2 DE NOVIEMBRE DE 1901

Cuando se puso el abrigo satinado con la boa blanca y la diadema fina en la frente, parecía una emperatriz.

Íbamos al Liceo. Al abrir la puerta de casa y pasar ella tan espléndida, se me escapó aquella ligera reverencia que había formado parte de mis modales en Sarriá, cuando Amélia era la baronesa de Juneda. Ella se rió y me dio un cachete.

El aire de un servidor de Amélia no se me iría nunca. Encima, me gustaba serlo. Obedecía cada cosa que a ella le apetecía. «¿Vamos a ver Rigoletto, Pol?» «¿Hacemos una salida con coche por todo el Paseo Colón?» «¿Visitamos a los Belard?»

Llevaba siempre la iniciativa. No mandaba, sino que sugería mirándome por el rabillo del ojo, atenta a si me gustaba o no la proposición.

–Vaya, Pol, ya veo que los Belard no te entusiasman. Aquel señor de la barba te empacha de astronomía, ¿a que sí? Pero ella es amable y no deja de invitarnos; ya no sé cómo aplazar el compromiso.

–Vayamos, Amélia, me he aprendido un montón de satélites y movimientos planetarios. Estoy seguro de que pasaré el examen.

Se ponía de puntillas y me plantaba un beso rápido.

Amélia fue haciendo una depurada selección en sus amistades. El reemplazo de los antiguos protagonistas en tertulias y recepciones de la torre Darniu fue absoluto. Facilitaba la renovación la gran estampida motivada por las convulsiones económicas sufridas por la sociedad del desastre. Las costumbres no quedaban abolidas, pero sí modificadas por aquellos que empezaban a caminar por el siglo XX con visión actualizada, a compás de un resurgimiento libre de pompas.

De vez en cuando teníamos a comer a un grupito restringido. Mesa casera de calidad, buen repertorio de vinos y alta pastelería. Nuestro espacioso comedor recibía la luz de la galería acristalada de colores, ofreciendo un aspecto espléndido sin la solemnidad de un palacio.

Los Badia de Valtallada, los Canalís, los dos hermanos Guix acompañados por la emancipada Maria Serret, una de las promotoras del feminismo en Cataluña. Personajes destacados, abiertos, hombres jóvenes de conversación brillante, mujeres intelectuales, instruidas como la propia Amélia. Entablábamos controversias serias que al paso de cada copa iban derivando hasta que acabábamos sonrientes. Igualmente comparecía en casa muy a menudo el medio periodista sobrino del filólogo Malla, con un chorro de noticias mundanas y con muchas ganas de poner música en el gramófono, incitándonos a todos a marcar los pasos del cake-walk con los saltitos aportados por los franceses y con las señoras levantando la pierna. Pasábamos tardes alegres e incluso empalmábamos con las noches, saliendo juntos a la Maison Dorée.

Habíamos emprendido una vida alejada del fasto social pero acompañada y agradable. Apenas nos obligaba a nada. Era para mí una cata ociosa. Me proponía darme el gusto de vaguear un tiempo, ocupándome sólo de Amélia.

Amélia había regulado los dispendios domésticos. Desterraba el exceso que había caracterizado en tren de los barones de Juneda. Nada de mayordomo y elenco de sirvientes. Contábamos exclusivamente con cocinera, criada y una doncella finísima que apenas hacía nada más que servir en la mesa. Ninguno de los tres procedía del antiguo servicio de los barones, sino que eran nuevos, de estreno. Yo no quise ayuda de cámara. Amélia escogió como asistenta personal a una redondita señora Pujolá, viuda de un boticario herborista que la dejó sin posibles, según explicó; estaba versada en toilette, hacía lociones, pulía uñas y ondulaba, además de ocuparse de acompañar a la dama si se daba el caso. Amélia estaba encantada.

–¿Por qué te gusta tanto la señora Pujolá? Aún no sé qué cara tiene. No se la ve ni entre sombras.

–Por eso me gusta. Sólo acude cuando la necesito.

–¿Y qué hace todo el santo día?

–Borda.

–¿Borda?

–Eso he dicho. Y en los días festivos no tiene otra diversión que acudir al convento de las Beatas Dominicas.

–¿Y qué hace allí?

–Borda.

Las ocupaciones diarias de nosotros dos eran sencillas. Amélia se levantaba tarde, cuando ya hacía un par de horas que yo estaba en el escritorio repasando los deberes que el señor Jaume me imponía. Agronomía. Abonos químicos, saneamiento de tierras. A mí todo me interesaba. Jamás me había dado pereza indagar en el conocimiento de las cosas.

Cuando hacía buen tiempo salíamos a dar una vuelta a pie o en coche descubierto. Aquella Barcelona ensanchada y moderna nos gustaba. Edificios espléndidos, jardines y avenidas nuevas, la cascada del Parque de la Ciutadella, el cultivo de flores del Tívoli, el Paseo de San Juan…

Muchas tardes venían a casa amigas de Amélia, casi todas casadas. No hacían nada de lo que era común en las reuniones de mujeres; ni criticaban ni se interesaban por la moda. Hablaban del menosprecio que sufría la mujer en el mundo del hombre. Eran espíritus independientes, paladines de la igualdad de derechos. De momento, los maridos las comprendíamos hasta donde podíamos.

Yo me iba un rato al Club Vilana, al lado de Villarroel. Era un local respetable que ofrecía juegos lícitos para la recreación de los asociados. En la sala de ajedrez un residuo de viejos ilustres, el marqués de Vilabruna, el ingeniero Barberá, el carlista Cortada, la flor y nata calva, con dientes de oro. Yo subía al primer piso y me reunía en el billar con los hermanos Guix. Hacíamos carambolas, fumábamos y tomábamos coñac. A veces no decíamos una sola palabra en toda la tarde. En una ocasión, cuando al atardecer el camarero me daba el sombrero y el abrigo para marcharme, el anciano don Santiago Alonso Rico, antiguo catedrático de Derecho Mercantil, parpadeó en su asiento y alzando un tembloroso dedo hacia mí barboteó:

–A este chico moreno lo tengo visto. Es del personal de los barones de Juneda. ¡Vaya si lo es!

El camarero movió la cabeza con conmiseración y me dijo en voz baja:

–No haga caso, señor Masats. Está en las últimas y se le va un poco la cabeza.

Yo le dediqué un saludo con el sombrero al anciano y desfilé. Tácitamente, todos los íntimos evitaban hacer referencia a la singularidad de haberme dedicado al servicio del barón de Juneda. A ninguno de nosotros nos importaba, pero a las mentalidades formalistas, estrictas y arteras podía darles tema.

Cada vez que me convenía cortarme el pelo iba a la barbería de la calle Pelayo regentada por Márius, que había sido camarero principal de la torre Darniu. Era un local bastante grande y bien montado, regentado por el propio Márius, quien contaba con tres empleados para dar abasto a la numerosa clientela.

En la entrada, sobre las amplias y modernas puertas vidrieras, había un cartel de cristal negro con letras doradas que pomposamente decían: «Barbería».

Cuando Márius me veía aparecer, sonreía. A pesar de ser un hombre siempre seco y de escasa comunicación, sonreía. Parece ser que vivía a gusto habiendo cumplido su sueño de establecerse. Tenía a Pastora y al niño instalados a cuatro pasos, en un tercer piso cómodo. Márius me había confiado que Pastora estaba muy enamorada de él.

–¡Se ha vuelto gordita, ay, tiene volumen! ¡Bonita, eh! Nos lo pasamos bien.

A él se le veía un poco envejecido, aunque el peinado sedoso de buena mata le daba un toque ajustado a la moda. Llevaba bata blanca con la colección de peines en el bolsillo, y el aliento seguía oliéndole a menta. Tan pronto como podía, venía a atenderme. Mientras efectuaba una obra de arte en mi cabeza, me iba explicando algún detalle de la gente de la torre Darniu que había sido mi gente. Me dijo que el ex mayordomo señor Lluciá estaba la mar de bien en la finca de Olesa, aunque llevaba bastón porque la edad ya no era demasiado condescendiente con él; se había llevado a Pepet, de ayuda de cámara; un Pepet ya no tan delgado, ya no tan amarillo, ya sacado el guardapolvo color tierra, vestido de negro, adiestrado y orgulloso de su cometido. El ex cochero Sadurní manejaba un automóvil Benz «Ideal» y se ganaba muy bien la vida haciendo de chofer de un fabricante de Grácia; se había casado con la Rosó, antes primera camarera, y tenían gemelos; iban bien arreglados, daba gusto verlos; vivían con la madre de él en aquella casa sólida de la misma Avenida de Sarriá. De Gabriela, la primera cocinera, no se sabía nada, sólo que vivía en la calle Hospital con la hermana viuda del platero. En cuanto a la segunda cocinera, Ramona, la que siempre iba ataviada con delantales almidonados, parece ser que estaba muy bien colocada en la cocina del recientemente inaugurado Hotel Mora, en la Vía Layetana. Fruitós, segundo camarero, muy gordo y satisfecho, despachaba fideos y pastas para sopa en la tienda del suegro, en la Rambla de Santa Mónica. Después de que hubiéramos perdido de vista a Gonçal, aquel lacayo redondito de las emociones musicales, Márius se enteró casualmente de que le había correspondido la casa, las vacas y el huerto de bróculi de su tía del Montsant; hecho un buen soltero medio señor, festejaba con una pubilla del pueblo que tocaba el armonio en la iglesia; todo bucólico y melódico.

Ya hacía tiempo que habíamos sabido del fallecimiento de Oliver, el abuelo ayuda de cámara. La viejecita Caterina también se había muerto el último año que pasé en la torre Darniu; se quedó una tarde, sentada en la silla que había al lado de los fogones, como si durmiera; quieta, encogida; así se apagó, con el rosario en las manos.

La barbería era un buen lugar para hacer acopio de noticias. A mí me resultaba muy agradable todo lo que iba sabiendo del antiguo grupo de sirvientes que tanto me habían acompañado.

***

En cuanto el matrimonio Cros volvió de Italia, nos vinieron a ver. Pasamos un día entero con ellos y por la noche fuimos juntos al Edén Concert, con champán y todo.

Pero, cuando ya se habían marchado, a mí me quedó un mal sabor de boca.

A él, a Climent, a quien yo había conocido jovial y optimista acompañando a Isidre, lo encontré cambiado. No físicamente. La buena estatura y el aspecto diligente se mantenían a su favor. Pero estaba cambiado, sobre todo cuando entró en casa y vio a Amélia conmigo. Aquello fue para él la constatación irrefutable de la desaparición de su amigo.

La explosión terrorista de 1892, de resultado mortal para Clara Darniu y durísima consecuencia para su hermano, el barón de Juneda, también había destrozado los brazos de Climent Cros. «Los brazos de la industria», habían dicho los diarios. La ortopedia había sido para él un suplicio que había durado años. Se había recuperado, aunque llevaría para siempre un brazal de cuero en la muñeca izquierda.

De hecho, su presencia en nuestra casa había traído un recuerdo tan poderoso de Isidre, que a Amélia le impresionó encontrárselo delante. Se abrazaron emocionados, provocando unos instantes difíciles que también me afectaron duramente a mí.

El revolotear de Berta Cros, que no se daba cuenta de nada, restó emotividad al asunto y conseguimos sobreponernos.

Berta Cros exhibía un vestido color cereza con ribetes negros, comprado en la Via Veneto romana ya confeccionado, en una tienda de lujo donde una maniquí de carne y hueso se paseaba luciendo modelos. Ella la imitaba con soltura. Amélia le juraba copiar el patrón del gusto italiano. Tan sólo intentaba ser amable, no creo que le gustara. Mi mujer no necesitaba ribetes.

En cambio Berta Cros, mujer de buen ver sin llegar a un nivel destacado, dependía precisamente de la manera como se arreglaba. Vestidos carísimos de alta costura, diamantes, tirabuzones dorados colgándole espalda abajo… Aparentaba juventud a pesar de tener un niño de once años y otro de nueve. Brillaba en todas las fiestas de sociedad, desenvuelta y aguda. Su humor fino provocaba risas allí donde fuera. Se la requería en los salones como si sin ella tuvieran miedo de aburrirse. La incitaban, le hacían explicar el aniversario, la cabalgata, la boda, el estreno. En cuanto tomaba la palabra, ya se le hacía un corro alrededor. Describía al caballero distraído que caminaba por encima del velo de la novia, el aguacero en el hipódromo regando las flores de los sombreros y la recepción donde se rompió un sofá lleno de damas. El argumento no importaba. A veces añadía, a veces inventaba. La gracia residía en la narrativa ágil y exultante. En las notas de sociedad se hacía especial referencia a ella: «La siempre oportuna señora Cros hizo las delicias». Su imagen se prodigaba en las páginas ilustradas de Feminal. Los Cros y nosotros hicimos más de una salida juntos.

En el Liceo no ocupábamos el antiguo palco de los Darniu, sino que compartíamos uno con ellos, al otro lado. Durante los entreactos asomaba la cabeza algún conocido para saludar a Amélia. Personajes actuales de posición elevada, descendientes de insignes patricios pasados. Berta Cros se sentía ufana de estar a nuestro lado alternando con la flor y nata. Desde platea nos enfocaban prismáticos y nos llegaban reverencias. Todos correspondíamos inclinando la cabeza.

Amélia y yo formábamos una pareja «exquisita», decía la nuera de los marqueses de Bonavila. Se hacía llamar Tulis y era una persona despreocupada, invasora de intimidades. No podía contener la lengua ni siquiera en nombre de la corrección. Ella no había tenido oportunidad de acudir a las recepciones de los Darniu, pero en cuanto consiguió casarse con el ya granado primogénito de los marqueses, había hecho lo imposible para conocer el historial de toda la aristocracia con la que alternaba.

–¡Uy, preciosa! – le dijo a Amélia-. Quiero saber de dónde has sacado este otro marido tan impresionante.

Sin que Amélia se viera en el compromiso de tener que abrir la boca, Berta Cros había intervenido:

–Ya te haré la lista completa, Tulis. Pol tiene la finca en la provincia de Tarragona, y la propina de tierras que aporta al matrimonio tapiza todo el Monterol.

A continuación, se inclinó hacia mí y me dijo al oído:

–Por más que tu estampa pase el examen, no podemos ahorrar el detalle de los bienes que te adornan.

10 DE NOVIEMBRE DE 1901

Era domingo de elecciones municipales. Desde el día antes, en Barcelona se notaba una gran agitación y nadie podía asegurar que la cosa diera buen resultado.

Mientras me vestía, Amélia estaba en la cama mirando el techo.

–¿Cuántas opciones hay? – preguntó.

–Tres, pero la liberal apenas cuenta. Digamos que sólo catalanistas y republicanos.

–¿Por qué no cuenta? En Barcelona tenemos una caterva de liberales, ¿no?

–Esta vez el Partido Liberal es el que gobierna en Madrid, con Sagasta. Cualquier partido que ejerza el poder central se cae del pedestal, representa un garabato. Cataluña no vota nada gubernamental, tal como asegura Romero Robledo en el Congreso. Toda la izquierda catalana prefiere la boca de truenos republicana de Lerroux, aunque los truenos descarguen contra las cuatro barras.

–Y entonces, ¿quién crees que se llevará la palma?

–Van muy igualados. Los republicanos parecían comérselo todo, pero el catalanismo de derecha ha hecho una escalada sorprendente. Nadie se lo esperaba. Quizá de esta sorpresa arranquen los males. La rivalidad es furibunda y parece que cada uno está metiendo cartuchos en el culo del otro, perdona, así lo dicen. Ayer en el Ayuntamiento, en el acto de proclamación de candidatos, se produjo un alboroto grave al entrar Lerroux. Bartomeu Robert no quiso ni acercarse al Saló de Cent. Protestas estridentes y amenazantes. Liberales y republicanos están que trinan, tienen su canguelo por lo que ven que se les viene encima. El equipo de derechas está formado por gente muy aclamada.

–¿Así que los catalanistas son de derechas?

–Los hay de cada bando. Son catalanes. Tampoco el caciquismo tiene derecha ni izquierda. Y en estas elecciones el caciquismo rebrota y se pone en marcha para intentar transformarlo todo. Los gritos y los insultos de ayer en la Sala nacían de eso.

–¿Pero qué caciquismo? ¿Aún no le han puesto matarratas al caciquismo?

–Se alimenta de matarratas. El caciquismo no tiene cuerpo ni volumen tangible. No se le puede combatir. Es el partido que domina en Madrid, se llame como se llame. Es siempre el poder que dispone de todos los resortes del sufragio para transformar las cosas según su conveniencia, para influir con la virulencia que haga falta, para cambiar el curso de esta voluntad del pueblo tan bien proclamada en la demagogia. En estas elecciones, los liberales gubernamentales se las ven negras. Ven venir una derrota estrepitosa en el municipio de Barcelona e intentan un contubernio con los republicanos, no precisamente por simpatía, sino por la urgencia de lanzar los perros contra los catalanes. En Madrid abjuran de los catalanes, mientras que los catalanes abjuramos de Madrid. Cuesta aclarar quién ha empezado.

–¿Cae lejos tu colegio?

–A un par de manzanas. Volveré a casa en un momento.

La avenida estaba desierta. A los dos o tres transeúntes nos resonaban los pasos a lo largo de las aceras. Un tendero subió la puerta de hierro, que emitió su crujido escandaloso.

Era una mañana de frío mortecino. Me subí las solapas del abrigo. Unos cuantos municipales paseaban impasibles, ya cerca del edificio donde estaba la mesa.

De una cuchillería me salió al paso el dependiente con un trinchante en la mano. Me detuve en seco, atento al gesto de aquel chico. No me amenazaba, sino que se reía.

–¡Catalanes! ¡Afilad las herramientas! – gritó-. ¡En casa lo hacemos a buen precio!

Se veía más gente. Grupos de hombres con enseñas republicanas, inmóviles, mirando de reojo arriba y abajo.

Al principio de la calle Aribau había un destacamento de guardias civiles a caballo. Tan sólo las patas de las monturas se movían, tañendo sobre el adoquinado.

