Paquita y Francesc Ventura,
Maria Teresa y Salvador Fité,
y Ramón Bielsa
PONIENTE
De este modo, los unos me habían dicho que yo había nacido el día de la Restauración borbónica, de la paz y del orden, mientras que los otros consideraban que era el día del golpe de estado reaccionario de los enemigos de la República y la libertad. No es necesario decir que la fecha era la misma, 9 de enero del año 1875, cuando don Alfonso de Borbón desembarcó en Barcelona, tuvieran razón los unos o los otros o no tuvieran razón ni los unos ni los otros, cosa que debía de ser la más aproximada.
Poco más había sabido yo de mi nacimiento. Total, que para colmo, el mismo día había muerto mi madre. No conocí a mi padre ni jamás nadie me habló de él, aunque se murmuraba acerca de algún libertario. Yo había oído decir que una de mis abuelas era cubana y que la llamaban la Barram, y que no había venido nunca a la Península. Tal vez mejor. De nombre me habían puesto Pol porque allí estaba la ermita de Sant Pol de la Serra. Al santo le debo haberme librado de llamarme Baldomero como Espartero, Amadeo como el rey o bien Juan como Prim, el héroe de la guerra de Marruecos. El apellido, por si alguna vez lo necesitaba, era Caselles, tal como se llamaba mi madre, Antonia Caselles, la criada de can Masats, hija de una criolla y de un muchacho cestero con malaria al que llamaban el Sucret.
Madre enterrada, padre desconocido y abuelos desaparecidos. Mi árbol genealógico era, pues, un solo brote que levantaba medio palmo del suelo a merced de cualquier pisotón. Fui un niño de todos o acaso de nadie. Las mujeres de la masía me daban las sopas mezclado con su chiquillería y me dejaban gateando en la era con la caca en el culo. Cuando tuve seis años, me pusieron a limpiar pocilgas de cerdos con un rastrillo y recibí los sopapos del masovero, que para desfogarse sólo me elegía a mí. Platos de patatas no me faltaban. Cuando iba a los encimares del Monterol con la piara, me llevaba pan con queso y la bota de vino. Me tumbaba sobre la broza dura llena de bellotas y, por entre las ondulaciones de aquellos árboles viejos, veía más allá la hermosura de los campos labrados, de un color pardo. Era tierra blanda y desgranada como pan de brisa. No tengo malos recuerdos de las cercanías del Alt Camp, salvo que me sentía solo en medio del ganado.
Fui a la escuela durante cuatro meses. Tenía que bajar a pie hasta el pueblo de Pella, que estaba a dos horas de camino. Algún que otro día me llevaba el esquilador en la grupa del burro. Los diecisiete chicos de clase me llamaban el bastardo.
El año 1885 se murió el rey y el amo Lau mandó que se rezara una oración de difuntos. Gori, el masovero, no quiso ir.
Apenas me estaba haciendo mayor cuando me fui con la cuadrilla de los segadores que emprendían camino hacia las tierras bajas. No creo que la gente de can Masats me echara de menos, porque pocos se habían dado cuenta de que vivía con ellos. No quiero decir que me hubieran cuidado mal. La masovera me lavaba la cara y me remendaba la ropa como a toda la tropa. Una vez me compró unos tirantes. Esos tirantes tuvieron la culpa de que me marchara. En la placita de Pella donde jugábamos a canicas, había un chico que tenía una colección de cromos. Al chico le gustaron mis tirantes e hicimos un trueque: yo se los daba y él me daba los cromos. Durante todo el camino de regreso a casa estuve contándolos. De tan contento me temblaban las manos. Cuando ya entraba en el condominio, me senté en el repecho. Mira y vuelve a mirar aquellas estampas de la conquista de las Américas. No me daba cuenta de que oscurecía. No oía que me llamaban. El masovero en persona vino a buscarme y de un cogotazo me envío a casa. La colección de cromos fue a parar a la basura.
–¿Y los tirantes, dónde están, eh, mal nacido?
Aquella noche decidí irme de can Masats. Cuando todos dormían, bajé de puntillas. La masovera se me presentó con un mantón sobre el camisón y la vela en la mano.
–¿Por qué quitas el cerrojo, Pol?
Era una mujer de pocas palabras y malcarada, pero más de una vez me había defendido. Recuerdo un día en que Gori, el masovero, me estaba dando una paliza y ella se puso en medio gritándole: «¡Lo vas a hacer trizas, maldito! ¡Con esta criatura eres una bestia!».
–¿No oyes lo que te digo, Pol? ¿Por qué abres la puerta a medianoche?
–Quiero irme con la cuadrilla de los segadores que acampan en el valle.
–No te querrán -dijo ella con desdén-. ¿No ves que eres un enano?
–Diré que tengo trece años.
La masovera me miraba de la cabeza a los pies.
–No sé por qué te vas al caer la noche como un ladrón si no te llevas nada. Coge el tapabocas.
Corrí a buscar el tapabocas, y cuando regresé a la entrada, la mujer daba la impresión de no haberse movido de allí, donde estaba en pie; a pesar de eso, me alargó un zurrón con un corrusco de pan, un puñado de avellanas y diez reales.
–Ten cuidado de que no te lo quiten -me dijo-. No seas bobo. ¡Hale, venga, vete!
Por eso digo que no se portaron mal conmigo. Nunca he tenido un mal recuerdo.
Habíamos empezado por la avena y la cebada y finalmente hacíamos el trigo. El día era largo y en todos los pueblos por donde pasábamos hacíamos refrigerios y jarana. Por dura que fuera la jornada, aquella gente robusta y juerguista no perdía jamás el buen humor. Cantaban y charlaban y se hacían pasar la bota. El trabajo no quedaba atrás, sino que competían entre ellos. Yo me sumé. Treinta y tantos segadores nos metíamos en los campos empuñando la hoz, a ver quién se afanaba más. La apuesta siempre estaba en pie. Y en un visto y no visto, conseguíamos una vasta extensión de espigas cortadas dejando un rastrojo igualado y corto como cabezas rapadas al cero. Aprendí a bailar coplas al son de la cornamusa, y también sardanas; las sardanas el domingo, en el pueblo, con cobla. Nos vestíamos de terciopelo, con faja roja y barretina enroscada. Había mucha gente joven, alegre y sana. Chicas espigadoras con ganas de festejar. Teníamos la piel tostada, por más que yo era oscuro de nacimiento como mi madre. Nos atiborrábamos de escalivada a la sombra de las parras y dormíamos sobre las balas de esparceta de los campos.
Al acabar las mieses de una campiña, nos poníamos en marcha en busca de un contrato nuevo, haciendo una fila de cantores.
La juerga se nos estropeó en el Pla de Manlleu cuando se sumaron forasteros a la cuadrilla, gentuza bruta venida del otro lado de los Pirineos. Bebían todo el rato. Hablaban chapurreando y de una manera obscena que hacía ruborizar a los campesinos castos. Conseguían que los siguieran mujeres que de día ataban gavillas y de noche dormían con ellos. Por más que todos sudáramos, nunca habíamos ido guarros como esa gente. Su comportamiento era extraño. Se peleaban entre ellos; se arreaban golpes brutales, manos en aspa pegando del derecho y del revés; se rompían narices y dientes, y al cabo de un momento se abrazaban y se emborrachaban juntos brindando a la salud de la France.
A medida que íbamos bajando, se nos sumaban más. Accedían a cobrar menos.
Cuando empezábamos otro campo, muchos de nosotros no cabíamos. Nuestra cuadrilla ya no parecía nuestra.
Yo trajinaba en la trilla mezclado con la chusma. Apenas quedaba nadie de las tierras altas. El gabacho que bieldaba conmigo no callaba nunca. Me enseñaba francés. No hacía más que recitar arengas de les enfants de la patrie, y en cuanto podía se escabullía. Cuando reaparecía y yo le preguntaba dónde coño se había metido, me decía: «He ido al cabinet d'aisances». Apenas lo entendía. «¿Y eso qué es?» «¡La meadora, allons donc!»
Durante las horas de la noche, con ruido de ronquidos, de maldiciones, de gemidos y vomitados, los pocos que quedábamos de la primitiva cuadrilla nos alejábamos asqueados.
Yo solía esconderme en el punto más elevado de los pajares; extendía el tapabocas sobre el heno y me dormía como un bebé. Una noche oí que alguien subía. Una de esas rameras me decía con un susurro: «Joli, mon chéri». A la poca luz de la mecha de sebo le vi una pierna cuando cruzaba la valla hacia mi lado. No me habría asustado de una mujer si no hubiera sido porque tenía pocos años y mucha vergüenza. Me deslicé por encima de las balas de alfalfa y me dejé caer al suelo haciendo que me siguieran chaqueta y hatillo. Sin decir adiós a nadie, me embalé piernas para qué os quiero en plena noche. Podría decirse que no dejé de correr hasta la comarca del Penedés, donde llegué en pleno septiembre, justo para la vendimia.
Poco se diferenció la vendimia de la siega, sólo que hacía fresco y dormíamos envueltos en mantas bajo los soportales de las plazas. No tardamos en ver que allí volvían a comparecer miembros de la pandilla extranjera. Eran como el pulgón. Les llamábamos la plaga gabacha.
Cada vez nos resultaba más difícil obtener un contrato. No había trabajo. Mucha extensión de viña estaba seca. Entre nosotros se hablaba en voz baja de la resistencia de los campesinos contra los terratenientes. Las cepas se secaban sin que nadie quisiera replantarlas. Era difícil saber quién condenaba las viñas, si los unos o los otros. Mientras nos calentábamos alrededor de una fogata, un hombre que se llamaba Soter dijo que las razones arrancaban del código civil del año de la polca, cuando habían inventado la ley de la cepa muerta. Yo estaba harto de oír hablar de la cepa muerta sin saber qué coño significaba. Mal que bien, me lo explicó: los campesinos habían plantado viña propia en tierras de otros. Sólo pagarían un impuesto a los propietarios y toda la cosecha sería para ellos mientras vivieran aquellas cepas, hasta que se murieran aquellas cepas. Aquellas cepas prometían durar cincuenta años. La cosa era sencilla, pero ellos la complicaron añadiendo tratos: Tú pagas las contribuciones, yo los abonos; tú los toneles, yo los portes, tú la bodega… ¿Y las granizadas, quién? ¿Y la filoxera, qué? Primero la carga de vino a siete duros. Después, mala cosecha, mercado francés perdido, la plaga, precios por los suelos, tributos altos. Más granizo. Pasaron años, diez, quince, veinte. Y aquellas cepas allí. Hasta que la viña empieza a morir. Pero no todas las cepas al mismo tiempo, sino de una en una, en largos intervalos. Media viña, tres cuartas partes. La ley no contaba con esto. Decía «cepa muerta» y basta. Entonces, ¿en qué momento los amos deben reclamar la heredad? ¿A la primera cepa muerta o a la última cepa viva? No se ponen de acuerdo; todos tienen razón; los unos pueden perder el beneficio de una vida de trabajo y los otros el derecho sobre las propias tierras. Empiezan las trampas. Aquí se injertan cepas viejas de manera que revivan. Allí se queman y se arrancan de raíz. Denuncias, litigios. Comités de resistencia. Agrupación de terratenientes. Vendimias protegidas por pelotones de caballería. Se mete la Real Audiencia de Cataluña, opina el Tribunal Supremo.
–¡Todo a hacer puñetas! – concluyó el hombre.
Se acostó y se tapó con el capote. Me resguardé a su lado. Aunque durmiéndome ya, le oía parlotear:
–¡La madre que los parió! Un hartón de comer uvas y tener cagarrinas por sesenta duros. ¡Maldito sea el día que me marché de la ciudad! ¡Allí sí que hacía pasta!
Aquellas palabras se me metieron en la cabeza y me desvelé. ¡Hacer pasta en la ciudad! Fue como si me diera una idea que a mí solo no se me hubiera ocurrido.
El tal Soter no tenía una sola noche tranquila. De repente se incorporaba y se alejaba a gatas. Regresaba y se dejaba caer, palpando para encontrar la manta.
–Me estiráis la mía -refunfuñaba yo-. ¿Dónde vais tantas veces?
–¡Al cabinet d'aisances, dónde si no!
Por Santa Catalina, a finales de noviembre, con un viento que cortaba y una escarcha que azucaraba las hierbas de los senderos, me encontraba en las Garrigues en la cosecha de la aceituna. Todos los que subidos a las escaleras arrancábamos, llevábamos medio ladrillo caliente dentro de la pechera e íbamos metiendo ahora una mano, ahora la otra, para no perder el tacto. Veíamos allí, haciendo guardia, a los campesinos con la escopeta y los perros.
En primavera íbamos hacia abajo, hacia levante, a recolectar habas por toda la huerta tortosina y ayudar en la siembra del arroz. Ahora en las masías no nos daban la comida. Y nada de dormir en los graneros rapiñando huevos. Los temporeros nos las teníamos que apañar fuera, en el pajar de la era, royendo un corrusco y oyendo ladrar a los perros toda la noche.
De este modo yo iba recorriendo el mundo mezclado con aquel montón de inútiles, teniendo siempre la sensación de estar solo. Solo y echado a perder, sin un instante de reposo ni techo seguro, ni mesa, ni cama, mal calzado y mal vestido, pasando calor y frío, con la barriga flaca y con unos hartones de trabajar que me dejaban doblado.
Otra vez hacia arriba por la ribera del Ebro haciendo trabajos de laya, hasta que llegó junio y la ronda de los segadores se volvió a organizar.
A la hora de ajornalarnos, las plazas del pueblo estaban a rebosar de hombres venidos del Bages, del Berguedá e incluso del Bajo Cinca. No eran temporeros sino mineros, trabajadores de fábricas y obreros que no sabían nada de la tierra. Los de siempre nos veíamos obligados a aceptar condiciones miserables. Los masoveros se habían enseñoreado de la demanda. Trataban a la baqueta. Ni bota de vino. A trabajar y a callar, y al más pequeño incidente, fuera. Había incidentes cada día, rapiña, disputas, amenazas.
Apenas empezaba la trilla del trigo cuando yo ya estaba harto de todo eso. Decidí no perder tiempo y emprender camino hacia las comarcas de viña. Era un largo trecho.
Por los pueblecitos que dejaba atrás no se veía un alma. La gente cerraba a cal y canto por miedo al saqueo. Para comer tenía que meterme en los huertos y atiborrarme de tomates. Por el lado de poniente se veía fuego. Ya hacía tiempo que incendiaban bosques. Era un final de verano pesado. A la hora peor del mediodía me tumbaba a la sombra de los albaricoqueros y recogía la fruta del suelo, llena de hormigas. Arriba, en los árboles, no quedaba nada.
Cuando finalmente llegué al punto donde me había propuesto y se abrían ante mí las pendientes del Priorat, me detuve, incrédulo. Una pandilla famélica de hombres ya cortaba uva. La plaga gabacha.
Huían a bandadas de Francia, donde la filoxera se había extendido. Todo el Rosellón estaba seco.
