10 DE OCTUBRE DE 1894

Desde que se habían quitado el luto, recibían visitas muy a menudo. A veces un círculo de señoras con sombreros de plumas tomaban chocolate en la terraza sin que ningún hombre las acompañara. «Hoy damas solas», decía Rosó preparándose para servir. También se hacía alguna merienda en el bosque, entre matrimonios jóvenes. «Hoy, damas y caballeros.» Y cada sábado por la noche, después de la cena, tertulia en la biblioteca hasta las tantas. «Hoy, caballeros solos.» Aquella lluviosa tarde de octubre se reunía en el salón una numerosa concurrencia. Servían los tres pesos capitales: Oliver, Fruitós y Márius. Lluciá actuaba en la entrada principal, bajando a recibir a los invitados con un paraguas. A la caterva de Pepets, Gonçals y Pols nos habían reclutado para ayudar donde conviniera. A mí me tenían escondido entre bastidores, aunque iba con pantalón negro y chaleco de tafilete, por si acaso. En aquella casa, a menudo perdíamos horas acicalados «por si acaso».

A modo de trastienda se usaba la estancia de baldosas con dibujo de damero. Habían preparado la mesa larga monacal con una reserva de cristal y cubertería. Por la sala contigua pululaba el distinguido público y se oía el rumor de su conversación.

Las chicas preparaban las bandejas de dulces y yo destapaba cajas de bombones con unos guantes puestos, pues dios me libre de tocar algo con mis dedazos. La ayudante de cocina, que ahora ya me acordaba de que se llamaba Ramona, entró con un fajo de servilletas y dijo:

–Fijaos qué manera de hablar tienen las personas de categoría social. Tantos como son y nunca levantan la voz. No arman jaleo. No hacen como en el mercado de la Boquería.

En aquel momento, resonó en el salón una estrepitosa carcajada de loro.

Ramona se persignó.

–¡María Santísima! ¡La señora marquesa viuda de Comabrú! ¡Siempre tiene que haber alguien que desentone!

Los criados principales entraban y salían de escena, cargando y descargando bandejas, rígidos, perfectos, posicionados en su papel. Margarida la quisquillosa se puso delante de mí, quieta, supervisando mi actuación.

–No apiles tanto los merengues -me dijo, preocupada siempre por darme a entender que si alguien no me ayudaba estaba perdido.

Seria como era habitual en ella, envalentonada, la quisquillosa reunía un refinamiento que atraía, a pesar de no ser bonita. Dos ojos como dos granos de uva. Por en medio de los rizos de moda, le emergía la cofia. Eso ayudaba a recordar que no se trataba de una princesa, sino de una chica de servicio.

La otra, la mona panocha, pasaba frente a mí en línea recta sin mover la cabeza, preparada en todo caso para recibir las miradas que se le quisieran dedicar. Yo no recordaba que en aquellos dos meses me hubiera dirigido la palabra. Sólo una vez que estábamos juntos en la cocina, ella había dicho de una manera indirecta a pesar de tenerme al lado: «Nos hemos olvidado el cajón de las gaseosas fuera; Pol nos lo entrará». Yo había entrado el cajón: «¿Dónde lo pongo?». Rosó había contestado sin mirarme ni a mí ni al cajón: «Al lado de la garrafa, gracias».

Una vez servido el piscolabis y mientras la gente de «categoría social» le iba haciendo honores, nuestro trabajo quedaba reducido a hacer guardia. Márius se nos reunió porque con dos en el salón había bastante. Apuntaló una nalga en la mesa y se puso a hacer solitarios medio inclinado:

–Hoy acabaremos tarde -dijo.

Él y yo tampoco solíamos conversar. De repente, alzó la cabeza y me miró:

–¿Juegas al tute?

Le dije que no, y se ve que ya no le interesé para nada más.

Muy tarde, ya oscureciendo, entró Oliver renqueando y haciendo una mueca.

–Me duelen los pies. Deprisa, Márius, ve a cenar con los del primer turno, que me tendrás que sustituir. Voy a cambiarme de zapatos. ¿Dónde está la nena?

–¿Qué nena?

–Margarida. Que haga una tisana para la marquesa viuda de Comabrú, a ver si se le corta el hipo. Tiene hipo. Yo no sé si es mejor el hipo o las risas. Algunos señores piden café… ¡Pol!, atento por si hace falta otra botella de Goutte d'Or. Destápala. Y ten preparados vasos de ponche. Te quedas solo un momento, eh, chico, ¡estate atento!

Fruitós estuvo entrando y saliendo tan seguido que no me dejaba respirar. El Goutte d'Or, la azucarera, una servilleta, cuchillo de postre… Yo allí en la mesa haciendo entregas como si fuera el dependiente de una caseta de feria. Margarida se chocó con él cuando salía con la cafetera. Criado, criada y las respectivas bandejas, todo mezclado entre los pliegues de la cortina.

–¡Diantres, Pol! – gritó Fruitós perdiendo su apatía-. Cada vez que me oigas ven a retirar esta cortina, ¿quieres?

Ya me empezaban a doler los pies como al viejo Oliver, toda la tarde con aquel charol estrecho tan abrochado. Iba a sentarme cuando oí que Fruitós volvía. De un salto, corrí a retirar la cortina.

Y me encontré a la señora Amélia frente a mí.

Me quedé clavado en el suelo, con la sangre que se me bajaba a los pies. Ni siquiera me acordaba de que estaba sirviendo en su casa. Ella habló rápido en voz baja:

–Fruitós, quiero decir Márius… ¡Uy! ¡Si eres tú!… ¡A ver, traed café, deprisa, no sé qué habéis hecho con la cafetera, sólo sale tisana!

Dicho esto, giró en redondo y se marchó dejando ver un remolino de seda malva mientras caía la cortina.

Yo no reaccionaba. Allí de pie como una estatua, con su imagen impresa en las retinas. Cada vez que la veía la encontraba más bonita de como la imaginaba. Más lánguida, más transparente, más solemne. Toda ella impregnada de aquel estigma triste. Aquel rigor de pureza, aquella integridad de muchacha consagrada a un amor superior.

El insomnio de aquella noche fue un poco rebuscado. Me gustaba estar despierto y pensar en ella. Nunca me había atrevido, para no sentirme ridículo. A pesar de ello, esa vez no quise vencer la tentación de imaginarme a la señora Amélia con la bata de gasa limón. Aquella persona fina sólo podía inspirar fantasías idílicas, limpias, que me llenaban los sentidos de un deleite tranquilo, como si tan sólo fuera beneficio para el espíritu. Me gustaba evocarla entre velos vaporosos, cuidadosamente, entrevista y nada más. Deseo mortecino, aspiración serena, gusto difuso. No es que aquella especie de amor escondido y casto no me suscitara la pasión, pero no era una pasión ardiente, sino luminosa. Y así me dormía.

15 DE OCTUBRE DE 1894

Los Darniu no usaban piedra y yesca para encender, sino cerillas, que eran una novedad. Me enviaban a mí a la tienda a comprarlas. También me ocupaba de ir a la cerería por las velas, al cristalero y al estañador. Todos los encargos de fuera los hacía a gusto. Me agradaba más salir para cosas así que no cuando me daban la tarde libre, pues no sabía adónde ir. Las calles de Sarriá eran tranquilas, tan sólo transitadas por carritos de hortelanos y campesinos que llevaban aves de corral a vender. Temprano pasaba un rebaño de ovejas, y, a media mañana, un viejo con tres burras en fila haciendo sonar los cencerros; las vecinas que querían leche de burra salían con la jarra. El mazo del herrero era un ruido constante y único; en su porche se congregaban arrieros y tartaneros hablando de política.

Pero últimamente el ambiente general estaba alterado. No parecía el pueblo de siempre. Había a menudo alborotos de los muchachos de la Unión Catalana con barretina roja, repartiendo propaganda y banderolas con las cuatro barras. Por la placita hormigueaban obreros en paro con la colilla prendida del labio y la gorra sobre los ojos. También se veían grupos de gente acomodada con sombrero y bastón, leyendo el periódico al sol. Se los oía discutir irritadamente por qué Castelar y Martínez Campos habían disuelto el partido republicano posibilista a favor de los liberales dinásticos. Los acontecimientos en las Cortés hacían que todos se enfadaran. En la vinatería Xic había puñetazos cada día y la Guardia Civil les hizo poner un cartel que prohibía hablar de política dentro del establecimiento.

Cuando se trataba de ir a la carbonería o más lejos con carga a cuestas, me acompañaba Sadurní con el carrito filipino, vehículo como un cajón pintado de verde que se usaba para recoger las provisiones en el mercado.

Sadurní, segundo cochero, muchacho mayor que yo, era el que pretendía a Rosó. Tipo especial entre agradable y rudo. Tenía buena planta, pero la viruela lo había marcado. Dentro de la casa no trabajaba. Siempre en las cuadras. Comía incluso allí con un par de mozos de establo. Tenía pasión por los caballos. El señor Ubald se lo llevaba a menudo a cabalgar por los bosques de Sant Cugat. Daba la impresión de ser una persona muy fiel a los Darniu, pero se movía y actuaba de manera rutinaria, como a disgusto, ensimismado en algún problema muy suyo.

–¡Vigila qué haces, Pol, puñetas! – me dijo un día mientras yo lo ayudaba a descargar el carrito-. ¡No cojas tantas cosas juntas, que lo estás mezclando todo!

Amable no era.

–Parece huraño Sadurní, ¿eh? – le comenté a mi compañero de escala y trapos.

–Le pasan cosas -contestó él-. Pero es bueno. El señor Darniu lo quiere mucho.

–¿Cosas con Rosó?

–¡Uf! ¡Rosó nada! Quiero decir que su padre ha muerto hace poco y le ha dejado un montón de quebraderos de cabeza. La casa donde vive su madre, aquí cerca, se la han embargado.

–¿Una casa propia? – dije yo boquiabierto.

–Un bisabuelo suyo había sido rico, mayoral de coches de posta. Ahora ya sólo les queda la casa. Su madre había hecho de asistenta aquí en la torre y se casó con el pianista que daba lecciones a la hermana del amo. Por eso parece que el señor Darniu no permitirá que les quiten la casa.

Los sirvientes respetaban mucho a Sadurní, aunque él los evitaba. Cuando nos traía algún cesto, Ramona la de la cocina solía ofrecerle una taza de café. Jamás aceptaba. «No tengo tiempo, gracias», y se escapaba.

En una ocasión, yo estaba troceando huesos de jamón y Gabriela hacía una picada. Sadurní asomó la cabeza y dijo:

–Dejo el traje nuevo del señor Ubald. Márius lo está esperando.

–¡Sube tú mismo, hombre! – dijo la cocinera-. ¡Tenemos trabajo!

Sadurní, sin encomendarse a Dios ni al diablo, me dijo a mí:

–¡Venga, Pol, muévete! ¡Te dejo la caja aquí!

Y se largó.

–¡Este chico! – exclamó Gabriela-. ¡Aquí dentro lo pinchan!

La alcoba del cuñado era muy rica pero de una gran severidad, toda de ébano con ropajes oscuros de un satén azulón. A primera vista parecía un catafalco. Presidiendo la estancia había un gran retrato al óleo de una mujer joven vestida de blanco. Era de rostro alargado y melancólico; unos ojos difusos, tristes, casi apagados. La abundancia de cabello claro y rizado formaba una corona porosa alrededor de su frente.

–Es Clara Darniu, la difunta hermana del amo -me informó Márius, ocupado en hacer una maleta.

Al saber que aquella mujer delgaducha pero egregia era la celebrada pianista que la bomba había destrozado, la miré con reverencia. Tal vez me gustó incluso más, aunque no era una belleza.

–Venga, adelante, dame la caja y antes de irte ponme estos sombreros en el estante, por favor… No los cojas como si los agarrases, hombre. Usa las puntas de los dedos.

Márius, como todos en aquella casa, no paraba de aleccionarme. Hay que decir que él manejaba las cosas con una escrupulosidad que yo no me veía con ánimo de imitar. Estuve observando la manera en cómo doblaba las piezas de ropa para meterlas en la maleta; reduzcámoslo todo a la mitad, una manga dentro de la otra, alisémoslo y coloquémoslo. Ni una arruga. Mientras actuaba inclinado, el cuidado cabello le resbalaba, limpio, libre de linaza. Su propia cabeza era muestra del portentoso profesional que era con las tijeras y el peine. Y no hablemos del mostacho que había perfilado al difunto señor Rossend revolucionando la estética de toda su persona, ni insistamos en las patillas rizadas del insigne alcalde que yo no sabía quién era. El genio de Márius consistía en neutralizar su propia fealdad. Se hacía la raya de aquella manera atrevida colocándose la mata hacia un lado, floja y lisa, y adquiría el aspecto de un poeta lánguido, no exento de atractivo. Era una forma de peinado poco corriente, no porque no hubiera demanda, sino por el cabello que requería. Me recordaba al amo Masats, que también lucía aquella cortina negra a medio caer. Pero hay que decir que Lau era un hombre que se hacía mirar, de un atractivo insolente, de fisonomía viril, que en lugar de un poeta enfermizo recordaba a un aventurero vigoroso y seductor. Recordaba a un aventurero vigoroso y seductor porque lo era. Establecer comparaciones entre él y Márius, a pesar del idéntico estilo de peinado, resultaba un exceso.

–Márius es hijo de un barbero de Gerona -me explicó el lacayo-. Antes de entrar a trabajar en la torre, era camarero en el Hotel Gran Continental. Lo sabe hacer todo. Emularía al resto de domésticos si fuera bien plantado. Sólo por eso Víctor le pasaba delante.

Estábamos los dos en el sótano desgranando judías secas cuando Lluciá subió de la bodega haciendo tintinear las llaves. Al verme a mí allí miró su reloj de bolsillo y exclamó:

–¿Y la correspondencia, Pol? No te entretengas. El señor Ubald espera una carta del Ateneo. Llévale todo el fajo a la terraza de abajo. Está leyendo el diario. Sácate el guardapolvo. ¿Qué llevas debajo?

–Nada.

–¿Qué quiere decir nada?

–Quiero decir nada, señor Lluciá.

–¿Vas desnudo debajo?

–Llevo calzones, señor Lluciá.

Siguió su camino murmurando entre dientes: «Calzones, sí».

No llevaba nada debajo porque estaba harto de atar y desatar. Corchetes, botones, presillas.

Tras ponerme en condiciones, me encaminé a la terraza con el fajo de cartas. En cuanto atravesé la galería acristalada ya se veía que el señor Ubald no estaba solo allí fuera. La señora Amélia estaba sentada frente a él haciendo ganchillo.

Ni siquiera suspendí el paso. Me estaba haciendo a la idea de que aquellas situaciones eran inevitables. Me dirigía hacia allí, sereno, cuando se me cayeron al suelo dos sobres. Había reflexionado mucho. Dentro del horario de trabajo reprimiría en seco convulsiones internas.

–Buenos días tengan -dije con soltura.

La voz no era la mía.

Oí que ella decía «Buenos días, Pol» sin levantar los ojos de la labor, mientras el señor Ubald me señalaba un desparrame de hojas de diario que le habían volado con el viento.

–Recógeme eso, por favor.

Al colocar las cartas sobre la mesita de mármol, se me vio una tosca mano con cicatrices. En aquel desastre sí que se fijó la señora Amélia. Advertí el movimiento veloz de sus largas pestañas.

Mientras me dedicaba a recoger las hojas de diario, los oí hablar.

–Pero tanto rato solo en el bosque, Jaume -decía ella-. Antes nunca quería salir y ahora no se mueve de allí. Me hace sufrir.

–Lo vigilas demasiado, mujer. Deja que se distraiga. No va lejos, míralo, desde aquí se le ve.

75

Los dos se levantaron y se acercaron a la barandilla de la terraza.

–¡Jaume, Dios mío! – gritó ella alarmada-. ¡Se le ha encallado la silla!

Yo me incorporé con la papelería en las manos para mirar qué pasaba.

Se distinguía al amo allá abajo, por el lado del encinar, braceando para ponerse en marcha, con las ruedas que no le obedecían.

–¡No puede! – decía la señora Amélia desolada.

Yo también sufría. Pero me parece que sufría porque ella sufría. El cuñado la cogió por el brazo y habló con calma:

–Lo conseguirá, Amélia, no hagamos nada, déjale demostrar que no nos necesita. Le agobia que le ayudemos tanto. Siempre nos lo dice.

–Está dentro de un hoyo, Jaume. ¡Hagamos algo!

–Si quiere voy yo, señora -se me escapó decir.

Ella se volvió rápida hacia mí.

–¡Sí, hazme el favor! ¡Aunque Isidre se enfade! ¡No lo puedo ver así!

El señor Ubald me miró moviendo la cabeza y me dijo sonriente:

–Prepárate, Pol. Se enfadará.

Salté los escalones y corrí hacia allí, excitado por poder hacerle un favor a la señora Amélia. Era un favor muy valioso, pero yo no las tenía todas conmigo.

El señor Darniu no me vio llegar, atareado como estaba intentando mover las ruedas, con los cabellos en la cara. En voz baja emitía una sarta de imprecaciones. Se le veía tan arrebatado contra aquella silla que no temí que mi presencia lo pudiera indisponer todavía más. Aun así, me detuve frente a él sin encontrar la manera de hacerme notar. No sé qué tenía ese hombre que hacía sentir un respeto paralizante. Quizá era debido al demonio de la silla.

De repente, me di cuenta de que me miraba los pies. Se quedó quieto, como sorprendido y, acto seguido, levantó la cabeza, con los ojos muy abiertos, de un gris de metal.

–¿No has venido hasta ahora? – exclamó arisco-. ¡Hace media hora que estoy aquí clavado empujando y os veo tan frescos en la terraza mirándome! ¡Va, venga! ¡Sácame de aquí, puñetas!

Previendo la envergadura de lo que se me venía encima, me puse a examinar la situación, muy intranquilo. La silla estaba afectada por tres contratiempos a la vez. Aparte de encontrarse de lado dentro de un agujero, una de las ruedas estaba trabada con un puñado de hierbas y el estribo delantero se había encajado en el repecho.

–¿Qué, chico? – me urgió él-. ¿No sacas la silla de aquí?

–Preferiría sacarlo a usted de la silla, señor.

–¡Ah, no! ¡Ni se te ocurra tocarme! ¡Ni en broma! Aguantaré la sacudida que sea, pero aquí sentado.

–Es que tendrían que ser tres sacudidas, señor.

–¡Venga la primera, va! ¡No te lo pienses tanto! «Una sacudida y listo», me había dicho Gonçal.

–Discúlpeme, señor. Yo jamás en la vida le daré una sacudida, señor.

Me miró muy sorprendido, con furia. Yo resistía, marcial, serio. Ni siquiera pestañeaba. Sólo la respiración se me había alterado y casi era un bufido.

Durante un buen rato seguimos en aquella actitud sin retomar la palabra ni el uno ni el otro. Yo no sabía cómo acabaría aquello. Los ojos del señor Darniu se habían vuelto como rallas finas y brillantes, cuchillos que cortaban.

Con voz ahogada, muy bajo de tono y bronco, musitó:

–No me rodees por el medio de la espalda. Ha de ser por encima de la cintura.

No recuerdo qué hice. Fue tan rápido todo que en caso de tenerlo que repetir no sabría por dónde había empezado. Sí que pesaba, pero no me daba cuenta de su peso, preocupado por si le arrugaba la chaqueta. Mi brazo lo rodeaba por arriba tal como me había dicho y con la izquierda lo tenía cogido por debajo de las nalgas. Yo no sé si por allí tenía algún hueso roto. Pero fue un momento. Él no tuvo tiempo de hacer nada, sólo con una mano me agarraba la abertura del chaleco. Más tarde comprobé que se me habían saltado dos botones. Su ropa no había salido malparada, pero la mía sí.

Depositado en el suelo sobre el repecho de hierba, se quedó tan bien sentado como el día que lo había visto vestido de blanco con la señora Amélia, que se reunía con él.

No dijo palabra. Se quedó meditabundo, con la cabeza baja y las dos manos sobre la hierba, sosteniéndose.

–¿Le he hecho daño, señor? – dije en voz baja, un poco atragantado.

Dijo que no con la cabeza. Los cabellos le volvían a colgar; aquella caída de mata larga sin engominar era, no hace falta decirlo, creación de Márius.

Me ocupé de desenganchar la silla de ruedas. Torciéndola y sacudiéndola, temía que se me desmontara. Una vez limpias de hierbajos las ruedas y sacado el barro del estribo, la puse derecha al lado del amo.

–Cuando quiera, señor.

–No quiero -contestó él, seco-. Sácamela de delante, que no la vea.

Obedecí precipitado, escondiéndola detrás de las matas.

–Tú no te vayas. Siéntate aquí. Quiero reposar un rato. No te pongas tan lejos. Aquí, a mi lado. Estírame la pierna derecha… Digo la derecha, hombre, estate atento. La otra la puedo mover. Así. Bien, ahora siéntate. Muy bien. Gracias, Víctor.

***

Allí estábamos, sentados en el suelo sobre un plantel verde y oloroso, uno junto al otro, totalmente mudos. Hacía buen tiempo. Un otoño benigno. El sol suave que recibíamos era agradable.

«Víctor.» Evidentemente el señor Darniu me había bautizado sin darse cuenta, pero yo me había sentido condecorado.

Había pasado media hora. Desde aquel punto veíamos la terraza, con la figurita de la señora Amélia y el cuñado. Se habían vuelto a sentar.

La posibilidad de una conversación con el señor Darniu me daba pavor. Me temía que era muy distinto de su cuñado. No quiero decir entonado y ceremonioso como el mayordomo. Nada de eso. De su boca había salido un «puñetas» que me había dado ánimos, como si pudiera ofrecer un trato fácil. Pero sí que irradiaba una sagacidad fría que te hacía sentir poca cosa, sí que se le traslucía el aplomo, la seguridad, el poder que da la riqueza. O quizá no la riqueza, sino la inteligencia. O acaso, después de todo, la estirpe.

Su mano derecha temblaba de vez en cuando. Él la inmovilizaba sobre la rodilla.

Cuando de repente habló, por poco no doy un respingo.

–¿Qué planta es esta que huele tanto cuando la chafamos?

–Es toronjina, señor.

–¿La plantaste tú?

–Sale sola, señor. Hace como la menta en el río.

Me miró un momento con cierta atención. Era de suponer que mi compañía le resultaba una lata. Los otros sirvientes, todos, chicas incluidas, seguro que sabían dirigirse a él con corrección. No quiero decir que a mí me gustara aquella retahíla de frases postizas que usaban, pero dado que eso parecía ser lo que demandaban las relaciones con las personas de «categoría social», hubiera preferido poderme comunicar de esa manera. «Disculpe el señor que me atreva a sugerir que el señor estaría más cómodo de espaldas al sol.» «Si me lo permite, le recordaré que su señora abuela, que esté en el cielo, ya hacía gala de esta caritativa costumbre.» «Con todos los respetos, señor, creo pertinente servir el Chandon frío, si al señor no le displace.»

Inopinadamente, el amo volvió a hablar en un cuchicheo:

–Estoy vigilando una especie de pájaro rubio que tiene una cresta de plumas. No te muevas, que lo asustarás.

–Es una abubilla.

–¿Una abubilla? ¿Quieres decir que las abubillas son tan bonitas?… ¡Vaya! ¡Ya ha volado! ¿No sería una tórtola?

–Seguro que no, señor. Era una abubilla. Lo único feo que tienen es el nombre. El bosque está lleno de ellas. De buena mañana dan unos chillidos estridentes.

–No me había fijado nunca.

–Hay garzas y alondras. También he visto algún milano.

–Sabes más cosas de este bosque que yo. De pequeño no me dejaban jugar. Me seguía el preceptor con el libro de gramática… Y te tengo que confesar que si alguna vez me adentraba, me perdía. Todo lo veía igual. Vagaba un buen rato, dando vueltas, pasando dos y tres veces frente al mismo sauce.

A mí me había pasado eso por el laberinto de mármol de la residencia.

El señor Darniu prosiguió hablando:

–Fui un desastroso niño bien educado. Sabía latín y matemáticas.

Mientras hablaba, desbriznaba entre el follaje como si descubriera maravillas.

–Tenía un preceptor, un mentor, un director espiritual y un padre Honorat. Mi programa de estudios era para hacer feliz a cualquier criatura: Física, Química, Aritmética, Geometría. Normas de obediencia, de urbanidad, de ética, de religión; no actuar nunca sin permiso de los superiores, acatar los preceptos de la Iglesia. La disciplina me hacía hacer pipí a toque de campana… Vaya, ahora también; si no lo hago puntual se me va el impulso… ¿Qué son estas ramillas de donde cuelgan judías?

–Son acacias que hacen semilla, señor.

–Los niños pobres son unos desgraciados, y los niños ricos, también… ¿Tú ya habías trabajado de jardinero antes?

–No, señor. Era segador y esas cosas. Pero una vez estuve en la poda en una finca de la villa de Sitges y vi cómo los jardineros lo arreglaban. Por allí los indianos se hacen torres rodeadas de plantas recortadas, árboles de flor y palmeras.