Allí mismo aparecía la portalada del colegio electoral. Casi estaba entrando cuando se produjo un fogonazo fuerte y oí el rebote duro de algo contra la pared.

–¡Métase adentro, rápido!

Precipitándome contra la gente que había en el interior, me quedé casi pegado a la urna. Todo el mundo se apartó. En la calle irrumpió un estampido ensordecedor, sembrando el pánico.

Pegados contra la pared, apretados los unos contra los otros, no sabíamos en absoluto cómo discurriría aquello. Las descargas no aflojaban. Relinchos de caballos, repicar de herraduras, órdenes a gritos.

Fueron minutos difíciles. Por la portalada entraron medio arrastrándolo a un guardia civil lleno de sangre. El teniente braceó para que nos apartáramos.

–¡Salgan todos por detrás, vamos! ¡Despejen esto! ¡Es peligroso! ¡Salgan digo, coño! ¿Están sordos? ¡A ver si nos cae la bomba!

Arrancamos a correr atropellándonos por el laberinto de almacenes oscuros hasta que topamos con la portezuela de salida.

Yo volvía hacia casa por la parte de atrás, a paso enérgico, oyendo la campana del equipo de socorro y viendo carreras por todas partes. Aún llevaba la cédula de votante en la mano, sin tener ni la más ligera idea de quién realmente me había conculcado el derecho de ciudadano.

–¿Cómo ha ido? – me preguntó Amélia, sentada en la galería a punto de desayunar.

–Todo bien, bonita. A pedir de boca.

Cuando al día siguiente leíamos el periódico, me dijo:

–Parece ser que hubo follón en muchos sitios. Algún tiroteo importante. Detuvieron al candidato regionalista Jaume Carner. Y fíjate, Pol, en el mismo colegio electoral donde fuiste tú hirieron a un guardia civil. De modo que finalmente han ganado los catalanistas. Hay una lista muy sonada. Cambó, Suñol, Puig i Cadafalch…, un buen equipo de regidores. ¿Te parece bien que hayan ganado?

–Ya veremos.

–Bueno, ya sé que eres un indiferente. Como mínimo, Fiveller debe de estar contento.

–¡Pero si Fiveller hace quinientos años que está muerto!

–Lo hemos hecho esperar bastante, sí.

2 DE FEBRERO DE 1902

Por la mañana temprano recibimos una conferencia telefónica de la central de Cervera, donde se nos avisaba de que el señor Jaume y señora se encontraban camino de Barcelona. Tanto Amélia como yo nos alegramos mucho. Conocíamos a Sabina Cruces de haberla visto el mismo día en que se casó con el señor Jaume. Habíamos llegado a la ciudad de la Segarra con gran retraso por culpa de una huelga de ferrocarriles, y gracias a que tuvimos tiempo de cambiarnos de ropa y acudir puntuales a la iglesia de Santa María. La larga ceremonia con armonio y la comida tan concurrida, apenas nos facilitaron la relación. Sabina Cruces, madura pero lozana, resultaba de un encanto beatífico en medio de los brocados de novia. Nos abrazó titubeante, turbada, sin articular palabra.

–Os iremos a ver -musitó cuando ya nos separábamos.

Ahora cumplían la promesa.

Llegaron a la hora de comer, los dos animosos y sonrientes. El señor Jaume tenía buen aspecto, quizá aligerado de peso, más ágil, con las patillas bien grises. Dijo que montaba a caballo y que hacía vida sana y regalada. Sabina llevaba un valioso fular de lentejuelas, muy al estilo parisino, como para que la pintara Renoir. A pesar del vestuario de moda, se mostraba retraída, tal como era. Reunía un toque antillano, acaso por su piel oscura. Parece ser que Sabina, como yo mismo, tenía sangre criolla. Explicó que un nacionalista nativo, Rigoberto Cruces, socio de los Murnau en la destilería de Baracoa, había sido su abuelo paterno. Yo no abrí la boca respecto a mi abuela Panchita Miranda, mujer en exceso alegre que no se había movido de Cuba, limitándose a parir a mi madre entre rumba y rumba.

Estuvieron una semana con nosotros. El señor Jaume nos traía comprobantes de contribuciones, y él y yo pasamos muchos ratos repasando asuntos contables.

–Estoy muy contento, Pol -me dijo cuando encendíamos un cigarrillo-. Veo a Amélia feliz.

Asentí cerrando los ojos, sin palabras. Yo vivía una época emocional indescriptible, y mi amada también.

Igualmente, el señor Jaume me confió que había reencontrado la paz en aquella compañía agradable y complaciente. Estuvimos fumando los dos en silencio, invadidos de una exaltación interna que no necesitábamos expresar.

La nueva mujer del señor Jaume estaba encantada con Amélia. La personalidad aristócrata con que se emparentaba la fascinaba. Hicimos programas para cada noche. Al Teatro Principal, al Lyon d'Or, al Café de París, al Tívoli. Ópera italiana, zarzuela, piezas cómico-líricas, e incluso entramos en un music-hall de dudosa reputación que nos pareció bastante lujoso, cancán incluido.

Una vez, después de cenar, mientras Sabina se afianzaba un sombrero nuevo para salir, le pregunté a Amélia si sabía por qué aquella mujer tímida se acicalaba al último grito, con ropa extraordinaria. Me explicó que al morir su padre ya pasaba de los treinta y, al mirarse al espejo, vio a una soltera oscura y descuidada que la horrorizó. Quiso borrarla de la cabeza a los pies, desde el moño hasta la puntera de los botines.

Mi cuñado se sentía satisfecho en la salita y admiraba el techo decorado.

–Éste es un fino trabajo de artesanía -decía-, un sobrepuesto haciendo orla sin cambiar de color.

En realidad, era él mismo quien había elegido ese piso.

–Venid a vivir a Barcelona, hombre, y seamos vecinos -le sugería Amélia.

–Estamos bien en Cervera. Pero me gusta que vosotros viváis en un sitio tan bonito. Allí tenemos un gran patio con un melocotonero y gallinas. No cambio aquel melocotonero y aquellas gallinas por todos los esgrafiados del Modernismo.

Un par de tardes salimos solos él y yo para llegar al Hipódromo de la carretera de Hospitalet. Tomamos café y charlamos. El señor Jaume estaba contento porque en las municipales habían ganado los catalanistas.

–Yo no sabía que usted fuera catalanista -le dije-. ¿Quiere decir separatista?

–Es distinto.

–Explíqueme qué es este movimiento. ¿Qué representa? ¿Por qué estalla ahora? ¿No tenemos bastantes líos? Me gustaría saber de dónde sale con tanto empuje la obsesión de las cuatro barras. ¿Intelectuales románticos? ¿Una proclama cultural rescatada de la historia?

–No es exactamente eso. Quizá son ramas del catalanismo, pero no el tronco. El tronco es intangible, es un fenómeno que se ha ido desplegando en el alma de cada uno de nosotros. Es la palabra de Torres i Bages, de Almirall, de Mañé, de Prat de la Riba, es espíritu, es un sentimiento latente que de pronto estalla con fuerza unánime. No puede negarse tampoco un origen económico. La capacidad comercial, los recursos de negocio y producción, la adaptación rápida a las fórmulas mundiales han aumentado la renta catalana diferenciándola fuertemente de las demás regiones. Costumbres y tradiciones jurídicas, lengua, puntos de vista, objetivos, todo propio y divergente. Una manera activa y positiva de enfocar nuestro futuro, que choca de lleno con la atonía del Gobierno central, remiso a hacer la curva prometida desde la crisis del Antiguo Régimen. Tenemos que arrastrar un peso muerto, un lastre que entorpece nuestro paso ligero por el camino de la era industrial. La Administración de Madrid aún hoy no tiene claro lo que debe hacer; sólo insiste en tenernos y mantenernos sometidos.

Esa misma noche fuimos al Palacio de Bellas Artes a oír un concierto.

El público abarrotaba la sala. Nosotros fuimos a parar atrás, a una esquina. La mayor parte del programa consistía en una selección de canciones populares orquestadas, melódicas y llenas de sentimiento. Se aplaudía con fruición, todos en pie. Se reclamaban bises. La euforia se contagiaba.

–Mira, Pol -me dijo Amélia al oído-, en la segunda fila hay un grupo de muchachos con barretina roja.

En el entreacto, con un poco de extrañeza general por el retraso, entraron las autoridades barcelonesas, el alcalde, algún regidor y el gobernador civil. El señor Jaume malició que se habían querido ahorrar el repertorio de música catalana.

La segunda parte del concierto consistió en una preciosa variedad de obras de Chueca. Se celebraron sin la emotividad de la primera parte.

Ya se acababa la espléndida velada musical cuando en el anfiteatro se oyó un delirante murmullo. Silbidos, brazos al aire, gente que se removía. La ruidosa bulla iba en aumento de fila en fila como si se hubiera encendido una cuerda de petardos. Por el fondo de la platea apareció un buen número de policías corriendo por cada lado.

–¿Jaume, qué pasa? – musitó Amélia alarmada.

Siempre que se trataba de una irregularidad violenta, Amélia se dirigía a su cuñado, olvidándose de mí. Era un impulso instintivo, por asociación al horror compartido con él.

–Nada, mujer. Son los separatistas. Es porque tocan el himno nacional. ¡Vayámonos, venga! Puede ir a más.

El señor Jaume conducía a Amélia deprisa, seguido de Sabina y de mí, que intentábamos alcanzarlos cogidos del brazo.

Sabina, en voz baja, me dijo:

–Reviven.

8 DE FEBRERO DE 1902

(SÁBADO)

Amélia y yo estuvimos en la ciudad de Sabadell, a una treintena de kilómetros de Barcelona, donde vivían los Cros. Enseguida se notaba la actividad febril de aquella extensa población donde sobresalían las altísimas chimeneas de más de ochenta fábricas. Allí se concentraba una fuerza productora de tejidos tan importante como para ocupar el tercer puesto en la industria europea del ramo. Incluso aquella ferocidad motora se percibía en el aire que se respiraba, saturado de olor a hilazas y aceite de máquinas. Tránsito de carros trajinando balas de algodón, calles tiznadas, chiquillos con cestos de husadas, borra en las ventanas, estrépito de telares a cada paso. Se echaba de menos el verdor de árboles y jardines. Todo viviendas bajas, sencillas, de menestrales y obreros.

Los Cros tenían el domicilio en una larga avenida con árboles plantados a un solo lado sugiriendo un tozudo ahorro de vegetación. Era una casa de doble cuerpo con planta alta, de arquitectura moderna y fachada color salmón esgrafiada en blanco. No era fastuosa, sino parcamente señorial. Por dentro ofrecía un espléndido aspecto de hogar acomodado, de estilo Renacimiento, con paredes cubiertas de seda y mobiliario pesado. Bronces, damascos y parteluces de pergamino, todo resultaba recargado y de un gusto ambiguo, pero de una gran categoría.

Las respectivas esposas se acomodaron en el sofá de la salita, cerca de la chimenea, mirando un álbum de fotografías. Climent y yo pasamos a la sala de fumar.

–En Italia hice muchas fotografías -me explicó-; después las veremos.

Climent tenía una cámara de toma de vistas con disparador de magnesio que se llevaba en cada viaje; caja, placas, trípode y los demás complementos formaban parte de su equipaje. Era un excelente aficionado. En cada mesita de la sala se veían retratos de los niños y de Berta. En un cuadro de la pared, allí enfrente de donde estábamos sentados, tenía enmarcada la fachada de su fábrica.

–Ahora estoy montando una nave de lavaderos abajo, en el río -me dijo-. Quiero hacérmelo todo yo, desde que entra la lana en rama hasta el apresto.

–¿Qué es el apresto?

–Los acabados. Mejora de las piezas, el tacto, el lustre. ¡Uf! Tantos días en Italia me han hecho perder el hilo. Ahora sólo me faltaba la amenaza del obrerismo. ¡Todos los tejedores reivindicando, repuñeta!

Sus usuales interjecciones ordinarias sorprendían al oyente y especialmente molestaban a Berta. No se concebía un señor de su posición malhablado.

Empezó a echar en cara los problemas con el personal y la creciente preocupación que había en Fomento y en la Cámara de Comercio.

–La pérdida de los mercados de Ultramar nos estanca la producción. Estamos intentando superar la recesión económica, pero es duro. No sirve estudiar un precio competitivo; lo que falta es demanda. Todos se imaginan que hay egoísmo y mala voluntad en sostener salarios bajos. Bastante nos preocupa la situación. Los obreros tendrían que confiar en que se están considerando muy seriamente los problemas económico-sociales. Nada de desvaríos revolucionarios en este momento crucial, nada de ataques directos, nada de pretender alterar traumáticamente las estructuras. Reto ya tenemos uno, el proceso de automatización, el fenómeno que mueve y remueve los cimientos del tejido. Lo tendríamos que impulsar juntos para sacar rédito y ajustar el desequilibrio que el obrero está soportando. Sería el avance, la evolución, la modernización. Pues no. Ahora nos irrumpe la locura sindicalista. Ahora aprovechan la debilidad de la circunstancia para exigir. Encima, a gremios siempre moderados, tipógrafos, confiteros, dependientes, lampistas, cerrajeros y paletas también les apetece unirse a los tejedores para gritar en la calle.

–Pero si son tantos los que se unen, quizá tengan razón, Climent. Quizá toda la mejora se pretende a costa de ellos.

–En todo caso, la reforma de instituciones y mecanismos laborales es demasiado lenta. Se les somete a una espera que los desquicia. El Gobierno no sabe activar nada más que la recaudación de impuestos. Mira, Pol, los fabricantes catalanes navegamos a toda vela por el sistema mercantil a la conquista de beneficio y prosperidad, mientras que la Administración de Madrid no levanta el ancla. Nos tildan de peseteros, de individualistas, de separatistas, dicen que amenazamos la unidad de la patria. Nada de eso. Tan sólo instamos para que la patria se nos una en la obtención de riqueza. Ofrecemos la manera, tenemos brújula y timón. Ellos lo rechazan, nos relegan, quieren ir a la deriva. ¿Quién tiene que mandar en España? ¿Los fabricantes? ¡Venga ya! ¡Nunca! – movió la cabeza dolido-. Así estamos, Pol. Patrones y productores de cualquier ramo con ganas de llegar a una solución. Pero mientras tanto, tampoco admitimos alborotos con estacas.

–¿Tan a malas estáis?

–¡Vaya! ¡Un día y otro! Esta gente se nos precipita encima con virulencia. Cualquiera se pone a pedir beneplácito por el diálogo bajo una lluvia de piedras que ya te ha roto los cristales tres veces. Fíjate tú que aquí en Sabadell se ha puesto tela metálica en las mil ventanas. A mí no me es hostil toda la gente. Encargados y operarios me apoyan, pero tengo una nómina de miedo, ¿sabes? Entre mecheras, hilatura y telares los obreros llegan a quinientos.

–¡Caray!

–¿También te afectan a ti los alborotos allí arriba, en la sierra?

–No tanto. El ámbito campesino está dirigido por organizaciones anarquistas y no tienen la fuerza sindical-socialista de la ciudad. Tampoco hay latifundio en esta parte de España. En las fincas pequeñas, el dominio directo del campesino es de una vitalidad difícil de vencer. Ahora bien, sí que hay muchas protestas por los desahucios masivos que la filoxera ha propiciado. Los propietarios lo aprovechan para sacarse a la gente de encima. Yo me salvo de compromisos porque no tengo viña.

–Creía que tenías.

–No, no. Aquello mío es una extensión de cultivo variado. Terreno difícil. Bancales mal aprovechados. La Serra del Monterol sólo pide bosque. La robleda es la principal riqueza de can Masats.

–Y también el tocino, supongo.

–Se deriva de ella. Los rebaños se hartan de bellotas.

–Parece que los cerdos son el único ganado en progreso.

–Aumentan rápidamente.

–Y la industria de embutidos crece.

–Exacto. Ya no nos entretenemos en la matanza; vendemos en vivo. Quién sabe si también activaríamos las tierras y conseguiríamos una buena extensión cerealística con fertilizantes químicos.

–¿Tienes mucha gente allí?

–No demasiada. Temporeros. La finca no pasa de doce hectáreas. Rinde a medias. Deseo conservarla para Amélia, ¿entiendes? Ella ya sabe bastante de la reducción del patrimonio de los Darniu.

–Aún le queda mucho por perder.

–De acuerdo, pero está advertida desde la expropiación de toda la propiedad de casa Arcadi, en el Penedés. Teme esos impensables cambios de leyes.

–Cuando menos, la cuenta bancaria de Amélia debe de ser excelente. ¡Y aquella torre, caray! Mi entretenimiento era ir a Sarriá por las espesuras de Sant Cugat, en el pescante del cabriolé. Lo echo de menos. Jugar al ajedrez con Isidre, hablar un rato, me relajaba. Isidre tenía una cultura extraordinaria. Música, literatura… Era un placer escucharlo. Ahora, el viaje hasta la capital me distancia de vosotros. Berta y yo vamos poco a Barcelona. Algún sábado. Ella entra en las tiendas y yo me acerco a la calle Fontanella a charlar toda la tarde con el retratista que me revela las placas impresas.

Se rió y añadió:

–Es un tipo estrafalario por el que no darías ni un céntimo. Salió de algún rincón de la Toscana, de feria en feria con la cámara al hombro. Pero es un profesional de talento extraordinario. Le gusta todo lo que le llevo a revelar. Me incita. Las luces, el encuadre, la expresividad… En su estudio me olvido de quién soy. Berta no lo puede ver. Dice que es purriela, que me rebaja. Mira, cuando ella y yo tenemos que reunirnos, me espera en la chocolatería de delante. No quiere ni entrar en la tienda. De hecho, ese hombre tiene unas extrañas relaciones, ¿entiendes? Parece ser que, cuando cae la noche, allí hay muchas idas y venidas. ¡Pero caray! ¡Qué maestro fotógrafo! ¡Qué visión artística!

Dejamos transcurrir unos minutos en silencio paladeando el jerez.

–A veces -dijo- me dan ganas de mandar la fábrica a hacer puñetas y hacerme fotógrafo ambulante. ¡Hale, con la cámara al hombro por aquellos pueblecitos de montaña buscando contraluces!

