18

 

 

 

 

 

 

 

 

Pamela regresó junto con el verano, convertida en una mujer. Desde su visita invernal, su cuerpo había engrosado, exhibiendo mas curvas. Al caminar lo hacía con un donaire muy particular, dejando un rastro perfumado. Con ella llegó Dafne, su hermana menor y un nuevo novio, Martín. En esta ocasión no las acompañaba el grupo de festivos amigos del verano anterior. Tampoco su hermano.

 

Durante los primeros días, ignoró a Pedro y se paseó con su nuevo pretendiente recorriendo el campo a caballo o a pié, mostrándole las viñas, el maizal, los trigales. Si el mapuche pasaba cerca, ella lo miraba de reojo, sin dirigirle ni palabra ni ademán. Tampoco apareció por el establo para beber leche con whisky.

 

Pero un par de semanas después una fuerte discusión entre la muchacha y su novio en la puerta de la casona, frente a varios inquilinos, puso fin al romance. Martín desapareció y ella regresó al establo.

 

Esta vez lo hizo una noche, cuando el silencio se había apoderado de campo dejando espacio al canto de las ranas, de los insectos y al ulular de los búhos. Se volvieron a entregar como antes, ahora con la tranquilidad de saber que Mañungo no estaba detrás del frágil muro de tablas. La noche les perteneció como a la luna. Pero, salvo el placer del sexo, nada más los unía; o eso creía ella, porque él se sentía enamorado. Para ella no era más que un encaprichamiento pasajero, algo para contar a sus amigas cuando regresara a la ciudad.

 

Con el canto del gallo, Pedro le sugirió que retornara a su casa y él se levantó con mucho sueño para dirigir la ordeña de vacas.

 

Durante varias noches se continuaron viendo, pero como siempre ocurre, la rutina fue minando el cuidado que ponían en sus encuentros.

 

La felicidad pasó a tragedia una noche en la que, justo antes del amanecer, aparecieron don Remigio y el capataz por el establo. Dafne siguió un par de veces a su hermana mayor, siendo testigo de sus amores clandestinos con el indio del establo ─como llamaba a Pedro con desprecio─.  Después de muchas dudas, decidió avisar a sus padres.

 

El día de la denuncia se mantuvo en vigilia, mirando por un resquicio cómo su hermana se entregaba a ese hombre monstruoso, de rostro aindiado. No entendía cómo podía gozar tanto con ese adefesio. Aunque, debía reconocerlo, igual sentía un cosquilleo entre las piernas y un deseo que la invadía desde las entrañas, tanto, que dudó si denunciarlos o no. Incluso al final, cuando ya se sentía como parte del éxtasis, pensó en interrumpirlos y exigirle a su hermana que compartiera a su amante con ella. Pero finalmente corrió hasta su casa y despertó a sus padres.

 

Encontraron a los amantes dormidos. A tirones sacó don Remigio Verdejo a su hija y la envió de regreso a la casa cubierta sólo por una manta, mientras el rebenque, empuñado por Germán, comenzó a caer sobre el indio cochino que ensuciaba a la hija del patrón. El muchacho intentó protegerse con lo que podía, pero fue incapaz de defenderse de tan sorpresiva agresión. Como pudo, se puso de pie y empujó  a su agresor, que cayó de espaldas. Mientras el capataz luchaba por levantarse, Pedro corrió desnudo con algunas prendas de vestir en las manos.

 

Corría el centenar de metros que separaban al establo del estero, cuando escuchó el disparo y un impacto en el hombro que lo lanzó de bruces al agua. Se dejó arrastrar por la corriente y salió por el lado opuesto del riachuelo.  Rasguñándose por entre las zarzamoras, los colihues, los helechos y las nalcas, se encaramó al cerro, que ascendió como gato salvaje, ocultándose entre el follaje, hasta que apareció un sendero a mano izquierda. Si eran verdaderos o falsos los pasos que escuchaba a su espalda, era lo de menos, necesitaba eludir la persecución. Le pareció ver al capataz empuñando el arma para rematarlo con otro tiro. Mientras huía, pensaba en Pamela. ¿Qué le estaría haciendo el bruto de su padre?