Nada de contrato. A precio fijo, a real el cesto.
Enseguida calé que la chusma encontraba trabajo y los catalanes no. Desaliñado como iba, me puse a chapurrear en francés. Dicho y hecho, me contrataron.
La recolección se hizo feroz. Nunca tenías el cesto lleno. En cuanto te volvías, mil garras lo apresaban y te lo vaciaban. Tiraban, agredían. Me tenía que defender a puñetazos. Las noches eran un ajetreo de pesadilla entre broncas y aguardiente.
El invierno de 1891 fue especialmente crudo. Tres palmos de nieve en las tierras bajas. Se decía que la helada había acabado con toda la huerta del Vallés. No se recordaba tanto frío a lo largo del siglo.
Yo me refugié en una casa de campo trabajando sin paga, sólo a cambio de un plato de sopa y un rincón en la chimenea. Cada noche rezaban el rosario y yo, hale, con las avemarías aguantándome los bostezos. Tenía tanta hambre que cuando daba el pienso al macho mordisqueaba las algarrobas.
Cuando regresé a los campos, las mieses estaban descuidadas, llenas de mala hierba. El abandono era intencionado. No por culpa de los arrancadores de cepas o de los terratenientes, sino que esta vez se habían revolucionado los jornaleros. Grandes cantidades de andaluces llegaban a las comarcas catalanas con hambre y furia. Se temía que resucitasen la mano negra.
Por la zona de Lérida se hubiera podido hacer algo si no se hubiera presentado un pelotón de agitadores armados con pistolas. Fueran o no fueran la mano negra, aquellos no se andaban con chiquitas. Nos hicieron recoger a todos e incendiaron las gavillas. Los masoveros se reunían en los contrafosos con escopetas, resueltos a defenderse. Resonaron estampidos de tiros. Llegaba la Guardia Civil.
Fui a parar a can Guim, en la Palma d'Ebre.
La vendimia ya estaba hecha. Nos admitieron para hacer caminos con las aportaderas. Fue curioso que al oscurecer, en medio de aquella retahíla de andaluces y franceses tumbados bajo el puente, acabara descubriendo una cara conocida. Una cara de la primitiva cuadrilla. Era aquel hombre que se llamaba Soter.
–¿Qué hacéis vos aquí? – le dije-. ¿No decíais que en la ciudad hacíais dinero?
El hombre se apartó la gorra de los ojos. Se me quedó mirando sin expresión. No parecía conocerme de nada.
–Hace tres años -añadí yo-, vendimiando en el Penedés.
–Ahora la ciudad es un estercolero -dijo medio dormido-. Toda Barcelona está patas arriba. Revueltas, huelgas, la tropa por la calle… Sólo nos faltaba Melilla. Los anarquistas no paran con los atentados. Yo me cago en los burgueses, pero no les pondría una bomba dentro de su casa. Tres muertos y seis heridos en can Vallromá, el día de la Purísima. Gente rica aposentada en San Gervasio. Hacían una fiesta y, hala, aquí tenéis el regalo: una bomba y todo a hacer puñetas.
–¿Entonces tampoco hay trabajo?
–Trabajo sí. Piden peones en el Ensanche. Pero yo no puedo. Tengo cincuenta años y estoy herniado.
–¿Qué es el Ensanche?
–Es que ensanchan, qué si no. ¡Aquel Cerdá tocado del ala! ¡Calles de siete varas! Todo como para gigantes. ¡No te jode! ¡Trabajo, sí, la madre que los parió!
–¿Por dónde se va a Barcelona?
El hombre me miró con los ojos medio cerrados y exclamó:
–¡Ahora sé quien eres! ¡El moreno del botijo! Pero estás cambiado. ¡Caray, menudo estirón! ¿No saliste de can Masats tú? Yo había trabajado como bovero allí. Conozco bien la Serra del Monterol. ¡Hablo de hace años, me cago en! ¡Cómo ha cambiado aquello! El otro día pasé. Entre el heredero manirroto y el dichoso Gori, todo se va al carajo… ¿No quieres volver a la masía?
–No tengo nada yo en la masía. ¿Qué camino lleva a Barcelona?
–No hace mucho estuvimos hablando con tu amo; no me refiero a Gori sino a Lau, como llaman al heredero Masats. Se lamentaba de que no hubieras vuelto por allí. Dijo que eres un desagradecido. Parece ser que en invierno te esperaban.
–¿A mí? Lau me ha mirado dos veces en su vida. Un año, por Pascua, me dio un trozo de mona, y otra vez me enganchó por los calzones a la romana que usaban para pesar los cerdos en canal. Dijo que me dieran más pienso, que estaba delgado.
–Tú no puedes acordarte de cuando yo trabajaba de bovero en can Masats. No tenía habitación ni soldada fija, pero me encontraba a gusto. Aquel carajo de Lau me quería de masovero. Entonces se metió por medio Gori y me lo jodió todo. Gori se quedó de masovero y a mí me despachó. A Lau le dolió. El otro día aún me lo echaba en cara. Yo le dije: «¿Entonces, si me queríais aquí, por qué no me poníais, coño? ¿O es que Gori tiene más cojones y os hace la ley a vos, que sois el amo?». Él se quedó impasible. Todo le importa un bledo. «El chaval de la Antonia -me dijo- es un desagradecido.» Eso dijo.
–¿Pero por qué camino se va a Barcelona?
–Los caminos no van; son carreteras. El suelo de Barcelona está todo empedrado.
–¿Subiendo por Montblanc?
–Abajo, perpendicularmente. Buena hora para irte a trabajar. Podrás estrenar la jornada de diez horas. Aquí sólo nos tiramos dieciocho porque la luz no dura más. No puedes ir a pie. Serán días y noches. Debes hacer trechos a caballo. El tren es caro. Mejor te irán coches de rúa. No hagas como todos, que llegan descalzos y llagados.
Barcelona me aturdió. No pensaba que fuera tan grande. Carruajes y ruidos, muchedumbre por los paseos, hileras de farolas, abundancia de establecimientos. Entierros con carrozas llenas de sedas negras y filas de caballos y curas y monaguillos y coronas de flores grandes como ruedas de carro, y el cortejo fúnebre que se alargaba con tartanas y con una multitud a pie que desfilaba durante media hora; yo no sé si por cada muerto hacían eso. Los grandiosos mercados estaban recorridos por paradas de verduras y frutas, de carne, de pescado, de cestos de aves de corral. Terneras enteras abiertas en canal colgadas de ganchos, barriles de arenques prensados, bacalaos secos, montañas de naranjas. Todo era distinto de los pueblos.
Enseguida se respiraba un aire de conflicto y anomalía. El ir y venir de caballería y tropas de la guarnición, restos de barricadas, edificios vigilados, pintadas de alquitrán en las tapias, pelotones con pancartas, vivan los unos y mueran los otros, batallones de soldados marchando hacia Melilla, armamento pesado tirado por mulas, sanitarios en carros con toldo blanco con una cruz pintada de rojo, filas de enfermeras y monjas. El puerto era una especie de zona dura y fría; el mar, de un gris enfurecido, producía una estridencia constante. Yo sólo había visto el mar una vez en la zona de Tarragona, azul y quieto, agradable de mirar. La parte de la ciudad donde hacían las obras del Ensanche causaba horror. Montañas de piedra y argamasa, tabiques a medio caer, vigas al descubierto, bloques y bloques de estructuras reventadas. No me contrataron porque sobraba gente.
Las primeras noches las pasé tumbado en los bancos de la calle. Después fui a parar a un albergue para peones. Me costaba un real y a duras penas me quedaba dinero. En Barcelona todo tenía que pagarse, aunque durmieses en la cochera.
Cuatro semanas recorriendo la ciudad de un lado a otro sin encontrar trabajo. Paro en las fábricas, huelga en el puerto, mendigos por todas partes.
Durante tres días hice viajes tirando de una carretilla de balas de algodón por unos caminos enfangados hasta una fábrica a orillas del río Besós. También carreteé cestos de husadas de una nave de telares a otra. Después, en el matadero, transporté barreños llenos de mierda tapándome la nariz.
Se me hizo urgente comprar ropa de invierno en los «encantes». El último duro.
Aquella Navidad de 1892 me la pasé sentado en las escaleras del Pla de les Comédies con una bufanda hasta la nariz, al lado de un mendigo tullido que tocaba el acordeón.
La gente transitaba bien vestida, hacia la catedral. Mis ideas religiosas eran vagas, pero el hambre me empujó a rezar: «Nuestro pan de cada día, danos Señor…». La oración dio resultados enseguida. De una mano saltó una pieza de dos céntimos y pude comprar un pan de salvado.
Cuando el frío aflojaba, a principios de marzo, se me presentaron algunas oportunidades. Recogí papeluchos en una explanada donde iba a celebrarse un mitin y acarreé tablones para montar las tribunas. Alineé hileras de sillas y con un bote de cola y una brocha pegué a la pared carteles de los Cafés Maracaibo. Me dejaban dormir gratis en un sótano lleno de cajas de sifones.
Tuve tiempo de conocer Barcelona. Comí caliente infiltrándome en la cola de huelguistas de La Naval, que esperaban el rancho en el local de beneficencia.
Por fin me quisieron en el Ensanche. No me lo creía. En el trozo que llamaban Gran Vía Layetana.
Si no hubiera estado acostumbrado a besar el suelo, poco hubiera aguantado aquello. Mal pagado y mal comido, estuve ocho semanas cogido a la pala. Nos facilitaban la comida, precio especial, cada día acelgas. Para cenar, un corrusco de mala gana. Los sábados me acercaba a la cantina de la Ciutadella y allí me hartaba. Cocinaban mal, todo recalentado; callos y asaduras. A veces les salía alguna comida buena. Un día me zampé un plato de arroz con fideos del que aún me acuerdo. Cuando acababa de trabajar y me tumbaba en el catre del cuartel, me quedaba plano como una coca. Ni me daba cuenta de los chinches y de la peste de aquel local. Era una especie de alojamiento improvisado para los trabajadores del Ensanche, hecho a base de puertas arrancadas y maderas; las aberturas estaban tapadas con lonas y cuando hacía viento se hinchaban hacia dentro. Había una gran cantidad de hombres en camiseta que roncaban y tosían, si es que no hacían nada más. La mayoría eran tísicos. Nos abrigábamos con mantas de la milicia. De madrugada, el sereno daba una palmada y todos saltaban. Nos íbamos, medio desabrochados, haciendo el pipí allí donde podíamos, pues todo estaba hecho una porquería.
Era una cadena sin final y no la sabía romper. Tal vez me diera miedo romperla.
Los chaparrones de abril empezaron. Y no paraban. A cada momento nos veíamos obligados a interrumpir el trabajo. Cuando no estábamos cogidos a la pala, no cobrábamos. Las fachadas a medio derruir no ofrecían cobijo. Toda la cuadrilla esperaba con capucha de saco y con el barro hasta los tobillos, amontonados bajo unas planchas de lata donde golpeaba el agua. Zona arruinada hasta donde llegaba la vista. Charcos, acequias, excavaciones inundadas, montañas de escombros, todo goteando, todo abandonado, todo solitario como si se tratara de un gran cementerio de esqueletos de edificios. Y el cielo allí llorando, sumiéndonos a todos en el valle de lágrimas.
Una tarde, al acabar de trabajar, fui a la fuente pública para enjuagarme y me tiré el agua por encima sacándome todo el barro.
Una anciana que iba con un botijo me alargó el faldón del delantal.
–Sécate la cara, hijo mío, que no pareces un cristiano. ¿No tienes otra ropa? Te buscaré alguna cosa de mi nieto. Es alto y guapo como tú, pero lo tenemos en Melilla. ¿Por qué te revientas aquí? ¡No, hombre! En la torre Darniu piden gente para cortar árboles. Allí tratan bien.
Recorrí la ronda oblicuamente y después ascendí mucho rato a lo largo de los raíles del tren por entre unos solares. Cuando llegué al tejar, torcí por la carretera de cipreses tal como me habían indicado y continué a la izquierda del cultivo de judías, ya fuera de Barcelona. Se tenía que atravesar un buen trecho de bosque donde se alzaban casas solariegas de estilo moderno con cocheras, silos y estanques. Eran propiedades ricas, mitad señoras mitad campesinas, como yo no había visto en ninguna otra parte.
Hacía más de una hora que andaba. Una vez en la cruz de piedra de los capuchinos, ya se veían las casas del pueblo de Sarriá.
No me costó encontrar la torre Darniu. En la avenida de árboles donde la propiedad comenzaba, había una aglomeración de gente esperando para que la contrataran. Las puertas de hierro estaban cerradas. No abrían hasta que en el campanario sonaran las ocho. Tuve tiempo de mirar la finca de los Darniu. Se veía una arboleda densa encerrada dentro de un enrejado poderoso que se extendía indefinidamente. Y nada más.
–Sólo necesitan dos -dijo alguien.
En la torre de la iglesia sonó la hora. En aquel momento, un chirrido de bisagras nos alertó. Las puertas se movieron y salió un individuo malcarado que nos hizo apartar del portal. Se produjo una oleada hacia atrás y, al instante, otra hacia delante. Nos encastrábamos los unos contra los otros desesperadamente. El individuo, rápido, enérgico, a empujones, nos fue haciendo pasar frente a él como si sólo nos contara. De un tirón, empujó uno hacia dentro. Nos apretujábamos, nos dábamos golpes, nos pisábamos los talones.
De pronto, recibí yo el tirón y me encontré en el interior del jardín con las manos en el suelo. Me habían contratado.
Cuando los empleados de la torre Darniu pasaron los cerrojos por aquellas puertas de plancha de hierro con barrotes de lanza, me sentí encerrado, muy encerrado, casi demasiado encerrado y, a pesar de ello, al amparo. El otro mundo, el que yo conocía palmo a palmo, acababa de disiparse definitivamente.
A una buena distancia del rodal de los señores había un cobertizo grande, encalado, equipado para que lo ocuparan los peones. Catre y manta, todo limpio. Barreño y toalla. Aseo con cortina. Incluso una mecha de esparto quemando noche y día para que pudiéramos encender caliqueños. Eso sólo se había visto en alguna cafetería de renombre.
El otro recién llegado y yo nos unimos a los siete u ocho que ya trabajaban.
Habían empezado aclarando ramaje. Enseguida el capataz me señaló a mí para subir a lo más alto de las copas con el hacha. Y yo, hacia arriba, rápido, para hacerme valer.
La jornada resultó extenuante. Troncos encabalgados, trama de cuerdas, balanceo, quebrarse de ramaje desmoronándose, esfuerzo sobrehumano para evitar el desplome de los troncos gigantes contra tejados y terrazas.
A la hora de comer, los peones nos juntábamos en los bancos de la mesa, cansados, con hambre. Buena vianda, plato fuerte y todo. Una granada de postre. Nunca nos faltaba nada.
–¿Quién diantres es ese Darniu? – comentó alguien.
