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Dos días varado en altamar llevaba el falucho con sus tres tripulantes. El sol golpeaba impío y el capitán Mallea había dispuesto el racionamiento de alimentos y del agua potable.
─No se sabe cuánto puede durar esto ─les dijo a sus novatos marinos.
Al quinto día la desesperación cundía en la embarcación. Los tres hombres, con la boca seca, los labios partidos, las espaldas enrojecidas por el sol y los ojos irritados, ya no hablaban. Al final, se habían disputado como perros el concho de agua.
Como todas las noches, Mallea encendió un fanal y esa fue su salvación. Dormían extenuados, cuando se escuchó una voz que gritaba:
─¿Hay alguien a bordo?
Pedro, con las pocas fuerzas que le quedaban, se asomó por la borda y a contraluz vio una embarcación. Era una goleta pesquera detenida a babor. Los tripulantes, con sólo ver la cara de Pedro, malamente iluminada por una linterna, comprendieron el drama.
Cogieron a los tres tripulantes, extenuados, les dieron de beber con moderación, para después hacerlos comer unas galletas de chuño. Recostados en unas hamacas, pronto dormían a pie suelto en la goleta salvadora.
Cuando despertaron, les preguntaron:
─¿Quién gobierna el falucho?
─Yo ─respondió Raimundo Mallea.
─¿Hacia dónde se dirigían?
─A Huasco, vamos a entregar el falucho.
─Nosotros los estamos remolcando, pero vamos a Coquimbo.
─¡Qué le vamos a hacer, no sabemos cuándo va a acabar esta calma chicha! ¡Y ya nos estábamos muriendo!
─Creo que es la mejor opción. Cuando el viento se recupere, continúan viaje ─agregó el capitán del pesquero.
Con el falucho a cuestas continuaron el viaje hacia Coquimbo. Llegaron al atardecer y en un bote a remos los trasladaron hasta el malecón. Ahí, Raimundo Mallea, junto al otro capitán se dirigieron a la Capitanía de Puerto para reportar del incidente.
Juan Valdés y Pedro Quinchavil se mezclaron entre la gente de mar que deambulaba por el puerto y desaparecieron