 

No supo cuánto tiempo huyó hasta caer rendido por el dolor, el cansancio y la pérdida de sangre. Despertó en un charco de agua barrosa, de noche, con sed y hambre. Bebió del estero y con dificultad se puso de pie. Tenía hambre y nada para comer, pero caminar herido y en plena noche era peligroso. Se apoyó en un árbol e intentó dormir, pero el dolor y el miedo se lo impidieron. Al amanecer buscaría dónde pedir ayuda. Necesitaba reponer fuerzas para regresar a Nahuil para saber de su amada y darle un escarmiento al maldito Germán. ¿Quién los habría denunciado? ¿Sería alguna de las cocineras, celosa de él? ¿Algún huaso chupamedias por envidia o alguna de las ordeñadoras?

 

Con la aurora, se puso de pie con esfuerzo, a pesar de los dolores. Antes había probado el dolor de los cuchillos, pero este era distinto, más agudo, más profundo. Caminó lento, con puntadas por todo el cuerpo, hasta llegar a un sendero que recorrió por un tiempo que le pareció eterno. De entre los arbustos aparecieron dos perros que le gruñeron. Él los amenazó con el palo que utilizó como báculo para la caminata. Los animales respondieron con ladridos incesantes y amenazas de abalanzarse sobre él; si lo atacaban, no tendría cómo defenderse. Recordó a su padre acosado poco antes de morir.

 

Cuando el sol ya comenzaba a descender, apareció un niño que lo miró sorprendido.

 

─¡Papá, papá, hay un hombre aquí! ─ gritó mientras corría.

 

Llegó el padre cargando una vieja escopeta pero poco tardó en darse cuenta de que Pedro no era ninguna amenaza. Lo tomó por el torso, ayudándolo a llegar hasta su casa. Se asomaron otros niños y una mujer, secándose las manos en un delantal, todos con caras de asombro. Lo tendieron en una cama y le dieron agua. Pronto la mujer trajo un plato de comida y una taza de té.

 

─Le traje una cazuelita de gallina pa’ que lo ayude a reponerse. Está muy re herido usté. Paré que le metieron su balazo por el espardar. Por suerte no le pegó en el corazón. ¿Quién le hizo esto?

 

Pedro no temió en mencionar a sus agresores.

 

─Remigio. Remigio Verdejo y el Germán... ─apenas podía hablar.

 

─Del fundo Nahuil ─añadió Eloísa, la mujer.

 

─Sí.

 

─Esa es gente mala ¿Por qué lo quieren matarlo?

 

─Es historia larga. Si me mejoro, se la cuento enterita, pero por favor, ahora no me haga hablar mucho.

 

─En todo caso, esa herida ya tiene un par de días.

 

─¿Qué día es hoy?

 

─¿Qué?

 

─¿Que qué día es hoy? ─repitió Pedro con su lengua traposa.

 

─No sé. Paré que martes.

 

─ El domingo me balearon.

 

─Con el Jacinto, mi viejo, vamos a tratar de sacarle la bala. Paré que le dispararon de lejos y no dentró mucho. Tómese este aguardiente pa’ que no sienta tanto el dolor.

 

Con un cuchillo fino, calentado en los rescoldos del carbón, le efectuaron una incisión por la que sacaron el proyectil con unos alicates también esterilizados a fuego. Un coágulo negro afloró de la herida y la mujer hizo presión con los dedos hasta que comenzó a manar sangre roja, mientras el muchacho mordía un palo. Le lavaron con aguardiente que le hizo arder hasta los espasmos y, luego de lanzar un grito agónico, cayó inconsciente.

 

Durmió dos días y, desde entonces, el aguardiente resultó un eficiente anestésico durante las curaciones; la mujer lavaba sus heridas, cambiaba los vendajes, le preparaba tizanas. Sin embargo, pese a las preocupaciones, las heridas mostraron algunas señas de infección. Pedro, afiebrado, se negaba a comer.

 

─No tengo hambre ─refunfuñaba, pero Eloísa, paciente, insistía hasta que algo ingería.

 

Una semana después pudo sentarse en la orilla de la cama y, con grandes dificultades, se puso de pie. Se sentía mareado y con  muchos dolores.

 

Durante el mes que tardó la convalecencia recorrió las vegas de Reloca observando la generosa fauna ornitológica del sector. Decoraban un sector húmedo, lleno de vegetación siempre verde, garzas, flamencos, cisnes, patos, taguas, gaviotas, gaviotines, pelícanos y una variedad interminable de pájaros de todos los tamaños y colores. 

 

En sus diarias caminatas para recuperar fuerzas, pensaba en Pamela, en Josefina, en Mañungo y cada pensamiento incrementaba el odio. Detestaba a don Remigio y al Germán, sobre todo a éste último, tan zalamero, tan arrastrado, dispuesto a todo para complacer al patrón. Y tan malo.

