12
Juan José buscó en el comercio cercano algunas prendas de vestir para Sayén, a la que le dio exactamente lo mismo. Para ella, su condición natural era la desnudez y todo indicaba que con ropa se sentía encarcelada. No obstante, él le insistió en que debía acostarse con un largo camisón.
Ella durmió en la cama, él en el suelo, sobre unos cojines. La muchacha lo perturbaba. No era ningún mosquito muerto, varias muchachitas, hijas de los campesinos, habían pasado por sus brazos y las salidas de juerga con sus compañeros de universidad terminaban con frecuencia en compañía de las bailarinas del Club de la Medianoche o del Humoresque, en Santiago. Pero ninguna de esas mujeres poseía la exuberancia ni el exotismo de esta niña. Y la tenía a mano. ¿Qué importaba que fuera deficiente mental? Pero algo le decía que debía abstenerse y así lo hizo.
Ni siquiera le sabía el nombre. Si la madre lo pronunció en algún momento, no lo recordaba. Para llevarla a Melipilla, tendría que inventarle uno. Uno fácil, que no se les olvidara ni a él ni a la vieja Feli, la sirviente fiel que, desde que tenía recuerdos, siempre estuvo a su lado. Decidió bautizarla María.
Durante la noche la María se levantó varias veces sofocada y se quitó el camisón, trasladando el sofoco a Juanjo. Él, complicado, la vestía nuevamente mirando hacia otro lado y la obligaba a meterse en el lecho. La muchacha no estaba acostumbrada a camas, en su casa dormía en un jergón de lana sobre el piso de tierra. Con tanta ropa y tanta blandura, no conseguía conciliar el sueño y prefería pasear desnuda por la habitación.
Finalmente el sueño lo venció, hasta que despertó sobresaltado cuando sintió correr agua dentro de la habitación. Era María que orinaba en el piso. Afligido, se tomó la cabeza entre las manos. Para colmo, su protegida no conocía el baño de ciudad. Ahora debería limpiar la poza que dejaba como recuerdo.
─Yo, que debería estar montándomela, parezco su niñero limpiándole los meados ─se repelaba.
Ya había caído en la cuenta de que su labor de samaritano era un soberano cacho. La muchacha le resultaría difícil de manejar a la Feli, que ahora vieja, estaba llena de mañas. Tenía harta paciencia su nana, pero él sabía que cuando se enfurruñaba se convertía en una mujer intratable. Pero ya estaba metido en el asunto y no le quedaba otro camino que continuar hasta su casa. Sería un atentado contra todos sus principios abandonarla a su suerte.
Se levantaron temprano y reiniciaron el viaje hacia el norte. Quería ganar kilómetros porque deseaba deshacerse pronto de esta muchacha que le complicaba la existencia. Se detuvo sólo para cargar combustible y comer algo. Al atardecer del día siguiente entró, exhausto, en Melipilla, mientras ella, que mantenía la cabeza fuera del vidrio, reía complacida.
Esperó a que anocheciera para entrar solo a la enorme casona familiar. Por la hora, confiaba en no toparse con nadie. Menos con sus viejos. Su plan consistía en hablar primero con la Feli y la encontró en la cocina.
─¡Mijito, qué gusto de verlo! ¿Comió algo? Mire que al tiro le preparo un bisté a lo pobre.
─¡Feli! Necesito hablar urgente contigo…
─¡En qué lío se metió ahora, mijito, por Dios!
─No es nada tan grave. Salvé a una niña de una violación y la traje conmigo. No tengo mucho tiempo para explicarte todo.
─¿Y qué quiere que haga yo?
─Yo no me di cuenta al principio, pero resulta que la niña es media tontita. O tontita entera, como quieras. Le gusta pasearse desnuda. Parece que no tiene costumbre de usar ropas.
─¡Ay mijito por Dios! ¡En qué problemas me mete usté!
─Feli, por favor te pido que le digas a mi mamá que es una sobrina tuya, no sé, que te la mandaron tus parientes porque murieron sus padres.
─¿Y qué voy a hacer con ella? ¿Adónde la voy a alojarla?
─Acomoda una cama en tu pieza, al lado de la tuya. No te puedes descuidar porque ligerito se va a andar paseando pilucha y va a dejar a todos los huasos enfermos.
─¡Ay, mi niño, por Dios! ¡Usté no va a cambiar nunca! Pero bueno, qué le vamos a hacerle. A usté no le puedo decirle que no.
─Enséñale a usar el baño. Parece que de donde viene no tenía baño y anda meando en cualquier parte.