Estaba ojeroso, con los labios secos. Siempre vestido de estambre fino haciendo honor a la excelencia de sus tejidos, pero no seguía ninguna regla de elegancia, ni cuello duro ni botonadura. Allí sentado mantenía abierta toda la chaqueta.

Me pareció que llevaba alguna correa por dentro del chaleco.

–¿Aún llevas cosas ortopédicas?

Soltó una carcajada.

–¡Es una pistola, chico!

–¡No fastidies!

–De verdad. Voy armado, pero no se lo digamos a las mujeres -se cerró la chaqueta algo precipitadamente-. No pongas esa cara, Pol. Pronto se armarán los obispos. Ya conoces la consigna socialista: ¡Matar, matar, matar, llenar los infiernos de capitalistas y obispos! Pues hemos de prevenir. Mira qué dice Blasco Ibáñez.

Yo no sabía qué decía Blasco Ibáñez.

–Asegura que sin el obrero, el capital no podría existir. ¿Sabio, eh? A ver, pues, sin el capital dónde diantre estaría el obrero.

–No sé por qué escuchas la propaganda que hacen en las tribunas.

Se puso en pie de un salto. Se me encaró y me habló de esa manera inquisitiva que te hace sentir culpable.

–Yo no escucho. Lo que me fastidia es que escuche el rebaño. ¿Quién abusa más de los obreros? ¿Quién, Pol? ¿Yo o ellos, que los saben cortos de entendederas y los engañan?

Se dejó caer de nuevo en la butaca como descoyuntado. Le palpitaba una vena en la frente. Aquellas cejas oblicuas y aquella breve nariz que apuntaba hacia abajo le daban un toque aguileño. El pajarraco atractivo, le llamaba Berta. En aquellos momentos sólo era el pajarraco.

–Estoy cansado de oír en mi cara que soy de la clase explotadora. Yo penco desde los catorce años al lado de ellos, Pol. Me encierro en la fábrica todas las horas del día. Se me murió el padre demasiado pronto, pero no me acobardé. Más inversión, más ampliación, más terreno para edificar naves y almacenes y viviendas obreras. Y siempre atento a la calidad de la fabricación, a los escandallos, a la competencia. No he faltado al despacho ni con nieve ni tronando. Dos años con los brazos heridos gracias a las bestias terroristas. Mi mujer me tenía que dar de comer y abrochar y desabrochar. Tú imagínate al teórico, al contramaestre, al viajante, todos yendo y viniendo de casa cargados con pruebas de torsión, copos de máquina peinadora, muestrarios, cada uno de acá para allá durante veinte meses porque en los telares no podían parar y se tenían que hacer disposiciones deprisa. Y yo con varillas en los brazos pasando de perfil por las puertas. Ahora, en agosto, para que mi mujer se calle, me voy cuatro malditos días a Italia. ¡Pues me llaman vago!

De repente se puso en pie otra vez. Encarándose conmigo, gritó:

–¡Y esto del clero, hombre! ¡También me llaman frailero! ¿Qué tiene que ver con la jornada de ocho horas? No les gusta que recemos. ¡Viva sólo lo que me gusta a mí! Son unos descreídos que se toman la licencia de mofarse de la religión de los demás. Que enseñen el culo si lo desean, pero que no nos quieran a todos sin calzones. Encima, gritan que se libere a los presos de Montjuïc. ¿Con qué historia salen?

–Son trabajadores detenidos, hombre, y quizá no todos tienen las manos sucias.

–Pues que les dejen marcharse y que se las ensucien. Ellos mismos no están a gusto tan pacíficos. ¡La acción directa! ¡Les lavan el cerebro! La gente obrera nunca había sido malhablada ni violenta. Hace dos días, los hiladores de Mataró molieron a golpes al empresario. Leña al amo. Eso les enseñan.

Compareció Berta con una bandeja de pastas que nos colocó delante. Era evidente que quería interrumpir.

–¡Cómo gritas, hombre! ¿No puedes hablar de alguna otra cosa?

Cogiéndolo por el brazo, lo recondujo al asiento y, con naturalidad, añadió:

–El empresario no era de Mataró, sino de Igualada. Lo confundes con aquello de la residencia asaltada.

–¡Tanto da dónde pasó! ¿Eh? ¡La venganza contra los ricos, la destrucción de las residencias, las obras de arte tiradas por el balcón, el saqueo! ¡La envidia podrida! ¡La mala leche! ¡Yo voy a toque de campana y estoy en el tajo a su lado! ¿No me ven?

–De acuerdo, Climent. Pero tú has ido a Italia a tomar las aguas y ellos no.

–¡Otra vez! ¡Pues si mis vacaciones no las pueden tragar, que me asesinen, coño!

–¡Estás cansado y nos cansas! – gritó ella-. ¡Cierra esa boca, va!

–Será una buena causa asesinarme. ¡Ni balneario ni puñetas para el amo! ¡Que se joda el amo! ¿Qué demonios? ¡Nos levantamos a las cinco y él a las seis! ¡Duerme una hora más y, encima, desayuna! ¿No tiene bastantes quebraderos de cabeza? ¡Pues otro más! ¡Por si fuera poco! Si tiene que cerrar, que cierre. Nos repartiremos la fábrica. ¡Este montón de hierro vale un dineral! ¡A vender a peso y adelante! ¡Muera la esclavitud! ¡Fuera cadenas! ¡Vivan los hijos de su madre!

Se calló. Finalmente se calló.

Berta se escabulló en silencio.

Un trozo de cigarro humeaba en el cenicero y Climent lo aplastó con rabia.

–¡Italia, coño!

Yo lo vigilaba disimuladamente. No me atrevía a respirar. Cuando me temía otra explosión, se llevó las manos a los ojos y se quedó quieto. Al cabo de un buen rato, lo oí hablar templado, distendido, natural:

–¿No queréis viajar, Amélia y tú?

Me costaba habituarme al cambio.

–No tiene ganas. Iremos a la masía de vez en cuando y nada más.

–Llévala a París, hombre, le gustará.

–¿Mejor que a Italia?

–¿Qué te puedo decir? La gente allí es ordinaria. En los mejores hoteles gesticulan, comen ajos. En Madrid, el chotis, y en Nápoles, las barcarolas, con un surtido de machos descarados. Los catalanes debemos de ser unos bobos. ¡Digo yo, chico! Sólo nos quitamos el sombrero y allí las pellizcan. París es otra cosa, París es elegante. Y tú dominas el francés, ¿verdad que sí? ¿Dónde lo aprendiste?

–De pequeño. Traté con gente francesa.

–Berta y yo nos enfadamos mucho en Italia.

Se calló en seco y se quedó muy pensativo.

–Ya sabes cómo es -siguió después-. Como aquellas niñas a las que les gusta el gatito y meten la mano en la jaula del león. Allí, todo lleno de leones. Un disgusto grande, Pol. Ella dice que soy ridículo, insoportable. Hemos estado un tiempo sin mirarnos a la cara.

Yo escuchaba sin atreverme a hacer ningún comentario. Él habló de nuevo:

–Berta está rara. En Italia le descubrí una actitud alocada, un humor descarado; era atrevida con los mismos camareros.

Tras un largo rato de silencio, murmuré:

–Tiene un temperamento bromista.

No parecía que Climent escuchara.

–Me he ocupado poco de ella, lo reconozco. Pero es que ella me ignora; primero le atrae el botones del ascensor. ¿Me entiendes? juguetona y traviesa con todo el mundo, la bailarina que nunca baila para mí. ¿Te acuerdas de aquel beso intenso que te dio a ti la noche de Fin de Año?

–¡Vaya, Climent, no reproches eso!

–¿Por qué no? Berta hacía rato que te vigilaba.

–¡Por favor, todos estábamos achispados! ¡El Château-Lafite, hombre! Yo tampoco había visto jamás a Amélia con una tapadera en la cabeza.

–Pero el beso fue intenso.

9 DE FEBRERO DE 1902

Los domingos solíamos desayunar en la cama y leíamos el periódico. Esparcíamos las hojas encima de las sábanas. La Veu de Catalunya era para mí y La Vanguardia para Amélia. Cada uno de nosotros comentaba aquello que le llamaba la atención, haciendo que el otro perdiera el hilo de lo que atraía su interés.

–Yo no sabía que las señoras leyeran el periódico -me quejé.

–Pues menos debes saber que hay señoras que escriben en él. La misma Maria Serret. Firma con pseudónimo para que no se sepa que el cronista lleva faldas.

–¿Qué tiene de malo?

–¡Hombre! ¡No la leerían!

–¿Sabe?

–No la leo.

–¡Sois puñeteras, y perdona! ¿Quién os hace meteros en esto? ¡Acabaréis yendo a votar!

–Escucha, por favor, aquí hay un artículo que no me queda claro. Hablan del «ramo de la higiene». ¿Qué ramo es ése?

Yo mudo. Cabizbajo, leyendo mi columna.

–¿Pol, no me oyes?

–Sí, te oigo. Lo llaman así.

–¿Pero qué es, hombre?

–Es la prostitución.

Se sumergió en el periódico, con la curiosidad satisfecha. No tardamos en iniciar una nueva interlocución.

–No me cojas esta hoja, bonita, que es la continuación del discurso del doctor Robert en las Cortes.

–¿Dice cosas interesantes?

–Sus puntos de vista siempre son interesantes. Tenemos un buen representante en Madrid. ¿Qué lees tú?

–Eso del gobernador civil, que lo quieren echar.

–No acierta ni una. ¿Qué ha hecho ahora?

–Hombre, mejor que lo repases tú. Detallan el chanchullo del «ramo». Parece ser que él hace la vista gorda porque tiene intereses creados. Un escándalo, vaya.

–Se dice que bajo mano apoya la huelga obrera que nos están anunciando.

–No, no, Pol, no lo culpemos de todo. Esta huelga general la planeó la Internacional anarquista para ponerla en práctica en Barcelona, a ver si se conseguía originar una tronada de resonancia mundial.

–¿De dónde has sacado eso?

–Me lo explicó el sobrino del filólogo. Melcior Malla ha estado mucho tiempo en la redacción de L'Avenç.

–Buena fuente. Ese tipo tiene muchos contactos.

–Ahora lo envían de corresponsal a Pekín por eso de los bóxers.

–¡Pues estaremos un tiempo sin verle!

–Va y viene. Añora nuestras comidas.

Melcior Malla era un periodista muy irregular, un poco dejado de la mano editorial gracias a sus crónicas poco aseverativas. Había empezado introduciéndose en asuntos privados de la gente de fama, de donde lo retiraron. Después, en una serie de reportajes muy bien documentados sobre las islas Canarias, se rehabilitó. Encontrándose más tarde de enviado especial en Macedonia, hizo una crónica impactante sobre la dura represión de los turcos. Fue una primicia que le dio categoría y brilló una temporada. Últimamente había estado ocioso. Procedía de familia adinerada de Gerona, aunque vivía en Barcelona en una pensión modesta. Decía que tenía bastante con un agujero para dormir, las maletas hechas y un cuaderno de taquigrafía a punto. Nunca sabíamos si el domingo aparecería por casa o no. Amélia me decía que era mucho mejor escucharlo que leerlo.

–Las crónicas escritas no le salen tan brillantes.

–Este fulano te dedica un exceso de exclusivas, ¿no te parece?

–Debo de gustarle. ¿No dices que soy tan bonita? De los conflictos laborales prefiero que me informe él. Climent me contagia su exaltación. Si habla así, alguien lo hará callar de un garrotazo.

–Un garrotazo hoy no es nada. Pero es verdad; también me afecta. No tengo fuerzas para contradecirlo.

–¡Si tiene mucha razón!

–Razón aplicada a su persona. No todos son como él.

–Climent tiene los nervios destrozados. ¿Tú ves cómo se pone?

–¿No te ha dicho nada Berta de la disputa que tuvieron en Italia?

–¡Ay, sí! Mejor que no nos riamos. Al parecer, fue serio. Dice que no había quien pudiera soportar a Climent. Discutía con todo hombre que la miraba. A propósito de Berta, ha perdido un retrato de los niños vestidos de pirata y dice que nos había dado una copia. Debió de quedarse en algún cajón de Sarriá. Dice que se la devolvamos para el álbum.

–Podemos ir a buscarla.

–Yo no. No tengo ganas de entrar en la torre… ¡Uy, Pol! ¿No tenemos que ir a misa hoy? ¡Sal de la cama, corre, que llamo a la señora Pujolá!

A misa de doce iba la flor y nata. No quiero decir, naturalmente, la flor y nata de los católicos. La nave de Nuestra Señora de Pompeya estaba a reventar. Una magna concentración de sombreros de señora exaltando todas las plumas de las aves del paraíso.

Cuando la ceremonia se acababa, una aglomeración de gente se situaba en la portalada del templo para ver salir a las damas y caballeros, que desfilaban lentamente.

Amélia y yo recorríamos el trecho del brazo, al paso, poniendo la cara conveniente. Ella sabía que me sentía extraño. Me miraba de reojo aguantándose la risa. Le dije al oído:

–No sé cómo tienes aplomo para soportar bobos a cada lado parloteando de las modistas que os han engalanado. Ni siquiera lo dicen en voz baja. ¿Es la famosa Torner la que te ha cosido esta cascada de gasa? Por aquí se apuesta por la Torner.

–Pues no. Me viste otra. Su rival.

–¿Se lo digo?

Me apretó el brazo.

–Estás viciándote, Amélia. En Sarriá ibas a misa primera.

Amélia bajó la cabeza. Enseguida me di cuenta de la inconveniencia.

En Sarriá iba a misa primera porque Isidre prefería no exhibir su paraplejia en silla de ruedas.

15 DE FEBRERO DE 1902

(SÁBADO)

Había mucha tensión en la calle. La gente se apresuraba a cumplir las obligaciones imprescindibles. Colas en las tiendas, en la panadería se había acabado el pan, no dejaban entrar ganado en el matadero ni descargar en el muelle.

Nuestra criada llegó tarde, acalorada, con el cesto medio vacío.

–No traigo carne ni pescado, señora. Apenas nada. No hay leche, no hay huevos, no hay verdura. Traigo comida de pobre, perdone, una tajada de bacalao y cuatro cebollas.

–Pues haremos bacalao con cebolla. Dicen que es bueno. ¿Lo has probado alguna vez, Pol?

La criada se rió a gusto. Se llamaba Quimeta. Era una chica simpática, toda ella rellenita, toda ella trabajadora. No tenía rango, sino que era la de la escoba. La vestíamos con delantal de peto a diferencia de la decorativa doncella, que llevaba cofia y un ostentoso lazo, tal como a Amélia le gustaban las chicas a su servicio.

La tercera, la cocinera, ya mayor pero valiente, compareció preocupada porque no había previsto aquél contratiempo. Allí no disponíamos de la famosa despensa de la torre Darniu, sino que se iba al mercado cada día.

–Perdone, señora, confiaba en la compra de hoy. De momento podremos pasar, pero dicen que esto será más largo que la otra vez. Estoy preocupada. De leche nos queda un cuarto de litro.

Amélia estaba extrañada.

–¡Pero si el Gran Día no ha empezado! ¿No se declara el domingo?

–La gente acapara, señora. Han dejado los establecimientos vacíos.

El Gran Día iba gestándose desde principios de mes. Reuniones de protesta por todas partes, en el Salón Universal, en el teatro Las Delicias, en el Olimpia.

Yo había hablado por teléfono con Climent y me dijo que en Sabadell había mucho movimiento y actos preliminares de coña, según la expresión empleada por él. En el patio de su fábrica se apilaban sacos de hilazas a punto para la hoguera. Hablamos poco, tan sólo un intercambio de impresiones. Pareció más sereno de lo que se podía esperar. Al tener aquello encima, lo afrontaba de una vez.

16 DE FEBRERO DE 1902

(DOMINGO)

La Huelga General estalló. Estalló en silencio. En un silencio mortal. La ciudad de Barcelona se despertó como si estuviera inerme en un sepulcro. No circulaba ningún vehículo público ni privado. No había ninguna puerta abierta. No sonaban ni las campanas de las iglesias. Más tarde supimos que habían perseguido a los monaguillos y a los sacristanes, y que el alcalde y los regidores habían sido desalojados de sus carruajes y los habían obligado a desplazarse a pie. Ya ningún particular se aventuraba a sacar el faetón de la cochera.

Yo salí temprano para ir a comprar el periódico a la esquina, si es que las redacciones habían trabajado. No habían trabajado. Todo cerrado a cal y canto. En la esquina de la calle Bailén me salieron al paso un señor y una señora sobrecargados con bolsas y maletas y con un baúl que cogían cada uno por un asa.

–¡Si es Pol! – gritaron-. ¡Vamos a casa de usted!

Se trataba del matrimonio Badia de Valtallada. Estaban acalorados.

–¿Qué les pasa?

–¡Ayúdenos! ¡Estamos sin aliento! ¡Venimos a pie desde la estación!

Yo les estaba ayudando con aquel montón de equipaje y aún no entendía de qué clase de visita se trataba.

–¡No venimos a verlos! – me aclaró ella-. Pensábamos en qué amigo vivía más cerca para dejarles el equipaje.

Habían llegado en el expreso de Madrid, muy poco informados de lo que pasaba en Barcelona. Pero cuando el tren recorría la rasa de la calle Aragón, ya habían oído la lluvia de piedras contra las ventanillas. En la estación no había ni un mozo ni un coche de punto. Cada pasajero había tenido que cargarse al hombro sus pertenencias, y andando.

Los Badia de Valtallada vivían en un palacete tocando a Pedralbes, que era como decir en el quinto pino.

Amélia los recibió en bata y zapatillas, con la consiguiente sorpresa.

–¡Somos los Badia, que venimos a molestar! ¡Buenos días, Amélia! ¡Uy, chica, qué bonita con este déshabillé!

Les dimos de desayunar y se nos bebieron el cuarto de litro de leche. Estuvimos hablando de la Huelga General. Ellos traían diarios de Madrid.

«Se pretende la eliminación de los burgueses zánganos, víboras, asesinos… El orden social existente es de esclavos con cadenas y amos con látigos…»

–¿Pero quién dice esto?

–Son las arengas de propaganda desde el estrado presidencial del Círculo Español.