–El amo de todo el Vallés -contestaron-. Tiene un empacho de dinero y, en cuanto puede, lo escupe. Mira cuánto le cuesta cortar cuatro árboles.
–Peor sería si nos pagara mal -comenté yo.
–Tú mejor que calles. Se te ve pencar a gusto, lameculos.
Yo ya sabía que era mal visto por los demás peones. Trabajaba deprisa por costumbre. Comprometía a los que querían holgazanear. A medida que se iba haciendo aquel clareo alrededor de la casa, a mis ojos se destapaba un escenario de leyenda. Fachada cuadrada y rojiza. Relieves de piedra sublimada por los siglos. Escudo nobiliario esculpido sobre el arco de la entrada. Escalinata ancha, ventanillas alargadas con cristales de colores. Aquella construcción antigua era de una dimensión, de una severidad y de un peso que no era posible imaginar que alguien la usara como casa. Aun así, vivían allí tres señores y dieciocho criados.
A los miembros de la familia sólo se les veía de lejos. Eran dos hombres y una mujer y llevaban luto riguroso. Después de comer, salían a tomar café a una terraza baja rodeada por cipreses recortados. Una especie de aire triste los hacía solemnes. No se oía ni una voz. Contemplaban en silencio la caída de los árboles.
Yo no me había fijado nunca en la gente de mi alrededor. Ni en el campo ni en la ciudad me había interesado por nada que no fuera mi tarea. A pesar de ello, en aquel parque impensado de Sarriá, como presa de una extraña obsesión, yo mismo me sorprendía desviando la mirada hacia los Darniu vestidos de negro. Desde lo alto de las copas se veía abajo el escenario de la terraza talmente como si estuviera en la galería de un teatro. Cuando a las cinco de la tarde una criada uniformada salía a preparar la mesita de la terraza, yo empezaba a prestar atención, como si el telón acabara de levantarse. Los tres personajes enlutados aparecían en escena y se aposentaban. Pero uno de ellos ya venía acomodado en silla de ruedas. Todo era irreal: el sol rojizo, el foro de balaustres y ciprés, el mantel de un blanco encendido, el refulgir de las teteras de plata, los tres actores recortados en sombras y contraluces. Protagonistas inmóviles, callados. Cuadro fijo. Tan inimaginable, tan diferente de los demás cuadros que hasta entonces yo había tenido frente a los ojos.
El domingo nos dispensaron de trabajar. Descanso dominical, dijeron. Toda una novedad.
Salí a la calle por el portalito del bosque y me fui a dar una vuelta por el pueblo de Sarriá.
No tardé en verlo todo; un puñadito de casas encaladas y llenas de hiedra, con parras y clavellinas por todos lados. Cuatro calles limpias y anchas descendían hacia la llanura enriquecida de huerto y zonas umbrías gracias al ramblazo de Vallvidrera. Una vinatería, un herrero, un horno de pan, la iglesia y, aquí y allá, alguna villa ostentosa y nueva, ajardinada, con pretensiones, pero que ni de lejos podía compararse con la monumental torre Darniu.
Me permití comprar tabaco, un peine y una gaseosa. Regresé pronto a la torre. Para entrar por el portalito había que dar un largo rodeo siguiendo el enrejado. En aquel lado no había vecindario sino cultivos. Llamé porque todo estaba cerrado como si se tratara de una prisión. La mayoría de los obreros estaba en el cobertizo jugando a dados. Yo no me detuve, sino que tiré parque arriba con ganas de explorar aquella floresta magnífica. Después de subir un buen trecho, me tumbé bajo un roble grueso que tenía un nudo donde podía apoyar la cabeza. Tanto me había alejado que me rodeaba aquella soledad mía; tenía la oportunidad de reposar cuerpo y alma. El sol filtrándose por las copas de los árboles llenaba el parque de rayas de luz al bies. Fui recogiendo las bellotas a mi alrededor y me las fui comiendo. No eran grandes y harinosas como las del Monterol, sino amargas. Aun así, me traían el recuerdo de aquéllas. Me daba cuenta de que aún era el mismo solitario que allí. Nunca había sentido calor humano que me hiciera verdadera compañía, pero no sufría por eso. Las breves amistades que hasta entonces había encontrado me habían resultado más bien cargantes.
Cerré los ojos respirando aquel aire silvestre. En ningún otro lugar de Barcelona había podido reencontrar el olor de los robledales de can Masats. No es que añorara, aunque sí me hacía pensar que después de tantos años de estar fuera de la masía todavía no había encontrado aquello que había ido a buscar. Pero tampoco sabía qué había ido a buscar.
Oí unas pisadas cerca y levanté la cabeza. La espesura de matas se abrió y apareció frente a mí una lavandera joven, arremangada de brazos, con un delantal mojado. Era extraña, una cara pequeña de grandes ojos inmóviles, ávidos. Su pelo parecía una estopa mal peinada.
Se detuvo mirándome, pero no con sorpresa sino como si ya supiera que yo estaba allí. De buenas a primeras, dijo sin alzar la voz:
–¿No tienes la tarea abajo, tú?
No sabía si me estaba riñendo. Yo apenas reaccionaba. Tan sólo hice el gesto de levantarme y ella exclamó:
–No tienes por qué moverte. Yo también descansaré.
Acto seguido, dio media vuelta recogiéndose las faldas y se sentó a mi lado. Allí nos quedamos los dos quietos. Yo aún no había abierto la boca y no tenía intención de hacerlo.
–Hace buen tiempo -dijo ella muy bajo.
Yo dije que sí con la cabeza y me deshice de una cáscara de bellota que tenía en la boca, para cuando tuviera que hablar. Pero volvió a hacerlo ella:
–Me llamo Balbina.
–Yo Pol.
–Tienes pocos años.
–Tampoco tú eres mayor.
Callamos y nos quedamos un buen rato en silencio. Yo cogí la gaseosa y se la ofrecí.
Bebió a sorbos, con la espuma resbalándole por el cuello. Me devolvió la botella medio riendo, secándose con la mano.
–Vivo arriba del todo, donde se acaba la propiedad. Crío conejos y hago trabajos para la señora. ¿Tú no te esquilas nunca? Llevas un mechón rebelde.
Eso me dio risa.
–Me habría acicalado de saber que me encontraría contigo tan bien engalanada.
–¡Uy, yo! A mí tanto me da tu melena. Pero la señora se alarma. Tiene miedo de que seas anarquista.
–¿Desde cuándo me mira la cabeza la señora?
–Señoras y criadas te la miramos mientras haces cabriolas en lo alto de los árboles.
Inclinándose hacia mí, al oído, añadió:
–Te invito a comer. El tío no está.
Le vi unos ojos brillantes como aceitunas negras y noté olor de sosa jabonera. En un principio, tuve miedo de no captar el sentido real de aquello. La miré con cautela. Ella, quieta, clavándome unas pupilas de hurón, esbozó una cierta sonrisa que sólo le hizo temblar las comisuras.
Hacía tiempo que no se me había puesto ninguna mujer en el camino, descontando alguna oferta espeluznante en los corralones del puerto, por donde yo había pasado cada día con los ojos bajos como un cura.
–Comida buena, no te creas. Vamos.
La lavandera vivía en una cabaña de rocalla de aspecto bucólico. Por dentro estaba ahumada y desordenada, con la cama deshecha y ropa por el suelo.
Balbina me hizo ir hasta el fogón y destapó la cazuela. El guisado era tentador. Cogió un pan blanco de doce libras y lo partió en rebanadas.
–Me lo trae el tío cuando baja a Barcelona. Y hoy tengo una tarta y vino blanco.
Puso la mesa con dos platos, no de cerámica sino de porcelana fina con ribetes de oro. Yo jamás había visto nada parecido.
–Me los regaló la señora.
–¿Cómo es la señora?
–Yo no la trato. Sólo le lavo las enaguas.
Se movía con lentitud colocándolo todo. Se sacó el delantal. Era de cintura estrecha y cuerpo carnoso, flojo dentro de la bata.
–Los árboles los hace cortar ella -explicó con su tono mortecino-. Hacían demasiada sombra y el médico dijo que al tullido le convenía sol. Dentro de la casa todo lo ha reformado. Rampas y puertas anchas para la silla de ruedas. Incluso ha querido un ascensor.
–¿Qué es eso?
–Vale una fortuna. En toda Barcelona sólo hay ocho. Es como un confesionario que sube y baja con la gente dentro, igual que el cubo de un pozo. Ahorra las escaleras.
–¿Y quién tira de él?
–Tal vez tiran de él los criados entre todos, digo yo, que eso pesa. La torrecilla agujereada de arriba abajo, con el aparato deslizándose por dentro.
–¿Quién es el tullido? ¿Su padre?
–Su marido. El medio Darniu que queda. Farfollas de todos los médicos y la pareja aún no ha estrenado la cama. Si no fuera triste, daría risa… Mira qué trozo te pongo. Cuando les lavo la ropa, me dan carne.
–¿Y entonces el otro quién es?
–¿Qué otro?
–El señor también de negro que siempre les acompaña.
–Es el administrador, viudo de la hija Darniu y cuñado del amo. Un don nadie. Lo metieron en la torre para que les llevara las cuentas y él se les casó con la chica. No es de estirpia.
–¿No es de qué?
–No tiene títulos. Procede de gente rústica, burgueses de pueblo. Trata a los criados como si no hubiera diferencia, habla con ellos, va en compañía del mozo de establo y esas cosas. Siéntate, que esto se nos enfría.
Era bueno. Lo acabamos en silencio, atentos al plato. Mondamos los huesos.
Toda la larga tarde arrastrando la pesadez de la comida. Balbina, a la chita callando, desplegó unos modales avezados, sin moderación, como si tener un hombre con ella formara parte de la comilona. Eché de menos la frescura de aquella otra del pueblo donde hacíamos tapones. ¿Cómo se llamaba?
El rato se me hacía pesado. Costaba decir hasta la vista. La chica de ojos fijos me retenía con una socarronería morbosa que empachaba.
–¿Tú eres gitano o qué? Tan tostado por el sol… Ríete un poco, va.
–¿Por qué tengo que reírme?
–Para verte estos dientes nuevos para estrenar.
–¡Venga ya, para! ¡Hace calor!
Ya tarde, ella misma se puso en pie y se estiró con pereza.
–Tendrás que largarte -murmuró-. Tengo miedo de que el tío suba.
–¿Vivís aquí los dos?
–Más o menos. Si le da por ahí, se queda abajo. Es el encargado de las caballerizas. Quizá lo hayas visto alguna vez, con bigote de estropajo y casaca de galones.
–¿Y dónde dormís, si sólo hay una cama?
Balbina se quedó un momento parada. Después se encogió de hombros y murmuró:
–Ya nos arreglamos.
Para largarme de la cabaña me hice de rogar menos que para entrar.
El capataz, desde abajo, no callaba:
–¡Hacia fuera! ¡No tanto! ¡Arriba! ¡Ahora! ¡Tira! ¡Más! ¡Basta!
A cada tirón, me veía descalabrado. Golpe de hacha, cuidado con la gárgola, que no se pegara más al canalón. La ropa se me rompía. Finalmente lo resolví con éxito: la rama se destrabó y de un contragolpe seco la hice caer, dejando intactos los motivos de piedra.
Me escurrí hacia abajo hecho un pingajo.
El capataz me esperaba con un vaso de cordial de parte del amo. De un trago me lo bebí todo, turbado. No estaba acostumbrado a las atenciones.
Ella se sobresaltó. Permaneció inmóvil con el libro en la mano y los ojos muy abiertos.
La situación paralizada duró unos segundos que se hicieron eternos.
–¿Dónde vas por aquí? – dijo con voz alarmada.
Yo no encontraba palabras. El aspecto de la señora me desconcertaba, me tenía atónito como si estuviera mirando una visión. Era una chica joven, muy joven, de cara delgada y bonita, blanca de piel, con el pelo negro, liso como un marco en la hermosura de aquel conjunto delicado.
Yo no había visto jamás tanta belleza. No pensaba que hubiera mujeres de carne y hueso con aquel semblante grácil y satinado de Virgen Purísima.
Sin poder articular palabra, se me ocurrió enseñar el botijo. A mí mismo me daba rabia sentirme tan encogido.
Ella movió la cabeza entreabriendo los labios como si quisiera sonreír. Tenía unos ojos oscuros y alargados. Un aire grave, acaso triste.
–La fuente está muy escondida -dijo con suavidad-. ¿Ves aquellos árboles? Hay un saliente de roca. El agua gotea por debajo.
Me costaba esfuerzo prestar atención. Yo no estaba acostumbrado a que alguien de ese nivel se dirigiera a mí.
Hice un gesto con la cabeza y me encaminé hacia los árboles, teniendo que pasar por delante mismo de ella.
Una vez estirado en el suelo al nivel de la roca, me costaba poner bien el botijo. El corazón me latía contra el musgo. La visión de la señora vestida de negro con la cara joven me deslumbraba como cuando incluso cerrando los ojos todavía ves brillar la llama. El agua estaba helada; me resbalaba por la mano y se me deslizaba por todo el brazo hasta la axila. Me estremecía, no eso, sino el horror. «¡Casada con un paralítico!»
Se palpaba consternación general porque era la última noche que cenábamos en la torre Darniu. Nadie decía ni pío. Yo también sufría desazón y un estado de ánimo doloroso. Ni tan siquiera podía imaginar hacia dónde guiaría mis pasos al día siguiente.
Me tumbé en el catre. Aquel rincón ya me era familiar. Al lado tenía una caja donde ponía el peine, la gaseosa, la navaja de afeitar y algunas herramientas pequeñas de trabajo: el hocino de cortar uva, la podadera para los olivos, también el cuchillo curvo para mondar corcho. Suerte que tenía escondido bajo los travesaños del catre un saquito lleno de monedas.
En la mesa larga del cobertizo ya sólo quedaban platos vacíos. La gente había desfilado en silencio para irse a dormir. Cuando apagaron la luz de gancho los alrededores quedaron oscuros, pero la luna llena enmarcaba todas las ventanas. También se veía la chispa encendida del pabilo que servía de encendedor.
Yo no podía coger el sueño. Nunca había tenido tiempo de pensar nada una vez tumbado en la cama. Incluso en los bancos de los parques me había quedado como embalsamado en el acto. Y aquella noche, en cambio, estaba extrañamente desvelado. Boca arriba con los ojos abiertos, con toda la percepción de sombras y claridades. Al día siguiente perderíamos para siempre los espacios magníficos de la torre Darniu.
Me senté, me medio vestí y, con las alpargatas a modo de chancletas, salí del cobertizo. La bonanza daba fe de junio. La luz de la luna lucía poderosa haciendo del bosque un escenario blanco y negro como un dibujo a tinta. Lentamente empecé a pasear colina arriba, arrastrando las cintas de las alpargatas. Con aquella pátina plateada se veía perfectamente, como si fuera de día. Ahora un paso, ahora otro, respirando la fragancia de la madreselva. Hacia arriba sin detenerme pero calmoso, plácido, en una despedida tranquila. El olor de los zarzales quemados me dio a entender hasta dónde había llegado. Había concierto de grillos. Cuando yo pasaba, callaban. Cuando callaban, se oía aquel dring fino, casi secreto, del goteo. Noté que me mojaba los pies. Cuando salté por el margen bordeado de menta, perdí las alpargatas.
