Capítulo 7.
Pietro Degli
Pasé la noche en aquel sereno lugar de Dios, los hermanos se comportaron excelentemente conmigo, un peregrino al que no conocían de nada. Antes que mi compañero sol asomase por el lejano horizonte del este, monté en el pequeño corcel árabe partiendo hacia el encuentro de mis nuevos compañeros, debían esperar mi regreso en Ceuta. Trotaba aquel bello animal mientras saboreaba una deliciosa manzana que me había ofrecido el joven monje antes de mi marcha, ensimismado ante aquel hermoso paisaje que tanto me recordaba a mi tierra me daba cuenta que había cambiado mis sentimientos, ya no tenía tanta ira, parecía controlar mis emociones, aquel tiempo en el templo de Dios parecía haberme apaciguado, podía pensar con mayor frialdad, meditaba los pasos a seguir cuando de repente me di cuenta que podía divisar la gran ciudad de Ceuta, con sus siete montículos simétricos, los Siete Hermanos los llamaban.
Desde hacía más de dos siglos esa ciudad pertenecía a España, pero los marroquíes la ansiaban desde hacía más de noventa años, un tal Ismail, segundo jerife filalí estaba empeñado en ella y la asedió durante demasiados años, no llegando nunca a conseguirlo. Entré en la hermosa ciudad mediterránea, llegando a las murallas Merínidas comprobé el bullicio que me iba a encontrar, numerosas guarniciones de hombres armados parecían haber pasado la noche allí, tropas del glorioso ejército británico, con sus impecables uniformes rojos decorados con sus ribetes blancos, sus dos bandas blancas formando una cruz en pecho y espalda, los acompañaban con unas botas negras que les llegaban por las rodillas, además de su bicornio negro, portaban largos mosquetes terminados en bayonetas de más de dos palmos de longitud y una espada curva enganchada en su grueso cinto negro. Supuse que pertenecerían a algún navío británico amarrado cerca de la ciudad ceutí, estarían aprovisionando para volver a la Isla de León para combatir contra los franceses. Demasiado ajetreo para pasar desapercibido, que era mi intención. Bajé del pequeño corcel mientras cruzaba la puerta de Fez, custodiada por sus torres gemelas, buscaba con ahínco alguien que pudiese indicarme alguna tasca donde comer algo, allí preguntaría por mis amigos. Encontré entre el gentío un niño que pedía algo de comer a todo el que se le cruzaba, parecía hambriento pero nadie le hacía el más mínimo caso, ni españoles, ni marroquíes, ni británicos, todos lo ignoraban.
−Muchacho, ¿quieres una moneda? –le pregunté intencionadamente.
−Sí, amigo, yo ser tu amigo –contestó con acento árabe.
−¿Dónde puedo encontrar un sitio donde comer?, pero que sea árabe –pregunté sabiendo que Anjum escogería la comida de su tierra.
−Sí, haber uno cerca –contestó el niño.
−Llévame y te daré una moneda de plata –le dije enseñándole una moneda del Sirio.
No habíamos caminado más de treinta pasos cuando llegamos, era una tetería árabe llamada el Benzú, en honor a las numerosas teterías que se encontraban en la playa con el mismo nombre. Amarré el caballo a una pequeña reja que tenía el establecimiento, miré al niño lanzándole la moneda, el cual la cogió en el aire saliendo despavorido de allí. Miré a mí alrededor para comprobar si alguien me había conocido y seguido, al ver que estaba solo abrí la puerta entrando dentro de la cantina, no había nadie, aún era temprano, solo un viejo de larga barba blanca apostado en una esquina fumando en una gran pipa. Me acerqué a la barra, una joven muy morena de piel pero con unos preciosos ojos azules me atendió, le pregunté por mis amigos mientras le ofrecía una de las monedas del sirio, al verla me dijo que una joven acompañada de un enorme hombre moreno le habían pagado con una igual, los había mandado a una pequeña hospedería cerca del centro, tenía que seguir las Murallas Reales hasta llegar a la Iglesia de Santa María de África, donde se hallaba la hospedería llamada Al Idrisi, en honor al cartógrafo y geógrafo hispanomusulmán del siglo doce.
