Capítulo 11.

La espía

 

 

El sol comenzaba su periplo hacia su escondite cuando observamos en lontananza el Castillo de Torrestrella, cerca de Medina Sidonia, miré a los cinco guerrilleros.

−Nuestro camino se separa aquí –dije serio.

−Siempre que necesitéis algo allí estaremos –contestó Romero.

−No lo dude –contesté concluyendo la conversación.

Nos despedimos de aquellos héroes que seguirían haciendo la guerra por su cuenta, intentando mermar las titánicas fuerzas de nuestro enemigo invasor a base de emboscadas por las serranías y los angostos caminos de nuestra querida Andalucía. Alcé la vista desde el pequeño promontorio donde nos situábamos viendo como cabalgaban aquellos hombres a través del ancho llano que precedía a la villa de Sidón, camino de Gibraltar. Romero antes de marchar me dijo que si nos tropezábamos con bandoleros o asaltantes por el Camino de Andalucía les dijésemos que íbamos de parte de él, de los Siete niños de Écija o incluso del Tragabuches, nos dejarían paso sin oponer resistencia. Además podríamos hacer noche en el castillo de Torrestrella, ocupado por guerrilleros como ellos. Romero debía llegar a Gibraltar esa misma noche porque el contacto que tenían allí de parte de los ingleses marchaba al día siguiente hasta las costas de Portugal donde se iba a reunir con Sir Arthur Wellesley, duque de Wellington, comandante en jefe del ejército británico en Portugal.

Agrupé a mis compañeros explicándoles que debíamos seguir nuestro periplo hacia la Isla de León, allí buscaríamos información de nuestro general Álvarez de la Campana, no descansaríamos en el castillo de Torrestrella, habíamos llegado demasiado lejos como para acabar traicionados por cualquier avaricioso bandolero que nos reconociese. Les ordené descabalgar y reponer fuerzas, aún conservábamos algo de comida en nuestros hatos, partiríamos de inmediato, tampoco quería que el frío de la noche nos mermase, nos quedaban unas cuatro leguas, nuestros caballos las recorrerían en un breve espacio de tiempo. Anjum y Antonio conversaban mientras comían un poco de carne ahumada, Rashid y yo no cenábamos nada, el Cipayo no dejaba de mirar hacia el sur, una parte de él se debía a su glorioso ejército británico pero otra parte le obligaba a pagar su deuda. Me giré hacia él dándole la oportunidad de marchar junto a los guerrilleros y partir al encuentro de su ejército en las costas de Portugal donde ese tal duque de Wellington se había retirado después de derrotar al ejército napoleónico en la batalla de Talavera el verano anterior. Rashid me miró con cara de pocos amigos negándome su marcha, Indra era mucho más importante que Lord Blayney. Miraba como la luna se hacía notar brillando en la lejanía, acariciaba la cimitarra que me regaló el pastor de camellos intentando recordar a mi amigo Fabio, era el único que faltaba por encontrar, esa sería nuestra primera misión, dar con el paradero del Nigromante.

Cabalgábamos hacia el puente de Zuazo buscando nuestro paso hacia Cádiz, en la lejanía se podía observar cómo el Castillo de Santic Petri estaba iluminado, ocupado por el ejército español podría ser de gran utilidad para defender la plaza y no dejar entrar al invasor hasta la capital gaditana, un enorme castillo formado por dependencias y fortificaciones era casi inexpugnable ante cualquier ataque exterior, construido hacía varios siglos sobre el templo fenicio de Hércules tenía una pequeña calzada que lo unía con la Isla de León pero se la había tragado el Ponto. Cruzamos el puente de piedras ostioneras, antes que fuese noche cerrada llegamos a la Isla de León, respiré hondo al cruzar el ansiado puente, la brisa del Ponto me refrescó la memoria de mis días en Cádiz. Para ser noche había mucho jaleo, militares que iban de un lugar a otro, miré a mis amigos comentándoles que se encapucharan, debíamos pasar desapercibidos. Llegamos hasta el molino de mareas Zaporito, que era como le llamaban los lugareños, realmente se llamaba San Hipólito, custodiado por cuatro jóvenes soldados españoles, vestidos con un uniforme de pantalón blanco, casaca negra con pechera y mangas azules destacando en ella las bandas cruzadas blancas, unas botas negras bajas que solo les llegaban hasta el tobillo y un pequeño chacó a juego con la casaca, despuntaba en él el escudo del batallón de Medina Sidonia. Descabalgué acercándome hacia ellos acompañado por una encapuchada Anjum. Se calentaban con una pequeña fogata que tenían rodeada.