Climent me había dicho que si podía conseguir algún periódico de Madrid se lo comunicara. Fui al aparato telefónico y empecé a hacer rodar la manija sin que sintiera la más ligera señal. Estaba cortado.

–Yo prefiero no saber nada -exclamó la señora Badia, levantándose y dirigiéndose al balcón.

A la señora Badia la llamaban Sus, de Susagna, y era joven, cara redonda bonita, con un ondulado fofo de color cobre. Hija de un diplomático, ella misma había seguido la carrera hasta el momento de casarse, habiendo sido quizá la primera mujer de España agregada al cuerpo diplomático. Su marido era un notable abogado, ya granado, que iba por los cuarenta y cinco. Tiraba a gordo y exhibía una barba cuadrada. Provenía de familia fuertemente liberal muy conocida en el Berguedá. Su propensión tradicionalista lo mantenía apartado de los suyos. Bastante tiempo antes de casarse, había intervenido en la torre Darniu por asuntos profesionales. Entonces yo todavía no actuaba de asistente del barón, de modo que no nos habíamos conocido hasta coincidir en Barcelona.

–Aún hoy colabora con Jaume -me explicó Amélia-. Siempre ha sido un íntimo de la familia, y se nos ha sumado la Sus.

Se marcharon al mediodía, por más que no fuera aconsejable transitar por la calle.

En cierto modo, el tremendo parón obrero fue un episodio providencial para distraer a Amélia de la fecha del calendario. Aquel día se cumplían cuatro años de la muerte del señor Isidre.

Encerrados en el piso en un compás de espera obligado, dejamos transcurrir aquellas horas especiales de recordatorio, sin hablar, sin mencionar una muerte que jamás se alejaría lo bastante para ser olvidada.

Durante la velada nos recogimos en la salita con la salamandra encendida porque era un día muy frío. Amélia hacía ganchillo y yo leía Ben-Hur. Afuera, en la avenida, se oía a los vociferantes huelguistas golpeando puertas, frotando palos contra las rejas y haciendo rodar bidones de alquitrán vacíos.

Amélia comentó, pensativa:

–Esa gente no tiene dónde calentarse. Todo el día rodando por las calles, mal calzados, sin abrigo y, por la noche, al catre con la mujer y el puñado de hijos. El otro día fui a la barriada obrera con la señora Pujolá y la marquesa de Bonavila. Les llevábamos galletas y juguetes. Tenían la cena en la mesa: un corrusco escaldado con jugo de col.

Tras un largo silencio donde se podía ir contando la acompasada rotura de farolas, volvió a hablar en voz baja:

–Te acuerdas de la fecha, ¿verdad?

Asentí. Retirando el libro, le pasé el brazo por los hombros. Ella dejó el ganchillo y se reclinó sobre mí.

–Me voy a dormir. Me caigo de sueño y hoy la señora Pujolá no me traerá el vaso de leche.

–¿Qué le pasa a la señora Pujolá?

–A ella nada. Sólo que no tenemos leche.

Hacía unos minutos que Amélia se había dirigido al dormitorio, cuando compareció la señora Pujolá decidida, con una tisana humeante. Miró la cesta de la labor y exclamó:

–¿Ya se ha retirado la señora? Uy, pues me necesitará. ¿Qué hago con la taza? ¿La quiere usted? Es una infusión de zuzón milagrosa.

–¿Qué me hará?

–Se la recomiendo, señor. Dormirá de una tirada, sin palpitaciones.

–Pues va.

No tardé en dejar el libro y desfilar tambaleante hacia la habitación, agarrándome a las paredes.

Había una lamparita de pie encendida. La pantalla de un tono azulado reflejaba a una Amélia irreal, tumbada en la cama sin volumen, estampa plana yaciente. La cabellera negra extendida sobre el almohadón. Tenía aquella cara hermosa, afinada y triste de cuando la rodeaban crespones. Me di cuenta de que no dormía. Sólo cerraba los ojos.

Con un movimiento imperceptible, abrí el embozo de la sábana y me estiré. Ella puso su mano sobre la mía. Nos dormimos así, en un enlace sin palpitaciones.

17 DE FEBRERO DE 1902

(LUNES)

La camarera nos dijo que a las cuatro de la mañana había oído unos tiros cerca. Fue una de las pocas notificaciones espontáneas que la chica se permitió, ya que nunca decía ni una palabra si no se le preguntaba. Era una sirvienta receptora de órdenes y nada más. Tenía un rostro agradable de un tono de mantequilla y un cuerpo envarado; caminaba silente sin mover los brazos, toda ella automática. Mientras comíamos estaba de pie en el comedor y parecía talmente una figura de cera. No creo que respirara, o quizá lo hacía a escondidas.

Aquella mañana especial de huelga se decidió a hablar de nuevo cuando nos servía el desayuno:

–Disculpen que sustituya el brioche por el pan tostado, señores. De momento, no notamos ninguna carencia más.

Apenas sabíamos cómo organizar aquel día. Me metí en el escritorio, mientras la señora Pujolá se entretenía cepillando el cabello de Amélia y probándole peinados.

Por el portero del edificio, que tenía contacto con el hijo de un funcionario, supimos que en vísperas de la represión el gobernador civil se había largado. Lo dijo así. El excelentísimo señor Miquel Socias, a quien querían fuera desde su nombramiento, a quien en el Congreso y desde toda la prensa no paraban de pedir la dimisión, en el momento más necesitado de vigor gobernativo, se largaba.

–Se embarca hacia Mallorca con la familia y que vosotros os las apañéis. Tan fresco.

Al desaparecer el excelentísimo, el cargo cayó en la cabeza del presidente de la Diputación. Sin apenas recuperarse del golpe, no se le ocurrió más que endilgárselo todo a la autoridad militar. Por un bando matutino, los ciudadanos nos supimos en manos del capitán general, con las garantías jurídicas apalabradas.

20 DE FEBRERO DE 1902 (JUEVES)

Ya nos encontrábamos en el cuarto día de huelga general.

Cada noche, dos o tres vecinos de la escalera que apenas conocíamos habían bajado a la portería a recoger las noticias que el hijo del funcionario distribuía.

Apedreamiento de comercios y pintadas con alquitrán en las fachadas de los bancos. Soldados de caballería protegiendo la carroza de pompas fúnebres para evitar que descargasen el ataúd en medio de la calle. Todo grotesco, desproporcionado.

Encerrados en el piso, esperando. Hartos de gramófono. Ni ganas de leer más libros.

La señora Pujolá no bordaba.

–¡Vaya! – exclamé-. ¿Hasta este extremo se nos trastorna?

–No, no, es que se le ha acabado el material.

Aquel jueves llovía a cántaros. Quién sabe si la huelga general se estaba aguando.

La comida fue frugal. Un menú como para vegetarianos, muy lejos del gratin dauphinois.

Hacia las tres de la tarde nos llamó al piso el abogado Badia de Valtallada. Iba con paraguas y con una capa impermeable. Nos traía un paquete de chuletas. Confesó que el motivo de venir a pie bajo la lluvia desde Pedralbes no eran las ganas de visitarnos, sino que le urgía recoger los documentos de una maleta que se encontraba en el montón de equipaje dejado en depósito.

–En casa trabajo, ¿saben? Aprovecho para ultimar expedientes. ¿Cómo les va a ustedes?

–Con estas chuletas nos irá mejor.

Nos sentamos y tomamos café.

El vigor de aquel hombre, casi la dureza, se traslucía en la mirada directa y en la seguridad verbal. El renombre de su bufete no estaba exento de una fama de rigurosidad. Nos dijo que cada noche tenía gente en el despacho hasta las tantas.

–No es demasiado seguro recorrer Barcelona, pero no podemos permitir que la calle sea de ellos. Estamos en el preludio de otros sucesos. No hace ni un año de la otra huelga general. Como si un país pudiera prosperar a remolque de las huelgas generales programadas.

–¿Todavía se ven muchos huelguistas?

–A rebaños. Mire, dan pena. Se mueven abatidos y cansados, movidos por una consigna. No saben dónde van.

–Hacer durar la huelga los inmola a ellos mismos. Si usted y yo tenemos que repartirnos unas chuletas, ¿qué se repartirán ellos? No cobran de ningún sitio.

–Sólo escuchan a los de la tribuna. Confían en las promesas. En casa tienen hambre, frío y llantos. Están desesperados.

–¿Usted cree que este desorden es culpa de los socialistas?

–Los socialistas se han dejado enganchar. Ellos pretendían mejorar las condiciones de los obreros, pero se han mezclado con la corriente ácrata, que tiene como objetivo la destrucción de la sociedad. Ningún discurso ha sido republicano ni socialista. Han dejado que gritaran los anarquistas excitando el odio de clases. Esas mujeres de Sabadell, las dos agitadoras del Círculo Español, se expresaban bien claramente: «No tenemos que quemar las casas de los ricos, sino desalojarlos y habitarlas nosotros». Eso no es pedir una reforma de las condiciones obreras. Eso es la clase proletaria que quiere conseguir la riqueza y el poder. Tú sal de aquí, que yo me pongo.

21 DE FEBRERO DE 1902

(VIERNES)

Los vecinos de los pisos nos reuníamos cada noche abajo en la portería. Éramos unos cuantos señores en batín que aprovechábamos la Huelga General para estrechar lazos de vecindad. El del primero primera, el del tercero segunda, el del segundo primera… Era obvio que yo jamás en la vida sabría cuál era la puerta de ninguno de ellos.

Aquella noche estuvimos todos muy animados. Las noticias nos habían levantado la moral. Por orden del capitán general circularían vehículos, tendría salida la carne del matadero y se abrirían los comercios.

–Suerte que la autoridad militar se ha movido -decía uno.

Otro objetaba que se lo había pensado demasiado.

–Nos ha tenido estancados durante cinco días. Pagamos contribución al Gobierno de Madrid por el mantenimiento de la seguridad en la calle.

–En Madrid han estado tranquilos, tan lejos. Además, Lerroux personalmente había avalado a Socias para vigilar el orden público. Allí tampoco podían imaginarse que el excelentísimo gobernador civil se escapara como un conejo.

–Corre la voz de que apoyaba a los extremistas.

–Si no lo hacía, ha actuado como si lo hiciera.

La normalidad en las calles ya fue un hecho. A primera hora del viernes me despertó el traqueteo herrumbroso del tranvía eléctrico sobre raíles.

Amélia, que parecía dormida, levantó la cabeza y exclamó:

–¿Oyes?

Hacia las diez salí de casa acompañando a la criada hasta el mercado de la Concepción. Había mucho tráfico de carruajes cargando provisiones, pero la clientela no abundaba.

–Oh, mira, la gente va y viene y no pasa nada, ¿ves?

La dejé delante de las paradas con un cesto en cada brazo, un poco desolada.

Yo seguí la acera soleada, recibiendo el aire fresco con gusto, mirando las tiendas y los cafés abiertos. Me gustaba estirar las piernas. Me paraba aquí y allá, a comprar el diario, tabaco, cerillas, venga a hacer uso de la libertad.

En la puerta de casa coincidí con la cocinera, que había ido a la panadería. Traía la bolsa del pan llena de barras. El olor de pan recién hecho me abrió el apetito.

–Traigo un roscón, señor -me anunció orgullosa.

Encontré a Amélia preparada para desayunar, sentada en la mesita de la galería. Ya iba vestida para salir, harta de reclusión. Llevaba un chaleco de terciopelo escarlata y un peinado recogido en la nuca, creación de la señora Pujolá. A Amélia le sentaba bien todo y aquel día estaba espectacular. Me miró con una expresión tan anhelante que me preparé para recibir uno de sus besos turbadores. Pero dijo:

–¡Roscón!

28 DE FEBRERO DE 1902

Después de comprar el periódico fui a recoger el programa de actos y conferencias de la Académia de Bones Lletres. Al llegar a casa, me extrañó ver sobre la mesa, por las sillas y por el sofá una colección de ornamentos sagrados: casullas, estolas, manteos, todo orlado de oro y plata.

–¡Mira qué preciosidad! – me dijo Amélia saliendo a recibirme.

–¿De dónde ha salido este inventario? – balbuceé confuso.

Con el dedo en los labios, me dijo:

–¡Nos puede oír!

–¿Quién?

–La señora Pujolá. Son sus bordados. Ahora vendrán a buscarlo las internas del convento de las Beatas Dominicas… ¡Uy, Pol! ¡Climent hace rato que te espera en la salita!

Me lo encontré aburrido, dando cuerda al reloj de bolsillo.

–Sí que lo siento. Siempre vengo antes.

–No pasa nada, tú. No tengo prisa. En la Cámara de Comercio hay un mitin más tarde.

–¿Intervienes?

–¡Uf! ¡Ni en broma! Ni siquiera quería asistir. Estaba en casa enganchado a la línea telefónica. Tengo recepción desde Madrid, ¿sabes? Me iban dando cuenta de lo que pasa en el Parlamento. Hay un debate crispado sobre el colapso que hemos sufrido.

–Más de diez muertos, doscientos detenidos y una bomba en los Jesuitas, ¿eh?

–Sí, hombre. Y la producción a hacer puñetas. A la Cataluña rica y llena la haremos pobre y vacía. Desde la oposición se señala como responsable al Gobierno por no haber hecho cesar a Miquel Socias antes de que se fuera a Mallorca a tomar el sol. Eduardo Dato puntualiza que nos ha hecho comer con salsa picante una huelga general cocinada en Londres hacía dos meses.

–Un periodista amigo nuestro le había dicho esto a Amélia.

–Bueno, sí. Había habido rumores, pero si se ha llevado a las Cortes es que la cosa está confirmada. Todo tramado por el comité anarquista. Los sindical-socialistas no lo querían. El mismo Pablo Iglesias está enfadado. Ha declarado públicamente que ellos no pretendían una huelga general. Ese hombre ve venir el traspié, ¿entiendes? Esto a ellos les hace mucho daño. A ver ahora quién se creerá que sólo pretendían la jornada de ocho horas.

–Se diría que la autoridad facilitaba la revolución.

–¡Mierda de revolución, Pol! ¡Qué cosa execrable! La revolución excita la fiebre de hacerse sentir héroe a aquel que mata. Todo aquel que quiere detener la revolución es un traidor. Se pretende derrocar a la jerarquía, se pretende triturar a la gente de orden, se pretende proclamar la libertad, la igualdad y la fraternidad. Tú mira la historia. Saquemos a los malos que nos esclavizaban y pongamos a los buenos que han guillotinado a la mitad de la población.

Se frotó los ojos, preocupado.

–Pues mira -prosiguió-, hoy mismo determinada prensa empieza a decir que las cargas de la Guardia Civil han sido desmesuradas. Se les tenía que dejar actuar cinco días más.

–Parece, Climent, que se les ha sometido con mucha dureza.

–Pero a ver, si la organización de los trabajadores se identificara con el pelotón revolucionario, entonces resultaría un ataque al orden público, ¿no? Se pasan de la raya y se las dan…

–Pero a vosotros, los fabricantes textiles, ¿qué os pedían? ¿Sólo la jornada de ocho horas?

–Cualquier cosa. Aumento de salarios, nuevas bases de trabajo, y si no, salían con el cirio roto de siempre acusándonos de amparar las torturas de los obreros de Montjuïc. ¡Venga ya, todo valía! Nos han llamado verdugos, lobos, criminales… Mira, en el Congreso, un parlamentario de izquierdas preguntó por qué no había disposiciones concretas sobre los accidentes de trabajo; pues aquí, en Cataluña, eso ya está en marcha. Le replicaron los parlamentarios catalanes con Bartomeu Robert de portavoz. Hizo una relación detallada. Aplicación de convenios particulares, mutualismo, cada mejora aportando datos. Aplausos. «¡Bien! ¡Muy bien!» Se registra en el Diario de Sesiones. Todos en pie dando palmas. Pero a la chusma revolucionaria de la calle no les llega el discurso. Nadie se ocupa de informarlos: «¡Ladrones, vampiros que chupan la sangre del proletario! ¡Vaticanistas, capitalistas degenerados!». A mí ya no me asusta nada, Pol.

Lo asustó el estallido de un griterío en el comedor; de un salto, se puso en pie palpando la pistola.

–¿Qué pasa aquí?

–¡Eh! – dije yo-. ¡No me mates a las niñas huérfanas de las Beatas Dominicas!

8 DE MARZO DE 1902

Más de un sábado me iba a media tarde a tomar una menta a la terraza del Dux, mientras Amélia asistía con Maria Serret a unas conferencias que organizaba la plana mayor del feminismo catalán.

–No me aburro nada -me decía-. Son mujeres muy preparadas. He conocido a Carmen Karr, a la doctora Sais de Llaberia y a muchas otras personalidades.

A mí me gustaba el ambiente del Dux. El Dux había sido un restaurante de gran cocina, con reservados a cada lado donde se habían ocultado elegantemente parejas de refinado paladar real. Convertido en honorable café sin clientela, tan sólo su terraza acristalada que daba a la Ronda de Sant Pere gozaba cada noche de un nutrido grupo de personalidades intelectuales y artistas. Allí me encontraba con los Guix, para variar. Ellos me habían introducido.

Los dos hermanos eran solteros e iban siempre juntos. El uno era un reconocido ceramista y el otro pintaba. El mayor era conservador. Muy ceremonioso, un espíritu fino. Hablaba poco. No era feo, pero demasiado compacto, con una mirada vaga de miope. El otro, el pequeño, cuatro años de diferencia, tenía una marcada tendencia izquierdista. Preparado en leyes, había dejado la carrera para dedicarse a la paleta y a los pinceles. Llevaba el pelo largo y exhibía una barbita negrísima que le hacía parecer mayor. Tenía mi edad. Fumaba cigarrillos constantemente. Tampoco era hablador.

–Es que con mi hermano sólo nos aguantamos si no hablamos -explicaba.

Yo me sentía bien con ellos. Era como estar solo en compañía. Alguna vez también se nos reunía Canalís, chico aburrido, de poderosa familia carlista con un abuelo capitán general en la segunda guerra civil y un padre brigadier condecorado. Él no era nada. Aparte del apellido notorio, tan sólo le daba lustre su mujer, Julieta Setó, joven y atractiva pedagoga que, no se sabía cómo, había ido a parar delante del altar con aquel pimpollo.