Desaté al pequeño amigo y lo guié murallas abajo, siguiendo el foso camino de la iglesia me encontraba apostados en cada esquina soldados ingleses, sus llamativos uniformes rojos los delataban a leguas, casi todos en parejas vigilaban todas y cada una de las entradas y salidas de la ciudad amurallada. Sus enormes navíos se podían observar en lontananza acurrucados bajo el fuerte sol que aún abrasaba aquellas tierras. Acompañado de aquel infernal calor llegué a la preciosa Iglesia de Santa María de África, amarilla como no podía ser de otra forma en aquellas calurosas tierras, estaba adornada con numerosos relieves tallados en blanco, una enorme puerta sostenida por dos enormes columnas aguantaban la imagen de una preciosa virgen tallada en mármol, no pude resistir la tentación y até al corcel árabe para entrar dentro de aquella obra maestra de la arquitectura de nuestros antepasados, quién sabía si sería la última vez que podría ver algo tan hermoso. Me habían hablado mucho de lo hermosa que era la Virgen de África, aquella virgen entregada por don Enrique el Navegante hacía más de tres siglos. Pasé a través de aquella magnífica puerta para quedarme sorprendido ante tanta majestuosidad, se dividía en tres naves separadas por seis columnas, pero nada más entrar, los ojos inmediatamente se fijaron en el gran retablo barroco que ocupaba el final de la nave principal, en su parte central se hallaba el camarín de la Virgen de África, escoltada por tallas doradas de San Agustín y San Francisco de Sales. La virgen estaba entronizada, sosegada aguantando el cuerpo muerto de Cristo en sus brazos. Ante tanta admiración no me había dado cuenta que estaba la iglesia abarrotada de personas, ocultándose del sol cantaban a su hermosa virgen preparando su día que se aproximaba, solo escuché una estrofa de aquella canción.
“Nubes y fuego de
esta tierra ardiente
firmeza y soplo de española
sangre
ardor de sol que las arenas
quema
y luz de luna que las flores
lame”.
Salí reconfortado de aquella iglesia, me había hecho recapacitar sobre la sangre que corría por mis venas y que en esos tiempos los franceses nos la querían arrebatar, no dependería de mí el sí no de la guerra que estábamos sufriendo, pero intentaría aportar mi grano de arena eliminando las ventajas que los traidores españoles les otorgaban al enano loco. Busqué la pequeña hospedería preguntando a las pocas personas que eran capaces de lidiar con el sol a aquellas horas de bien entrado el mediodía. Al Idrisi se encontraba a pocos pasos en dirección norte, cerca de una pequeña cala del Ponto. Caminaba lentamente abrasado por el sol de aquel ígneo día, cuando de repente escuché una voz conocida, dulce y melódica repetía una y otra vez un nombre que solo lo nombraba una persona: −Nazarí− escuchaba cada vez más cercano, hasta que me detuve y la vi, sus hermosos ojos relucían ante el cegador astro, su larga y oscura melena se balanceaba con la suave brisa que sin recompensa intentaba refrescar el día, su piel morena brillaba relampagueante ante mis delicados ojos, como un ángel, «¿cómo ella podía aguardar en su interior una fría asesina?»
−Has llegado, creíamos que no vendrías –habló la hermosa Anjum.
−Os dije que os encontraría aunque os ocultaseis en el fin del mundo –repliqué sonriendo.
−Al fin, buscábamos cómo llegar a la Isla de León –dijo un sonriente Cipayo.
−No os preocupéis, aún no vamos a la isla, nos quedaremos por aquí algún tiempo –contesté.
−Pues vamos, por lo menos ocultémonos de este odioso sol africano –dijo Rashid con su marcado acento hindú.
