la orilla, me levanté lo más rápido posible, el agua nos cubría las piernas, miré al jinete a la cara, la llevaba tapada dejando solo entrever sus ojos. Un poco más alto que yo, de complexión más fuerte que mi raquítico y maltrecho cuerpo; raudo sacó una espada curva maldiciendo en su idioma, observé como la muchacha se detuvo exhausta, no iba a dejar que ese malnacido me diese muerte después de haber escapado del Pozo del Diablo. Me atacó, pero lentamente porque el agua le impedía moverse bien, lanzó un latigazo con la espada que detuve con la cadena de mis grilletes, rápido giré los oxidados eslabones de la cadeneta lanzando la espada al fondo del mar. El jinete se lanzó a por ella, esa fue su perdición, cuando su cara tocó el Ponto me lancé encima, lo agarré por el turbante hundiéndole la cabeza en el agua, intentaba zafarse inútilmente pero solo sirvió para facilitarme la tarea, se agitaba bruscamente hasta que noté una suave brisa rozando mi tez, llegaba Caronte para llevarse otra alma al inframundo. Dejó de moverse, abriendo sus brazos me indicó que había abandonado su cuerpo, agotado lo solté empujándolo mar adentro. Medio desnudo salí del enfurecido océano, la muchacha me esperaba asustada junto al pequeño caballo. Me acerqué lentamente alzando los brazos para que comprobase que no quería hacerle daño, ésta había sacado, de una de las alforjas del caballo, una pistola, pero por su temblor parecía no saber usarla. Lentamente me situé enfrente, bajé mis brazos cogiendo aquella pistola hasta apuntar al suelo, la joven temblorosa no paraba de llorar, hasta que se derrumbó hincando las rodillas en el suelo. Le puse la mano en el hombro indicándole que debíamos huir de allí, no creía que el jinete estuviese solo.
−Debemos partir –le dije sin saber si comprendía mi idioma.
−Soy Anjum, esclava de Al Tayyib, propietario del Palacio Blanco de Tiznit –dijo con un gran castellano.
−¿Cómo sabes mi idioma? –pregunté curioso.
−El hombre que me vendió a Al Tayyib era español –contestó.
−Debemos partir, nos buscan –concluí ayudándola a subir al pequeño caballo árabe.
Cogí las riendas de aquel bello animal, no había visto muchos como ese, era más pequeño que Bucéfalo, de color pardo se camuflaba perfectamente con la atmósfera polvorienta del desierto, aunque pequeño se le veía fuerte y rápido, había oído hablar maravillas de los caballos árabes. La joven dispuso que caminásemos hacia el interior del desierto, con el Chamsin encima no se aventurarían a buscarnos arena adentro. Andábamos extenuados por el insoportable calor que traían los vientos mezclados con aquellos gruesos granos de arena, me lloraban los ojos, cuando dejé de restregarlos pude atisbar en lontananza una pequeña estructura de adobe en medio de la nada. Anjum dijo que sería un corral donde los pastores nómadas saharauis descansaban o se refugiaban cuando se veían sometidos por aquel terrible viento. Saqué una escopeta de las alforjas del árabe, de doble cañón, era extraño ver un arma como esa por el desierto, muy británica se usaba para matar aves, al parecer su dueño tenía negocios con los ingleses apostados en las costas magrebíes. Le dije a Anjum que se acercase con el caballo lentamente, mientras yo rodeaba el corral, sigilosamente camuflado entre la arena me acerqué hasta tener una buena posición, observé cómo la joven bajó del caballo, haciéndome un ademán con la mano indicó que no estaba habitada. Los grilletes cada vez pesaban más, raudo me acerqué hasta la entrada, la arena quemaba como las ascuas del mismísimo Flegetonte. Era una pequeña estructura de adobe, techada con paja y barro, un buen lugar para refugiarse de aquel terrible viento. Cogí las alforjas del caballo y entramos, el caballo tenía una pequeña estancia junto a la sala principal separada por una pequeña valla de madera. Nos sentamos enfrentados, con las alforjas en medio comenzamos a vaciarlas para ver su contenido, hallamos un trozo de pan y una pequeña bolsita con dátiles, debíamos reponer fuerzas.
−¿De dónde eres? –preguntó Anjum.
−Soy de Granada –contesté escuetamente.
−Y, ¿cómo un nazarí ha llegado hasta Tarfaya, esposado con grilletes en pies y manos? –preguntó curiosa.