 

Mientras más días pasaban, mayor era su impaciencia, aunque los acortaba ayudando a Jacinto en las labores del campo. Pero necesitaba con urgencia ver a Pamela Verdejo, conversar para definir ese futuro que ahora no se imaginaba sin ella. Si había logrado sobrevivir a los azotes y al balazo era  porque la muerte no quería separarlos.

 

Al momento de la despedida, les mintió a sus amigos para evitarles preocupaciones. Les dijo que iría hacia Constitución buscando trabajo, pero en cuanto perdió de vista la vivienda, giró hacia Nahuil. Tenía temas pendientes que resolver antes de dirigirse a otro destino. Caminó casi un día dando un rodeo para llegar al fundo. Esperó la oscuridad para ingresar, observando desde un bosque cercano el movimiento. Se veía poca gente y casi nadie de sus más amigos pasó por el sector que dominaba desde su escondite.

 

Amparado por la noche y acogido por los perros, no tuvo dificultades para entrar. Se dirigió a la habitación del establo. Ocultos entre la paja encontró su viejo cuchillo, la montura y demás pertenencias, tal como las dejara. Parecía que nadie hubiese entrado durante su ausencia.

 

Ensilló la yegua que, flaca como un rocinante, esperaba bajo el mismo cobertizo que él le construyera. La dejó aperada para la partida y oculta por la oscuridad.

 

Se dirigió con cautela hasta la casa del capataz, cercana a la del patrón, seguido por los perros que movían la cola, festivos. Abrió la puerta y se deslizó apegado al muro hasta que ingresó al dormitorio principal. Ahí dormía plácido, al lado de su mujer, Germán Hermosilla. Pedro imaginó que estaría soñando con Josefina.

 

Al comienzo ni siquiera supo que el mapuche le estaba rebanando el cuello con el afilado cuchillo de su padre. Sólo después de abrir los ojos, que crecieron hasta parecer bolas de billar, reconoció a su asesino. Estiró las manos en un inútil esfuerzo por defenderse, pero ya no controlaba sus movimientos. Con un manotazo despertó a su mujer, obligando al verdugo a degollarla de la misma manera. Le tapó la cara con un cojín para evitar que se le escapara un grito. Esperó hasta que cesaron los estertores, mientras la sábana se convertía en una mortaja púrpura, con uno de cuyos bordes limpió el arma. Cuando salió, vio que en la pieza contigua dormían los pequeños hijos del matrimonio, sin soñar siquiera que despertarían huérfanos.

 

Pedro miró antes de cruzar el patio hasta la casona principal y deambuló en torno a ella, mientras los perros lo seguían amistosos lamiendo sus manos. Con el corazón a full, entró por un ventanal del salón principal y en puntillas caminó hasta la habitación de Pamela, que estaba a oscuras y con la puerta abierta. Cuando se acostumbró a la penumbra, buscó el rostro de su amada, pero la cama estaba vacía. Sintió una gran desazón y, frustrado, regresó al pasillo resuelto a entrar en la habitación del patrón y ajustar también las cuentas con él. Pero se desistió. Era el padre de su amada y ella no le perdonaría que lo asesinara.

 

De regreso en el establo, montó su caballo y salió en silencio por donde mismo entró, seguido por los perros, únicos testigos de su paso por Nahuil. Tomó un camino incierto. Una vez más quedaba a la deriva, sin saber hacia dónde dirigirse.

 

 

 

Los gritos de los niños alertaron a la casa patronal. Luzmira fue la primera en llegar, encontrando a Germán y a su mujer sobre un charco encarnado. Llevó a los hijos, que lloraban desconsolados, a la casona. En el corredor, don Remigio, en bata de levantarse, recibió espantado la noticia.

 

─¡El Germán y la Clara están muertos, los degollaron! ─gritaba fuera de sí Luzmira, mientras se pasaba el índice por el cuello, graficando lo ocurrido.

 

─¿Qué? ¿degollados? ¿Y quién fue?

 

─¡La preguntita! Ni que yo fuera detective. ¡Qué sé yo, poh patrón!, pero están ahí, revolcados en su propia sangre.

 

Estos alardes de confianza de Luzmira irritaban al dueño de casa, pero su mujer la amparaba y debía tolerarle comentarios que de ningún otro aceptaría.