Les acompañé hasta la hospedería para que recogieran sus pertenencias, íbamos a trasladarnos a la ciudad que me había recomendado Pepe, allí estaríamos a salvo de espías y delatores, además era un lugar estratégico para recabar información, según el pastor se hallaba a media legua un burdel muy frecuentado por marinos, ellos traían información sobre la guerra y sobre lo que uno quisiera saber, solo habría que pagarles con oro, y disponíamos de bastante. Entramos en la hospedería, recogieron las armas, sus caballos y partimos de inmediato a nuestro nuevo destino, el Castillo pequeño. Me había informado bien de nuestro próximo destino, era un emplazamiento ansiado desde el despertar del mundo, prácticamente inaccesible por el mar, punto codiciado por portugueses por su facilidad para entrar en Al−Andalus, también reducto de corsarios, se convirtió en una ciudad fortaleza por obra y gracia, primero de la tribu de los Meriníes y después por culpa de los lusitanos, situada en el territorio de la tribu Andjra, al borde de la costa mediterránea y en la desembocadura del río Ksar Sghir, sin duda lo mejor de la ciudad eran sus veintinueve torres de vigilancia, no era tan pequeño aquel ansiado punto estratégico. Salíamos a través de las enormes murallas escuchando las melódicas flautas de algunos soldados británicos que aguardaban ansiosos su embarco. Justo al atravesar la colosal puerta se escuchó un cañonazo de uno de los navíos fondeados a pocas leguas de la costa africana, al instante los tamborileros británicos comenzaron a redoblar, un estupor de soldados corrían formando filas de a dos, esperaban pacientemente que llegasen sus oficiales para recibir sus precisas instrucciones, a diferencia de los soldados españoles estos eran mucho más disciplinados, no movían ni una pestaña esperando muy cuadrados mirando al cielo, mis compatriotas eran más viscerales, no podían esperar sosegados, más nerviosos, ansiosos o temerosos, aunque solo para formar las filas porque a la hora de la verdad eran valerosos, cambiaban el carácter en el frente, eso es lo que había visto en la batalla de Bailén, un poco desorganizados pero bravos, deseosos de echar de su tierra al enemigo invasor.
Camino del pequeño castillo pensaba en lo hermosa que era aquella tierra tan parecida a mi amada patria, se podía ver todo aquel monte bajo tan típico de las sierras que había atravesado con el pastor camino de Cádiz, el mismo sol abrasador que había caldeado la tierra de tal forma que su fuego enrojecía el cielo; con éste camino de su escondite llegamos a Ksar Sghir, ciudadela de corsarios.
Atravesamos una de las entradas a la ciudad, no era tan pequeña como habían comentado, una enorme muralla circular la protegía contra el invasor, flanqueada por sus veintinueve torres redondas, tenía unas puertas titánicas, una mezquita, sus laberínticas callejuelas estaban envueltas por numerosas casas, teterías y hasta un hamman. Detuvimos los caballos cerca de la mezquita, todavía faltaba un poco para llamar a la oración, el tiempo suficiente para que Anjum preguntase donde podíamos encontrar la hospedería del rondeño. Muy amablemente un árabe cubierto por una peculiar chilaba de color rojo fuego nos indicó que la hallaríamos junto a la torre de Al Adil, nombre recibido en honor a un emir almohade del siglo trece. Llegamos antes de anochecer a la posada del rondeño, atamos nuestros caballos en un pequeño poste a la entrada, no salía nadie a recibirnos, así que pensamos que no tendría caballerizas donde pudiesen descansar los nobles animales. Rashid bajó de un salto de su caballo, raudo se acercó hasta la joven árabe para ayudarle a bajar, ésta le negó con la cabeza el caballeroso gesto y de un impresionante salto desmontó de su bello caballo, lo miró sonriéndole, dando a entender que no le hacía falta la ayuda de ningún hombre. El Cipayo, como siempre, apartó su mirada buscándome para reírse a carcajadas, descabalgué negando con la cabeza, comenzaban a tener muy buena relación mis dos nuevos compañeros, me recordaba la relación que tenían el gitano y el suizo. Apreté los dientes intentando apartar de mi memoria todos aquellos bonitos recuerdos y centrarme en el presente, en lo que quedaba aún por hacer antes de partir a los Elíseos.
Entramos a la posada, un pequeño recibidor oscuro como la noche nos invitaba a pasar a un acogedor comedor, bien iluminado por unos gigantescos ventanales que daban a la calle principal. Pocas mesas y poca gente, solo un par de borrachos apostados en la barra principal bebiendo y fumando en pequeñas pipas negras. Nadie nos atendía hasta que llegué al mostrador y alzando la voz llamé al dueño, al pronto asomó desde una pequeña puerta al fondo un hombre alto, delgado, con una espesa barba negra como el carbón, el pelo largo recogido en una cola de caballo, una larga cicatriz le recorría la cara desde la frente hasta la barbilla, parecía partirla en dos, tenía pinta de tener pocos amigos, se acercaba lentamente hacia nosotros, Rashid inquieto acariciaba lentamente su cuchillo curvo, Anjum no se inmutaba, parecía que había topado con más de uno similar, mientras yo acercaba lentamente mi mano a la espalda por si fuese necesario sacar el Baker.