Presa de una especie de encantamiento, me detuve. Delante tenía el chopo donde ella había estado sentada. Me dejé caer de rodillas frente a aquel tronco recto y blanco. La cabeza me daba vueltas. La canción de agua llenaba la noche. Una emoción jamás experimentada me hacía temblar. Una serie de oleadas de exultación y de inquietud al mismo tiempo me atenazaban; todo me daba vueltas. Tenía miedo de desplomarme sin sentido.
Nunca supe el tiempo que estuve allí descalzo y medio vestido. Fue como un sueño ferviente, placentero y voluntario.
Cuando el olor de la menta húmeda volvió a mí, me encontré de bruces contra el árbol, abrazado a él, con la frente marcada por los nudos de la corteza blanca. A mi alrededor noche, fronda y luna. Todo igual. Pero yo era otro. Ya había dejado de ser el muchacho solitario que no necesitaba a nadie.
El capataz, serio, afeitado, con la garibaldina de vestir y con la llave en la mano, pegaba los ojos al enrejado como asegurándose de que no se quedaba ninguno dentro.
Cuando salía yo, noté cómo su garra dura me retenía por el brazo.
–¿Vuelves a las obras del Ensanche?
–Ya veremos -contesté.
–¿De dónde eres?
–De la Serra del Monterol, en el Alt Camp.
–¿Jornalero de la sierra?
–Eso.
–¿Tienes ideas políticas?
–No tengo ideas políticas ni soy anarquista ni arremango monjas.
Él seguía huraño, pero no parecía enemigo.
–¡Me cago en la puñeta! Tampoco creo que seas una mosquita muerta, pero trabajas bien. Vuelve dentro y llama al portalito de servicio. Los señores Darniu buscan un guardabosques y te han señalado.
La colilla se me despegó de los labios y se me cayó al suelo.
–¡Míralo! – dijo en cuanto me vio-. Hace media hora que te esperan. Pasa dentro y sígueme. Me llamo Pepet. ¿Y tú?
–Pol, servidor.
La voz me había temblado. Sentía una desazón interna, como ganas de reír y llorar.
Ya dentro del recinto de la torre, rodeamos todo un patio enlosado por debajo de un pórtico. Se oía el relincho de un caballo en los establos del fondo.
–¿Quién me espera? – pregunté-. ¿El señor Darniu?
–¡Anda ya! ¡Cómo va a esperarte el señor Darniu!
Sentí haber motivado la burla de aquel palo de escoba.
Entramos en el edificio por la parte trasera. Corredores y habitaciones vacías hasta llegar a una sala espaciosa, encalada, con embaldosado brillante blanco y negro. Aquel lugar tampoco estaba amueblado, exceptuando un banco pegado a la pared y una mesa larga y severa como si se tratara del refectorio de un monasterio. Había una serie de puertas a cada lado. Me parecía todo de una austeridad deshabitada y religiosa. Ya me suponía que nos encontrábamos en las dependencias de tercera fila.
El mozo se detuvo frente a una de las puertas. La luz caía de una claraboya lateral y le provocaba una transparencia roja en las orejas. Tras llamar, me dijo que entrara yo solo.
–Te recibirá Lluciá, el mayordomo. Cuidado con la lengua. Si se te escapa un me cago en, estás listo. Persígnate.
–¿Me persigno aquí o dentro?
Me empujó porque yo estaba pegado al suelo. Se me hacía una montaña tener que tratar con aquella gente tan compleja para mí. No es que no estuviera contento, pero ese ceremonial me venía grande. Deseaba que todo hubiera pasado de una vez, encontrarme en el bosque podando, replantando o cualquier cosa que me mandaran que hiciera, pero sin tener que enfrentarme a ellos. No ver jamás de los jamases al señor Darniu en la silla de ruedas. No volver a ver tampoco a aquella ama de belleza increíble y perturbadora, que con sólo mirarme me provocaba trastornadas desazones. Todos tranquilos, cada uno en su sitio, cada uno prosiguiendo su vida tal como estaba montada, para bien o para mal.
De repente, me encontré en pie como un palo frente al mayordomo.
Aquel Lluciá era cautivador. Agarrotado, acicalado, pelo gris, distinguido. Rostro de una corrección que aún conseguía retener el atractivo de una juventud ya muy alejada. Podía tener perfectamente cincuenta años. Si no me hubieran advertido de quién se trataba, habría pensado que me encontraba frente al presidente Cánovas del Castillo.
Me miró con curiosidad. Podría decirse que me clavó los ojos hasta el alma. Intentaba sonreír por la comisura de los labios, pero parecía que se viera obligado a inspeccionar la basura.
Yo hice una inclinación de cabeza, sin abrir boca, agarrándome fuertemente a la gorra.
Él me dijo con una voz amable de timbre grave:
–Buenos días. ¿Te llamas Pol Caselles, verdad?
–Sí, señor. Eso mismo.
–¿No hay segundo apellido?
–¿Qué queréis decir?
–No uses el tratamiento de «vos». Usa el «usted». Quiero decir si sólo Caselles.
–Soy de padre desconocido, perdone.
Cerró los ojos paciente, asumiendo que tenía a un bastardo delante.
–No te preocupes. ¿Así que quieres seguir con nosotros, eh?
–Si me contratan me harán un favor, señor.
–No me llames «señor». En esta casa señor, sólo hay uno. Llámame «señor Lluciá». Veo que llevas vendas en las manos.
–Puedo trabajar, de verdad.
–¿No te llaman a filas a ti? ¿No te envían a Melilla?
–Nadie me ha dicho nada.
–¿Cuántos años tienes?
–Dieciocho, señor. Dieciocho, señor Lluciá.
–¿De qué pueblo eres?
–De ninguno. Quiero decir que he salido de una masía.
–¿Cómo se llama y por dónde cae esa masía?
–Can Masats, se llama. Encima de la Serra del Monterol.
El señor Lluciá estaba en pie, medio apoyado en el escritorio. Se inclinó un momento y, cogiendo una pluma, me pareció que apuntaba el nombre de la masía.
–Supongo que tienes buenos conocimientos forestales -dijo enderezándose.
–Eso.
–La paga será la corriente, cinco pesetas. Te alojarás detrás de los mozos del establo. ¿Te va bien?
Golpe de cabeza afirmativo. Él prosiguió:
–Tu trabajo estará estrictamente fuera. Dentro de la casa no tendrías que poner los pies. Intentarás que este paraje descuidado vaya cogiendo el aire de un parque. No se te marcará horario. Y rondas diarias, vigilancia, Pol, atento a los cercados, que no se pueda meter ningún extraño. ¿Estás de acuerdo?
Golpe de cabeza afirmativo. Eso tan fácil, ni me lo creía. Lluciá aún no estaba convencido:
–Si mientras trabajas se te acercan invitados o personal de la casa, desaparece. Jamás nadie tiene que tropezarse contigo. Ya te llamarán si te necesitan. No puedes ser unos ojos en la intimidad, no puedes convertirte en un intruso… ¿Eres analfabeto, Pol?
Con la cara que puse, el señor Lluciá aclaró:
–Quiero decir si sabes leer y escribir.
–Escribo mi nombre y puedo deletrear un poco.
–Nada, vaya. Bueno, te daré un último aviso: tenemos recogida a una chica difícil que se llama Balbina. Se hace la soltera aunque está casada desde hace diez años. Tiene un hijo en el pueblo y su marido va por el mundo haciendo de afilador. No es honesta. Guárdate de ella. Un solo resbalón y a la calle. En esta casa tiene que prevalecer la moral en señores y criados. No me gusta extenderme en asuntos sórdidos, pero ya eres un hombre y lo tienes que saber. Esa exaltada, en cuanto puede, se tira encima del primer bobo. ¿Entendido?
Golpe de cabeza afirmativo.
–Venga, Pol, tú y yo ya hemos acabado. Bienvenido.
Era una extensión importante. Si la mirada no me fallaba, la distancia de punta a punta alcanzaba la media legua. Era como si todo aquello me lo hubieran regalado. Me costaba adaptarme a ese bienestar. Siempre me parecía que me olvidaba de hacer cosas. En lo alto de la colina, bastante arriba, una alambrada delimitaba la frontera de la propiedad. No parecía demasiada protección. La tendría que reforzar.
Desde aquella distancia, mirando hacia abajo, se veía emerger por encima de la arboleda la cuadratura rojiza de la residencia de los Darniu con su torrecita incorporada a la esquina de poniente. Huso de piedra antigua que le daba aspecto de castillo. Por ahí dentro debía de escurrirse el ascensor. Me costaba imaginar a todos los criados tirando de él.
Me alojaba en una de las estancias de debajo del porticado, la más apartada, junto a la salida al bosque. Cuartucho reducido repintado con cal. Cabía cama, armario, silla y mesita. Yo jamás había dispuesto de armario, mejor dicho, jamás había dispuesto de habitación. De momento dejé allí mis herramientas pequeñas, la petaca y unos calcetines. Tampoco tenía nada más. El peine me lo habían quitado.
–Aquí tienes velas -me dijo Pepet-. Y te he dejado toalla. Tendrás que cortarte el pelo. Da asco sólo mirarte. Ni el caballo de Sadurní lleva esta pelambrera negra.
Así me las endilgaba Pepet.
–Si necesitas algo, llámame. No es que esté a tus órdenes, no te lo creas, pero llámame.
A la mujer que me traía la comida casi no la veía. Muy de mañana me llamaba a la ventanilla y, cuando yo abría, me encontraba el cesto en el suelo tapado con una servilleta. Cuando a mediodía llegaba del bosque, ya veía el cesto allí solo. Por la noche pasaba lo mismo. Pero tantas veces fueron repitiéndose las comidas que finalmente la pesqué. Se llamaba Caterina. No puedo asegurar que su aspecto me sorprendiera, porque poco me había preocupado cómo sería, pero sí que con aquel ejemplar de criada se entendía que la moral de la gente de allí se mantuviera intacta. No quiero decir que todo el personal femenino se pudiera juzgar por la visión de Caterina. Caterina, sin duda, sólo había una. Era una vieja jorobada. No jorobada a causa de los años que llevaba a las espaldas, sino porque había nacido con el espinazo mal hecho. Como no le oía nunca la voz, llegué a temer que fuera muda, pero un día dijo:
–¿Manzana o naranja?
–Cualquiera de las dos.
Y ella fue y me dejó sobre la mesa una manzana y una naranja.
–Te guardas la que no te comas, morenito.
E hizo una especie de mueca que era una sonrisa.
En ese momento, me encariñé de ella. Al marcharse, me di cuenta de que renqueaba. Le pregunté qué le pasaba en el pie. No me entendía porque era sorda. Cuando me dijo que tenía un callo, tuve que contenerme para no echarme a reír. Que a todo el conjunto se sumara un callo, sinceramente no me lo esperaba.
Una vez, mientras yo comía, se quedó allí poniéndome sábanas limpias. Inesperadamente, me dijo:
–¡No comas con los dedos, marrano! ¿De dónde has salido? ¿De una piara?
Hizo que me atragantara. Y, al irse, murmuró:
–Cógeme una rama de orégano para los guisados. A ver si por la tarde ya la tengo.
El encargo me gustó.
En muchos rodales de la finca crecían hierbas aromáticas, espárragos silvestres, moras y almezas. Todo eso fueron presentes para mi viejecita jorobada. Jamás supe si me los agradecía, pues se llevaba el cesto sin mirar dentro.
Un día le puse un ramo de violetas. La abuela Caterina lo vio de pleno, ya que las flores sobresalían como un ramo comprado en las Ramblas. Tampoco hizo comentario alguno.
Hacer las rondas a todas horas me enardecía. No podré olvidar en la vida las caminatas tranquilas por entre aquella arboleda cosida de pájaros. A pleno sol naciente, tenía unas claridades amarillas como si del horizonte se alzaran polvaredas de luz que tiñeran de oro el sotobosque. Contraste extraño. El deslumbramiento dorado no venía de arriba, sino de abajo. Claustro de troncos negros con copas de una oscuridad verde y, debajo, alfombras de maleza refulgente.
Cada noche antes de dormirme hacía prácticas de lectura. Había recogido unas hojas de periódico y me servían para aprender. «La Re-nai-xen-ça, tres de sep-tiem-bre de mil ocho-cien-tos no-ven-ta y tres. El mo-vi-mien-to mi-gra-to-rio de la mon-ta-ña en el li-to-ral es im-pa-ra-ble de-bi-do a la rui-na que es-tá des-tru-yen-do los ho-ga-res cam-pe-si-nos… Gran-des ha-cen-da-dos quie-ren ser a-ban-de-ra-dos del mo-vi-mien-to de re-cu-pe-ra-ción a-gra-ria y re-fuer-zan ac-ti-va-men-te el Ins-ti-tu-to A-grí-co-la Ca-ta-lán de San I-si-dro…»
A veces, de buena mañana, me sentaba en el poyo del portal y volvía a las sílabas: «El vie-jo a-nar-quis-mo pre-ten-de de-sem-bo-car en una re-vo-lu-ción… Ha-llaz-gos de ex-plo-si-vos en un só-ta-no de la Bor-de-ta… Bom-bas con-tra la so-cie-dad bur-gue-sa…». Cuando era la hora del trabajo, doblaba el periódico, cogía las herramientas y, venga, bosque arriba con la misma euforia de cuando salía del colegio.
Mientras tanto, había tenido oportunidad de delimitar un punto exacto donde se enclavaba la vivienda de Balbina y sus jaulas de conejos. De modo que, a cada paso que daba, tomaba mis precauciones. Más de una vez, encontrándome a resguardo, la había visto de lejos cuando ella bajaba balanceando las faldas en dirección al portalito de salida, cargada con las cestas llenas de conejos que llevaba a vender.
Pero una tarde estaba ocupado reconstruyendo la pasadera de la reguera, lejos de las zonas de riesgo, y ni siquiera la vi venir. De pronto me la encontré de pie frente a mí, quieta, con una haldada de hierba, con la mirada sobre mí sin pestañear.
–Pensaba que te habías perdido -dijo en un tono apenas audible.
Me afiancé como una estaca a punto para parar el golpe que me pudiera caer, sin ganas de hablar.
Balbina también se quedó en silencio unos minutos, allí plantada. Cara chata, toda ojos, rara, no fea. El gran ovillo de pelo se le deshilachaba, peinado con raya en medio con una castaña estrecha. El mantón le recogía el pecho de una manera blanda. Dijo al fin:
–Me podías haber dicho que te quedabas. ¿Cómo ha sido? Los Darniu nunca han querido a nadie. ¿Con qué les has engatusado?
–Yo no engatuso. Ellos me llamaron y punto.