 

─¡Llamaré a la policía de Chanco! ─exclamó don Remigio, que estaba descompuesto. Una palidez de enfermo mutó su rostro rojizo y la voz gruesa, de fumador de puros, ahora parecía un murmullo.

 

─No se olvide que estamos sin teléfono, patrón. La línea se cortó hace días y no han venido a arreglarla ─respondió Luzmira.

 

─Manda urgente entonces a alguien a caballo. Que vaya en esa yegua que está detrás del establo.

 

─¿La del Pedro?

 

─¡Qué sé yo de quién es! ¡Manda a alguien y rápido!

 

─¡Llamen al Ramiro y que en el caballo del Pedro vaya a Chanco a buscar a  los pacos! ¡Es urgente! ¡Ya poh, muévanse, los huevones! ─Luzmira daba órdenes como sargento de regimiento.

 

Pero la yegua había desaparecido. El rostro de don Remigio se descompuso aún más. Entró en la casa, mientras con un pañuelo se secaba la frente. Doña Beatriz, despertada por el bullicio, quiso conocer su causa.

 

─¡Mataron a Germán y a su mujer, Beatriz! La Luzmira, que vio los cadáveres, dice que los degollaron. ¡Quizás el asesino quería seguir con nosotros!─ el tono tembloroso de la voz, trasuntaba miedo.

 

La mujer se dejó caer en un asiento con la cara entre las manos.

 

─¿Llamó a la policía, Remigio?

 

─Tenemos cortado el teléfono. Un problema en la línea dijeron los imbéciles de la compañía. ¡Cuándo más se necesitan las cosas, no están! Le dije a la Luzmira que mandara un mensajero en el caballo de ese tal Pedro, pero descubrieron que el animal no está. ¡Quizás quién fue ese infeliz el que mató a Germán! ¿Qué voy a hacer ahora?

 

Mire Remigio, yo sé que no es el momento para hablar mal de los muertos, pero me cargaba ese Germán. Abusaba mucho de la gente ─afirmó Beatriz.

 

─Es la única manera de tratarlos, mujer. ¡Con el mocho del hacha! Si no, no entienden.

 

─A mí me enseñaron a ser respetuosa con todo el mundo y este Germán era todo lo contrario con los inquilinos. Las sirvientas con frecuencia se quejaban del trato que ese hombre les daba. Incluso me dijeron que la muerte de la Josefina fue culpa de él, que abusaba de ella. Tendrá que buscarse una persona con mejores sentimientos.

 

─¡Y ahora me lo dices, mujer!

 

─Yo se lo dije varias veces, Remigio, pero usted no quiso escuchar. ¡Aquí están las consecuencias pues!

 

Casi a mediodía, al galope, regresaron Ramiro y dos policías. Don Remigio Verdejo, arrogante, los recibió en el corredor.

 

─Buenos días, sargento González. Veo que ustedes siguen haciendo mal su trabajo. Se está llenando de criminales a esta zona.

 

La recepción molestó al policía, a quien los años le habían enseñado la inconveniencia de enfrentarse con los poderosos. Tragándose la rabia, trató de responder en buena forma.

 

─Buenos días, don Remigio. Este niño me contó que asesinaron a don Germán y a su señora.

 

─Y así no más fue ¡Los degollaron!

 

─¿Y sospecha de alguien?

 

─No puedo asegurarlo, pero teníamos un inquilino, un tal Pedro, el apellido no lo recuerdo, que trabajaba hace como dos años en el establo y que desapareció días atrás. Pienso que pudo ser él, porque su caballo y sus cosas se hicieron humo anoche.

 

─Pero, por lo que supe, ese inquilino desapareció antes. Me contaron que entre usted y el Germán le dieron una paliza, lo balearon y desde ese día no se le vio más.

 

─¡¿Quién le dijo esa mentira?!

 

─Mire, don Remigio, usted sabe que aquí, en Chanco, todo se sabe.

 

El Sargento se reprimía para no decir todo lo que sabía de las injusticias que los campesinos o sus familiares denunciaban y que él no podía evitar porque estaba atado de manos. Pero en un momento no pudo seguir aguantando su rabia y lanzó las acusaciones guardadas por tanto tiempo.              

 

─Ahora que la violencia lo afecta a usted, me llama, pero cuando son problemas con sus campesinos no vacila en tomar la justicia en sus manos; los golpean, los maltratan. Y muchos llegan a contarme de sus abusos. Sin quererlo me convierto en paño de lágrimas.