−¿Qué desean? –preguntó con acento malagueño.
−¿Es el dueño de la posada? –pregunté serio.
−Sí, vuelvo a preguntar, ¿qué desean? –preguntó de nuevo.
−Necesitamos una habitación –contesté.
−¿Para los tres? –preguntó.
−Sí, para los tres. ¿Algún problema? –pregunté subiendo el tono de voz.
−Amigo, tranquilo. Ese acento es inconfundible, ¿de qué parte de Granada eres? –preguntó con media sonrisa.
−De la capital, pero últimamente vivía en una pequeña aldea de los alrededores –dije devolviéndole la sonrisa animado por encontrar un andaluz en aquellas tierras.
−¿Se puede saber qué hace un andaluz por estas tierras, cuando hay una batalla que librar contra el enemigo invasor? –preguntó curioso.
−Me envía Pepe el pastor –fue lo único que contesté.
−Una habitación para los tres –gritó a una mujer que aparecía detrás del mostrador.
Al indicarle quién me enviaba no quiso saber nada más, solo nos entregó la llave acompañándonos escaleras arriba hacia nuestra habitación. Ya en la puerta dijo que se cenaba antes de ocultarse totalmente el sol, así que debíamos aligerarnos para poder cenar algo antes de descansar. Entramos en la habitación, al fin una yacija donde poder descansar, fue lo primero que pensé, había una litera y un catre, así que decidimos que Anjum como era mujer podía escoger, pero ese gesto, de nuevo, caballeroso, no fue acertado, la joven árabe arrojó su bolsa al suelo y de un imponente salto se acopló en la litera superior, Rashid dejó sus pertenencias en la litera baja y yo en el catre. Acomodados, antes de ir a cenar, les expliqué que iba a pasar durante los próximos meses, debíamos quedarnos en aquella ciudad recabando información y preparándonos para nuestra misión, saqué el diario de mi bolsillo, enseñándoles la larga lista expliqué que acabaríamos con todos y cada uno de los nombrados afrancesados, pero ya no trabajaríamos para el ejército español, ya que al parecer, el general Tomás de Morla se había encargado de hacernos proscritos, denunciándonos como traidores ante los demás generales, tanto españoles como sus nuevos aliados británicos. Debíamos entrar en España sin ser detectados, nuestro pasado debía ser borrado, no podíamos dejar rastro alguno sino acabaríamos, de nuevo, en aquella maldita prisión de Tarfaya. El Cipayo preguntaba cómo acabaríamos con los afrancesados, si nadie sabía que lo eran, estarían protegidos por el propio ejército español, le dije que no era hora de preocuparse por eso, conocía quien nos ayudaría en nuestra encomienda y no habría ningún problema para ello. Anjum se asomó a la pequeña ventana que ventilaba la calurosa habitación indicándonos que ya se había escondido, por completo, el sol. Les dije que debían dejar las armas escondidas en la alcoba, por lo menos, las armas de fuego, no sería de buen grado sentarnos a la mesa de nuestro anfitrión con ellas.
Bajamos, sorprendido miraba el acogedor comedor, éste se había transformado, estaba lleno, los campesinos volvían de una larga jornada de duro trabajo y necesitaban refrescarse antes de volver a sus humildes moradas. Al bajar todos nos escudriñaron como carroñeros, sobre todo a la bella árabe, que sin aquella horrible chilaba parecía una diosa, sus enormes ojos destellaban como dos estrellas fugaces en una oscura noche. El rondeño se acercó hasta nosotros invitándonos a acompañarle a una pequeña mesa retirada del bullicio, allí podíamos cenar tranquilamente sin ser observados. Nos sentamos lentamente, no sin antes comprobar la salida más próxima y quienes de aquellos campesinos podría ser peligroso. Cenábamos tranquilamente sin apenas tener conversación cuando comprobamos que el ambiente se estaba calentando por momentos, los hombres que aún quedaban allí continuaban bebiendo y comenzaron las discrepancias, uno de ellos muy envalentonado se acercó hasta nuestra mesa, aquel hombre no tenía pinta de ser campesino, todo lo contrario parecía un corsario, no era muy alto, mugriento y apestoso, calzaba unas pequeñas sandalias dejando al descubierto sus tobillos, una camisa rasgada con líneas verticales de distintos colores, una larga y enredada barba rubia le tapaba los pocos dientes que le quedaban. Rashid y yo ya compartimos una larga travesía con calaña como esa. Cuando éste iba a levantarse lo detuve sujetándolo del hombro, miré a la joven árabe, quería comprobar hasta qué punto nos había engañado aquella delicada mujer, le indiqué con un ademán que podría actuar si lo creía conveniente.