−Es una larga historia, no quiero aburrirte –contesté.
−He visto uno como tú, lo apresaron antes de ayer –dijo tapándose la boca para no dejar entrever la comida.
−¿Cómo? –pregunté.
−Sí, uno con tus mismos andrajos, descalzo, con la cabeza afeitada, con barba y con grilletes en pies y manos. Pero era más moreno y mucho más alto que tú –dijo.
−¿Hacia dónde se dirigen? –pregunté pensando en Rashid.
−Ya lo dije, hacia el Palacio Blanco en Tiznit. Allí lo venderán como esclavo, Al Tayyib sacará un buen dinero por él –contestó.
−No, si yo se lo impido –concluí muy seguro de mi nueva encomienda.
Aunque sabía que no debía demorarme en llegar a la Isla de Santa Catalina, no podía dejar a Rashid en manos de un individuo de esa calaña. Ya había tropezado con gente como esa, recordaba perfectamente a Abdel el abisinio y todos sus oscuros negocios. Estuvimos hablando un buen rato antes de descansar, me dijo que era de un pueblo saharaui llamado Guelta Zemmur, su padre era viudo, un borracho al que no le gustaba trabajar y cuando tenía doce años la llevó hasta Sidi Ifni, donde la vendió a un comerciante español afincado en Tarfaya. Aprendió mi idioma mientras limpiaba su palacete y hacía las tareas domésticas que le encomendaban. Pero cuando creció y su cuerpo cambió, a su amo le resultó un buen negocio venderla como virgen al Palacio Blanco de Al Tayyib. Me explicó que la trasladaban hasta Tiznit, una caravana de unos cinco carromatos tirados por burros, donde llevaban prisioneras a multitud de jóvenes de distintos pueblos saharauis, además de unos cuantos esclavos, incluido mi amigo Rashid. Estaba gobernada por varios secuaces de Al Tayyib, mercenarios al servicio de un individuo sin escrúpulos, apodado el Califa en honor a su palacio. Miré a la joven indicándole que debía descansar, al día siguiente sería libre, podría volver a su tierra y rehacer su vida, pero se negó rotundamente, decía que me debía la vida y no se separaría de mí hasta pagar su deuda, la había salvado de una muerte segura a manos de un secuaz del Califa. Le insistí en lo peligroso que sería el rescate de mi amigo, pero no hubo forma de convencerla, dijo que haría de guía puesto que yo no conocía el terreno y sería engullido por las arenas del desierto del Sahara. Era preciosa, su melena negra como la noche hacía brillar sus enormes ojos esmeraldas, tenía un cuerpo perfecto, no quería pensar en lo que le hubiesen hecho al llegar al Palacio Blanco, los viejos jeques árabes eran muy amantes de tener harenes de jóvenes vírgenes. Le recomendé que descansara porque al día siguiente debía conducirme a alguna aldea para que un herrero me librase de aquellas malditas ataduras de óxido y hueso.
Se quedó dormida en un suspiro, mientras busqué con ahínco en las alforjas del árabe, encontré un cuchillo, similar al mío de ojos de serpiente, un látigo que me sumió en los recuerdos de aquel terrible agujero en la faz de la tierra, donde el Gordo me fustigó durante casi un año, paliza tras paliza para averiguar donde se encontraba el condenado diario de Dominique de Jover, me consolaba pensando que Hasan ya no lo averiguaría jamás. También encontré un Corán, el libro sagrado de los musulmanes, busqué un lugar seguro en aquel pequeño establo y lo guardé, cada uno podía ser libre de creer en quién quisiera, yo respetaba en lo que creían los demás porque al final todos creíamos en lo mismo, todas las religiones decían que se debía hacer el bien. Enfrascado en mis místicos pensamientos me quedé dormido, un sueño relajante donde me sentía, de nuevo, un hombre libre.
En mi sosiego noté que alguien se acercaba, justo cuando fue a tocarme el hombro le agarré con fuerza arrastrándolo hasta mí colocándole el cuchillo árabe en su cuello, abrí los ojos comprobando que era Anjum quien intentaba despertarme.
−Está oscureciendo, es hora de partir –dijo la joven.
−¿Caminaremos de noche? –pregunté extrañado.
−Vamos a un poblado cercano donde podrás librarte de tus ataduras de óxido, en la oscuridad llamaremos poco la atención, además caminando entre las tinieblas recortaremos distancia con la caravana de Al Tayyib –contestó.