–No hace mucho, un invitado me dijo que en este bosque nuestro, por el lado de poniente, había visto una palmera. ¿Qué sabes tú de eso?

–Sí, señor. Está. Alta y delgada, muy bonita, rodeada por un vergel.

–Vaya, en los jardines de Barcelona hay palmeras, pero ¿cómo ha podido nacer aquí arriba, ella sola?

–Algún pájaro la sembró, señor. Se comen la semilla y…, y cuando… ejem, la dejan en el suelo ya con abono.

Le estuve explicando cómo nosotros esparcíamos las semillas en diferentes cultivos. Cómo anegábamos cada bancal para cultivar allí arroz y cómo después lo replantábamos al atardecer para que la luz no lo hiriera.

–¿Pero hasta a las riberas del Ebro has ido a trabajar?

–Y por el interior, hasta la Conca de Tremp, señor.

No dejó de hacerme preguntas. Estuvimos charlando un rato de todo aquello. Yo me arrancaba explicándole las rutas de los temporeros, arriba y abajo, como si me volviera a encontrar en las mieses de cada comarca.

La abubilla nos rondaba otra vez.

–¡Mírala, chico! – gritó el amo, vibrante-. ¡Ahora la tienes a la derecha y está intentando…! ¡Muy bien!

Su brusca interrupción me hizo mirar donde él miraba.

Se nos acercaba por entre la hierba Fruitós, robusto y gordo, bastante bruto, girando los pies y con aquella media sonrisa ufana que le abotargaba las mejillas.

–Buenos días, señor -dijo-. Si no dispone lo contrario, lo vengo a buscar para comer, señor. Supongo y deseo que lo haya pasado bien en este lugar espléndido.

Dio un tropezón que por un pelo no hizo que se cayera cuan largo era. Recuperándose debidamente, se inclinó para agarrar al señor; de una brazada por debajo de las axilas, lo levantó y lo descargó en la silla de ruedas. Se lo llevó glosándole la maravilla de la temperatura. La silla chirriando.

Tras haber intimado ese poco, en adelante el amo sería «Isidre» para mí.

22 DE OCTUBRE DE 1894

El lunes por la mañana, al llevar la correspondencia al despacho, me encontré al señor Ubald en persona sentado detrás del escritorio. Levantó la cabeza y me sonrió. La amabilidad innata de aquel hombre era totalmente opuesta a la amabilidad profesional de Lluciá. jamás había visto dos personajes tan contrapuestos.

–Le dejo las cartas, señor Ubald. Con permiso.

Ya me iba cuando su voz me detuvo:

–¿Qué tal, Pol? ¿Te acostumbras a los trabajos domésticos o preferirías la siega o la vendimia?

Por un momento no contesté. Yo mismo no sabía si todas las ventajas de hacer de criado me satisfacían.

–Estoy muy bien con ustedes -murmuré por fin-. Pero algunas veces me siento raro. Trabajar las tierras me gustaba.

Enarcó las cejas reflexivamente.

–En estos momentos el campo es un infierno. El ánimo revolucionario está que arde. Allí lo pasarías mal.

–Ya lo pasaba mal entonces, señor Ubald. Por eso bajé a Barcelona.

–Es mucho peor. Los jornaleros se mueren de hambre. Yo visito las haciendas, viajo bastante, es mi trabajo. Las condiciones son dramáticas. Nadie recoge la viña. No cobro de ningún sitio. Masías arruinadas, arrancadores de cepas abocados al desahucio, desesperación. En el Penedés hay una protesta feroz. Apedrean a los propietarios, ellos responden con perdigonadas, la Guardia Civil se lleva a la gente con grilletes… No te duela servir aquí, aunque añores.

–No me duele en absoluto -dije sincero-. Y tampoco es que añore. Sólo que me siento fuera de sitio. Me ocupo en tareas que no parecen mías.

El señor Ubald se inclinó hacia atrás y cruzó los brazos. Me observaba con ojos benevolentes. Pausadamente, dijo:

–Yo he tenido ocasión de conocer tus tierras. Hace unos días estuve por allí y todo aquello me causó una fuerte impresión. Es terreno firme. Se diría que ha servido de molde para hacerte a ti, curtido y sano. Incluso conozco can Masats.

Presté atención, interesado. El cuñado prosiguió en un tono caviloso:

–No importa que te lo diga; fui expresamente a buscar informes tuyos por encargo de mi cuñado. Tanta precaución no tiene que incomodarte. Estamos obligados por las circunstancias. Nadie de esta familia puede descuidar la guardia.

Cambió de tono y sonrió.

–¡No te creas que en aquella agreste Serra del Monterol me fue fácil encontrar la casa de campo de donde saliste! Tuvieron que llevarme desde el pueblo de Pella a lomos de un asno que me dejó molido. ¡Yo encima de una silla de montar soy incansable, pero no había silla!

A mí se me escapaba la risa.

–Lástima de sacrificio, señor Ubald -dije-. Cuando en can Masats me vieron por última vez, yo no había cumplido aún los once años. No sé qué informes le habrán dado de mí, exceptuando que intercambié unos tirantes.

–¡Ni me lo creía, Pol! ¿Cómo te las arreglabas en la montaña solo con cincuenta y cuatro cerdos a tu cargo?

–Pues me tumbaba bajo un roble y comía pan con queso.

El señor Ubald movía la cabeza, divertido.

–Pero no te creas que me incomodó el viaje. Me gustó ver aquel conjunto sobre un escarpado lleno de pitas. Aquello está descuidado, y a pesar de ello, el dominio es tan vasto que impone. Me atendió el amo Masats en persona.

–Sería Gori, el masovero. El amo no estaba nunca, señor Ubald. Vivía en Valls.

–Aquel día estaba allí. Aquel Gori de que hablas me cerró la puerta en las narices. Me dijo que no se acordaba de ti y que, además, se le enfriaba la escudella. Me enfadé. Me iba con el mal sabor cuando me salió al paso el amo y fue tan amable que me invitó a comer.

–Me gusta saber que Lau fue amable.

–Es cierto que no pudo darme referencias de ti. Pero me habló de tu madre.

Se hizo el silencio. Era tan poco lo que la gente me había dicho de mi madre, que las palabras del señor Ubald me impresionaron. Sosegadamente, el cuñado prosiguió su relato:

–El amo Masats me explicó que era una criada trabajadora como ninguna. Antonia Caselles siempre sería recordada en la masía por haber sido la más cumplidora, la más fiel y la más bonita de esas tierras. He aquí tus referencias.

Nos quedamos los dos un momento callados. Finalmente, yo dije en voz baja:

–No me imaginaba que el amo Masats honrara así la memoria de mi madre.

–Es un hombre que no tiene a nadie y añora a todo el mundo. No me dejaba marcharme explicándome un montón de cosas que no llevaban a ninguna parte, tal como lo hacen aquellos que necesitan un oyente para dejar de hablar solos. Me dijo que todavía estaba soltero, que ya se le había pasado el arroz. Está estropeado. Y no llega a los cincuenta.

–Yo lo recuerdo alto y con buena planta, vestido de cazador. Todos los niños nos quedábamos con la boca abierta mirándolo.

–Ya no queda nada de eso. Abotargado, toma sellos, se ahoga. Encima, Gori lo saca de sus casillas. Me explicó una sarta de cosas. A mí me venía grande ese despliegue de confidencias, pero intenté entenderlo. Tu antiguo amo no se ve capaz de enderezar todo aquello que durante su vida ha torcido.

–Era jugador.

–Me lo dijo. Me dijo que durante años no se había movido del casino de Vichy. Ahora lo ha dejado todo, juego y mujeres. Lo han despellejado. Se ha refugiado en la masía para intentar salvar algo y allí se encuentra con que el masovero dicta la ley. Él querría en su lugar a un antiguo boyero. Me estuvo hablando de él con una gran fe, como si rezara.

–¡Lo conozco! – dije yo-. ¡Se llama Soter! Pero está pachucho, medio muerto.

El administrador me miraba expectante, casi alucinado. Murmuró:

–Me lo dijo. Me dijo que era un hombre mayor, lleno de achaques, herniado, con diarrea y yo qué sé qué más. ¿A ti te parece que un tipo así le podría levantar la hacienda?

–Seguro que sí, señor Ubald.

–¡Vaya! Pues ya lo tiene allí. Sólo le falta deshacerse de Gori. Aquel Gori se le ha hecho de una liga de resistencia de campesinos. Quieren disminuir en un tercio la parte del producto de la tierra que corresponde al propietario. Ninguno de los terratenientes cede. Soportan sabotajes y huelgas de brazos caídos. Las pérdidas son abrumadoras. El amo Masats se está animando y les planta cara, los quiere someter. Tiene influencia en el municipio y emite edictos en su beneficio. Gori lo amenaza con la hoz y el puño. Él le enseña el látigo. Enemigos acérrimos los dos. El uno y el otro equivalen a los dos extremos que están deshaciendo España. Mientras comíamos, tenía la correa sobre la mesa. Parece ser que los insultos de Gori lo empiezan a sobresaltar. «No hablemos más de este maldito», me dijo. «Vos habéis venido por el chico de Antonia y me gusta saber que está en una buena casa.» Se interesó por ti, Pol. Dijo que te habías ido sin decir adiós y que le había dolido.

–Yo no sabía que Lau me tuviera visto. Sólo le debo haber ido a la escuela. Dijo que no quería criar burros, que ya tenía bastante criando cerdos.

El cuñado se rió y exclamó:

–¡Pobre amo Masats! Es medio tragedia y medio comedia. Acabó diciéndome que, si algún día te acercabas por Valls, fueras a verlo.

–¿Yo a verlo a Valls? – exclamé incrédulo-. ¡Si jamás he sabido dónde tiene la casa!

–La tiene hipotecada, a punto de perderla. Pero me dio la dirección.

El señor Ubald rebuscó en un cajón del escritorio y me tendió una tarjeta. La cogí desconcertado. «Laurenci Masats Llonch.» Nunca había sabido por qué le llamaban Lau.

El cuñado me miraba divertido por la cara que yo ponía.

–Escucha, Pol, hoy te he esperado expresamente para decirte esto. El amo Masats insistió en que, si alguna vez rompías el trato con nosotros, te acordaras de que él te puede ayudar.

Sin entender la extravagancia de Lau, se me escapó decir:

–¡Como no sea que yo lo tenga que ayudar a él!

–De acuerdo. Pero no lo podía decir de esa manera.

28 DE OCTUBRE DE 1894

Margarida la quisquillosa había perdido el temple. Estaba nerviosa buscándole defectos a todo el mundo desde que ella la había fastidiado con la tisana y el café. Dentro de la cocina había habido bronca a causa de unos platos mal secados. Y, aunque yo estaba muy al margen y no sabía de qué iba nada, la chica me quería involucrar. Me largué oportunamente, dejándola hablar. Al día siguiente, mientras Gonçal y yo, cargados con la escalera, nos ocupábamos del escudo de piedra de la chimenea, compareció exaltada.

–¡Os lo dejáis todo, chicos! ¡La tapa repujada está llena de polvo!

Nos quedamos estupefactos, yo con el escobillón en los dedos y Gonçal con el repertorio de trapos colgados del brazo. No reaccionábamos. Ya se me había advertido desde un principio de que en aquella casa era Lluciá quien revisaba el trabajo y nadie, pero nadie, estaba autorizado a reprobar el trabajo de otro.

–¿Ves como es una quisquillosa?

–¿Siempre hace esto?

–Sólo cuando se le antoja. Debe de haberse peleado con el novio.

Aquella misma noche, ya retirado a mi habitación, me estaba metiendo en la cama cuando la puerta se abrió poco a poco y me encontré a Margarida dentro, con una bata azul cielo y el pelo desordenado.

Aquello era una prohibición «canónica», como decía mi jorobadita haciendo la señal de la cruz. «¡Que no te metas jamás en la habitación de una chica por la noche, morenito, que en esta casa es el pecado que no te sería perdonado en la vida!»

La sorpresa me dejó paralizado, con la ropa que me estaba quitando entre las manos. Notaba en la cara un rubor intenso.

La chica cerró y titubeando, como asustándose, avanzó un paso hacia mí.

–Perdona, no pienses mal. Entro porque la habitación de Lluciá está justo frente a la tuya y sólo faltaría que me viera aquí tan tarde. Total nada, es que no puedo dormir pensando en la tontería del arca llena de polvo. Vengo a pedirte disculpas. Bien que me sé las normas de no criticarnos mutuamente.

Yo en calzoncillos y ella en mi dormitorio, con la puerta cerrada.

–Hay normas más severas que ésa -mascullé-. Yo no pienso mal, pero mejor que no me lo piense demasiado. Por favor, da media vuelta y ve a meterte en tu cama.

Con aquella cabellera suelta y ondulada casi era guapa. Unos ojos grandes color de ámbar. Viendo cómo le brillaba a la luz del quinqué, me acordé de aquello que me había dicho el zoquete del lacayo: «Margarida tiene los ojos bonitos como una lechuza». Yo le había aconsejado que de la belleza de los ojos de las lechuzas no le hablara nunca a ella, y el tapón, riéndose a su manera, me contestó: «¡Es que las lechuzas tienen los mejores ojos del mundo; lo que tienen feo es el resto de la cara!».

Haciendo de tripas corazón, con la nuez del cuello que se me atascaba, añadí:

–Buenas noches, Margarida, estás disculpada.

–Gracias -dijo rápida, asintiendo con un golpe de cabeza.

Recogiéndose los pliegues de aquella ropa que aún hoy no sé si era el camisón, salió de puntillas para perderse en la penumbra de las dependencias.

Yo, con una vibración interna que hacía que se me disparara el pulso, me quedé en pie junto a la puerta, quieto, escuchando si volvía. Sabía que no volvería, pero una avidez turbia me hacía esperar, como si me arrepintiera de haberla alejado.

Al día siguiente por la mañana, cuando nos reuníamos para desayunar, Gabriela estaba rectificando la bandeja del desayuno de los señores.

–¡No, no! ¡Mirad qué mezcla! ¿Qué le pasa a esta chica? Nos supervisa a todos y ella va del revés. Me pone una tacita de más, se olvida el requesón… ¡Está rara, caray! ¿Y ahora dónde se ha metido? ¿Quién tiene que servir?

En aquel momento la otra, Rosó, hizo su aparición atándose el delantal y refunfuñando. Cogió bruscamente la bandeja y exclamó:

–¡Yo la suplente de todos! ¡Estoy harta! ¡Que alguien me abra la puerta! ¡Venga!

Se la abrí yo y ella pasó como un cohete.

Cuando finalmente Margarida compareció en la cocina, Gabriela, ocupada en el sofrito, sólo murmuró:

–Ahora.

La chica no estuvo para nada, y menos para mí, y se puso a escoger fruta.

La ayudante de la cocinera, Ramona iba preparando la canasta con los desayunos para la gente de las cuadras.

–Parece que miras este bacalao, Pol -me dijo-. ¿Quieres un trozo?

Esa Ramona siempre intentaba tenerme bien alimentado. Era una persona de edad indefinida, como de unos cuarenta, y si no tenía tantos, se los merecía. No era fea sino que parecía querer serlo. Se hundía la cofia hasta los ojos y no le preocupaba que la ropa le viniera grande. Limpia, sí. Brillaba. Pero delantal sobre delantal, mitones, tirantes, bolsillos llenos de abrelatas y descapsuladores. Se le veían tantos bultos que no sabías dónde llevaba los pechos. Almidonada y embaulada como una monja. Pero era una buena persona. Desde el primer momento, me demostró simpatía. Tardó quién sabe cuánto en decidirse a hablar conmigo, acaso porque mis modales retraídos tampoco facilitaron la relación. A pesar de eso, a la larga, Ramona fue la que más confidencias hondas y severas me hizo sobre la familia Darniu; no porque fuera una chica chismosa, sino, cosa curiosa, porque los quería tanto que le gustaba hablar de ellos.

Lluciá entró a desayunar con el Avenç bajo el brazo. Se sentó al lado de Fruitós, que ya acababa el suyo.

–¿Usted cree, señor Lluciá, que por un camino más o menos autonomista los cubanos se calmarían? – inquirió Fruitós.

Desdoblando el diario, el mayordomo exclamó:

–Mira los titulares: «Cuba no pide reformas, sino fusiles».

El abuelo Oliver y Márius alineaban tazas y platos.

–Allí conviene un militar con brío -intervino Márius-. Si nos entretenemos haciendo la rosca, aquello explota. ¿Qué orden le falta al general Martínez Campos para ir? ¿No da él las órdenes con toda la aquiescencia de nuestra regenta?

–Practican una política de prudencia, Márius.

–Quiere decir una política de canguelo, vaya. Les da miedo que se enfaden más.

–¡Que les den fusiles! – irrumpió Oliver, enronquecido-. Ahora se sienten sometidos, ¿verdad? Pues con fusiles estaremos empatados y sabrán quiénes somos.

Márius preguntó qué había dicho Cánovas del Castillo en la sesión del Congreso.

–No me refiero al tema de Cuba, sino a la embestida del Partido Republicano Radical.

–No le dejaron decir nada. Sólo tronó la voz increpadora de Lerroux. Han encontrado un capitoste de lengua larga y afilada. Oliver hizo un gesto despectivo.

–¡Adelante! – dijo-. Si algún día se proclama una segunda República, durará dos días, como la de Pi i Margall.

Márius movía la cabeza.

–En dos días tendrán tiempo de quemar las iglesias. Empezará el genocidio de pelar curas. Basta de enseñanza religiosa y basta de Historia Sagrada. Muera el clero y viva el amor libre, el divorcio y el escarnio de la moral.

–Los republicanos no harían eso -intervino Fruitós, templado, mientras masticaba-. Mi futuro suegro lo es y cree en Dios. La mayoría de los republicanos creen en Dios y son de derechas. Puede haber gente republicana de derechas, ¿no? El mismo Emilio Castelar había propuesto una República cristiana y conservadora.

Márius medio se reía, sardónico.

–Mira, Fruitós -dijo a punto de marcharse, cargado con la porcelana-, los republicanos que son de derechas y creyentes, que recen. Si se implanta una segunda República, saltarán por el derecho de la cátedra, de la Audiencia, del magisterio y de todo organismo público, a fin de que la nueva generación del siglo veinte crezca alegre, sin trabas de fe ni de alma ni de escrúpulos. No sé si serán más felices que los pobres de nosotros sometidos aquí a la ley de Dios.

Se dio la vuelta y desapareció hacia el aparador.

La sesión de comentarios se había acabado. Me puse a lavar botellas con sosa. Todo como cada día. Cada uno atento a sus bagatelas. Las dos chicas se perdieron en las habitaciones privadas y, aquellos que comíamos en el primer turno, ya no las veríamos más.

No vi más a Margarida la quisquillosa hasta el día de Todos los Santos.

1 DE NOVIEMBRE DE 1894

El día de Todos los Santos hicimos fiesta a medias. Los señores estuvieron en el cementerio toda la mañana. Por la tarde, los de la cocina harían la castañeda, pero a mí la castañeda con toda la cohorte poco me entusiasmaba. Preferí salir a dar una vuelta. Elegí un abrigo del armario porque hacía frío. El sombrero de Víctor me pareció tan excesivo que ni tenía intención de tocarlo. Elegí una gorra, pero antes de salir me vio Oliver y me dijo:

–¡Jamás, muchacho! ¡Qué disparate! ¡Este abrigo y gorra, nunca! ¡Ponte el sombrero, corre!

Me marché con el sombrero, a disgusto.

Sobre los hombros del abrigo iba cosida una valona. Con aquello puesto y el sombrero blando, tuve el coraje de ir de paseo, e incluso meterme en el Gran Café del Siglo XIX. No había vuelto a Barcelona desde que había escapado de aquellas obras que aún duraban y durarían. Subí en la «catalana» que hacía el trayecto Plaza Cataluña-Gracia, y fue agradable. Había animación. Floristas por todos lados ofreciendo ramos de crisantemos, muchedumbre en la entrada de los teatros y ni rastro de anarquistas.

Aquel local soberbio me llamó la atención. Entré casi para amortizar la ropa que llevaba.

Enseguida me di cuenta de que aquello no era adecuado para mí. Me sentí de más. Un lujo arabesco de espejos con flores pintadas, ramilletes de lámparas de gas y perchas de hierro retorcido. El público era de una gran elegancia.

No sabía qué tomar. No podía pedir un mejunje como en la vinatería de Xic. Me hice traer un jerez Goutte d'Or. En la mesa contigua a la mía se sentaban dos señoras finas y bonitas con unos sombreros recargados de gasa. Permanecían rectas de tan ceñidas como iban y, lo mismo que si en mitad del pecho se les reventara el terciopelo, les fluía un chorro de blonda de un blanco espumoso. Por mucho que disimularan, no dejaban de mirarme. Cuando no era la una, era la otra. Yo, firme, sin que pudieran adivinar las ganas que tenía de largarme.

Por descontado, allí no me volverían a ver nunca más. Tuve la mala suerte de verme a través de los espejos y me lamenté de aquella imagen tan quieta y oscura. Oscura la ropa y oscura la cara. El local estaba muy concurrido y vivo, todos se movían. Y yo, hale, el contraste, allí clavado. Como de otro mundo, vaya.

Al final me marché. Jamás en la vida le diré a nadie el dinero que me costó aquel Goutte d'Or. Las Ramblas olían a castañas tostadas y no tardé en descubrir a la castañera. Compré un par de boniatos bien grandes y blandos para Caterina la jorobadita. Le insistiría en que eran para ella, que se los comiera. No fuera que se los llevara a la señora Amélia de mi parte.

Cuando regresé a la torre era tarde, pero aún encontré al grupo comiendo panellets. Excepto Fruitós, que había ido a visitar a su prometida, y Lluciá, que atendía a los señores, no faltaba nadie. Se habían animado mucho. Tenían el porrón lleno de moscatel y se lo pasaban continuamente. Ramona no llevaba los múltiples delantales, sino una blusa muy rellena y cintura delgada como nadie podía haberse imaginado; picoteaba panellets estirando mucho el brazo porque el corsé no le permitía doblarse. Gabriela, siempre tan meticulosa, bebía a chorro, se atragantaba y se manchaba. Ríe que te ríe. Pepet y Gonçal zampaban de lo lindo. Oliver se les había quedado dormido con la boca abierta. Nadie pareció advertir mi entrada; yo me había infiltrado y adosado a la silla del rincón, medio tapado por el trinchero. Rosó, la mona panocha, con el pelo suelto, se abanicaba. Márius hacía un castillo de vasos al tiempo que masticaba y se reía, pues de alguna manera se las arreglaba para reírse de vez en cuando. Fue el primero que me descubrió.

–¿Hace mucho que estás aquí? Va, que te hemos guardado un puñado de panellets. ¡Caray, cómo vamos! ¡Seis libras!

No recuerdo haber visto nunca a Márius tan eufórico. Los grados del moscatel quedaban acreditados. Con el pelo sobre la cara, el buen humor y el juego de vasos que manipulaba, ofrecía la imagen alucinante de un malabarista.

–¡Eh, tú! – le dijo Gabriela con un chillido desacostumbrado-. ¡Guardad cuatro para Fruitós, que ése es un tragón!

No me entraba en la cabeza el habla y la actitud de la siempre envarada cocinera.

Margarida, apartada, estirada en la silla balanceándose contra la pared, parecía ausente; iba dando sorbos de una copa, sin mirar a ninguna parte.

La abuela Caterina ya se había ido a dormir.

–¡Yo me mareo! – decía Ramona hurgándose en la espalda para deshacerse los cordones del corsé.

–¡Atibórrate de panellets, guapo! – me gritó inopinadamente la mona panocha, poniéndose en pie-. ¡Hoy, nada de cenar! ¡No queremos trabajo!

Venga a reírse sacudiendo la cabeza de rizos desordenados. Inclinándose hacia la mesa porque se caía, exclamó:

–¡Vaya! ¡Si todavía hay fruta confitada! ¡Con lo que me gusta!

Se dio la vuelta y se me puso delante y, abalanzándose sobre mí, me apretó un panellet sobre los labios.

–¡Prueba, venga! ¡Verás qué bueno! ¡Pero no te me comas a mí!

–¡Rosó! – dijo Gabriela con un alarido penetrante, con las mejillas rojas-. ¡Hale, basta, bonita! ¡Ya te estás pasando! ¡Retirémonos todos! Tú, Márius, romperás estos vasos. ¡Venga, chicos, Todos los Santos se ha acabado! ¡A dormir!… ¿Dónde está Ramona? Mira, ya ha recogido velas, así me gusta. A hacer una buena dormida, a ver si a todos se nos aclara la cabeza. ¡Suerte que no hacemos a menudo estas bacanales!

La silla de Margarida seguía en equilibrio contra la pared; la chica también se había esfumado.

Me retiré en silencio con el panellet de fruta metido en la boca, que ni me subía ni me bajaba.

Después, todo me cayó encima rápidamente, abrumador, violento, sin remedio.

El tiempo justo para cerrar la puerta del dormitorio y palpar para encender el quinqué. La luz incierta me mostró a una Margarida lívida dentro de mi cama. Total, se me ocurrió soplar la mecha y dejarlo todo a oscuras.

Ni todos los santos juntos pudieron hacer nada para preservar la prohibición «canónica».