−No queremos moros por nuestra patria –dijo mirando al temperamental Cipayo.
−Será mejor que te retires, no queremos hacerte daño –dije levantándome de mi asiento.
−¿Quién me lo va a impedir, tú pequeño amigo? –preguntó irónico mientras soltaba una enorme risotada.
−Yo no, ella –contesté señalando a la joven.
Anjum lo invitó a salir a la calle, éste se reía maldiciendo a los musulmanes, al llegar a la arena de la entrada de la posada pude comprobar que estaba bien preparada, tal y como nos había comentado, se zafaba de los golpes de aquel apestoso corsario tranquilamente, como si hubiese estado toda la vida peleando contra hombres que le doblaban el tamaño, esquivó un puñetazo que iba directo a su cara agachándose ante aquel tipo, rápidamente contraatacó, golpeó su oído izquierdo haciéndole perder el equilibrio, aturdido miraba alrededor buscando a la joven, de repente todos los clientes del rondeño se acercaron para ver la pelea, la mayoría se reía del corsario, de cómo recibía una paliza de una bella dama, ésta no reparaba en golpearlo con violencia, patadas directas a las articulaciones, lo hacían tambalearse hasta que al verlo hincar la rodilla en el suelo se detuvo, apartó la mirada de aquel individuo mientras se retiraba, lo que nunca debería haber hecho, el corsario sacó de su bota un enorme cuchillo, iba a atacarla por la espalda cuando noté una suave brisa, se acercaba el barquero en busca de otro pasajero, saqué raudo mi cuchillo, Anjum al verme se arrojó a la arena, lancé el cuchillo sin miramientos clavándoselo en el pecho, el bullicio de la pelea se tornó en un silencio sepulcral, el corsario hincó las rodillas en el suelo agarrando fuertemente el cuchillo clavado en su pecho. Miré a mi alrededor comprobando como el rondeño se echaba las manos a la cabeza, negaba con la cabeza, me miró indicándome que le siguiese, no llevábamos ni un día allí y ya nos habíamos metido en un terrible lío.
−¿Sabes a quién acabas de matar? –me preguntó asustado.
−No, ¿a quién? –pregunté intrigado.
−A un corsario del capitán Pietro Degli –contestó raudo.
−¿Pietro Degli? –pregunté sonriendo.
−¿De qué te ríes, sabes lo que hará con vosotros? –dijo el asustadizo rondeño.
−Sí que lo sé, no hará nada –contesté cambiando mi semblante.
Dejé al rondeño con la palabra en la boca dirigiéndome hacia la posada, Pietro Degli, un capitán corsario, como había cambiado la historia, había pasado de ser un simple traficante a ser todo un corsario y por lo visto muy temido. Anjum me acompañaba como si no hubiese pasado nada, mientras que el Cipayo caminaba a unos pasos de nosotros guardándonos las espaldas. Una vez dentro de la hospedería les indiqué a mis compañeros que debíamos marcharnos a descansar, no había que temer nada, la guarnición encargada de la seguridad de la ciudad no intervendría, estaban hartos de los corsarios que lo único que hacían en su tierra era dar problemas y atemorizar a sus ciudadanos.
