***

Eran las once. Tras recoger los periódicos subí de nuevo al minarete. El señor Isidre estaba tumbado boca abajo, de manera que a la altura del dorso se le veía la tremenda cicatriz como entalladura de hacha en el tronco de un nogal. Tal vez estaba adormecido; no me dijo nada. Me puse en mangas de camisa y me senté.

–¿Qué, Amélia? – musitó.

–Normal, señor. Se hace cargo de que a usted le cansen las curas.

–¿No le has dicho que seguiré?

–Sí, señor. Y se ha quedado contenta.

Transcurrió un buen rato sin que habláramos. Yo hojeaba el diario, tal como él me autorizaba.

–Léeme alguna buena noticia -dijo amodorrado.

Yo no encontraba nada que lo pudiera animar. «Los tagalos practican mutilaciones a los prisioneros españoles… La estrategia de tierra quemada de Weyler deja una estela de muertos y miseria en los campos cubanos… Falta de ataúdes en las ciudades… Entierran a los muertos en cajas de embalaje… Hambre y moscas en las concentraciones de indígenas cautivos… Solemne tedeum para la pacificación de Filipinas con asistencia de autoridades religiosas, militares y municipales…»

Repasé impaciente cada titular para encontrar una referencia amable.

–«¡Las Noches Mágicas de Turquía!» ¿Quiere enterarse, señor?

–¿De qué va? ¿De odaliscas?

–No, señor. De fumarolas.

–Nada, tú.

–Tal vez esto otro le gustará; ha pasado en Alicante. En tierras de labor, un campesino ha encontrado un busto femenino de piedra, de arte ibérico. Una dama, en Elche.

Esbozó una sonrisa.

–¿Qué más hay que suene bien?

–Las áreas residenciales de grandes propietarios, Les Corts, San Gervasi y aquí en Sarriá, parece que quieren agregarlas a la capital, como han hecho con Grácia.

–¿Y de lo del Penedés, hablan?

Yo no encontraba nada del Penedés. El señor Isidre estiró un brazo y me señaló un semanario que estaba en el suelo.

–Aquí tengo El Federalista de la semana pasada. Léeme la segunda página, la reseña de ese congreso de obreros agrícolas de Vilanova i la Geltrú, con propagandistas republicanos y socialistas.

Repasé atentamente. Se trataba de una crónica ampliada como para marear a un lector precario como yo.

–¿La de Joaquín Costa, señor?

–Exacto. Y continúa en la siguiente.

Emprendí el cometido intentando darle sentido, sin olvidar puntos y comas. Política de canales y sequías, exposición sobre el atraso del mundo rural, análisis de la evolución histórica del pensamiento social español, resúmenes de eso y resúmenes de aquello, del campo de Tarragona, del Vallés, de la totalidad del territorio catalán y, para acabar, un fandango incomprensible sobre la solución a la cepa muerta.

Me callé, agotado. Veía la cabeza del señor Isidre apoyada sobre la estera, con los ojos abiertos, fijos. Me había escuchado atentamente. Cuando acabé sólo dijo:

–Bebe.

Me bebí un vaso lleno de aquello insípido que llamaban naranjina. El señor Isidre, tras una pausa de reflexión, acabó hablando tranquilamente como si fuera perfilando los razonamientos:

–Tengo la mayor parte de la viña muerta, arrasada. Tengo que plantar cepas americanas resistentes a la filoxera. Equivale a grandes dispendios que ya no sé hasta qué punto podré cubrir. Me han costado un ojo de la cara los múltiples juicios que he perdido de reivindicaciones de rabasaires. Ahora aún será peor. Ahora, abiertamente, por ley, se quiere establecer que el dominio de la cepa antigua deje de ser mío. Los contratos ya no tendrán carácter temporal, sino que el rabasaire se lo podrá quedar todo transformando el censo en redimible al término de éstos. Por tanto, se considerará cesión perpetua la total extensión de mis cultivos.

Me miró incisivo con aquellos ojos de un gris líquido, para comprobar el impacto que me causaba lo que decía.

Yo tan sólo adivinaba que se le anunciaban quebraderos de cabeza. Prosiguió:

–Del canon anual que me tengan que pagar, ya hablaremos. Será una mínima propina para no confirmar la expoliación. Se me va de las manos la hacienda, Pol.

Intentó levantarse con los codos clavados en el suelo, pero le costaba dar la vuelta. Yo lo vigilaba con un ojo, por si me requería. Consiguió colocarse de lado con la pierna muerta mal puesta. Sin decir nada, me hizo señal de que le ayudara.

Tras reconducirle la pierna, lo situé boca arriba. Seguía absorto en sus argumentos.

–Te tengo que confesar que no lamento ser el último Darniu de la fila. Yo aún provengo de los malditos por la Constitución de Cádiz. Aquella nobleza temible con poderes de jurisdicción feudal. La fortuna de los Darniu, aunque ha ido a menos de una manera imparable, superó las confiscaciones de los liberales. Aparte de la pérdida del predominio, mi casa prosiguió dentro de la clase fuerte. Sin futuro pero con una herencia fabulosa. Sin embargo, mi nombre selecto dejará un cero en la historia… A ver, dame el sombrero, por favor… Tanta categoría social, tantos títulos, tanto dinero, tantas puñetas y total, ¿qué he hecho yo? He hecho lo mismo que toda la estirpe de los señores de esta casa: nada. Tan sólo mi abuelo se mojó con el tema de los canales de regadío y ya tuvo bastante; no quiso seguir colaborando con los próceres del Institut Agrícola Catalá de Sant Isidre. Pero yo, desde una silla de ruedas, podía haber hecho algo. No he aprovechado estos cinco años, obcecado en aprender a mover la pierna. Climent Cros me lo ha estado advirtiendo. Pero no he hecho nada. Ni he acumulado, ni he reinvertido, ni he distribuido. Todo lo he mantenido estancado tal como lo he heredado. Rabasaires, administradores, arrendatarios, un follón de gente metida en mis fincas, manejándolo todo a su manera, presentándome las cuentas llenas de problemas y de quejas sin que nunca me quede claro si tienen razón. Y debajo de ellos, los braceros y los jornaleros y los temporeros. ¿Cuántos? No lo sé. Es verdad cuando dicen que he practicado el absentismo del propietario. Ninguno de ellos me conoce. Una multitud de hombres goteando sudor sobre mis sembrados, los últimos seres humanos de la fila. No sé qué cara tienen. No me he preocupado de saberlo. Es verdad cuando dicen que estoy recluido en mi fortaleza rodeado de sirvientes. Malgasto en todo, en comer, en vestir, en convites, en carruajes, en caballerías. ¡Ah, bien! Pero actualmente se me empieza a perfilar una inminente ruina. Jaume me ha prevenido. El patrimonio está herido de muerte. Me he distraído usando las rentas sin pies ni cabeza. Parecía que jamás tendría que preocuparme, con treinta mil reales de rédito para mí solo. Me han llegado grandes fincas de cultivo extensivo, pero no productivo para sostener a todos, sino únicamente a mí… Climent Cros, mi intrépido amigo, juega mejor. Se lanza. Yo podría haberlo imitado si no me hubiera encasillado en la tradición de la propiedad histórica que trajo el bienestar a mis antepasados y a ninguno de sus vasallos. Climent Cros ha capitalizado, ha invertido, ha industrializado. Mueve, promociona, crea. Instituciones de crédito rural, inversiones en la manufactura lanera… Tiene una de las fábricas de vapor más importantes de la comarca. He aquí el comienzo de otras dinastías. Replantación de chimeneas, industria extensiva, siembra de colonias obreras. Todos los Climent Cros moverán Cataluña. Ya la están despertando, ya la enderezan hacia metas nuevas. No quiero decir que no choquen con conflictos sociales, ni que la descendencia de estos grandes hombres no resulte ensuciada de Laus. Pero los primeros habrán trabajado como el bisabuelo Masats. Habrán alterado las bases de la economía a fin de que la cosecha sea de oro. Ellos dispondrán del descargo de haberse transformado, de haber producido, de haber conseguido la riqueza noble que deslumbra y azuza la codicia, el dinero que pone en marcha la furia de los que quieren repartir sin haberse agachado.

8 DE AGOSTO DE 1897

Dejamos las ventanas abiertas porque, a pesar de ser el crepúsculo, seguía haciendo calor.

–¿Has visto? – me dijo Márius saliendo del recibidor.

Todo lo que yo había visto era que entraba en la torre un faetón de moda con dos señores ensombrerados.

–¿Quiénes son?

–No importa quiénes sean. Me refiero a la hora de la visita. Conocidos del Círculo del Liceo, barón de Riba. Tengo a los señores sentados a la mesa y la cena a punto de ser servida. Ahora he de anunciarles que hay dos distinguidos incordiadores que traen una noticia trascendental. Sí, hombre, han dicho trascendental. ¡El barón de Riba se debe de hacer fraile! Escucha, Pol, por favor, mientras resuelvo esto, cierra el balcón del piso, ¿quieres?

Una vez todo completado, entré en la cocina para cenar. Inmediatamente entendí que había pasado algo. La mesa estaba preparada con la sopera humeando. Nadie se había sentado y todos estaban allí. Grupo extraño, en pie, silentes, petrificados, la una apoyada en el fregadero, la otra con los brazos cruzados, el señor Lluciá cabizbajo, los dos chicos alicaídos.

–¿Y Márius? – me preguntó el mayordomo levantando la mirada.

Yo me alarmaba.

–Márius vendrá ahora. ¿Qué pasa?

Lluciá intentó sonreír para atenuar mi sobresalto.

–¿No lo sabes? – exclamó-. Nos acaba de traer la noticia el barón de Riba. Han asesinado al presidente del Consejo de Ministros.

–¿A Cánovas del Castillo?

18 DE AGOSTO DE 1897

Era una tarde bochornosa. No fuera, sino dentro de las casas. El olor a trementina y naftalina de aquel entresuelo me ahogaba. Estaba en mangas de camisa abrillantando encarnizadamente piezas de cobre, con toda la mesa llena como en casa del perolero.

Entró el mayordomo, se dirigió hacia la percha y descolgó la casaca.

–¿Aún no has acabado con esto, chico?

–Pepet me traerá más.

–No te entretengas. Que lo haga él.

Estuvo cepillándose las solapas con mucho miramiento. A aquella hora iba al despacho de Jaume Ubald para pasar cuentas.

–Se dice que si el conservador Silvela consigue gobernar, hará una ley para que la gente mayor, toda, rica y pobre, tenga una renta. Pues el asunto social no lo mueve la izquierda, parece. ¿Qué dices?

–Muy bien, señor Lluciá. Espero que Silvela gane las elecciones y que esta ley esté a punto cuando me toque a mí. Pero lo que me gusta de Silvela es eso de los domingos y las fiestas de guardar.

–¡Vaya! El descanso obligatorio. Pero mira, hombre, nuestro trabajo no entra. ¿Cómo se lo harían los señores sin servicio durante las fiestas? La abuela Caterina está almidonando y me ha dicho que le faltan pecheras y puños del señor.

–No se han usado. Están en el cajón.

–El acuerdo de Silvela con García Polavieja parece que no cae mal aquí en Cataluña, ¿eh?

–Al menos los dos tienen simpatías regionalistas.

–Exacto. Han acabado por entender que el centralismo los descuajaringa. Silvela ya señalaba años atrás los defectos de la política tradicional española. A ver si no se ha olvidado. Son casi las seis, Pol. Acuérdate de llevar la lámpara de bronce a la mesita de la sala de fumar.

–La lámpara de bronce tiene la pantalla desenganchada.

–Este mediodía la han traído arreglada. Está en el mostrador de abajo. Me atrevería a decir que nos pondrán a Durán y Bas de ministro de Justicia.

–También García Polavieja, pacte o no pacte con Silvela, acabará metido en el Gobierno.

–Eso no lo sé, Pol. ¿De dónde lo has sacado?

–Es deducción propia. Lo tienen que consolar de alguna manera después de hacer que se marchara de Filipinas. Su Alteza Real no lo querrá arrinconado.

–Es verdad que la reina regente siempre ha mirado con buenos ojos a ese hombre.

–No sé si a mí me gusta que los militares se hagan políticos.

–¿Por qué no, Pol? García Polavieja es valioso.

–Sí, señor. Pero lo prefiero de general, sin más. Los militares están hechos para la guerra. Nos tienen que defender del enemigo. No han de usar los sables para perseguirnos a nosotros. Este general en concreto, en Filipinas ha demostrado ser muy duro. En el gobierno no tiene que haber dureza, sino ingenio y visión.

–¡Vaya, chico! ¡Márius te ha contagiado su lengua suelta!

Lluciá, antes de desaparecer, se detuvo frente a mí.

–Por cierto, Pol, ¿que le pasa a la de la cocina?

–¿A quién de la cocina?

Giró los ojos imitando tan bien a Gabriela que me hizo reír.

–A mí no me consta que le pase nada -dije.

–Pues no la has mirado bien.

–Sólo la miro bien el domingo, cuando va bien arreglada. Me gusta.

–¿Ah, sí?

Se puso rojo sin un motivo concreto. Últimamente se permitía conmigo aquella familiaridad que no creo que fuera de fiar. Volvió a hablar:

–Empieza a parecer una mocita de cocina simplona. Se queda obnubilada con la mirada fija y no sabe qué se hace. Ayer cortó la mayonesa… No te olvides de la lámpara de bronce.

Se marchó sonriente, con aquella malicia sutil.

Cuando entré en la habitación de los bajos donde estaba el mostrador lleno de quinqués y pantallas de lámpara, me encontré a Rosó de rodillas, recogiendo un montón de clavos, tornillos y roscas.

–¡Mira, Pol! – me dijo riendo-. ¡He tirado al suelo todo el cajón! ¡Hace una hora que estoy recogiendo!

La ayudé cogiéndolos a puñados.

–¡Te pincharás!

Cuando ya sólo recogíamos los restos, la chica, con la cabeza baja, buscando aquí y allá, me dijo de manera atropellada:

–Sadurní me ha preguntado si me quiero casar con él.

La noticia en aquel momento tan raro me cogió desprevenido. Sin dejar de recoger, le dije:

–Vaya, enhorabuena, Rosó.

–No hace falta. Le he dicho que no.

Nos pusimos en pie cogiendo los dos el cajón.

–No paso de tenerle mucho aprecio. Él cree que tú eres su rival.

–¿Quieres que le diga que está equivocado?

–No está equivocado. Tú eres su rival. Aunque no lo sepas.

Sus ojos vivos se adentraban en los míos. Aquella cara frágil con labios brillantes y mejillas de piedra fina me hicieron el efecto contrario de siempre. Resultaba curioso que Rosó se arreglara tanto para gustar, cuando aquello la convertía a mis ojos en fría y artificial.

Cogí el cajón y me tomé tiempo para colocarlo en su sitio. No sabía cómo tratar la situación sin herirla. La mona panocha, de apariencia tan frívola, no era impulsiva sino moderada y correcta. No se me abalanzaba, ni lo haría. Al girarme y encontrarme frente a ella, murmuré:

–No todo sale como querríamos. No podemos dirigir los sentimientos. Yo tampoco sé pasar del aprecio por ti, Rosó. Y Sadurní es quien te quiere.

Ella, en voz baja, dijo:

–¿Quién es mi rival?

Aquellos ojos agrandados indagaban. Apreté los labios asustado, sintiéndome transparente. Ella volvió a hablar con entendimiento, en un tono flojo, secreto:

–A lo mejor no me lo puedes decir.

–Ni siquiera lo sabe ella, Rosó.

Me puso la mano en la cara en una caricia fina y vacilante.