−Buenas tardes nos de Dios –saludé.

−Buenas tardes, amigos –contestó el que parecía ser el jefe de escuadrón.

−Hay mucho jaleo, ¿no? –pregunté con curiosidad.

−Sí, muchas compañías del ejército español están custodiando la Isla –contestó.

−¿Sabe dónde podré encontrar la compañía del general Álvarez de la Campana? −pregunté casi sin que pudiese oírme.

−¿El general Álvarez de la Campana?, no sé, parece que está en Cádiz. ¿Quién pregunta por él? –dijo tocando el puño de su espada.

−Nadie, trabajo para él –contesté raudo.

−Mirad muchachos, un espía del general –les dijo a sus soldados riendo.

−No quiero problemas, amigos. Solo busco al general, tengo una cosa para él –dije intentando suavizar la crispada situación.

Antes que pudiese seguir hablando Anjum golpeó a uno de ellos con una fuerte patada en el rostro dejándolo inconsciente en el acto, su jefe intentó sacar su espada pero pude agarrarle el brazo antes que desenvainara y le golpeé fuertemente con el codo su enorme nariz partiéndosela en mil pedazos, se echó mano a la cara sin poder ni tan siquiera gritar de dolor cuando le golpeé la nuca contra la pared del molino, cayó al suelo fulminado, los otros dos soldados iban a sacar sus mosquetes para disparar pero Anjum se lo impidió, le lanzó una serie de golpes que no podían contener, ellos intentaban zafarse del demonio árabe pero les resultaba inútil, era mucho más rápida, un felino cazando una débil presa. Inutilizaba los pocos golpes que se atrevían a soltar, me giré hacia Rashid y Antonio que atónitos contemplaban en la lejanía aquella pelea. Dejó inconsciente a otro y cuando iba a acabar la faena la detuve, le frené el golpe directo a la cara del joven soldado español ordenándole que se detuviese, necesitaba a aquel joven para hacerle unas preguntas. Anjum enfurecida se acercó hasta la fogata para calentarse, se quitó la capucha dejando entrever aquella belleza morena mezclada con aquellos ojos esmeraldas que relumbraban en la pequeña pira, se soltó su larga melena caliza y acercó las manos al fuego. Llamé a los demás, al llegar no le dirigieron la palabra a la árabe, cuando estaba enfurecida era mejor no hablarle, escondieron a los tres soldados inconscientes detrás de un pequeño carruaje situado junto al fuego mientras yo interrogaba al otro, le pregunté por el general y éste me dijo que se hallaba en el Castillo de San Sebastián, nadie sabía realmente su ubicación pero se escuchaban rumores que allí se encontraba la sede del servicio de inteligencia español. Miré al joven soldado disculpándome por el golpe que le iba a propinar para dejarlo inconsciente, no debíamos matar a ningún soldado más español, bastantes cargos querían imputarnos como para soportar otro más, le golpeé con la culata de mi pistola en la nuca dejándolo privado de su consciencia mientras caía en mis brazos para que no se dañase contra el duro suelo. Me giré hacia mis amigos que acompañaban a la árabe en la fogata calentándose.

−Muchachos partimos de inmediato –ordené.

−¿No podemos hacer noche aquí? –preguntó Antonio.

−No, haremos noche en Cádiz, debemos buscar al general y solo podremos entrar en su castillo acompañando a las tinieblas –dije concluyendo la conversación.

Antonio estaba fatigado, desde que lo rescatamos en la Ciudad Fenicia no había descansado, necesitaba un par de noches en una blanda cama para poder reponer las mermadas fuerzas que arrastraba desde hacía tiempo, pero la única oportunidad que tendríamos para entrar en el vigilado castillo era por la noche, los soldados que acabábamos de atacar despertarían en breve y no queríamos que diesen la voz de alarma. Maniatados y amordazados dejamos a los jóvenes soldados del batallón de Medina Sidonia escondidos tras el carruaje, nosotros mientras salimos al encuentro de nuestro general en Cádiz.

Le habían trasladado desde el centro de Cádiz hasta el Castillo de San Sebastián, en uno de los últimos rincones de la capital gaditana, situado en uno de los extremos de La Caleta, había que cruzar una estrecha calzada por el Atlas hasta llegar a un pequeño islote donde según la tradición se hallaba el Templo de Kronos. Antes de llegar hasta allí debíamos cruzar la Puerta de Tierra muy custodiada por soldados tanto españoles como ingleses, llamábamos en demasía la atención así que decidí que lo mejor sería dejar los caballos en alguna caballeriza y partir caminando por el sur dejando a un lado el centro de la ciudad, con las tinieblas de aquella fría noche no nos resultaría difícil ocultarnos por las murallas del sur.