En la habitación nos repartimos los turnos de guardia para pasar la noche tranquilamente relajados en nuestros catres, no me fiaba que el capitán Pietro mandase a los filipinos para acabar con nosotros. Al terminar mi turno de guardia, que fue el primero, me acosté, llevaba tiempo soñando con poder tumbarme en un colchón de palmas, lejos del duro y frío suelo de los descampados donde había pasado el último año. Dejé la mente en blanco sumiéndome en un sosegado y descansado sueño, antes de darme cuenta noté que alguien me despertaba, era el Cipayo indicándome que el gallo cantaría en breve, me levanté entumecido, peor que si hubiese dormido en aquella húmeda celda del lamiiq, me acerqué hasta la pequeña jofaina que había en la habitación para lavarme la cara, me enjuagaba mirándome en aquel sucio espejo, no me reconocía, el pelo, al fin comenzaba a salir de su escondrijo, el color de mi piel había cambiado, el tono moreno había pasado a un color amarillento, abrasado por el sofocante sol de aquella maldita tierra y de la arena que le hacía compañía. Me quité la camisa dejando al descubierto mi espalda y mi torso, comprobé como me observaba horrorizada la joven Anjum, las cicatrices me cubrían casi toda la espalda, el Cipayo me miró diciendo que solo yo sabía que me habría pasado en aquel condenado agujero. Nos vestimos aquellos andrajos que teníamos y bajamos al comedor, cual fue nuestra sorpresa al ver que cuatro corsarios nos esperaban acomodados en nuestra mesa, conforme caminábamos hacia la mesa comprobé que allí estaba, sentado entre ellos, el capitán Pietro Degli nos esperaba. Rashid al verlos intentó darse la vuelta para buscar nuestras armas de fuego, se lo impedí, no les había contado que conocía a aquel diestro capitán, nos invitó a tomar asiento junto a ellos, el rondeño caminaba nervioso creyendo que podría haber un serio altercado en su tranquila tasca.
−¿Quién ha matado a mi segundo de a bordo? –preguntó con su marcado acento napolitano.
−Yo −me aligeré a contestar.
−¿Sabes que te espera? –preguntó acariciando una pistola que tenía en la mesa.
−¿Ha cambiado a los criollos por estos corsarios? –le pregunté.
−¿Qué hablas maldito? –increpó levantándose de la silla.
−Al hermano Ángel no le gustaría esta discusión –dije.
−¿Tú qué sabes del hermano?, ¿quién eres? –preguntó enfadado.
−Me llevaste desde Motril a la Isla de León con una importante mercancía –contesté.
−¿Y el negro, lo has cambiado por este moreno? –dijo riendo.
−Es una larga historia –contesté dándole la mano.
Me retiró la mano cambiándolo por un fuerte abrazo, todos se quedaron petrificados ante aquella escena. Hizo retirarse a sus corsarios al igual que yo les dije a mis compañeros que nos dejasen solos, debíamos ponernos al día, Anjum y Rashid fueron al zoco a comprar algo para desayunar y algunos ropajes que les había indicado debían encontrar. Me quedé a solas con el viejo pirata napolitano charlando distendidamente durante un tiempo, le expliqué cómo se disolvió la temida Compañía de la Muerte, mi encierro en el Pozo del Diablo, cómo Robert Surcouf el corsario más temido de Europa me trasladó desde la prisión de la Torre del Diablo hasta Tarfaya. Pietro preguntaba por todos mis antiguos compañeros, por los que él había conocido, el Nigromante, Pepe y por los niños Diego y Álvaro, también por la suerte que corrieron nuestros presos. Él me explicó sus motivos para volverse corsario, el estado le pagaba una cantidad por sus servicios prestados y además un porcentaje de lo que saqueasen.
−Amigo debo marcharme –dijo serio.
−Siento lo de tu segundo, sabes que no lo hubiese hecho sino hubiese sido necesario –le expliqué.
−Lo sé, además no era buena persona –contestó.
−Necesito un favor, no te preocupes por el oro –le increpé.
−Dime –replicó iluminándose los ojos.
−En un par de meses debo marchar a España –dije.
−No hay problema, sabes que te costará caro –replicó.
−Sabes que te pagaré, debemos marchar los tres, mis nuevos compañeros vendrán conmigo –expliqué.
−Te costará más por la muchacha, es peligroso si nos detienen los ingleses, no quieren trata de blancas por nuestra parte –dijo.
−Lo que haga falta, el trato lo cerraremos cuando partamos –dije.
−De acuerdo –insistió extendiendo su brazo.
−Necesito otro favor. Necesito información acerca del paradero de algunos de mis hombres, he encontrado a tres, pero me faltan dos. Un gitano y un negro –expliqué.