–Pobre Pol -dijo sonriendo-, y pobre de mí.

Le cogí aquella manita blanca y pequeña, tan cuidada y mañosa. Muy suavemente, le di un beso en la palma. Esa mano sí que me gustaba.

–Rosó, bonita -le dije-, ¿por qué te empolvas? ¿Por qué te pones pomadas que te hacen parecer de marfil y no de carne?

Bajó los ojos y medio se rió.

–La epidemia de hace ocho años, Pol. La viruela también me marcó. ¡Oh, no te pienses! No hago de eso un drama. Lo escondo para la gente presumida a la que atiendo. Sadurní dice que estamos hechos el uno para la otra. Tal vez tenga razón.

***

Oscurecía cuando entré en el saloncito de fumar con la lámpara de petróleo. El señor Isidre estaba escribiendo en el buró.

–Pónmelo a la izquierda, por favor.

Dobló la hoja y la metió dentro de un sobre.

–¿Quién echa las cartas?

–Suele hacerlo Gonçal, señor.

–De esta encárgate tú. Es confidencial.

Me tendió el sobre cerrado. Ya me iba, cuando me volvió a llamar:

–Me olvidaba de estas placas de encima de la consola. Mételas en el cajón, que no se rompan, son frágiles.

Se trataba de dos cristales grandes ahumados. Cuando los colocaba con mucho cuidado, el señor Isidre me preguntó si sabía qué era aquello.

–¿Quizá algo fotográfico, señor?

–Más o menos. Míralo a contraluz.

Se veían claroscuros muy definidos, como si se tratara de una osamenta humana.

–Es mi columna vertebral, Pol.

Lo miré interrogante. Él sonreía.

–Rayos X. Un físico alemán ha descubierto la manera de retratarnos los huesos. Son las primeras pruebas que se hacen en Barcelona.

Yo estaba muy desconcertado.

–¡Oh, no me hagas explicar el proceso! – exclamó el señor Isidre-. Yo tampoco sé de qué va, pero he aquí que han conseguido verme el espinazo. Esto revolucionará la traumatología… Venga, déjalo en el cajón y vete a lo de la carta.

Atravesando el patio en dirección al portalito de salida, me preguntaba qué demonios quedaba por inventar. El siglo XX que estaba al caer se lo encontraría todo hecho, incluido el teléfono, aquel artefacto con el que, con sólo ponerte una trompeta en la oreja y un embudo en la boca, podías hablar de un pueblo a otro; o bien la electricidad, sistema increíble que asustaba a las compañías de gas y que se estaba instalando casa por casa. Se decía que ya iluminaba todas las calles de Gerona, por cierto que sin éxito, con manifestaciones en contra y rotura de bombillas a causa de la luz amarilla y débil, en comparación con las farolas de gas.

Ya abría el portalito cuando vi a Gonçal que asomaba la cabeza desde la cocina.

–¡Espera! – me dijo-. Si te llevas mi sobre, me ahorraré la excursión.

–De acuerdo. Pero me deberás un favor.

–Yo te hago treinta cada día mientras tú estás tan tranquilo leyendo Crimen y castigo.

–¿Cómo sabes algo tan personal?

–Tú mismo me lo dijiste.

Bordeaba el enrejado mientras el farolero, con blusa negra y gorra de funcionario, iba con el palo insuflando fuego a cada urna de cristal. Se decía que las bombillas eléctricas se encenderían con un solo conmutador, todas a la vez, iluminando instantáneamente la descomunal red de calles de Barcelona. No sé si sería tan fácil como eso. Bajo los árboles de la avenida corría aire fresco. Me alcanzó Sadurní, que ya se marchaba.

–Te invito a tomar una horchata -dijo-. No nos podemos tener rencor toda la vida. Mira, aquí fuera mismo, de pie, nos dará el aire. Podemos celebrar las calabazas que me ha dado Rosó.

Se reía y yo también me reí.

–Ya lo sabía -confesé-. Ella misma me lo ha dicho hace unos momentos.

Me miró de reojo.

–O sea que hace unos momentos. Yo aún no lo he digerido y a ti ya te lo ha servido. ¿Me la quitarás, Pol?

Había una angustia oculta en la broma.

Dejé de lado la risa y le dije que no con la cabeza.

–Está considerando seriamente que tanto tú como ella tengáis la marca del mismo punzón… No sé si te lo digo igual. Tiene un lío en el corazón, Sadurní. Pero se aclarará.

Asintió y exclamó:

–Vale, por favor, ahora cambiemos de tema. Esta puñetera me tiene harto, si no fuera porque la quiero.

Nos detuvimos frente a la cantina, en el mostrador que asomaba hacia fuera. Sadurní, torciendo la cabeza, echó una mirada a los dos sobres que yo llevaba.

–¿Has visto, Pol?

Yo no había mirado las direcciones ni los remitentes. La del señor Isidre iba dirigida a un médico de la calle Canuda: Doctor Clerch. La otra era de la señora Amélia e iba dirigida igualmente al médico de la calle Canuda, al doctor Clerch.

Me quedé perplejo un instante. Sadurní movió la cabeza y murmuró:

–El uno no quiere que la otra lo sepa y viceversa. Ya conozco a este médico. Al principio lo tenía que ir a buscar a menudo. Después riñeron. Es eminente, pero brusco en exceso. Dice la verdad a bocajarro, como un tiro. Jamás hizo anuncios esperanzadores, sino diagnósticos crueles. No estuvo de acuerdo con la terapia del Clínico.

Se bebió la horchata de un trago y continuó hablando:

–¡Maldita bomba! Aquella tarde yo acompañaba a los dos hermanos. Aún recuerdo la alegría de Clara Darniu. En el pliego de partituras llevaba a sus compositores preferidos. «¡Hoy es mi día!», dijo… Y lo fue.

–¿Tú estabas en la fiesta?

–Iba con ellos a cada concierto. Aún voy. Estaba en el fondo del salón con el señor Ubald. El embate nos estampó contra la pared. No nos pasó nada, pero fuimos testigos de un infierno.

Tras un silencio empleado para liar un cigarrillo, prosiguió:

–Cuando mi madre era gobernanta en la torre, yo ya deambulaba por las cuadras. Hablo de hace años. Entonces, Isidre y yo hacíamos alguna caminata por Collserola, con la merienda. Un mosén nos guiaba. Algún que otro domingo bajamos por el lado de la ermita de Sant Medir hasta Sant Cugat, y por la noche regresábamos a caballo. Isidre fue un niño muy solo. Tal vez únicamente me tuviera a mí.

Miraba al frente, fumando.

–A lo largo del tiempo, mi familia siempre le ha estado agradecida. A mí me regaló su caballo de montar, un tesoro pura sangre. Ahora nos ha liberado la hipoteca de la casa. Es generoso. A ti te ha pagado la quinta, ¿verdad?

–¡Caray! ¡Más de mil pesetas! Él no me lo dijo, pero lo sé. Y quiere pagar la de Gonçal en cuanto le toque.

–Y no te creas que actualmente dispone de demasiada caja. Ningún aparcero le responde; al contrario, les tiene que hacer prestaciones. Él sí, él siempre responde.

Bajó la cabeza preocupado y murmuró:

–Me gusta que le ayudes. Yo no le he ayudado.

Se calló un buen rato. Yo tampoco decía nada porque sabía que Sadurní estaba intentando confesarme algo, y le costaba.

–Mira, Pol, yo me he alejado. Me he empeñado en no ser para él más que un cochero. Te explicaré mis motivos.

Hacía otra pausa, caviloso, aspirando el cigarrillo y esparciendo una humareda.

–Mi padre se casó muy a gusto con la sensata gobernanta de la torre Darniu. Pero una vez que él y su piano despuntaron en círculos pretenciosos, se avergonzó de la gobernanta. Al fin y al cabo, era una servidora. Jamás la presentó a nadie. Ni siquiera decía que estaba casado. Se liaba con mujeres exuberantes que salían en las notas de sociedad. Daba una mala imagen públicamente. Denigrado en La campana de Grácia con caricatura incluida: la copa en la mano y la dama consoladora en el regazo. Dilapidaba el dinero, dilapidaba la honra, dilapidaba la familia… Dilapidó la vida.

Otra chupada profunda.

–Mi madre fue quien se avergonzó de él. El apellido emporcado también me condicionó a mí. No quise comprometer a Isidre con mi amistad. Ése es el motivo. Aún hoy, Pol, con el cartel que llevo colgando, no tengo ánimo para presentarme delante de él, por más que quiera ser su cochero toda la vida.

Tiró el cigarrillo al suelo y lo trituró con la punta de la bota.

–¡Maldita bomba, rediós!

***

Aún no eran las ocho cuando volví a la torre. Al pasar por la cocina, Ramona ponía a hervir la vianda para cenar. Estaba sola.

–Pol, por favor -me dijo deteniéndome-. Me habéis colgado el jamón demasiado arriba y apenas llego. Córtame cuatro lonchas, corre.

Así estábamos en la despensa los dos cuando fuera, en el bosque, por el lado del portalito, estalló una imprecación colérica de mujer: «¡Malparidos!».

Ramona y yo nos quedamos paralizados, mirándonos. A pesar de la ronquera del alarido, reconocimos a Balbina la de los conejos. Ramona, golpeándome el brazo, me urgió a que siguiera cortando jamón.

–No hagamos nada, Pol, ya sé de qué va.

Más protestas y un chillido desgañitado. Yo estaba perplejo, sobresaltado.

–¿Pero qué pasa, Ramona? ¿Qué le hacen?

–¡Mutis, no es cosa nuestra! ¡Venga, corta jamón!

Yo no arrancaba. Estaba quieto con el cuchillo en la mano. Ramona, en un susurro rápido, me dijo:

–Todo lo han organizado ellos. El señor no ha intervenido para nada. El afilador se lleva a Balbina, Pol. Va con un alguacil… ¡Uy, silencio! Se acerca Gonçal y el otro mocoso; no digamos nada.

Me puse a cortar jamón.

31 DE AGOSTO DE 1897

Aquel final de mes fue de clima difícil entre calor y lluvia. Coincidía que aquella mañana desayunábamos Lluciá y yo solos. Caía un aguacero. Gabriela estaba en el mercado, acompañada de Sadurní.

–Tardarán. Tendrán que dar la vuelta. Los callejones del arrabal Carmelitano estarán convertidos en torrenteras.

Ramona y los chicos, con bayetas y cubos, estaban abajo recogiendo el agua que había inundado la entradita de nuestras dependencias.

–¿No se ha metido en la cama el señor en toda la noche?

–Cuando amanecía. Cuatro horas sentado frente al balcón con las pastillas.

–Siempre que llueve. ¿Y tú?

–Yo he dormido.

Me callé que había estado leyéndole Antropoides arborícolas de Malaca, creyendo que le haría conciliar el sueño, y que me había dormido yo con el libro en las rodillas y la cabeza encima.

Aparte del trozo de panecillo para Lluciá, Ramona me había preparado a mí una costilla con patatas. Siempre que el mayordomo tenía ocasión de vigilar mi manera de comer, me hacía una observación detrás de otra.

–No te pases de mano el tenedor. Servilleta antes de beber.

No me incomodaba, sino que me gustaba aprender a comportarme en la mesa.

–Ayer Gabriela quemó la ternera á la béarnaise. Lloró y todo… ¿Sabes que se marcha?

Lo miré sin entender qué me estaba diciendo.

–¿Quién se marcha?

–Gabriela.

Parecía como si la idea no me hubiera entrado en la cabeza. Lluciá me indicó que le sirviera vino y estuvo atento a la operación.

–Viertes la botella demasiado bruscamente.

–¿Qué quiere decir que se marcha, señor Lluciá?

–La hermana que tiene aquí en Barcelona se ha quedado viuda y vivirán juntas. Ése es el motivo, dice. Hará las maletas a finales de año.

Me miró con ojos inquisidores y dijo impertinente:

–¿Qué te parece, eh? Tiene treinta y seis años. Quizá, después de todo, la madurez le ha preservado el entendimiento. Aquí dentro vive en tensión continua. Hacer monadas frente a un cachorro se le hace ridículo a ella misma.

Seguí comiendo sin querer dar curso a esa conversación. Yo no me había dado cuenta de que la cocinera tuviera ninguna inquietud. Sí que últimamente se comportaba de manera extraña. O muy brusca o demasiado cariñosa: «¡Sal de este rincón de los platos, estoy harta de chocarme contigo!». O bien se me acercaba atenta: «¿Te ayudo a deshuesar el capón, Pol?». No se le podía hacer caso. Era una mujer de trato cambiante con todos.

–A mí me gusta la señora Gabriela, tan alta -dije en honor de la cocinera que Lluciá quería desacreditar.

–Sí -dijo él-. Tiene un aspecto agradable. Lástima que un error de juventud le estropeó el carácter. Era de una casa acomodada que tenían negocios de aceite. Se casó en secreto con un trabajador de su padre y, cuando a causa de ello hubo reñido con toda la familia, el marido la plantó y se le embarcó hacia las Américas. Se ha pasado la vida sin saber si está casada o es viuda. Una burla dura para una mujer como ella. Se entiende que ahora vaya con pies de plomo. Ya no quiere que un enamoramiento imposible le desbarate el sentido común.

–Que los enamoramientos imposibles desbaraten el sentido común no depende de querer o no querer, señor Lluciá. Pero está bien que se vaya si se siente incómoda.

1 DE SEPTIEMBRE DE 1897

Al día siguiente no llovía, pero por la tarde sobrevino un vendaval. Por cada vidriera se veían árboles desmochados. Todos los estores volaban y los engarces de las lámparas tintineaban. A pesar del vaho de dentro de la casa, nos vimos obligados a cerrar puertas y ventanas.

Me tenía que parar a menudo prestando oído. Tan pronto daba la sensación de que los golpeteos venían del lado de la fachada como de la parte de atrás. Recorrí el ala deshabitada, escaleras arriba. Reinaba la oscuridad. A tientas, llegué arriba del todo.

Era el porticón de la pequeña terraza. Una vez puesta la aldaba y ya de regreso, hizo que me parara en seco la voz de Gabriela, que procedía de abajo.

–¡Y qué!

Era un deje alterado, desafiante.

–¡Y qué! – repitió con estridencia.

Un murmullo gutural de hombre hablaba deprisa. Parecía que se trataba de Lluciá.

Me quedé allí petrificado, sin ganas de bajar.

–¡Y qué! – insistía ella-. ¡Es verdad! ¡Toda la vida he ido de un disparate a otro con los hombres! ¡No hace falta que me haga el recuento! Cuando yo tenía veinte años usted ya tenía cincuenta y no le dio vergüenza ir detrás de mí. Usted no estaba hecho para mí, y con el otro estoy igual. El uno por demasiado y el otro por poco, ¿pero y qué? ¡No es cosa suya!… ¿Qué hace ahora? ¡Fuera! ¡Déjeme! ¡Arre! ¡Apártese! ¡Fuera manos! ¡Desde luego! ¿Qué se ha creído? ¿Es que está loco?

Me llegó con claridad una bofetada, seguida del estrépito de algo que se caía. Por el postigo de cristales amarillos que había debajo de mí, vi por el suelo una percha llena de delantales y uniformes. Gabriela salió de la estancia de la ropa blanca como una exhalación y se puso a correr por las dependencias taconeando. Sólo con levantar la cabeza me habría visto a mí plantado en el rellano.

Antes de que saliera el otro, di la vuelta escaleras arriba.

