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Pese a haber dormido poco, Pedro se levantó muy temprano al escuchar el canto de un gallo. Era de noche cuando salió a la calle para orinar. Deambuló por los alrededores hasta que lo llamó Timoteo, el dueño de casa. Recién amanecía.

 

Tomemos desayuno. Te espera una jornada larga.

 

En la mesa humeaban el pan amasado y un tazón con leche. Tenía  hambre. No había comido nada desde que salió de su casa el día anterior, pero las circunstancias lo hicieron olvidarse de su estómago. La preocupación por su padre y los olores pestilentes de la casa de Quinturay, le habían quitado el apetito.

 

Come bien, porque hoy será un día pesado ─le insistió Timoteo.

 

Cuando ya partían, entró una mujer que parecía deslizarse más que caminar; él supuso que sería su esposa. Hasta ese momento el muchacho pensaba que el practicante vivía solo.

 

Partió en su caballo a la casa de la machi. En el lugar reinaba el silencio. Dejó el animal pastando a la orilla del estero que corría por la parte posterior de la casa de la curandera. Era demasiado temprano para despertarla y, al igual que el día anterior, se sentó en el suelo con la espalda apoyada contra el muro esperando algún movimiento. Con la incómoda sensación de ser observado, miró de reojo, sin ver nada extraño. Comenzó a caer una garúa espesa que le humedecía el poncho. Buscó refugio bajo un alero y sintió que a sus espaldas se abría una ventana. Se encontró con los ojos risueños de la tarde anterior.

 

Pasa ─dijo ella en un murmullo─. Te estás mojando y mi tía continúa con cantos e invocaciones para que tu padre se cure.

 

Pedro hizo el ademán de caminar hacia la puerta, pero la voz de la niña lo detuvo.

 

¡No! Entra por aquí, por la ventana. Si mi tía te ve adentro, nos expulsa a los dos.

 

Entonces prefiero esperar afuera, para que mi padre sane pronto.

 

No seas tonto. Ella no puede moverse de su silla y si necesita algo me llamará. Sólo guarda silencio. Estaremos atentos en la otra habitación.

 

Pedro se sentó en el suelo de tierra, al lado de la muchachita y le preguntó:

 

¿Eres hija de la señora?

 

¡No! Mi madre me vendió a mi tía para que me prepare para ser machi. Dice que tengo el don. Pero no quiero ser machi.

 

Hablaba en un susurro para evitar que Quinturay la escuchara, pero pronto el silencio fue roto por la gruesa voz de la mujer.

 

¡Rayén! Mata una gallina aquí, frente a mí, porque con la sangre le haremos friegas a este hombre la voz de la machi retumbó y Pedro dio un brinco.

 

La niña atrapó una gallina con destreza y la llevó donde la curandera, que continuaba en su misma posición.

 

Por un resquicio del muro el muchacho siguió la ceremonia.

 

¡Córtale el cogote! ─ordenó perentoria la curandera.

 

La niña obedeció entre los cacareos y aleteos desesperados del ave. Cuando hubo cercenado la cabeza y, siguiendo las instrucciones, la chica pasó las partes sangrantes por el torso desnudo del inerte Lincoyán.

 

Ahora sumerge la gallina en agua hirviendo, la desplumas y me traes las plumas junto a unas ramas secas y otras verdes de canelo. Cuando la tengas pelada, la pones a cocer para el almuerzo.

 

Sumergió el ave en la olleta que burbujeaba sobre las brasas, junto a una tetera negra de hollín y procedió según las instrucciones de la machi.

 

Entonces Quinturay tiró las plumas y las ramas en el brasero que despidió un humo denso, mientras un olor penetrante invadía la habitación. Esparció sobre las llamas polvos provenientes de unos cuencos de greda que tenía alrededor suyo. El humo gris aumentó y cambió a una tonalidad entre rojiza y amarillenta. Pedro sintió que un olor acre le penetraba hasta las entrañas. Debió esforzarse para que la tos no lo delatara.

 

El cuerpo de su padre, que permanecía inmóvil, comenzó a agitarse con temblores extraños mientras la machi, con los ojos cerrados, iniciaba un singular canto, como una letanía, que fue aumentando de volumen tras cada frase, hasta convertirse en un lamento que más parecía el aullido de un lobo que una invocación, mientras golpeaba el kultrún, el pequeño tambor ritual.

 

El cuerpo de Lincoyán continuaba saltando de espaldas, como si unas invisibles cuerdas de titiritero lo jalaran hacia el cielo. Su hijo lo observaba con los ojos desorbitados desde su escondite y dudaba de su decisión. En algún instante estuvo a punto de correr para rescatarlo, pero se contuvo. Temía a las represalias de la machi.

 

A medida que el humo se disipaba, el cuerpo se fue tranquilizando hasta recuperar su postura original. Sólo unos extraños lamentos salían de la boca del herido, mientras Quinturay hablaba a la niña.