Así lo hicimos, dejamos los caballos en una pequeña caballeriza cerca del Cementerio de San José, cogimos nuestras armas y seguimos por la playa, ocultos por la oscuridad que nos ofrecía la mezcla entre el Atlas y el tenebroso cielo encapotado que ocultaba la pequeña luna creciente. La iluminación de la fortaleza nos guiaba como si de luciérnagas se tratase, llegamos hasta un punto en el que podíamos observar lo custodiado que se hallaba el castillo, la larga y angosta calzada que llevaba hasta la puerta del mismo estaba vigilada por un numeroso grupo de soldados uniformados como los voluntarios de Cádiz con sus inmaculados pantalones blancos y sus casacas rojas con la pechera y mangas verdes, destacando sus bandas blancas cruzadas y su gran bicornio negro con una larga pluma roja, sólo portaban sus enormes y pesados mosquetes, este batallón lo había formado el general Álvarez de la Campana hacía casi dos años por toda la provincia de Cádiz. Era imposible entrar porque la única vía de entrada estaba colapsada por los voluntarios de Cádiz, algo importante se cocía en el interior del castillo porque comprobamos que los vigías de una de las torres no pertenecían a los voluntarios de Cádiz, había cazadores voluntarios de Granada, su uniforme me recordaba mi primera misión importante cuando llegamos Pepe y yo a Cádiz para capturar al capitán general de Andalucía, los amarillos Dragones de Almansa, fusileros del regimiento irlandés, con sus largas botas negras tapando casi todo su pantalón blanco y su casaca azul con ribetes y mangas doradas. Había mucho revuelo, miré a mis compañeros encomendándoles que se ocultasen bien entre las tinieblas, no podíamos entrar con tanto soldado yendo y viniendo. Había que tener paciencia para conseguir llegar hasta el general sin que nadie nos descubriese. Miraba a mí alrededor y al fin encontré la solución, había una pequeña embarcación con la que podríamos bordear el islote y entrar por la parte trasera que se supondría menos vigilada. Cuando llamé a mis compañeros se escuchó un redoblar de tambores, los soldados corrieron hacia la puerta principal, saqué de mi hato el catalejo para poder comprobar qué ocurría realmente, los soldados que custodiaban la entrada se cuadraron, comenzaron a salir comandantes de casi todos los batallones, algo se avecinaba, un tamborilero de los granaderos de Tortosa habría paso, cada comandante salía con un pequeño grupo de sus soldados, el primero en salir fue el Dragón de Almansa con su impoluto uniforme amarillo, sus largas botas negras le llegaban casi a las ingles, su bicornio decorado con unas grecas blancas y una pequeña insignia del batallón al que pertenecía, una larga y fina espada le colgaba del ancho cinto negro, con cara de pocos amigos cabalgaba por la estrecha calzada. Le seguía un comandante uniformado totalmente de azul, con la pechera morada, de su casaca le colgaban dos colas rojas a juego con su cinto, también llevaba un bicornio adornado con su correspondiente insignia, éste comandante pertenecía al Real Cuerpo de Ingenieros, acompañado por tan solo dos soldados se deleitaba con un trote lento por la calzada que unía el pequeño islote con la tierra de Cádiz. Así siguieron un sinfín de comandantes y soldados del ejército español resaltando entre ellos un auditor, un comisario con sus enormes y largas casacas azules demasiadas recargadas con tantos ribetes dorados, con sus zapatos negros como la noche y sus largas medias blancas, además les acompañaba un capellán castrense con su traje negro como los mirlos que andaban en la primavera cerca de los granados de mi tierra. Al salir todo aquel arco iris de uniformes se tranquilizó el castillo, un silencio sepulcral invadió todo el islote, pero los guardias, aún numerosos quedaron inmóviles en el paso que conducía a la entrada principal del castillo de San Sebastián.

Llamé a mis compañeros para explicarles el modo de entrar, no objetaron nada, Anjum sacó de su hato una cuerda con la que podríamos escalar la pequeña muralla que precedía a la parte trasera del castillo. Nos encaramamos a la pequeña embarcación y la empujamos hacia un lugar donde parecía no haber soldados vigilando, solo los situados en las torres vigía podrían descubrirnos pero las oscuras nubes que nos acompañaban se lo impedirían. El Bóreas nos empujó hacia el Atlas, una pequeña ayuda que se agradeció para poder salir de la inclinada orilla, Rashid remaba lentamente lo más cauteloso posible, no podíamos descubrir nuestra posición o seríamos hombres muertos. Antonio acariciaba el Baker cariñosamente, creyendo que podría usarlo, mientras la árabe limpiaba la hoja de su cuchillo curvo mirando al encapotado cielo. Yo no apartaba la mano de mi francisca sin dejar de mirar las torres vigía, el frío también nos ayudó, una gélida y húmeda noche hizo que los soldados que custodiaban las torres estuviesen más pendientes de sus pequeñas fogatas que del mar. Llegamos a una parte baja de la muralla que cubría el oeste del islote, miré a mis amigos.