2 DE NOVIEMBRE DE 1894

–A mí no me salen patillas -decía Gonçal mirándose en los cristales donde se reflejaba-. ¿A ti se te rizan solas o te las rizas con rulos calientes?

Yo no estaba de humor para contestar aquellas tonterías. Era una mañana difícil para mí. La mañana del día siguiente. Estaba agachado fregando el rodapié mientras echaba ojeadas a mi alrededor. Cada uno se ocupaba de su trabajo. Nada anormal. Pasaban y volvían a pasar con plumeros y sacudidores.

A Margarida, a pesar de eso, no se la veía ni a sol ni a sombra. Las filigranas que ella tenía a su cargo no las limpiaba nadie.

El lacayo gordito proseguía frente a los cristales haciendo muecas.

–¿Qué pasó ayer por la noche? – preguntó de repente.

–¿Qué quieres decir?

–Entre tú y Rosó.

–¿Rosó?

–Ella está hecha una furia. Dice que toda la culpa la tuvo el moscatel.

–¿Rosó?

–Sí, chico, ¿estás sordo o qué?

–Ah, bien, nada. Me «endilgó» un panellet en la boca.

–No digas «endilgó». ¿Por qué no le pides a Márius que te corte el pelo?

–Yo no soy tan amigo de Márius como tú. Para mí es un papelón pedírselo. Creo más bien que me enviaría a la mierda.

–No digas «mierda». Yo pienso que el papelón es precisamente que no se lo pidas. En esta casa, señores incluidos, le suplicamos. Él nos hace coger turno… ¡Hale, qué veo! ¡Tú, no te lo pierdas! ¡Te caerás de culo!

–No digas «culo» -dije yo yendo a mirar por la ventana.

Pero sí que faltó poco para que me cayera al suelo.

Por aquel lado se veía el empedrado del patio del pozo. Estaba la mula enganchada al carrito del toldo. Margarida, con capa y sombrero, se esforzaba en atar el equipaje detrás.

Media hora más tarde, cuando desayunábamos, Gabriela decía:

–¡Es así! Ya hacía días que se veía venir la granizada, pobre nena. Tiene un prometido muy exigente.

La cocinera iba dándoles la vuelta a las croquetas delante de la sartén. Y volvía a hablar sin que nadie la incitara a hacerlo:

–A eso se debían los nervios. O vienes o te planto. Y mira, la ha hecho formar.

Todos en silencio nos dedicábamos a las croquetas.

Hacia mediodía, Lluciá me llamó.

–Ven conmigo a la bodega. Hay que mover unas cajas.

Recorrimos de cabo a rabo el sótano camino de la bodega. El mayordomo hacía tintinear las llaves. Uno detrás del otro hacia los escalones estrechos del final, que sobre todo parecía el acceso a una mazmorra. Allí le iría bien al señor Lluciá cantarme las cuarenta sin que nos oyera nadie. Yo estaba muy resentido, pero no por nada de lo que pudiera pasar, sino por todo lo que ya había pasado.

–Encenderemos todas las lámparas de aceite -me dijo una vez estuvimos abajo-. En cada pilastra hay una, empieza por esa esquina.

Me dio una vela y nos pusimos manos a la obra. Él también encendía. Entre toneles y entrepaños de botellas llenas de telarañas, nos reencontramos al final de todo, allí donde el olor de vino viejo era intenso. Señalándome una ringlera de cajones, me dijo que los tenía que arrinconar de modo que no ocuparan sitio.

Una vez todo quedó a su gusto, soplamos las lámparas y nos dirigimos a la salida. Al pie de la escalera, donde la claridad de arriba nos permitía vernos las caras, se detuvo y, con calma, me dijo:

–Mira, una manera sencilla de acabar con los conflictos sería que pasaras la llave.

Me miraba atentamente, con ojos no peleones, sólo inquisidores. Yo me sacudí la ropa sin decir nada.

–No te creas -continuó él en un tono más formal-. Siento perder a la chica. Sólo que yo ya venía preparado. En cuanto tú entraste en la casa, me preparé. Conozco a la juventud, seguramente por haber sido joven.

Se quedó callado un momento sin dejar de mirarme. Después continuó:

–Margarida es formal y disciplinada. Jamás vulnera un reglamento si no quiere. De manera que ha querido. Se lo ha jugado todo a una sola carta. Únicamente tú y yo sabemos que ha perdido la partida. A primera hora ella misma me ha llamado a la puerta. Me ha dado la oportunidad de despedirla. Ya tenía el equipaje a punto.

Lluciá calló un momento. Serio, mostrándose casi incómodo, habló de nuevo:

–Hace poco vi que una noche te entraba.

–No pasó nada aquella noche, señor Lluciá.

–Ya lo sé. En cincuenta segundos no podía pasar nada. Es el aval que te salva. Debo tener que alegrarme. Pero los quebraderos de cabeza me los causa tu inocencia. Si me hicieras la merced de ser culpable, me libraría de ti y habríamos acabado. Dime una cosa con franqueza, dime si la echarás de menos.

Yo miraba al suelo, afectado. Hablé de mala gana:

–No hace falta que me pregunte eso si usted conoce a los jóvenes.

Levantó una ceja, irónico, tal como solía hacer cuando se las daba de listo.

–¿Quieres decir que te quedas descansado?

Sin tomármelo a broma, murmuré:

–Margarida lo ha afrontado todo por mí. Le agradezco que, además, se haya marchado.

–Está segura de que tienes un amor.

Nos quedamos en silencio los dos. Yo no decía ni diría nada. El mayordomo prosiguió:

–Por eso se ha ido, sólo por eso. Las mujeres saben cuándo no hay sentimiento.

En aquel momento, recordaba con angustia la voz de Margarida en mi oído: «¿A quién temes traicionar cuando me abrazas, Pol?». Lluciá me dio un golpe en el hombro, rompiendo la tensión.

–Me juego el cuello a que tampoco has luchado demasiado para que las mujeres no te comprometan el decoro.

A mi pesar, me reí.

–Era sólo un niño cuando el decoro me hizo escapar de una gabacha que se me encaramaba al pajar. Llegué al Penedés sin aliento. De aquello hace tiempo. No puedo correr siempre.

Lluciá movía la cabeza.

–Venga, subamos -dijo-. Esquivo y quemado por el sol, pero te fichan. Cuando de verdad te enamores de una, no tendrás que hacer nada más que poner la mano y se te posará sola. La que quieras, aunque se trate de una reina.

5 DE NOVIEMBRE DE 1894

Estaba en el mostrador de los bajos llenando los velones cuando Lluciá me llamó. Sólo asomé la cabeza porque todo yo apestaba a petróleo. El mayordomo estaba allí agarrotado, casi solemne, pero con una peculiar expresión de factótum que ha de cumplir órdenes impuestas le gusten o no. Lacónico, me dijo:

–No hace falta que dejes el trabajo. Sólo es para avisarte que esta tarde a las cinco en punto estés preparado para subir al señor al coche. Lo ha dispuesto así. Te queda claro, espero.

Asentí con la cabeza, sin palabras.

A las cinco de la tarde en punto me hallaba al pie de la puerta principal, frente a la escalinata, bien peinado y sin el olor a petróleo. Hacía frío, pero no me podía agobiar con el abrigo. El landó estaba enfrente, con el magnífico hackney negro y brillante, de crines desenredadas. Era el caballo al que Pepet me había equiparado cuando yo llevaba tiempo sin cortarme el pelo. No me había ofendido, pero, al ver la elegancia de la bestia, pienso que era la bestia la susceptible de ofenderse. Sadurní iba sentado en el pescante.

Aunque se dio cuenta de que aquel día era yo quien tenía la gran responsabilidad, no me dedicó la menor atención, ni una mirada de solidaridad.

En una ocasión yo lo había visto a él y a Fruitós intentando subir al señor Isidre a la calesa grande, que permitía una mejor maniobra. Lo habían cogido, o quizá había sido el amo quien se les había cogido pasándoles los brazos por los respectivos hombros. El entrelazado grupo de tres había salvado los escalones con buena fortuna, pero la operación de meterlo dentro había sido un fracaso. Yo me había apartado de la ventana para no ver el final, tras observar el gesto de dolor del señor Isidre. No sé si Sadurní confiaba en que la prueba también fuera dura para mí. Yo no estaba asustado.

Habían abierto las dos grandes puertas y por el vestíbulo venía la silla con el amo sentado, con una capa echada por encima. Oliver la empujaba pausadamente. Llegaron hasta el primer escalón y ya el viejo ayuda de cámara, un poco cojo, se anticipó a abrir la portezuela del landó. Fuera no había nadie más. Me constaba que el señor Isidre no quería público, pero me constaba también que en cada ventana se escondían ojos expectantes, incluidos los de la señora Amélia. «La señora siempre lo vigila», había dicho Rosó. «Disimula pero, a escondidas, jamás lo pierde de vista.»

El amo se deshizo de la capa. Con una mano en cada brazo de la silla, con impulso rápido, con un temblor controlado, se puso en pie. Yo ya sabía que podía ponerse de pie. Mirándome, muy serio, dijo:

–Vamos, Pol.

Al instante me puse a su lado, sin hacer nada, tal como me había advertido Oliver: «No hagas nada aunque lo veas a punto de caerse; no se cae nunca; sólo tienes que acercarte y él se cogerá; una vez cubierta esta etapa, te lo cargas y hacia dentro».

Dicho y hecho. El señor Isidre, con una expresión taciturna, me pasó el brazo por los hombros. Éramos de la misma altura. Acto seguido, evitando los titubeos pero atento a cada movimiento, lo rodeé por el torso al mismo tiempo que lo cogía por debajo de las rodillas. Yo podía levantarlo a pulso sobradamente, sin sacudida, aunque se tratara de un hombre de complexión fuerte. Lo hice despacio, notando las hebillas de su chaleco. De reojo le veía un semblante contrariado. No me quise desanimar. Tampoco había motivo cuando tan sólo comenzaba la operación. Bajé los escalones evitando el zarandeo, deslizándome con flexibilidad. Sentarlo dentro del landó se me presentaba menos sencillo. Pero enseguida el señor Isidre me dio instrucciones. Breve, seco:

–De lado. Deja primero que me apoye. Pásame la pierna. Ahora tírame hacia atrás. Basta. Sal. ¡Ya estoy bien, sal, hombre! ¡Venga!

Yo le tendía la capa cuando me la cogió bruscamente y se la puso él mismo sobre las rodillas.

El coche se alejaba y yo seguía allí en pie con un malestar que me encogía el estómago.

Las exclamaciones detrás de mí se reanudaron y me volví. Todos habían salido: Fruitós, Márius, las dos de la cocina, Rosó, el viejo, el lacayo, Pepet…

–¡Muy bien! ¡Bravo! ¡Increíble! ¡Espectacular, Pol!

Yo no lo veía claro.

–El amo no ha quedado contento -balbuceé.

El viejo Oliver me palmeó el hombro vivamente.

–¡Porque ha fallado él! ¡Por poco no se cae! Cuando se ha puesto de pie ya vacilaba, estaba nervioso, tenía miedo. Después de pasar por las manos de todos se le ha quedado el susto. ¡Como si no lo conociera! Quería hacerse el duro delante de ti y apenas se aguantaba. Eso lo ha enfurecido. ¡Estaba enfadado consigo mismo!

Lluciá, de pie en el umbral, grave, asintió:

–Perfecto, Pol.

Aquella misma noche, a punto ya de que el amo volviera a casa, estaba graduando el Auer del vestíbulo cuando por el fondo del arco de la sala apareció silenciosamente una silueta esbelta de falda satinada. Se detuvo cerca de mí. Era la señora Amélia. La luz azulona y progresiva del Auer la proyectó en un relieve fino y neblinoso, como si en lugar de un ser humano se tratara de una visión inmaterial. Toda la hermosura de su cara había adquirido un tono animado.

–Pol -murmuró.

–Señora -dije yo, cautivado, con un retumbo interno como si tuviera que doblarme de rodillas frente a ella.

–Desde el balcón he visto cómo subías al señor al coche. Me has dejado asombrada. Ahora te he oído aquí y he querido decírtelo. Gracias.

De la misma manera tranquila y lenta se volvió y se alejó. Yo estaba allí clavado, sin reaccionar, rehaciéndome poco a poco, escuchando los latidos ocultos en mi interior.

En aquel momento, pensaba que me quería quedar toda la vida en la torre Darniu. No para poder tener cerca a la señora Amélia, yo no quería ser mezquino, sino para intentar cada día trasladar mejor al señor Isidre. Hacerme indispensable. Y, unidos en todas partes, cueste lo que cueste, llegar a parecer la misma persona. Un tándem. Y la señora Amélia nos tendría que querer por fuerza a los dos.

19 DE NOVIEMBRE DE 1894

A mediados de mes estrenamos una camarera. Se llamaba Pastora. No podíamos llamarla Pastoreta, pues no lo soportaba. Nadie la llamaba Pastoreta, pero ella lo advertía para evitar un disgusto. Cara rosada, pelo estoposo como una esponja, de color de esponja. Jovencísima, diecisiete años. Muy preparada, de alto nivel.

Lluciá la recibió con la cara grave. Tenía el presentimiento de que no iba a sacar provecho, pero las referencias eran importantes. Había sido hasta ese mismo momento camarera personal de la señora Carola, de la casa de Segalá, de la villa de Gracia, la cual la cedía a los Darniu como un auténtico obsequio por el hecho de tener tres más iguales.

Enseguida la voracidad del trabajo se nos la llevó allí donde era necesaria y la vimos tan poco como a la otra.

A la hora de cenar, se mostró educada y delicada. «¡No, no, no me llaméis Pastoreta!» Gonçal y Pepet le lanzaban miradas. Márius le sirvió una rebanada de pan con un gesto de prestidigitador, corno si le entregara la carta de la suerte. Pastora se reía. Dijo que estaba contenta de pertenecer al grupo.

Aquél fue el primer día. No hubo variantes para los días siguientes. Con el tiempo fui descubriendo que la cocinera, Gabriela, era más locuaz de lo que parecía. Cuando yo trajinaba en la despensa, pared con pared con la cocina, solía oírla hablar animadamente con Ramona. Si se daban cuenta de que estaba allí o bien entraba alguien, se callaban de golpe. Todas las banalidades que decían sólo eran para ellas.

–No habrá trabajo el día de Navidad, Ramona. Las Navidades siempre han sido tranquilas en esta casa. Ya lo sabes. La familia recogida con el pavo y los turrones. Ahora y antes, en la época del señor Rossend y la señora Herminia.

–¡Ay, Gabriela! ¡Me acuerdo de la señora Herminia! ¡Tan dulce y buena persona! ¡Cómo se nos marchó!

–Ya hace bastantes años, Ramona. Mejor que no tuviera que ver la tragedia de la Purísima. La hija muerta y el hijo parapléjico. Muchas veces lo pienso. Mejor.

–Mejor, pobrecita. Ya tuvo bastante con su cruz.

–¿Qué cruz? ¡Dios Nuestro Señor! ¿Qué cruz, Ramona?

–Quiero decir la enfermedad. No quiero decir nada más.

–A la enfermedad me refiero. Se consumió tranquila sin darse cuenta. Era una persona débil de cuerpo y de espíritu. En paz descanse.

–Ay, dejémoslo. Cada vez que me acuerdo de ella me altero.

La señora Herminia parecía haber sido un personaje imperceptible en aquella casa, como si el señor Isidre no hubiera tenido nunca madre. En la galería de los retratos no estaba porque había fallecido antes de que el pintor tuviera preparados los pinceles. Yo tan sólo había visto un medallón pequeño sobre un buró. Una cara medio fundida en un daguerrotipo, un auténtico espectro puro y delgado. Gabriela seguía hablando:

–No me pongas estas patatas en agua tan pronto. Eso sí, al día siguiente, por San Esteban, se hace la fiestaza. En estos años de duelo hemos reposado, pero ahora ya nos podemos preparar. Veintidós en el comedor principal. No demasiada ostentación, no, no. Como si los tiempos estuvieran para eso. Mira, ayer mismo asaltaron El Siglo; rotura de cristales y el género robado. Yo no sé si es miseria o bandidaje. Tendremos, sí, barones y baronets de tal y tal, pero la mayoría van a menos. Muchos de los ilustrísimos ya deben de tenerlo todo empeñado en la Sociedad de Socorros Mutuos. Quizá ni sean veintidós. Los Bericat de Ordeix se han excusado; están conmocionados con eso de su hermano.

–¿Qué de su hermano?

–Se lo han asesinado en Puerto Rico. No pongas en remojo las patatas, ¿es que no me oyes, Ramona? Era un veterano diplomático muy conocido. Ahora tendremos alboroto en Puerto Rico, la colonia que faltaba. Por todos lados agitación y muertos. Mira, mañana, veinte de noviembre, en el patíbulo de Corders ejecutan a Santiago Salvador.

–¡Ya era hora, digo yo! ¡Virgen Santísima, cómo me estoy volviendo! ¡Mirad que no siento ninguna pena por ese hombre! Hay que ser una bestia para tirar una bomba desde el gallinero al patio de butacas. ¡Más de veinte muertos!

–¡Fue horroroso! ¡Y aún hubo algunos que dijeron que los burgueses se lo habían buscado! ¡O sea, que la culpa de la bomba la tienen los que la reciben!

***

Tal como Gabriela preveía, los aparatosos preparativos de las fiestas se llevaron a cabo con vistas a la festividad de San Esteban, el 26 de diciembre.

Tres días antes, muy de mañana, Lluciá dio órdenes a todos. No se podía negar la maestría de aquel hombre organizando. Actuaba como un director de teatro que a cada actor le reparte el papel adecuado a fin de que pueda rendir al máximo, ya sea protagonista, ya sea comparsa.

Yo, naturalmente, era comparsa. Me envió a Barcelona con Sadurní, los dos en el pescante del carrito filipino para recoger encargos. La tarea me apetecía mucho.

En vísperas la ciudad se llenaba de gente, en una mezcla de paz y revolución que, en lugar de la natividad de Jesús, se hubiera dicho que ya se hacían planes para crucificarlo.

Me admiraba ver a Sadurní conduciendo en medio de Barcelona. No era tarea fácil, pero el cochero era experto y la jaca también. Carruajes de tres caballos, diligencias, carros con toldo, tartanas… En las esquinas, los guardias municipales, con casaca roja, nos daban el alto para que no embistiéramos a los demás vehículos que salían de sopetón. En los alrededores de la Puerta del Ángel reconocí tres carritos en fila trajinando tierra y escombros. Yo los había cargado a paladas hacía un par de años. Venían de la parte de las obras donde entonces trabajaban. Y me acordé de la abuela del soldado de Melilla que me había dado ropa.

Deteníamos el carrito en cada dirección que el cochero llevaba apuntada.

–Sujeta las riendas -me decía saltando al suelo, ligero.

Volvía cargado de paquetes. En la calle Fernando nos detuvimos frente a la sombrerería Tanganelli, de gran lujo, y recogimos tres cajas en forma de tambor.

Cuando era cosa mía, bajaba yo. A mí me habían adjudicado el mercado. Me conocía bien la Boquería por haber ido a recoger fruta estropeada.

Cestos de pollos, un cabrito abierto en canal, un cochinillo… Dimos una vuelta desde Riera Alta hasta la ronda de San Antonio y regresamos a las Ramblas por Pelayo.

El cochero y yo, por más que los encargos nos mantuvieron juntos toda la mañana, nos hicimos pocas confidencias. Nos decíamos lo imprescindible, no porque nos tuviéramos animosidad, sino porque los dos éramos hoscos. A mí aquel hombre joven, taciturno como si fuera viejo, me caía bien. No sé por qué, siempre me despreciaba. Pero inspiraba formalidad. A uno y a otro nos habían ataviado con gorra negra de plato y visera de charol. Ni ganas de saber cómo me quedaba a mí eso en la cabeza. Él casi estaba guapo, con aquel perfil anguloso, con la piel como grabada, siempre con expresión de disgusto, cabizbajo, más mudo que una tumba. De tal manera que me sorprendió oírle decir de repente:

–Si tienes sed, podemos tomar una cerveza en el quiosco de Canaletas. Pago yo.

–No tengo sed, gracias.

Fui brusco. Me quedó el malestar de no haber aceptado.

Ya camino de casa, cuando subíamos por la calle Muntaner, nos encontramos en medio de una manifestación. Llevaban pancartas con letras que no les cabían. Empezaban muy anchas y acababan todas apiñadas: «Basta de asesinar a los hijos del pueblo». La turba gritaba y amenazaba a los ocupantes de los coches.

Nos rodearon. Sadurní se puso en pie cogiendo con fuerza las riendas para dominar la jaca. Con un gruñido como si escupiera, exclamó:

–¡Lo han atrapado! ¡Éste tampoco se escapa del garrote vil!

Yo estaba encogido sin entender nada. Había un remolino de gentuza vociferante. Sadurní espoleaba la jaca dispuesto a atropellarlos.

–¿A quién han atrapado? – musité.

–A Joan del Mall.

Hacía que el carrito saliera por un lado, manejando muy bien al animal.

Sin mirarme, atento a las riendas, añadió:

–El Negre lo ha delatado. ¡Malparido!

–¿Malparido quién? ¿El Negre o el otro?

Me lanzó una mirada como si no creyera lo que oía.

–¡Tú dirás, puñetas! ¡El de Cornellá!

Yo no podía insistir.

La jaca ya trotaba sobre los adoquines dejando atrás la turbamulta. Sadurní estaba sombrío, sin animarme a remover nada más de todo aquello. Pero la explicación le surgió espontánea:

–El de Cornellá es el malparido de Joan del Mall, el que puso la bomba en San Gervasio dentro del piano. Y esta chusma que va con la pancarta contra los que encarcelan, no considera un asesinato la muerte de Clara Darniu.

24 DE DICIEMBRE DE 1894

Se cenó temprano para que hubiera tiempo de tenerlo todo hecho antes de la misa del gallo, a medianoche. Yo me vestí bien disponiéndome a asistir a la función religiosa tradicional de Navidad. Si no acudía, haría mal efecto; me tildarían de anticlerical, y bastante tenía con hacer mutis en los rosarios y en las novenas y en los viacrucis y en toda la retahíla de ritos que en aquella casa se observaban.

–No te olvides bufanda y guantes -me avisó Márius, positivo-. Nos pelaremos de frío.

La noche era helada. La iglesia estaba a cuatro pasos, en la placita del otro lado de la avenida. Todos, incluidos señor Isidre y silla, nos trasladaríamos a pie como cada domingo, por la acera de la hilera de farolas. Era la única noche de gran concurrencia pacífica en la calle. La gente de Sarriá, fuera o no creyente, iba a misa del gallo.

El grupo de sirvientes de la torre Darniu fuimos los primeros en entrar en el templo. Habíamos ido con tiempo de sobra para poder coger los sitios de primera fila. Nos sentamos delante, llenando toda una hilera. Hombres a un lado y mujeres a otro. Las mujeres, con velo blanco. Nosotros, todos de negro, como de una funeraria.

La cosa no empezaba nunca. Gente entrando, monaguillos cruzando, ecos de toses, crujidos de bancos, olor a incienso, amarillez de mimosa, efluvios de jeringuilla, las únicas flores de invierno. Yo estaba en un extremo con Gonçal y toda la caterva. Los reclinatorios acolchados de delante de nosotros aún no estaban ocupados, pero sí reservados para los ilustrísimos barones de Juneda, que eran nuestros amos. El pueblo en masa estaba expectante para cuando entraran.

Tronaron las doce menos cuarto en el campanario que teníamos encima de la cabeza. Significaba que la medianoche ya no estaba tan lejos. Aunque ponía la cabeza derecha, se me cerraban los ojos. Pero yo no era el único que tenía sueño. Oliver daba cabezadas doblado sobre sí mismo, Márius parpadeaba sonándose y moviéndose para tratar de aguantar. Los dos muchachos de mi lado se acuclillaban sobre las rodillas y el que más padecía era Lluciá, a quien la cabeza se le caía hacia atrás y la enderezaba con sacudidas intermitentes. Todos nos levantábamos demasiado temprano para tener que soportar aquello. Así luché quince minutos, más dormido que despierto.

De pronto, con un gran fragor, una oleada de gente se inclinó hacia delante arrodillándose. Las doce campanadas ensordecían, se ponía en marcha un retumbar de órgano y salía el cura con casulla blanca de adviento seguido por los monaguillos.

La plantilla de criados abrió de par en par los ojos abalanzándose sobre el reclinatorio.

El altar refulgía con mil cirios encendidos. Lenguas de fuego titilante, a punto de descender para inflamarnos la fe. Toda la fuerza religiosa llenaba el templo. Conmoción única de la Natividad que emocionaba a los hombres de bien.

Los reclinatorios de preferencia ya estaban ocupados. El primer detalle chocante fue ver al señor Isidre en la fila como todo el mundo, sin silla de ruedas. Entre él y la señora Amélia había un niño. Al lado del señor Isidre estaba sentado Sadurní, segundo cochero, y en el lado de la señora Amélia, aunque no me lo pudiera creer, estaba situada Balbina la de los conejos con un tocado de gasa en la cabeza. La composición que formaban los personajes destacados me alucinó.