Una muchacha lista, solo ella sabía las penurias que habría pasado. Al levantarme me encontré con una grata sorpresa, mi nueva compañera de fatigas encontró unas babuchas, el típico zapato marroquí, de cuero negro descubiertas por el talón, las había visto en varios zocos en el centro de mi ciudad natal. Eran de agradecer porque mis dañados pies no podían andar más descalzos. También encontró un par de chilabas, los pastores las guardaban en un pequeño arcón por si alguien las necesitaba, las dos del mismo tono pardo perfecto para camuflarse entre las dunas del desierto. Anjum se la colocó tapando su semidesnudo cuerpo ofreciéndome la otra para tapar mis grilletes y no llamar la atención más de la cuenta.
Había encontrado un gran aliado en aquella dura y solitaria región. Escondí la pistola bajo las anchas mangas de la chilaba, la escopeta enganchada a la espalda, oculta en las anchuras de mi nuevo uniforme, a Anjum le dejé el cuchillo, escondimos todo rastro de nuestra estancia en aquel establo, nos colocamos las capuchas y salimos en busca de un herrero.
La joven subida en el pequeño caballo no dejaba de mirarme mientras caminábamos hacia el pequeño poblado.
−¿Quién te ha hecho eso? –preguntó.
−¿El qué? –contesté con otra pregunta.
−Las cicatrices de la espalda –dijo.
−Es una larga historia, créeme no querrás saberla –dije serio.
−Tienes tatuada una calavera –dijo cambiando de tema.
−Sí, me une a un grupo de amigos, cada uno tiene una. Era capitán de un escuadrón, en la guerra contra los franceses. Pero me cogieron y debo encontrarlos –me sinceré, debía contárselo a alguien, llevaba demasiado tiempo sin poder fiarme de nadie y ella me daba buena espina.
−Espero que lo consigas –concluyó indicándome con un dedo que nos acercábamos al poblado.
A una media legua podía distinguirse el deslumbrar de una antorcha en la oscuridad de la noche. Anjum bajó inmediatamente del caballo, advirtiéndome que mientras permaneciese a su lado todo iría bien, habíamos llegado a Akhfennir, un pequeño poblado a medio camino entra Tarfaya y Tiznit. En la entrada al poblado amarró al caballo árabe en un pequeño arbusto seco como el ojo de un tuerto, cuatros casas de adobe formaban aquel pequeño poblado, cuatro familias de pastores vivían allí retirados del mundo, solo pendientes de sobrevivir.
La joven tocó en una de las puertas, retirado a unos diez pasos no dejaba de acariciar la pistola, el corazón empezaba a latir con fuerza, hasta que se paró al abrirse la puerta, al instante comenzó a latir de nuevo, abrió un chiquillo de unos diez años, Anjum conversó con él durante un momento hasta que asomó un árabe, de unos cuarenta años, hablaban en su idioma, la joven me miró señalándome que pasara. Entré en aquella casa de adobe, no tenía habitaciones, era todo una, en el centro una gran, pero baja, mesa decoraba la estancia, a su alrededor la familia sentada en cojines nos miraban estupefactos, había tres jóvenes, además del niño que abrió, y cuatro muchachas de entre doce y veinte años.
La matriarca me escudriñaba desde la otra esquina de la casa, donde guisaba en un pequeño fuego. El patriarca de la familia me invitó a sentarme, lo obedecí para no ofenderlo. Anjum me explicó que le había dicho la verdad a aquel hombre, que querían venderla al Palacio Blanco, de muy mala reputación entre los poblados de pastores porque ya habían secuestrado a varias de sus vecinas.
Pero no le había dicho nada de mí, solo que nos habíamos encontrado en el solitario desierto y que era nazarí, lo cual le había gustado porque había escuchado mil y una historias de la Alhambra granadina. Una de las jóvenes me ofreció un poco de agua, al intentar cogerlo dejé entrever los grilletes de las manos, el patriarca asombrado se puso en pie de un salto. Habló con Anjum, la misma que me hizo de intérprete.
−Dile que vengo del Pozo del Diablo –le ordené a la joven.
−Dice que ha escuchado hablar de esa prisión, pero que nadie ha conseguido escapar de allí –tradujo Anjum.
−Dile que debo partir rápido porque si no los pondré en peligro, me están buscando y no quiero que les pase nada ni a él ni a su familia –dije.
−Te quitará las cadenas, nos dará algo de comer y entonces podremos marchar. Sólo un enviado de Alá podría escapar de aquel infierno –concluyó.