No era fácil esfumarme en aquella espiral que subía tres pisos. Sin ni siquiera pensármelo, de una zancada salí a la terraza. El viento me arrancaba la ropa. Me arrinconé con el pelo en la cara, que se me abrió como un espantamoscas. Esperaría allí lo que hiciera falta. No quería reírme, pero haber sido testigo de un pecado de decoro de Lluciá me provocaba una hilaridad nerviosa.

Tras un tiempo prudente, decidí regresar a las dependencias de abajo. Pero alguien había puesto el baldón y me encontré encerrado en la terraza; tal vez lo había hecho el mismo señor Lluciá para que la puerta no batiera.

No era cosa de broma. Golpeé con el hombro dispuesto a reventar lo que hiciera falta. La portezuela gruesa y bien cerrada no cedería y tenía que intentarlo por algún otro lado. Me asomé por la balaustrada mirando debajo de mí. Me encontraba a más altura de la que creía. En la explanada de grava se veía la cabeza de Gonçal regando las macetas de hoja. Le silbé. Miró a derecha e izquierda y volvió al trabajo. Otro silbido. Los mismos resultados. Canturreando con la regadera. La hilera de macetas hacía el pipí.

Me dio la idea. No había otro remedio. Aparte de que también tenía ganas.

–¡Ostras! – dijo enfadado, mirando hacia arriba y apartándose.

Cuando llegué a la cocina, reinaba la más absoluta normalidad. Gabriela atenta al horno. Lluciá, rígido como siempre, con la servilleta al brazo, mientras Ramona le llenaba la sopera para los señores.

–¿De dónde sales? – me dijo-. ¿Y el chocolate?

–Ahora lo moleré.

–¿Qué hacías tanto rato?

–Pasaba cerrojos.

Cruzamos una mirada. Daba la impresión de que intuía algo. Yo no quería permitir que se me adivinara nada y me puse a cenar tranquilamente.

Al día siguiente por la mañana, ya todos formábamos para el primer turno de limpieza cuando el mayordomo aún no había comparecido.

–Quizá no se encuentra bien -dijo Rosó.

–Podría ser -convino Ramona repartiendo delantales-. Ayer por la noche estaba raro. Se debió de destemplar.

Márius no quería que perdiésemos tiempo.

–Cada uno a su trabajo. Va, venga, que el reloj corre. Tú sube a llamarle, Pol, a ver qué le pasa.

Ramona se puso a medir la leche y dijo moviendo la cabeza:

–Es la primera vez en la vida que este hombre no comparece el primero. Me está empezando a inquietar. ¿Qué piensa usted, Gabriela?

Gabriela estaba por la paella y no atendía a nada.

Frente a la puerta de Lluciá presté oído por si dentro se oía ruido. Todo estaba en silencio. Tras una llamada, se oyó una tos.

–Adelante -dijo su voz apagadamente.

Me presenté pidiéndole disculpas por molestarlo.

–Temíamos que se encontrara mal, señor Lluciá.

Estaba sentado frente a la arquimesa, donde tenía sus dietarios. Vestía un batín azul plomo de mucha calidad. Y por poco no me quedo sin habla cuando vi que llevaba gorro de dormir. Jamás en la vida hubiera pensado que esa cosa pudiera avejentar tanto a alguien. La gallardía de aquel hombre se había hecho añicos.

Allí encima tenía un vaso de agua y una pastilla. Miró el reloj de pared.

–Vaya, Pol, si no sabía la hora que era. De hecho, he dormido mal. Estaba reorganizando el trabajo. ¿Dónde ha ido Márius? ¿A poner las ceras?

–Como siempre. Cada uno ha empezado como siempre.

–¿Y aquella chimenea de donde ha caído tizne? ¿Quién se ocupa? ¿Lo saben los chicos?

En aquel momento debió de caer en el gorro de dormir. Se lo sacó de golpe e intentó desenredarse el pelo blanco chafado.

–Escucha esto que he dispuesto. Siéntate un momento, Pol.

Demasiado despacio, en un auténtico delirio, me detalló el nuevo orden. Cuando se calló, se quedó en una actitud que no permitía adivinar si ya lo había dicho todo. Yo no sabía si levantarme. Mi trabajo también me esperaba.

–Me siento desanimado -dijo fuera de programa-. La cosa no funciona. Nos estamos quedando solos. Hace ocho días que no cierro los ojos y hoy me he quedado como un tronco a la hora de levantarme. Apenas domino el desorden. El uno debe hacer el trabajo del otro y se olvida el suyo. El desbarajuste me afecta. No puedo dormir.

Calló y permaneció con aquel gesto de disgusto. A mí me parecía que si no podía dormir era por más cosas de las que decía.

Yo iba echando ojeadas al reloj. Volvió a hablar:

–Por menos de un chavo, me marcho y todo, Pol. Un día u otro tengo que decir basta. Los años pasan. Hacemos como que no nos damos cuenta hasta que nos caemos de culo en el pasillo.

Miró fijamente hacia delante, como si reflexionara en voz alta, y continuó:

–Yo tengo una propiedad en Olesa. Un sitio tranquilo, con agua y árboles frutales, una casa bastante señorial… Te confieso que allí sólo me falta una mujer. Pero se me ha pasado la hora. Cuando era joven me enamoré de verdad. Un idilio descompensado. Era una chica que se atrevía con todo. Una baronesa romántica, liberal. No me dejaba en paz. No le importaba que yo fuera un sirviente. «Eres refinado», me decía, «eres todo un caballero; marchémonos y vayámonos a vivir lejos, a Biarritz.» Casi me convence. Ha sido la única aventura de mi vida, tanto si te lo crees como si no. Ninguna más. Ella y yo a escondidas durante tres años. La situación licenciosa me consumía. ¡Y mira que la amaba!

Hizo una pausa. Tenía los ojos fijos repasando los recuerdos, pero hablaba fríamente. En voz baja, prosiguió:

–Ella lo llevaba todo al extremo. Me alarmaba. Frente a mis escrúpulos, estaba dispuesta al matrimonio. Dijo que me esperaría en julio en el balneario. Era mil ochocientos cuarenta y seis, el año que murió el papa Gregorio dieciséis. No creo que aún me espere.

–¿Pero por qué no se casó, señor Lluciá?

–¡Por Dios, hombre! ¡A mí mismo me escandalizaba! ¡Una baronesa y un doméstico! ¡Impresentable! ¡De una osadía descarada! Mira, Pol, si la sociedad determina unas normas y las admitimos, tenemos que respetarlas. No vale anular las bases de un juego cuando toca perder. Yo lo entiendo así. Era un enlace bufo, de folletín. No me vi capaz.

Cuando se calló, se quedó alicaído, con la expresión apagada. Lo vi muy viejo.

–Nunca más he sabido nada de ella. Mejor. Yo también la olvidé. Pero con esta historia se me pasaron las ganas de todo. Me sentí viudo. Quizá había sido un choque más duro de lo que quería reconocer. Después, a lo largo de mi vida no he añorado el amor. Mi posición en esta casa aristocrática me ha llenado. El señor Rossend me encargó que fuera paladín de la moral. Bien. No me ha resultado siempre fácil. A veces he tenido que ser inclemente. Y es duro. Siempre solo con tu rectitud, es duro. Pero me ha llenado.

Volviendo al cansancio de la realidad, se pasó la mano por la frente.

–Tengo ganas de irme, Pol.

–Pero no ahora -dije con sinceridad-. No es momento de darse por vencido. Piense en nosotros.

No me entendió porque sólo pensaba en él.

–¿Qué quieres decir? ¿Que acaso me queda un momento peor? La vida me condiciona, por más que me ponga derecho y me vista bien.

Miró hacia arriba con los ojos animados como si de repente un chiste le hiciera gracia.

–¡La baronesa!… Siempre he tenido la curiosidad de saber cuánto tiempo me esperó. ¿Una semana?

13 DE OCTUBRE DE 1897

El señor Isidre había ido al Clínico y había vuelto mareado. Demasiados ejercicios de gimnasia forzados. Dijo que la púa de la vértebra lo taladraba. Al bajar del landó percibí el envaramiento del torso, como en defensa propia.

A la noche siguiente tocó la campana y me dijo:

–Basta, Pol, estoy harto de aguantar. Hoy cuéntame las gotas

Sin poder evitar un estremecimiento, cogí la botellita de opio y el tubo con la pera de goma. Consulté la hora exacta: «No te olvides nunca de mirar el reloj; tiene que haber un espacio de tiempo riguroso antes de la siguiente dosis».

Para su tranquilidad y la mía, en cuanto se tomó el narcótico se quedó profundamente dormido. Me parecía heroico que, frente a aquellos resultados, pospusiera siempre la droga. «Dice que lo desenfrena, que le anula el entendimiento.»

Tan tranquilo como él, me tumbé en la cama y me quedé planchado. Alrededor de las tres de la madrugada oí un sonido breve, penetrante, extraño. No era el timbre. Se trataba de un rugido ronco, de dolor profundo. Y, al instante, la voz de la señora Amélia vibró casi en un chillido:

–¡Pol! ¡Ven!

Descalzo, con la bata enrollada y el cinturón colgando, me precipité al dormitorio. Ella empujaba al señor Isidre para que no saltara de la cama. Una lucha violenta, desesperada. Los dos braceando, basculando.

–¡Túmbalo, Pol! ¡Que no se mueva! ¡Se hace daño él mismo!

Lo afiancé vigorosamente contra el colchón. La señora Amélia sacaba los cojines, rápida. La fuerza de los espasmos del señor Isidre era inaudita. Yo lo reducía, pero no era fácil. Nunca le hubiera supuesto ese empuje febril y desbocado. Tenía la cara desencajada y respiraba a sacudidas.

A mi lado, la señora Amélia clavaba una rodilla en la cama y le sujetaba con vigor mano y brazo. Nos balanceábamos de un lado a otro a merced de aquel impulso pavoroso. El señor Isidre fijaba la mirada en el aire, obnubilado, apretaba la boca; lanzaba atrás la cabeza. Su voluntad invalidada no podía controlar los espasmos que lo levantaban furiosamente. Las piernas muertas y el torso dando sacudidas. En medio del forcejeo, la señora Amélia, palpitante, sin voz, musitó:

–Le tenemos que dar las gotas, Pol.

Estirones y cabezazos, gemidos guturales.

–Las ha tomado a las doce, señora.

–¿Cómo puede ser? ¿Con las gotas y está así?

El señor Isidre se lanzaba hacia atrás y daba una cabezada brusca hacia delante. La señora Amélia y yo sobre él. Los dos enredados en batas colgando y camisones arremangados, mojados de sudor, con el pelo en la cara y el zarandeo duro y continuado que no podíamos frenar. Aquello se prolongaba.

Afianzándome encima del amo, sujetándole aquel cuerpo herido que desplegaba una impetuosidad inimaginable, sentía que me deslomaba como si él me tuviera que vencer a mí. Tanto rato. Jadeos, gritos estrangulados. Se hacía desesperante. Tan sólo me animaba la señora Amélia a mi lado, valiente, sin ceder.

La presión fue disminuyendo por agotamiento simultáneo. La resistencia del señor Isidre se disolvía en ahogo. Yo percibía cómo se le aflojaba el manojo de músculos agarrotados del pecho y de los brazos.

–No le dejes todavía -me exhortó ella sin aliento.

Actuó deprisa, diligente, friccionándole la nuca y los hombros, pasándole un pañuelo mojado por la frente. Estábamos muy cerca, nos rozábamos con la cabeza, yo sentía su cabello sobre la cara.

No recuerdo haber tenido nunca tanto calor. El sudor me resbalaba por la cara y por dentro de la bata. Empapado y resollando, aguantando, tenso, quieto sobre aquel cuerpo extenuado que vibraba intermitente. Sentía dentro de mí todos los nervios heridos, la tirantez, el daño, como si fuera yo quien sufriera el ataque.

Inesperadamente, aquel pañuelo me secó la cara a mí.

Ella lo veía, ella se daba cuenta de que en aquel instante éramos uno solo.

Como si un cable a lo largo del señor Isidre se rompiera, cerró los ojos y volvió la cabeza respirando intensamente.

–Ya lo puedes dejar -musitó ella-. Ya ha pasado todo.

La señora Amélia y yo, allí doblados sobre el colchón, retrocedimos de rodillas, enredados en pliegues satinados y embozos de sábana. En pie uno a cada lado de la cama, nos miramos todavía abrumados.

–Ya ha pasado todo -repitió con un hilo de voz, con aquellos magníficos ojos negros como de agua, saturados de lágrimas que no caían-. Es la dorsal, como un nervio pellizcado. De golpe, le remite. Puedes ir a echarte, Pol. Él dormirá bien hasta mañana. De verdad, no te tiene que preocupar. Yo también intentaré dormir.

–Preferiría quedarme un rato más, señora.

Ella asintió con la cabeza. Con el llanto en la voz, sin querer llorar, dijo:

–Gracias.

Puso bien la ropa de la cama, se inclinó sobre la cabeza del señor Isidre y, alisándole el cabello, le dio un beso en los labios, alado, breve, como si sólo fuera un contacto del espíritu. Yo también sentí su beso.

La señora Amélia se volvió y se dirigió a su alcoba tambaleante, con los brazos colgando, descalza, arrastrando la tela de la bata, con la seda arrugada, con un desgarrón de arriba abajo que hacía que enseñara la pierna, con el cabello negro cayéndole sobre la espalda en un haz de mechones despeinados.

Yo permanecía en pie junto a la cama viéndola desaparecer.

Tardé en darme cuenta de que me había puesto la bata al revés y que no llevaba nada atado. Por poco no iba desnudo. No importaba. Nadie me había visto.

20 DE ENERO DE 1898

A las cuatro de una tarde cálida, la señora Amélia, el señor Isidre y el cuñado se habían instalado a tomar café en la terraza de siempre, aquella con vistas al bosque desde donde yo los había espiado cuando estaban de duelo. Ahora vestían en tonos paja, ropa ligera de acuerdo con un principio de año de tanta bonanza que las linarias florecían. Un sol sesgado y deslumbrador los obligaba a girarse.

Era yo quien les servía.

Al hacer la entrada en el teatro de mis recuerdos, sentí una emotiva sensación de debut. Los tres personajes hablaban entre ellos y no repararon en mí. Seguí hacia delante con pulso y dominio, cómodamente ignorado.

–Hay una especie de revolución de la cultura -decía el señor Isidre-. Oradores, pensadores y escritores, gente muy joven, dicen cosas que dan que pensar.

–Como si miraran por un ángulo inverso al nuestro -convino el cuñado.

En aquel momento, resonó la voz suave de la señora Amélia.

–¿Pero qué programa tienen, Isidre?

–Ninguno. Sólo sostienen argumentos iguales a pesar de ser ellos, entre ellos, distintos… Pol, por favor, súbeme el cojín de la espalda y espera un momento… Hombres dispares, catalanes, castellanos o vascos, Maeztu, Unamuno, Azorín, Ganivet, Maragall y esta especie de panadero-escritor de veintiséis años que se llama Pío Baroja. Hombres que tienen ideas impensables. Ponen en entredicho los valores que nos fundamentan. No piden cambio de gobierno, sino cambio de estructura nacional. Observan, exploran, son como médicos imparciales y van diciendo el síntoma. Vaticinan el estado preagónico de España y claman la urgencia de un remedio. Con razón o sin ella, tienen el ojo agudo, el tacto afinado; son un fermento intelectual vigoroso. Su generación quedará como una medalla al final de nuestro siglo. Ya veréis cómo tendremos una cosecha del noventa y ocho -excelente. Por favor, Pol, tráenos el último ejemplar de La Renaixença.

16 DE FEBRERO DE 1898

Aquel final de año había transcurrido como había podido, con toda España desangrándose en la guerra contra los insurrectos nacionalistas de Cuba.