La ceremonia empezó solemne, vibrante, con la coral entonando cantos litúrgicos y gritos de aleluya espeluznantes, con una repercusión intensa que llenaba la bóveda, conmovía los cimientos de toda la nave y resonaba con fuerza dentro de las almas.

La espalda de la señora Amélia, allí mismo, recta y esbelta, me hacía una compañía silente y gloriosa. Llevaba una enorme mantilla que le bajaba desde el sombrero de alas. Nunca la había tenido tan cerca y tanto rato.

La duración y la parsimonia de epístolas, evangelios, ofertorios y demás no se me hizo pesada por helados que tuviera los pies.

–¿Quién es el niño? – murmuré a la oreja de Gonçal.

–El hijo de Balbina.

Cuando se acabó todo y la gente que abarrotaba la iglesia fue desfilando, cuando el grupo de sirvientes esperábamos en pie para desalojar nuestra fila, vi que el cuñado y el vicario se acercaban por entre el doble bloque de bancos, trayendo la silla. Sadurní, saliendo de su sitio, dejó paso al señor Isidre. Un Sadurní austero, alargado y delgado, con capa negra. El amo se puso en pie. El espacio que lo separaba de la silla era pequeño. Con las manos en el respaldo de cada lado, avanzando con los brazos, se desplazó limpiamente hasta dejarse caer en su asiento. Sadurní lo sostuvo por el codo y él le dedicó una sonrisa breve. La rapidez y la destreza de la maniobra había sido sorprendente. A excepción del crujido de madera del reclinatorio, todo había quedado en la discreción. Balbina y el niño ya estaban fuera.

La señora Amélia, con el tul de novia negra que la cubría totalmente, cogió la mano que Sadurní le ofrecía para salir de entre respaldos y reclinatorios acolchados.

Una misa del gallo inolvidable. Y también curiosa, por no decir enigmática.

***

El día de Navidad había transcurrido plácidamente, con un mínimo de obligaciones.

Todo el personal reunido en la cocina con la escudella de galets y el ardor de los fogones. Había habido conversación general. Yo sólo escuchaba, pero sentí calor de familia. Sólo faltaba Fruitós, que tenía permiso para ir a comer a casa de su novia, la crecida heredera de las Pastas para Sopa.

–¡Oh, el establecimiento es importante! – nos había comentado Lluciá-. Una tienda acreditada en la Rambla de Santa Mónica. Fruitós se perderá la manduca de esta casa, pero despachando fideos en casa de su suegro no lo pasará mal.

–Dicen que la chica ya pasa de la edad, ¿eh? – comentó Rosó.

El mayordomo quiso atajar aquel comentario. Sólo dijo:

–Él también es granado. ¿Cómo no va a serlo? ¡Hace nueve años que son novios!

Después de cada fiesta señalada llamaba al portalito de servicio una niña mendiga que venía a buscar sobras de la cocina. Ramona empezaba a vaciar bandejas en su cesta. Allí iba a parar todo: recortes de grasa, rodajas de embutido, trozos de carne…

En nuestra cocina la comida era abundante, hasta el punto de que Lluciá solía llamar la atención a Gabriela.

–Haces subir demasiado el presupuesto, Gabriela.

Ella levantaba las cejas despectiva y preguntaba si el amo se había quejado porque compraba demasiado bien.

–Me quejo yo. Yo soy quien rinde cuentas. Fricandó para los señores, de acuerdo. Pero que no sobre. No puedes llenar las cestas de todo el mundo con el plato fuerte que ni el servicio aprovecha.

A pesar de ello, Gabriela lo dejaba cantar. En la cocina mandaba ella. Quizá era la única persona en la torre Darniu que no obedecía al mayordomo. Y esta excepción se notaba, pues la ascendencia de Lluciá en aquella casa era abrumadora. «Abrumadora», dijo un día el mismo señor Isidre. Disponía y dirigía en las pequeñas y en las grandes cuestiones. Recuerdo una vez que yo estaba aguantando una caja de velas mientras Márius las iba encajando en los correspondientes orificios, cuando el señor Isidre compareció en su silla de ruedas y exclamó:

–¿Por qué ponéis estas velas de estearina? Desprenden un olor raro.

–No sabía que le molestara el olor, señor -dijo Márius-. Le confieso que yo apenas noto la diferencia con las de cera.

–Yo tampoco -convino el amo-. Por mí las podéis dejar. Pero Lluciá os las hará cambiar.

Y así fue.

Gracias a los veintidós comensales del día siguiente, día de San Esteban, la cocinera nos hizo de paso una exquisitez para nosotros. Se había salido con la suya, tirando largo, dijera lo que dijera el mayordomo o quizá porque decía lo que decía.

Nos dispusimos para el festín en un rinconcito porque cada superficie de la cocina estaba ocupada por hileras de bandejas de guisado y de pastelería. En aquel momento, se presentó Márius.

–Gonçal y Pepet, vais con retraso -dijo-. Los comensales ya entran en el comedor. Cinco minutos para acabar de comer. Uno que vigile la chimenea y el otro que se ocupe del excusado. Tú, Pol, nada de ropa de trabajo. Ponte de negro, prepárate por si acaso. Fruitós aún no ha llegado de casa de la Pastas para Sopa. En Barcelona se han puesto barricadas y la «catalana» no circula. Viene andando desde Santa Mónica. Por tanto, Pol, el personal de reserva eres tú. Pero tranquilo, es de esperar que sólo tengas que comer con la servilleta al cuello para evitar las manchas en la pechera almidonada. ¡Venga, va! ¡A cambiarte!

Fue una comida echada a perder. Aún no habíamos empezado el segundo plato cuando se abrió la puerta de golpe y apareció el señor Lluciá desarreglado y lívido.

–¡Las chicas! – profirió desorbitado-. ¿Dónde están las chicas?

Todos nos quedamos paralizados. Nadie decía nada. Él insistía:

–¡Rosó! ¡La otra, como se llame! ¿Dónde están? ¿Es que no han bajado aún?

–No, no, señor Lluciá -dijo Gabriela, embobada-. Hoy tardarán. El vestidor de la señora y toda la…

–¡Venga, quien sea, Pol, tú! ¡Deprisa, llévale un tenedor al señor! ¡Rápido! ¡Oliver se ha caído en el pasillo! ¡Todo por el suelo! Márius lo está levantando. ¡Ramona y Pepet, la escoba y las bayetas! ¡Venga! ¡Hacia allí!

Yo no daba crédito a lo que oía. Me puse en pie, espantado.

–¿Yo, señor Lluciá? ¿Un tenedor al comedor principal?

–¿Dónde te piensas que comen? ¡No te entretengas! ¡Gabriela, venga, la bandeja para mí! ¿Cuál me das? ¡La otra, mujer! ¡Estamos en el segundo plato! ¡Saca la cuchara, atenta, puñetas! ¿Es que no arrancas, Pol? ¡Deprisa! ¡El tenedor! Al señor se le ha caído debajo de la mesa por un espasmo de la mano. Tú vas allí, le colocas el tenedor a la izquierda y te retiras. ¿Me entiendes? ¡Desapareces! Nada más. ¿Te parece complicado? ¡Y arráncate la servilleta del cuello! ¡A ver si sales con el babero! ¡No te alteres! ¡Calma! ¡No te caigas de narices ahora tú! ¡Este demonio de hombre patinando por el mosaico a su edad!

Me dirigí al cajón de la cubertería. Ya me habían inculcado que era obligatorio colgarme una servilleta al brazo y usar una bandeja por reducido que fuera el servicio a presentar. De manera que lo hice. Y guantes.

Ya camino del comedor, donde se percibía la conversación de tanta gente, experimenté una especie de sensación, como unas ganas de dar media vuelta y escaparme. Me invadía una intensa añoranza del campo. La guadaña, la hoz, la azada, herramientas de tan fácil manejo. ¡Pero, Dios mío, llevar un tenedor a la mesa!

De repente me encontré deslumbrado con la blancura de mantel y el resplandor de cristalería frente a mí, con la suntuosidad de la mesa de punta a punta en aquel comedor imponente de lámparas, de ramos de flores y de comensales bien vestidos.

Al primero que vi fue al señor Isidre presidiendo la mesa. Eso me quitó todos los males. Me pareció fácil. Me dirigí deprisa hacia detrás de su respaldo. Él estaba hablando con la señora de su derecha, inclinado, de manera que propició mi movimiento y el tenedor quedó recto y preciso sobre la servilleta.

Ya me apresuraba a desaparecer cuando el señor Isidre me llamó. Me detuve en seco.

–Estate atento -me dijo amable, pero severo-. La señora de Ramir te está indicando que la atiendas.

Me señaló ligeramente con la mirada a la señora en cuestión, que se encontraba sentada en los confines de la mesa. Me acerqué recorriendo la hilera de respaldos llenos de cabezas, viendo al otro lado bustos con pechera blanca y escotes con destellos de collares.

Con una pequeña reverencia, me quedé junto a la señora de Ramir, cosida de joyas verdes. Sus labios se movían en mitad de unas mejillas arreboladas. Decía algo deprisa. Yo no entendía nada. Disimulando la desesperación, murmuré:

–Discúlpeme, señora, ¿cómo dice?

Ella hizo un gesto de impaciencia y exclamó:

–¡Uy, cómo le cuesta! ¡Sáqueme este plato de delante y tráigame bicarbonato, enseguida!

Jamás me había sentido tan criado.

Salí deprisa y corriendo con aquel plato en las manos y parece que allí se me acabaron las penas. Del bicarbonato se podía ocupar Rosó.

–¿Por dónde está sentada esa dama, Pol? – inquirió con el vasito a punto-. ¿Al final de la mesa?

–Exacto. Es la de la boñiga de pedrería verde.

–Esa boñiga de que hablas vale más de medio millón… ¿Qué es este plato que devuelves? ¿El de ella? ¡Vaya! ¡Ni lo ha probado! Dáselo a Ramona. Está recolectando para la mendiga.

La niña andrajosa se llevaría la cesta llena.

–¡Esta criatura de Nuestro Señor -dijo Ramona- no sabe qué significa medio millón en joyas!

–¡Ni sabe qué significa el bicarbonato! – dijo Rosó marchándose bruscamente.

7 DE ENERO DE 1895

Durante el transcurso de aquellas festividades hasta la entrada de Año Nuevo, el señor Isidre no fue al Clínico y, por tanto, a mí no se me había presentado ninguna otra oportunidad de subirlo al landó. A pesar de ello, yo me daba cuenta de que, desde la hazaña, Gonçal había quedado tocado. Mientras trabajábamos me miraba de reojo como fascinado, y poco le faltaba para cederme el paso.

A cada lado de los escalones que en el interior de la casa salvaban desniveles entre estancias, había una rampa de ébano a fin de que la silla pudiera circular.

Allí estábamos los dos arrodillados, sacándole brillo.

Gonçal me confesó que en cierta manera le encontraba gusto a volver a la rutina de cada día. Sacó a colación momentos fastidiosos, el frío y el sueño de la misa del gallo, la ceremonia de la comunión tan larga, con gente y gente recibiéndola.

–¡Uf! ¡Hasta Balbina tomó el pan de ángel!

Yo le comenté que me extrañó la presencia de Balbina al lado de la señora.

–Representa la Caridad -contestó.

–Y Sadurní, tan vestido al lado del amo, ¿qué representa?

–Sadurní es un caso distinto. El amo lo quiere allí. Su madre había sido gobernanta aquí en la torre y se casó con el profesor de piano. Hay amistad. Además, por cochero que sea, Sadurní tiene oído musical como yo.

Entonces el chico hablador se desató hablándome del pianista padre del cochero. Que había sido muy acreditado, que enseñaba solfeo a los ricos, que se le habían subido los humos, que había empezado a beber y a tener amantes, que en cada escándalo social aparecía y que así les había ido.

–Parece que había tocado el piano en los éstos y todo.

–¿En los qué?

–En los cabarets, hombre, con coristas del cancán. ¿Tú no sabes cómo va eso del cancán?

–¿Cómo va?

–Suben las piernas y enseñan las calzas. Pues acabó sus días tocando el piano en la vinatería de Xic, trompa y repleto de deudas. Quizá entenderás por qué Sadurní no está de humor.

Cuando Gonçal y yo ya teníamos la tarea hecha y recogíamos trapos y doblábamos la escalera, asomó la cabeza Pastora, con un delantal tan largo que se lo pisaba. Con aquella educación tímida que la caracterizaba, nos dijo que el musiquero era muy alto y ella no llegaba al último estante para pasar el trapo por la cabeza de Chopin.

–Quiero decir si me podéis poner la escalera, por favor.

–Nuestra escalera no puede entrar en el salón de música -le explicó Gonçal, muy formal-. Avisa a Pepet, que está acabando la lámpara del gabinete. Él tiene una escalera autorizada, con base de felpa para no rayar.

La muchachita desapareció casi de puntillas.

Pastora era una camarera de primer orden, según estaba demostrando, y aun así no parecía complacer a Lluciá.

–No tiene carácter -oí que le decía a Gabriela a media voz-. Es demasiado joven. A todo dice que sí y todo lo sabe hacer, pero es volátil. Es como una pluma. Si alguien sopla, la levantará por los aires. Al personal de esta casa lo quiero con pies de plomo.

–Con el tiempo madurará -replicó Gabriela.

–Preferiría que los señores Segalá ya nos la hubieran facilitado madura.

Cuando el mayordomo salió de la cocina, Ramona, brusca, exclamó:

–Me la despedirá a la primera oportunidad.

La primera oportunidad no pudo ser aprovechada por Lluciá gracias a la intervención directa de la señora Amélia. Pastora había roto el jarrón policromado francés y lloraba a lágrima viva. Todos entendieron que la desgracia era debida a la insistencia del mayordomo en repetirle la valía del objeto.

–La señora no ha permitido que la echara -explicó Gabriela-. La señora ha tenido su gracia. Siempre sabe capear a Lluciá. Ha dicho que los Segalá se creerían que los Darniu no se podían permitir hacer añicos una obra de arte. Y mira, han quedado en que a Pastora le darán la oportunidad de romper el jarrón policromado que queda.

Parece que este peculiar argumento había decidido la suerte de la criadita nueva.

Después de mi inauguración en el comedor principal, y habiendo quedado demostrado que estaba capacitado para servir un tenedor, Lluciá me hizo vestir de negro cada domingo. Aparte de mis méritos, Oliver seguía en reposo con el tobillo vendado y una mengua del personal no era conveniente.

Para tranquilidad de todos y especialmente mía, no tuve que actuar en ninguna otra ocasión. Las visitas que tenían los señores Darniu volvían a retomar aquel hoy sí y mañana también de amigos y conocidos, sin exageración de etiqueta ni de número. Se produjeron algunas comidas lucidas de dos o tres parejas, pero ningún banquete importante más.

Un domingo recibimos a los señores Segalá al completo, matrimonio, hijo e hija. Fue una invitación para probar el pichón á la ravigote que la señora Amélia le había elogiado mucho a la señora Carola. Parece que también representaba una deferencia por habernos cedido a Pastora.

Pastora no sabía dónde esconderse. Tenía miedo de que hablasen del jarrón policromado y volvía a llorar.

–No, mujer -le dijo Gabriela-. Son personas educadas y no te reprocharán eso. Venga, calma, bonita, y sube con Rosó a hacer las habitaciones de arriba. Tranquila, nena. Ni siquiera hablarán de ti, que no es propio.

Poco antes de comer, Lluciá me envió a los bajos con un montón de pantalones que la abuela Caterina tenía que planchar. Al retomar el camino hacia arriba, allí mismo, en las dependencias del servicio, me choqué con uno de los invitados. No había demasiada luz, pero advertí enseguida que se trataba del hijo Segalá, joven inquieto que no parecía saber dónde iba.

Tanto él como yo nos quedamos sorprendidos.

–¡Me he perdido! – exclamó sonriendo-. ¿Dónde estoy, por favor?

–Se encuentra lejos del comedor, señor -dije yo, tieso como si fuera cualquier otro criado de la casa-. Lo acompañaré, si me permite.

–Es que no voy al comedor -explicó él tosiendo de aquella manera astuta que da a entender que uno se está orinando.

–Comprendo, señor. Le guiaré, señor. Subamos el tramo, por favor.

Una vez en el entresuelo, le indiqué el arco del cortinaje. Apenas un paso detrás de él, mostrándole la dirección con la mano extendida, atravesamos todo el salón.

Yo tenía la plena sensación de estar actuando bien. Y no me costaba esfuerzo.

De improviso, él se detuvo y se volvió, mirándome de lleno:

–¿No se extravían nunca ustedes por este laberinto?

–Por descontado que sí, señor. Yo el que más, señor.

Celebró mis palabras con una carcajada. Enseguida se le cortó y exclamó, mirándome fijamente:

–¡Yo a usted lo tengo visto!

Me quedé expectante. Para empezar, jamás en la vida nadie me había tratado de usted.

Él, sin apenas pausa, insistió:

–¡Lo tengo visto de Barcelona! ¡Ya lo creo!

Me resultaba imposible reaccionar en tan inesperada situación. Siempre y cuando no me hubiera visto cargando escombros en los carros, no lo entendía.

–Salgo poco, señor -murmuré-. Quizá el señor me confunde.

–¡Usted es inconfundible! Se lo digo con franqueza. ¿Cómo se llama, por favor?

–Pol, servidor.

–Mire, Pol, a usted se le ve una vez y su imagen no se borra. Fue en el Gran Café del Siglo XIX, el día de Todos los Santos.

Me quedé agarrotado. Él prosiguió vivamente:

–¡Mire si me acuerdo bien! No le incomode mi libertad, por favor, pero tengo que decírselo: es una agradable sorpresa para mí encontrarlo al servicio de los señores Darniu. Se supone que he descubierto un misterio. Créame, Pol, aquella tarde despertó una curiosidad morbosa en la concurrencia. Allí sentado, negro de la cabeza a los pies, moreno de cara, quieto y seguro. Jerez Goutte d'Or. Todos los ojos puestos en usted, y usted impertérrito.

El hijo Segalá sonreía y movía la cabeza. Yo me limitaba a escuchar sin respirar.

–¡Que si un dignatario egipcio, que si un emir! ¡No se lo tome a mal! Fue una intriga con simpatía, o podría decirle que con admiración. ¡Tiene realmente presencia! Pero bien, los Darniu siempre han contado con un servicio de personajes imponentes. Usted debe de ser el valet de chambre del señor; debe de sustituir a Víctor, ¿no?

–Víctor es insustituible, señor.

–¡Qué oportuno!

Se dio la vuelta.

–¡Ya no sé dónde iba!

–Tiene el cabinet d'aisances al final del corredor, a la derecha, señor.

–Un acento perfecto, Pol. Parlez-vous français?

Oui, monsieur.

Hurgó en el bolsillo de la chaqueta y, sin saber cómo, me encontré en la mano un cigarro de La Habana de los que llevaban anillo. Hice una reverencia ni mínima ni máxima, según la norma.

–Gracias, señor. Muy amable, señor.

Y desaparecí.

3 DE FEBRERO DE 1895

Ya me había comprado bastantes libros. Y disponía de cartapacios y cuadernos para hacer prácticas de escritura. De momento, me salían garabatos. Copiaba las páginas de las novelas porque yo solo no hubiera sabido qué poner. Me fijaba mucho en la manera como se componían las palabras y ya distinguía bien el catalán del castellano. Nada de francés, ni en broma; en todo caso, más adelante. A veces se me hacía muy tarde, pero trabajaba a gusto. Me sentía bien en aquel buró, con el velón de latón de dos picos, con el calor de la pared por donde pasaba la chimenea del hogar de abajo, y con el silencio de toda la residencia dormida. Cuando el reloj del rellano dejaba caer las campanadas de medianoche, me metía en la cama.

–Por debajo de la puerta se ve luz hasta las tantas -me dijo una vez Lluciá-. ¿Qué te ocupa hasta tan tarde?

–Escribo -expliqué yo.

Me echó una mirada compasiva.

–¿Qué escribes? ¿Tus memorias?

–Tal vez algún día lo intentaré, señor Lluciá.

–En vista de que no te cuesta trasnochar, conviene que los sábados retires copas y botellas de la biblioteca cuando se acaban las tertulias. Fruitós bosteza por las esquinas y, al día siguiente, llega tarde a misa.

Así fue como ese trabajo se me asignó a mí. Siempre lo hice a gusto. Moverme yo solo por la biblioteca cuando señores y domésticos ya dormían me daba libertad para curiosear un poco todo aquello. Miraba los minerales de las vitrinas, hacía rodar la bola del mapamundi y leía los títulos de los libros que parecían ser los preferidos del señor Isidre. Evolución contributiva, Sistema de las estratificaciones provinciales, Lógica del descubrimiento matemático. Yo no podía alabarle el gusto. Una vez los participantes en la reunión para «caballeros solos» se habían marchado, allí quedaba un ambiente característico, tibio, un vapor de licor y tabaco, un ligero empañamiento azulón que se percibía debajo de la pantalla verde de cada lámpara. A mí mismo me parecía mentira que, en aquel lugar exótico que recordaba un museo, se sintiera tanta intimidad y comodidad. La grandiosa estancia repleta de muebles y objetos académicos me subyugaba hasta tal punto que no me hubiera movido de allí. Hay que decir que poco a poco me iba gustando toda la fabulosa casa. Ahora sí que ya me la sabía de memoria. Especialmente cada zócalo, cada latón y cada escudo de armas eran conocidos íntimos míos.

Una vez, pasadas las doce de la noche, los invitados aún no se habían ido. Charlaban de pie en el vestíbulo, con los abrigos puestos, a punto, sin arrancar.

Yo esperaba detrás del arco que dividía el atrio. No se me hacía largo; escuchaba la animada conversación que los retenía. No sabía qué cara tenía ninguno de esos señores del grupo, pero sí que sus voces se me iban haciendo familiares al recoger cada sábado al final de las tertulias. Ya empezaba a pasarme como a Gonçal; me enteraba de todo detrás de las puertas, no escuchando, sino sintiendo. «¡No escucho!», decía él, «pero no puedo trabajar tapándome las orejas, ¿entiendes? Y de paso me instruyo». Yo también me instruía. Había aprendido que no era posible que un director de orquesta como Khazeni autorizara la intervención frívola de una segunda trompa en la obertura de Leonor.

Los temas predominantes versaban sobre los estrenos de óperas, obras de teatro y conciertos. Criticaban o aplaudían a músicos, actores y directores discutiendo animadamente entre ellos. Había voces muy agresivas. Yo acababa interesado de verdad. Ya empezaba a leerme todas las páginas de arte de los periódicos. En Madrid habían estrenado una zarzuela que se llamaba La verbena de la Paloma, de Bretón y Ricardo de la Vega, y algún tertuliano ya la había visto. También se hablaba de dos hermanos franceses que se llamaban Lumière y que habían inventado la fotografía con movimiento; yo no entendía qué podía ser eso; a ver si resultaba que la gente retratada se movía.

Aquella noche, de pie en el vestíbulo, no hablaban de arte. Alguien importante, que parecía presumir de un cargo político, los reprobaba:

–Os hacéis el mundo a medida, Darniu. Un mundo de cabida mínima dentro de una biblioteca, para los distinguidos. Para aprobar la asignatura de ser admitido, sólo hay que acreditar buen paladar: cocina francesa, champán y la Filarmónica de Berlín. Y que nadie os meta en guirigays políticos, que bastante os difaman por todas partes. No me imaginaba que vuestro círculo fuera tan aséptico, tan vacío de ideas y de compromisos, tan tranquilo.

–La política la hemos proscrito, es verdad -convino el señor Isidre sin el acaloramiento del otro-. Aunque a ti no te guste, nosotros no queremos ser ningún grupo político. Los artistas son los que promueven nuestras inquietudes. No debe extrañarte que haya gente como nosotros. ¿Para quién cantaría entonces la Darclée? ¿Sólo para los que le quieren igualar la retribución con la de una jornalera? Si resulta que a ti te hacen vibrar los regionalistas, los republicanos y los radicales, tendremos que decepcionarte. Nos aburriría pasar una velada hablando de la derecha y de la izquierda y de las asociaciones proletarias de presión.

–De acuerdo. Si os entiendo. Os hacéis el despistado mientras podáis conservar el dinero y los privilegios. No hay ningún crimen en eso de ser un vividor. A ti y a los tuyos os resulta práctico no meteros en nada. Una posición cómoda.