Balbina sostenía su pose estática.
–Te has lavado la cara -comentó-. Estás distinto, estás hecho un sultán. Tú siempre tendrás un harén.
Parecía esperar que eso me dulcificara. Directa y conminadora, añadió:
–Tengo ron. Y he comprado galletas. ¿Vienes?
–No voy. Guárdalo para el afilador y la criatura. Yo tengo decencia, Balbina.
Se quedó rígida, con los ojos de pimienta vivos y picantes.
–Si tienes decencia, prepárate -dijo entre dientes, pálida-. Para empezar, no fueron ellos los que te llamaron, sino ella. Ella es la que te ha querido aquí.
Yo aguantaba impávido. Veía claro que aquella mujer era una víbora.
–Tú ocúpate de tus conejos, Balbina -dije tranquilamente-. Y pasa un estropajo por tu vida desastrosa antes de manchar el buen nombre de los que te recogen.
La lavandera se me volvió de espaldas y se alejó con su balanceo indolente.
Me quedé en pie con la azada en la mano. La lengua de aquella lianta resonaba con un efecto retardado que me retumbaba hasta el fondo de las entrañas.
Después de comer, preparé una mezcla de sulfato de cobre y cal para rociar algunos madroños que perdían la hoja. Eran tareas tan ligeras que enseguida las tenía hechas. Las mejoras que hasta entonces había hecho en los alrededores inmediatos a la torre ya se dejaban notar. Cada árbol y cada mata empezaba a perfilar un jardín.
El calor de aquel verano me hacía sentir una pereza que no había experimentado nunca. Debía de ser el lado oscuro de la buena vida. Cuando terminaba de trabajar, esperaba la hora de cenar bajo una encina robusta y ancha que era mi preferida. No se levantaba muy lejos de la casa, pero sí lo suficiente para que nadie me viera. Con sólo trepar algunas ramas hacia arriba hasta que la hojarasca me envolvía, podía sentarme tranquilo y contemplar aquella misma terraza donde los tres Darniu enlutados tomaban el fresco. Seguían cada tarde allí. El tronco recto de algún árbol se me interponía reduciendo la visión total, pero me conformaba como aquel a quien en el anfiteatro le toca una columna delante. Estaba un rato fumando y observando los movimientos de los tres personajes del duelo. Era extraño que, aun encontrándose tan apartados de mí, me hicieran compañía. La silla de ruedas la empujaba siempre el cuñado, y la señora Darniu era la que atendía al paralítico, a quien colocaban de espaldas para que no le molestara el sol de la tarde. La función se acababa cuando salía un criado ancho y barrigudo, muy estirado, que anunciaba la cena.
En cambio, cuando en plena mañana emprendía la caminata de vigilante, jamás de los jamases me acercaba a la roca del goteo donde ella iba a leer. Yo sabía que estaba allí. Cada día estaba allí. Desde lejos, por entre el ramaje, yo veía unos destellos de vestido negro cuando pasaba en aquella dirección. Un día, sin habérmelo propuesto, la vi de cerca, de perfil, justo cuando yo recogía las herramientas al final del trabajo. Un perfil de dibujo fino, digno, de una chica formal, con aquella mata de pelo negro recogida en la nuca. No creo que ella me viera a mí. Me escabullí deprisa.
Cuando llegaron los fríos, Pepet me proporcionó una estufa de leña, pequeña y estevada, con todos sus cañones. Mi habitación se volvió caliente como un horno.
La primera Navidad en la torre Darniu me recompensó por todas las Navidades desoladas y grises. Para empezar, recibí un obsequio de parte del mayordomo, el señor Lluciá. Me hizo traer el almanaque de 1894 y un libro de La vida cristiana, de san Agustín. Después, la viejecita jorobada me trajo una comida impensable con muslo de pollo y turrones. Yo sólo había comido turrones una vez, de muy pequeño.
Mi suerte parecía tan bien encarrilada que me esforzaba en volverme eficiente. Trabajaba duro.
Cuando en primavera empezó a revolucionarse la vegetación, las labores jardineras de aquellos meses lucieron con más lozanía de lo que yo me esperaba. Caminos de grava serpenteando entre lavandas y retamas; arbustos redondeados, matorrales de flor silvestre. La visión de los resultados me inspiraba nuevas ideas. Nunca había trabajado tan a gusto.
El domingo, el servicio hacía medio fiesta. Eso de la fiesta, a mí, poco me decía, porque no sabía dónde pasarla. Me ataviaba con el uniforme color aceite y salía a dar mi paseo. Avenida abajo hasta la placita donde solía tocar la banda municipal. Me sentaba un rato en la vinatería de Xic y desde allí escuchaba habaneras y chotis. Me tomaba una copita de moscatel mientras esperaba que pasaran las mujeres de la Cerdaña ofreciendo cuerdas de tabaco negro de Andorra, de contrabando. Por las tardes, no me movía de la torre. Me tumbaba por allí fuera y leía La Tralla, un semanario que salía los viernes con páginas llenas de chistes y caricaturas de los políticos. Dibujaban langostas y avispas vestidas con levita y sombreros de copa, con las caras de los ministros. También incluía noticias de actualidad.
«14 de marzo de 1894. La policía dispersa una manifestación frente a Capitanía… Contingentes militares destinados en Filipinas… Nuestra administración colonial se convierte en un desbarajuste… Medidas del Gobierno para reprimir la acción anarquista… El ministro de Ultramar, señor Antonio Maura, dimite al rechazarle el gabinete las propuestas de una autonomía para Cuba… Una monja ultrajada en el solar del Pino… Grito de indignación general contra la autoridad, que no sabe reprimir el terrorismo…»
Sobre las siete de la tarde de los días festivos, veía pasar por el patio a las sirvientas de la torre cuando iban al rosario. Yo apenas levantaba los ojos del semanario, para no ser un «intruso». Las veía a medias. Iban muy engalanadas con chales y mantillas, con aquel tambor en el culo que llamaban polisón. Nadie hubiera dicho que se trataba de criadas. Las había delgadas, gordas, altas y bajas. Y no hablemos de la pobre figura de mi Caterina, que, abollada y vestida de lustrina negra, parecía un escarabajo. Andaban en fila, estiradas, pero por entre los céfiros todas me echaban alguna mirada. Yo seguía con la nariz metida en La Tralla evitando que se me escapara la risa.
A principios de agosto, llegaron invitados a la torre y se rompió el ritmo de todo.
Tres carruajes llenos de abuelas ensombreradas, señoras flamantes con parasoles de seda, señores barbudos con chaquetas deportivas, chiquillos y jóvenes. La elegancia de todos se veía perjudicada por el polvo del viaje, que casi los dejaba de color arena. Venían a pasar quince días, un auténtico veraneo. Todos eran Baigual, de Olot, familia de la señora.
Mozos y criadas empezaron a circular entrando equipajes. Incluso me llamaron a mí para ayudar a desenganchar los caballos y a entrar vehículos en la cochera. Gracias a eso tuve oportunidad de conocer al encargado de las caballerizas, el cochero del bigote de cepillo y casaca de galones descrito por Balbina, una especie de tío, una especie de lo que conviniera. El tipo en cuestión no tardó ni un minuto en echarme la bronca porque el landó que yo empujaba aún no tenía la capota doblada.
Fueron quince días que me sobraron. Cada mañana los jóvenes y los niños salían a pasear. Tuve que suspender muchas labores empezadas, retirando legones y layas y ocultándome como si yo también jugara al escondite. Los mayores paseaban y se sentaban bajo los olmos. Aquí un grupo, allá una pareja, más allá tres señores con gorra blanca y bastón hablando animadamente de la insurrección en Filipinas. Como si no tuviéramos bastante con Melilla. Me llegaban claramente sus voces:
–De modo que los tagalos se vuelven a agitar. Ni tratado de París ni tonterías: o la independencia o acabamos de una vez. Estos movimientos separatistas llevan una carga de fanatismo incurable.
–¡Golpe de sable, eso es! A ver si Primo de Rivera sabe desenvainar.
–¡Venga! ¡No lo hará! ¡Nada de eso! Él actúa con guante blanco. Es una especie de diplomático más que un capitán general, y yo, como él, creo que allí los sablazos sólo aumentarían la polvareda revolucionaria. De hecho, no se puede negar que ya nos hemos sabido hacer bastante antipáticos.
Las señoras los requerían para tomar un refresco. Hacían que se callaran porque no querían saber nada de Filipinas. «¡Basta de tagalos!», gritaban. Por todos lados se oían carcajadas y gritos de criaturas que jugaban.
En definitiva, me habían robado el bosque.
En una ocasión, después de comer, a la hora de la siesta, cuando parecía que el entorno se calmaba, cuando había un silencio total en la casa y el calor prometía que nadie saldría hasta más tarde, yo asomé la cabeza. Me subí a mi encina a caballo de la rama. A pesar de la canícula, allí arriba se estaba de maravilla con la enramada movida por el aire. Me entretenía liando cigarrillos con aquel librito de papel de fumar que me había comprado, cuando dos muchachitos que no sé de dónde habían salido se plantaron debajo de donde yo me hallaba; niño y niña, él de marinero y ella de volantes, y aunque yo estaba tan arriba que no me vieron, encontraron mi chaqueta color aceite allí colgada.
–No la toques -dijo el niño-. Es de un guardia.
–Es de Pol -precisó la niña, mejor informada.
–¿Quién es Pol?
–Nunca se le ve. Es el chico que arregla el bosque, el que hace estos caminos tan bien allanados para que la silla de ruedas pueda pasar. Lo hace bonito.
–Yo vuelvo al columpio del porche.
Los dos se fueron corriendo. Me dejaron trastornado. Las cuatro palabras de la niña implicaban que esa gente no me ignoraba. Había emergido mi nombre y mi trabajo. «Lo hace bonito.» Eso representaba todo un diploma.
Bajé del árbol y furtivamente, saltando de alegría, emprendí carrera hacia la fronda del goteo, que desde hacía tantos días no había visto. Yo mismo iba inspeccionando mi trabajo, con la rocalla movida a cada lado, con las pendientes convertidas en rampas rellanadas, los helechos aclarados abriendo paso y, de vez en cuando, un asiento tosco aprovechando un tocón.
Ya sentía el goteo del agua y veía los troncos blancos de los chopos. De pronto, mis ojos toparon con un libro abierto sobre la hierba. Era el libro de ella. En el acto me di cuenta de que era el libro de ella. Corrí para recogerlo, pero una vez agachado no me atrevía a tocarlo. Me lavé las manos. Lo cogí despacio y, poniendo bien las hojas, lo cerré. Las tapas estaban forradas de piel, con letras doradas. Ja-cint Ver-da-guer.
Una vez en mi habitación lo hojeé con cuidado, soplando cada hoja porque se enganchaban. Intente leer trozos. Apenas podía descifrarlo:
Així d'estiu en tarda xafogosa,
Cuando la abuela Caterina me trajo la cena, le di el libro para que se lo devolviera a la señora. Una vez solo, con aquel vacío que había quedado en la mesa, no tuve más alternativa que coger La Tralla.
En la última velada, se desarrolló un espectáculo en la terraza que me hizo no perder detalle. Después de cenar, se iluminó el escenario. Irrumpió una procesión de criados colgando candiles y poniendo sillas en fila. Despejaban el espacio como para hacer un baile. Las sirvientas uniformadas arrimaban la mesita a la pared y la llenaban de bebidas.
Yo ya había cogido sitio encima del árbol. Viejas y jóvenes vestidas de fiesta y dandis de pantalones estrechos fueron haciendo su aparición. La silla de ruedas con el paralítico venía en medio de ellos, con señora y cuñado. Reparé en que los tres se habían quitado el luto. En lugar de negros, iban grises, y ella, con un chal morado. Cercados dentro de aquel rumor de invitados, no los podía ver bien.
En un principio, todo fue ceremonioso. Después se animó. Chicos y chicas empezaron a moverse entusiasmados en una especie de juego. Hacían una carrera en dirección a las sillas y todos se sentaban en la que tenían más cerca. Daban palmas, se levantaban y buscaban dónde sentarse otra vez. Chocaban sonrientes unos con otros. Una señora mayor, de pelo blanco, se sumó; y lo mismo un señor viejo que saltaba ligero. Y todos dando palmas y cambiando de silla, cada vez más enloquecidos. Alguien hizo llamar a la señora y también se puso a ello. Rodaba como todos en un remolino de seda gris y un revolotear de chal morado. La broma duró un buen rato. Empujones y carcajadas. Los cambios de silla no paraban. El movimiento vertiginoso se les subía a la cabeza y daban tumbos chillando. El amo Darniu lo miraba todo desde una esquina; era el único punto quieto y a mí, sin querer, siempre se me iban los ojos hacia él.
Dos chicos se lanzaron a la vez al sitio donde quería sentarse ella, y ella, juguetona, les daba golpes con el abanico. Yo prefería que estuviera casada. Me haría sufrir de no ser así y tuviera que verla rodeada por aquellos jóvenes elegantes vestidos de blanco, todos a punto de quitármela. Al menos, casada, no me la podía quitar nadie.
Un verano de tanto calor había marchitado las plantas. El cielo, de un azul intenso, prometía otro día bochornoso; no obstante, una imperceptible tramontana te traía a la nariz aquel aliento de lluvia que sólo los campesinos advierten.
Con la esperanza de un chaparrón, emprendí mi tarea en medio de la olmeda, por el lado de levante. Quería pelar de nuevo un buen trozo de aquel rellano repleto de abolagas y poner un banco de troncos que ya tenía medio trabajado.
Hacia el mediodía, mientras tomaba un trago de agua, percibí un fragor de matas cerca de mí. Era claramente el paso de alguien que corría por en medio de la fronda. Temiendo que me atrapara Balbina, trazando una curva salté dentro de un matorral y me quedé agachado. Podía observar mal que bien por entre el follaje. La sorpresa me cortó la respiración. Justo en el punto donde yo había estado, compareció la señora Darniu en persona. Se detuvo en seco debajo del olmo. Vestida de blanco, con la cara bella y el marco de pelo negro. Miró a su alrededor jadeando, cansada de la carrera.
–¿Dónde estás? – gritó con voz festiva-. ¡Te has escondido muy bien, chico!
Yo me encogía sin poder dar crédito a aquello. Apretaba los labios, abrumado por tener que decir algo. Allí encogido y paralizado como un bobo, sin coraje para levantarme y saludar. La situación me hacía sentir absurdo, me avergonzaba. ¿Pero con qué cara tenía que ponerme en pie?
Ella miraba a todos lados dando vueltas con aquella cintura delgada y con el recogido de polisón.
Seguí allí escondido como si tuviera cinco años. No quería moverme. No me movería aunque me estuviera llamando hasta la hora de comer. Fueron unos segundos desesperantes.
De repente, se oyó un silbido muy cerca. Ella se recogió las faldas enseñando unos piececitos y unas medias blancas y se puso a saltar ligera por encima de las salvias, dándome la espalda.