El espíritu nacional se encogía bajo una niebla negra. Truenos y rayos amenazaban con acabar con el viejo orden. Cultura, pensamientos, economía, todo al borde del precipicio, empujado por la rueda imparable de los acontecimientos.

En Barcelona, más bombas. Agresión directa al pesebre de la Casa de la Caridad.

En la torre Darniu, la persona que peor soportaba aquel ambiente era el señor Jaume Ubald. Se le veía tocado por una gran fatiga, como a punto de hundirse. Ni siquiera había celebrado la presencia de la Theodorini en el Liceo, en La Gioconda, única nota positiva de principios de año.

Como si no tuviera bastante con todo, a mediados de febrero, una mañana, cuando regresaba del Club de Equitación, se había encontrado una manifestación a su paso. Una carga de las fuerzas públicas había hecho correr a la gente hacia atrás. Jaume Ubald había presenciado cómo una mujer rodaba por el suelo con la caballería pisándola. Se había alterado tanto que al llegar a la torre se tomó cuatro dedos de coñac, hizo la maleta y se marchó a Cervera. Estaría tres semanas sentado en una mecedora junto a la chimenea campesina de la casa familiar. Parece ser que ya había adoptado esta terapia en otras ocasiones.

–No está para óperas -dijo Lluciá al día siguiente, mientras desayunábamos.

–Yo no sé si en su casa encontrará reposo -observó Márius-. Con un hermano sacerdote y otro diputado en Cortes por el partido conservador, veremos si no reciben algún petardo.

–No seas fatalista -le recriminó Lluciá-. La familia Ubald es muy respetada y simbólica allí. Gente de burguesía campesina, con tradición y crédito.

–Precisamente lo que hoy se apedrea, señor Lluciá. ¿Ha leído en La Vanguardia aquello de los norteamericanos y sus barcos de la marina de guerra?

–¿Quieres decir que rondan por las costas antillanas?

–Bueno, sí, pero ahora el acorazado Maine fondea en la misma bahía de la Habana, faja blindada, con cuatro cañones y piezas de tiro rápido.

–No quiere decir nada, Márius. Van a presentar sus respetos a nuestras autoridades.

–Un besamanos armado hasta los dientes, vaya. Aquello arde y ellos de visita.

–Hace mal efecto, es verdad. Como mínimo es una presencia intempestiva.

–A cuatro horas escasas opera toda una escuadra naval de los Estados Unidos.

–¿Y qué se supone que hacen? ¿Maniobras?.

–Velan, señor Lluciá. Cuba siempre ha sido para los yanquis una golosina azucarada. Se les cae la baba viendo los ingenios y los tabacales.

–Parece a punto, sí. Pero sin embargo nuestro capitán general lo debe de tener en cuenta, ¿no?

–¡Yo qué sé! Aquí en la Península se lo toman bien. La prensa española no es tan mal pensada como yo. Les gusta que los norteamericanos comprueben de cerca que el dominio de España sobre las Antillas está bien asegurado por nuestros soldados con fiebre amarilla. A ver, señor Lluciá, volviendo al señor Ubald, ¿usted considera que por una ausencia de tres semanas se le tiene que cambiar totalmente la ropa de cama? Se la pusimos limpia anteayer.

–Déjalo, ya vamos bastante sobrecargados.

–Bien, con él fuera se nos aflojará el trabajo. Por más que el administrador apenas se nota en esta casa. ¿Sabe usted, señor Lluciá, que el sábado pasado llegó a casa con cuatro bastones?

–Compra tantos porque los pierde -explicó Lluciá sonriente.

–No, si no los había comprado. Los había recuperado. Entre el Cercle Catalá, la Academia de Lletres y el Trocadero está haciendo una recogida importante… Veo a Sagasta retratado en primera página. ¿Qué le pasa? ¿Ya es presidente?

–Exacto -replicó el mayordomo-. Nos vuelve a gobernar si Dios quiere, y si Dios no quiere, también. En fin, deberá tener buenas muelas para roer de nuevo el hueso de las Antillas que ya le devuelven descascarillado de ir de una dentadura a otra. Pero a mí no me desagrada este Sagasta. Es un hombre liberal de gutapercha. Se adapta a todo, mientras le dejen estar arriba. Tanto le da cantar el himno de Riego como besar la mano real. Se siente bien presidiendo; no puede hacer otra cosa. Y acaba haciendo que te siente bien que te presida.

–Me temo, señor Lluciá, que esta gente de izquierdas tiene posibilidades. No quiero decir la izquierda blanda de Sagasta, sino la revolucionaria. Vea qué dice Lerroux. Mire cómo nos atiza con hierro de fuego. Yo no conozco hombre más furioso contra los católicos. Es como una idea fija que le sale por la boca en cuanto la abre. Promete barrer sotanas y romper el velo de las monjas si se le da el poder.

–Para cometer salvajadas no necesita legitimidad política. Desde la República de Figueras se pueden quemar las iglesias en la confianza de que la fuerza pública mira hacia otro lado. «Baquetear al clero está mal hecho», dicen los de izquierda moderada, «¡pero alguien lo tiene que hacer!» Yo, Márius, intuyo que, en estos momentos, los comecuras sólo están reposando. Tal vez sólo esperan a que los Hermanos Maristas vuelvan a tener el tejado del templo reparado.

Ramona y Gabriela llenaban moldes para hacer magdalenas. Con el trinchero lleno de perolos, huevos desleídos, nata y fruta seca, estaban preparando la refacción para «señoras solas» que se celebraba esa tarde.

–También estaría bien que nos leyera alguna noticia distraída -observó Ramona-. Tal vez exagera con la política, señor Lluciá. Mire la página de modas, por favor. ¿Qué se lleva en París?

–Pues aquí lo tienes: en París, un modista de renombre está firmemente dispuesto a quitarles los corsés a las señoras.

–¡No podrá! – prorrumpió Márius contundente-. Los llevan tan bien atados y emballenados que ya forman parte de sus carnes.

–¡Márius, hombre! – dijo Ramona, roja, a punto de hacer la señal de la cruz.

–¿Total dieciocho, eh, señor Lluciá? – exclamó Gabriela desde el trinchero.

–¿Dieciocho qué?

–Invitadas.

–Contad quince. No serán más; en el saloncito amarillo no caben más.

Yo daba el último mordisco cuando Lluciá se levantó.

–Son casi las diez, Pol. ¿Quién ayuda a Sadurní hoy?

–Gonçal, señor Lluciá. Ya está en el patio esperando.

–Pues venga, tú para arriba.

***

Una vez vestido y afeitado, el señor Isidre me hizo una señal para que empujara la silla yo, rompiendo la costumbre de irse solo.

–Al saloncito de fumar, Pol. Café y nada más.

Significaba que la púa de la espalda lo destrozaba.

Ahora, para mí, el ascensor ya era algo usual. Con silla de ruedas o sin ella, más de una vez acompañaba al señor Isidre dentro del lujoso cajón de terciopelo magenta. El amo ya me había delegado para apretar el botón de ponerlo en movimiento y no me resultaba complicado. «¿Tú solo lo pones en marcha?», me había dicho Gonçal atónito, muerto de celos. Yo le había contestado: «No es complicado».

En cuanto entramos en el saloncito de fumar, el señor Isidre exclamó:

–¿No es dieciséis de febrero hoy?

–Sí, señor.

–¿Quién está a cargo de esta estancia desde que tú me atiendes a mí?

–Gonçal me ha sucedido, señor.

–¿Y qué marca el calendario de esta esquina?

De un vistazo comprobé que el tapón se había olvidado de cambiar la hoja y la arranqué yo.

El señor Isidre, de un pronto enérgico, giró la silla en redondo, encarándose conmigo. Directamente, grave, con toda la cara traspuesta, me dijo:

–El dieciséis de febrero, Pol. Esta tarde tendré una visita. Justo cuando mi mujer y catorce señoras estén tomado chocolate con melindros en el saloncito amarillo. Nadie más que tú estará al corriente. Vendrá a las cinco. Se trata del doctor Clerch. Lo estarás esperando en el portalito de hierro, no en el vuestro, sino en el anexo al oratorio que da a la avenida. Entrad en casa por la puerta lateral. En silencio hasta mi alcoba. Va, ahora venga ese café.

Ramona me preparaba la bandeja.

–¿Te pongo un cruasán?

–Me ha dicho sólo café.

Ya me dirigía al saloncito cuando por el corredor me alcanzó Gonçal con el fajo de la correspondencia.

–¿Se la llevas al amo, Pol?

–De acuerdo. No has arrancado la hoja del calendario.

–¡Mierda!

–No digas «mierda».

En cuanto llamé, el señor Isidre me dijo que entrara.

Casi cortándome el paso, estaba la silla de ruedas caída. El señor Isidre estaba tirado en la alfombra, pero tranquilo, con los codos en el suelo, con la barbilla apoyada en la mano. Era obvio que la tarea de trasladarse había resultado un fracaso y él se había adecuado a la situación.

Con la asignatura aprendida, me deshice de la bandeja y dije, cuadrándome a su lado:

–¿Lo levanto, señor?

–De acuerdo -dijo él-. Siéntame en la butaca y echa la cortina, que no entre tanta luz.

Tratándose de una maniobra sencilla, el señor Isidre no hizo otra cosa que dejarse coger y así fue de bien. O yo me había habituado a su peso o él había adelgazado; cada vez me resultaba más fácil colocarlo debidamente.

Le acerqué el café y la correspondencia.

–No me traigas las cartas aquí, no estoy para cartas -me dijo, taciturno-. Ve a dejarlas a la biblioteca.

Mientras le servía la taza, murmuré ahogadamente:

–Han traído cruasanes calientes, señor.

En lugar de escucharme, exclamó:

–Va, sácame el correo de delante… ¡Espera! ¿Qué es este sobre grande de notario? ¿Va a mi nombre o al de Sadurní?

–A nombre de usted, señor.

–Dámelo y ya puedes retirarte con el resto.

Después del viaje para depositar la correspondencia en la biblioteca y ya de regreso a la cocina, Ramona se me dirigió rápida.

–¡Venga, Pol! ¡El señor te llama! ¡Está tocando la campana otra vez!

Lo encontré ocupado leyendo el pliego de folios que había sacado del sobre grande. Fruncía el ceño manteniendo un rictus extraño en los labios, como si se aguantara la risa, pero el estupor lo dominaba.

Me tenía a mí delante y seguía atento a la lectura sin dar señal de haber advertido mi presencia. Tras un buen rato, levantó la vista y se me quedó mirando, abstraído, mudo.

Yo estaba perplejo a la espera de alguna cosa.

–Parece triste, pero no es propiamente una mala noticia -me dijo finalmente, con una lentitud meditada-. Depende de cómo tengas tú el estado de ánimo.

–¿Yo, señor? – murmuré advirtiendo una intriga que lo divertía.

–La carta va dirigida a mí, pero en realidad es para ti.

Aquello me causó sorpresa.

–¿Una carta para mí, señor?

–No dirías nunca la que se te viene encima.

–¡La zona militar! ¿Me embarcan hacia Cuba?

Movió la cabeza diciendo que no.

–Nada de incorporarte. El nuevo reemplazo ya está fuera sin ti… No estés aquí de pie haciéndome mirar hacia arriba. Esto que tengo que decirte es importante. Siéntate y escúchame.

Obedecí maquinalmente, apuntalándome en el diván. Ya toda la escena me resultaba insólita y me preparaba para cualquier cosa.

El señor Isidre prosiguió:

–Te notifican que el amo Masats está muerto.

–Vaya, ¿Lau muerto?… ¿Y cómo es que me lo notifican?

–¡Válgame Dios, Pol! ¡Se ven obligados! En el testamento te nombra.

Parpadeé sin entender ni dar crédito a lo que oía.

–¿Me nombra a mí?

–Te ha nombrado heredero.

El desconcierto me dejó abatido en aquel diván. Tan sólo me daba cuenta de que el señor Isidre no hablaba en broma, sino que tenía documentos en las manos. Oí que me decía a media voz, tranquilamente, casi cuidadosamente:

–Eres hijo suyo, Pol.

Me pareció que aquellas cuatro palabras dichas casi en voz baja llenaban todo el espacio del saloncito de fumar. Yo no reaccionaba. Allí sentado delante del señor Isidre, respirando apenas, sin entender aún el significado de aquello.

–¿Lau mi padre?

Por más que me esforzara, no podía tomarme con emoción la incongruente noticia. Tan sólo me sentía inmerso en el mar de confusión de aquella revelación.

La voz del señor Isidre se volvió a oír:

–No solamente se trata de haberte reconocido, sino que, al no haberse casado nunca, obtuvo por concesión real el privilegio de legitimarte. Quiere decir que te integras en el mundo de los honorables, Pol. Nada de criado bastardo, así de fácil. Tienes derecho a su apellido y ninguna persona viviente se interpondrá entre tú y sus bienes.

Ya me estaba recuperando.

–¿Qué bienes? – dije pasándome la mano por la frente-. Todo se le iba a raudales.

–No es poco. La carta está redactada por un cura, testigo del testamento abierto, otorgado delante de notario hace medio año, y cita la masía y la parte forestal de la Serra del Monterol, más seis millones de reales en oro y en billetes de banco.

No podía digerir aquello. El señor Isidre sonreía.

–¿Por qué no te vas a pasear media hora por el parque reconsiderando tu nueva situación?

–No hace falta, señor, gracias -dije levantándome-. Ya me iré haciendo a la idea. De momento, aún no noto ninguna diferencia y preferiría no notar nada. Yo ya estaba bien a mi manera, bastardo y todo. Me las veo negras, señor.

Él me miraba con un interés insistente.

–Tu vida ha cambiado, te guste o no, Pol.

–Posiblemente siempre me sentiré el mismo.

–Pero ya no lo eres. No solamente la sociedad te considerará de otra manera, sino que por ti mismo asumirás que has dejado de ser el que eras. También la gente que no tiene vanidad puede notar que ha dado un salto. Prueba a irte a tu comarca equipado con seis millones de reales y ponte a vivir como un sosegado terrateniente, con algún servidor que te solucione los asuntos domésticos. Después, cuando el tiempo haya hecho que te acostumbres, rememora las horas que has pasado frotando latones.

–Pero en este preciso momento, señor, no me afecta la ventaja de convertirme en heredero Masats. El hecho inesperado que amenaza con alejarme de un sitio donde estoy bien, de un sitio donde me he sentido retribuido a pesar de no ser más que un sirviente inexperto, me disgusta. En casa de usted mi vida ha dado un vuelco. Ya no me siento solo. Tengo toda una familia en la cocina. Me gusta que usted sea mi amo y que la señora Amélia sea mi ama. Estoy bien así. Y no puedo negar que, desde este momento, ya me siento afectado por si no me es posible seguir siendo su servidor.

Callé cuando la voz se me fundía. No pretendía haberme alargado tanto. El señor Isidre me había escuchado con una expresión abstraída, con los ojos abiertos, de un gris húmedo.

Tras una larga pausa durante la cual yo me había ido recuperando, él habló con aquel enronquecimiento mórbido:

–Tampoco seré yo quien te diga que te vayas a tu casa si estás bien en la mía. Te necesito más de lo que tú te crees. Sin embargo, no quiero permitirme pensar en mi comodidad. Esta carta nos avisa de una perspectiva nueva que ni tú ni yo podemos eludir. Dejemos que pasen unos días. Esperemos a que te familiarices con la noticia. Quién sabe si de aquí a un tiempo verás las cosas diferentes. Podemos hablar más adelante, reposadamente. El notario te cita para el quince del mes entrante. Mi cuñado puede hacerte de procurador. Todo será fácil.