–Hombre, cómoda no. Para mí, no. La política yo la padezco. No puedo ignorar el anarquismo porque he recibido noticia directa de él en la columna vertebral, aparte de porque me ha arrebatado brutalmente una hermana. Por otro lado, lejos de lo que tú crees, no milito tampoco con los míos. No quiero perpetuar una regalía que me han transmitido legalmente pero que pide ser enmendada. Al final, resulta que no elijo ser de nada porque no me gusta nada. Y menos me gusta hablar de tu naciente socialización. No quiero ni discutírtela. La considero impúdica. Tú mismo puntualizas que se trata de una lucha de clases; yo detesto las luchas. Quieres decir que los que ahora están abajo en plena mayoría oprimida espolearán a sangre y fuego a los que están arriba hasta hacer que den la vuelta de campana y poderse repartir su patrimonio. Quieres decir que la clase dominante privilegiada y podrida de hoy tendrá que rendir poder y caudales a las masas obreras para que pasen a ser la clase dominante, privilegiada y podrida del mañana. No hablo de la aristocracia, pues ya nos estamos muriendo solitos justo de la misma manera que muere el siglo día a día. Hablo del gran capital, de Manel Girona, de Ferrer Vidal, de Arnús; hablo de industriales como Bosch-Labrús, el rico catalán Pere Turull, los hermanos Batlló, Antoni López. Ahogada toda ambición privada, desdeñado el genio promotor, adocenada la sociedad. Abolida la riqueza de unos cuantos en favor de la pobreza común. Todos pobres de una vez. El hambre igualada. Basta de codiciar la vidorra de los señores. Cortada la prosperidad de los capitalistas ingeniosos y astutos que sólo miran para ellos. Se les habrá acabado el imperio bancario, la importación y la exportación por su cuenta, el manejo de finanzas y recursos. ¡Fuera! ¡Y para siempre! Decidme si no qué cerebro se desvivirá en favor del rendimiento de una empresa municipalizada si sabe que en lugar de un beneficio propio ha de llenar los bolsillos de la masa anónima que no lo quiere arriba, sino abajo y con la cabeza debajo de su zapato. Yo tu programa no quiero aplaudirlo. No por todo lo que puedo perder, sino por todo lo que la sociedad dejará de ganar sin la fuerza motriz de un prócer rico que tire de todos los vagones. Este obrerismo no nos llevará a la fuente de la riqueza, sino que cortará el chorro para que no beba nadie. Una vez repartido el traguito de los que tenían lleno el botijo, ya lo podrán romper; no manará agua por ninguna parte. La pobreza no tiene final, pero la riqueza, sí. Si este sistema comunista que defiendes no nace muerto, tendrá que suicidarse cuando toda la revolución que comporta haya causado más sangre y más miseria de la que quiere secar. Dime que los colores políticos tienen una gama amplia que permite escoger, pero yo no veo ni un color limpio y brillante que pueda deslumbrarme. Prefiero rechazarlo rotundamente. Y sin pedir perdón a nadie por haber nacido rico, escojo hablar de literatura y de rapsodias, mientras que tú y los demás preclaros que todo lo queréis hacer por el pueblo, incluso el sacrificio de ser ministros, alzáis una bandera con puño amenazador. Nosotros, vividores o no, nos sometemos, si os place por fuerza, a todo aquello que la mayoría implante, del mismo modo que ya me estoy sometiendo a la silla de ruedas.

–De acuerdo, Darniu, id esperando la revolución mientras analizáis la Quinta Sinfonía. Especialmente si los beneficios de la tierra os los sirven en bandeja. Esos que gritan en la calle, que se desgañiten; cerrando la ventana no se oye nada. Tampoco te obsesiones con la explotación agrícola de donde sacas todo el provecho. Tú no la dirijas ni te acerques. Que te lo hagan.

–Es más práctico. Me niego a dirigirla y a saber algo de ella. En primer lugar, los masoveros que tengo dirían que, además de cobrar, quiero mandar. Y segundo, prefiero ignorar que están vendiendo los cereales a veinte y a mí me dicen que a diecisiete. Me limito a tolerar. Todo me va bien tal como está, aunque esté mal.

–También te entiendo. Con las tres fincas principales que funcionen, ya tienes bastante. ¿Qué harías con tanto dinero? Las otras, las de secano, que se queden yermas. No importa si hay paro. Es una pesadez reanimar todo aquello. Los braceros sin trabajo, que se entretengan haciendo la revolución.

–No tengo tierras yermas. Pagando del bolsillo de los Darniu y de cuatro terratenientes más, hicimos llegar el agua. La obra fue larga, porque duró doce años. La firma Cruells y Compañía nos expedía las facturas. Certificaciones de obra durante doce años. Todo iniciativa privada. Nada de ayuda estatal. Se nos criticó. Se nos dijo que abríamos canales de regadío para hacernos más ricos. Pues mi abuelo por poco no se hace más pobre, sobre todo con el Canal d'Urgell. Desde nuestra posición es difícil recibir ovaciones. Cuando mi padre llevó trilladoras mecánicas y maquinaria a los campos, le dijeron que lo hacía para poder deshacerse de los braceros. Y así todo. Yo soy el que menos he hecho. A mí me han embuchado entre cojines en una silla y aquí me ves. Del campo no sé nada y sólo tiendo la mano esperando la renta, tienes toda la razón. Una mano que me tiembla.

18 DE FEBRERO DE 1895

El domingo por la tarde quería ir a tomar una copa a la vinatería de Xic. Mientras me estaba arreglando, la abuela Caterina trajinaba por allí.

–No te pongas sencillo, morenito, que hoy es fiesta. Los domésticos de la torre Darniu no pueden desmerecer. La chalina te la tienes que coger con aguja, no vayas con un nudo, que se pensarán que eres un chulo.

–¡Un chulo no importaría! Con eso de la seda y la aguja, no sea que me tomen por el Gran Mogol.

–Te va a la medida, ¿verdad?, la ropa de aquel presumido. Tuve que estrecharte la trincha de cada pantalón y hacerte correr la hebilla de los chalecos. Él guapo sí era, pero tenía una tripita que tú no tienes. ¡Mira que eres guapo! Delgadísimo y duro, todo carne prieta y músculo. Bonito de ver.

–¡Pero si no me habéis visto!

–Te miro cómo te vistes, morenito, pero no te veo nada que no pueda verte.

En cuanto abrí la puerta vidriera de la vinatería de Xic, advertí por primera vez que aquello era una tabernucha de mala muerte. Nunca me había dado cuenta de que era tan mísera y deslucida. ¿O era yo el que iba demasiado bien? Paredes despintadas, sillas de enea descascarilladas, peste a aguachirle y a humo de caliqueños. Las cuatro mesas estaban llenas de hombres que jugaban a dominó, con garibaldina y alpargatas de seis cintas.

Acodado en el mostrador vi al segundo cochero Sadurní. Alguna otra vez, cuando yo hacía de guardabosques, ya nos habíamos encontrado allí y, dado lo poco que nos conocíamos entonces, habíamos hecho un papelón de aquí te espero, con movimiento de cabeza y punto. Él solía jugar a cartas con otros cocheros, pero aquel domingo estaba solo. No llevaba su indumentaria usual, sino que se había puesto la castiza blusa azul tablillada, larga hasta las rodillas. La «honrada blusa», se le llamaba entonces, como si nuestra ropa fuera el oprobio. Llevaba anudado al cuello un pañuelo negro. Me sorprendió verlo vestido de aquella manera, como si se tratara de un huelguista del puerto. Sólo le faltaba la cara picada y aquel gran cigarro mojado, prendido al labio. Nadie hubiera dicho que se trataba de un chico de veinticinco años.

Me paré a su lado y, al notar que aún no bebía, le dije:

–¿Tomamos una cerveza?

Me miró indiferente y dijo que no con la cabeza.

Después de haberle dado la oportunidad de devolverme el desaire, que me pareció más rudo que el mío, me sentí mejor.

Me senté en el taburete y quedamos codo con codo. Xic me trajo un vasito de anís y de un trago lo liquidé. Ya planeaba marcharme. Yo no estaba bien en ninguna parte.

Cerca de mí había tres jugadores que no paraban de gruñir. Yo no les hacía caso, pero vagamente me pareció que alguno de ellos me señalaba con la cabeza. En cuanto me volví un poco, sin acabar de mirar, oí claramente que decía:

–¡Me cago en él! ¡Ya lo creo que es uno de ellos! ¡Es el nuevo! Mira al malparido cómo le luce el pelo desde que hace reverencias.

Me quedé paralizado, sin saber qué hacer. Un golpe de codo de Sadurní me puso a tono. Él no me miraba, pero se le movieron los labios y oí su murmullo:

–Haz como si nada. Quieren jaleo.

–¿Qué mosca les ha picado? – dije con disimulo.

–¡Tú dirás! Mira quién hay cerca de la puerta.

Vi un mozo de escuadra sentado junto a la puerta vidriera, llenándose un vaso de gaseosa.

–¿Aquél? – musité.

–Quieren jaleo contigo para que ése se meta. Y entonces acabarán a garrotazo limpio. Cada día necesitan un bobo que pique el anzuelo. Hoy te han elegido a ti.

–Gracias por lo de bobo.

–Yo no digo que lo seas, sino que ellos buscan uno. No te des por enterado. Si aún mantienes la oferta, te acepto la cerveza.

Se me escapó decir que ya había bebido. Me lanzó una mirada.

–Yo también -exclamó-. Lo hacía por acabar con la puñeta. Tomamos una cerveza y no nos invitamos nunca más.

Pedí dos cervezas y, mientras tanto, Sadurní volvió a hablar de aquella manera subrepticia:

–Si quieres frecuentar locales como éste, te tienes que poner la blusa de pisana y fumar picadura negra. Tal como vas, corres peligro.

–¿Pues dónde está la libertad?

–Se refieren a la libertad de ellos.

Puse la petaca sobre el mostrador para que cogiera tabaco del mío.

–Fumas muy fino -dijo tirando su trozo apestoso.

–No cuesta acostumbrarse a las cosas buenas.

Los jugadores de cartas no callaban. Había uno rudo que no paraba de hacer referencias a mi madre.

–¿Y si no planto cara, qué? – le dije a Sadurní-. Demuestro que tengo buen estómago y que no tengo nada más. Quedo fatal.

–De eso se valen. No encuentran nunca a nadie que se trague su letanía sin atragantarse. Pero la cosa no va de broma. Ayer, dos con la nariz rota y uno con los dientes a hacer puñetas. Si te haces macho esta chalina te la harán tragar con aguja y todo. Son tres… ¡Espera, tú!

–¡Si no me muevo!

–Quiero decir que esperes, que estás salvado. El mozo de escuadra paga y se va.

Dicho y hecho, los de la mesa se callaron.

Sadurní y yo estuvimos un buen rato bebiendo sin decir nada. Él intercambió unas palabras con Xic, el vinatero, que secaba el mostrador vigilando de reojo. En cuanto el hombre se alejó, Sadurní me dijo:

–¿Has oído lo que me ha dicho Xic?

–No he prestado atención.

–Nada de importancia. Me ha hablado de aquel piano estropeado que tiene allí en el rincón. Le molesta y me ha dicho si lo quiero.

–¿Si quieres un piano?

–De recuerdo. Había sido de mi padre. ¿Sabías que mi padre era pianista? ¡Un buen profesor, puñetas! Empezó a tomar copas e iba haciendo eses a dar clases a los niños de casas bien. Acabó fatal, tocando habaneras aquí las noches del domingo. Yo tenía que venir a buscarle y llevarlo a casa hecho un guiñapo. Xic hacía que me avisaran. Es un buen hombre, Xic. Ahora mismo estaba preocupado por ti. Tenía miedo de que este triunvirato te rompiera la cara. Me ha dicho: «qué pena de cara del Rey Negro». Xic es demócrata y mi padre también lo era. Se llevaban bien. ¿Qué ideas tienes tú?

–Me parece que no tengo. Ni siquiera entiendo la democracia.

–No la entiende nadie, ni los que lo son. Yo te puedo hacer un resumen. La democracia es un sistema de gobierno, donde se inculca la idea al pueblo de que es él quien manda, cuándo en realidad se abusa de los votos del pueblo para los juegos políticos que favorecen los intereses de partido, como si fuera del partido no hubiera pueblo. Diputados y senadores hacen y deshacen a su antojo, mientras el pueblo se enfada viendo a sus líderes hacer la pelota a su enemigos acérrimos, total por pura conveniencia de aguantarse en el poder. «Yo aflojo en esto si tú te callas aquello. Pero si quieres decir la verdad, te saco en primera página de El Imparcial con la tal. Soy yo quien ha ganado y me toca a mí seguir haciendo de mentiroso en el balcón de Gobernación, a ver si no muevo el culo de la poltrona ni en las siguientes elecciones, que aún quiero cobrar más comisiones.» Así va, Pol. Todos iguales, del color que sean. La mayoría deja decir alguna cosa a la minoría como aquel que deja desfogarse a una criatura y, cuando ya tiene bastante, le mete una zurra. La mayoría siempre tiene razón. Quiero decir que tiene razón tanto si sí como si no. Lo cual no significa que mande el juicio o la parte sana de la sociedad, sino la parte de los que son más. Huele a podrido, ¿eh? Puede darse el caso de que mande una mayoría podrida a causa del cansancio del pueblo honrado que ya no va a votar.

–Quieres decir que viene a ser un gallinero como los demás sistemas de gobierno.

–Una cosa así. Pero, aunque proclamen la libertad de expresión, eso no se puede decir.

Bajó del taburete y exclamó:

–¿Sabes qué? Me largo. El ambiente que hay aquí me está cargando y ya estoy harto de «honrada blusa». Sólo me faltaba la oferta del piano. ¿Dónde quiere que meta yo el piano de recuerdo si cada vez que lo veo tengo un mal recuerdo? ¿Vienes?

Me levanté. De reojo veía a aquellos individuos allí jugando.

–Supongo -dije- que una vez fuera del escenario el mozo de escuadra no habrá ningún compromiso político si con la chusma esta me lío a puñetazos.

Sadurní me miró fijamente con los ojos un poco alarmados.

–¿Te atreverías? Dos de ellos llevan bastón, y el tercero, un cuchillo.

–Sé pegar. De un mamporro, el de la izquierda caerá de espaldas. El siguiente sólo tendrá tiempo de tropezarse con el banco que le cierra el paso. El tercero puede hacer que me entretenga. Aparte de que tiene puños, no lo cogeré por sorpresa. Pero si me sale bien el aspa…

–¡Ya te vale! ¿A cuántos has tumbado?

–A ninguno. Sólo he visto gabachos pegándose. Tenían técnica, golpes calculados. Yo pensaba que se peleaban, pero se entrenaban. Querría comprobar si sé. ¿Es la ocasión, no?

–¡Joder! ¡Púgiles franceses! ¡Déjate de tonterías! ¡Venga, vamos!

Me hizo seguirle hacia la calle estirándome del brazo, y añadió:

–¡Hombre, caray, tienes que entenderlo! No puedes pelearte en una taberna si perteneces a la torre Darniu. Isidre se disgustaría. Él rechaza estas maneras.

Aquello me frenó. Aquello fue una razón contundente.

A pesar de ello, al pasar junto a los tres jugadores, me saqué el cigarrillo de la boca y, con solemnidad, lo ahogué dentro de la copa de aguardiente del individuo más peligroso. Inclinándome sobre su careto, dije:

–Le agradezco que se haya callado, compañero. Los pasmarotes de mucha lengua y pocos cojones me ponen nervioso y se me pone en marcha el aspa. Lo siento mucho, porque se me arruga la ropa de las fiestas.

El hombre medio cerraba los ojos y no respiraba, pero se le ensanchaba la nariz.

–Buenas tardes -le dije masticando las palabras-. No se puede haber quedado mudo y cagado ahora, después de tanta broma. Digo bue-nas tar-des.

–Buenas tardes -dijo entre dientes.

Me marché tranquilamente, seguido de Sadurní.

21 DE FEBRERO DE 1895

Más o menos ya habíamos comido todos. Se hacía una sobremesa perezosa porque era jueves y más de la mitad de los sirvientes tenían la tarde libre. Yo me quedaba.

La cocinera, señora Gabriela, ya estaba fuera. Ramona se marcharía más tarde. Ella y Manolo el aragonés descargaban en la pila platos y vasos procedentes de la cochera. Márius ultimaba los postres, ya vestido para salir.

–Ahora parece que la boda de Fruitós va en serio -dijo Lluciá, aún a la mesa-. Se nos casa después de cuaresma.

El anuncio del mayordomo no despertó ninguna sensación. Tanto hablar de la boda y, total, aún faltaban cuarenta días.

Lluciá disimulaba, pero estaba preocupado. Víctor, Margarida, Fruitós y probablemente Oliver. Oliver seguía con el pie vendado, trajinando como podía. Demasiada gente malograda. Todos de primera fila.

–Oliver tiene permiso para irse unos cuantos días al pueblo -dijo pelando una mandarina-. No enseguida, pero sí esta primavera.

–¿Por una torcedura de pie? – intervino Ramona-. ¿Por qué se quiere ir justamente ahora que se va el otro?

–Quiere ver nacer a su bisnieta -replicó Lluciá-. Además, aún está disgustado. No por la cristalería rota, sino por el golpe moral.

Él mismo también estaba disgustado. Sabía que la caída de Oliver, patas arriba sin más consecuencia que la torcedura, era el final del insigne ayuda de cámara del señor.

–Cuando se me deshace el conjunto, todo el equipo pierde la armonía. Cuesta poner a punto personal nuevo.

–Peores épocas hemos vivido -dijo Ramona-. Aún me acuerdo del año del frío. En cada habitación había un sirviente estornudando, con la belladona y el bromoformo. ¡Madre de Dios! ¡Ni los platos lavábamos!

Por la puerta que daba al patio apareció Oliver arrastrando las zapatillas, abatido y amarillo.

–¿Cómo se encuentra hoy, señor Oliver?

–Vamos tirando. Mira qué han echado por el portalito, Lluciá.

–¿Qué es esto? ¿La Hoja Católica?

–Lee tu mismo, yo no tengo la vista fina.

–¡Vaya! Nos lo dice la gaceta de Ferrer i Guárdia: «En el campo libertario es donde se hace verdadera labor revolucionaria combatiendo los cimientos principales de la sociedad: Religión, Patria y Estado». ¿Qué le parece, eh? ¡Hale! Les sobramos todos, curas, militares, monarquía y los millones de personas que profesamos estas cosas. Sólo quieren quedarse ellos a base de bombas. Sólo ellos y son cuatro gatos, Oliver, cuatro gatos ayudados por los terroristas italianos. ¡Después dirán que las mayorías deben mandar!

–¿Quiénes son ésos? – intervino Ramona-. ¿Radicales de izquierda?

–¡No, mujer, Ramona, válgame Dios! ¡Los radicales de izquierda están tan asustados como nosotros!

–¡Están muertos de miedo! – subrayó el viejo Oliver-. También les convenía. Al principio se cogían del bracito y ahora les pegan. Los tirotearon por la noche.

Márius, hasta entonces indiferente, se puso en pie dando el último sorbo de litina.

–Señor Lluciá -dijo-, los anarquistas de Ferrer i Guárdia no conseguirán nada, pero hágase a la idea de que, nos guste o no, si la izquierda radical llega al poder, Iglesia, Patria y Rey se van al carajo.

–¡Eso querrían, pero no podrán! – prorrumpió Oliver, ronco-. Las raíces son profundas. ¡Están de broma! Libertad, Igualdad y Fraternidad, tres mentiras que suenan bien. La libertad servirá para abrir cárceles, la igualdad para hacer una buena colección de bienes y la fraternidad para repartirse el botín entre los dirigentes.

Márius, moviendo la cabeza con su media sonrisa, exclamó:

–Siento tener que reconocer, con permiso, que el Rey es un muchachito raquítico, la Patria enseña las vergüenzas en las colonias y la Iglesia duerme. No debemos engañarnos, señor Lluciá, duerme, no hace nada, excepto echar los latines a los ricos. Estamos a diez años del obispo Urquinaona, lleno de empuje y caridad social. La espiritualidad de Balmes, el apostolado del arzobispo Antoni Maria Claret y la crítica dura de Sardá i Salvany ya son cosa de ayer. No salen nuevos.

–¡Márius, hombre! – dijo Lluciá dolido-. El clero de hoy no puede levantar cabeza. Mendizábal se lo expolió todo. Ahora sólo son propietarios de las sotanas que llevan y no tienen ánimo ni para hacer un buen sermón.

–¡Ya lo puede decir! Van a remolque de una escolástica oscurantista, de un oscurantismo in artículo mortis. Todo es tan oscuro a su alrededor que ellos mismos ya no ven a los necesitados de la tierra, a quienes se tendrían que deber.

–¡Ellos son los necesitados! – abogó el viejo Oliver-. La desamortización los ha convertido en curitas de agua bendita y cajita de limosna. ¿Qué estipendio les marca el Estado después de la depredación? ¡Tienen que pedir caridad, hombre!

–Pero nos predicaban que Dios ama a los pobres, y ahora que ellos lo son, prefieren tomar chocolate en el saloncito de los ricos mientras gestionan una donación.

Ramona, en medio del ruido de platos, intervino muy vivamente:

–¡Los curas no son pobres, no digáis eso! ¡Sólo lo hacen ver! ¡Quieren la misericordia divina y la de las viudas cargadas de dinero!

–¡Ramona! – exclamó Lluciá-. ¡Siempre has sido irreverente! Acaba el trabajo, venga, que hoy te marcharás a la hora de volver. ¡Y, venga ya, dejemos en paz a los eclesiásticos, que bastante les hacen la pascua los hijos del pueblo con garrotes y teas encendidas!

Márius se marchó riendo.

Cuando yo me levantaba de la mesa, el mayordomo se dirigió a mí:

–El señor Ubald necesita ayuda en el archivo. Preséntate tú, Pol. Le dices que Márius tiene la tarde libre. Sube por la escalera de rellanos del ala sur. Trapos y sacudidor.

El ala sur era una parte de la torre en desuso. En los sucesivos pisos había mobiliario tapado con sábanas. No se trataba ni mucho menos de un desván de trastos, sino que todo era valioso. Parece ser que, en el siglo pasado, una numerosa familia Darniu había ocupado los dos lados. Pepet y yo tan sólo habíamos barrido un par de veces aquella escalera de baldosa roja que ascendía en tramos cuadrados. Entonces yo todavía no tenía el sentido de la orientación y no había sabido entender dónde estábamos, pero ahora lo identificaba todo. En los bajos estaba la habitación de la ropa blanca con la estantería llena de juegos de cama y batas almidonadas.

El archivo estaba arriba del todo.

–Adelante -dijo el señor Ubald-. ¿A ti te envían?

–Si tiene inconveniente me marcho, perdone, quiero decir que me retiro. Lluciá le enviará a quien encuentre, perdone, a quien a usted le pueda satisfacer. Márius está fuera.

Por más que el administrador fuera un hombre fácil de trato, yo me trabucaba de tan bien que lo quería decir.

–Tú me sirves. Empieza a sacar el polvo de estos pliegos alineados y ve poniéndolos en el primer estante sin cambiar el orden. Me ha costado clasificarlos. Si los mezcláramos, me pondría enfermo.

Ese trabajo me gustó. El archivo era una estancia nueva de pequeñas dimensiones, muy soleada, con armarios de madera clara y butacas de cuero rubio. Había una mesa ministro llena de libros gruesos y carpetas. Las estanterías estaban vacías porque se trataba de llenarlas con todo lo que estaba apilado sobre las butacas y en el suelo.

Estuvimos trabajando más de una hora. Ahora descolgar los cuadernos, ahora poner juntos los diez volúmenes, ahora numerar los memorándums. No decíamos nada porque si los mezclábamos el señor Ubald se pondría enfermo. Y yo también.

Había unas láminas amarillentas y apestosas con letras góticas.

–Son pergaminos -me explicó el señor Ubald-. Es el material más importante de todo el que hemos tocado. Aquí están escritos los orígenes ilustres de la casa. Esto es difícil de conservar. Se deshace entre los dedos.

Él tampoco dejaba de pasar el trapo por cubiertas y documentos estropeados.

–Paremos cinco minutos -dijo apoyándose en el escritorio-. Estoy harto de respirar polvo. Abre la ventana, a ver si entra oxígeno.

En cuanto hube cumplido con la ventana, me encontré con que me ofrecía la petaca y papel de fumar.

–Gracias -dije, agarrotado por la falta de costumbre.

–Siéntate por aquí. Cuando hayamos fumado nos volvemos a poner hasta la hora de merendar. Lo quiero dejar ordenado de una vez.

Él tenía una cerilla, y después de encender, me la pasó. Yo actúe a mi manera abrumada. Sólo en la vinatería de Xic me sentía un gallo. El señor Ubald iba vestido de estar por casa, con batín y zapatillas. Eso le daba el aspecto de un hombre llano y familiar. En su faceta cordial llevaba la marca de un cansancio de soledad que ni cuando sonreía se le borraba.

–Años atrás -dijo mientras fumaba-, cuando los dos Darniu, quiero decir el padre y el abuelo de Isidre, me llamaron para organizar todo esto, me pasé dos años clasificando material. Proviene de una escribanía de los sótanos donde se estaba estropeando. En esta mesa empecé la labor de restaurar cada manuscrito. Suerte que Clara…, la que más tarde fue mi mujer, colaboró en la tarea. Tenía buenas manos; copiaba todo lo que hacía falta y nadie hubiera adivinado dónde estaba el remiendo.

Movió la cabeza con complacencia y continuó:

–Una buena falsificadora, le decía yo. Y era verdad. No he conocido persona más útil en un archivo necesitado de recomposición.

Estaba absorto. De repente pasó el índice por los pliegues anotados, esforzándose en volver a la realidad.

Yo me recostaba en un taburete, un poco arrinconado, fumando al compás de él, a punto de levantarme y seguir con el trabajo.