−Alguien tiene que subir hasta allí y amarrar la cuerda, ¿algún voluntario? –pregunté.

−Yo iré –contestó rauda Anjum.

−¿Segura? –le pregunté preocupado.

−Está más alto de lo que parece en realidad –dijo Rashid.

−No os preocupéis, dadme la cuerda y estad atentos –dijo la árabe saltando por la borda de la barca hasta una pequeña piedra que cubría casi en su totalidad el agua.

Preocupados no apartábamos la mirada de la joven, rauda escalaba las piedras y después la muralla como si de una cabra montés se tratase. Al instante escuchamos un pequeño silbido, era Anjum arrojándonos la cuerda, la había atado a una pequeña pero resistente roca al otro lado de la muralla. Comenzamos la escalada sigilosos, Anjum vigilaba desde las sombras del otro lado. Estábamos tras el enorme Castillo de San Sebastián, allí no había vigilantes, estaba desierto, esa parte era vigilada por las torres pero no estaban muy por la labor. Bien entrada la noche, se redujo considerablemente el número de soldados que custodiaban el castillo, le ordené a Rashid y a Antonio que se quedasen fuera del castillo vigilando, necesitábamos protección en el exterior. El castillo muy alargado tenía planta irregular con nueve lados, iba a ser como buscar una aguja en un pajar,  poseía parapetos, cañoneras, dos fosos de agua y puentes levadizos, uno que daba a la plaza de armas, en dirección a la ciudad, y otro, en el frente noroeste, que unía con el resto de la isla donde se encontraba la ermita y la torre vigía más grande. Solo había una posibilidad de encontrar al general y era que uno de sus soldados nos acompañase hasta su estancia. Le dije a la árabe que había que buscar a un soldado joven, muy joven, él nos llevaría hasta nuestro general. Escondidos entre la penumbra esperábamos acechantes que llegase una presa para abalanzarnos hacia ella. No había mucho bullicio de soldados, la espera se tornaba angustia, debíamos entrar en el castillo antes que se hiciese de día, y faltaban poco tiempo. La suerte se alió, de nuevo, con nosotros, al fin una pareja de soldados se aproximaban hacia nosotros, esperamos pacientemente hasta que al fin se situaron justo delante de nuestro escondite. Sacamos los cuchillos curvos y nos acercamos sigilosos por su espalda, le coloqué una mano en la boca y la fina pero afilada hoja del cuchillo de ojos de serpiente en el cuello, le susurré al oído que no intentase nada si no quería dejar de respirar, Anjum hizo exactamente igual que yo, la miré haciéndole un ademán para que dejase inconsciente al soldado que amenazaba ella, con un violento golpe en la nuca se desmayó. La árabe sacó su pistola, apuntando al soldado le obligó a entrar en las penumbras para desaparecer, mientras Rashid escondió al soldado inconsciente.

−Muchacho, no te vamos a hacer daño, solo queremos saber dónde se encuentra el general Álvarez de la Campana –dije.

−No se lo diré jamás –dijo un orgulloso y valiente soldado del ejército español.

Al momento comenzó a hablar, dos golpes secos en la boca del estómago y la cara amenazante de la árabe con el cuchillo rozándole el cuello hizo que cambiase de actitud.

Nos dijo que su estancia se encontraba junto a la ermita, en el otro extremo del islote, había que cruzar uno de los puentes levadizos para llegar a ella. Con otro violento golpe en la nuca Anjum se deshizo del bravo soldado. Llamé a los otros para amordazar a aquellos dos soldados, debíamos cruzar el puente levadizo para llegar hasta nuestro hombre. Escondidos entre las sombras caminábamos lentamente hasta que llegamos a la entrada del puente, custodiado por varios guardias iba a ser una tarea casi imposible llegar hasta la ermita sin ser descubiertos. Antonio dijo que podríamos llegar al igual que hicimos para entrar en el castillo, debíamos bajar hacia las rocas fuera de la murallas y atravesarlas para dar con el dorsal de la ermita de San Sebastián.