Me tendió los folios. Parecían impresos. Estaban escritos con máquina de teclas sobre papel de barba.

–Guarda tú estos documentos. Se dirigen a mí porque no tienen la seguridad de encontrarte aquí… Mientras tanto, ¿qué quieres hacer con el acontecimiento? ¿Lo proclamamos o nos lo reservamos?

–Yo quiero ser el de siempre, señor, y también querría que la gente de mi alrededor fuera la de siempre con relación a mí. Si saben esto, no me tratarán igual.

–Te tratarán mejor.

–Mejor o peor, no quiero exponerme, señor. Más adelante me será más fácil hacérselo saber. Preferiría tener tiempo para sobreponerme. Descarte del secreto a la señora Amélia, por favor.

–Como tú quieras, Pol. ¿Se lo decimos a Lluciá? A un hombre como él le convendría saber que has tenido un padre de condición nada despreciable.

–Pero mejor esperar al día quince del mes entrante, por favor.

El señor Isidre levantó la ceja tal como hacía el mayordomo y dijo:

–¿Es que tienes miedo de que te haga una reverencia, señor Masats?

Después de todo, un paseo por el bosque no me iría mal. Salí por la parte del atrás y avancé senda adentro, buscando la mata de arboleda. Apoyado en el viejo tronco amigo que cada domingo me había tenido allí en la época de la gaseosa y el puñado de bellotas, respiré tranquilo el aire de tomillo.

De bracero a peón, de guardabosques a camarero de lujo, y ahora a heredero Masats. No tendría más remedio que adaptarme, por incongruente y cargante que se me hiciera. La tregua hasta el día quince del mes entrante se me antojaba un respiro. Me daría margen para digerirlo y afrontarlo.

Así que nada de un libertario. Había sido Lau. Ojalá mi madre hubiera vivido con él un instante de felicidad.

Se me pusieron en marcha remolinos de recuerdos. Mil detalles olvidados. Vi a las mondongueras mirándome de reojo, a la áspera masovera protegiéndome… Todos lo sabían. El masovero también lo sabía y por eso me odiaba y me pegaba. Yo le hice el gran favor de irme de la masía. Pues algún día me tendría de nuevo allí. Me entraron ganas. Gori podía prepararse. Yo no sería un amo a quien le hiciesen la ley ni levantando la hoz ni levantando el puño.

El aire movía las copas de las encinas. Las sombras iban y venían provocando chisporroteos de luz.

Era extraño, no me sentía solo. Una especie de sensación de compañía me asustó. Volví la cabeza. La señora Amélia estaba de pie a mi lado.

Tras un momento de desconcierto, me enderecé deprisa. No sabía en absoluto cómo me tenía que comportar.

Ella sonreía, con su preciosa cara iluminada.

–Pol -dijo en un murmullo-. Ya ves que te he sabido encontrar, a pesar de estar tan bien escondido en tu selva.

Inclinó la cabeza mirándome cariñosa, y prosiguió:

–Ya veo que estás emocionado. Yo también. Supongo que aún no te lo crees. ¿Verdad que no?

Dije que no, intentando entender lo que me decía. Ella continuó:

–Me hago cargo. Una noticia así, de tanto relieve, te ha afectado. No quiero interrumpir tus pensamientos. Ya te dejo. Sólo te he querido felicitar y decirte que estoy muy contenta. ¡De corazón, Pol, de todo corazón! También a Isidre le ha alegrado. ¡Ya lo celebraremos!

Se alejó gentil, sonriente, pisando la hojarasca con los taconcitos finos.

Yo no había abierto la boca. Seguí allí parado no sé cuánto tiempo.

No era verdad que sólo poniendo la mano viniera a mí la reina, aquello no era verdad. En su trato franco había ternura, aprecio, incluso calor, pero ningún indicio amoroso. Era una cualidad que la glorificaba, aunque me dejara tan solo. Yo veía venir que a lo largo de mi vida encontraría mujeres en todas partes que me querrían hacer compañía, pero ella no. Para la señora Amélia yo siempre sería aquel chico curtido por el sol que se encaramaba como una ardilla. Me había visto, le había gustado y me había señalado. Me enorgullecía, era importante, era mucho, pero no era nada más.

***

Después de comer, solía disponer de un rato libre y me iba a las dependencias de abajo a pasar a limpio conjugaciones verbales y diferentes ejercicios de una gramática francesa que me había comprado.

Cuando bajaba la escalera, se oyó el chirrido de una puerta en lo alto de la solera y Márius sacó la cabeza por encima de la barandilla.

–Pol, ¿tienes un momento, verdad? Sube, por favor, si no te importa.

Estaba ufano, poco menos que emocionado, con la mano en la puerta indicándome que me metiera dentro.

Entré en su habitación, donde no había puesto nunca los pies. Era muy diferente de la mía, menos clásica, decorada con mamparas pintadas y floreos modernistas, todo colocado con voluntario descuido, como si se tratara de la vivienda de un bohemio con dinero. Ese escenario inesperado me tuvo unos instantes abstraído. En primer término había una silla de barbero con un gran espejo.

Márius habló amistoso, como si se olvidara de su temple de sirviente:

–Es para hacerte saber que éste es el último mes que estoy en la torre. Ya se lo diré a los demás, pero quiero que tú lo sepas. Cuando menos, eres el valet de chambre del señor. Viviremos en Barcelona con Pastora. Por cincuenta duros he encontrado un piso en el Ensanche. La gente tiene prisa por vender casas. Les dan miedo los impuestos y todo lo que se derive de la guerra de Cuba. Ahora se dan cuenta de que la cosa no tiene gracia. ¿Sabes que ha volado por los aires el Maine?

–¿Qué quiere decir? ¿El barco de guerra norteamericano?

–Exacto. Una explosión bárbara lo ha destruido totalmente. Se les ha hundido allí mismo, en la bahía de La Habana, delante de sus narices. Ya lo leerás.

–¿Pero España lo ha hecho volar por los aires?

–Eso se niega. «Accidente», escriben. Ahora bien, no te quepa la menor duda de que el «accidente» implica una guerra con Estados Unidos. Estoy seguro, Pol. Cuestión de días. Las colonias a hacer puñetas en cuestión de días. Nos lo hemos buscado o nos lo han buscado. Como si no se viera venir. Bien, te estaba diciendo que me establezco en la calle Pelayo. Un local modernista, muy parisino. El señor Darniu me lo ha facilitado. No te creas que siente que me coloque. ¿Sabes qué, Pol? No puede sostener toda esta babilonia. Me lo dijo bien claro. Por mi parte, yo deseo lanzarme.

–Estoy seguro de su éxito, Márius -dije, balanceando la cabeza para dar énfasis a mi deficiente expresividad.

Echando una mirada a mi alrededor, tuve el coraje de enfocar la punzante cuestión:

–¿Aquí corta el pelo? No me atrevo nunca a pedírselo por el trabajo que tiene, pero apenas puedo contener las ganas de que alguna vez me ponga las tijeras en la cabeza. Sé que es fenomenal. Yo…

El centelleo de sus pequeños y penetrantes ojos me inquietó de tal modo que me callé en seco.

–¿Tú qué, Pol?

–Yo, pues eso, si algún día tuviera un momento.

–Ahora mismo. Siéntate.

Como por arte de magia me encontré envuelto en un trapo blanco, con todo el pelo peinado hacia delante, con un xec-xec de tijeras y una lluvia de mechones negros a mi alrededor que me hacía estremecer. Yo me tenía que someter sin saber en absoluto qué me hacía en la cabeza. Mientras actuaba presa de aquella inaudita euforia, iba hablando:

–No puedo comprender que te limites a pasarte el peine a lo bruto, con las posibilidades que tienes. La manera de llevar el cabello hace y deshace al individuo, Pol. ¿Por qué los hombres no estáis al corriente de esto? A las mujeres ponles lo que quieras en la cabeza, que todo les favorece. Pero a los hombres se les puede modificar totalmente la fisonomía. Si uno se deja los lados cortos, le sobresalen las orejas; si otro no se vacía la molla de la nuca, se le ve la cabeza grande; el estilo de patillas alarga o encoge la cara; puedes convertir unas mejillas redondas en cuadradas. ¿Entiendes, Pol?

Márius hablaba con una gravedad y una fe que no pegaban con aquel momento absurdo. Tomaba aliento echándome vaho de pastillas de menta y retomaba el tema. Y las tijeras no paraban. Golpe de peine hacia la derecha, golpe de peine hacia la izquierda y mechones de pelo volando. Era espantoso. Me barría la nuca, me soplaba las orejas, volvía a recortar.

–Ya sé que usted es maestro, Márius… Pero, por favor, no se distraiga. ¿No me estará haciendo algún disparate?

–Mira, amigo, tu mata marca por ella sola el uso que se tiene que hacer. Nada de reducirla. Se debe exhibir. Yo no había visto nunca una pelambrera semejante, de un negro azul, con esta caída. Tu cabeza es una joya en bruto. No te pongas nervioso. Ya acabo.

Aquel delirio en hablar de mi pelo me hacía temer que se estuviera trastornando. Era increíble que alguien se tomara con tanto entusiasmo el oficio de peluquero.

De repente, interrumpiendo la labor y señalándome con el dedo casi agresivo, me dijo:

–¡Nunca te dejes barba!

Negué con la cabeza, amedrentado. Volviendo al trabajo, remató el argumento.

–La barba es un antifaz. Y tú tienes faz. La barba hace perder la identidad fisonómica. Ahora que se expande la fotografía y todo hombre importante, político o de letras, se hace el medallón para la posteridad, tú verás cómo la nueva generación afeitada no distinguirá a Echegaray de un tendero. Pelo y más pelo, brochas sobre la boca, narices abriéndose paso. Y mira que yo puedo hacer diseños impecables. Pero no. Hay que dar la cara.

De repente, arrancándome el trapo como el escultor que descubre la colosal obra de arte, exclamó:

–¡Listos! ¡Mírate!

Tan sólo por el cosquilleo de aquella cortina de pelo volcada sobre la frente ya me daba pánico comprobar los resultados. Me incliné de cara al espejo. Mi conmoción fue honda. Frente a mí se reflejaba la cara de bronce, vistosa, flamante, del Lau Masats Llonch que yo no había visto desde los diez años.

***

Aquel dieciséis de febrero no fue precisamente un día como los demás.

Hacia las cinco de la tarde, en el salón amarillo empezaba a aposentarse la marquesa viuda de Comabrú con su ropa lustrosa, y las dos o tres damas encorsetadas que siempre solían llegar con anticipación.

Yo me dirigía furtivamente a cumplir el encargo del señor Isidre, introduciéndome por el billar y saliendo por el otro lado. A través de galerías desiertas salí al parque por la puerta lateral y me dirigí al lado del oratorio. No tardó en aparecer por la avenida un landó pequeño que se detuvo justo donde yo lo esperaba.

Se trataba de un personaje de apariencia sencilla. Un hombre de talla media, ya mayor pero ágil. Gracias al bigote blanco caído tenía un aire a Emilio Castelar. Llevaba un maletín. Vino directo hacia mí y exclamó secamente:

–Por favor, ¿para entrevistarme con el barón de Juneda?

–De parte de él, señor, si quiere hacer el favor de seguirme.

Cumplí escrupulosamente todas las instrucciones. Era evidente que al visitante no le extrañaba entrar en la torre Darniu atravesando la fronda de un camino secundario.

Una vez los dos dentro del ascensor, el médico, seco, mirando hacia arriba donde se oía el chirrido del cable, dijo:

–¿Qué sistema?

–Hidráulico, señor -contesté yo diligente.

Llegamos al dormitorio del amo en la más estricta incógnita.

Tras introducirlo, cerré las dos puertas y me quedé en el vestíbulo de los espejos, de guardia, con la cabeza gacha porque ya me tenía harto verme reflejado en cada pared.

La única persona que se acercó fue Márius con el jarabe. Al verme allí como un centinela, me dijo:

–¿Qué pasa?

–Más tarde -dije yo-. Me ha dicho que no le molestemos. Ya lo llamará.

Márius dio media vuelta y se marchó por donde había venido, totalmente desinteresado.

Y entonces me llamó al timbre el señor Isidre dando la entrevista por acabada. A duras penas había llegado a media hora.

Al ponerle la capa al visitante, me dio la impresión de que estaba muy preocupado.

El camino de salida se desarrolló sin contratiempos. Ya fuera, frente a las rejas de lanza, abrí el portalito, pero el médico se había detenido sin hacer el gesto de salir. Esperé un momento, un poco expectante.

De pronto, levantó la mirada y me miró de hito en hito.

–A usted no lo tenía visto -me dijo con su habitual brusquedad.

–Pol, para servirlo.

–¿No está el abuelo aquel? No recuerdo su nombre, el ayuda de cámara.

–Oliver, no está aquí ahora. Yo lo sustituyo, señor.

–¿Quiere decir que es el asistente actual de Isidre?

–Exacto, señor. Y me ha distinguido con su confianza para atenderle a usted.

–¿Le ha dicho quién soy?

–Me ha dicho que es el doctor Clerch.

–¿Le ha explicado el motivo de mi visita?

–No lo ha creído necesario, doctor.

Apretó la boca, indeciso. Después, con dureza, exclamó:

–Pues no se extrañe de que yo quiera hablar más que él. Es preciso. Soy traumatólogo. Yo lo operé cuando estaba entre la vida y la muerte. Me ha prohibido expresamente que hable con su esposa. Pero alguien de esta casa tiene que saber que el señor Darniu se está muriendo.

Nos quedamos en pie uno frente al otro, en silencio. No sé a ciencia cierta si me tambaleé, pero noté que el médico me cogía por el brazo. Unos instantes después, le oí la voz menos agresiva, débil:

–Lamento haber sido brusco. No podía suponer que le provocara este choque.

–¿Cuándo? – murmuré-. ¿Cuándo puede suceder una cosa así?

–Nunca me puedo aventurar a precisar un espacio de tiempo. Pero me temo que esta vez el declive está iniciado.

–¿Quiere decir que le queda poco?

–Quiero decir que no le queda nada.

Otro silencio. Él prosiguió:

–Podrían ser horas, discúlpeme otra vez. No puedo irme de aquí sin dejar constancia clara de la situación extrema. Hace una semana le hice el examen. Hoy me ha sorprendido encontrarlo totalmente extinguido. El espectro claro de los rayos X avala el diagnóstico. La vértebra afectada ha degenerado totalmente y ocasiona una presión sin solución que perjudica todo el plexo nervioso. Hay que reconocer que este hombre ha resistido cinco años inexplicablemente, sólo por la fuerza de voluntad que tiene. Desde el primer día la herida fue mortal… Sobrepóngase, no quiera ser menos valiente que él. Precisamente el señor Darniu me ha exigido la verdad y la ha admitido con un coraje impresionante. Se hubiera dicho que estaba escuchando la noticia que deseaba escuchar.

–¿Qué puedo hacer yo por él?

–Nada. Ni usted ni nadie puede hacer nada. Todo lo que tiene que pasar será de una sencillez aterradora. Muchas veces, la vida y la muerte sostienen batallas sangrantes, lacerantes. El presente caso es todo lo contrario, es el reposo y la paz.

***

Cuando entré en la casa me topé con Márius.

–El amo te espera -me dijo-. ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras bien?

–Estoy bien.

El señor Isidre se tomaba la pócima sentado en la poltrona. Su aspecto era de calma. Llevaba batín y camisón.

–Trasládame al canapé del rincón. Aquí hundido se me resiente la espalda.

Al levantarlo, me di cuenta claramente de que había perdido mucho peso. Ya no era escobajo prensado, sino una brazada de ropa envolviendo ramas rotas.