–Clara era una chica sensata. Recuerdo…

Calló. Se daba cuenta de que hablaba obsesionado. Sacudió la ceniza y exclamó, levantando la cabeza:

–¡Tengo tantos recuerdos de ella!… Ahora, Pol, cuando nos hayamos recuperado, pondremos la escalera allí y bajaremos toda la fila de cuadernos.

Cogió un retrato pequeño de encima de la mesa y se quedó mirándolo.

–Los retratos la perjudican. No era ni mucho menos tan adusta. Tenía una personalidad impresionante. Majestuosa, como su hermano.

Acordándose de que yo estaba allí, me miró enarcando las cejas.

–¿Te has fijado en qué huella de dignidad rodea a esta gente? ¿Has reparado en los retratos de los abuelos, allí en la sala grande?

Moví la cabeza asintiendo. Yo veía las ganas que aquel hombre tenía de hablar de su mujer. Me daba cuenta de que se contenía y de que, de repente, se escuchaba a sí mismo sacando a colación los recuerdos que llenaban su desierta vida.

Con los ojos puestos en el retrato de Clara, murmuró:

–Dos años hombro con hombro entregados a los pergaminos sin dedicarnos más de dos palabras. Ella y yo, rutinarios, apagados. No nos mirábamos, no teníamos ninguna clase de comunicación excepto indicarnos la clase de tinta o el adhesivo que hacía falta… Y el uno y la otra nos fuimos sintiendo acompañados. Callados en exceso, pero los dos acudíamos al trabajo con creciente afán. Parecíamos los mismos del primer día, pero no lo éramos. Éramos nuevos de la cabeza a los pies. Estábamos vivos y activos, llenos de esperanza.

Dejó el retrato y se puso a hacer una anotación.

–Venga, chico, pongámonos a ello. Trae la escalera. Empieza por los del medio. Ve dándome los que están atados.

Se quedaba taciturno. Iba cogiendo el material que yo le pasaba.

A medida que trabajábamos, se le iluminaba la cara. De en medio de un paquete separó cuidadosamente media página rota, con letras de tinta borrosa. Alzándola para que yo la viera, exclamó:

–Observa, se trata de una hoja de escritura de compra de una de las heredades de los Darniu. Fue adquirida por siete mil libras barcelonesas en la municipalidad de Sant Cugat del Vallés, el año… ¡Increíble! ¡El año mil seiscientos cincuenta! ¿Qué te parece esta antigüedad? ¡Impone!

–No me creía que tanto papel hiciera referencia a los señores Darniu -dije poco menos que asustado.

–No todo es interesante. Gran parte de testimoniales y protocolos sólo tienen el mérito de haber soportado el paso de los siglos. Fíjate en lo que hay aquí: relaciones de un pleito de doscientos años atrás por poner un mojón en la sierra de Collserola; subvenciones para restaurar un hospicio que hoy ya no existe; cartas de sucesión; inventarios de bienes, tasas jurídicas… Repara en la fecha de estas curiosas facturas: durante los años de miseria que siguieron a la guerra de la Independencia, un Darniu se pudo gastar cerca de cien millones de reales en la reforma de una residencia recreativa. No sé si era esta torre; la mitad de los folios se han perdido. Poco tiempo después de esto, el tal Carles Eladi Darniu i Fabra, tatarabuelo del tatarabuelo, distribuyó treinta fanegas de trigo a los pobres porque se le estaba carcomiendo. Y lo dice así. Se lo dio carcomido. Resulta un archivo alucinante. Subsidios reales, prebendas, partidas de rentas increíbles, dominio sobre la mitad de los rodales vallesanos… Documentos históricos solamente válidos para conservarlos mientras se van descomponiendo. Los autores de los hechos ya están descompuestos. Excepcionalmente, algún pergamino se mantiene libre de manchas. Pocos. La mayoría están podridos y no quedará ni su significado. Es el actual estado de los señoríos. Y para ellos no hay restauración posible.

Dejó el pliego de hojas con brusquedad y se dirigió hacia la ventana, donde se quedó mirando fuera. Habló apretando los dientes, duro, distinto de como era siempre:

–La siembra de injusticia y abuso hace que se recoja injusticia y abuso. Pero es como la piedra fuera de la mano, que no sabe adónde va. Y siempre hiere de muerte a los pacíficos sin culpa ni parte.

El perfil de Jaume Ubald parecía de yeso. Tanta luz lo descoloría, le descubría la amargura sin disimulo. Daba la sensación de estar hablando solo, como había hecho el amo Masats con él. Urgencia de decir cosas.

Yo, en lo alto de la escalera, esperando que me cogiera tomos. No me atrevía a moverme porque estaba claro que él no se acordaba en absoluto de mí.

–Clara se sentía prisionera dentro de la rígida notoriedad de los Darniu. La posición social cerraba a cal y canto su espíritu artista. El vestuario suntuoso, los besamanos, el conservadurismo férreo. Apenas podía respirar. La música rebelde que rompía normas, que anunciaba una generación nueva, era su vida. Sinfonías coloristas, impresionistas, maravillosas, de los jóvenes franceses criticados por la oreja sacrosanta le estaban prohibidas. Pugna constante con su padre, pugna con aquel símbolo reaccionario del pasado. Y tuvo que ser ella la víctima expiatoria del anarquismo. Su cuerpo quedó sin apariencia humana; un montón de carne sangrante. Inmolada con crueldad salvaje que ni treinta fanegas carcomidas pueden justificar. Odio, Dios, odio llevado al paroxismo. Yo también lo sentí. Ya no soy el hombre tranquilo que era. Un odio ciego me dañó la razón. Un odio que me ha marcado para siempre. Si no me esfuerzo, a cada momento me vuelve. Me dicen que el grito del hambre es trágico. Pero yo no veo ni su hambre ni su miseria. Yo sólo veo su crimen. El crimen no tiene descargo, envilece la protesta, transforma y arruina el sentido de la buena causa.

Se quedó callado. Yo seguía petrificado en lo alto de la escalera, con los folios entre las manos.

–Al nuevo siglo -musitó mirando al suelo- le dejaremos la herencia de dos Españas. La conservadora y la revolucionaria. Derecha e izquierda, patrones y obreros, católicos y laicos, jerarquía y acracia. Todos radicales. No cederán. Están consintiendo que la tierra se abra bajo sus pies. Es una grieta que se va agrandando hasta que a cada lado se concentre el odio suficiente para hundirlos juntos en el abismo, sin que ninguno de ellos sea inocente.

El señor Ubald cogió el pañuelo y se secó los pensamientos.

3 DE MARZO DE 1895

Era media mañana. Sol tibio y clima moderado. Estaba apoyado en la mesa de la cocina hojeando el diario, esperando. Lluciá me tenía que dar instrucciones.

«Cuba en plena insurrección… ¡La guerra es un hecho!… Juicio contra los anarquistas por el atentado de la calle Riera Baixa… Incendio intencionado en el asilo de las Hermanitas… La estación de ferrocarril de Mataró ha sido asaltada… Persiguen a los curas de un entierro… Manifestación de la asociación obrera contra los patrones textiles… El proletariado quiere ser la tropa de choque del extremismo… Prenden fuego a las fábricas y se revolucionan en la calle… Gritan contra las injusticias y las trampas burguesas…»

La señora Gabriela hacía el romesco. Yo le echaba alguna ojeada por encima del diario. No llevaba cofia y exhibía un peinado ahuecado sobre la frente. Parecía más joven. Alta, una figura bien hecha pero ceñida como un maniquí.

–¿Qué miras, Pol?

–Nada, perdone.

Metí la cara en el periódico.

Lluciá asomó la cabeza.

–Pol, el señor ha salido al bosque. Ve a llevarle el diario. Escucha atentamente: la señora tiene la modista en el probador y ha tenido que dejarlo solo. Quiere que vayas hacia allí y que no lo pierdas de vista. Tendrás que actuar con tacto. Que no note que lo vigilas.

La misión diplomática me enardeció. Para empezar, me permitía salir al bosque. Contadas veces podía pasear por allí desde que trabajaba dentro de la casa. Rondé a gusto observando el brote que ofrecía la enramada. Si no venía una helada tardía, tendríamos un florecimiento pletórico.

No se me hizo difícil descubrir al señor Isidre; estaba quieto delante mismo del descalzamiento donde una vez ya se había atascado. Parecía ser su barrera.

Al tenderle el diario, murmuré con afectación:

–¿Le hago compañía un rato, señor?

–No hace falta, gracias. ¿Te lo ha sugerido mi mujer, que me hagas compañía?

–No exactamente, señor. Quizá le desagrada dejarlo solo.

–Tiene miedo de que me caiga en el hoyo. Pues quédate un momento. Empuja la silla. Llévame lejos. Daremos la vuelta hacia arriba estrenando todo el itinerario que tú trazaste.

Aquello representaba una ruta larguísima.

Conduje la silla, que no se ofrecía ligera en aquel terrero enrasado.

Me venía justo para evitar que el ramaje barriera la cara del señor Isidre. La subida fue dura. Aunque el aire era fresco, el esfuerzo me hacía sudar. Veía la cabeza rígida de él con aquella mata laxa de un tono arenoso que no paraba de saltar.

Por fin llegué a la altiplanicie soleada. Estábamos muy arriba. Había un árbol joven apenas vestido de hojas en mitad del cerro de lavanda. Alrededor, matorrales de boj altos y espesos acentuaban la calva.

Disimulando que resoplaba, le pregunté si le iba bien allí.

–De acuerdo, Pol. Te tengo que felicitar por cómo has dominado este carretón. Eres el primero que hace el circuito entero. No me lo esperaba.

–Gracias, señor. Temía haberlo dejado molido.

–Bueno, sí. Me has dejado molido.

Siguiendo su indicación moví la silla en dirección al árbol para que él pudiera cogerse en una rama delgada que parecía puesta allí expresamente. Antes de darme tiempo de hacer nada, por sí solo se levantó.

–No hace falta que te quedes -dijo con firmeza-. Me las arreglaré solo. Ven a buscarme a la hora de comer.

–Está muy apartado de la casa, señor.

El amo, cortante, exclamó:

–No te preocupes. Haz lo que te he dicho.

–¿No se sienta antes?

–Ya basta, Pol. Vete.

–Hasta luego, señor.

En cuanto los matorrales me taparon, tracé un rodeo rápido y silencioso, pisando suavemente con la cautela de un gato, y me quedé detrás de él, muy cerca, sin haber movido una sola hoja. Él seguía quieto. Tiempo y tiempo sin hacer nada. Parecía calcular el giro que tendría que dar para quedar sentado sobre las briznas de lavanda.

Me extrañó mucho que sin poder verme, en voz baja, dijera:

–A ver, Pol, vuelve, que tengo miedo de caerme.

Tuve que comparecer allí mismo.

–Estira el brazo. No me toques ni hagas nada, sólo estira el brazo.

Entre brazo y rama hizo la maniobra con éxito y se quedó sentado en el suelo.

–Tú siéntate también -me dijo-. Hace aire aquí arriba. Espero no tener frío.

–El sol es bueno.

–¿Sabes si Lluciá ya se ha marchado?

–Seguramente, señor. Tenía que estar en el municipio de Sant Cugat a las once.

–Me he olvidado de advertirle que esta tarde nos sirva Cabernet Sauvignon. Acuérdate de decírselo tú. Tendré la visita del hispanista Ernest Merimée y un grupo de escritores franceses y les haré los honores con vino de su país. Creo que nos quedan cinco o seis botellas.

–Las he visto en la bodega, señor. Quedan catorce.

–¿Tantas? Es un clarete extra del setenta y tres. Mi padre lo compró en Reims para compararlo con nuestros mostos.

–También he visto uno embotellado del Penedés de la cosecha del ochenta y seis.

–El año rico, ¿eh?

–Eso. Aquel año yo vendimié por primera vez.

–Debías de ser sólo un niño.

–Era el más pequeño, sí, señor. Hicimos viñas importantes. Toda la comarca. A lo mejor aquella uva fue a parar a los lagares de usted.

–¡Vaya! ¿Qué vendimiaste en casa Arcadi?

–No, no, en casa Arcadi no. Sé muy bien dónde está, pero allí ya contaban con jornaleros fijos. No nos quisieron nunca. ¿Es de usted casa Arcadi, señor?

–Sí, pero ahora no va bien. El Penedés está perdido. Ha habido mucha violencia, una verdadera revolución; muertos y heridos. Uno de mis jefes de cuadrilla recibió un tiro en el estómago. Se está muriendo.

Bajó la cabeza preocupado. Después de un rato, dijo:

–No te olvides de avisar a Lluciá de eso del vino de esta tarde.

–No se apure, señor. Cabernet Sauvignon.

–Pronuncias muy bien el francés.

–Hice muchos jornales entre franceses, señor. Hacía ver que era uno de ellos porque, aunque cobraban poco, siempre los contrataban. Quiero decir que por eso los contrataban.

Sonrió y exclamó:

–¡Allí insultado haciendo de gabacho! Te tendrías que haber hecho pasar por el niño Ramsés y se hubieran creído que resucitabas del Valle de los Reyes. Yo no sé si tu color de piel es todo del sol.

Se me escapó la risa y tuve ganas de explicarle aquello que no había dicho nunca a nadie:

–Me parece que soy un poco mezcla, señor. Como el vino negro del Priorato y el blanco de Alella. En el pueblo de Pella había un chico que hacía cestos al que llamaban el Sucret porque se embarcó hacia Cuba a hacer dinero con el azúcar. Allí se dio un hartón de cortar caña con los esclavos, cogió las fiebres y volvió enfermo, más tronado que antes, con un peso en el bolsillo y una niña morena en brazos, por haberse aparejado con una criolla que se rió de él. La niña morena, después, fue mi madre. Por eso tengo este color. El color de mi padre no lo sé porque él no se dio a conocer.

El señor Isidre me miraba meditabundo. Con su ligera afonía, dijo:

–Un linaje distinto al del niño Ramsés, vaya.

En aquel momento resonó muy lejos una vocecita de chica:

–¡Isidre!

El amo prestó atención y exclamó:

–¡Es Amélia! ¿No la oyes?

Emitió un silbido potente y breve, como el de la otra vez.

–Estamos demasiado lejos. ¡Corre, ve a buscarla!

Se me hizo el vacío en los oídos. Me parecía que no lo había entendido bien. Como si me hubiera quedado más paralítico que el amo, no podía ni hacer el gesto de levantarme.

–¡Venga, hombre, corre, que no nos encontrará!

Me lancé pendiente abajo maquinalmente, como si soñara. jamás había sido tan poco hábil esquivando ramaje. Me enredaba en medio de la espesura y no sabía salir. Tropezaba, equivocaba las veredas… ¡Venga! ¡Por el atajo! ¡Abajo! Rocalla, colgajos de hiedra, apretadura de roldón. ¿Dónde estoy? ¿Por dónde me meto? ¡No la encontraré nunca!

–¡Isidre!

Me detuve en seco, palpitando. La tenía delante. Blanca y esbelta, una muchacha preciosa. Sólo que no me llamaba a mí.

–¡Uy, Pol! ¡Ya perdía la esperanza! ¿Qué habéis hecho tan arriba?

Yo no decía nada. Respiraba fuerte a causa de la carrera.

–¡Sí que hemos subido! – balbuceé al fin-. Buenos días, señora. La acompañaré, si quiere…, si me permite.

–¡Claro que quiero! ¡No sé dónde voy!

Delante de mí, ágil, rápida, recogiéndose las faldas, botines de tacones finos, puntas de enaguas… Yo retiraba ramaje, me esforzaba abriendo paso, ahora ella detrás, ahora uno al lado del otro… Carrera ligera, otra vez delante… Por debajo de la guirnalda de madreselva…, esquivando ramas…, subir y subir…

Se detuvo jadeando.

–¡Uy, Pol! ¡Me quedo sin aliento! ¡Esto es ir por el atajo!

Yo suspendí el paso como ella, callado, intentando esconder que me sentía tan turbado. Extendí el brazo, sin saber si lo tenía que hacer.

–¿Quiere apoyarse en mí?

Ella me puso la mano, sonriente. Ojos alargados parpadeando.

–¡Sigamos! – dijo festiva-. Me apoyaré. ¡No me imaginaba esta excursión!

Cuando retomé la ruta bosque arriba, sentí que se cogía fuerte. Del bracito con la señora Amélia por un paraíso. Yo no podía controlar aquella conmoción interna. No podía. Ella tenía la cabeza baja vigilando dónde ponía los pies. Un bucle grueso de cabello le resbalaba a un lado.

Por unos breves instantes, sentí como si aquella muchacha fuera para mí.

Pero allí nos encontramos de repente con la imagen sentada del señor Isidre.

Ella se desprendió de mi brazo riendo y se abandonó al abrazo que él le ofrecía.

Yo allí en pie.

–¡Dios mío, Isidre! ¡Pol ha tenido que tirar de mí! ¡No me lo puedo creer! ¿Hasta aquí hay rasa para las ruedas?

–¡Rasa o no rasa! – dijo el señor Isidre jovial, poniéndole bien el bucle.

–¿Y ahora para bajar, qué?

–Ningún problema. Este chico hace lo que quiere de la silla y de mí -me miró con complicidad-. ¡Eh, Pol! Escucha, ahora esperaré a que la señora se recupere. Tú ven a buscarme dentro de media hora, ¿de acuerdo? Gracias.

Me alejé maquinalmente por aquel vergel lozano, dejándolos allí. Atajaba hacia el sotobosque del lado oriental, denso y apartado de todas partes.

Ya en medio, al abrigo de un retamar, me senté en la hierba. Doblando los brazos sobre las rodillas escondí la cabeza. Aquella media hora era trascendente. Yo también me tenía que recuperar.

5 DE MARZO DE 1895

Ya nos habíamos hecho cargo todos de que Pastora era enfermiza y una quejica. Hoy dolor de cabeza, mañana náuseas. No le sentaba bien comer arroz, tenía que ser patata chafada. Y nada de pescado. Sólo el olor ya le hacía marcharse de la cocina. Cuando tenía el trabajo a medias, tenía que irse a estirar un rato.

Rosó estaba enfadada con la situación. Bajaba disparada a la cocina y se permitía unas rabietas mayúsculas.

–¿Y el baño de la señora, qué? ¿Y la habitación principal? ¿Y la plancha?

Entre la una y la otra, al mayordomo le faltaba muy poco para sacar el genio. Pero las reconvenía contenido. Sus simpatías eran para Rosó. No se trataba de nada emocional, sino profesional. Estaba orgulloso del esfuerzo de la chica frente a la innegable sobrecarga de trabajo. Rosó, por su lado, cuando se le quejaba lloriqueando no se podía sustraer a hacer posturas graciosas, se diría que coqueta. A mí me hubiera gustado que la mona panocha me hubiera tratado de aquella manera en lugar de reservarme broncas.

–Venga, Rosó -le dijo el mayordomo-. Pol te subirá la ropa y te la repartirá allí donde corresponda.

Ella, con la canasta a cuestas, exclamó sin mirarme:

–Me elige al ayudante equivocado, señor Lluciá. Llevo lencería de señora. Además, dígale a Pol que no se me ponga en medio.

Me aparté hacia un lado deprisa y ella dio unos saltitos escaleras arriba con gran movimiento de rizos, lazos, faldas y canasta.

Tanto el mayordomo como yo nos quedamos parados al pie de la escalera, encantados con aquel tesoro vivo y furioso.

–La chica tiene nervio -dijo él sonriendo-. A ésta sí que me dolería perderla. ¿Por qué no te casas con ella, Pol?

Se me abrió la boca, pero no para decir nada, sino porque se me abrió. Lo que más me sorprendía era que las palabras de Lluciá no iban en broma.

–¿Casarme con Rosó?

–¿No te gusta?

–Aparte de si me gusta, a la chica le doy asco.

El mayordomo me miraba insistente, casi impertinente.

–Bueno, hombre, no siempre se te tienen que rendir tal como estás acostumbrado. Ahora en serio, Pol, con ella te iría bien. Y podríais seguir en la casa juntos. Es importante. Ya ha habido matrimonios jóvenes al servicio de los Darniu.

Sacó el pañuelo del bolsillo y se sonó. Era evidente que estaba haciendo tiempo para que la cosa calara. Yo seguía impasible, entendiendo que ese tema era premeditado.

Volvió a hablar decidido, casi agresivo:

–Es una conveniencia, Pol. Admite que un anillo en el anular refrena ansias desencaminadas. No te resultará difícil conquistar a la chica. Pero debe ser todo formal. Proviene de una familia obrera honrada, tiene educación, es refinada, sociable y devota. Todo al revés que tú. Tú no tienes nada. Mozo tosco de última fila, de padre desconocido. ¿A qué crees que puedes aspirar? ¿Tienes más pretensiones? Tal vez confías en tu cara. ¿Hacia dónde van tus ojos?

Calló.

Yo estaba yerto. En un balbuceo, dije:

–No quiero una boda de conveniencia con Rosó. Tampoco necesito un anillo para refrenarme de nada. Me valgo del respeto. Gracias por interesarse por lo que me conviene, señor Lluciá.

18 DE MARZO DE 1895

En Barcelona había marea. Para empezar, el impacto de una guerra manifiesta con los independentistas cubanos comportaba un trastorno añadido a los propios del obrerismo y el anarquismo.

Los unos reclamaban héroes en defensa de la unidad de la patria y los otros criticaban las campañas de alistamiento. En Madrid estaban igual. El ejército pinchaba a Sagasta por un lado y la prensa lo pinchaba por otro, todos contrapuestos haciendo que se tambaleara. Sin poder aguantarse por más tiempo sobre la cuerda floja del Gobierno, renunció. Cánovas, su opositor en aquel sistema binario más o menos convenido, hizo de tripas corazón y subió a la maroma con salutaciones de escasa esperanza. El ascenso de los conservadores tampoco gustó. En las calles más céntricas de Barcelona se acumulaba una muchedumbre gritando. No importaba qué era lo que gritaban. Para gritar había argumentos de todos los colores.

Coincidía que mientras tanto era jueves de Carnaval y las tocinerías del mercado de Santa Ana habían sido asaltadas. Mujeres obreras con criaturas en brazos se habían llevado ristras y ristras de butifarra de huevo. Cada mostrador y cada parada habían sufrido el saqueo y la agresión del hambre.

No hay que decir que también los perturbadores se habían lanzado a la calle aprovechando la circunstancia y habían roto los cristales de todas las tiendas de imaginería de debajo de la catedral, haciendo un destrozo de vírgenes y crucifijos.

En la torre Darniu teníamos tarde de fiesta y ninguno de nosotros sabía qué hacer. Los planes de salir eran vagos a causa del mal ambiente. A las mujeres les hubiera gustado ir al centro de la ciudad a ver la comitiva del Carnaval, pero el mayordomo no lo recomendaba.

–Y mucho menos vosotras solas, Gabriela.

Estaba sentado en el extremo de la mesa con una copa de vino rancio y el periódico abierto. Lo que leía no debía de resultarle fácil de asimilar, a juzgar por la cara que ponía.

Cuando el viejo Oliver entró en la cocina como un alma en pena, Fruitós le cedió la silla.

–Hágame el favor de sentarse, señor Oliver. Yo me voy enseguida, con permiso. La «catalana» funciona normalmente y, si conviene, dispongo del carril de Sarriá hasta el centro. A pesar de los alborotos, hoy parece que se me garantizan dos alternativas.

Márius preparaba un servicio de café para los señores. Él no tenía fiesta. Levantó la cabeza y exclamó:

–Tú, Fruitós, cuidado que no os corten el paso con petróleo y balas de algodón, como pasó ayer con el tranvía de la calle Nou. El humo negro asfixió a media Barcelona.

El abuelo Oliver se había puesto la chamberga de las fiestas, también a punto de salir.

–¿Qué periódico lees, Lluciá? – preguntó-. ¿La Veu de Catalunya?

–¡La voz de los iluminados! Escuche esto: «Con la fuerza de las organizaciones obreras suena la hora de la justicia. El trabajador no puede entrar en las vías mesocráticas de aquello que constituye el gran sorbo de los explotadores. La Emancipación Social de la clase obrera romperá las cadenas del esclavo de la fábrica. El honrado proletario espera compacto y unido el día que el patrón holgazán tenga que sudar para vivir. Ni propiedad privada ni vicio ni camándulas, sino picota. El lucro capitalista tiene los días contados. Acordaos de Francia cuando las cabezas rodaban…».

–¡Joder! ¿Pero quién dice esto? – prorrumpió Márius volviéndose.

El viejo Oliver movía la cabeza.

–¡No les hagáis caso! ¡Les falta un tornillo! ¿Hay chicharrones y vino rancio para mí?

–Son extractos de un órgano de la Unión Manufacturera. Escuchad esto otro: «¡Muera la tiranía burguesa! Basta de orgías con los beneficios que el trabajo honrado da. La Internacional enseña al proletario de toda la tierra el camino de la Revolución. La sangre no cuenta, sino que cuenta el ajuste de deudas. Cuando empiece la Liquidación Social enmudecerán las lenguas opresoras. Hoy aún no se han colectivizado los instrumentos del trabajo, pero éstas son las ideas del Progreso».

Pepet salió de la despensa inopinadamente y se entrometió:

–¿Qué quiere decir los instrumentos del trabajo, señor Lluciá? ¿Nos colectivizarán la escoba?