−Haré lo que pueda. De todos modos si atracan navíos españoles o ingleses intenta buscar información, no te lo he dicho antes, pero tu famosa compañía sigue teniendo gran admiración entre los soldados españoles e ingleses. Cuentan hazañas increíbles, que son fantasmas y que acechan en la oscuridad para arrebatar las almas. Aunque han puesto precio a vuestra cabeza, lo sabéis, ¿no? –dijo.
−Sabes que te pagaré más de lo que vale mi cabeza –dije sonriendo.
−Lo sé –concluyó retirándose hacia el puerto.
Pasaban los días y no conseguía información de mis amigos, hablábamos con multitud de mercantes y de soldados que nos traían buenas nuevas del curso de la guerra con los franceses en España, así nos enteramos que la alianza anglo hispana no funcionaba bien, los generales españoles eran reacios a estar bajo orden de los británicos, como en la batalla de Talavera de la Reina donde el general Cuesta hizo caso omiso a las órdenes del general británico Wellesley, cuando sin consultarle atacó al grueso del ejército del mariscal Víctor, que al contraatacar casi rompe las líneas angloportuguesas. Al siguiente mes el general Wellesley se retiró a Portugal donde le otorgaron el título de vizconde de Wellington. El grueso de batallas se libraba en el centro del país, José de Bonaparte reforzó Madrid, haciendo retirarse al numeroso ejército aliado a la Mancha. También traían noticias de numerosas batallas en Cataluña, sobre todo en Gerona, donde repelían los ataques gabachos como podían. El ejército español tenía un problema, no era de valentía, pero sí de coordinación y de organización, llevábamos matándonos desde que el tiempo era tiempo y las rencillas seguían vivas como ascuas, aunque intentásemos agruparnos para luchar contra el invasor, seguían los problemas internos sin solucionar. La única vez que se organizó bien acabamos con el grandioso ejército francés en la batalla de Bailén, donde tuvieron que retirarse de mi tierra, como decía mi ingenioso padre, agachando las orejas y con el rabo entre las patas.
Solo con noticias de la guerra iban y venían los transeúntes por el Pequeño Castillo, ninguna noticia de mis amigos. Una vez por semana llegaba Pepe a la ciudad para almorzar conmigo y explicarme qué había sucedido durante mi estancia en el condenado agujero. Como recuperó a su familia, que huían hacia las montañas para no ser descubiertos ni por franceses ni por ingleses, ni siquiera por soldados españoles que se cebaban con la población civil. Consiguió encontrarlos en una aldea al pie de Sierra Nevada, en una cabaña para pastores que solo conocían unos pocos, malviviendo con lo poco que daban cuatro cabras. Al hallarlos supo, al instante, que la mejor decisión era salir fuera de nuestra amada tierra, y la única forma de sobrevivir era llegar hasta la isla de Santa Catalina donde dispondría de dinero suficiente para empezar una nueva vida junto a los suyos, alejados de la guerra y de sus peligros.
Cada día que pasaba perpetraba un plan distinto, dudaba si desembarcar directamente en la Isla de León para buscar al general De la Campana, o bien partir hacia Granada y buscar respuesta a mis numerosos interrogantes. Pasaba las horas discutiendo conmigo mismo, el interior de mi cabeza quería explotar, solo me relajaba practicando la puntería a las afueras de la ciudadela, donde enseñaba a la joven árabe a disparar con un Baker y a ser sigilosa como un fantasma en la oscuridad. Nos poníamos a prueba para entrar, en breve, en combate, debíamos estar preparados, a punto, seguía los consejos pasados al pie de la letra, no podía dejar ningún cabo suelto, porque mi vida dependería de ello.
Pasados dos meses, cuando el sol se escondía para dejar de abrasar aquella lejana tierra, llegó, como había prometido, el capitán Pietro Degli. Nada más desembarcar en tierra fue a verme a la hospedería del rondeño.
−Al fin llegas –dije al verlo.
−Se ha hecho eterno, ¿verdad amigo? –dijo sonriendo.
−No lo sabes bien –contesté rápidamente.
−¿Cuándo partimos? –pregunté airosamente.
−Primero habrá que llegar a un acuerdo, ¿no? –preguntó irónicamente.
−Di el precio –le ordené.
−Cuatro onzas por los dos machos y seis doblones de a ocho escudos por la dama –dijo sin ganas de regatear.
−No hay problema, lo sabes –contesté serio con ganas de partir.
−Partiremos en dos días, pero aún no me has dicho dónde quieres desembarcar –dijo.