Le oí decir, riéndose:
–¡Vaya, no hay derecho! ¡No te encontraba! ¿Pero dónde te has metido? ¡Por poco no llegas al Tibidabo!
Yo estaba estupefacto. Como si se me rompieran los muelles, me puse en pie de un salto. Con un par de zancadas seguí a la señora y me quedé clavado detrás de una mata, mirando. Había mucho follaje y sólo tuve la visión momentánea de un joven vestido de blanco sentado en el suelo, allí mismo. La recibía con los brazos levantados y ella se dejaba caer. Un beso vehemente les unió los labios.
El corazón me repiqueteaba.
Retrocedí con rapidez, de espaldas, hasta que el tronco de un olmo me dijo basta. Allí apoyado, respirando fuerte, a duras penas reaccionaba.
A pesar de haber sido una visión fugaz, se me había quedado impresa en la memoria como si el resto de mi vida la tuviera que llevar clavada. Era un joven atractivo, de una morenez marcada como la de un cubano que contrastaba fuertemente con una cabellera casi rubia. Distinguido, moderno, vestido de blanco al estilo americano.
Había pensado que todos los forasteros se habían marchado. Vagué sin sentido bosque abajo, como ciego, como ensordecido, como inconsciente. La alteración honda que sentía, el disgusto, el desengaño, todo me hacía daño.
Aquella tarde fue difícil. Los rayos agrietaban el cielo lluvioso. Me había puesto a trabajar en el otro extremo, por el cercado de abajo que lindaba con los campos cultivados de Sarriá. Reforzaba las vallas alerta, con los cinco sentidos, cortando el alambre, tomando bien las medidas. El malestar, la inquietud latente, la sensación de que me hubiera pasado una desgracia, no cesaba.
Oscureció a destiempo.
Així d'estiu en tarda xafogosa.
uns núvols tot just nats, d'ala negrosa […]
Recogía las herramientas para marcharme cuando todo reventó. Un estallido de truenos y un chaparrón repentino, intenso, con granizo. Me encontraba lejos. Me dirigí a la casa atropelladamente, aguantando la mezcla de lluvia y granizo encima de mí. El azote helado y violento formaba parte de mí mismo.
Me quedé en el umbral, fascinado. Las piernas se me agarrotaban. Los rayos y la tronada, la habitación en sombras trémulas y yo, también temblando, chorreando agua.
Cerré la puerta. Escondida detrás, quieta, estaba Balbina con hilos de greñas mojadas en la cara y la ropa pegada al cuerpo.
–No te quiero aquí dentro -dije entre dientes.
–He traído el libro. Estaba en el suelo.
–Este libro no es mío.
–Pero tú sabes hacérselo llegar a la propietaria.
Ninguno de los dos gritaba, sino que murmurábamos.
–Sal de aquí.
–Cae un aguacero. Tú mismo estás calado como un pez. Sácate la ropa, te ayudaré.
Se me acercó para desabrocharme la camisa. Me quedé yerto. No reaccionaba. No sabía rehuirla. Mi propia pasividad me consternaba. Paralizado, sin defensa. La resistencia hecha añicos, una combinación de ansia y rabia obnubilándome. Ella iba marcando su rito oscuro. Ganaba. Tenía manos lascivas que te empujaban a disgusto, pero te empujaban. Una brutalidad de instinto te arrastraba sin remedio.
–No tengas miedo, califa. Me iré cuando deje de llover.
Pero llovió toda la noche.
Se escabulló como una raposa sin cola dejando su tufo. No me encontraba bien. Náuseas y dolor de cabeza.
Todo yo me sentía cambiado. Parecía que de repente me hubiera hecho mayor. Tanto daban los años. Ahora era un hombre distinto al muchacho de ayer. La rudeza de la realidad me había enseñado que las fantasías románticas eran para los niños, eran cuentos para embelesar a inocentes.
Medio vestido, me dirigí al patio para remojarme. El día era claro y sereno. El chaparrón de la noche había dejado las losas limpias con las junturas descalzadas. Las tejas del porche aún goteaban. Había charcos transparentes como espejos. Accioné el mango de la bomba para llenar la portadera y metí debajo la cabeza tirándome agua a espuertas. Aquella frescura limpia me reanimaba.
En las cuadras había movimiento. Voces, relincho de caballos y traqueteo de herraduras.
Me dirigía de nuevo a mi habitación cuando vi frente a la puerta a un señor quieto, como si me esperara. Iba vestido de cazador, con morral y cartuchera. No era ni viejo ni joven, afable, plácido de expresión. Aunque yo no había visto nunca de cerca al cuñado, entendí enseguida que se trataba de él.
–Buenos días, Pol -me dijo directamente, mirándome con marcado interés.
Su examen me recordó la inspección exhaustiva que me había hecho Lluciá.
Saludé sin inmutarme. Ya no me importaba que me despacharan. Es decir, parecía que ya me hubieran entrado ganas. Quizá prefería alejarme de la torre Darniu. Para mí, aquella deslumbrante función se había acabado. Era hora de salir del espectáculo. La lucha de fuera me haría olvidar el escenario distante, inalcanzable para mí, la tramoya lujosa, el argumento idílico, la diva que enamoraba y que durante tantas semanas me había tenido embobado desde un punto anónimo de las butacas del público.
–Seguro que no sabes quién soy -continuó él-. Me llamo Ubald, cuñado de tu amo.
–Usted dirá, señor Ubald.
El cuñado, repiqueteando la fusta de correa contra la polaina, pareció dudar unos instantes. Finalmente, exclamó en tono amistoso:
–Quiero hablarte un momento mientras me ensillan el caballo. Mejor que entremos.
Me apresuré a empujar la puerta y nos metimos dentro. Enseguida le acerqué una silla. Él hizo un gesto de negación con la mano.
–Acabaremos enseguida.
Echó un vistazo a su alrededor, medio sonriendo.
–¿Aquí te metió Lluciá? ¡Esto es la celda de un monje!
Parecía que no encontrara la manera de abordar el asunto. Reparó en el libro encuadernado en piel sobre la mesa y lo señaló con el látigo.
–Ah, mira, lo recogiste otra vez. Mi cuñada ya cuenta con ello.
–No lo recogí yo -quise concretar-. Ayer me lo trajo la chica del monte. Por más que yo la echaba, se me quedó por la noche. No sé deshacerme de las lapas, lo siento mucho.
El señor Ubald levantó la mirada y me miró fijamente.
–La conocemos, Pol.
Se hizo un silencio. Tanto el uno como el otro estábamos mejor habiendo enfocado el asunto.
El señor Ubald empezó a hablar, ya decidido:
–Cuando llueve, mi cuñado, el señor Darniu, no puede dormir. La espalda se le resiente y se pasa la noche sentado detrás de la ventana. Justamente ha sido él quien ha visto salir a Balbina de tu habitación. El mayordomo ya debió advertirte de la ética que exigimos en esta casa. Somos muchos, hombres y mujeres, todos impecables. El asunto es serio. No puede continuar. El señor Darniu me envía a mí expresamente porque no quiere que nadie del personal intervenga.
Yo tenía un nudo en la garganta, pero no quería flaquear.
–Ahora mismo liaré mis cosas. Gracias por el buen trato que siempre me han dado.
El señor Ubald movió la cabeza, dolido.
–A ver, hombre, no tomes tú las determinaciones. Mi cuñado está admirado del modo como has transformado el bosque. Eso representa mucho a tu favor. Desde siempre se había negado a admitir forasteros. Tuviste suerte con la señora. Mi cuñada fue quien realmente te avaló. Es por ella que te contratamos, Pol. En cuanto te vio saltando sobre los árboles, dijo: «¡Éste me gusta!». Nos hizo gracia. Aún me acuerdo. Lo dijo en verso. Dijo exactamente: «¡Este chico de piel tan bronceada, que trepa como una ardilla alada!». El señor Darniu se rió, y mira que se ríe poco.
Yo escuchaba tenso, con la cabeza gacha. Él prosiguió:
–Esa Balbina es hija de una costurera fiel a quien apreciábamos mucho. Amparar a Balbina es una cuestión de conciencia, por más que la conciencia nos moleste a todos… En definitiva, Pol, no tienes que disgustarte. Sube a ver al señor Darniu. Ve más tarde, que ahora se ha dormido. Haz tu trabajo y hacia el mediodía Gonçal te acompañará a la biblioteca, donde mi cuñado te recibirá. ¿De acuerdo?
–Como usted mande.
Hubiera preferido acabar en aquel momento. Para mí era un suplicio tener que encararme con la imagen borrosa en silla de ruedas. El señor Ubald se estaba poniendo los guantes. Atento a la tarea, como si hablara para sí mismo, murmuró:
–Mi cuñado ha sido siempre puro por línea directa. Todo el linaje de los Darniu lo ha sido. Jamás uno de ellos ha consentido la sombra de un escándalo bajo su techo. Vivimos en un templo de honestidad. No quiero decir de un catolicismo exagerado como en otras épocas, no, no. A pesar de ello, hazte cargo de que es un hombre drástico. Habla poco y, cuando lo hace, suena duro. Pero no te quepa duda de que es justo, considerado y bueno. Vale la pena que obedezcas lo que él disponga.
Cogió el libro de encima de la mesa y, encaminándose hacia la puerta, añadió, rompiendo la solemnidad:
–Se lo devolveré a la señora… Te lo sabrá apreciar. Te la has ganado totalmente, Pol. Hay que decir que tú siempre has tenido delicadezas simpáticas con ella. Espárragos, almezas, moras… ¡Y aquel ramo de violetas que llenaba toda la cesta!
En cuanto aquel lacayo retaco abrió las portadas de la residencia, se me ofreció una gran sala rutilante de mosaico, lámparas de cristal y vidrieras de colores. Todo deslumbraba. Noté cómo se me encogía el estómago.
Cortinajes, pantallas, blasones, cuadros, hornacinas con estatuas… Seguíamos el uno detrás del otro como el punto y la i, con repiqueteo de tacones. Galerías con palmeras, pilastras, arcadas. Más tapices, más alfombras, más lampadarios…
Nos detuvimos frente a unas puertas con perfiles dorados y él llamó.
–Tú espérate aquí -dijo-. Enderézate la lazada del cuello.
Desapareció dentro, dejándome a mí con el problema de la lazada.
Mucho rato ahí de pie. El silencio era absoluto. Parecía que se hubieran olvidado de mí. Me aguantaba la tos para no armar un escándalo de ecos. No entendía cómo los Darniu podían vivir en aquel lugar fastuoso, sin calor de hogar ni de nada.
¿Cuánto rato debió de pasar? ¿Se acordaba alguien de que estaba allí plantado? ¿Dónde estaban los dieciocho criados, si no se veía ni un alma?
El amo estaría ocupado en mejores causas. Quizá había decidido vigilar a su mujer en lugar de reñir al guardabosques. Drástico y duro. Propiedades difíciles para adornar a un inválido.
La puerta se abrió sin ruido y el tapón de Gonçal salió indicándome que me tocaba entrar a mí. Al oído, me dijo:
–He tenido que esperar a que las pastillas le hicieran efecto. Te ventilará enseguida, no está de humor.
Con aquella perspectiva me metí dentro.
La biblioteca era una habitación grandiosa de techo alto como el de una catedral, atravesado por una jácena de roble. Iluminaba el recinto un ventanal en arco de gran anchura con cristales muy pequeños, como si se tratara de un cedazo para colar el sol. Aparte de los armarios llenos de libros, había profusión de muebles negros: escritorios, mesas, butacas, vitrinas, arcas… Allí yo no veía a ninguna persona. No me atrevía a respirar.
–Acércate -oí que me decía una voz enronquecida, cansada.
Aunque miraba atentamente, todavía no veía a nadie.
–Aquí, Pol, sigue adelante, camina, hombre, que yo no puedo.
El tono de aquel hombre sin movimiento era, realmente, adusto. Avancé hasta mitad de la habitación sorteando varios muebles y, bruscamente, me encontré de cara con el señor Darniu. Al verlo sentí un escalofrío y di un paso hacia atrás, incrédulo.
Mi amo paralítico era el joven de morenez cubana, vestido de blanco, que el día antes había visto sentado sobre la pinaza del bosque besando a la señora.
–Buenos días, señor -acabé diciendo.
El hielo estaba roto.
–Hola, Pol. No nos conocíamos. ¿Cuánto hace que estás de guardabosques con nosotros?
–Hace más de un año, señor. Desde junio del año pasado.
Asintió con la cabeza y se quedó un momento callado, erguido en la silla de inválido.
No tenía la jovialidad del día anterior cuando había dado aquel silbido, llamándola. Hoy aparentaba la calma de un hombre adulto, como de unos treinta años. En el brazo de la silla tenía un libro abierto y lo cerró con un movimiento certero. Gris de ojos y mirada directa, no parecía sufrir los titubeos del señor Ubald. Habló rápido, con precisión y seguridad:
–No vale la pena que perdamos el tiempo hablando de esa chica que cría conejos. Ya estoy cansado. Si tú estás bien en mi casa, quédate. Pero tendremos que cortar de raíz estas barbaridades. Estás demasiado solo ahí fuera. Es así. Hay una solución sencilla. Aquí dentro se nos ha ido Víctor y queda disponible su habitación. Ocúpala tú. El bosque lo has dejado perfecto. En casa hay mucho trabajo y, por poco diestro que seas con las tareas domésticas, podrás ayudar.
–¿Aquí dentro? – exclamé alarmado.
–¿No te conviene?
No se me ocurría ningún argumento para justificar el rechazo que sentía. Por fin, con la lengua trabada, dije:
–Dentro de una casa no sé hacer nada, señor. Nada de nada.
Él replicó, categórico:
–Aprenderás. Me ha costado admitirte, pero ahora te quiero aquí dentro. Seis duros, ropa a medida y buena comida. No te lo pienses. Se está haciendo tarde. Me vuelve a doler la espalda. Sal por el rincón de la derecha y ve a la cocina. Hoy te han puesto plato en la mesa.
No había posibilidad de réplica.
De repente, me vi recorriendo pasillos sin saber adónde iba.
¿De criado en la torre o de peón en el Ensanche?
Me detuvo la sensación de haber pasado dos veces por el mismo corredor. Aquella hornacina con una estatua blanca ya la había visto antes. Miré alrededor. Reflejos de mármol, atrios, escalinatas, desierto precioso sin un rastro humano. No me veía con ánimos de llegar a la cocina. Ya había visto casas grandes y ricas. La más importante que recordaba era can Creixell de Vilafranca; los masoveros nos la habían enseñado cuando les habíamos ido a llenar los lagares. Pero la dimensión y la suntuosidad de aquellos interiores de la torre Darniu no se podían comparar con ninguna.
Caminaba asustado, indeciso, a ciegas. Ahora estaba seguro de ir dando vueltas por el embrollo de salas sin saber romper el círculo. La hornacina y la estatua otra vez.