Fruitós dio un golpe de sombrero al hombro de Márius:

–No te lo tomes al pie de la letra -dijo con su sonrisa enfática-. Son gente que escribe sin educación. Yo me marcho, si no me mandan lo contrario. Me atrevo a predecir que esta tarde no pasará nada, señor Lluciá. Puede dejar salir a las chicas tranquilo. Se celebrará el entierro de la sardina con la algazara de cada año, con todos los revolucionarios disfrazados de mamarracho.

Iba embutido dentro de una chaqueta clara, abotonada a la fuerza, con un cuello fuerte que le abotargaba la papada y el rollo de la nuca.

–Les deseo a todos una buena tarde. Que lo pasen bien.

Por fin se marchó.

Todos nos quedamos más o menos desanimados, sin iniciativa. Ramona se ofreció para hacer tortillas con butifarra, pero, exceptuando a los mozos de establo, ninguno de nosotros aceptó.

El aragonés, que estaba allí como un pasmarote esperando las tortillas, nos dijo que por las calles de Barcelona «se ve a la guardia civil a caballo sable en mano, pero no hay alboroto».

Tanto Rosó como Pastora se habían arreglado, impacientes por salir.

–Cada año lo hemos pasado bien. Intentemos dar una vueltecita.

A mí lo mismo me daba el Carnaval que seguir allí amodorrado, picoteando chicharrones y bebiendo sorbitos de vino rancio. No sé qué me pasaba aquella tarde que se me iban los ojos hacia Gabriela. Quizá porque no la había visto nunca tan arreglada. El cuerpo ceñido en seda color aceite le hacía unas aguas como si fuera una serpiente gruesa que se retorciera voluptuosamente. Tuve que desviar la mirada para que no me volviera a preguntar qué miraba. Me gustaba, tan alta.

Lluciá, finalmente, aceptó que nos fuéramos a Barcelona, pero él también vendría. Las chicas en la tartana y los hombres en el coche pequeño. Ramona se quedaba de servicio. A mí me dejaba con la boca abierta que los criados dispusiéramos de carruaje para ir de paseo, pero parecía elemental que nadie de la torre Darniu fuera a pie en momentos de inseguridad.

Rosó, de seda azul y con sombrero plano inclinado sobre la frente, objetaba que dentro de la capota acharolada de la tartana no verían nada. Pastora la siguió hacia arriba por la estrecha portezuela posterior y lo mismo hizo Gabriela, recogiéndose las faldas color aceite. Los hombres nos quedamos apretados en el coche descapotado. Lluciá, ensombrerado, tenía buen aspecto. El viejo Oliver, negro de la cabeza a los pies y con la cara amarilla, tenía una apariencia rara. Parecía que nos acompañara un difunto.

–Yo no salgo nunca -decía como excusándose por haberse unido a la partida, haciéndonos ir comprimidos-. Pero las fiestas tradicionales me gustan.

Pepet y Gonçal, con chaquetón abotonado, se quedaron pegados a mí.

El trayecto por Sarriá fue tranquilo entre arboledas y masías; nos encontramos únicamente con comparsas de niños disfrazados.

A pesar de ello, en cuanto atravesamos el término de Barcelona, todos nosotros entendimos que el paseo era una temeridad. Una riada de máscaras nos rodeó saliendo por todos lados; carátulas cornudas, bonetes de cura, capirotes y tridentes. Alzaban muñecos empalados vestidos de obispo. Hacían girar cruces donde colgaban horcas de ajos y engarces de guindillas. Eso hizo empalidecer al mayordomo.

–¡Purriela! – dijo entre dientes-. ¡Purriela blasfema!

–Esto lo hacen cada año -comentó el viejo Oliver-. El Carnaval es así, hombre. La alegría del pueblo antes de la contrición. Son republicanos.

–O sea, que la alegría del pueblo se tiene que expresar con un espectáculo grosero y sacrílego. O sea, que la injuria es el divertimento de nuestro pueblo, ¿eh, Oliver? Toda su obsesión es mofarse de la iglesia. La república quiere decir que nos hemos de tragar la suciedad que el pueblo nos dedica, y ay de nosotros si nos enfadamos, ¿eh? Nosotros, con nuestras creencias, no somos el pueblo. Sólo somos el motivo de escarnio que lo emborracha de alegría. ¿Eso es el Carnaval, no?

–No te lo tomes así -insistió Oliver, acurrucado en el rincón del coche sin mirar hacia fuera-. Son cosas populares. Esta gente no tiene mala intención. Los chicharrones no me han sentado bien.

La muchedumbre anónima con caretas de cartón nos gritaba y nos hacía cortes de mangas con codo y puño.

De repente, la tartana que iba delante con las mujeres se atravesó dificultosamente para poder girar. La conducía Sadurní y él siempre sabía qué hacía.

–Se han asustado -dijo Oliver con los ojos abiertos de par en par.

–¡Vamos! – gritó Lluciá al tío, que era nuestro cochero-. ¡Sigamos su ejemplo! ¡Venga, a casa!

Dimos media vuelta a la yegua y nos quedamos nosotros precediendo la retirada. La abigarrada y feroz aglomeración se nos echaba encima con un griterío espantoso. Era de temer que engancháramos a alguien con las ruedas.

La carrera de regreso fue dificultosa. La turba corría como un enjambre enloquecido. Silbaban cohetes, volaban buscapiés. La yegua galopaba; traqueteos y trompazos.

Cuando dejábamos atrás aquel desparrame de disfraces y ya enfilábamos nuestra avenida, no tardamos en ver una nueva hilera. Grupos cogidos de la mano haciendo corros, manteos cardenalicios, monjas con bigote, escapularios y mitras de papel, báculos con corsés colgados.

–¡Éstos nos esperan! – gruñó Lluciá-. Son gente de por aquí.

Para conseguir que nuestro cochero se abriera paso hacia la entrada de la torre, el tío se puso de pie con toda su barriga, amenazando con el látigo.

El aragonés tenía la reja abierta de par en par y estaba agarrado a los barrotes, mirando alarmado.

Cuando el ligero carruaje emprendía la curva hacia el portal, Lluciá hizo un gesto rápido protegiéndose la cara con el brazo.

–¡Agachaos! – profirió furioso.

Nos cayó encima una lluvia de huevos, cebollas, carbón y mandarinas. La yegua trotó hacia dentro haciendo bailar las ruedas sobre la grava. Ya resguardados detrás del enrejado, nos encontramos embadurnados con todas las porquerías que nos habían tirado. Saltamos del carruaje con ganas, despeinados y arrugados. El viejo y el mayordomo se habían trabado en los asientos y tuvimos que tirar de ellos para sacarlos.

–Son bromas tradicionales -balbuceaba tozudo el viejo Oliver, al tiempo que se miraba la chamberga hecha una pena.

Lluciá, serio, temblando de rabia, con un mechón de pelo tieso y una yema de huevo que le resbalaba por la oreja, dijo:

–No hay bromas tradicionales que valgan, Oliver. Esta chusma esperaba aquí a que volviéramos y nos las han dado bien dadas.

En aquel momento, hacía su entrada la tartana en la misma situación. La fruta podrida y las cáscaras de huevo estaban espachurradas en la baqueta negra. La capota había protegido a las mujeres y bajaron histéricas pero limpias. Los hombres nos sacudíamos la ropa cuando ellas se reunieron con nosotros. En un principio pensé que lloraban, pero estaban riéndose, retorciéndose a carcajadas.

–¡Mañana a sacar manchas! – decía Rosó entre hipidos.

Corrieron en tropel hacia la puerta de servicio, reventando de risa, recogiéndose las faldas y torciéndose los pies en la grava, conscientes de que no todos estábamos en disposición de celebraciones.

Cuando aquella noche me desvestía, aún me saltó un diente de ajo de no sé dónde.

***

El domingo de Carnaval prometía calma. El lechero, que siempre charlaba por el portalito con la Ramona, había explicado que en el centro de Barcelona todo estaba normalizado. Sólo se veían puertas ahumadas y escaparates rotos. Los basureros recogían restos y cristales.

A media mañana oímos que un carruaje entraba en la torre. Era el cabriolé de Climent Cros.

Climent Cros era un fabricante de Sabadell amigo del señor Darniu desde la época juvenil, cuando juntos habían acudido a los primeros bailes vestidos de etiqueta. En aquel desgraciado día de la Purísima, también él había estado en can Vallromá y la bomba le había herido de gravedad, aunque ya no le quedaban secuelas. Durante bastante tiempo Climent Cros había ido con los dos brazos inmovilizados por un forro ortopédico, sin poder valerse por sí mismo. La desgracia aún lo había unido más al amo. «¡No podía ni mirarlos!», decía Ramona llevándose la mano a los ojos. «¡Los dos tan destrozados!» Ramona quería mucho al señor Climent Cros. Alguna vez me explicaba cosas de él. Él, de niño, le había enseñado a hacer café cuando apenas nadie tomaba. De hecho, parece ser que en la torre Darniu se había introducido por primera vez el café en las tertulias gracias al estudiante Climent Cros, el padre del cual había traído la novedad de Santiago de Cuba. Los hombres se habían entusiasmado enseguida con aquel extraño sabor amargo, pero las mujeres, con el paladar acostumbrado al chocolate, no lo habían admitido fácilmente y se lo rebajaban con mucho azúcar y leche de cabra.

Nadie quería leche de vaca, aunque en algunas lecherías ya se atrevían a venderla para los pobres. A mí me gustaba. Yo había probado leche de vaca en el pueblo de Pella. Enseguida me gustó más que la de burra.

Climent Cros venía muy a menudo a ver al señor Isidre y jugaban al ajedrez. Yo lo había visto un par de veces, agradable y exuberante, muy distinguido a pesar de su ropa informal, a cuadros, desabrochada, democrática la llamaban. Parece ser que era un personaje activo, lleno de dinamismo, muy importante dentro de la Cámara de Comercio.

–En la biblioteca -me advirtió Lluciá-. No balancees la bandeja.

Era la primera vez que servía yo. Hay que decir que Climent Cros no era un visitante de compromiso para Lluciá. El mayordomo se podía permitir la licencia de confiarme a un industrial sin estirpe, a pesar de saber que la fortuna de la familia Cros era de las más poderosas de Cataluña.

Rosó me preparaba las pastas y me hacía esperar. Llevaba la cara muy retocada. Era guapa, pero a mí no me gustaba porque se embellecía con cosméticos. Entre la cabeza rojiza y los polvos blancos resultaba artificial. A pesar de ello, Gonçal me había dicho que aquella manera de arreglarse, vista a la luz de gas, causaba sensación en las reuniones de «señoras y caballeros», como si recibieran las atenciones de una doncella esmaltada. Rosó era un lujo de los Darniu y lo exhibían con gusto.

La chica actuaba como si no se diera cuenta de que yo estaba allí plantado, esperando la bandeja. Trajinaba con la cabeza baja y, cuando de pronto me miró abiertamente, me cogió por sorpresa.

–¿No sales esta noche al baile de máscaras, Pol? En el entoldado del Arco de Triunfo se puede bailar aunque no se lleve disfraz. ¿Es que no sabes?

–En los pueblos me hartaba de bailar. La mazurca y todo.

–¿De verdad? No te he visto nunca en el Casal.

–Tú no me ves ni cuando secamos cubiertos codo con codo.

Me sacó un poco la lengua. Volviendo la atención al trabajo, dijo:

–Veo que Lluciá ya te deja entrar la bandeja a ti.

–No sé por qué demonios.

–¿No te puede ver, eh?

–No digo tanto.

–Lo digo yo. Lluciá te tiene manía desde que entraste.

–Porque él quiere gente preparada.

–No es eso. Hay una cosa que no digiere. No te perdona que seas tal como él fue. A ese hombre le desespera ser viejo. Tiene setenta años.

–¡Hale! No me lo creo.

–Tú no te lo crees y él no se lo quiere creer. Le has hecho darse cuenta de que no tiene futuro. El futuro es tuyo. Venga, ya lo tienes a punto. Coge. ¿Vendrás esta noche o qué?

–¿Con quién tengo que ir? ¿Contigo?

–¡Con quien quieras, chico! Salimos todas. Es que el señor Lluciá no quiere que vayamos solas. Es un hombre más estricto que el Santo Padre. ¡Imagínate que quería que nos lleváramos a la viejecita Caterina, pobre mujer, allí vigilando para que nos portáramos bien! Pero Márius se ha ofrecido y tú y él podríais acompañarnos. ¿Acaso no sois amigos?

–No sé si Márius me quiere como amigo. ¿Las pastas se las tengo que poner o se las dejo allí y me marcho?

–Tú haz el gesto con las pinzas y ellos te lo indicarán. ¿Vendrás, eh?

–Si vais a ser buenas, sí.

Ya me habían adiestrado para llamar y girar los tiradores de las puertas cargado con una bandeja, de manera que entrar en la biblioteca no fue problema.

Los dos personajes se encontraban sentados en el tresillo. El tablero de ajedrez ocupaba la totalidad de la mesita y no cabía el refresco. Aquello era un imprevisto. Me quedé embobado, pensando qué hacía.

–Todo sobre el buró, por favor. Sólo danos las tazas.

Climent Cros, acomodado con una pierna sobre la otra, levantó los ojos hacia mí y exclamó:

–¡Qué veo, Isidre! ¡Has restaurado muy bien a Oliver!… ¿O es uno de estreno?

–Pol, servidor de usted -dije colocándole la taza en el borde del tablero.

Esta presentación no era espontánea, sino que ya me la habían inculcado.

El señor Isidre me señaló un montón de caretas y máscaras de terciopelo que había sobre el sofá.

–Recoge todo eso y mételo en la caja.

Mientras yo obedecía, oí que Climent Cros decía a media voz, con aquel carácter despreocupado de los señores que se refieren a los criados delante de ellos sin que se les considere oyentes:

–Tiene buena planta este chico. ¿De dónde ha salido?

–Proviene del campo. En la ciudad no sabemos hacerlos tan bien. – El amo se dirigió a mí-: ¿Ya está eso, Pol? Por favor, llévale toda la caja a mi mujer, a la sala de estar.

Conmoción controlada. Yo y la caja hacia la sala de estar. Primera planta.

Subía la escalinata pegado a la balaustrada para no dejar huellas en la alfombra impecable. Me dirigía con permiso al punto menos frecuentado por los componentes masculinos de aquella casa. Avancé por el ancho corredor que se presentaba ante mí. Adentrarme en él me infundía una desazón amable. Me sentía bien, sereno y contento de ir a verla. Después de la etapa del bosque, me había quedado una sensación de proximidad con la señora Amélia. Empezaba a notar que vivíamos juntos.

A medio camino de la puerta que se me ofrecía al fondo, me encaré con un espejo y me alisé el chaleco.

Una llamada decidida.

La voz de ella enseguida me dio paso.

–Con permiso, señora.

Parpadeé desconcertado. La estancia era inmensa, de techo alto. Todo a media luz. Sólo un recuadro luminoso al fondo, ventana estrecha donde ondeaba un estor transparente. La señora Amélia era una sombra inclinada sobre una labor, de cara a la luz y de espaldas a mí. Estaba tan apartada de la puerta que yo no sabía si tenía que acercarme. No me quise apocar. Di dos pasos decididos hacia delante.

–De parte del señor le traigo esta caja, señora.

Apenas movió la cabeza.

–Déjala sobre el velador, gracias.

Ya estaba. Ya me marchaba, todo el episodio ya se había completado.

***

El sol era muy fuerte. Márius bajó de las habitaciones del señor hacia el mediodía, con el cuello desabrochado, pasándose el pañuelo por la frente.

–Voy rezagado -se quejó-. Fruitós me ha dejado todo el programa para mí, con el asunto de las amonestaciones. Y encima, ahora que Climent Cros se ha marchado, al señor se le ocurre subir al minarete para tomar el baño de sol. ¿Lluciá esta fuera? Pol, por favor, sube una toalla grande a la torrecilla y agua de naranjina.

Ramona preparó el agua aquella que yo no sabía qué era.

–¿Has tenido que moverlo tú, Márius? – le pregunté, viéndolo tan desmayado.

–No es eso. Nunca me lo pide, sabe bien que no puedo levantar ni una garrafa de ocho porrones aunque tenga asas. Es todo en general, Ramona. A primera hora hay mucho trabajo arriba. A ver, Pol, cuando estés en la torrecilla, llama y espera; el señor va desnudo; dale un margen para que se tape.

Me dirigí a la torrecilla, que estaba escondida en el ala del mediodía. Yo apenas conocía aquel lado, a cargo de los expertos en entarimados y barnices. Toda la madera brillaba. Atravesando la sala de billar, llegué a la de gimnasia, llena de luz. Anillas, paralelas, cuerdas de nudos, poleas, pesas de musculación… Cada cosa instalada para la reconstrucción física. Meticulosa preparación, total para que el amo, en dos años de prácticas, consiguiera aguantarse dos minutos en pie.

Allí, de repente, cuando casi me había olvidado, descubrí el ascensor. Unas puertas dobles, estrechas, de cristales granulados, cajón de roble dentro de un enrejado romboide en acordeón. Nada. Su gracia debía de descubrirse cuando funcionaba.

Una escalera de caracol achaparrada como las de los molinos conducía a la portezuela del minarete. Había barandillas especiales sobresaliendo que dejaban un paso estrecho. Era obvio que el señor Isidre se servía de ellas.

Una vez arriba del todo, frente a la trampilla, llamé vigorosamente. Su voz brusca sonó cerca:

–Pasa.

Abrí y me lo encontré tumbado sobre una estera, totalmente desnudo, con un taparrabos diminuto allí donde convenía. Aquel cuerpo bien hecho de color de bronce, de proporciones alargadas y músculos definidos a pesar de la anquilosis, me conmocionó. Era una lamentable figura de hombre.

–Déjame el vaso a mano. No te vayas. No puedo dar media vuelta. Estírame de la pierna derecha en cuanto yo haga el gesto… A punto… ¡Ahora! Muy bien, siéntate por aquí.

Mientras él se estaba tostando boca arriba, me senté en una banqueta plegable, observando el recuadro embaldosado de ladrillo en espiga. En las barandillas de obra se destacaban unas guías de hierro para agarrarse. Por el suelo se veían sombreros de paja, abanicos, revistas y tabaco.

–Detrás de ti hay una sombrilla doblada, si la quieres -me avisó-. No hagas como Fruitós, que se marea.

–No me marearé, señor.

–¿Tú consideras que peso más que una garrafa de ocho porrones?

Lo miré, sopesándolo.

–Bastante más, señor.

–Y encima no tengo asas.

–No hacen falta. Se le coge bien. Usted pesa como un serón lleno de escobajo estrujado.

Se hizo un largo silencio. Al final, él dijo:

–¿Qué es escobajo estrujado?

–Es el residuo de la uva, piel y pepita, señor, de donde se saca el vino peleón.

–Ah, bien. Temía que fuera estiércol.

Estuvimos un rato callados. Allí tumbado y plano, el señor Isidre parecía un retablo de nogal. Creí que se había dormido, pero al final rompió el silencio:

–Coge este diario del suelo y léeme los titulares… ¿Sabes leer, verdad?

–Sí, señor.

Empecé poco a poco porque era la manera de salir airoso.

–«Guerra colonial abierta… Nuestros soldados destinados en la manigua tienen una fuerza moral que los hace temibles… La sociedad española se encara al conflicto cubano con euforia y coraje… ¡Viva España! Adelante nuestro ejército contra los aventureros separatistas… Devastado y reducido un reducto rebelde…»

–Más abajo.

–«El momento de crisis textil es el origen de los grupos incendiarios de fábricas… La huelga de arrieros afecta gravemente los comestibles almacenados en cajas en el puerto… Los obreros oponen al capital la fuerza de las asociaciones…»

–¿Qué opinas tú del obrerismo?

Aquella pregunta me embarazó.

–Estoy poco informado, señor.

–¿No sabes que los socialistas pretenden conquistar el Estado y absorber la totalidad de los bienes productivos?

–No tengo ninguna idea clara, señor.

–No me digas que ignoras la situación de España.

–Me imagino que las cosas no van bien, pero no conozco el detalle, señor.

–¿Y quién conoce el detalle? No hace falta el detalle. Con una idea general hay bastante. En las colonias tenemos la guerra, en las viñas tenemos la filoxera, en las fábricas tenemos la huelga, en el trono tenemos a un niño, en la calle tenemos el anarquismo y en la Presidencia tenemos a Cánovas a medio gas. ¿Te inspira algún comentario todo este panorama?

–No sé qué decir, señor.

–Pero si quiero conversación no tengo que decírmelo yo todo, ¿verdad?

–Sólo sé cosas del campo, señor, perdone.

–Pues explícame cosas del campo. A mí siempre me gusta saber más de lo que sé. Y resulta que del campo no sé nada. Tengo haciendas, tengo viña, tengo una fortuna agrícola, pero del campo no sé nada. Va, cuéntame cosas del campo.

Se incorporó sobre los codos, frunciendo la frente, y con mucho interés dijo:

–Cuéntame cosas de la gente de can Masats. ¿Quién fue el primer Masats? ¿Cómo consiguió la masía? Su linaje debe de empezar con el siglo, es moderno, es diferente del mío, pues ni siquiera Jaume, que revuelve nuestros pergaminos, puede aclarar cuándo empezamos a ser ricos. En cuanto la ley abolió los señoríos y expropió los bienes eclesiásticos, los campesinos de toda España no podían apropiarse las tierras porque no tenían ni un real, no podían ni siquiera acudir a las subastas. Pero los campesinos catalanes, sí. Los primitivos Masats y todos los Masats de entonces, debajo de cada baldosa de cada masía, tenían un montón de monedas de oro, fruto de ir besando el suelo con la azada las cuatro estaciones del año. Consiguieron comprar los campos que labraban y siguieron besando el suelo, pero ahora suelo en propiedad. Supongo que así empezó can Masats.

–Poco más o menos, señor. El primer Masats había sido un labriego al que desde joven se le había metido en la barretina comprar aquella extensión montañosa. No paraba de ahorrar.

–¿Qué era todo aquello? ¿Tierras comunales?

–Eso. Zonas de pastoreo, pobres para cualquier otra cosa. Lástima que, cuando el primer Masats pudo cumplir su sueño, ya era un hombre viejo y jodido… Quiero decir…

–Viejo y jodido pero siguió hendiendo el terreno a golpes de azada hasta volverlo fértil y valioso, tal como hacían los nuevos propietarios con un pie en el cementerio y el otro en la laya. ¡Todo nervio! Y puso vid para recuperar la riqueza de la región vendiendo vino a catorce pesetas la carga.

–No puso viña, no quiso, señor. El primer Masats oía decir que ya entonces las comarcas francesas estaban arruinadas por la enfermedad. Allí tan sólo tenía algarrobos y robledales; era un secano salvaje. Pues hizo corrales y metió ganado. Rebaños de cochinillos que lo hicieron rico. El dinero le caía a chorros porque había previsto las industrias de embutidos que se iban abriendo por aquellas comarcas.

–¿Y su heredero?

–Su heredero, el segundo Masats, ya trabajaba con él de lo lindo y de firme, desde que se hacía de día hasta que el sol se ponía. Él fue quien lo amplió todo poniendo saladeros y secaderos. Además de vender para la matanza, mataban ellos y preparaban el cerdo para distribuirlo al por mayor. Tenían gente contratada. Daban trabajo a todo el pueblo de Pella. Llegaron a ser cuarenta, entre mondongueros y mozos. Los centenares de salchichones y jamones colgados le llenaban todos los cobertizos de los alrededores de la masía.

–¿Y el heredero de aquel heredero? El Masats actual, ¿cómo lleva hoy día la hacienda?

–Lau no la lleva. El tercer Masats ni siquiera se crió allí. Se habían comprado una casa en Valls. Y de niño lo enviaron a estudiar a Cervera.

–Quieres decir que lo apartaron del campo.

–Sólo subía en temporada de caza.

–¿Y qué hacía en Valls?

–Parece ser que nada. Se decía que ocupaba un cargo en el Ayuntamiento. En las festividades presidía desde el balcón con un fajín y sombrero de copa, pero durante el año no se le veía nunca. Viajaba. Era aventurero. Iba a menudo al casino de Vichy. A consecuencia de ello, empeñó y perdió la mitad de las propiedades.