A la hora de ir a cenar deshacíamos el grupo tranquilamente, quedando para el lunes en el billar del Club Vilana. Ellos tres tiraban hacia abajo, y yo hacia arriba.

Una de aquellas veladas, en cuanto llegué al primer chaflán, me topé con Berta Cros.

–¡Uy, Pol, qué bien! ¡Me harás compañía! Estoy sola buscando a Climent. Iba a entrar en esta cafetería donde nos tenemos que encontrar y, créeme, al ver dentro a tantos señores me daba cosa.

Lo dijo así, como si a ella le diera cosa algo.

Entramos en el popular establecimiento lleno de humo y animación. También era extraño que se citaran allí. No veíamos a Climent entre aquel barullo de hombres.

–No debe de haber llegado aún. Siempre me hace esto. A tal hora allí. Y a esa hora, nunca está.

–¿Qué quieres hacer? ¿Lo esperamos tomando un café con leche?

–¡Eso! Sentémonos en el rincón; mira, hay sitio para los dos. Toda la tarde mirando escaparates. ¡Tengo los pies destrozados!

Siguió hablando. La Berta de ojos azules resultaba agradable, pero a mí me agobiaba. No sé qué me decía de una excursión. Se iba de un tema a otro. Era mangoneadora, se ocupaba de que la marquesa Detal invitara a la duquesa Decual, hacía y deshacía los horarios de las salidas, disponía quién tenía que ocupar la primera berlina y quién la segunda, quería que Amélia y yo fuéramos solitos en la calesa. Todo como si amigos y conocidos fuésemos figuras sobre un tablero para que ella nos pudiera mover en su imparable juego.

El delicado sombrero con flores que llevaba llamaba la atención. Yo tampoco vestía adecuadamente para el ambiente vulgar del recinto. Éramos una pareja fuera de lugar.

Nos trajeron un café con leche. Berta no paraba. El reloj del local estaba justo frente a mí. Ya me obsesionaba ver entrar a Climent.

–Me apetece un brioche. ¿Me lo pides?

Hice un gesto con la mano para llamar al camarero y ella me la cogió al vuelo.

Fue un momento extraño.

–Te miro el anillo -explicó-. Un círculo con relieves. Es precioso. Amélia tiene muy buen gusto.

No me soltaba. Yo estaba algo rígido. Berta bajaba la cabeza y me miraba por debajo de las cejas. Sonreía con aquellas comisuras asimétricas que le sentaban tan bien.

–¿Te pongo nervioso, Pol?

–¿Me quieres poner nervioso?

Retiró la mano despacio.

–Mira, Berta, por favor, empieza a hacérseme tarde. ¿Estás segura de que os tenéis que encontrar aquí?

–Vaya, a no ser que él haya ido a La Vienesa.

En aquel momento, tuve la seguridad de que Climent esperaba en La Vienesa. Me levanté y, dirigiéndome a la puerta, la abrí cediéndole el paso a Berta.

Caminábamos deprisa, ella colgada de mi brazo y haciendo carreritas para seguir mi paso. De la cintura se le desbordaba una amplia falda que batía en mis piernas gracias a su manera peculiar de coletear. Yo estaba hecho al equilibrio de Amélia.

La Vienesa era un establecimiento que estaba a cuatro pasos, casi desierto, con unas señoras tomando churros con chocolate.

Cuando Climent nos vio, señaló el reloj de bolsillo.

–¡Una hora, chica!… Hola, Pol, ¿y tú de dónde sales?

Ella tomó la palabra rauda, como para evitar mi versión:

–Nos hemos encontrado. No le entretengamos, Climent. Amélia lo reñirá.

Casi me empujó para que me marchara.

En casa, Amélia estaba en la salita sin hacer nada. La mesa estaba puesta.

–¡Uy, Pol! ¿Qué has hecho hasta tan tarde?

Le dije que me había encontrado a Berta.

–¿Te ha hablado del funicular?

–Quizá sí, no la he escuchado, Amélia. Me cansa.

–Quiere que un día de estos vayamos al Tibidabo. Le hace ilusión estrenar el carril que remonta la montaña y tiene ganas de que Climent se entretenga. Me ha dicho que hoy mismo se han vuelto a picar.

–¿Hoy mismo? ¿Cuándo has hablado con ella?

–Por teléfono, a primera hora de la tarde. Me invitaba a visitar el vergel del Tívoli. Le he dicho que no tenía ganas de arreglarme y que tú estabas en el Dux.

Entendí aquello. Por los alrededores del Dux no buscaba a Climent.

–Cenemos, por favor, Amélia, estoy harto de Berta.

25 DE MARZO DE 1902

Climent Cros, el ocupado fabricante de Sabadell, no pudo escamotear su asistencia a la celebración de las bodas de plata del matrimonio Filella, en La Garriga. Amélia y yo también estábamos invitados. Las amistades de los Cros y las nuestras convergían cuando se trataba de amigos comunes del barón de Juneda. El señor Filella era un sesentón acaudalado que a lo largo de su vida no creo que hubiera perseguido otro fin que escuchar música. Patrocinador de conciertos y festivales líricos, había enriquecido Barcelona haciendo venir orfeones, cantantes, violinistas y orquestas de fama mundial. Era fundador de un centro de acogida de músicos sin recursos y subvencionaba diferentes corales. En el trágico recital de piano donde Clara Darniu perdió la vida, él había recibido una esquirla de metralla que le afectó un pulmón. Desde entonces vivía apartado en la finca de La Garriga.

Nos recibió muy afectuoso, insistiendo en que nos quedáramos un par de días con ellos. Yo no lo conocía, pero a Amélia le afectó verlo tan envejecido y desorientado. Su mujer, pubilla de aquella vetusta casa Verdú, era una persona cansada y enfermiza, pero amable. Amélia y ellos se querían mucho.

Al parecer, la casona no presentaba en la actualidad la opulencia de épocas pasadas. Quizá se debía a la desgana; no podía ser que los Filella-Verdú fueran a menos. Ninguno de sus hijos vivía con ellos, pero ese día los había reunido a todos, con mujeres, yernos y criaturas.

La fiesta fue casera, casi campesina, con una mesa larga bajo los árboles y con buena parte de los habitantes de la población bailando danzas típicas en la explanada.

Nos apeteció quedarnos allí hasta el día siguiente para ir de excursión a la Font del Faig. Pero Climent tenía que estar en la fábrica a primera hora.

–Me voy ahora -me dijo en un aparte-. Tengo muchos conflictos. Lo leerás en el periódico.

–¿Tan serio es?

–Mucho. Mira, Pol, eché a diecisiete tejedores. Todo el mundo me aconsejaba que aflojara, pero cada uno tiene que afrontar lo que le cae. Bien, pues ahora resulta que los diecisiete estaban asociados. Pero yo tenía que poner orden en la fábrica y aquellos burros no podían seguir obstaculizándolo todo. «¿Por qué los despedís?», me preguntó alarmado el contramaestre, que siempre ha estado a mi lado. Le contesté que allí dentro quería orden. «¡El orden es la tiranía!», me gritó. ¿Entiendes, Pol? ¡La tiranía! Pues yo me pregunto: ¿qué puñetas es el desorden? ¿La gloria?

–¿Asociados dónde?

–En la Internacional de Trabajadores. Los protegen. También me desaprueba la gremial. Ellos no paran de pactar. Me llaman individualista. Pues lo soy. Quiero mandar en mi casa. Yo no estoy de acuerdo con el aumento de salarios. Nunca he sido mezquino, pero tengo que vigilar que mi caja no haga un paf, ¿entiendes?

Cuando se despidió del matrimonio anfitrión, Berta se mostró disgustada, porque tenía ganas de quedarse.

–Quédate tú, no hagamos un drama, Berta.

Y así fue como se marchó con dos hijos Filella, que también tenían trabajo. Nos quedamos Amélia y yo con Berta y tres parejas descabaladas.

Nos retiramos a dormir no demasiado tarde. A nosotros nos destinaron a una alcoba grande con balcón. Amélia lanzó una mirada recelosa alrededor. Adiviné que echaba de menos el bastidor de rejilla donde se escondía para desvestirse. No sabía desabrocharse la ropa delante de mí. El exceso de reserva que sufría hacía que me aguantara la risa; no reía para no abrumarla. He de confesar que yo no era audaz para instigarla y me hacía el ocupado, como si no mirara. Claro que, después de todo, sus rubores me deleitaban y nunca reducían el éxtasis donde nos sumergíamos cuando ni la luna, encerrada fuera, podía espiar el abrazo.

Como de costumbre, me desperté cuando amanecía y me deslicé de puntillas escaleras abajo. La puerta de la entrada ya estaba abierta de par en par. Fuera no había ningún mozo, todo quieto. Olor de prado y de flor de saúco.

Al otro lado de un llano de esparceta, un cañaveral estrecho iba marcando el camino hacia abajo, hasta el río. Bajé paseando. Eran unos rincones húmedos y mullidos, muy diferentes a la Serra del Monterol, áspera y sólida. Me senté al borde del agua a contemplar el sol naciente que se extendía con aquel deslumbramiento matinal que hace cerrar los ojos.

Detrás de mí, un ruido me hizo volver la cabeza. Creía que Amélia me había encontrado, pero era Berta. Me dio los buenos días riendo y vino a sentarse a mi lado.

–Te has levantado muy temprano -comenté disimulando apenas la contrariedad.

Ella se encogió de hombros mirándome de soslayo. Hasta un rato después no dijo, con la mano en la boca conteniendo la risa:

–Esta gente tiene unos colchones de arena. No he podido pegar ojo.

Me levanté despacio, sacudiéndome la ropa, y dije:

–Supongo que habrá desayuno para los madrugadores, ¿no?

–¿Tanto que he andado para encontrarte y ya nos vamos?

–Podías venir con Amélia.

–¡Si aún duerme!

–Pues corre, vayamos a despertarla.

Nos dirigimos sendero arriba a buen paso. Veíamos correr por la explanada a los nietos de los señores Filella. Sorprendentemente, Berta me cogió de la mano con mucha fuerza. Ponía esa cara de niña traviesa que está tramando una broma.

–Me gustas, Pol. ¡Eres un tipo fúnebre que hace perder la cabeza!

–¿Por qué no trajisteis con vosotros a los niños? ¿Aún los tenéis en los Salesianos?

Me soltó y se puso a correr gritando:

–¡Ahora tienes que recordarme a mis preciosos niños!

Ya nos encontrábamos en el prado de delante de la. casa. Desde allí vi que Amélia se había levantado y paseaba del brazo con la señora Filella por el porche ajardinado de cerca de los establos. Mientras caminaba hacia ellas, Berta atajaba deprisa en dirección a la casa.

La señora Filella, sin ser anciana, iba algo encorvada. Las acompañé a desayunar a las dos, una a cada lado, percibiendo el contraste de tan desiguales figuras femeninas.

La excursión a la Font del Faig tardó en organizarse; por poco no salimos a las dos de la tarde. El camino transcurrió a través de huertos. Las madres y las criaturas iban delante con Amélia y Berta. Las seguíamos el señor Filella y yo con un yerno y dos sirvientes que llevaban el cesto. De hecho, prometía ser un paseo aburrido. A mí me hubiera gustado llevar del brazo a Amélia. Estuvimos todo el camino comentando la mengua que sufrían los fabricantes desde la pérdida de los mercados de Cuba y Filipinas.

–Lo siento mucho por Cros -decía el yerno-. Ya no puede hacer bromas con su potencial financiero. Se está empantanando.

Pensé en Climent; él no mencionaba nunca que iba mal de dinero en efectivo, pero era evidente. Sabíamos que había contratado una hipoteca sobre las cuadras y los solares que poseía en los alrededores de Rubí. Era propietario de importantes inmuebles y tenía el aval del considerable patrimonio paterno, pero no contaba con liquidez y, en aquellos momentos, la necesitaba. «No puedo ir vendiendo todo lo que mi padre compró», dijo una vez, indignado.

La Font del Faig era una bonita explanada rodeada de bancos de piedra bajo un follaje espeso.

El señor Filella y yo, de rodillas frente al cesto, nos ocupábamos de seleccionar el vino más adecuado para el conejo a la brasa. Además de la humareda que nos venía a la cara, al señor Filella le dolían las rodillas e intentaba levantarse con gran dificultad. Lo socorrí con la destreza de cuando movía a Isidre. Al encontrarse milagrosamente en pie, me dirigió una mirada de reconocimiento.

–Estoy comprobando que usted es un hombre íntegro -me dijo sonriendo y presionándome el bíceps-. Me satisface mucho haberle conocido, de verdad, y quiero hacerle constar cómo le aprecio que haya sustraído a la baronesa del doloroso memento. Bueno, ya reparten el conejo. Destapemos el clarete y el negro, que haya para todos los gustos.

Me metí dentro del círculo de señoras y me dediqué a llenar vaso por vaso. Aguantaba firme la ráfaga de ojos vivos que se me clavaban como agujas. Entre todas se iban desinhibiendo y me llenaban de cumplidos y bromas. Amélia se reía. Yo intentaba no ponerme demasiado serio, pues había oído decir que en mi cara escaseaba la sonrisa. Sólo me había faltado que Berta me llamara «fúnebre». ¿Qué le pasaba a Berta ese día? La bromista por excelencia no abría la boca.

Yo no podía decir si me quedaría un recuerdo satisfactorio de aquella salida por los andurriales floridos de La Garriga. En especial me había sobrado Berta. No parecía la de siempre. Mientras comíamos alrededor de la mesa de piedra, Amélia me dijo en un aparte:

–Berta no las tiene todas consigo. Se arrepiente de haber dejado que Climent se marchara solo.

–Debe de ser eso -repliqué yo.

2 DE ABRIL DE 1902

Me reconfortaba haber dejado reposar a los hermanos Guix de mi presencia durante unos cuantos días. Desde que me invitaron a jugar a billar, me había acogido a ellos casi obstinadamente. Temía resultar pegajoso, pero para mí era importante tener compañeros. No quiero decir amigos, sino alguien para salir a dar una vuelta o entrar en un café. Eso tan sencillo lo había echado de menos siempre. La amistad es otra cosa, amigos ya tenía; el primero fue el señor Isidre. La singularidad de mi vida campando solo por el mundo desde pequeño, no me había ejercitado en esa clase de relaciones placenteras que evitan que seas un salvaje. Ya bastante me costaba reírme. Había aprendido de todo, menos a reír. Tal vez un grupo de compañeros me habría enseñado. Bueno, los Guix tampoco se reían.

Eran las primeras horas de la tarde. En el balcón del Club Vilana me encontré a los hermanos esperando, silentes, inalterables, apoyados en la barandilla con una copa en la mano. Parecía que siempre estuvieran allí. Ellos sólo trabajaban por las mañanas. Compartían el estudio en una buhardilla acristalada de la Gran Vía Diagonal, cerca de casa.

Aquellos dos tipos me contagiaban su seguridad. Nunca se les veía perdidos o titubeantes. No abundaban en elocuencia ni en formalidad porque no les daba la gana. Ellos fueron los primeros en darme a entender que no hacía falta ir por la vida con la sensación de ser un mochuelo.

–Temíamos que no volviera nunca más -dijo el mayor.

–Podían jugar sin mí, ¿no?

–Estamos hasta las narices uno del otro. No nos tiene que fallar, Pol. Usted es nuestra pluralidad.

–No creía resultarles tan básico.

–Pues sí. Bienvenido y no nos deje más. Éste y yo somos dos abominables misántropos y usted nos salva. Nunca habíamos tenido un compañero.

7 DE ABRIL DE 1902

Estaba apoyado en la entrada de la Pensión Delicia, donde había un chiquillo limpiabotas que, ahora un pie ahora el otro, me dejaba el calzado flamante. Yo llevaba zapatos finos, de piel, con lazos. Desde que estaba casado con Amélia intentaba no desmerecerla en elegancia.

Tenía el periódico abierto y leía una crónica de Maria Serret. Escribía bien, pero más que nada se limitaba a señalar el avance de la mujer en todo el mundo. Inglaterra ya contaba con una doctora en Derecho. En la Universidad de San Petersburgo existía una profesora de Química. Y en Noruega se habían nombrado dos consejeras municipales, dos. Seguía una lista de bastantes cargos ocupados por mujeres en Estados Unidos y en Rusia. Evidentemente, sorprendía la propagación.

Cuando entré en casa, Amélia me dijo que acababa de hablar por teléfono con el señor Jaume, que se encontraba en la torre de Sarriá.

–Ha ido al archivo por una procura que tiene que presentar ante el notario de Sant Cugat hoy mismo. Tiene prisa y no vendrá por, aquí. Dice que tienes que ir a la torre antes de final de mes para firmar unos documentos que te ha dejado sobre el escritorio.

–Ya me lo comentó. Iré esta tarde.

Cuando sobre las cuatro ya me esperaba el coche, sonó el teléfono. Amélia se puso al aparato. Me esperé por si fuera el señor Jaume otra vez.

–¿Diga?… ¿Diga?… ¡Central!… ¡Sí, soy yo!… ¿Con quién hablo?… ¡Yo misma, diga!… ¡Central!… ¡No corte, por favor, no corte!… ¡Central!… ¡Por favor, no oigo nada!

La pesadilla de siempre.

–¿Diga?… Central… ¡Ahora! ¿Sí, cómo va?… ¿No me oyes? ¡Yo sí, habla!

Mucho rato en silencio con movimientos de cabeza afirmativos por parte de Amélia. Parecía ser que al otro lado hablaban y hablarían. Yo con la mano en el picaporte, y el coche abajo.

–¡Uy, sí! ¡Mira, esta tarde mismo! ¡Ahora va para allá! ¡Sí, sí! ¡Te lo juro!… ¡No te oigo! ¿Cómo?… ¡Mejor dejémoslo! ¡No te entiendo nada! ¡De acuerdo, de acuerdo!… ¡Eso! ¡Cuando haya mejor comunicación!… ¡Venga, adiós! ¡Ya nos veremos!

Colgó el aparato exhausta.