Bajamos sigilosos hasta llegar a las frías y húmedas rocas que custodiaban las murallas del castillo, la marea había bajado así que debíamos ser raudos para poder llegar hasta nuestro destino. Llegamos a la parte posterior de la ermita, una gran muralla la precedía, era la única entrada sin ser vistos así que decidimos escalarla, poco a poco subíamos, enganchando nuestros pies en cada agujero que habían dejado al construirla, resbaladiza debía agarrarme fuerte, observábamos cómo la marea se hacía cada vez más alta hasta que al fin llegamos al baluarte de la muralla. Volví a dejar a Rashid y Antonio como vigías en el exterior, ocultos entre las sombras debían esperar pacientemente que hablase con el general.

Una pequeña ermita ocultaba otra estancia donde se hallaba el general, custodiada por dos jóvenes fusileros del regimiento irlandés, delatados por el color amarillo estampado en la pechera de su casaca azul, formaban cada uno en un lado de la puerta de entrada. Observé una pequeña ventana en una de las esquinas de la estancia, entreabierta golpeaba sus hojas contra la pared de piedra, con un poco de suerte podríamos colarnos por aquella rendija. Un fuerte golpe del Bóreas indicó que se aproximaba la tormenta, el gitano me miró sonriendo, dijo que Erin seguía cuidando de nosotros, él no sabía hasta qué punto me había ayudado. Un virulento trueno precedió a un relámpago que iluminó toda la bahía, comenzó una fuerte lluvia, era el momento, los fusileros buscaban un pequeño techo donde refugiarse, encontrándolo enfrente de nuestra pequeña entrada. Rashid y Antonio descolgaron sus Baker, escondiéndose entre las tinieblas aguardaban nuestra entrada. Anjum entró primero, mientras expectante no quitaba ojo de la torre vigía que era la única que podía descubrirnos. Escuché un dulce silbido, estaba despejado. Entramos en una pequeña cocina, con una mesa cuadrada rodeada por seis sillas de madera y mimbre, tan típicas de mi tierra, una chimenea con ascuas recientes y una gran olla situada justo encima, al lado de la alacena había una puerta que conducía a otra sala, un enorme sillón rojo con unos brazos de madera y con unos enormes botones negros presidía la estancia, al fondo un colosal escritorio de madera, en ébano con unas detalladas patas ocultaba una gran butaca tapizada también en rojo, unas velas iluminaban la estancia como si hubiese alguien allí. Le hice un ademán a la joven para que vigilase la cocina, me iba a adentrar en la nueva sala. Sigiloso caminaba armado con la francisca y el cuchillo de ojos de serpiente, al entrar comprobé que había una enorme chimenea al fondo, justo delante de ella otro sillón rojo, aquel asiento estaba ocupado, de frente a la chimenea dejaba entrever un brazo que sostenía un vaso con un líquido cobrizo. Me acerqué lentamente, se escuchaba un resoplido, como el que hacía Antonio cuando iba a dormir, arrodillado me coloqué justo tras el sillón sin ser descubierto, me levanté colocándole el cuchillo de ojos de serpiente en el cuello, le dije que no gritase o no lo contaría. Le hice levantarse para comprobar quién era, vestido con una elegante casaca azul, abierta, con unos prominentes grecas en color dorado le colgaban dos faldones del mismo intenso color rojo de la pechera, la camisa oculta en el interior del mismo color y  unos pantalones a juego, se cortaban en la rodilla por unas largas medias blancas terminadas en unos brillantes e impolutos zapatos de charol. Era el general jarocho, mi general Álvarez de la Campana.

−Sabía que vendría, siempre en confiado en vos –dijo con su acento de las indias españolas.

−¿Cómo lo sabe?, además, ¿sabe a qué he venido? –pregunté airadamente.

−¿Trae el diario, no, a eso ha venido? –preguntó extrañado.

−No, ¿por qué nos traicionó? –pregunté cada vez más enfadado.

−Jamás, yo nunca le traicioné –dijo serio.

−¿Dónde está Fabio? –pregunté acercándole la pistola a la cara.

−No ha quedado más remedio, está en las minas de RioTinto –contestó.

−¿Por qué? –pregunté extrañado, un héroe de la patria encerrado como a un traidor.

−Lo ordenó el general Tomás de Morla –contestó.

−¿Sabe que es uno de ellos? –le pregunté.

−¿Cómo? –preguntó sobresaltado.

−¿Sorprendido?, pues no lo parecía antes de la batalla de Bailén. ¿No dudaba de él? –le pregunté.

−Sí, la verdad es que sí. ¿Qué quiere? –preguntó.

−Le entregamos la cabeza del espía francés y de sus secuaces, y nos tachan de traidores.