El señor Isidre sonrió:

–De modo que -dijo- aquel Lau ha dado paso a una copia en pequeño de aquello que ya había habido antes de la abolición de los señoríos. El rebrote mezquino de la aristocracia. Un alegre burgués con pretensiones y humos de autoridad, con los vicios ligeramente restringidos; un pie en el Consistorio para probar el poder mientras en sus tierras tiene jornaleros que sudan para llenarle las sacas. Bueno, la noria a duras penas se ha detenido; tan pronto como hay dinero, vuelve a rodar. Si Lau le va encontrando gusto al Consistorio, la emprenderá con la calificación de terrenos propios y con la creación de impuestos para los vecinos. Los diezmos exigidos ayer por los grandes autócratas del feudo no los podía pagar ningún vecino y los regidores se los cobraban con rebaños y con sacos de trigo, dejándoles aquel fatídico «inventario» de todo lo que robaban legalmente. Aquéllos ya no están. Ahora suben otros que tan sólo hacen de aprendices. Pero tampoco durarán. El fraude acaba cayendo y, cuando renace, ya ha cambiado de nombre. Posiblemente mañana la revolución de las masas conseguirá colectivizar todos los bienes, en dirección hacia la lucha final. ¿Será la lucha final? Industrias, fincas, patrimonios, joyas, cuberterías de plata, todo al bolsillo del Partido para que el Partido haga la repartición. ¿La repartición a favor de quién? ¿Del pueblo? Los monarcas ya decían que protegían al pueblo. ¿Quién es en definitiva el pueblo? ¿Los de arriba, los de abajo o los de la Primera Internacional? ¿Quién? Nos lo determinará el bando de burócratas del puño cerrado con una ideología aspirante a cargo remunerado. Requisas, registros, persecuciones, depuraciones, todo contra Das Kapital y a favor de la lucha de clases hasta que gane el proletariado; entonces, Dictadura, Poder, Absolutismo, Marx. Atributos que pervertían la Corona, pero con nomenclatura cambiada. Ahora en manos distintas, por caminos distintos y con distinto discurso. Mismos resultados: víctimas, prisión, esclavitud.

El señor Isidre sudaba como si lo envolviera una pátina de melaza. Me alargó una mano para que le tirara de ella, y se quedó sentado.

–Ya tengo bastante insolación.

***

Los señores se fueron a media tarde camino de Solsona. Se celebraba un baile de máscaras muy lucido en el castillo de los Cornet-Arbonés, ya restaurado después de la última guerra carlista. Parece ser que la fiesta era objeto de comentarios del todo Barcelona.

El señor Isidre y la señora Amélia montaron en la fastuosa victoria tirada por cuatro percherones blancos de gran lujo; era como una carroza pero no había plataforma detrás para que fueran allí los lacayos. Los Darniu tenían seis coches. En el pescante se había encaramado el tío, con su bigotazo en cepillo y la barriga encerrada dentro de la casaca de galones.

Yo había introducido al amo en el asiento y me había deslumbrado con la señora Amélia disfrazada de María Antonieta. Resultaba una reina de Francia espectacular con aquella corona de tirabuzones blancos. Mientras Rosó la ayudaba a meter el bulto de telas del miriñaque dentro del coche, ella me había echado una mirada aguantándose la risa.

Se llevaban a Sadurní, no de cochero sino de acompañante. Parece ser que, ya en la época de Víctor, el chico picado de viruela se había ocupado de entrar al amo en silla de ruedas en el Liceo o en los conciertos, ya que Víctor siempre había tenido libres las noches de fiesta.

Cuando el carruaje se había alejado avenida abajo, por el cristal trasero capté el perfil de ambos, como el marco ovalado de un retrato. Se miraban.

Verlos marcharse juntos de esa manera me provocó una especie de cosa, un nudo dentro, un desasosiego, un vacío doloroso. Sentía que me dejaban solo.

El grupo de domésticos fuimos al sarao después de cenar.

Las mujeres, como de costumbre, iban muy acicaladas. Aquella noche, la más sorprendente era Ramona. En lugar del rodete en la cabeza, llevaba una mata ondulada muy bien peinada. Estrenaba un vestido brillante de color café. La cintura ceñida le embutía el pecho de una manera exagerada, como si se hubiera llenado de miraguano.

Pastora se había disfrazado con ayuda de las demás. Falda floreada y corpiño con cordones como una pastorcilla. ¡Pero que no la llamáramos Pastoreta! El pelo cardado le hacía una bola fofa y se había enganchado estrellas. Se reía muy animada, con una pizca de carmín en los labios. Parece ser que era el único día que se encontraba bien.

Lluciá había dispuesto que las chicas fueran en la berlina grande. El elemento masculino nos teníamos que ir por nuestra cuenta en el tranvía de mulas que llegaba hasta Barcelona.

Gonçal, Pepet y un esmirriado mozo de establo que se llamaba Ton llevaban caretas de cartón. Aquel Ton no había asomado nunca la nariz fuera de las cuadras. Yo todavía no había visto su cara y parecía que tampoco se la vería esa noche, dentro de la máscara de demonio. Los tres chicos no paraban de hacer jarana. Márius y yo parecíamos los preceptores.

–Pasemos delante, venga, vayámonos lejos de estas criaturas -me dijo cuando se acercaba el tranvía.

Los ánimos de Márius parecían contradictorios aquella noche. Sin desprenderse de su hostilidad, venía con una llamativa chaqueta de rayas, y aún hoy se me hace raro que se hubiera puesto una flor en el ojal.

Evidentemente, ni él ni yo no íbamos por gusto. Era una noche de Carnaval medio impuesta y la perspectiva ofrecía poca diversión. El carruaje venía lleno. Nos subimos a fuerza de apretar. Los dos de lado, apiñados, macilentos, rodeados de gente bullanguera. El bamboleo acompasado de las mulas sobre el pavimento nos sacudía rítmicamente. Aquello iba para largo. Yo miraba por la ventanilla y Márius apoyaba la cabeza hacia atrás como si estuviera amodorrado. Inesperadamente, cruzándose de brazos cargado de paciencia, preguntó con la vista hacia arriba:

–¿Tienes prometida?

–No.

–¿Por qué te interesa venir al entoldado esta noche?

–Vengo porque sí.

–¿Así que no tienes amores?

–No, ¿y usted?

Si se quiere acabar con un interrogatorio, en cuanto contraatacas se callan.

Volvió la cabeza hacia mí y me miró pugnaz. Su cara delgada parecía que recibiera la sombra de aquella visera de pelo. Tenía unos ojos pequeños y vivos, hundidos dentro de las pestañas. Era un hombre difícil de describir. Llegaba a tener una fealdad favorecedora. Cuando en sus funciones de criado se movía tan estricto, tan impersonal y frío, uno lo miraba como un individuo estrictamente metódico, sin sangre. A pesar de ello, en aquel momento, inquiriéndome con una mirada desafiante, le descubrí una humanidad insatisfecha, anhelante. Márius escondía alguna obsesión que lo atormentaba.

–Yo sólo soy afortunado en el juego -dijo.

Cuando el balanceo del vehículo agolpaba a la gente sobre nosotros, se alborotaban y se reían. Márius y yo, recibiendo aquellos embates exultantes, parecíamos listos para ir a un funeral. Las mulas tiraban pacientemente. En los tramos en pendiente esperaba un empleado con un macho, al que enganchaban para ayudar, de modo que el trayecto ofrecía garantía de llegar al final. Barcelona de noche, con las luminarias de papel, hacía perder el sentido de la orientación. Yo no tenía ni idea de dónde nos encontrábamos.

Hurgándose en los bolsillos, Márius sacó un papelote doblado. Eran sombreros de colores y me alargó uno.

–Póntelo cuando lleguemos -me dijo.

–¿Lo dice de broma? – respondí yo estupefacto.

–Si no te lo pones no nos dejarán entrar y lo tendrás que comprar allí. Hay que ir acorde con la fiesta.

De mala gana cogí un cucurucho.

Márius, como si retomara la conversación anterior, dijo:

–¿Entonces tú no te distraes con ninguna mujer?

–¿Distraerme. ¡Ah, vale!. No me resulta demasiado fácil. Yo no sé buscar mujeres.

–¡Vaya, Pol! Y aun así has encontrado muchas.

–No tantas. Sólo chicas del pueblo que se me ofrecían.

–Yo me creía que las campesinas eran pudorosas.

–Hay de todo.

–¿Cómo suelen ser? ¿Salvajes?

–Para nada. Sin malicia.

–Te podías reír de ellas, vaya.

–No me reía. Me gustaban.

Me tendió una cajita de lata.

–¿Quieres una pastilla de menta? Refrescan el aliento.

–No, gracias. No tengo ningún problema en el aliento.

–Hombre, por si se ha bebido coñac. Se nota y te hace parecer poco formal.

Se recostó y ocultó un bostezo. Con ojos perdidos, como si soñara en voz alta, oí que decía, con la pastilla en la boca:

–Yo tengo una conocida… Una mujer fina que hace años que me recibe. Voy poco. Cada vez pienso que no volveré más. Casi la comprometo. Yo para ella represento una penitencia. No se atreve a cerrarme la puerta en las narices porque, cuando yo trabajaba en el Hotel Gran Continental, le hice un favor. Hablo de hace años. Entonces ella era una chiquilla que apenas empezaba, y si no hubiera sido por mí, allí hubiera acabado. Todo cerrado y la llave del gas dada, ¿entiendes? Ahora ha subido de categoría. Luce. Vive como una princesa en un piso céntrico y caro. La visitan hombres de renombre. Ministros incluidos. Aunque nos tenemos familiaridad, nunca me ha explicado nada, pero yo lo sé. Es guapa. Muy guapa. ¿Creerás que esta clase de amistad me ha llegado a desmoralizar? Fue un recurso, pero me siento atado. No con ella, pues la molesto, sino atado para emprender una vida distinta. Hace demasiados años que dura.

–Tal como lo explica, parece que sólo lo hace durar usted.

–De acuerdo. Pero si rompo, aún me quedaré más solo.

Durante el resto del eterno itinerario guardamos silencio.

Una vez llegados al Arco de Triunfo, bajamos. Gonçal y compañía seguían.

La explanada del entoldado estaba de bote en bote y el estrépito de músicos era ensordecedor. El olor a aceite de una buñolería empalagaba. Con gran esfuerzo, avanzamos hacia la entrada y, mal que bien, nos metimos dentro. Un vaho que ahogaba. Polvo, peste, pisotones, empujones. Las chicas nos habían dicho que se pondrían hacia el estrado de la orquesta, pero acercarnos allí costaba sudor y lágrimas. Márius abría paso empujando con mal genio. Todo el mundo llevaba antifaz, excepto nosotros, que íbamos a cara descubierta y con el sombrero de papel. Los dos enfurruñados y con el cucurucho en la cabeza. Banderitas, linternas, serpentinas, lluvia de confeti. En medio de la sala todo eran carátulas y ropajes tronados. Fantasmas, presidiarios y moros, cualquier trapo cosido en casa. Los músicos soplaban a pleno pulmón, y, encima, silbidos y tambores. Más que un baile parecía una reunión indecente de muñecos.

Tardamos en encontrar al grupo de nuestras mujeres. Por poco no nos vemos en toda la noche. Las descubrimos en la grada más baja, acurrucadas, horrorizadas por el espectáculo. Rosó, con la cara transpirando, parecía un maniquí de cera que se estuviera fundiendo. Gabriela, roja y disgustada, se quería marchar.

–¡Carajo de hombres! – decía arreando porrazos.

Ramona, también descompuesta, adquiría una imagen morbosa. Su cara de ciruela estaba agobiada por el amasijo de ondas. Los ojos limpios que tenía se le abrían redondos como botones negros y miraba con una avidez descarriada. Se hubiera dicho que la visión de aquellos fantoches bailando el agarrao había embrutecido a la inofensiva mujercita. En aquel momento no parecía propensa a hacer la señal de la cruz, cuando yo creo que precisamente lo necesitaba.

No podíamos marcharnos porque faltaba Pastora; la habían sacado a bailar.

–¡A bailar! – dijo entre dientes Márius poniéndose blanco-. ¡Ya no la teníais que haber disfrazado! ¡Dieciséis años y me la metéis en este barullo repugnante! ¡Vamos a rescatarla!

Hizo que le siguiera tirándome de la manga y quedamos sumergidos de pleno en el remolino de polichinelas sin identidad.

–¡Venga! – me exigía Márius-. ¡A ver si tú que eres alto la ves!

Estirando la cabeza por encima de la masa, di un intenso repaso.

–¡La veo! – grité.

Márius se me cogía al hombro para levantarse, con un vigor que me hacía dar tumbos.

La cabeza de Pastora, pelota amarilla de algodón, iba dando saltos haciendo titilar las estrellas de purpurina. Era difícil alcanzarla.

Márius me utilizaba de parapeto y me empujaba por la espalda con una furia que me lanzaba a aplastar a todo el mundo.

Ya teníamos cerca la cara blandengue de Pastora con los ojos en blanco, a punto de desmayarse. Veíamos a su pareja, un pirata larguirucho de seda negra que en lugar de antifaz llevaba un pañuelo cruzado con dos agujeros para mirar. Le hablaba a la chica al oído y la restregaba con la misma fruición con que roía un habano. Ella le dejaba hacer, medio atontada.

Yo me sentía muy mal oprimido por todos lados, en medio de cuerpos ardorosos y ropas sudadas. Llevaba confeti pegado a los labios. El cruzarse de serpentinas me ataba a Márius.

De repente, como si de un embate del mar se tratara, Pastora se nos vino a los brazos. El mismo pirata nos la había proyectado mientras él se escurría rápidamente.

–¿Te has fijado? – me gritó Márius pegado a mi oreja-. ¡Ha previsto visto el bofetón!

Pastora parecía de goma, doblándose a los lados. Yo la cogía, Márius la cogía, ella se nos cogía. La masa de disfraces se sacudía a nuestro alrededor al son de la charanga y nos mantenía allí constreñidos como si bailáramos los tres. A Pastora se le abría el escote y se le veían unos pechitos apretados y redondos. Lloriqueaba. Su cuerpo esponjoso y acalorado con un olorcillo sudoroso, me recordó a un pichón. En aquel contacto obligado me resultaba imposible evitar un regusto sensual, aunque intentaba distraerme con las bolas de confeti que se me caían encima. Saxofón y trompa. Bombo y platillos.

Márius, apretado contra la chica, respiraba alterado con una palidez de hombre insano, aportando intensos efluvios de menta.

–¿Quién era el mascarón que se te arrimaba?

–¡Yo qué sé! – refunfuñó ella-. ¡Usted también se me arrima! ¡Apártese!

Márius empezó a dar empujones a diestro y siniestro, tirando de Pastora. A remolque de ellos y parando los contragolpes, estuve pisándoles los talones a lo largo del imposible recorrido.

De pronto se notó un desatasco y nos encontramos los tres de milagro en la salida, recibiendo el aire fresco de la noche.

Una vez reunido el grupo, Gonçals, Pepets y Tons incluidos, sólo nos faltaba encontrar nuestra berlina en medio de un montón de carruajes.

El aragonés, que nos hacía de cochero, nos silbó, de pie en el pescante. Como que Lluciá no estaba delante, hombres y mujeres mezclados nos apretamos en la berlina, unos sobre los otros. Dentro de aquel cajón ya no cabía ni una aguja.

***

La noche agitada de Carnaval me produjo un efecto retardado. Me metí en la cama desvelado y excitado, sin ganas de dormir. Aún me duraba el frenesí del viaje de regreso, es decir, el frenesí me retornaba. La mula se había asustado con los petardos y Manolo no la dominaba, lo que significa que a un galope poco menos que desbocado recorrimos la mayor parte del camino.

Con sólo analizar el zarandeo dentro de la berlina, ya me horrorizaba. El vaivén nos había apelmazado a los unos contra los otros. Yo casi me caía por la ventanilla, medio de pie, a horcajadas entre sedas y polisones. No me había dado cuenta de dónde ponía las manos buscando un punto de apoyo; a pesar de ello, una vez en el silencio de mi parca habitación cerrada con llave, me venían a la memoria mil detalles arrebatados y se me reavivaba cada sensación. En la mano derecha guardaba el contacto anónimo de un contorno musgoso que podía muy bien ser el pecho de alguna de las mujeres. ¿Cuál de ellas? No importaba. A mí me parece que ya empezaban a trastornarme un poco todas, incluida Ramona, con el oscuro encanto del desorden de cabellos al estilo de una roncera de calle; que me perdone.

Igualmente había notado roces y restregones imprecisos. Juraría que en medio de la confusión alguien me había estampado un beso en la nuca. Quizá tan sólo se trataba de una hocicada involuntaria.

Enardecido así, tumbado en la cama boca arriba, tuve la sensación de que el pomo de la puerta se movía. El corazón me dio un vuelco. Erguí la cabeza para escuchar. El chirrido se oía… ¿O no? En todo caso se trataba de un chirrido tan flojo que bien podía ser que me silbaran las orejas. Tenía los sentidos demasiado afilados. Para salir de dudas sólo tenía que saltar de la cama y abrir. Pero, si realmente sorprendía a alguien hurgando en la puerta, ¿de qué me hubiera servido entonces la llave?

Metiendo la cabeza bajo el cojín para borrar cualquier rumor fantasmagórico, apreté los párpados para coger el sueño.

Mi desazón no había acabado. Un repique duro y claro hizo que me incorporara asustado. No un repique contra la puerta, sino contra la ventana. Una piedra directa a los cristales. Ahora no se trataba de figuraciones. Enseguida chocó otra con puntería, a punto de romper el cristal. No me entraba en la cabeza aquel atrevimiento. ¿Cuál de ellas llevaba las cosas hasta ese extremo?

Me imaginé los ojos brillantes de la mona panocha, aquellos ojos rápidos que nunca parecían querer mirar y que, a pesar de ello, aquella noche había atrapado sobre mí en algún momento. ¿En qué momento? No podía concretar. Más tarde había habido… ¿qué? Un casual caminar muy juntos por entre carretelas cuando buscábamos nuestro coche. ¿Qué más? Nada más, excepto el largo camino encajonados en la oscuridad. Traqueteo, braceo, besos fantasmas, aventura y licencia de una noche descarrilada.

Las piedras golpeaban la ventana sin tregua.

Si la que llamaba era Rosó, la dejaría entrar. La dejaría entrar y la abrazaría y la acariciaría a gusto, tanto como ella quisiera, rodeándole bien fuerte esa cinturita flexible que tenía, sin soltarla hasta sentir que se me deshacía en los brazos de felicidad. No me había enamorado de ella, ni siquiera la prefería a mi verdadera amada. Tan sólo se trataba de aquel momento embrujado. Exultación desbordada, como una especie de ataque de risa de los sentidos que tenía que acabar en cascada de hilaridad. Si después me tenía que casar con Rosó, pues me casaría. Tampoco me resultaría tan ingrato que fuera mía para siempre. Eso es lo que debía de haber querido decir Lluciá.

Atribulado, con un desasosiego exagerado, salté de la cama y me acerqué a la ventana. La claridad del alba borraba las sombras. No me atrevía a mirar hacia abajo.

De golpe, pegué la frente al cristal. Una silueta oscura movía el brazo.

Era Fruitós, que se había quedado fuera.

***

La cuaresma iba haciendo su camino litúrgico con gran aburrimiento por parte de toda la gente de la torre, señores incluidos, sometidos a un recogimiento religioso.

Una tarde en que había dos visitantes muy solemnes, ayudé a Lluciá con las bandejas. Él llevaba el servicio principal y yo tan sólo aguantaba la chocolatera, allí de pie. No tuve que hacer nada más. Los visitantes, un eclesiástico adornado con esclavina y un señorón de grandes patillas, hablaban con el amo en un murmullo, como en la iglesia. Cuando ya les habíamos servido y regresábamos a la cocina, el mayordomo, visiblemente complacido, me dijo que se trataba de monseñor Torras i Bages y del catedrático Durán i Bas. Yo no sabía quiénes eran.

Nuestras mañanas no comportaban ninguna variación relativa a los sacudidores y los trapos, aunque había cierto malestar porque indirectamente sabíamos que el señor Isidre no estaba dispuesto a admitir personal nuevo que supliera a Fruitós y a Oliver. El motivo, discretamente susurrado, era que los dispendios del servicio ya le resultaban exagerados. Y así era. La crisis general empezaba a aflorar en la sólida estructura de los Darniu. Implicaba que, para los que quedábamos, el trabajo nos aumentaba un poco a todos. De momento, el cepillo para los tapizados pasó a nuestro cargo y Gonçal y yo no podíamos charlotear tanto entre panel y panel. El viejo Oliver aún remoloneaba por allí picando en los cristales con la paleta matamoscas. No hacía nada más.

Las tardes eran aburridas. Las chicas no se movían del velador repasando ropa y rezando, talmente como si allí se hubiera concentrado una colmena de abejas. Regía la viejecita Caterina, que se les quedaba dormida con el rosario en los dedos mientras ellas no perdían el hilo de los ora pro nobis. Ramona también bisbiseaba místicamente, sin rastro de aquella insólita voluptuosidad que le había supurado. Oliver y Lluciá tenían permiso para ir a la iglesia a escuchar a los jesuitas que hacían sermones en castellano. Dado que en aquellos días las vinaterías estaban vacías, el resto de los hombres, contando excepcionalmente a Sadurní y al tío, no se movían de la cocina jugando a cartas y bebiendo moscatel, con un brasero bajo la mesa porque hacía fresco. Yo me encerraba a leer. Me había comprado un libro de historia grueso, con grabados, que explicaba la Revolución Francesa. Me gustaba saber cosas de María Antonieta. Cuando ya me había hartado de guillotina y de horror, salía a dar un paseo.

Por fin había encontrado un local adecuado, abierto en un pasaje estrecho que hacía esquina con Travessera de Dalt. Ya había ido algún domingo. La clientela era moderada y escasa. Yo no desmerecía. Mataba la tarde tomándome un anisado y leyendo el periódico para no estar tan desinformado si el señor Isidre me volvía a hablar de la actualidad de España. El asunto de Cuba parecía alarmante. Melilla, Filipinas y ahora el castillo de fuegos artificiales de Cuba.

Dos señores tomaban café, también con los diarios desdoblados. Estaban haciendo comentamos a viva voz. Me interesaba mas escucharlos que lo que yo leía. – La guerra con los insurrectos cubanos no resulta tan sencilla. Aquí estamos pensando en las musarañas como si se tratara de una broma. ¿Tú te imaginas si de repente perdemos las colonias? ¿Tú te imaginas las consecuencias de un cataclismo así?

–¡Quita! – exclamó el otro-. No llegaremos a este extremo. Pero hombre, en todo caso, con la repatriación de capitales las cajas y los bancos engordarían.

–¡Lo dices en broma! ¿Y qué hay del mercado de ultramar? Adiós comercio marítimo. Basta de exportación. Basta de tejidos hacía allí y basta de azúcar hacia aquí. ¡Un descalabro, un colapso económico para los catalanes, y a ti aún te parece una ventaja para las cajas y los bancos! ¿Y qué hará el Hispano-Colonial, eh? ¿Y el de Crédit i Docks? ¿Y la Transatlántica? ¿Y cómo explotará esto de los aranceles, eh?

–Escucha, yo estoy harto de Cuba. Yo hubiera vendido Cuba hace treinta años, cuando los americanos nos ofrecían cien millones de pesos. Monarcas y presidentes con la cabeza alta queriendo resguardar el prestigio nacional. Y ahora el prestigio nacional nos lo han atado al cuello como una soga. ¡La guerra! ¡Puñetas, todo el mundo está entusiasmado con la guerra! Hale, a enfrentarnos a los cubanos insurrectos, a darles una lección a los morenitos montunos. Por aquellos alrededores opera una escuadra norteamericana, ¿entiendes? ¡A no ser que nos estén haciendo trampas! A ver si al final son los yanquis los que se tragan gratis la última reliquia del imperio. Para empezar, embarquemos deprisa y corriendo a la flor y nata de nuestra juventud hacia la escabechina. Mi sobrino ya está allí.

En aquel momento me encogí. Me pareció oír un toque de corneta que me llamaba a filas con el fusil.

***

–Tendríamos que solucionar eso de la leva de soldados -me dijo inopinadamente el señor Isidre-. El día menos pensado nos notificarán que te presentes con todo el equipo en la zona militar.

Fue una mañana en que habíamos recibido una recopilación de ensayos poéticos de Rubió i Ors y yo los llevé a la biblioteca. En aquel momento apenas cayó en la cuenta, aunque los estaba esperando. Aquel día no las tenía todas consigo. Se limitó a decir que le retirara unos libros que le molestaban. Yo apilé los libros donde él me indicaba y, cuando terminé, lo miré por si quería alguna cosa más. El señor Isidre, serio y reflexivo, fumaba tranquilamente. De repente, exclamó:

–Si no hacemos nada, te enviarán a la manigua y te perderé.

Me miró incisivo.

–¿O acaso quieres ir a la guerra, Pol? ¿Te sientes patriota?

Me quedé más mudo que nunca. Sin embargo, él no estaba dispuesto a sacarme del compromiso y esperaba respuesta.

–Verá, señor, quizá tendría que decir que soy patriota, pero enredarme en Cuba…, quiero decir, embarcarme hacia allí, se me hace cuesta arriba. Para mí es una fuerza mayor atenderle a usted. Yo tampoco quiero perderle, señor.

Parpadeó y movió la cabeza asintiendo.

–Bien, siendo así, nos queda el camino de contravenir la orden constitucional tal como nos invita a hacer el propio Estado. Pagaremos una suplencia. Es una flagrante desigualdad entre los mozos, pero el Gobierno quiere sumar recursos para Hacienda y nosotros se lo facilitaremos. Todos contentos, menos los soldados pobres. Enseguida se ocupará mi cuñado.

Sin esperar un comentario mío, que por otro lado yo no tenía a punto, añadió:

–Saca este cenicero, me molesta. Y aparta el vaso. Todo me molesta.

Me retiré antes de que le molestara yo.

***