─¡Ay Juanjito, por el amor de Dios! Las amiguitas que se busca us…
─¡Si no es mi amiga, Feli! Algún día te voy a contar la historia completa, que es larga y engorrosa. ¡Pero ahora, necesito que me ayudes a salir del cacho!
─¿Y por cuánto tiempo la vamos a tenerla por aquí? ─preguntó una angustiada empleada.
─No sé. Capaz que se quede a vivir aquí.
─¿Es que piensa casarse con ella?
─¿Estás más loca, Feli? ¡Si te digo que está mal de la cabeza…!
─¡El que está mal de la cabeza es usté, Juanjito! Mire que traer…
─¡Ya, dejémonos de discutir y escúchame! Yo creo que va a ser por un tiempo largo hasta encontrar un lugar donde internarla. Quizás donde las monjas… ¡Eso! Después hablamos con mi mamá para que le consiga sitio en el convento ese, donde ayuda a las monjitas.
─Bueno, bueno, ¿cómo le voy a decirle que no a mi regalón?
─Te voy a pasar plata para que le compres ropa y, si hace falta, te compro una cama nueva para ti y tú le pasas la tuya. ¡Cómo quieras! Aquí tú eres la dueña de casa.
─No, mi niño, pa’ que va a gastar si hay camas en la bodega, de esas que instalan cuando llegan visitas. El problema va a ser que su mamá me crea el cuento de la sobrina…
Juanjo volvió de la camioneta junto con Sayén y la presentó a Feli. La muchacha sólo atinó a mostrar su sonrisa boba. La anciana la miró con aire compasivo. Muy en su interior sintió reverdecer el instinto maternal frustrado por una vida de castidad obligada.
Con la ayuda de unos inquilinos, que quedaron con cara de estúpidos cuando vieron a la niña, acomodaron una cama al lado de la de Feli. El muchacho se retiró a su habitación cuando ya la luz del generador se había extinguido en el sector del servicio doméstico.
Al día siguiente, su padre vio la camioneta de su hijo afuera de la casona y sin disimular su alegría, de inmediato partió a su dormitorio. Abrió la puerta de golpe, gritando con su vozarrón:
─¡Hola, hijo! ¡Qué bueno que volvió! Su madre ya estaba preocupada por usted. ¿Cómo le fue en el sur?
─Muy bien, papá ─respondió Juanjo, aún agotado por la falta de sueño─. Casi terminé mi práctica, me falta sólo en informe final para recibirme ─lo avergonzó su tremenda capacidad para mentir, pero… ¡qué diablos! No podía decir la verdad.
─¡Qué bueno!, para que se venga a trabajar conmigo. Mire que salió un proyecto nuevo, muy interesante, y tendremos que viajar juntos a los Estados Unidos.
─¿Qué? ─con el anuncio, terminó de despertar.
─Lo que le digo, pues hombre... Por suerte llegó justo. Si no, hubiera tenido que mandarlo a buscar. Estaba a punto de encargarle a su tío que lo ubicara urgente por allá por Osorno.
─¡Qué bueno que no necesitó molestarlo, papá! Yo no tuve tiempo para visitarlo ─Juanjo no disimulaba el alivio que sentía al poder decir esta frase.
─Ahora lo pongo al día, hijo. Resulta que vinieron unos gringos y me ofrecieron unas plantaciones experimentales, con un maíz nuevo que ellos están desarrollando. Les dije que bueno; sembraremos inicialmente cien hectáreas y dependiendo de los resultados de este año, las ampliamos para la próxima temporada.
─¿Y qué monos pinto yo?
─¡Cómo que qué monos pinta! Usted va a ser mi representante en el negocio, pues. Viajaremos a los Estados Unidos para firmar los contratos y usted deberá quedarse allá para interiorizarse del tema, pues. Va a tener que asistir a unos cursos.
─¿Y cuándo sería eso?
─Lo antes posible, pues hombre. Ahora que llegó, llamaré a los gringos y fijamos la fecha. Tendría que ser en un par de semanas, creo yo. ¿Cómo anda su inglés?
─Reguleque, pero de inmediato me pongo a repasar.
─Para que no vaya a hacer el ridículo por allá, pues.
─No se preocupe. De aquí al día de la partida, ¡estoy como avión!
Juanjo pensó que alejarse del país por un tiempo era lo mejor que le podía ocurrir. Le permitiría ordenar sus ideas, ver como arreglaba el problema para retornar a la universidad y concluir sus estudios, además de eludir la posible venganza de sus correligionarios. Quizás hasta podría conseguir una beca y concluir su carrera en los Estados Unidos.