−¿Alguna noticia de mis amigos? –pregunté cambiando el tema.
−Tu amigo el gitano está preso en el Castillo de San Miguel, en la ciudad fenicia –dijo.
−¿En Almuñécar?, ¿sabes algo del Nigromante? –exclamé.
−No sé nada del negro, me he jugado el cuello por esta información, sois proscritos en vuestra tierra, pero pagáis mejor que ellos –contestó sonriendo.
−Rondeño sírvele a mi amigo lo que desee, lo pago yo –exclamé riendo mientras me marchaba a mi habitación.
Sentado, solo en mi habitación me alegraba pensando que llegaba el día de partir, desde hacía demasiado tiempo añoraba poder pisar mi amada tierra, mi patria. Miraba a través de aquella pequeña ventana como el sol buscaba con rabia su lugar para descansar después de un fatigoso día de duro trabajo, parecía unirse a la Tiamat para concebir a Venus y Marte, reflejando todo su esplendor en ella. Esperaba que llegasen mis nuevos compañeros para explicarles el rumbo que había tomado nuestra encomienda. El sol se ocultó definitivamente inundando el cielo de un color rojizo, tintado de sangre oscurecía lentamente. Limpiaba mi Baker, imperturbable le pasaba un paño de arriba abajo dejándolo sin una mota de polvo, debía tener las armas en perfecto estado, en breve entraríamos en conflicto y no quería dejar nada al azar. Dejé el impecable rifle acostado en la cama de palma cuando llegaron Anjum y Rashid, traían consigo los enseres que le había pedido, trajes negros como los grajos para convertirnos en la oscuridad. Los senté enfrente para explicarles el nuevo rumbo.
−Amigos, partimos en un par de días –dije.
−¿Dónde vamos? –preguntó Anjum.
−Vamos a por un amigo –contesté brevemente.
−No has respondido –dijo un serio Rashid.
−A la ciudad fenicia, tú ya has estado allí –dije mirando al Cipayo.
−¿Cómo? –preguntó, de nuevo.
−Sí, estuvimos en la Torre del Diablo. Vamos a una ciudad cercana. Tienen a un buen amigo preso en un castillo, de difícil acceso, pero debemos rescatarlo. No va a ser fácil, el Castillo de San Miguel es de muy difícil acceso, hace un año los ingleses lo dejaron en un estado ruinoso, pero su prisión sigue siendo inexpugnable, excavada a veintiún pies de profundidad en la oscura roca, estará vigilada durante toda la jornada por soldados –expliqué.
−Estás loco, Nazarí –dijo Anjum.
−Pero esto no es lo peor, nos va a llevar un capitán napolitano que dice que no nos ha vendido a los españoles, sé que miente, pero es el único que nos puede llevar hasta allí. Ningún otro será capaz de acercarse a menos de dos leguas de la costa andaluza. Los ingleses controlan toda la zona y abordan a cualquier nave que se acerque –seguía explicando.
−¿Entonces? –preguntó Rashid.
−No nos dejará marchar, querrá la recompensa –dijo una coherente Anjum.
−No os preocupéis, debemos ser más astutos que él, no será difícil desprendernos de éste y de su tripulación –dije afilando la cimitarra.
El abrasador calor del verano dio paso a una temperatura suave, se acercaba el mes de fin de año y comenzaba a refrescar, el Noto enfriaba el seco ambiente del norte de África. Había llegado el ansiado día, partimos hacia la playa donde nos esperaba una barca con tripulación del corsario napolitano, vestidos con nuestro nuevo negro uniforme pasábamos desapercibidos entrado el ocaso, nuestras armas a punto y las monedas preparadas para pagar al capitán. Miré hacia atrás comprobando que entre las sombras del crepúsculo se ocultaba mi maltrecho amigo Pepe que no quiso despedirse en persona. Montamos en aquella pequeña barca partiendo hacia el navío que nos esperaba a media legua de Ksar Sghir, la luna comenzaba a brillar como si de un faro se tratase. Un último vistazo hacia aquella maldita tierra, de la que jamás podría olvidarme, me hizo recordar por lo que luchaba, mientras miraba a mis nuevos compañeros agarrados a los laterales de la barcaza pensaba que no había suficiente oro en el mundo para pagar la amistad, la misma que me empujaba a una nueva misión suicida.