Alguien se acercaba. Por el fondo de la galería apareció un criado viejo, reseco, con una bandeja en alto. Resbalaba por el embaldosado a grandes pasos como si patinara sobre hielo.
–¡Deprisa, hombre! – me dijo de buenas a primeras-. ¡Que en la cocina te esperan!
–¡No sé el camino!
–Yo vengo de allí. ¡Baja la escalera de la derecha y oirás la serenata de platos!
La cocina se dejó encontrar. Al abrir la puerta, me envolvió un vaho caliente de escudella catalana. Aquello era más grande de lo que me imaginaba. Estaba lleno de gente. Criadas que cruzaban con bandejas, cocineras de blanco, criados que comían en una mesa del fondo.
Me había quedado quieto en el umbral. Un tipo alto y grande en mangas de camisa levantó el brazo diciéndome que fuera.
–¡Eh, Pol, que se te enfría y estas mujeres quieren lavar los platos!
Yo no conocía a nadie, pero parecía que a mí me conocía todo el mundo. Me acerqué a la mesa y me senté. Apenas ninguno de los presentes advirtió mi presencia. Empecé a comer dedicándome solamente a mi plato.
Veía de reojo a Pepet y a Gonçal, atentos a la escudella.
El tipo grande que me había llamado se llamaba Fruitós. Así me lo acababa de decir.
–Y este que corta el pan es Márius, y el otro…, bien, ahora ha salido. Ya los irás conociendo. No importa, somos muchos. Te paso la bandeja de la escudella. Sírvete.
Dejé caer una cucharada de col y patata. No sabía si podía coger carne.
En aquella mesa me sentía mal. Caras desconocidas hablando entre ellas. No me querían ver. Aquel Márius que cortaba pan deslizó una rebanada hacia mí y dijo «hola». Era un hombre delgado y afilado, de expresión ácida. Las criadas jóvenes, que pasaban y volvían a pasar con la cabeza erguida, no miraban.
De pronto, enroscada cerca de los fogones, descubrí a la abuela Caterina. Se me acercó secándose las manos y por encima del hombro, a modo de confidencia, me dijo:
–Se irán haciendo a la idea quieras o no, morenito. Aún no se creen que el otro esté fuera.
Regresó a su rincón, escurriéndose deprisa como un duende.
Allí compareció el viejo seco que me había señalado el camino de la cocina. Le llamaban Oliver. Se había puesto chaqueta negra y llevaba una servilleta en el brazo. Serio y tieso, parecía quién sabe qué. Aparte de servir a los señores en la mesa, hacía funciones de ayuda de cámara del amo.
–Sólo pescado -dijo a la cocinera-. Y cambia la salsa, Gabriela. Hazla a la crema. La señora la prefiere.
Oír que mencionaban a la señora me encogió. Tuve la sensación de haber hecho reír a alguien.
Después de comer, todos se dispersaron. Yo estaba allí de pie sin saber qué hacer, cuando Fruitós, el criado flemático que aparentaba jerarquía, me avisó de que Lluciá acababa de llegar y que sería correcto que lo fuera a saludar a su despacho.
En cuanto llamé, el mayordomo me dijo que pasara. Su voz había sonado amable como el día que me había recibido por primera vez. Me quedé allí en pie, frente a él. Lluciá estaba en la arquimesa haciendo anotaciones y, sin levantar la cabeza, murmuró: «Hola, Pol». La escritura duraba un buen rato, como si el mayordomo no tuviera que hacerme caso hasta llenar toda la libreta. Pasamos hoja, mojamos la pluma, volvemos a escribir, pasamos el papel secante, cerramos el libro y tapamos el tintero.
Finalmente, levantó la vista. Habló con una lentitud impuesta.
–Empiezas una nueva etapa, Pol. Me satisface que haya sido iniciativa del señor. No te asuste tu carencia de formación; cuando tú solo no entiendas algo, pregúntame con confianza. Te ayudaré.
–Gracias, señor Lluciá. Si me da su permiso, ahora mismo le haré una pregunta con confianza.
Fijó en mí la mirada, algo sorprendido.
–Claro. Dime.
–¿Cómo sube y baja el ascensor, por favor? Quiero decir, ¿quién tira de él?
Se quedó reflexivo un rato. Una vez recuperado, dijo tranquilamente:
–Es un sistema muy moderno, hidráulico.
–Gracias, señor Lluciá.
Yo no sabía qué era hidráulico, pero quedaba claro que nada de criados.
Empezaba a clarear. Yo jamás me había podido imaginar una residencia de aquella magnitud vista por dentro a primerísimas horas de la mañana, con aquel hormigueo de personas limpiando.
El trabajo no era complicado, pero para mí todo resultaba nuevo. El lacayo gordinflón que se llamaba Gonçal trabajaba a mi lado, con el trapo y la escalera. Los dos estirados para llegar a los frisos o agachados puliendo el entarimado. Los primeros días me cayó en suerte.
–¡El anaquel, Pol! ¡Venga, no te quedes embobado! Esponja mojada.
No tardaba en reconvenirme otra vez. No salpiques, no manches, no rayes, no rompas.
–La moldura no la frotes. La púrpura se estropearía. La abrillantará Márius.
Mientras estaba encaramado limpiando los marcos de los retratos, Gonçal venga a largar. Me tendía el trapo o la gamuza según le convenía, al tiempo que me explicaba cosas de unos y de otros. Que si Pepet se ocupaba del bronce, que si Fruitós tenía a su cargo los vestidores, que si Márius afeitaba a los señores de la casa.
–Es un barbero cualificado, de verdad. Sabe ondular y crespar. Una vez rizó las patillas de Rius i Taulet, abogado de la plaza Nova, que fue alcalde y organizó la Exposición Universal. No te lo digo en broma.
Parloteaba distraído; se iba del tema y se ponía a canturrear en voz baja. Entonaba bien; le salía algún gallo porque estaba haciéndose mayor a medias. Me preguntaba si me gustaba la música. A él se le metía en el alma, así me lo expresaba. Bach, Chopin, Mozart, Beethoven… ¡La de gente que recordaba!
–En este cuadro hay una mosca enganchada -declaraba yo, ya con miedo de tocarlo y empeorarlo.
–Inténtalo soplando. Si no se va, déjalo. Ya vendrá el experto.
El experto volvía a ser Márius. Cada vez que en aquella casa se citaba a un experto, era Márius. Experto en maderas nobles, en lacas, en marfil y ya no digamos en bigotes y barbas.
En la sala de los cuadros al óleo, el lacayo paticorto me iba presentando las majestuosas figuras que aparecían pintadas en tonos apagados. Caras de expresión viva nos miraban desde dentro de unas pinceladas muertas. La señora María Cristina, la abuela, con nombre y fisonomía de regenta, con gorguera de lentejuelas como si los cristalitos rebotaran hacia fuera. El señor Rossend, padre del actual Darniu, delgaducho y pálido, con un bigote soberbio, con unos ojos desnudos y ascéticos que parecían de hielo. Había más antepasados con los que el mismo Gonçal se hacía un lío. Todos ellos parecían vigilar orgullosamente aquella suntuosidad vacía.
Tan sólo las mañanas eran de mucho trajín. Por las tardes no había obligaciones determinadas. Las mujeres, en el cuarto de costura, y los hombres, a hacer cuatro trabajos sin importancia. Trabajo pequeño como aquello de mondar corcho en las Gavarres. Podíamos retirarnos a nuestras habitaciones a hacer lo que nos diera la gana. Yo hojeaba el periódico cada tarde. «20 de agosto de 1894… Los braceros sólo tienen trabajo doscientos días al año… Tifus en los barrios periféricos a causa de los pozos… En las fábricas textiles se trabaja trece horas diarias… Juicio contra la asesina de niños de la calle Ample… Tiran al suelo el Hotel Suizo para dar paso a las obras del Ensanche…» Yo conocía aquellos andurriales; yo había visto el Hotel Suizo cerca de la bajada de la calle de la Princesa.
Por mí mismo, quiero decir sin perderme, ya sabía llegar a las dependencias de abajo donde los sirvientes estábamos instalados. Mi habitación me cohibía. Cuando el primer día Fruitós me acompañó, apenas me había dado cuenta de cómo era. El macizo criado me había mareado abriendo cajones y armarios para instruirme en la ropa que tendría que ponerme. Pecheras, corbatas, guantes, cuellos y puños, una porrada de piezas de cuyo uso yo no tenía ni idea. Por la mañana siempre con guardapolvo, me había dicho.
–Pero te tendrás que adecuar a cada situación. En esta casa es de rigor.
Pasando la mano por los trajes colgados me había añadido que me probara aquella ropa y separara lo que me fuera grande.
–Él era más hecho que tú. Mira, ese terno de la punta es nuevo, va con chaleco blanco y corbatín para cuando en la casa hay fiestas. Él ni lo vio. La sastrería nos hizo la entrega justo cuando ya estaba fuera. Venga, chico, dentro de media hora cenamos, te dejo que te instales. Ya subirás.
Hasta que Fruitós no me dejó solo, yo no había reparado en cómo era la habitación. Cama de roble y cubrecama de damasco salmón. Sobre el cabecero, un Sagrado Corazón en relieve, de gran tamaño. Espejo alargado, secreter, lámpara de cristal…
Me había quedado sentado en la butaca para asimilar aquello. Costaba admitir que un criado viviera así. Seis duros, menú de tres platos y un frac preparado.
Era un espacio grande recorrido por claraboyas laterales que ventilaban. Allí había de todo, montones de patatas, cestos de hortalizas, sacos de grano, zafras de aceite.
Esas provisiones yo no las había visto ni en las mejores masías. Toda una tarde estuvimos apilando y alineando. Como de costumbre, el lacayo me explicaba cada cosa que le pasaba por la cabeza. No era necesario que yo le contestara ni que le escuchara.
Hacia última hora, vino uno de los mozos del establo a buscar algarrobas, cogió el capazo y se fue sin decir nada. Era el aragonés. Yo lo tenía visto de antes y sabía que no entendía el catalán.
–Se llama Manolo -me explicó Gonçal-. Le tienes que hablar en castellano. ¿Tú sabes?
–Sé hablar en castellano y en francés -repliqué.
Se quedó patitieso.
–Esparzamos estos sacos de patatas y vayamos arriba. Lluciá está a punto de llegar y me mandará trabajo.
–Se le ve poco, a Lluciá -observé.
–Hace recados para el señor. Hoy está en el Círculo Artístico de Sant Lluc por unas cuotas. Está muy ocupado desde que no está Víctor. Esto de Víctor lo ha trastocado.
–¿Y por qué se ha ido Víctor?
Fue la única pregunta que hice y no me la contestó.
Gonçal no podía ni mover el saco de patatas; lo cogí yo y le dije:
–¿Dónde lo vuelco?
–¡Ostras, tú! ¿Sabes cuánto pesa?
–Ya lo veo. Va, ¿dónde quieres que lo vuelque?
–Sobre las tablas de la esquina. ¡Menudos músculos, carajo! Rosó dice que tú aún eres más guapo que Víctor.
–¿Cuál de ellas es Rosó?
–La mona del pelo panocha. Primera camarera.
–¿Y cómo sabe que soy guapo, si aún no me ha mirado?
El chico se puso a mordisquear ciruelas secas que cogía de un cajón.
–Aquí hay un zurrón lleno de almendras. Cojamos un puñado, que no pasa nada. Tú me las puedes partir, que veo que tienes buenos dientes.
–Yo tengo buenos dientes porque no parto almendras.
–A Sadurní, segundo cochero, le gusta Rosó, pero ella ya dispone de un montón de pretendientes. La otra, Margarida la quisquillosa, tiene prometido; se escriben. Fruitós se casará el año que viene con una mujer que no vale nada, como él. Márius ya va para los cuarenta y no encuentra novia, es demasiado feo.
Hizo una pausa para tragarse la ciruela y escupir el hueso. Inesperadamente, lacónico, exclamó:
–Víctor no se ha ido por su gusto, sino que lo han echado.
Condicionados por el horario de atención a los amos, comíamos por turnos. Por las noches había chicas a la mesa, Margarida y Rosó, las dos camareras distinguidas tan caras de ver a lo largo del día. Para cenar no iban de uniforme, sino con bata de algodón, pero aun así conservaban su pretencioso empaque. Comían pulcramente mientras sostenían una conversación entre ellas a media voz. Jamás volvían la cabeza hacia donde estaba yo.
Margarida la quisquillosa tenía facciones imperfectas, pero la adornaban unos ojos casi color aceite. Su actitud seria le daba un aire enfurruñado. La otra, Rosó, la mona panocha, era atractiva; el puñado de pelo rojizo peinado hacia arriba resultaba de una elegancia impertinente en una criada. Aquella mosquita muerta era a la que yo le parecía más guapo que el otro.
La ayudante de cocina, chica mayor y deslucida, me miraba a veces con una sonrisa. Yo nunca me acordaba de su nombre. «Ramona», me repetía Gonçal.
La mujer menos comunicativa era la cocinera, Gabriela. Parecía que no se relacionara con nadie. Joven aún y bien plantada, alta, con vestimenta blanca, siempre se dedicaba a las cazuelas. Para mi sorpresa, un mediodía se volvió y me dijo:
–¿Cómo te va, Pol? ¿Mejor que en el bosque, a que sí?
–Me va muy bien, gracias -supe contestar yo.
Cara llena, limpia; expresión segura o acaso dura.
Un mediodía, cuando la mayoría estábamos en los postres, se nos reunió Márius, que aún tenía que empezar, y se sentó.
–Voy fuera de hora, dispensad la molestia.
Aquella gente era de una educación que acentuaba mis maneras toscas. Se pedían disculpas entre ellos, se cedían el paso y se asistían abriendo puertas.
Márius explicó que el señor Ubald le había cambiado los planes.
–No se va a causa de la huelga de trenes y me quiere enseguida en el archivo.
–Esto de la huelga de trenes ya hace historia -observó Fruitós, que pelaba una pera a mi lado-. ¿Y qué ha pasado en Barcelona esta mañana?
–Ha explotado otra bomba.
–Creía que había habido tiroteo en el muelle.
–Quizá también.
Hablaban fríamente, acostumbrados a la frecuencia de los atentados.
–¿Dónde ha explotado la bomba?
–En La Vallesana. Un obrero está malherido, por suerte. Quiero decir que por suerte sólo uno. La bomba ha sido potente. De fabricación italiana, como la del Liceo y la del general Martínez Campos.
Pepet levantó la cabeza y con la boca llena exclamó:
–¡Ostras! ¡A Barcelona ya la llaman la ciudad de las bombas! Con ésta van sesenta y cuatro. En los Maristas, en Can Batlló, en el Fomento del Trabajo…
Ramona se volvió alterada y dijo en un alarido:
–¡Basta de hablar de bombas en esta casa!
Se hizo un silencio sepulcral.
Por más vistazos que di, jamás vi el ascensor.
Una noche que me dirigía a los bajos, en el vitral de levante me topé con Gonçal, arrellanado en un balancín.
–¿Qué haces aquí tan cómodo? – le pregunté.