─¡Listo, papá! Usted fije la fecha, mientras, yo estudio inglés y acomodo mis asuntos en la universidad. ¿Cuánto tiempo cree usted que estaré fuera?
─Dos a tres meses. Este es un tema delicado, seremos pioneros de esta tecnología en el país y si usted se interioriza bien, le será de mucha utilidad para su futuro. Tome en serio esta oportunidad, hijo.
El muchacho sintió que Dios estaba premiando su buena obra. Una vez en los Estados Unidos sería muy difícil que lo molestara la policía o los de la universidad y para cuando regresara, la cosa se habría enfriado. Ya habría tiempo de arreglar los problemas que dejaba atrás. Siempre y cuando le resultara lo de la beca.
Preocupado de los trámites del viaje, dispuso de muy poco tiempo para visitar a Feli y conocer cómo le iba con Sayén. Solamente el último día se acercó a la cocina y vio a la niña vestida como mucama y le impresionó aún más su belleza.
Conversó con Feli, le entregó dinero para alguna emergencia y aprovechó de pedirle paciencia, prometiéndole un regalo grande desde Norteamérica. La anciana sonrió complacida. Nada podía negarle a este muchachón al que ella crió y amaba como a un hijo.
Los primeros días después de la partida de Juanjo, fueron una pesadilla para la pobre anciana. Entre esconder a María de los campesinos que pululaban como moscas para ver paseando desnuda a su supuesta sobrina ─que todos sabían que no era tal, sino un capricho del niño Juanjo─, además de enseñarle a comportarse como lo hacían en la casa, se le pasaron los días volando. En muchos instantes se sentía sobrepasada.
─Pero no me queda más que apechugar pues… ─se repetía.
Pero fue incapaz. Una semana después ya no sabía qué hacer con los campesinos galanes, que se introducían en la cocina cuando las demás niñas hacían el aseo. Desnudaban a la muchacha que, complacida, los dejaba hacer.
Después de muchas noches de insomnio y con el sistema nervioso destruido, la Feli, desesperada, le contó todo a la madre de Juanjo.
─Misiá Amparo, antes de irse p'al estranjero, mi niño trajo a una chiquilla. Me dijo que la salvó de ser violá allá en el sure. Pero resulta que ella es bien re tontita y le da por andar pilucha por toititas partes y tiene a los huasos locos, fíjese. ¡La andan buscando pa’ puro sacarle la ropa y tirarle agarrones, fíjese!
─¿Y de adonde sacó este niño a esa muchacha?
─No sé. Me contó que cuando andaba p'allá p'al sure, se la querían puro violásela y él la había salvado de los malulos. Y como no tenía pa' onde llevala, no encontró nadita más mejor que traerla p'aca, fíjese. Yo le hei enseñado a barrere, a pelar papas y otras cosas chicas de la casa, pero le cuesta muchazo aprendere, fíjese.
─Mi hijo está loco de remate ¿Y cómo no me dijiste antes, Felidora?
─Es que el niño Juanjo me pidió que no le ijera ná pa’ no preocupala, fíjese. Me ijo que él le iba a explicarle cuando volviera de su viaje. Pero ya estoy desesperá y no sé qué hacere, misiá Amparo ─las lágrimas afloraron en los cansados ojos de la anciana.
─¿Y ella, qué dice?
─No dice ná pos misiá Amparo, si no sabe ni haular, fíjese. De repente dice unas palabras huachas en indio.
─¡Trae a esa muchacha para acá, Feli!... ¡Y que venga vestida, por favor!
─Como mande, misiá Amparo.
Cuando la patrona la tuvo al frente, intentó interrogarla.
─¿De dónde eres? ─pero como respuesta recibió la eterna sonrisa─. ¡Miren el cachito que trajo mi hijo!
─¿Qué hago, patrona? El niño dijo que usté podía dejarla con las monjitas, fíjese.
─Déjame pensar en algo. Mientras tanto, ¡llévatela de aquí!
Feli regresó a la cocina y pronto apareció doña Amparo.
─Dime Felidora, ¿Rosamel no tiene un hijo que también tiene problemas?
─Si señora, el Gilberto. Pero no es tan tontito como ella, al menos sabe haular. ¿Por qué?
─¿Y si los casamos? Les arreglamos una casa pequeña para que vivan y así solucionamos el problema. Dejamos a esta muchacha como ayudante de cocina y a Gilberto como jardinero. ¿Te parece?
─Señora… y si los otros huasos quieren a la muchacha y el Gilberto se pone celoso, ¿no irá a aumentar el problema?