Una vez sentado en el canapé, le coloqué los cojines donde él me indicaba. Quería cojines por todas partes, como si intentara calzar los huesos para que no se le esparcieran por el suelo.

Se quedó mirándome atentamente.

–No dejes mi casa demasiado pronto -dijo en voz baja-. Bastante vacía se está quedando la torre Darniu. Todo se acaba, Pol. Los privilegios sociales tienen los días contados. El propio siglo se acerca a poniente. Confío en que, dentro de la derrota, tú aguantes. Estás capacitado, ya eres experto, un escudero selecto… A ver, no hagas guardia aquí en pie, siéntate. Explícame cosas de can Masats.

Obedecí. La clase de razonamiento apagado del señor Isidre me hacía pensar que era un ardid. Me miraba con insistencia para adivinar si el médico me había dicho algo. Finalmente, murmuró:

–Tienes cara de cansado. Tal vez Fruitós…, quiero decir el otro, el que queda… Ya no sé cuáles están fuera y cuáles dentro.

–Márius

–Exacto. Que Márius te releve. Vete a tomar algo y vuelve.

–No necesito nada, señor, gracias.

–Por cierto, ¿qué hace la cocinera? ¿Aún la tenemos?

–Gabriela no se marchará hasta el comienzo del verano, señor.

–¡El comienzo del verano! ¿Dónde estaré yo al comienzo del ve rano?… ¿Te lo ha dicho el médico, eh?

–Sí, señor.

–No nos dejes.

Estuvimos callados un buen rato. El señor Isidre, finalmente, dijo:

–¿Qué clase de finca es en la actualidad? ¿Muy grande?

–Ya no. Ni la cuarta parte de lo que fue.

–¿Qué harás allí tú? ¿No lo has pensado aún? ¿Tienes alguna idea para reavivar todo aquello?

–Quizá no tendré oportunidad de hacer nada, señor. Si como parece se implanta el sistema de explotación comunitaria, a lo mejor el Estado me confisca la hacienda y me pone a cavar otra vez, igualado con los proletarios.

Se rió. Después se removió con dificultad. Aunque se esforzara en hablar sereno, no tenía reposo.

–Sácame de aquí. Quiero estar tumbado en la cama de una vez.

Cogiéndolo muy despacio, lo levanté a pulso con cuidado, como si aquello se tratara del colofón. Lo senté en la cama con las piernas hacia fuera, como él siempre quería, para que pudiera quitarse la ropa solo.

Sonrió.

–Tal como lo haces, sin pulsión ni esfuerzo, Víctor no podía. Nadie como tú.

–Gracias, señor.

–¿Qué hora es? ¿Aún está aquel avispero de polisones en el saloncito amarillo? ¿Qué esperan para volver a casa estas damas? ¿Que les preparen una emboscada y las despeinen?

La mano derecha no le obedecía y no se podía desabrochar el batín.

–Va, por favor, desnúdame tú. Estoy harto de esta batalla. Siempre luchando para demostrar que puedo, y no puedo.

Toda la tarea fue extrañamente fácil. El señor Isidre había perdido el agarrotamiento rebelde de cuando se sentía manejado. Y es que en aquellos momentos ya no se sentía manejado, no se sentía nada.

Se quedó estirado, quieto. Yo estaba con el cojín a punto, pero no me lo pedía. Inesperadamente, mirándome la cinta del cuello, exclamó:

–Ya sé por qué no sabes hacer lazos. Pasas la lazada por debajo y se te giran.

Por un momento, temí que delirara. Más tarde entendí que en aquella alucinante circunstancia el señor Isidre me había dado la fórmula para ponerme bien la corbata para siempre jamás. Parloteaba de nuevo.

–Parece, Pol, que por fin nos han librado del hada chata del bosque, ¿eh? La siempre despechugada medio hermana que quiere asustar al moreno y hacerme la puñeta a mí. ¿Cómo fue la cosa? ¿Sabes detalles?

–Apenas nada, señor. El afilador iba decidido, acompañado de un agente judicial y de un carruaje sin ventanillas.

Movió la cabeza, débilmente descansado. De golpe exclamó:

–Haz una cosa: dile a Sadurní que suba aquí.

–¿El señor quiere decir Sadurní o Márius?

–Esta vez no me equivoco. Quiero decir el cochero joven, el hijo de la gobernanta y del profesor de piano, el único amigo que tuve de pequeño y que, una vez mayor, he hecho todo lo posible para retener mientras él ha hecho todo lo posible para perderme de vista. ¿Por qué siempre se escurre?

–Porque se avergüenza de su padre.

Me miraba sorprendido.

–¿Eso?

–Me lo dijo él mismo, señor. Pero a usted lo quiere sinceramente. Quiere ser su cochero toda la vida.

Se llevó la mano a los ojos.

–¡Mi cochero! Fíjate tú en los montajes que hacemos. Hombres y mujeres catalogados escrupulosamente como señores y criados, cocheros, gobernantas, lavanderas, costureras, afiladores, pianistas, porquerizos…, todo para que el impulso del amor, de la pasión o de la aventura nos mezcle a todos burlándose de los miramientos. Una lucha extraña entre la sinceridad y la hipocresía, entre la virtud y el pecado. Ni siquiera sabemos qué bandera tenemos que defender. Todo lo revestimos de honorabilidad; instintos y miserias humanas disfrazadas. Secretos y tapaderas en todas partes. Siempre ahogados dentro de los moldes del prestigio sufriendo en nuestra carne las flaquezas y las aberraciones de los propios padres. El tuyo, el mío, el de Sadurní…

Me miró sonriente.

–Como mínimo, tú saldrás bien parado. Lau ha acabado por enaltecerte. Es exasperante, pero el hombre innoble te ha tenido que honrar. No importa, Pol, a mí me ha honrado una bomba anarquista.

Al dejar de hablar se oyó un rumor fuera, en la calle. Sonó algún tiro no muy lejos. El señor Isidre no pareció detectarlo.

–Ahora envíame a Sadurní. Tengo que hacerle un encargo especial. No le hables del doctor Clerch. Limítate a hacer que suba. Sal por la parte lateral de la casa, que Lluciá se ahorre ver idas y venidas. Bien nos podemos permitir hacer cosas sin la mediación de Lluciá, ¿no crees? Es un servidor perfecto que resulta abrumador… Se oye un tiroteo cerca. ¿Qué pasa?

–Seguro que es la Guardia Civil. No hace demasiado un grupo ácrata quería incendiar la iglesia y los feligreses han pedido ayuda.

–Venga, chico, ve a buscar a Sadurní.

En la explanada del parque se movían faetones y cabriolés para recoger a las señoras. Todas salían de la casa haciendo aspavientos a causa de los tiros.

Cuando Sadurní me vio por las caballerizas se extrañó.

–¿Pasa algo?

–El amo te quiere ver. Está en la cama.

Se puso amarillo.

–Voy -dijo.

El uno detrás del otro recorrimos deprisa la extensa residencia. Llegamos al dormitorio y él se introdujo sin cumplimientos. Mientras ambos hablaban yo esperaba en el vestíbulo, reflejado otra vez en los cristales, como si el perfil del heredero Masats quisiera clavárseme en la memoria por triplicado. En breves minutos el cochero reapareció.

–Ya estamos -dijo inexpresivo, mirando al suelo-. Enséñame el camino de salida; yo aquí dentro me pierdo.

Lo precedí por corredores y escaleras. Cuando llegamos a la planta baja, se detuvo y dijo con congoja:

–Isidre está jodido.

–Lo está -dije yo.

–¿Pero no se dan cuenta los demás?

–Él prefiere que no se den cuenta.

–¿No crees que necesita un médico?

–Precisamente creo que ya no necesita ninguno.

Asintió. Su cara grabada, de dibujo duro y a escuadra, reflejaba una honda conmoción. Con los ojos húmedos, bajando la voz, como para no guardárselo para él solo, murmuró:

–Quiere el Viático.

Permanecimos callados un momento. Añadió:

–Si se tiene que recibir el Viático, la casa tiene que estar preparada. Ha de saberlo Lluciá y todo el personal. Ahora voy a la rectoría. Cuando oscurezca estaremos aquí… ¿Aviso yo al mayordomo?

–Hazme el favor. No quiero moverme de aquí… Por favor, Sadurní, ya oyes el ruido alrededor de la iglesia, ten cuidado. Disparan con fusiles. Hay fuego cruzado.

–Ya lo sé. El Viático tendrá que llegar de puntillas. Veremos la valentía del cura. En Barcelona han incendiado el convento de las Clarisas. La Plaza de Cataluña está tomada militarmente por fuerzas de artillería. No saben qué hacer. Pero el Gobierno Civil no puede pensárselo más y ha llamado al ejército. Hace media hora, se ha declarado el estado de guerra. ¿Cuántos estados de guerra van ya, Pol? No pierdo más tiempo. No sé cuánto tiempo queda.

Salió deprisa.

Regresé al dormitorio sin hacer ruido por si el señor Isidre dormía. De puntillas, cerré los ventanales y corrí las cortinas.

–¿Aún hay gente en el saloncito, Pol?

–No lo creo, señor. Se van los carruajes.

–Ve, ve hacia allí y estate atento para avisar a Amélia. Ella ya adivina cómo estoy, pero no lo imagina todo.

Cerrando los ojos, añadió:

–Tengo sueño. Tengo un sueño que me empieza en los pies y sigue hacia arriba. Dile a Amélia que venga a mi lado hasta que este sueño me haya cubierto todo. Ahora ya no me esforzaré, Pol. Ya no hace falta. ¡Hace tanto tiempo que estoy muerto! Sólo por ella he fingido que vivía.

Se incorporó repentinamente.

Creyendo que se quería levantar de nuevo, hice el gesto de cogerlo, pero él, dejando caer la cabeza hacia delante, apretó la frente contra mi hombro y me rodeó por el cuello no para sostenerse, sino para abrazarme.

–También te he hecho sufrir -dijo en un murmullo.

Yo lo abracé fuerte.

Junto a mi oído, balbuceaba:

–Me has ayudado, Pol. Ahora ayúdala a ella. No dejes a Amélia sola.

Intentando moverlo suavemente, lo recliné de nuevo.

Me dirigió unos ojos transparentes, sin pupila, como si se estuvieran borrando. Con voz tenue, también fundiéndose, prosiguió:

–Accedí a casarme porque no contaba con sobrevivir. Pero ya hace cinco años que tengo a Amélia atada a mi lado… Deseo liberarla, ya me ha querido bastante. A ti te aprecia, Pol. Lo sé. Está contenta contigo, te tiene confianza, sabe que eres íntegro y fiel. Desde el día que te vio, le gustaste. Siempre me lo dice, siempre se preocupa por si tú estás bien en casa.

Sonreía. Cerraba los ojos. Continuó en un murmullo:

–Los grandes guiñoles se han hundido, ya no queda ningún andamio en pie…, sólo quedan hombres y mujeres sin clase social. Tan sólo les separa la bondad y la maldad. Y los hombres buenos han de unirse con las mujeres buenas para empezar una estirpe nueva.

Cuando me volví para salir, me encontré a la señora Amélia en pie detrás de mí. Me aparté hacia un lado. Ella no me veía. Miraba intensamente al señor Isidre. Yo no hacía nada, pero, hiciera lo que hiciera, ella no me vería.

Fui a sentarme a mi habitación por si el amo me llamaba de nuevo; aunque sabía que ya no me volvería a llamar nunca.

Sería un epílogo trascendente no dejar sola a la señora Amélia. Yo obedecería. El corazón me latía hondo y mortecino.

El cielo se iba tiñendo de morado. Era aquel duelo de los crepúsculos especiales.

Una luminaria de cirios encendidos serpenteaba por la avenida acompañando el Viático. En la calle, las descargas se habían apagado. Se oía solamente el dring de plata de la campanilla que anunciaba el paso del último sacramento. La gente se arrodillaba a lo largo de las aceras. Tregua religiosa. Compás santificado de marcha fúnebre, música de fondo al caer el telón sobre la agonía imparable del siglo XIX.

SEGUNDA PARTE

LA VORACIDAD DEL FUEGO

El barón de Juneda había muerto un día de febrero de 1898, poco antes de cumplir los treinta años.

Según él me había pedido, no dejé su residencia, aunque la torre Darniu de Sarriá se había convertido en un edificio vacío, sin sentido, con mobiliario y lampadarios cubiertos con fundas blancas, sudarios perpetuos.

Allí yo había dejado de ser un sirviente, desde que mi padre me había reconocido y hecho heredero de la casa y de los bosques de can Masats, en el Alt Camp. Todo había cambiado para mí. Ya se me consideraba un amigo de los barones, asistente incondicional del ilustre finado. El personal doméstico se había reducido al mínimo; ni mayordomo, ni retahíla de camareras; quedaban tres; sólo tenían que atender a la viuda y al cuñado, ambos sobrios y quietos, sin visitas, cerrada la sala de recibir.

El cuñado, el señor Jaume, ya hacía años que obraba por procuración en el conjunto de posesiones y valores de los barones. Una vez que yo me convertí en propietario, me hizo el favor de administrar mi finca, de manera que él frecuentaba la Serra de Monterol más que yo. Apenas me recordaba que aquello me perteneciera. El señor Jaume se me antojaba el verdadero propietario, con su conocimiento de los precios del porcino en vivo y en canal y de la economía agraria en general. Éramos amigos, conversábamos largos ratos mientras tomábamos café en la terraza. Me incitaba a emprender tareas de cultivo mecánico a gran escala y también a poner en práctica el sistema mixto de estabulación y pastoreo en el engorde de los cerdos. No hablábamos de nada más. Sólo una vez me informó de los posibles cambios que se producirían en la torre Darniu.

–Ella no quiere vivir aquí -me dijo-. Estoy en tratos para mudarnos a un piso en algún punto céntrico de Barcelona.

No era extraño que aquella monumental torre de Sarriá nos pesara a todos. Yo ocupaba unas habitaciones laterales en la planta baja, independientes, únicamente comunicadas con el vestíbulo de la residencia por una puerta vidriera de colores. Vivíamos juntos, más o menos.

Amélia Baigual de Darniu, baronesa viuda de Juneda, tenía entonces veinticinco años, dos más que yo. Permanecía tiempo y tiempo recogida en la sala de estar. Tan sólo nos saludábamos con cortesía y afecto cuando ella salía al jardín con su libro y me encontraba podando las moreras.

Estaba tan bonita como siempre, mostrándose apenas entre velos negros, de figura estilizada, alada, hada de duelo.

–Buenos días, Pol -me decía con una sonrisa triste-, tú siempre haciendo maravillas en este parque lleno de pájaros. Ya vi que redondeaste las adelfas.

–Si quiere, aclararé el ramaje de la fuente, señora Amélia.

Siempre eran comentarios amables, intrascendentes. Jamás una conversación profunda, una confidencia, una verdadera comunicación. Entre ella y yo perduraba aquel respeto férreo. Unidos y también separados por la fidelidad al recuerdo del desaparecido.

No sé hasta qué punto le hice compañía quedándome en la torre. La señora Amélia parecía más lejana que nadie. Pero, aparte de la voluntad del amo finado, también el cuñado me había indicado que no me marchara en aquellos momentos. «Ella tiene miedo de perder a todos los que quiere.»

Yo no sabía cuál era la manera de hacerme sentir cerca, de ayudarla, de aligerar aquel tul negro de peso abrumador.

***

La guerra de Cuba estaba perdida. Ya no teníamos colonias. Nada de imperio. Estrenamos el siglo XX atribulados y desconcertados por las derrotas, las humillaciones y los trastornos económicos que nos habían caído encima.