–Estoy trabajando, ¿no lo ves?
–No, no lo veo.
–Pues he trasladado toda la hilera de macetas de hojas al lado del desagüe para regarlas y ahora tengo que devolverlas a su sitio.
–¿Te ayudo?
–De acuerdo, siéntate.
–¿Que me siente?
–Tenemos que esperar a que hagan el pipí.
Entonces el lacayo cantor me impuso sotto voce el tararí y el tarará de una pieza musical. Opus 49 o 99, de Chopin, me dijo. Parecía que de verdad entendía de música.
–Es que escuchaba los conciertos de piano -me explicó-. Cada dos por tres teníamos el salón de música lleno de invitados. El luto todo lo interrumpió. Hace cuatro años tuvimos aquí a Isaac Albéniz, no te engaño.
Yo no sabía quién era Isaac Albéniz, pero ya se entendía que se trataba de una persona importante.
–El amo tiene amigos famosos: cantantes de ópera, actores, escritores, dramaturgos… ¿Sabes qué es un dramaturgo?
–¿Qué es?
–No, yo te lo pregunto a ti. La señora Clara, la hermana del amo, era una pianista de primer orden. La Schola Cantorum de París la solicitó para figurar allí, no te engaño. Pero los Darniu, de tanta alcurnia, dijeron que eso no era para ellos. Una chica de su rango exhibiéndose en público era rebajarse. Además, el señor Rossend, tan exagerado, decía que la Schola Cantorum tenía una influencia social poco formal. No era de su gusto. A su hija sólo le permitía recitales íntimos para cuatro amistades. Y elegía la música él. Nada de perderle el respeto al auditorio; nada de Debussy ni de Ravel. Para el señor Rossend aquellos locos franceses componían cacofonías de broma. Eso disgustaba a Clara, estaba triste, nunca se reía. Pero cuando tocaba el piano cambiaba toda ella. Oliver decía: «A Clara se le ha encendido el espíritu y la ilumina». Una velada interpretó una Balada de Brahms. Teníamos el salón lleno. Había tanto silencio que parecía vacío. En el acorde final el auditorio se puso en pie y prorrumpió en un estallido de ovaciones que hizo retumbar todos los lampadarios. Justo una semana más tarde, Clara murió.
El muchacho calló un momento. Un silencio extraño, como si se tragara el llanto.
–Tenía veintiocho años. Han llevado luto hasta ahora. Yo no sé si en esta casa se querrá abrir nunca más el salón de música. El mismo señor tampoco quiere tocar. Él sabía bastante antes de quedarse así.
–¿Qué quieres decir? ¿Es que no ha sido así siempre?
Me miró extrañado.
–¿Aún no lo sabes? ¡Toda Barcelona habló de ello! ¡La bomba anarquista de can Vallromá, el día de la Purísima! ¡Hirió al señor y mató a la hermana!
Cada domingo íbamos todos a misa primera en Sarriá, señores y criados, cocheros, mozos de establo y Balbina la de los conejos. No íbamos juntos, sino cada uno por sus propios medios. Yo salía de casa con la patulea de sirvientes masculinos, pero enseguida me iba quedando atrasado hasta que de repente me escabullía. No era un descreído, sino que las funciones religiosas se me hacían largas. Una vez que la viejecita jorobada me preguntó si no iba nunca a confesarme, le dije que no porque no cometía pecados. «Así me gusta, mentiroso», me contestó ella.
Me refugiaba en una tienda y me compraba cosas. Podía gastar; tinta, una plumilla con mango de nácar, papel rayado. Después me iba a dar una vuelta hasta una librería. Elegí Las aventuras de Gulliver, con dibujos, porque me pareció que me gustaría. En casa tenía Las ranas piden rey. Ya no me resultaba tan dificultoso leer. Gonçal me había dejado La hija del arriero y el perdón, que era una lata.
Cuando en las tardes de fiesta la abuela Caterina me traía la muda y los calcetines cosidos, se hacía cruces de encontrarme en la habitación con la nariz en el libro.
–¡Sí que eres estudioso! – me dijo un domingo, cogiéndome por el cogote-. Un galante mozo como eres y, en vez de irte de juerga, te me pones a recitar la lección.
–¡Pero si no estudio! – le contesté tomándole aquella manita áspera y llena de nudos-. Leo libros de aventuras.
No me entendía nada.
Se quedó un rato en la habitación pasándome revista a los cajones. Era como si yo ahora tuviera abuela. Cada mañana, mientras yo estaba ocupado con la limpieza, ella entraba a hacerme la cama y me dejaba un melindro sobre la mesita de noche. Me había adoptado.
–Los cuellos que ya hayas usado, no los tienes que guardar -me dijo-. Déjamelos aquí para lavar. ¿Es que no usas nunca las pecheras postizas? ¿Ni el domingo?
–Me cuesta abrochármelas. Se me tuercen.
–¡No te sabes vestir! ¿Y qué te pones en el cuello? ¿Cinta y nada más? Eres el menos presumido del grupo.
–No es verdad. Ahora ya presumo. Me suavizo las manos con la pomada.
–¿Que dices que qué?
Hacía poco el mayordomo me había hecho una inspección en las manos. Yo no me veía nada malo, exceptuando las durezas y alguna cicatriz. Él me dijo que tenía que corregir el desastre enseguida. «¡Y si no, Pol, jamás de los jamases podrás presentarte en ningún sitio sin guantes!»
Yo había asumido, pues, la vergüenza de usar un cosmético. Es decir, que en aquella sociedad distinguida parecía que aquello no era afeminado.
Mientras la abuela Caterina me guardaba la ropa, encontró el paquete de las herramientas que yo guardaba por si alguna vez volvía al campo.
–¿Qué diantre escondes aquí, morenito? ¿Cuchillos y dagas? ¿Qué es este repertorio oxidado?
–Con este repertorio oxidado podría defender un jornal durante los doce meses del año, Caterina.
No me entendió.
–¿Dónde se ponía esto Víctor? – le pregunté, destapando una cajita de lata que había en el tocador.
La viejecita miró analíticamente aquel potingue amarillo y pastoso como un huevo pasado.
Finalmente dijo:
–Esto es afeite. Se lo ponía en la cara al acabarse de afeitar. ¡Aquél sí que era un fachenda! Me gustas más tú quietecito leyendo. Quizá sí que no tienes pecados. ¿Cómo te trata Lluciá? ¿Ya se le ha pasado la rabieta?
–¡Pero si no lo he hecho enfadar!
–¿Que dices que qué? Ah, vaya, quiero decir cuando el amo te metió aquí dentro. Jamás en la vida había pasado que el señor en persona escogiera a un mozo. Este Lluciá consagrado se picó de lo lindo. Él no te quería aquí. Víctor sí que le gustaba. Víctor era el más solvente, decía Lluciá. ¡Y va y el amo pone en la calle al solvente! Víctor sabía demasiado de todo. Cada fiesta, a hacer de guaperas por las Ramblas con sombrero blando y bastón. Las mujeres se le volvían, con la facha que lucía. ¡Y por la noche, hale!, al Novedades a ver a la Duse. ¡Como yo te digo, morenito! ¡Como un marqués! Se decía que a la Bella Otero le enviaba ramos de flores. Nadie en el mundo hubiera creído que era sólo un doméstico. ¡Y pues, hala, ahora con la puerta en las narices, a bajarte los humos!
–¿Qué pasó con él, Caterina?
–¿Cómo dices?
–¡Nada! ¡No importa, puñetas!
–Aunque leas mal podrás clasificar las cartas. Separa las del personal y dáselas a Fruitós; las demás, todo el fajo, las subes al escritorio del señor Ubald y las dejas allí. Él no está nunca; aun así, llama siempre.
–¿Y si algún día está, qué hago, señor Lluciá?
–Digo que no está nunca, pero si desde dentro alguien te contesta, dices «con permiso», colocas las cartas sobre el escritorio y te retiras.
–Yo querría saber, señor Lluciá, si gusta de explicármelo, qué hago si mientras voy por la casa encuentro a alguien importante. ¿Tengo que seguir? ¿Tengo que hacer como quien no ve nada? ¿Tengo que saludar? ¿Tengo que cuadrarme?
Lluciá me miraba fijamente. Finalmente dijo:
–Dios nos libre de que te encuentres con alguien, Pol. Pero si es así, no hagas nada. Sólo observa qué hace la persona importante. Si te dice «hola, Pol», tú das los buenos días. Si no te quiere ver, sigues tu camino; si se para, dices «mándeme, señor»; si te chocas de narices con él, le dices «perdone». Espero que jamás de los jamases pase nada de esto.
La misión de llevar la correspondencia representaba un ascenso. De este modo supe el nombre de ella, pues jamás boca humana la había llamado más que «señora» o «ama».
Se llamaba Amélia. El nombre me pareció tan suave y bonito que para mí, para mi intimidad más secreta, ya para siempre sería «Amélia».
«Amélia Baigual, Señora de Darniu», le ponían en las muchas tarjetas que recibía. El amo era el «Ilustrísimo Señor Isidre Darniu de Gallach i de Palou, barón de Juneda», todo eso. Al cuñado sólo le ponían «Jaume Ubald». La falta de estirpia, como decía Balbina la de los conejos deformando la palabra.
También parecía que ya me confiaban totalmente la revisión de las lámparas. Y no era precisamente cosa de broma graduar la cantidad de llaves de gas de todo el interior. Y no digamos cuando me topaba con los mecheros Auer, tan modernos y brillantes que no se dejaban tocar sin hacerte dar un respingo.
Cuando estaba sudando para tratar de encender el del vestíbulo, me tuvo que pillar Fruitós.
–¿Qué es esto, chico? ¡Ni la traca de San Juan! Apártate, que te enseño. Mira, nunca tienes que meterle prisa. ¿Ves? Primero espera a que saque la rabia, y después, apunta la cerilla. El Auer exige serenidad. ¡Toma, ya está!
En ese momento, soltó un trueno que por poco no nos caemos de culo los dos.
Ya harto de olvidarme de hacer cambios de mecha, de soplar un quinqué y de encender el otro, una tarde lo estaba inspeccionando todo, muy nervioso. La segunda planta no me la sabía bien. Los amos pasarían al comedor a cenar puntuales y debían encontrar la iluminación conforme. Encima, no tenían que tropezarse conmigo.
Advertí que me metía por lugares desconocidos. Un espacio de verano, una especie de balcón acristalado con vistas a los plátanos de la avenida de Sarriá. Butacas de mimbre con respaldos de gran abanico. Yo no recordaba haber visto nunca eso. Me encogí. Había traspasado la frontera de aquella prudencia básica tan sagrada. Me hallaba de pleno en las habitaciones privadas donde sólo Rosó, primera camarera, y algún otro privilegiado podía circular previo toque de campana. Ya retrocedía aturdido cuando vi en el suelo, junto a una otomana chillona, un pañuelo fino de color limón. Me agaché para recogerlo, aplicado ya a los quehaceres de un criado. No era un pañuelo. Le siguieron pliegues y más pliegues de entre los cojines. Era una bata increíblemente larga y tenue. Yo aspiraba subyugado aquel perfume de magnolia. Me quedé unos momentos paralizado, reteniendo y apretando el puñado de gasa.
Me recuperé enseguida. Me daba cuenta del alcance de aquello. Tras colocar la pieza de ropa sobre el respaldo, retrocedí hacia la puerta. No lo era, no quería ser aquel chico del bosque apoyado en el árbol, inmerso en la coral de grillos de una noche de luna llena. Habían pasado siglos desde entonces. Ya me había hecho mayor.
Giré la llave del mechero y todo se quedó a oscuras, obsesiones incluidas.
–Veremos cómo se las arreglan para bajarlo del coche y subirlo a casa -dijo Gonçal-. Sólo con tocarlo, ya le hacen daño. Sin Víctor, la sesión nos hará padecer.
La sesión hizo padecer. Lluciá, Oliver y Fruitós se habían situado juntos en el porticado. Tenían a punto la silla vacía sin que supieran qué hacer con ella. Finalmente la bajaron por los siete escalones colocándola pegada al coche. Se decían cosas en voz baja.
–Están perdidos -dijo el lacayo-. Víctor actuaba solo y sin la silla. Cogía al señor a fuerza de brazos y subía las escaleras de maravilla. Lo llevaba hasta el vestíbulo y lo sentaba. Ni siquiera le arrugaba el faldón. Fruitós no puede. El señor es alto y pesa, ¿entiendes? Tiene miedo de que se le caiga. ¿Te imaginas? ¡Un golpe y fuera! El médico lo dijo.
Mientras el viejo Oliver y el mayordomo se preparaban para recibir al inválido, Fruitós se inclinó hacia dentro del coche provocando una fuerte oscilación y un gran chirrido de muelles. Manoteó a la desesperada antes de conseguir desencajonar al señor.
A mí me costaba aguantar aquello. El equipo de criados, rojos, sudados, topando entre ellos y tropezándose a cada escalón, levantaban la silla con el señor Darniu. Lo subieron poco a poco, a paso de procesión, haciéndolo balancear como una imagen de Semana Santa. Las manos del amo se crispaban sobre los brazos; apretaba los dientes.
Cuando el espectáculo angustioso se acabó, Gonçal y yo estábamos mareados, allí asomados sobre los balaustres.
–¿Y cuando llega allí donde va, quién lo baja? – pregunté-. ¿El cochero solo?
–¡Allí donde va no hay problema! Lo esperan con una camilla. Va al Hospital Clínico que han inaugurado en la calle Casanova de Barcelona. Es un sitio moderno, acondicionado. Le hacen una terapia.
–¿Qué es una terapia?
–No lo sé, pero se la hacen.
–¿Tú crees que lo curarán?
–No se la hacen para curarlo, sino para que no empeore. Tiene ataques. Víctor lo ayudaba, lo podía inmovilizar y le ponía el tirante de cuero. Juntos formaban un tándem.
–¿Qué es un tándem?
–El señor disimula, pero está deshecho. Es como quedarse paralítico por segunda vez. Suerte que últimamente se puede valer un poco. Mueve la pierna izquierda. Yo le he visto aguantarse en pie, de verdad. Un profesor sueco de gimnasia le hizo hacer ejercicio durante dos años y lo mejoró. Y le recetó baños de sol. Todavía los toma. De ahí la piel quemada que tiene… ¿De qué la tienes tú? ¿También tomas baños de sol?
–También.
–Si no fuera porque la mano le falla, podría tocar el piano; le modificaron los pedales y ahora los tiene al revés para hacer las resonancias con el pie contrario. Él lo intenta, pero le da angustia. La bomba de San Gervasio se la metieron dentro de la caja armónica; en cuanto la señora Clara pulsó las teclas, se produjo la explosión y todo voló. El amo todavía tiene metido en el espinazo una brizna de metralla que no le pudieron sacar. Las bombas llevan cargas de chatarra y clavos.
–¿Pero quién se la pudo meter dentro del piano?
–Fue el guardabosques que los Vallromá acababan de contratar.