He conseguido escapar del mismísimo infierno y me encuentro que tenemos precio por nuestras cabezas. Lo que quiero es, primero limpiar el nombre de la Compañía, segundo traer de vuelta a Fabio y tercero acabar con lo que empezamos hace casi dos años –expliqué.

−Le he buscado desde que desapareció. Anjum explícaselo –le ordenó a la árabe.

−¿Cómo? –pregunté extrañado cambiando la posición de mi pistola hacia ella.

−Sí, todo lo que te conté es mentira. Trabajaba para él –dijo señalando al general.

−Sabía que había algo extraño en ti, apareciste de la nada. ¿Todo lo que hemos vivido, ha sido una farsa? –le pregunté triste.

−No, ahora ya no trabajo para él, sino para ti. Dime que lo haga y no dudaré –dijo apuntando al general con su pistola.

−No, él no es un traidor. Seguiremos nuestra misión por donde la dejamos, pero el diario no se lo voy a entregar, deberá confiar en mí. Quiero a su mayordomo –ordené.

−¿A mi mayordomo? –preguntó extrañado.

−Sí –dije.

El general llamó a su mayordomo que no tardó en llegar, me situé detrás de la puerta esperando cauteloso a que la cruzara. Justo al pasar le coloqué el cuchillo de ojos de serpiente en el cuello, lo acerqué hasta el general y allí, junto a la chimenea le rebané el cuello soltando un enorme charco de sangre a los pies del general que blanquecino no sabía dónde ocultar la mirada.

−Esto es lo que les pasará a todos y cada uno de los traidores a la patria –dije invadido por mi sed de venganza.

−Si –dijo el general suspirando blanco como el nácar.

−Necesito un salvoconducto para poder cruzar por todos los campamentos del ejército español y para entrar aquí. Pronto tendrá noticias nuestras –ordené.

−Sí, pero no puedo hacer nada por Fabio –dijo sacando una autorización y una pluma para firmarla.

−No se preocupe, de eso nos encargamos nosotros –dije.

−No quiero que maten más soldados españoles –dijo serio.

−Haremos lo que tengamos que hacer para traer con nosotros al Nigromante –dije concluyendo la conversación.

Sin más desaparecimos entre las penumbras que aún le restaban a la oscura noche. Nos encapuchamos, salimos en busca de nuestros compañeros con el salvoconducto en la mano, no tendríamos que saltar la muralla, podríamos pasar por los puentes levadizos. La lluvia incesante no paraba, empapados conseguimos salir de aquella fortificación donde se encontraba los servicios de inteligencia del ejército español.

Llegamos al cementerio de San José buscando nuestros caballos, era momento de descansar, teníamos una misión que debíamos cumplir, sacar a Fabio de las minas. Guié a mis amigos hasta el puerto, allí tendríamos la oportunidad de hablar y de recuperarnos de nuestro periplo. Llegamos a la tasca del indio, Antonio al verla sonrió, Rashid miraba perplejo la multitud que se aglutinaba en el puerto antes del alba, ante una inminente invasión del ejército francés, allí seguía todo como si no pasara nada, los marinos llegaban de faenar y los puestos de fruta y verdura comenzaban a montarse, un murmullo generalizado ensordecía el puerto. Les hice pasar dentro de la pequeña taberna, un nutrido grupo de marinos se agolpaban en la barra, unos acababan de llegar y otros llevarían toda la noche allí por sus enormes cogorzas. Nada más entrar el indio nos reconoció, salió detrás del mostrador y se acercó hasta nosotros.

−¿Todavía vivos? –preguntó sonriendo.

−Sí, amigo. Necesitamos reponer fuerzas y descansar –contesté.

−No hay problema –dijo invitándonos a pasar dentro de la cocina.

−Prepara aquel analgésico para ellos dos –dije señalando a mis nuevos compañeros.

−No hay problema –volvió a repetir el indio.

Nos sentamos ante una sucia mesa donde el indio nos trajo una olla con carne guisada y patatas, todo acompañado por unas grandes jarras de barro con cerveza, y para Anjum y Rashid dos pequeños vasitos con aquel líquido anestésico. Devoramos la comida como si nuestra vida dependiese de ello, llevábamos demasiado tiempo sin comer nada caliente, con el frío y la tormenta apetecía ese tipo de comidas. No le dirigí la palabra a la árabe, aunque tenía mucho que explicarnos. No se escuchó nada durante todo el desayuno, no apartábamos la mirada de la comida, hasta que se terminó, entonces cambié mi mirada hacia la joven, haciéndole un ademán con la mano la invité a que se explicase.