–¡Era Berta! ¡Quiere aquellas fotografías de sus niños vestidos de pirata que se quedaron en algún cajón de la torre! ¡Búscalas y tráelas, no te olvides, por favor!

A las cinco de una tarde sin sol, al entrar en aquella avenida de Sarriá de perspectiva recta, me pareció descolorida, estática, con transparencias de acuarela. Jamás había visto un paisaje natural que pareciera una pintura.

La torre Darniu rodeada por el enrejado de lanza era un monumento de fábula dormido dentro de un parque, o acaso embalsamado. No necesitaba llamar, sino que entraba por el portalito de hierro de la fachada lateral y accedía directo a mis habitaciones. Avisaba de que era yo quien se movía por allí. El escaso personal me resultaba prácticamente desconocido. Solía asomar la cabeza un hombre vestido de terciopelo más cercano a un campesino arreglado que a un criado de casa buena. Era brusco. Nada que se pareciera a los selectos y arrogantes domésticos del pasado.

Antes que nada, me dirigí al gabinete donde estaban los cajones con montones de tarjetas y retratos. Una vez rescatados los dos piratas con bicornio y calavera, fui a atender mis asuntos.

Estaba leyendo y firmando las hojas que el señor Jaume me había señalado, cuando se me presentó en el despacho el servidor de la chaqueta de terciopelo.

–Con permiso. La señora que espera ya está aquí.

–¿Qué señora?

–No me ha dado su nombre.

–No espero a ninguna señora. Debe de preguntar por otra persona.

–Me ha dicho el señor Pol Masats.

–¿Y quién sabe que estoy en la torre?

El hombre y yo nos miramos desconcertados.

–¿Cómo es esta señora?

–Joven y rubia, ropa buena. No es del pueblo.

–Veámosla. Dígale que pase… ¡Espere!

Mis ojos habían topado con los piratas de allí encima y tuve un presentimiento.

–¿Ha mencionado un retrato?

–No, señor.

–¿Dónde espera?

–La he hecho pasar a la antesala.

–Gracias, iré hacia allí.

Aunque se me había alterado el ánimo, intenté centrarme y continuar mi trabajo. Quería ultimar el encargo del señor Jaume a pesar del tiempo que la visita tuviera que esperar sentada. Tal vez me gustaba tardar.

Ya con todo listo salí del despacho.

Me detuve frente a la antesala. Me sentía incómodo. Joven y rubia. Meditaba deprisa. No era posible. Desde Sabadell a Sarriá no hubiera tenido tiempo…, siempre y cuando no hubiera llamado a nuestro piso encontrándose ya en Barcelona.

Abrí la puerta.

Era ella. Berta aparecía acostada sobre los cojines. Se había quitado sombrero y capa. Incluso el pelo lo llevaba suelto en una melena dorada. La estancia olía a esencia.

No me acordé de saludar. Estaba parado junto a la puerta, indignado.

Ella exclamó:

–¿Soy o no soy una sorpresa?

–Eres una impertinencia, Berta.

Enarcó las cejas.

–Ya me esperaba una salida tosca. ¿Y a ti qué te pasa?

–A mí nada. Detesto tu audacia. No te he citado aquí como has dicho, en una torre deshabitada.

Se incorporó con lentitud, mirándome con sorna. Juntando las manos sobre las rodillas, con el cuello estirado como hacen los gatos al acecho, dijo:

–Déjate de formas. Tú y yo no las necesitamos. Estoy aquí porque estamos solos. ¿Qué otro sitio mejor? Sácate el oro de caballero y sé el macho que volvía locas a las criadas. Conozco algunos episodios, Pol. Yo ya te veía cuando podabas árboles. La única que entonces no tenía ojos era la Bella junto al Ilustre. Entiendo que, habiéndotela ganado, ahora no la quieras arriesgar. Pero Amélia no es mujer para complacerte, excepto por su brillo de mármol. Es un mármol, ¿no? Ya te supongo con la táctica aprendida. La romántica restricción, la mesura, la persuasión gentil. Seguro que ella se deja adorar sin bajar del pedestal. Aún no le has visto un pie. También la conozco. Buena seguidora de la pedagoga católica Julieta Setó con sus teorías sobre la unidad de pareja.

Me dolía hondamente que aquella requisitoria saliera de boca de una amiga.

Lentamente, dije:

–Tienes una visión deformada de Amélia y de mí. Puedo disculparte porque debes de sufrir una ofuscación mental. Por amistad y por respeto, yo no podría meterme en las intimidades tuyas y de tu marido. Toma ejemplo, por favor.

Me miraba fijamente, con la boca entreabierta. Avancé unos pasos hacia ella.

–Por favor, Berta, basta de acoso. Sal de este sofá y di que ha sido una broma. Te aceptaré la explicación.

Pero Berta no se acogió a la salida que le ofrecía. Dejándose ir hacia atrás, extendió los brazos hacia mí.

–Por favor, ven, no te hagas más el San Pol de la Serra. Ahora ya has quedado bien riñéndome un poco.

–¿Por qué me catalogas de esta manera, Berta? La única mujer que he amado en mi vida ha sido Amélia. No cuenta que alguna criada se haya comportado como ahora haces tú.

Me miraba irónica, como superior.

–Eres adulto, amo de ti mismo. No hace falta que te dominen ataduras establecidas, sino los latidos de tu sangre. ¿Quieres o no quieres? No creo que seas indiferente. Te contiene un prejuicio. Nada más. A los hombres y a las mujeres nos arrastran las apetencias, no la religión, ni la legislación, ni la educación, ni la sociedad hipócrita que nos marca la raya que no podemos pisar, al margen de nuestros instintos naturales y legítimos.

–Yo doy preferencia a los sentimientos. Soy fiel a Amélia porque la quiero. Es ella la mujer que me tiene enamorado. La pasiva, honesta, dulce mujer con quien comparto la vida y el alma. Tú de todo esto no sabes nada. Tú vas a la explosión del deseo, sin el puntal del amor.

Berta respiraba agitada. Se levantó y saltó sobre mí. Enroscándoseme al cuello, me dio un beso enloquecido. Intenté apartarla. Nunca había previsto aquello. La cogía por los brazos y forcejeaba rabioso porque me estaba tirando de la ropa. Empapado, con el pelo en la cara, de un empujón me deshice de ella.

–¡No quiero, Berta! Espabílate para salir tal y como te has espabilado para entrar.

Abandoné la antesala precipitadamente, arreglándome camisa, chaleco y todo el desorden. Una vez en mi despacho, permanecí un rato calmándome, atento a cuando oyera la puerta de hierro del jardín indicando que Berta se marchaba.

***

Durante el trayecto hasta Barcelona, abatido en el asiento del landó, iba pensando cómo tenía que enfocar la situación ante Amélia. Era ingrato por todos lados. Una cosa me quedaba clara: totalmente al margen de aquello que pudiera suceder o no en el matrimonio Cros, yo no ocultaría un incidente de aquella clase a mi mujer. Sobrepasaba los límites de la mentira piadosa. Si aquello se quería tapar, podía enquistarse y provocar en cualquier momento un equívoco devastador.

Realmente, si determinadas camareras de ayer no habían encontrado en mí una resistencia espartana, la situación no admitía comparación. Yo no era entonces un adulto, ni un hombre casado, sino un sonámbulo solitario. Pero jamás hubiera supuesto que aquellos anodinos patinazos míos ahogados en la discreción rigurosa de la torre Darniu hubieran podido llegar hasta Berta. ¿Podía ser que me acechara desde hacía tanto tiempo?

El landó se detuvo frente a casa y subí las escaleras encogido.

En cuanto abrí la puerta del piso, casi choqué con Amélia y la señora Pujolá, las dos muy arregladas, con sombrero y abrigo.

–¿Dónde vais? – exclamé sorprendido.

–Acabamos de llegar -replicó Amélia-. Nos hemos ido detrás de ti y volvemos delante de ti.

Me quedé unos momentos perplejo, quizá alarmado, mientras la señora Pujolá desaparecía con los abrigos.

–¿Detrás de mí? ¿Quieres decir a Sarriá?

Amélia negó con la cabeza.

–He tenido que ir al médico, Pol.

Así, de golpe, la noticia me alteró el ánimo.

–¿Qué te ha pasado?

Se me lanzó a los brazos.

–Nada malo -dijo riendo-. Cuando se cumplan ocho meses tendremos bebé.

***

La alegría nos había enloquecido. Curiosamente, ninguno de los dos, abismados en la felicidad de un tiempo de matrimonio que se nos antojaba corto, había contemplado el resultado natural de un hijo.

En aquellos incomparables momentos no podía relatarle a Amélia la peripecia de Sarriá. Pero a mí no se me borraba del pensamiento. Le daba vueltas constantemente. Me amargaba aquellos hermosos días. Sólo pensar en Berta y en Climent, se me cortaba el hambre y el sueño.

–Pol, por favor -me decía Amélia-, estás hecho una cataplasma. Pareces tú el embarazado.

El domingo al mediodía, cuando llegué a casa con un pastel de nata porque parecía que Amélia empezaba con los antojos de pastel de nata, me recibió toda festiva.

–Se lo acabo de anunciar a los Cros -me dijo.

Me quedé clavado al suelo.

–¿Están aquí?

–Por teléfono, hombre. Se lo he tenido que decir a Climent porque Berta está en Tona con su madre. Dice que no se encuentra bien.

–¿No se encuentra bien quién? ¿La madre o ella?

–Ella. Tiene arritmia. A Berta le encanta tener arritmia. Al parecer, de pequeña, a cada rabieta perdía el sentido. Entonces obtenía todo aquello que le habían negado. Me da la impresión de que esa pareja no funciona en absoluto.

–¿Te ha dicho algo Climent?

–Oh, no, nada. Sólo hemos hablado de nuestra buena nueva.

–¿Pues qué te hace pensar que no funcionan?

–Es una sensación. Cuando Berta tiene arritmia y se va a Tona, malo.

10 DE ABRIL DE 1902

Coincidía que teníamos una de las usuales comidas que ofrecíamos a nuestros doctos amigos. Temíamos que fuera prematuro hacer el anuncio, pero no nos pudimos contener y se lo hicimos saber a los postres. Champán y gritos.

Maria Serret, autónoma, aparentemente desprendida de instintos maternales, se deshizo en risas y lágrimas. Yo nunca hubiera supuesto que aquella chica fuerte pudiera exteriorizar de manera tan estridente las emociones. Quizá los repetidos brindis la habían ablandado.

Maria Serret no era guapa, pero la energía de sus ojos, la seguridad en el hablar y la categoría de sus puntos de vista, imponían. En los debates entre nosotros empequeñecía a sus opositores, y si eran masculinos, salían por la tangente con ataques estrambóticos. Ella no se inmutaba.

–¡Hale! – decía cerrando los ojos-. Ya no os queda munición y tenéis que disparar con huesos de aceituna.

No era engreída ni autoritaria. Sólo tenía artillería, pólvora y puntería.

Se decía que el Guix mayor la pretendía, pero yo siempre había detectado entre ellos dos una amistad de mutua convergencia de ideales y punto. Tal vez el Guix mayor, observante de la imagen femenina romántica, se anonadaba frente a aquel físico realista, voluntariamente desprendido de todo coqueteo y adorno. En adorno, Maria Serret era ampliamente superada por muchas, incluso por la pedagoga Julieta Setó, que hacía milagros con la cosmética para atenuar la amarillez de su fisonomía seráfica.

Julieta Setó, casada hacía algunos años con Canalís, no tenía hijos por prescripción facultativa. Sufría una alteración renal que sólo los íntimos conocíamos. Abrazó a Amélia con ternura.

–¡Me lo tendrás que prestar para jugar! – le dijo-. Tanto si te lo crees como si no, nunca he tenido en los brazos un bebé. Tan sólo en casa se me pone en el regazo un gato de angora.

Mujer tierna, físicamente débil y con una contrastante fuerza moral. Llevaba un abultado moño de color castaño que le acentuaba la delgadez. Toda ella púdica, vestida con telas selectas de corte puritano. Era una reputada conferenciante. A Julieta Setó no se le descubría el encanto personal hasta que no se la había escuchado en una tribuna. A los numerosos asistentes que solía reunir les parecía poca cosa, pero cuando ponía fin a los razonamientos expuestos, los había conquistado. A compás de su voz melodiosa, emanaba de ella una feminidad, una sinceridad convincente que emocionaba. Con nosotros no era demasiado pródiga en palabras, más bien prefería escuchar, pero es cierto que a todos nos merecía interés cualquier intervención suya. Muchas veces, en la sobremesa, desaparecía hacia la habitación de la señora Pujolá porque ambas, fervientemente católicas, tenían asuntos en el Casal dels Desamparats. Refiriéndose al soso marido que tenía, una vez Sus, olvidándose de medir las palabras como era preceptivo en una diplomática de carrera, le espetó que no podía entender cómo demonios se había casado con aquel latoso descendiente del estado mayor carlista. Julieta Setó le contestó dulcemente que le quería. «Es un chico bueno y pacífico a quien un abuelo general y un padre brigadier han aturdido; sin mí estaría perdido.» Era, evidentemente, que el Casal dels Desamparats influía en la pedagoga.

La sobremesa de ese día especial fue larga. Pasamos a tomar café a media tarde, mientras que el matrimonio Canalís-Setó se despedía y también los hermanos Guix, acompañando a Maria Serret. A veces se me ocurría la idea de que los Guix, mayor y pequeño, se sentían imantados por aquella chica. Amor quizá no, pero ejercía en ellos una fuerza de remolino. Siempre rondaban a su alrededor.

En casa sólo quedaron el abogado y la diplomática y nos animaron para salir los cuatro a oír a la Filarmónica de Berlín al Teatro Lírico. Pareja culta y brillante que parecía estar más unida por las pasiones mutuas que por el matrimonio. Los dos amantes de la música, amantes de las ciencias, amantes de las letras y, de rebote, amantes el uno del otro.

El concierto fue espléndido. En el segundo acto, Melcior Malla, sobrino del filólogo, nos vino a saludar. Estaba afectado. Nos traía la nota triste de aquel día glorioso: el doctor Bartomeu Robert acababa de morir.

–Hace un cuarto de hora -dijo-. Aquí mismo, en el restaurante Pince de la calle Fernando, donde se celebra el banquete del Cuerpo Médico Municipal. Se ha levantado de la presidencia, ha dicho que no se encontraba bien y ha caído muerto.

18 DE ABRIL DE 1902

En una semana tuve que ir a tres entierros. Personas que me dolieron mucho. Ya no digamos la muerte del doctor Bartomeu Robert, presidente y miembro meritísimo de la Real Academia de Medicina y Cirugía de Barcelona, notable político, diputado en Cortes y destacada figura catalanista del siglo XIX. Aquel suceso produjo una profunda conmoción general. Fue un día gris. Las nieblas de duelo mojaron de lágrimas todas las calles de aquella ciudad que lo había celebrado como alcalde en una de las épocas más complejas. La espesa negrura de paraguas seguía a la carroza funeraria acompañando en el sentimiento a la misma Barcelona, primera huérfana.

También me afectó mucho la muerte del señor Filella, pues hacía muy poco que habíamos estado en casa Verdú atendidos por él y por su señora, quien ahora se quedaba sola, con una razonable esperanza de seguirlo pronto. El señor Filella había fallecido sentado en el balancín, escuchando una Tocata de Bach en el gramófono. Bach, pues, había sido el encargado de dormirlo en la trascendental Fuga.

El tercer fallecido me conmocionó de manera especial, por todo lo que había representado para mí aquel hombre humilde y estropeado que a lo largo de los años el azar me había hecho perder y reencontrar más de una vez. Se trataba de Soter, masovero de can Masats. Ahora ya no lo recuperaría.

La asistencia a los sepelios de Barcelona no me supuso ningún trastorno, pero para Soter tuve que desplazarme a Pella apresuradamente porque el aviso me había sido comunicado con retraso. De hecho, no llegué a tiempo. Una vez allí, el hombre roto que había trabajado toda la vida curvado sobre el suelo, siempre enfermo, yacía en la fosa beneficiándose ya del descanso eterno en aquel rincón lleno de hierba y de crucecitas de hierro.

La gente de can Masats se había quedado triste, un poco indiferente.

–Ha muerto como un pollito -me dijo la criada-. Durante dos días se quejó de dolor en el costado y acabó de trabajar temprano. Al tercer día lo encontramos acurrucado en el catre, ya listo.

Listos tres hombres rotundamente distintos entre ellos. Sólo la honra les había sido común. Y la manera fácil de dar aquel paso difícil.

***

Nicasi, sentado en el borde del abrevadero que había fuera, se puso en pie cuando me vio.

Teníamos que hablar. Con la defunción de Soter se extinguía toda clase de contrato. Yo había hablado telefónicamente con Jaume y él ya estaba de camino, pero me había recomendado que por mí mismo me asegurara de si me convenía Nicasi, quien podía ser confirmado en la sucesión o podía no serlo.

–Entremos en el porche y sentémonos -le dije-. Charlaremos un rato.

Pienso que no las tenía todas consigo. Acaso temía que le perjudicara no creer en Dios. Sabía bien que Soter se lo echaba en cara. Llevaba la ropa de vestir, no sé si como consecuencia de las gestiones funerarias en el pueblo o para causarme una buena impresión. Chaqueta marrón de terciopelo, calzón con medias blancas y alpargatas de cintas negras atadas tobillo arriba. Sano, sólido, con los ojos vigilantes. La abundancia de pelo rojizo le daba un aspecto bravo y, a pesar de ello, trataba de no parecer altivo.

No dijo nada, pero mostró con la cabeza que aceptaba con gusto mi invitación. Hacía una ligera mueca, como si no se atreviera a sonreír.

Una de las mozas nos había traído el porrón y una bandeja de nísperos.

Rompí el hielo hablando del engorde de los cerdos. Enseguida se soltó, revelándose muy hablador. La manera de expresarse era hábil. Mezclaba interjecciones ordinarias, pero no podía ser menos. Me explicaba ideas de mejora. Hacía propaganda de su aptitud. Yo ya sabía que tenía aptitud.

–Así que estarías dispuesto a tener la tierra como masovero.

–Ya lo creo.