 

─¡Cómo se atreve a hablarme así! ¡Haré que lo remuevan de su puesto, que lo den de baja!

 

─Yo solo necesito saber dónde cree usted que puede estar el Pedro ese, si es que está vivo, para interrogarlo.

 

─¡Qué sé yo! ¡Esa es su función! Usted debe velar por la tranquilidad de la gente decente y cuando ocurren estos hechos, encontrar al culpable ─el dueño del fundo apuntó al policía con el dedo amenazante.

 

─Escúcheme don Remigio, tengo la mejor voluntad para encontrar al culpable, pero usted, con esa actitud arrogante va a lograr poco. Mientras se tranquiliza, iré al lugar de los hechos y luego hablamos, ¿le parece? ¿Tiene por ahí el contrato de ese Pedro? Por lo menos para conocer el apellido.

 

─Lo voy a buscar ─respondió Verdejo, de mal modo.

 

El sargento González casi podía asegurar que el contrato no existía, porque así se estilaban las cosas en Nahuil.

 

En la casa de Germán yacían los dos cadáveres acompañados por sus hijos, que lloraban en silencio acariciando los cuerpos inertes. En medio de la batahola nadie se preocupó de los niños, que regresaron junto a sus padres. El policía se conmovió hasta los huesos con la escena.

 

A primera hora del día siguiente llegó un médico legista desde Cauquenes, ratificando lo obvio: asesinato ocasionado por arma blanca. Don Remigio le encargó dos ataúdes de buena calidad, para que se los enviaran desde la ciudad en el más breve plazo. El matrimonio merecía algo más que cajones de pino fabricados en la carpintería del fundo.

 

A la espera de las urnas los velaron sobre una mesa improvisada con cajones fruteros, cubiertos por una sábana blanca, en uno de los salones de la casona patronal. Todo muy a disgusto de Beatriz, que afirmaba que su hogar no era un salón velatorio para extraños. Luzmira y las otras cocineras los vistieron, cubriendo las cicatrices del cuello con un pañuelo. También los maquillaron para disimular la palidez fantasmal.

 

Los hijos permanecían sentados cerca de sus padres, al comienzo llorando, pero a medida que transcurría el tiempo otros niños se infiltraron en el salón, convirtiendo el velorio en un juego. Corrían de un lado a otro, escondiéndose incluso debajo de la mesa que servía de último lecho a los finados, causando la molestia de los asistentes.

 

─El diaulo que vivía en el Germán, se ha metío en sus críos que no respetan ni a Cristo, ni a la Virgen de la Candelaria, ni a los propios muertos ─dijo una anciana de negro.

 

Los asistentes murmuraban especulando sobre la autoría del crimen y la mayoría coincidía en que Pedro, si es que estaba vivo, era el autor, pero que el Germán se lo merecía.

 

Don Remigio, tratando de traer la calma entre sus trabajadores, autorizó gloriado y mucha comida en homenaje al que fuera su hombre de confianza. Vino, mistelas, presas de pollo, perniles de chancho, longanizas y pan amasado caliente circularon en bandejas entre los asistentes, que en medio de tanta abundancia olvidaron el odio que sentían por el brutal capataz que yacía en el centro del salón.

 

Dos días después, cuando el olor de los cadáveres ya acusaba el paso del tiempo y en medio de una borrachera generalizada, arribaron las urnas. El párroco realizó una misa por el eterno descanso de los muertos y partió la caravana rumbo al cementerio de Chanco. Los inquilinos en masa, obligados por el patrón, caminaron detrás de las dos carrozas tiradas por caballos negros, un carro cargado con flores y el automóvil del patrón, en el que viajaba éste junto a su señora y a su hija Dafne. Algunos hombres apenas se mantenían en pié después de tanto vino y comilona, mientras las mujeres lloraban con escándalo, exteriorizando un pesar que no sentían. Tal vez después de esta muestra de afecto, don Remigio le hiciera caso a misiá Beatriz y contratara un capataz de mejor corazón.

 

La noche sorprendió al cortejo antes del arribo al camposanto y se encendieron velas en los costados de las carretas dándole a la caravana un aire extraño, casi sobrenatural.

 

Luego de los responsos, que por la hora el cura rezó con premura, la asistencia se dispersó, aunque la mayoría regresó a Nahuil. Don Remigio y su familia lo hicieron en silencio. Otra pena los embargaba con más fuerza que la muerte de Germán y Clarita.

 
La ruta de la venganza
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