 

Tengo hambre. Mata otra gallina y cuando estén blandas, agrégales papas, amasa pan y dame un agua de boldo. También prepara compresas de ortiga con manzanilla para ponerle a este hombre en los machucones y un agua de matico para darle. Está muy dañado. No creo que se salve, pero haré lo posible. Esta noche será clave.

 

Pedro, que por lo menos ahora conocía el nombre de la muchacha, permaneció apesadumbrado el resto del día en su escondite. Comió sin hambre una presa de gallina con papas y pan amasado que Rayén le llevó, furtiva. Cuando anochecía, hizo el ademán de abandonar la habitación por la ventana, pero la niña lo detuvo. Le señaló con gestos unas colchas en el suelo. Todo el día había convivido con pulgas, pero al tenderse sintió que su cuerpo se convertía en un festín para los insectos.

 

Rayén recalentó lo del almuerzo, le dio a la machi junto con agua de boldo y pan amasado con salsa de merkén. La mujer comió en abundancia. Lo que quedó, la joven lo compartió con Pedro.

 

Dale de beber al enfermo. Moja un paño limpio en el agua de matico mezclada con vinagre de manzanas y lo exprimes en su boca ─fueron las últimas instrucciones del día.

 

El viejo pirquinero permanecía inerte a los pies de la curandera, que en el mismo sitio se recostó sobre un lado. Su cuerpo desprendió un pedo formidable y pronto un primer ronquido anunció que dormía. En la habitación de al lado, los muchachos reían en silencio con la explosión de la obesa mujer.                                                       

 

Las últimas brasas dejaron un breve resplandor. Pedro, rascándose, intentaba conciliar el sueño acompañado por las pulgas. De pronto sintió una piel suave que se abría paso a su lado. En las penumbras distinguió la sonrisa y los ojos de la muchacha, que con el índice en los labios y el cuerpo desnudo le invitaba al silencio. Sus ásperas manos comenzaron a acariciarlo.

 

Por unos segundos recordó a Sayén paseándose con sus pechos desnudos, mientras su madre intentaba cubrirla. ¡Cuántas veces lo invadió el irreprimible deseo de emular a sus sobrinos! Sobre todo cuando su hermana se ponía las manos bajo sus tetas y las zangoloteaba desafiante. Pedro enloquecía con ese gesto.

 

Los pechos de Rayén eran un pequeño banquete. Sintió las manos y la lengua de la niña recorriéndolo mientras se retorcía sobre el lecho, procurando no emitir sonidos delatores. Su mente, olvidada de las pulgas, viajaba entre las imágenes de su padre saltando como un monigote frente a la machi y su hermana remeciendo sus tetas. Necesitó esforzarse para hacer todo en silencio, ayudado por la niña que parecía experta en los caminos del sexo. Cuando ya la lasitud se había apoderado de ambos, la machi preguntó:

 

¿Te pasa algo Rayén?

 

No tía, estoy bien ─respondió turbada.

 

Noto tu sueño muy agitado. ¿Estás con pesadillas?

 

Si tía, pero ya pasó. No se preocupe.

 

Luego de minutos interminables y después del correspondiente pedo, el ronquido volvió a ocupar su sitio en el silencio nocturno. Los jóvenes continuaron con su fiesta privada, hasta que los gallos anunciaron que para todo existe un límite.

 

Por la mañana el muchacho, que regresó a su observatorio, vio como la niña aseaba a la machi con un paño húmedo; lo pasó por la cara, sobre los brazos gruesos como troncos, por las manos regordetas de dedos mínimos. Pudo ver cuando retiró la manta, dejando a la vista dos pechos gigantescos como odres, que ella levantó para limpiar en su parte inferior. También cuando escarbó en el ombligo, sacando un puñado de materia anidada. Fue testigo del esfuerzo para girarse de la gorda, dejando al aire el trasero enorme que la niña lavó con dificultad. Después vio cómo por entre las piernas le aseaba la intimidad, retirando una palangana con las evacuaciones del día anterior, para terminar pasando el paño por las extremidades inferiores, trenzadas de várices gruesas como sogas.

 

Cuando recuperó su postura habitual, la machi miró el cuerpo postrado, que no mostraba ninguna señal de mejoría. Le dijo a la muchacha:

 

Siento lástima por el muchacho. Su padre pronto morirá y quedará solo. Soñé que en su casa están ocurriendo cosas horribles.

 

¿Qué cosas tan horribles, tía? ─preguntó Rayén, inquieta.

 

Las llamas no me dejaban ver con claridad, pero vi unos hombres que asaltaron la casa, dañando a dos mujeres.

 

Pedro, aún oculto, sintió que el pánico y la incertidumbre lo invadían. ¿Qué hacer? ¿Dejar a su padre y partir en ayuda de su madre o quedarse a esperar un desenlace que, según la machi, era irreversible?

 

Desesperado, decidió partir hacia Ramadillas sin demora.

 
La ruta de la venganza
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