–Las condiciones con Soter eran simples pactos verbales.

–Ya lo sé.

–Confiábamos el uno en el otro como si fuéramos de la familia.

–Y vos queréis saber si os podéis fiar de mí.

No contesté porque no hacía falta. Nicasi, finalmente, detuvo la mirada. La mantenía baja. Indeciso. Bastante rato callado.

Empezó a hablar sin moverse un ápice. Ni un gesto, ni un parpadeo. Tan sólo fluían de sus labios unas palabras opacas, que casi se perdían:

–De pequeños a vos os llamábamos el Bastardo. No importa, yo era el Cagaduro. Los niños nos las endilgamos así. Resulta que en la escuela de Pella el Bastardo se sabía la lección y el Cagaduro no acertaba ni una. Eso me cabreaba. Aun ahora hago los palos torcidos. Me daba cuenta de que os quería mal. Y yo no quiero ser malo. Me explico: tengo que demostrar que sin creer en Dios se puede ser bueno. La bondad no te la regala la Iglesia ni te la ganas a golpe de rezar. La bondad es tener entraña. Me explico: tienes que entender por ti mismo aquello que está bien y aquello que está mal. Has de poner a funcionar la chaveta. Los Diez Mandamientos que recitábamos en la parroquia no sirven de nada. Me explico: «Honrarás padre y madre», «No levantarás falso testimonio», «No matarás»… ¡Puñetas! ¡Si aún te tienen que decir esto! Las leyes, aunque sea toda la Tabla de las Leyes de Noé, quiero decir del otro, son papel mojado si cada uno no escucha la vocecita que lleva dentro. A vos os tenía ojeriza. Ahora os lo quiero decir para que sepáis con quién os las gastáis. Me explico: cuando vos os escapasteis con la pandilla de segadores, me alegró perderos de vista.

Hizo una pausa. Era como un reposo, como si no se atreviera a continuar sin saber si yo digería aquello. No había movido ni un dedo. Tenía la frente perlada de sudor. Me pareció que necesitaba alguna expresión mía.

–Nicasi -dije-, admiro que te me confieses, pero yo no soy un cura.

–¡No jodáis! Es que no quiero que os engañéis conmigo. En cuanto os vi llegar, ahora, ya mayor, vestido de señor, aún me dio un pinchazo. Pero reconozco que me merecía la lección. Ahora vos habéis pasado a ser el patrón. Sabed que os quiero servir. Me explico: si me dais la confianza, no os traicionaré nunca.

Poco a poco, dije:

–Podemos seguir con los mismos derechos y condiciones que con Soter. Ya sabes que prefiero dinero a fruto.

–Lo sé.

–La renta anual la podéis acordar tú y el señor Jaume. Ahora vendrá. Él me representa legalmente.

–Ya sé.

–Los beneficios forestales no los consideraremos incluidos en el contrato.

–Ya sé.

–Los términos de las revisiones, incrementos y todo lo que pueda llegar, cada cambio, tendrás que resolverlo con el señor Jaume.

–Ya sé.

Se me acababa la cuerda. Me temía que Nicasi ya sabía más cosas que yo.

Dije:

–Soter me había hablado del problema de los cereales. Decía que os sobraban.

–Exacto. Cuanto más recogemos, más difícil de transportar. Habíamos llegado a calcular si no sería mejor reducir los campos de trigo y poner olivera. Pero valdría un montón de dinero.

–Yo te ayudaría. Sólo querría saber qué pasa aquí con esto del movimiento campesino organizado.

–De momento, nada. Me explico: se encienden muchos petardos, pero fallan.

–Que no resulte que voy pagando mejoras a beneficio de los que me quieren quitar la propiedad.

–Por ahora, nada de eso. Lo que yo os digo es qué dentro de algunos años, sin que ni vos ni yo podamos evitarlo, la tierra acabará siendo del jornalero. La tierra tiene que ser para el que la trabaja.

–Mira, Nicasi, cuando el que hoy la trabaja mañana sea propietario, contratará braceros para que penquen ellos.

4 DE MAYO DE 1902

De vez en cuando, Maria Serret hacía unas alocuciones de estilo amistoso en el Centro Católico. No era nada de la categoría académica de Julieta Setó. Sus temas versaban exclusivamente sobre la negación mundial de las facultades de la mujer, considerada un ser humano de segunda fila, un trasto aprovechable para el placer y la reproducción. Amélia quería ir a oírla y hacía lo imposible para que a mí me entraran ganas.

–Está a cuatro pasos.

–En una disertación feminista no habrá hombres -alegué.

–Al contrario, se la dedica a los hombres. Tiene un vocabulario duro.

De que Maria Serret tenía un vocabulario duro ya me había dado cuenta cuando en nuestra casa puntualizaba determinadas cosas sin ambages: al pan pan y a la mierda mierda.

–De acuerdo, Amélia, pero en un local parroquial sólo podrá departir sobre la Virgen Santísima.

–¡No te creas! El señor rector le da plena libertad de expresión. Y él en persona afronta la reprimenda de la diócesis.

Cogiendo sombrero y guantes, dije:

–Venga, vayamos y a ver qué sale.

El local se encontraba en unos bajos que olían a húmedo. Todo era tan decrépito que Amélia me miró.

–Quizá no sea aquí, Pol.

–Queda claro que esto es un Centro Católico. Mira el estandarte con la Inmaculada.

La sala estaba en penumbra. Una sola bombilla colgaba sobre el estrado del fondo.

Deslumbrados por el sol de fuera, no veíamos dónde poníamos los pies y nos quedamos allí de pie, quietos, esperando. Tan sólo había una treintena de personas dispersas en las filas de sillas.

Inesperadamente se nos plantó delante Tulis, nuera de los marqueses de Bonavila. Lo llenó todo de perfume.

–¡Ay, qué contenta estoy de que hayáis venido!

Venga besos.

–¡Os entusiasmará! Cuánta gente hoy, ¿eh? Es que ofrecemos un plato fuerte.

Tulis llevaba un lío de flequillos y diademas en la frente que no dejaban ver si era bonita. Al parecer, su cara era estética a pesar de unos dientes montados.

–Señor Masats, por favor -dijo melosa-, no lo querría apartar de su esposa, pero hágame el favor, los caballeros allí, separaditos.

Los caballeros separaditos eran ocho o diez. Entre ellos Canalís, descendiente de la milicia carlista y marido de Julieta Setó. Nos quedamos allí discriminados.

Tulis suplicó silencio desde el rincón del estrado. Se me hizo extraño, pues nadie decía ni pío. Acto seguido apareció Maria Serret. Se apagó la bombilla. Ella gritó enérgica:

–¿Qué hacéis, chicas? ¡Luz, venga!

Se encendieron cinco bombillas en fila sobre la cabeza de la oradora.

Vestida de blanco. Se arqueaba hacia atrás; cintura estrecha y pechuga esparcida por todo el tórax. El cabello en frondosa escarola negra le enmarcaba una cara enérgica, de chico. Sin ser guapa, gustaba.

Su timbre de voz, tonificante y penetrante, enseguida te absorbía. Fue al grano, arrancando con un chorro de palabras contundentes y rápidas:

–El mundo es propiedad de los varones. No lo han hecho ellos, pero se han convertido en sus amos. Las mujeres lo habitamos sujetas a su servicio.

Con trazos generales, enumeró la situación de las féminas en las diferentes esferas sociales. Las de clase alta eran las menos perjudicadas, las mandaba el padre, las mandaban los hermanos, las mandaba el marido y tenían que dedicarse a la atención del montón de hijos. Adoctrinadas para ser esposas, madres y abuelas. De acuerdo que los hombres fueran esposos, padres y abuelos, pero también podían ser ingenieros, catedráticos, políticos, exploradores, médicos, militares, marinos y todo aquello que les diera la real gana, practicando deportes y otros divertimentos, con la tranquilidad de dejar a los diez o quince hijos en casa con la cónyuge, que para eso le habían hecho el honor de escogerla.

Cuando describía la vida de las obreras lo hacía con palabras descarnadas, de un realismo estremecedor. Esclavas para parir y para criar hijos. Tras salir de la fábrica, remendar, hacer la comida, limpiar mocos, lavar mierda y recibir las palizas de un borracho que tenía derecho a metérsele en la cama gratis.

Precisó que el hombre que iba con mujeres era considerado viril, y que la mujer que iba con hombres pasaba a ser una ramera. La pureza, la continencia y la fidelidad se cargaban a la mitad de la pareja. La moral se imponía, no a cada uno, sino a cada una.

Se extendió mencionando a mujeres históricas estigmatizadas, amantes, queridas o prostitutas, equiparándolas con los hombres históricos distinguidos y reputados que las mantenían. Salió una lluvia de nombres. La importancia de los ejemplos escogidos no hizo larga la relación. Eran biografías investigadas. La oradora se extendía en crueldades sufridas por cada mujer rechazada y vituperada públicamente, mientras que Napoleón, Nelson, Modigliani o el embajador ruso en Viena iban pagando facturas de joyería sin perder un pelo de prestigio. La compensación en especies por el favor y el deshonor. Ellas habían perdido reputación, amistades, hogares, maridos e hijos. Ellos lo conservaban todo.

Maria Serret no hacía el panegírico de las adúlteras, sino que se limitaba a comparar su desventaja en la sociedad por la exigua razón de tener órganos de hembra en lugar de atributos de varón. Lo dijo peor.

En la sala reinaba un silencio mortal. Las damas se habían encogido. Los caballeros sudábamos.

El trueno final lo soltó sin levantar la voz.

–Señoras y señores, no quiero acabar sin señalar que aquel que utiliza el insulto de hijo de puta, olvida que este hijo también tiene padre.

17 DE MAYO DE 1902

La jura del Rey provocaba un despliegue fabuloso de fasto y barullo en Madrid, mientras que en Barcelona se celebraba parcamente. Algunos balcones estaban adornados con tímidas colgaduras de representación española y en los edificios oficiales estaba izada la bandera oro y grana. Un arco de bombillas aquí y un gallardete allá. Al parecer, nuestro Ayuntamiento regionalista quería reducir el inicio del reinado de don Alfonso XIII a un tedeum, una retreta militar y ya está. Todo respetuosamente deslucido.

Amélia y yo, acomodados en la otomana del invernadero, rodeados de albahaca y macetas de hoja, no sabíamos si salir a dar una vuelta. Ella me dijo:

–Te da pereza, ¿eh? ¿Pero y si fuéramos hasta la Rambla de les Flors paseando? Hace un día bonito. La señora Pujolá me recomienda que estire las piernas… ¿No te parece extraño que Berta no haya dicho nada? Imagino que desde Tona lo tiene difícil, pero el anuncio que les hicimos merecía algún comentario. No sirve que Climent lo celebrara. Echo de menos alguna muestra de su parte. ¿Y si la arritmia le persistiera? Me preocupa.

–Berta no deja de llamarte por cualquier tontería. Supongo que incluso con el pulso desacompasado podría ponerte una conferencia.

–Precisamente me hubiera gustado invitarla el sábado a oír a Julieta Setó en el Teatro Tívoli. No me mires, Pol. Esta vez no te haré ir. Ahora bien, te aseguro que Julieta Setó es muy moderada y despliega argumentos importantes sobre la educación de los hijos. ¿Ya me tengo que empezar a informar, no? Creo que a Berta le convendría escucharla.

–A Berta los hijos le producen mareos.

–Por eso mismo.

–A ella no le gusta Julieta Setó.

–¿Es que se conocen?

–Dijo que tú eras tan estrecha como ella.

Me miró con los ojos como platos.

–¿Eso te dijo? ¿Cuándo?

–Cuando me quiso hacer suyo.

–¡Hale!

–Hablo en serio.

La rodeé por los hombros, le apreté los labios en la cara junto a la oreja sin que fuera un beso y, entre dientes, musité:

–No puedes fiarte de tu mejor amiga. Va detrás de mí.

Amélia se apartó para mirarme bien. Se daba cuenta de que yo no estaba bromeando.

–Pol, por favor, ¿qué pasa?

Yo dije:

–Está en Tona supongo que para estudiar qué cara poner cuando nos tengamos que enfrentar los cuatro.

Amélia adquirió una expresión grave.

–Explícamelo bien, Pol. No te entiendo.

–Apareció en la torre el día que fui a firmar papeles.

El resto me resultó fácil porque lo expliqué sin detallar, tan abreviado como me era posible. Amélia escuchaba paralizada, blanca y fría, preciosa mujer de nieve.

–¿Por qué no me lo has dicho hasta ahora, Pol?

En voz baja, le dije:

–Yo no quería sombras. Fue el día que te confirmaron la buena noticia.

Asintió con la cabeza. Miraba al infinito, inmóvil. Nos quedamos sin decir nada un buen rato.

–Esto es muy grave, Pol -dijo en un susurro-. Está loca. Me temo que Climent tenía razón con aquello de Italia.

Cerró los ojos y, con los dos dedos, se presionó las sienes. Como si de pronto se sobrepusiera, me miró y exclamó:

–Berta se ha hecho adicta al mundo de la broma y ha perdido de vista la realidad. Como la actriz cómica que al caer el telón sale a saludar al público y se le escapa sacar la lengua. ¿Y si todo fuera una farsa alocada sin mala intención?

–Jamás la había visto tan deliberada. Me sorprende que tú quieras buscarle una excusa.

–Me gustaría que fuera un momento de tontería sin más. Me preocupa Climent.

–¿Todo tu sufrimiento es por Climent?

–Es la víctima, Pol, ¿no te das cuenta? A ti y a mí no nos puede perturbar nada. Es esencial ahorrarle esto a Climent. Tenemos que procurar preservar la amistad.

–¿Y si a ella no le interesa la amistad? ¿Si Berta quiere reñir con todos, si quiere reñir contigo, conmigo y con Climent? No ha intentado ninguna disculpa. Ni una palabra.

Amélia se quedó pensativa.

–A veces he pensado que tiene celos de mí -dijo-. En una ocasión oí que me llamaba la Bella, a modo de mofa.

Yo no hice mención de haberle oído la misma palabra. La atraje hacia mí.

–Por ser Bella yo soy tuyo.

Se rió. Me pasó el brazo por el cuello.

Acabó bien. Más que bien.

2 DE JUNIO DE 1902

Hacía unos cuantos días que Sabina y el señor Jaume estaban en casa. No salíamos porque Amélia tenía algún que otro mareo.

Su silueta fina perfilaba una incipiente barriguita. Llevaba el cabello recogido en rulos atados, y con aquella bata que iba desde el escote hasta los pies, parecía una dama merveilleuse de estilo Imperio.

Amélia, Sabina y la señora Pujolá se ocupaban profusamente de la ropa del bebé, hasta el punto de que el señor Jaume y yo nos sentíamos solos. Habíamos optado, pues, por encerrarnos en el despacho a discutir sobre las nuevas tarifas de contribución dispuestas por Fernández-Villaverde, que se había visto obligado a la ampliación de los recursos de Hacienda tras la crisis colonial. Insistimos largo rato en los puntos más ásperos del fisco estatal, en las plusvalías de explotación directa y en los dolores de cabeza de los propietarios rurales.

En estas estábamos cuando sonó el teléfono en el gabinete. Cuando acudí, la camarera me tendió el auricular.

–Pregunta por usted el señor Climent Cros.

La noticia me cogió por sorpresa y me quedé con el aparato en la mano sin reaccionar.

Humedeciéndome los labios, dije junto al receptor:

–¿Cómo va, Climent?

Su voz, entre interferencias, me pareció ronca:

–Estoy en Barcelona. Quiero hablar contigo. No por teléfono, sino aquí en el Dux, ya sabes. ¿Puedes venir ahora mismo?

–¿Pasa algo?

–No quiero alarmar a Amélia. Pero sí, pasa algo. Te espero.

Colgó.

Yo seguía con el auricular en la mano, sintiendo que la corbata me apretaba el cuello.

Al señor Jaume le di las dos carpetas que me había pedido y le dije que tenía que salir un momento.

–Vuelvo enseguida. Me voy al Dux, donde me espera una persona.

–¿Traerás el pastel de nata para Amélia? Quiere que le pongan cerezas confitadas encima.

El café Dux no estaba lejos. Era mediodía. A esa hora el establecimiento estaba totalmente vacío. Me metí dentro. En los reservados no estaban las cortinas de antaño, sino que eran simples compartimentos. En uno de ellos se había metido Climent. Mantenía la cabeza gacha, con un gesto como si soportara un dolor físico. Tenía una copa delante.

–Gracias por venir -dijo sin mirarme.

Me senté. Enseguida exclamó:

–Por poco no mato a Berta.

Se hizo un silencio difícil.

–Hace más de seis meses, desde que regresamos de Italia, que entre ella y yo se acabó todo. Ya me entiendes. No la quiero en mi cama. Yo me temía que Berta tenía un lío. Yo me lo temía. Se ha hecho la enfadada una buena temporada. Se me escapó a Tona y la he ido a buscar para aclarar a qué juega. A ella no parece que le asuste nada nunca, pero esta vez tiene miedo de un escándalo. Tiene pánico. Ha sabido trepar socialmente a pesar de ser la mujer de un fabricante en lugar de la mujer de un barón. Ahora teme caerse de cabeza.

Se bebió la copa de coñac de un trago.

–Hice que la siguieran. Tengo un guardia privado para cuando hay alborotos en la fábrica. Se ha pasado semanas vigilando a mi mujer.

Me clavó la mirada.

–Se que fuisteis a la torre de Sarriá.

Asentí con la cabeza. Evitando alterarme, murmuré:

–No le des un sentido equívoco.

–¿Qué sentido, pues? Te escucho, Pol, habla.

Hablé pausadamente:

–Yo tenía que firmar unas pólizas en el despacho de allí, donde mi cuñado iría a recogerlas. Berta lo sabía porque Amélia acababa de decírselo y vino a buscar la foto de los niños. Nada más, Climent.

–¿Tan sencillo?

–Pues, francamente, quizá no tan sencillo. Su presencia no me sentó bien. Yo soy más mirado que ella. Le dije que era incorrecto coincidir solos en la torre. Me temo que fui brusco y se molestó.