Nos dijo que pertenecía al servicio secreto del ejército español, trabajaba directamente para nuestro general, era una de sus más destacadas espías. Sollozando nos dijo que aquel día que me conoció realmente le salvé la vida y por ello me seguiría donde fuese para poder pagarme con la misma moneda. Era árabe, su madre era del norte de Marruecos y su padre era un comerciante español, miró desafiante a Rashid contándonos que los dos murieron cuando era niña y fue criada por los servicios de inteligencia españoles y franceses. Educada en diferentes tipos de lucha, armas y diferentes idiomas, había trabajado en numerosas misiones para Francia y España, la última fue encontrarme, una tarea complicada pero que al final consiguió.

−¿Por qué me miras así, niña? –preguntó Rashid con cara de pocos amigos.

−Tu Ejército, ese que vanaglorias acabó con la vida de mis padres –contestó.

−Yo dejé de pertenecer a ese ejército el mismo día que tú dejaste de ser espía –contradijo.

−Ya, pero estas deseando volver con ellos –le replicó.

−No, fui obligado como tú –le contestó levantándose de la mesa dando un golpe fuerte con su enorme puño sobre la sucia mesa.

−Tranquilos, ahora sois de los nuestros. Indio te toca –le ordené al indio.

Se bebieron el anestésico y cayeron fulminados al suelo, los tumbamos boca abajo en el mugriento suelo dejándolos en manos del indio. Antonio que no había abierto la boca en toda la mañana me dijo que debíamos buscarnos unos uniformes nuevos, no debíamos levantar en demasía la atención con los andrajos pordioseros que llevábamos. Le preguntamos al indio por un sastre y nos explicó donde podríamos hallar a uno de los mejores, además de los más cautelosos con sus clientes ya que trabajaba tanto con españoles como con afrancesados.

Salimos, la lluvia no paraba, regaba la bahía de Cádiz de punta a cabo, el sol no quería salir de su escondite detrás de las espesas y oscuras nubes, un haz de claridad indicaba que no pararía de llover en varios días. Caminamos por el puerto tranquilos, sin prisa, encapuchados nos daba igual empaparnos, demasiado tiempo encerrados como para desperdiciar aquel clima tan bueno. Empujé al gitano hacia un pequeño techado para refugiarnos un instante de la incesante lluvia.

−Amigo tengo que contarte algo, no sé si me vas a creer, pero debes saberlo –dije.

−Dígame maestro –respondió.

−Daniel está vivo –le dije sin andarme por las ramas.

−¿Cómo?, yo lo vi en la tienda, muerto –dijo extrañado.

−Es el capitán del grupo que nos perseguía por la sierra –dije.

−No me lo creo –dijo desviando su mirada hacia el suelo.

−Mira –dije enseñándole la francisca.

−No puede ser, pero ¿cómo…? –preguntó intrigado. –Yo se la dejé al hijo de la viuda −prosiguió

−Me dijo que lo dejamos abandonado, por eso nos odia y nos persigue. Es el tuerto que nos sigue. Me enfrenté a él cuando te fuiste con el Tragabuches hasta la choza. Tuve que pelear con él –expliqué.

−Pero… −dijo sin salirle la voz del cuerpo.

−No lo maté, si te refieres a eso. Le golpeé hasta dejarlo inconsciente, lo até a un árbol y lo amordacé, lo dejé a expensas de los seres del bosque –dije.

−Y de los demás, ¿sabe algo? –preguntó.

−Sí. Estuve con Pepe, le cortaron una mano y está cojo, pero vive feliz con su familia, en la isla de Santa Catalina –contesté.

−¿Y Manuel? –preguntó.

−Murió en Bailén. Lo detuvieron y cuando comenzaron a torturarlo, Pepe acabó con su sufrimiento desde la lejanía con un disparo justo al corazón –dije tragando saliva para aguantar las lágrimas en los cuencos de mis ojos.

−Solo quedamos nosotros dos –dijo.

−Y Fabio que vamos a rescatarlo de la prisión donde está recluido –concluí la conversación invitando al gitano a seguir el camino.