Pero la poca gente que quedaba en la torre Darniu quería ignorar aquello que pasaba fuera. Ya teníamos bastante carga propia para meternos de cabeza en la panorámica nacional. El mismo cambio de meridiano que afectó a España en la nueva centuria, por poco nos pasa por alto. La adaptación a Greenwich implicaba modificar el horario ocho minutos y cuarenta segundos. Así, durante bastantes días, los magnos y valiosos relojes de toda la mansión habían quedado fuera de actualidad. Carrillones, péndulos y esferas de números romanos se habían obstinado en marcar una hora caducada. Ninguna mano se había preocupado de ajustarlos al horario vigente. Compás engañoso del tiempo, ancla absurda clavada en un siglo ya superado.

Pero la verdadera hora final del aristocrático domicilio no lo tenían que señalar las agujas de un reloj. Cuando fue un hecho que la viuda del último barón de Juneda cerraba la torre y se marchaba de la villa de Sarriá, entendí que todo estaba acabado. Para ella, para Amélia, de una personalidad que la hacía única, seguramente significaría el comienzo de una etapa mejor. Para mí se había concluido la misión recomendada por Isidre mientras se moría. «Ahora ayúdala a ella tal como me has ayudado a mí, no la dejes sola.»

Yo no la dejaba sola. Ella me dejaba a mí.

–Se va a vivir a Barcelona para romper el sortilegio que nos tiene presos a todos -me dijo su cuñado, adivinando la conmoción que me producía la decisión ya inapelable-. A ti mismo, a quien tanto aprecia, teme tenerte retenido en esta planta baja penumbrosa donde te has quedado aislado. Quiere que te vayas a tu propiedad y vivas la vida lejos de crespones y recuerdos tristes. Han pasado más de tres años.

Calló un instante. Al poco, prosiguió casi en un lamento:

–Si tan sólo quisiera frecuentar el círculo de amistades, salir, volver al Teatro de las Artes, al Liceo, asistir a los conciertos… Bellísima y distinguida como es, estoy seguro de que encontraría enseguida a un hombre que la mereciera y la hiciera vivir.

Yo escuchaba sin decir nada.

El señor Jaume estaba absorto, con los ojos fijos en la taza de café. Finalmente añadió, casi con fervor:

–Deseo que se case de nuevo, querría verla feliz de una vez. Quiso a Isidre con una fuerza inmensa, pero tenerlo tanto tiempo postrado la torturó. Yo querría que en su vida no hubiera más desgracia, que se vistiera de colores, que se fijara en la primavera y diera la bienvenida al amor.

Asintiendo maquinalmente, bajé la mirada y dije casi en voz baja:

–Usted aún hace más años que es viudo y no se ha vuelto a casar.

El señor Jaume apretó los labios y se llevó un momento la mano a los ojos.

–Es verdad, Pol. Me estoy haciendo viejo. Ya tengo cuarenta y ocho años. Y hasta hoy no he comprendido que rendirse por completo, terminantemente, es vivir muerto. Ya cometí esa enormidad. Desde que la bomba anarquista mató a Clara, he vivido noche y día abrazado a un espectro lleno de sangre. Me he torturado casi a gusto, he querido perpetuar el horror para sentir mi cuerpo destrozado como el de ella, me he esforzado en inmolarme en una torrentera de lágrimas.

Se llenó la copa de agua y me miró, pero no pesaroso, sino sereno, con su cara amable iluminada por una paz que yo no había entrevisto nunca en él.

–Ahora, Pol, dejaré en un devocionario el recordatorio de mi querida Clara Darniu y ya no insistiré en revivirla.

Me ofreció un cigarro y estuvimos fumando unos momentos, seguros de la confianza que siempre establecíamos sin esfuerzo. Yo apreciaba mucho a aquel hombre siempre amistoso, siempre deferente.

Habló de nuevo:

–He buscado la manera de hablar contigo de esto. Tampoco yo quiero seguir en la torre Darniu. Soy administrador de vuestros patrimonios y lo seré mientras vosotros así lo dispongáis, pero no desde aquí. Quiero volver a Cervera. Mi casa está desocupada desde que Francesc entró en comunidad en la orden de los maristas. Los otros hermanos casados están situados. La casa solariega ha quedado para mí. Es una bonita finca a la entrada de la ciudad, con una explanada de árboles frutales.

Hizo una pausa y movió la cabeza, satisfecho.

–No pienso estar allí solo. Quiero casarme.

Disimulé mi sorpresa. Se me humedecían los ojos.

–Estoy muy contento, señor Jaume -dije por fin.

Él sonreía.

–Hace tiempo que allí en Cervera hay una persona que me ha ido ganando. Ya sabes que a mi casa voy poco, dos o tres veces al año, una semana en verano, cuatro días por San Juan… Es una chica mayor, educada y prudente, un poco apagada. La conozco desde siempre. Había hecho compañía a mi madre. Hija única de un militar estricto que la quería monja, y así le fue a la pobre, a misa a todas horas sin pretendiente que se le acercara. Está tan sola como yo. Ha madurado magníficamente, morena y bien plantada. Se peina y se viste con elegancia. Eso fue lo primero que me llamó la atención. Las mujeres de mis hermanos se han puesto gruesas y van demasiado adornadas; cada vez que las vuelvo a ver, las encuentro peor. Ella no. Ella, cada vez que la veo, está mejor.

***

De modo que cada uno de nosotros emprendería un camino divergente: a Barcelona, a Cervera y a la Serra del Monterol.

Yo que siempre había amado el campo, yo que siempre tenía el regusto amargo de haber abandonado las mieses y los encinares para ir a la ciudad, ahora las recuperaría. Yo que me había criado mezclado con la gente de allí sufriendo el menosprecio de ser bastardo, ahora me verían en can Masats con la autoridad de un heredero. Ahora toda aquella hacienda increíblemente mía me gratificaría.

Pues no, no podía estar contento. En aquel momento hubiera preferido no moverme de las penumbrosas estancias con hileras de libros. No moverme de aquel rincón privado, rico y severo, donde me habían destinado al aumentar mi condición social. Sí que era como un cenobio, sí que me había enclaustrado allí muchas horas. Silencio, lectura, estudio, incluso meditación y castidad. A pesar de ello, me sentía dignificado, protegido, tal como siempre me había hecho sentir el techo de los Darniu.

No me resultaría fácil alejarme. Hubiera deseado seguir al servicio de ella, ayudarla. Pero desde la muerte de él, ¿cómo la había ayudado? ¿Recogiéndole el libro cuando se lo olvidaba en el parque? ¿Llevándole a la salita las obras de Balmes? ¿Escribiéndole a mano las tarjetas de las amistades que la cumplimentaban?

Guardando las normas de etiqueta de aquella casa, cada mediodía me había vestido de manera adecuada y había pasado a comer en compañía del señor Jaume, que también se presentaba con cuello duro. En los días festivos, Amélia salía de sus habitaciones y nos acompañaba. Enlutada y sin joyas pero de gala. No parecía una comida en familia, sino como si nos hubiéramos desplazado a un restaurante. Intercambiábamos comentarios a media voz, nos facilitábamos la sal y la salsera y alabábamos el gratin dauphinois. El señor Jaume, aun procediendo de una burguesía rural bastante tosca, se había adaptado al rigor de las buenas maneras. Era yo quien más padecía cuidando de que no me pasara por alto ningún cumplimiento. A veces me esforzaba demasiado en llenarle la copa, a veces retiraba la vinagrera antes de tiempo. Me sentía inquieto, por más que me hubiera aprendido el manual. Y jamás me veía con ánimo para mirarla.

La vez que Amélia y yo nos acercamos más, la única vez, fue aquel 3 de marzo de 1901 cuando, ella en medio y su cuñado y yo uno a cada lado, salimos a caminar del brazo por los senderos de Vallvidrera. Aquello fue un placer, como para no creérselo. Íbamos al encuentro de Sant Medir, en el término de Sant Cugat. Al señor Jaume y a mí nos había sorprendido que Amélia hubiera aceptado la invitación, pero ni el uno ni el otro habíamos exteriorizado la alegría, a excepción de un intercambio de miradas.

Los tres con ropa deportiva y polainas de algodón hasta media pierna. A la luz del sol, Amélia aparecía fina y blanca. Beldad de cera. Escultura delicada con chaleco y falda gris, corta hasta los tobillos. Pero no renunciaba a un chal de luto que le ataba el sombrero de paja.

Grupos de gente animada subían con nosotros. Era de mañana, muy temprano. Llevábamos un cucurucho de anises y vasos de aluminio para beber agua. Comeríamos allí y volveríamos a Sarriá al anochecer.

Asnos adornados montados por niños, grupos de cantores, vendedores de piñones y regaliz, filas de escolares con el cura.

El trayecto era cambiante. Empezaba llano como una calle arcillosa flanqueada por vegetación. Después se volvía herboso con copas de árboles que se nos venían encima. Cursos de agua, pisoteo húmedo, aire fresco.

Cruzamos de un salto una riera fina como una lámina de vidrio. En algún punto había bailes. Los ecos nos enviaban el compás de una sardana. Pasamos de largo la primera fuente porque se concentraba un gentío.

¡Y hacia arriba! Tramos secos de roca pelada con grieta central que molestaba al andar. Subidas y bajadas, raíces dibujando escalones. Amélia era andarina. El menos propenso a la excursión sería el señor Jaume, que ya bufaba al primer repecho. Él estaba acostumbrado a hacer aquel itinerario a caballo, excelente jinete, pero a pie perdía ventaja.

Cuando llevábamos una hora de recorrido, el camino se había hecho difícil de transitar. No habíamos tardado en soltarnos de los brazos y triscar cada uno por donde podía. Amélia tenía color en las mejillas y se había desatado el chal. El señor Jaume y yo nos habíamos colgado la chaqueta del hombro. En definitiva, los tres sudábamos.

–¡Otra riera! – exclamó Amélia deteniéndose-. ¿Pero cuántas rieras hemos cruzado?

–Siempre es la misma, mujer. Vamos haciendo eses y la volvemos a encontrar.

En la segunda fuente había una acampada de gente haciendo arroz. Llenamos los vasos tintineando para no tocar la lechuga y los pimientos que había en remojo debajo del chorro.

Cuando enfilábamos un camino empinado y pedregoso rodeado de zarzas, de la parte alta nos llegó un ruido. Inesperadamente estalló un griterío y vimos un alud de gente joven bajando a zancadas, abriéndose paso de mala manera.

Tuvimos tiempo justo de apartarnos hacia un lado, sin que el señor Jaume se ahorrara un porrazo brutal que lo hizo caer de rodillas.

–¡No es nada, de verdad! – nos decía sacudiéndose los pantalones.

–¿Pero cómo puede ser que nos atropellen así? – exclamaba Amélia agitada.

La procesión enloquecida seguía pendiente abajo. Los vimos saltar por el atajo al llano de la fuente. Todos se apartaban insultándolos. Y allí empezaron a darse puñetazos entre ellos, encarnizándose los unos contra los otros.

–¡Vaya! ¿Juegan o se pelean?

–Se matan, Amélia. ¿No lo ves? Bastones y navajas. Son los jóvenes bárbaros de Lerroux persiguiendo a los congregantes de Acción Católica.

En aquel momento se oyó un tiro de pistola. Hubo un griterío general. Cogimos a Amélia entre los dos, uno por cada lado, y arrancamos a correr hacia arriba, tropezando entre las rocas, de lado, con el señor Jaume cojeando.

Sentados sin aliento en una pérgola del parador, aún nos hacíamos cruces de la peripecia.

–¡Un día que salgo! – decía Amélia abanicándose con la mano.

–Eso pasa día sí día no, bonita -le replicaba su cuñado.

–¿Pero qué pretenden estos jóvenes bárbaros?

–¡Hacer la puñeta! Y perdona. Son anticlericales y se filtran en cada acto religioso para hacer la puñeta, y perdona otra vez.

–Estás más nervioso que yo. Tú te has hecho daño, Jaume; deja que te mire esa rodilla.

–¡No te la quiero enseñar! No tengo nada en la rodilla. Sólo que ya venía reventado y me ha faltado el batacazo. Va, tranquilicémonos. Tú déjame que repose aquí. Vosotros dos id a rezar por mí a Sant Medir, que lo tenéis a cuatro pasos, detrás de esta colina. Me encontraréis aquí a la hora de comer, fresco como una rosa. Mientras tanto, encargaré la esqueixada.

Amélia le puso la mano en la frente.

–Estás acalorado, Jaume. ¿De verdad que podemos dejarte solo?

Él se echó a reír.

–¡Ya soy mayor, mujer!

Le retiró la mano acariciándosela. Los dos cuñados se querían con una ternura visible. Los había unido fervorosamente aquella bomba que hacía ocho años había explotado sobre la mujer de uno, dejando al marido de la otra parapléjico.

***

Amélia y yo habíamos emprendido la última etapa de la excursión. Ella se recogía las faldas y se secaba la frente. Iba con el sombrero colgado a la espalda, despeinada. Me gustaba verla tan natural, tan sencilla, más bella que nunca.

–¿Está cansada? – dije deteniéndome.

–Esta subida es muy larga, vaya, Jaume ha dicho que era corta.

–Porque él todo lo calcula a caballo. Fíjese usted que, a pie, ya se nos ha rendido.

–Me sabe mal haberlo dejado solo.

–¿Quiere que retrocedamos?

–¡Ay, no! ¡Ahora ya estamos llegando!

Una vez arriba no veíamos la ermita por ninguna parte. Había un mirador y nada más.

–Para mí, Pol, que Jaume es un guía poco competente. Éste no es el camino. No se ve a nadie.

Nos apoyamos los dos en la barandilla y estuvimos allí un buen rato, en silencio, recobrando la respiración.

–El piso nuevo ya está a punto -murmuró ella finalmente-. Mañana me traslado.

–Me lo ha dicho el señor Jaume. ¿Dejará la torre totalmente deshabitada, señora Amélia?

–¡No, no! Alguien la cuidará. Está llena de tesoros. Tú mismo quédate una llave. Cada vez que vengas a Barcelona te puedes alojar en ella. Jaume irá y vendrá. Deja los archivos.

Se inclinó hacia delante, apoyándose con los codos.

–¡Mira! La ermita está en la punta de la cumbre. ¡Muy lejos, ay! Tendremos que saludar a Sant Medir desde aquí.

Alzó la cara al cielo. Estaba absorta, con las pestañas quietas, como un arco de terciopelo sobre los ojos.

Le temblaron los labios.

–Isidre…

Se calló. Quieta como el ángel de una tumba. Estirando poco a poco la mano, me la puso sobre el brazo.

–Isidre, antes que yo, supo que me había enamorado de ti.

No me miraba.

–Cuando entraste en nuestro parque con el hacha al hombro… Delgado, asustado, sin saber reír.

Amélia tenía los ojos húmedos.

–No quise que te hicieran marchar como al resto de los leñadores. Deseaba que te quedaras. Apenas te veía. Ibas haciéndote mayor…, te aplicabas en aprender a leer, en comportarte…

Se interrumpió un momento. Después, habló de nuevo:

–A veces, te vigilaba por el balcón cuando sacabas agua del pozo. «¿Qué miras?», me preguntaba Isidre desde la cama. Yo me reunía con él y le decía que miraba al chico morenito que se había peinado y lavado la cara.

Mantenía la mano sobre mi brazo. Se la tomé.

–Nos estamos diciendo adiós, ¿verdad, señora Amélia?

Dijo que sí con la cabeza.

No sé cuánto rato estuvimos sin decir nada. Su mano entre las mías. Ella no la retiraba, ni yo la liberaba.