Climent me había escuchado atento. Quién sabe si intentaba creerme. Se le veía pálido. Supongo que yo estaba como él.

Poco a poco, observándome con detenimiento, murmuró:

–Berta está encinta. Dice que es tuyo.

La proporción de la mentira me sorprendió. Se me quedó la boca seca. Entendí con crudeza lo que esa mujer había venido a buscar a la torre.

Haciendo un esfuerzo por controlarme, sin levantar el tono, dije:

–Se lo inventa, Climent. No tengo parte en el estado en que se pueda encontrar. No he tocado nunca a tu mujer. Soy fiel a la mía.

Estuvimos mirándonos fijamente un buen rato. Los ojos le brillaban como si los tuviera mojados. La desconfianza que se le traslucía me dolía profundamente.

–Eres sereno -dijo-. Lo llevas mejor que ella con su histeria. No me cuesta creer que la hayas trastocado. Dice que tú estás desinteresado, que te has acostado con ella porque eres un grosero vestido de señor.

No alteré la expresión. Acentuando cada palabra, dije:

–La calumnia es de demasiada envergadura y tú no puedes concebir que sea un montaje de Berta. Prefieres creerla.

–Los hechos, Pol. Tú entraste por el portal lateral y ella por la escalinata. Es un informe de profesional, válido para una querella por delito de adulterio. No la quiero cursar en primer lugar por la reputación de Amélia, por el respeto sagrado que le debo. Amélia debe preservarse por delante de nosotros. No quiero meter en la cárcel a su marido. De aquí que tampoco te rompa la cara. Que te quede claro que hemos acabado toda relación. A Amélia explícaselo como puedas, dile que nos vamos de viaje. No puedo seguir frecuentando tu casa.

–No tengo que disfrazarle nada a mi mujer, Climent. Amélia sabe mejor que tu investigador privado lo que aquella tarde no pasó en la torre. Y hoy mismo le detallaré el disparate de que me acusas. Tengo crédito delante de ella. Sabe que no soy el hombre que Berta quisiera que fuera.

Me miraba herido y vigilante. Estaba dubitativo.

–Delante de mis narices, Pol. Aquí en Barcelona me teníais sentado en La Vienesa mientras pasabais el rato en la taberna de citas de la esquina. En La Garriga con los Filella, os ibais solos al río cuando todos dormían.

–Si aquella tarde en la torre yo me hubiera liado con ella, en este momento me sentiría reo. Hubiera sido la mala jugada perfecta para señalar al padre de la criatura. Berta lo tenía todo previsto, Climent. Todo menos mi integridad. Le ha fallado el protagonista, pero ella tira adelante dejándome solo en la verdad. Si se plantea un cara a cara judicial, igualmente se me hará culpable a mí. Ganará la esposa seducida. Berta va muy preparada y a mí me falta entrenamiento para un combate tan sucio.

Me levanté.

–He sido demasiado considerado contigo, Climent. Te quería ahorrar que tu mujer se me ofreció como una ramera. Cree lo que quieras. Tengo a Amélia totalmente de mi lado. Te apreciamos. Siempre que salgas del error, nos encontrarás para recibirte.

–No te vayas todavía -profirió imperativo, también en pie-. Necesito que sepas la resolución. Yo asumo la paternidad. Nombres y apellidos. Por la familia, por el público y por la baronesa de Juneda. Es la versión que sostendré. Apréndetela. Y entierra al salvaje que escondes. Yo estaré al acecho.

De manera que le debería el favor de aligerarme la ignominia. Estuvimos un momento mirándonos.

–Berta te tiene preso en un doble engaño -murmuré-. Tú no eres el padre y yo tampoco.

Climent, lívido, no movió ni un músculo de la cara. Lo dejé allí sin que me hubiera creído.

Regresaba a casa como un autómata, alucinado por el nuevo episodio. Aún hoy se me hace extraño que de repente me encontrara dentro de la confitería pidiendo un pastel de nata.

–Con cerezas encima, por favor.

Me esperaban para comer con la mesa puesta. Amélia y Sabina insistían en la canastilla de patucos y gorritos. Vinieron a enseñarme una cosa con un lazo y yo la miré como si me admirara. El señor Jaume se reunió conmigo y, cogiéndome por el brazo, me llevó aparte.

–¿Qué te pasa, Pol?

No podía decir que no me pasaba nada.

–Me he visto con Cros, el fabricante, ya sabes. Tiene un problema con su mujer y no quiero decírselo a Amélia.

–Conozco desde hace años a Berta Cros, la fina humorista de los círculos distinguidos, atenta siempre a no pasarse de la raya… Pero si quiere, puede. Imagino que ha podido. Ya hablaremos más tarde. Vayamos a comer y hagamos que Amélia se coma el pastel a gusto.

***

En cuanto dimos cuenta de los postres, las mujeres se escabulleron a la habitación de la señora Pujolá con la obsesión de los vestidos para la criatura.

Al señor Jaume y a mí nos quedaba la tarde por delante. Me pareció importante confiarle el asunto. Todo, desde el principio, desde el beso intenso, para poder así situarlo en escena.

Me escuchó con atención. Yo me esforzaba en referirle las cosas sin intriga, tal como habían sucedido. El brioche en el café, la estancia en La Garriga, la absurdidad de la fotografía de los piratas… Detallarle la escena de la torre con el acoso de Berta y la pugna por sacármela de encima se me hizo enojoso. Tuve que marcar una pausa y encender un cigarrillo.

–Amélia está al corriente de eso -dije-. No le turba como a mí. Tan sólo le preocupa la afrenta a Climent.

El señor Jaume comentó en voz baja, casi para él:

–Berta estaba a medio urdir el pasatiempo cuando se le presentó de casualidad el retrato de los niños. Quererlo aprovechar fue una temeridad, ya que a ti no te tenía lo bastante atado. Cuesta entender que se precipitara de esa manera.

–No tenía tiempo. Ella y Climent no dormían juntos y le resultaba urgente señalar a quien la había dejado preñada.

Jaume se echó hacia atrás con los ojos desorbitados. Yo proseguí:

–No sé si callarle a Amélia la entrevista que acabo de tener en el Dux. Puede resultarle más dura que a mí. Usted juzgará.

Gracias a ser todo tan reciente, retomé el relato con precisión.

Una vez que llegué al final, el señor Jaume y yo nos quedamos en silencio, abatidos en nuestros respectivos asientos.

–No quedará así -opinó él finalmente-. Climent está obnubilado. Con la sangre caliente no puede discernir. Cuando reflexione, no dará veracidad a la locura de Berta.

–Tengo en contra que ella le ha encajado muy bien cada pieza. Mi versión no tiene consistencia. «Los hechos», me ha recalcado Climent. No puedo negar ninguno de los hechos. Y Berta sabe hacer teatro. Mire, señor Jaume, esa mujer me difama con convicción, se cree lo que dice, mis antecedentes la condicionan. Soy un simio con sombrero de copa que está conteniendo impulsos bestiales.

El señor Jaume se frotó los ojos, divertido a pesar de todo.

–¡Si le llego a prestar oídos, no te salvas ni delante de mí! No podemos negar que esa mujer tiene tretas.

–¿Pero por qué después de haberla mandado a hacer puñetas mantiene la porfía en mí?

–Lo había preparado tan bien, que opta por tirar adelante a despecho de fallarle la pieza principal. Le resulta una astuta inversión endosarte el fardo a ti. Arriesgando el prestigio de Amélia, tapa la boca al marido. Ya hemos visto: concede la paternidad… Y a propósito, chico, mientras tanto, ¿el verdadero padre dónde está?

–A mí particularmente no me importa nada dónde esté.

–Si ese fulano que no te importa nada apareciera, se te acabarían las músicas. Excluirlo es el móvil de Berta. No hay otra explicación. Caiga quien caiga, pero tapemos al amante.

Admití que aquello tenía sentido.

–Debe de ser algún intocable, señor Jaume, alguien preferentemente honorífico.

Asintió con un rotundo movimiento de cabeza.

–De momento, Pol, yo no le explicaría a Amélia el incidente del Dux. Déjalo pendiente a la espera de alguna otra reacción.

–Decírselo me cuesta y no decírselo también. Ella ya conoce la primera entrega. Si ahora empiezo a taparle hechos, le falto a la confianza. Pienso que sería mejor contárselo.

–Adelante. Seguro que tienes razón.

El señor Jaume se levantó.

–Son casi las seis. Me tengo que entrevistar con un notario. Tú ve a distraerte. No des más vueltas al asunto. Vete al billar como cada tarde. Un mal viento de fuera no puede perturbarte por dentro… Pero yo le ahorraría esta segunda entrega a tu mujer. No hace falta hurgar tanto. Ya es suficiente con que le hayas dicho cómo es su amiga. No la disgustes con el agravio de Climent. Tampoco es agradable escuchar la intrusión de otro embarazo. Sería una sombra. Y para Amélia todo debe ser claro y alegre hasta la gran hora. Y más allá, para siempre. Piénsatelo, Pol. Por favor, piénsatelo.

Me bebí de un sorbo toda la copa de coñac.

***

Cuando entré en el Club Viana, los hermanos Guix ya estaban eligiendo tacos.

Sólo de pensar que a aquellos dos compañeros correctos y decentes les pudiera llegar el rumor de que yo me entendía con una casada amiga de mi mujer, se me helaba la sangre.

–¿Qué le pasa hoy, Pol? – me dijo el Guix pequeño-. No acierta ni una.

–No estoy muy católico. Póngase usted, venga.

Se inclinó sobre el billar calculando todos los ángulos posibles. Concentrado y frío, hizo tacada en banda, la cuarta, quinta y carambola.

Era sensacional.

Él y su hermano estuvieron jugando absortos. Yo nunca era tan bueno como ellos, pero aquella tarde mis intervenciones fueron penosas.

–¿Qué hace, qué hace? – me reprendía el Guix pequeño-. Efecto bajo, afloje la mano de detrás. Ahora contra la amarilla, una, dos, tres y pica la roja. ¡Venga, hombre, ya lo tiene!

No lo tuve. La bola se me fue por donde le dio la gana. Cedí el sitio e hice que me sirvieran una copa en un rincón.

–¿Celebra sus pifias? – me dijo el Guix mayor.

Mientras observábamos las tacadas maestras del pequeño, me dijo:

–Usted, que tiene tierras y bosques, ya debe de saber cómo pretenden tratar a los terratenientes en Rusia, ¿eh?

–Pues no demasiado. Me queda lejos.

–Aquel Lenin, ¿sabe? Quiere la revolución en el campo. Quiere a los campesinos haciendo el trabajo con la hoz levantada.

Señalándome con la cabeza el billar, me dijo en voz baja:

–Fíjese cómo afina contra la blanca en una situación ajustadísima.

El Guix pequeño hizo la tacada con delicadeza. La bola, lenta y segura, recorrió su trazado y fue a tocar.

–¿Ha visto? – exclamó el otro, orgulloso.

–He visto. Lo acaba de fulminar como a mí. ¿No estaba deportado en Siberia, ese Lenin?

–Ya ha vuelto. Eso le da lustre. Cuando algún político sale del destierro, se ahueca como si le hubieran llenado la solapa de medallas. No crea que ése es un individuo de poco vuelo. Él tiene ideas. Su sistema es manufacturar proletarios. «Necesitamos proletarios», dice; «si no tenemos, los produciremos». Ya tiene un vivero lleno. Todos a medida, fieles a la propaganda socialista. Le urgen legiones de proletarios. Ha de aplicarlos a la lucha final. Quiere que le hagan al por mayor el trabajo que los terroristas le hacen al detalle. Lenin considera que tirar bombas en los tranvías es malgastar el tiempo. Recorrer las calles de Moscú con la bomba bajo el abrigo buscando el sitio adecuado para el desmenuzamiento, es cansado y aburrido y, encima, la gente se acostumbra. Quiero decir la gente que queda lejos de la explosión. Si pudieran reunir todo un regimiento de agitadores equipados y armados, mejor que mejor. La propaganda de una matanza haría furor mundialmente. Y Lenin está decidido a causar furor mundialmente. Ahora tan sólo quiere empezar por revolucionar a los campesinos mientras espera que los capitalistas extiendan y refuercen la industria. Una vez conseguida la prosperidad, será la hora de la revolución urbana, la confiscación y la repartición.

–A mí no me escandaliza Lenin -comentó el hermano pequeño, sin perder interés en la jugada-. Es un fenómeno nacido de los gritos de miseria que están resonando en la estepa del zarismo.

El otro replicó con calma:

–Ya sé que te has leído las crónicas del conde Tolstoi.

–Precisamente. El conde Tolstoi es un noble intelectual que ha escrito en los periódicos, fiel a la realidad. Su criterio imparcial ha denunciado el abandono del pueblo muriéndose de hambre, las desigualdades flagrantes en la Rusia pujante y absolutista, las injusticias sociales que perpetra la autocracia arrogante y enfermiza; nadie mueve un dedo para poner remedio al castigo que sufren los millones de mujiks enganchados al yugo. Todos sabemos que la Santa Rusia se está convirtiendo en un imperio económico difícil de igualar. Nos pone un ferrocarril transiberiano desde los Urales hasta Vladivostok, industria siderúrgica, fábricas de cueros y pieles, instituciones bancarias, producción de carbón, mil recursos mineros con metales preciosos y diamantes. Si Europa no se espabila, siempre será la atrasada. Bien, pues esa nación eslava gigante está enriqueciéndose con el sudor obrero. El brazo débil soporta jornadas brutales de día y de noche, sin un mendrugo de pan.

Los dos Guix hablaban educadamente, pero concisos y opuestos. No llegarían a la discusión, aunque resultaba justificada la prudencia silenciosa de siempre.

–¿No viene, Pol? Le toca a usted -me dijo de repente el hermano mayor.

–Les estaba escuchando.

–¿Quiere tomar partido a favor de alguno de nosotros?

–Ni en broma. Pero el tema me instruye. No sabía nada de Lenin y sólo conozco al Tolstoi de Guerra y paz. Tampoco me imaginaba que el zar de todas las Rusias estuviera sentado sobre un volcán.

–A propósito de volcanes -intervino el hermano pequeño-, supongo que sabe lo del Mont-Pelé, en Martinica.

–No me hable. He leído los titulares.

–Explosión lateral. Ha reventado la montaña entera. Bajaban volutas de humo ardiendo, creciendo monstruosamente hasta cubrir toda la ciudad de Saint-Pierre. En un minuto escaso, treinta mil personas muertas. Una estatua de tres toneladas de peso se ha ido volando hasta el mar. Iglesias, cuarteles, hospitales, todo arrancado de raíz.

El Guix mayor comentó, moviendo la cabeza:

–Lenin lamentará que la ciudad de Sannt-Pierre no estuviera habitada por capitalistas. El volcán le hubiera ahorrado tener que ocuparse. Eso me subleva, que no tengamos bastantes cataclismos naturales y que nos pongamos a hacer planes de carnicería revolucionaria.

Entró en el billar Canalis, con el periódico de la tarde desdoblado.

–¡Martinica, señores! – exclamó en lugar del saludo formulario-. El bosque tropical de la isla es un campo de ceniza. ¡Una columna de humo de cuatro mil metros!

Enseguida se le reunió el Guix pequeño, torciendo la cabeza para leer.

El mayor dijo:

–Les obsesiona esta tremenda erupción. A mí también, pero una mortandad de fuerza mayor me duele menos que un atentado contra un ser humano. No calibro la pérdida de una vida, sino la intervención de la mano criminal.

Se levantó y estuvo atento a la posición de las bolas sobre el fieltro verde. Me cogió el taco.

–Permítame sentenciar el partido. Usted hoy lo está estropeando.

Una rápida tacada directa a la bola y el choque fue pleno.

–¿Lo tiene alquilado, todo aquello del Alt Camp?

–En aparcería, más o menos. Podría decirse que trabajo en común con el campesino. Aporto el coste de la producción, ayudo en los adobes, herramientas y mejoras. No creo que riñamos nunca por el trato.

–Haga que los sindicalistas les calienten la cabeza con el acceso a la propiedad.

–Allí no se habla de eso, sino de una reglamentación de condiciones. Contratos escritos y eso. Es un intento a favor del jornalero y basta.

–Y basta no. Los comités revolucionarios no se ocupan para nada de la suerte del jornalero. Únicamente organizan a las masas para hacer una oposición frontal al Gobierno. Política descarada. Sea en el campo o en las fábricas, se busca un frente de insurrección. Tratan de aprovechar cualquier huelga, la de tranvías, la minera, la textil, la que sea. Violencia y muertos. Es un sistema. Si desde España se sigue o no la consigna de Lenin, la historia lo dirá. El ambiente de tumulto y desorden es embrión de revuelta proletaria. Cuando acude la Guardia Civil dicen que es dura en la represión. Cuando no acude, dicen que permite las matanzas. Hemos tenido hasta hoy cuatro, cinco intentos graves. Alcoy, Valencia, Madrid, Gijón y ahora Barcelona. Van probando. Mañana, pasado mañana, el año que viene, si no más, dentro de unos cuantos años. Acabarán cogiendo las armas para subvertir el orden. Si hay rey, pondrán República. Si hay República, pondrán comunismo. La cuestión es darle la vuelta a la tortilla. Los de arriba, abajo. Todo lo mismo, pero al revés, alzando como bandera a un obrero hambriento. Los militares resoplarán. Y entonces habrá un golpe de sable que partirá España por la mitad.

–Nuestra patria ya está acostumbrada a cuadrarse. Pronunciamientos y alzamientos: Espartero, Prim, Pavía, Martínez Campos e ir tirando.

–¿Y qué? Los golpes de estado se hacen soportables cuando acaban con un berenjenal libertario. Los militares tampoco me gustan. Pero confío en ellos.

–Por más que usted confíe, Dios nos libre. No hay bien que por mal no venga. Para nuestro Principado resultaría muy incómodo un golpe de sable, ¿verdad? No pegan las barretinas bajo el poder de unos centralistas obcecados. Enseguida nos pondrían un tapón en la boca para que no se nos escapara ni una palabra en catalán.

–Tal vez tenga razón. Podríamos escoger entre el tapón en la boca o el berenjenal libertario.

10 DE JULIO DE 1902