Llegamos hasta la hermosa Puerta de Tierra, custodiada por varios soldados de los voluntarios de Cádiz, empapados nos echaron el alto, les enseñé el salvoconducto que nos había entregado nuestro general y nos dejaron pasar sin objeción alguna, incluso se cuadraron para darnos paso. Caminamos resguardándonos de la cada vez más espesa lluvia hasta que llegamos a la Torre Tavira, la torre vigía oficial del puerto gaditano, llevaba el nombre de su primer vigía Antonio Tavira, era el punto de mayor altura de la ciudad, de estilo barroco se situaba en la casa de los marqueses de Recaño. Colindante con ella se encontraba la sastrería que nos había recomendado el indio. Entramos, se escuchó una campanita que al abrir la puerta la hacía tocar, al pronto salió un hombre, bajo de unos cincuenta años, pelo canoso y un prominente bigote que se le rizaba al salirse del rostro. Nos preguntó por lo que queríamos y le dije que necesitábamos cinco casacas negras con cinco pantalones a juego, estrechos que se ajustasen al contorno de las piernas, además de cinco camisas, cinco pares de medias negras, con cinco pañuelos negros que pudiesen anudarse al cuello. El sastre nos miró extrañado, de repente comenzó a reírse, cómo unos muchachos pensaba pagar aquello, saqué un pequeño hatillo, lo volqué en el mostrador haciendo sonar las monedas de oro que contenía, cinco doblones de a ocho escudos, se quedó petrificado. Al instante comenzó a preguntar las medidas, le dije aproximadamente cómo éramos, no teníamos tiempo de hacernos trajes a medida, debía buscar en su almacén uniformes como los que les pedíamos. Nos invitó a sentarnos en unos sillones muy cómodos que tenía para los altos cargos a los que les hacía sus trajes, una muchacha, muy joven y bella nos trajo un café caliente mientras esperábamos. Tardó un buen rato cuando salió detrás del mostrador, traía consigo varias casacas, de diferentes tamaños, además de todo lo que le habíamos pedido. Dijo que hacía tiempo una familia apoderada de la bahía le había encargado esas casacas para el funeral del patriarca pero antes de poder oficializar dicho entierro tuvieron que salir de Cádiz acusados de afrancesados. Eran una casacas excelentes, negras como los cuervos, la pechera adornada por dos hileras de botones de plata, el cuello con grecas negras y plateadas se podía levantar, eran cortas, nada de colas, eso solo era para los capitanes generales que no entraban en batalla, la veían desde lejos. Trajo todo lo que le había pedido, le dije que podía llevarlo hasta la tasca del indio en el puerto gaditano, allí debía preguntar por el dueño y decirle que el paquete iba de nuestra parte, de los no muertos, dije sonriéndole al sastre que me respondió brillándole los ojos al contemplar las monedas con la misma sonrisa. Antes de marchar le pregunté por un zapatero, necesitábamos botas y cinturones, dijo que cerca del puerto podríamos hallar a un primo suyo que era zapatero, él nos conseguiría lo que buscábamos.

Antes de buscar al zapatero le dije a Antonio que podíamos almorzar algo por allí, podríamos ir a las Torres de Hércules. Caminamos cruzando el laberinto de calles gaditanas hasta llegar a la taberna. Entramos, seguía decorada exactamente igual que hacía dos años, era minúscula, solo dos mesas acompañadas por cuatro sillas cada una tenía de mobiliario el Griego. Me acerqué hasta la barra preguntando por él, un joven, que se le parecía bastante me dijo saltándosele una pequeña lágrima que había fallecido hacía varios meses, una enfermedad infecciosa acabó con él, el vómito negro la llamaban. Le dije al joven que lo sentía, lo conocíamos y era un hombre sabio, éste me dio las gracias. Nos sentamos y almorzamos en silencio, recordando todas las historias que nos había contado el Griego.

Salimos en busca del zapatero, preguntando a los pocos gaditanos que nos encontrábamos por la calle llegamos hasta su puerta, a quinientos pasos de la tasca del indio, preferimos que Rashid y Anjum nos acompañasen para que les tomasen medidas de las botas, unas botas grandes o pequeñas podrían acabar con cualquier misión.

Entramos en la tasca, el indio salió raudo a recibirnos, me dijo que mis amigos despertarían en breve. Pasamos a la cocina, allí estaban los dos, ya sentados se agarraban la cabeza con ambas manos, como si no dejase de darles vueltas. El indio entró con dos pequeños y sucios espejos, se lo entregó al gitano que muy sonriente colocó uno detrás y otro delante para que pudiesen comprobar el tatuaje que les habían hecho, una calavera con dos espadas cruzadas, Anjum agarrándose la cabeza.

−¿Qué es esto? –preguntó dolorida.

−Ya pertenecéis a la Compañía de la Muerte –respondió el gitano sacándose la camisa y volviéndose hacia ellos.

−¿Y tú no tienes? –preguntó Rashid mirándome.

Me giré dejando mi espalda al descubierto, horrorizados me contemplaron, el tatuaje casi había desaparecido por culpa de las heridas que me habían infringido en poco más de un año. Solo Rashid había comprobado en sus propias carnes cómo se las gastaban los árabes contratados por los gabachos.