Murmuró:

–Ven a verme. Ven pronto. No tardes.

–Si quiere, iré mañana.

Estábamos tan juntos que con un pequeño movimiento quedamos abrazados. Ella, junto a mi oído, me dijo:

–Y ya no te marches.

1 DE OCTUBRE DE 1901

Nos casamos en el punto más alto del Monterol, amablemente escondidos en el santuario de Sant Pol de la Serra. Así lo quiso Amélia. Mi novia sonreía. Los jazmines de su ramo temblaban.

Me sentía transportado, fuera de escena, como si aquel milagro de casarme con una perla sólo fuera la quimera de un sueño forjado por mi deseo.

***

A la multitud de amistades les habíamos hecho llegar el anuncio de la boda, sin invitación, acogidos a la reserva de unas segundas nupcias celebradas en el término de Pella, parroquia ignorada y oculta en las cimas del Alt Camp de Tarragona. Los inexcusables no llegaban a la veintena. La familia Baigual de Olot; tías, primos, padrinos, todos subidos en las tartanas y hacia arriba. Aquella gente rica y presumida me había admitido con gusto. Yo los recordaba a todos a causa de las esporádicas visitas que habían hecho a la torre, pero ninguno de ellos relacionaba al huidizo guardabosques de antaño con el flamante novio de sombrero de copa y gardenia, propietario del esplendoroso embaldosado de cultivo que se extendía a nuestros pies y que culminaba en la riqueza de entinares desplegada por todo el valle oriental.

El reputado industrial Climent Cros y señora, íntimos de los barones de Juneda, habían sido los únicos en conocer reservadamente mi transformación en hacendado, y me habían admitido en su círculo social con mucha simpatía. En esos momentos se encontraban en un balneario italiano, donde recibieron una carta de Amélia con el anuncio de la boda. Nos enviaron un frasco de terra sigillata de un rojo sangre, regalo de precio incalculable.

***

Noviazgo cálido de abrazos intensos. Tranquilos paseos por los bosques de can Masats, donde yo de pequeño llevaba rebaños de lechones a comer bellotas. Los árboles me eran familiares, aquella colección de troncos robustos, oscuros, llenos de años.

La quincena se nos hacía corta. Momentos que jamás en la vida podríamos olvidar.

La gente de la granja hacía lo que podía por nosotros. Nos habían destinado a la casa a un par de mozas jóvenes, ásperas pero con la voluntad de quedar bien. Por las mañanas ayudaban a Amélia a atarse corchetes y botoncitos, y le pasaban por la cabeza enagua tras enagua. Ella las tenía que guiar.

–¿Echas de menos a tus camareritas, eh?

–Se van apañando. Pero me temo que no me sabrán planchar los vestidos.

–A lo mejor no han visto nunca una plancha.

–Sí, que hemos encontrado una.

–Pues quizá tendrás que planchártelos tú.

Me miró con aquellos ojos rasgados.

–Yo tampoco sé, Pol.

Parece ser que mi padre, poco antes de morir, había querido hacer mejoras para no legarme un armatoste viejo. La casa, bastante apartada de la granja, contaba con una fachada de estuco blanco que realzaba marcos y arcadas de piedra. La explanada delantera estaba embaldosada y rodeada de geranios. Por dentro ofrecía un aspecto espacioso y limpio, con chimenea de gran campana y muebles macizos. El vetusto dormitorio no pertenecía a ningún estilo. Cajoneras, rinconeras y objetos de diferentes períodos delataban un gusto poco culto. Yo apenas me habría dado cuenta de eso si no hubiera estado siete años moviéndome en la sintonía rigurosa de la torre Darniu. Seguro que Amélia captaba enseguida cada cosa discordante, como aquel estilizado galán de noche entre bancos rústicos y pesados. Pero se la veía entusiasmada recorriendo las estancias aireadas de gran casa de campo, con porticados y buhardillas.

Por primera vez, yo sentí que allí estaba mi casa.

***

Para pasear por los prados, Amélia se soltaba la cabellera y se ponía un vestido campestre. Apenas se le veía la marca tostada de la plancha debajo de uno de los volantes.

Cuando nos acercábamos allí donde trabajaban los mozos, se sacaban la barretina y nos saludaban. Se quedaban un buen rato paralizados, sin recuperarse. A aquellos chicos campesinos les pasaba como a mí el primer día que vi a Amélia. No se lo creían. No se creían que hubiera chicas de esa hermosura. Las campesinas eran sanas y robustas, de mejillas enrojecidas. Amélia se les antojaba una estampa de simbolismo, un dibujo al pastel que se había escapado de la lámina.

Las veladas eran de una calma de ensueño. Nos acomodábamos en la pieza principal de la casa, en un sofá envejecido que no presumía de blando pero que ofrecía un buen surtido de cojines. Por el balcón percibíamos cómo iba oscureciendo. No encendíamos ninguna bujía. Una serena decadencia del día. Un anuncio sutil de la noche. La felicidad me tenía abstraído. A ella también. Nos traían una cesta de fruta y una botella de malvasía y no nos dábamos cuenta.

–Apenas se ve -decía la sirvienta-. ¿Les enciendo las candelas?

No contestábamos.

Me venía a la memoria cuando antaño, después de que yo hubiera trasladado a Isidre al sofá, Amélia se reunía con él. Ella le ponía los labios en la frente.

Ahora, siendo mi mujer, me apresuraba a recibirla, pero no de igual manera, sino evitando la repetición del gesto del recuerdo.

Si tan a menudo yo no podía sustraerme a la presencia del muerto, ¿podía ella?

Tenía una dulce manera de besarme. Sus besos eran una caricia floja, un contacto tibio, más de sentimiento que de ardor físico. Labios intensos, quietos sobre los míos. Yo los disfrutaba fervoroso, pero sin lanzarme a todo lo que sentía por ella, temeroso todo el tiempo de resultarle desmesurado, brusco tal como era por dentro, primitivo como aquel chico del bosque, por más herencias y dinero que me hubieran llovido. No sabía si aquel revestimiento fino de moderación amorosa que yo mantenía casi inconscientemente me duraría para siempre. Había aprendido a hacerla mía con tacto, encubriendo la exaltación, la locura de sentir que aquel cuerpo de seda de blandura joven, de tibieza viva y palpitante, era para mí. Mío.

***

En el bancal bajo que rodeaba el camino de Pella estaba Nicasi guadañando hierba forrajera. Aquel hombretón de juventud curtida por la intemperie, mal afeitado y con blusa negra sudada, era el hijo de aquel brutal masovero que tantos bofetones me había propinado de pequeño. Nicasi me aventajaba en un par de años. Era soltero, macho indócil acechador de mujeres desde que era un mozo. Los dos habíamos subido juntos compartiendo las papillas, hasta el día que me hice el hatillo y me largué de la masía sin decirle adiós a nadie. Tampoco se puede decir que Nicasi hubiera sido un mal compañero, aunque no me hubiera acordado nunca más de él. Justo me vino a la memoria al encontrármelo delante gorra en mano el día que comparecí en can Masats en posesión de las credenciales de amo y señor. Él me había tratado de vos sin esfuerzo, riéndose con un deje irónico, queriendo decir que aceptaba el cambio. Hoy, en nuestra visita de novios, Nicasi seguía mostrándose respetuoso, a pesar de quererme recordar con cualquier detalle que hasta los diez años yo había sido un porquero como él.

–El hartón de trajinar estiércol que nos hacíamos, ¿eh? ¡Me ca! ¡En lugar de ir a los bailes de Pella!

Sus ojos de hombre espabilado no miraban a compás de aquello que tenía que ver, sino que saltaban rápidos de aquí allá, captándolo todo. Me miró la cadena del reloj, me miró el anillo del dedo anular y me miró las manos cuando me encendí un cigarro.

–Veo que en estos años se os han borrado las durezas.

También, no hace falta decirlo, miró a Amélia.

***

Me despertaban los gallos. Cada madrugada me despertaban los gallos. Era una sensación extraña volver a oírlos con la misma intensidad de antes. Aquello sí que era una evocación vigorosa.

Me levanté intentando no despertar a Amélia y fui a dar un paseo por las pocilgas. Nicasi me acompañaba. Las instalaciones habían mejorado. No se parecían en nada a los corrales mal aireados de antes. Muchos departamentos de obra dispuestos en fila, limpios y bien acondicionados, con corredores de servicio y una galería con rejas de hierro aislando las cerdas con cría.

–No hacen tanta peste, ¿eh?

–Veo un montón de comederos. ¿No los sacáis?

–No todos. El terreno tiene recursos, pero se ceban más deprisa con harinas y salvado.

Le dejé bieldando la paja y paseé hasta el campo de remolacha, donde Soter y dos mozos despejaban las líneas de plantel.

Soter era el actual masovero, campesino envejecido, jorobado, reseco, miope, desdentado, sin salud. Valía mucho.

En la etapa lejana de mi deambular por las comarcas junto a la pandilla de temporeros, aquel hombre y yo habíamos coincidido vendimiando en el Penedés. Ya entonces él se encorvaba, sufría cólicos y llevaba braguero, mientras que yo estaba dando el estirón tan delgado que se me caían los calzones. Los dos nos teníamos vistos de can Masats, donde él había hecho muchos jornales. Me dijo que pensaba volver. De manera que, después de trece años, allí me lo encontré. Me reconoció en el acto porque Soter ya hacía tiempo que había maliciado quién podía ser mi padre. «¡No te jode! ¡El muchachito moreno convertido en el amo!»

Al verme aquella mañana en el extremo del campo de remolacha, se puso el legón al hombro y se reunió conmigo.

–Habéis modificado un buen número de sembrados -le dije.

–Vamos probando.

–Es muy arcillosa esta tierra para la remolacha.

–Se agarra.

–¿Qué fertilizante?

–Estiércol.

En lugar de soja, lenteja. Cebada, maíz, poco trigo. Y en la explanada de nabos, ahora había patata. También vi una extensión de bancales desaprovechados que escalonaban en pendiente.

–¿Y aquellos bancales yermos?

–No se saca rendimiento.

–¿Qué habéis sembrado?

–De todo.

–¿Rotación de cosechas?

–No paga los jornales.

–¿Ni para leguminosas?

–No hay grosor de arada.

–Garbanzo. Practicad la enyesada y poned garbanzo. Si no da grano, lo guadañáis para forraje. Aunque sea para el ganado, no veremos más este barbecho.

–Probaremos.

–¿Cómo trabaja Nicasi?

–Bien. Sólo que no cree en Dios.

–Eso no debe afectar a la piara.

–No.

***

Cuando Amélia y yo reposábamos sentados en el porticado, vimos que Nicasi atravesaba la explanada empedrada en dirección a nosotros. Nos traía un cesto de peras. Nos saludó riendo, enseñando dientes sanos. Se había peinado el pelo y afeitado la cara. No se le veía tan salvaje.

–¿Quieres tomar un trago? – le dije.

–Se agradece, pero tengo prisa. Me espera la novia.

–¡Mira qué bien! – exclamó Amélia-. ¿Dónde la tienes?

–Bastante lejos, ama. En can Carlet -dirigiéndose a mí añadió-: vos debéis acordaron de dónde está can Carlet, ¿verdad que sí?

–¡Sí, hombre! En la colina donde hacíamos rodar los barriles.

–¡Eso! Es la nieta del campesino que nos echaba la bronca.

–¿Os casáis pronto?

–Tenemos que esperar. Primero quieren casar a las dos mayores. Mañana bajo a Pella, amo. Voy a buscar la trituradora de granos a casa del cerrajero de detrás del cementerio. Si por un casual queréis ir a la tumba de vuestro padre, os acompañaré.

La oferta me dejó desconcertado.

–Más adelante, Nicasi, gracias.

Cuando hubo salido, Amélia me dijo:

–¿No tienes ganas de ir al cementerio?

–No lo sé. Me temo que con mi padre me dura el resentimiento. Quiero decir que aún no he digerido que el amo de can Masats estuviera veinte años callado.

–Pero a última hora quiso corregirlo todo.

–Tardó mucho.

–Ahora podrías irle a decir que ha reformado muy bien la casa. Llevémosle un ramo de margaritas, ¿quieres?

Así que fuimos al pueblo en un carrito tirado por un asno. Nicasi iba delante, a pie, tirando del ronzal. La sombrilla de randa de Amélia traqueteaba. El ramo de margaritas se le mustiaba. Ella se enamoraba del paisaje.

Pella me pareció una población desierta, estrecha, pequeña, pedregosa. No la recordaba tan destartalada. Fachadas de cantos y mortero, puertas roídas, piedras sujetando las tejas, ventanales expuestos al sol. Al pasar frente a la iglesia, Nicasi se sacó la gorra y saludó.

–Pensaba que no tenías relaciones con Dios -le dije.

–Saludarlo no quiere decir que crea.

El cementerio estaba lleno de hierbajos y crucecitas de hierro oxidadas.

Amélia y yo nos quedamos delante de aquella losa cuadrada con el cierre de cadenas negras. «Laurenci Masats Llonch,1847-1897». En la misma lápida había otro nombre: «Antónia Caselles Miranda, 1860-1875». El cuerpo de una criada inhumado en la tumba del amo. Me conmocionó profundamente. Aquella muchacha muerta a los quince años era mi madre.

Aquello me reconcilió con él.

16 DE OCTUBRE DE 1901

Volvimos a Barcelona cuando allí arriba, en la sierra de can Masats, ya refrescaba.

Nuestro domicilio de la Gran Vía Diagonal estaba en el entresuelo de un magnífico edificio hecho por el arquitecto Doménech i Montaner. Ya el vestíbulo constataba la gran calidad, con la espiral sensacional de una escalera de mármol. El interior del piso ofrecía una visión viva y llena de color. Era amplio, con un buen número de habitaciones, dos salas y un espléndido invernadero en la terraza. La estructura modernista se fusionaba con los más pequeños detalles, todo piezas combinadas, desde los espejos delgados y ondulantes hasta las vidrieras arlequinadas y las lámparas de electricidad con racimos de campanas rizadas. Tallas en boj, acuarelas, mayólica, cada cosa armonizada, fiel a la misma arquitectura. Había balcones de punta a punta de la fachada con barandillas de forja formando guirnaldas de hierro.

Era una decoración jamás vista que estaba proliferando espectacularmente en muchos hogares ricos de la Barcelona pujante. En aquellos principios de siglo, desquitándose de las pesadillas que ya quedaban atrás en el calendario, se establecía con lustre una burguesía selecta. Se alojaba en la ciudad nueva, vestía con gran distinción y reproducía entusiásticamente las delicias francesas abriéndose paso a una bella época catalana. No eran ni mucho menos los nuevos ricos cebándose en los banquetes, abutifarrados en fracs, con señoras habladoras enjoyadas. Se trataba de gente cultivada, de gusto depurado, sensibles a la belleza. Una clase social alta, restringida y expuesta a la rápida extinción, difícil de conseguir porque no se formaba con un montón de duros, sino gracias a la devoción auténtica por la estética y la ilustración. Si bien el dinero era elemental para el cumplimiento de tan recreativas aspiraciones, la inversión resultaba enaltecedora, un regalo al futuro, una muestra de arte y belleza del paso efímero y esplendoroso de aquella élite catalana.

Aquello tenía una evidente objeción en una capital industriosa, mercantil y naval sobrecargada de mano de obra. Contribuía a descompensar brutalmente el desnivel entre las clases sociales. Los trabajadores no vivían en el Ensanche, sino en los barrios de la periferia, realquilados en hileras de habitáculos húmedos, compartimentos de paredes desconchadas que parecían venirse abajo, sin respiraderos, sin luz. En el rellano, un retrete para todos.