─No se me ocurre otra solución, pero tú no puedes estar todo el día pendiente de esta niña, descuidando tus labores. Llama a Rosamel y a Gilberto. Diles que necesito conversar con ellos.
Amparo, acostumbrada a mandar, era una mujer de decisiones rápidas y rara vez su marido la contradecía. Poco después, el huaso y su hijo entraban en la casa patronal, con sus sombreros en las manos, como tapándose los genitales. Se acercaron cabizbajos, sumisos, hasta la oficina del jefe, en su ausencia ocupada por su mujer.
─¿Me mandó llamar, patrona?
─Sí, Rosamel ¿Qué edad tiene tu hijo?
─Veinte, dentró a los veintiuno.
─Y todavía no se casa.
─Pa’ que vamos a andar con leseras, misiá Amparo. El cabro es re bueno, pero le falta la chaucha pa’l peso. Ninguna hembra se fija en él porque es quedao en la huinchas, poh. Usted sabe.
─Creo que tengo la solución, Rosamel. Tú sabes que mi hijo trajo del sur una muchacha que, según dijo, salvó de ser… atacada. Tampoco es una lumbrera, pero no quiero que ande por ahí acalorando a los hombres. Por eso, quiero proponerte que se case con tu hijo.
─¿Y no haurá problemas con los demás?
─¿Qué problema puede haber? ¡Aquí mando yo! El que se acerque a la mujer se va del campo. Así de simple. Aquí somos todos católicos y tenemos que respetar los mandamientos, especialmente los que dicen “no fornicar” y “no desear la mujer del tu prójimo”. ¡Y pierde cuidado, que yo me ocuparé, personalmente, para que eso se cumpla!
Rosamel sabía que nada sacaba con oponerse. Cuando a la patrona se le ocurría algo, nadie la hacía cambiar de idea. Además, no iba a ser ésta la primera ocasión en la que armara una pareja con campesinos, y normalmente, les entregaba una casa pequeña y una dote que les permitía a los recién casados vivir sin sobresaltos por un tiempo. Quizás por tratarse de dos tontitos la dote será mejor, pensó el ladino Rosamel.
─Lo que diga, patrona.
Felidora fue la encargada de preparar la fiesta, mientras doña Amparo citaba al cura de la parroquia cercana para que oficializara el enlace. María pasaría a ser señora en los próximos días y su hermano Pedro, a cientos de kilómetros de distancia, ni siquiera sabía si estaba viva.
De su antigua vida, la única que conocía parte de su destino, era Quinturay, la machi.
Pero este matrimonio nunca se efectuó. Cuando faltaba poco más de una semana para la ceremonia, Felidora se despertó en medio de la noche con deseos de orinar. Al tomar su bacinica, como lo hacía siempre, le pareció ver, pese a la penumbra y a su miopía, el lecho de al lado vacío. Encendió una vela e instintivamente miró la hora en el reloj despertador. Marcaba las tres y media de la mañana. Se acercó a la cama y en el centro observó una gran mancha de sangre. Está con la regla, se dijo la anciana. Pensó que María estaría en el baño, única lección que había logrado aprender, y luego de calzar sus pantuflas y cubrirse con un chal, salió tras ella.
Para llegar al baño de servicio necesitaba pasar por la cocina cuya puerta, la que daba al corredor, estaba abierta. La noche nublada le impidió ver más allá de un par de metros. No se atrevió a llamar a la muchacha para no despertar a nadie. Se dirigió a la habitación donde dormían las otras dos sirvientas y a ellas sí que las despertó.
─La María se arrancó ─les dijo
─¿Y pa’ onde haurá partío esta caura? ─ preguntó una.
─¡Qué se yo! Es tan llevá de sus ideas. ¡Ya! levántense pa’ que me ayuden a buscarla.
A medio vestir, las tres mujeres salieron al corredor. Una de ellas no tuvo problemas para gritar:
─¡María! ¡María...!
No se escuchó nada, pero pronto un par de inquilinos, de los que vivían en las cercanías de la casa patronal, se asomaron:
─¿Qué pasa? ─ preguntó uno de ellos.
─La María desapareció. Paré' que se arrancó ─ respondió una de las sirvientas.
─Voy a avisarle al Rosamel, pa' que con el Gilberto la salgan a buscar. ¿Usté le avisó a misiá Amparo, señorita Feli?
─Misiá Amparo anda en la capital y no vuelve hasta la otra semana, pal casorio. Si se entera de lo que está pasando, me va a matarme.
Poco rato después aparecieron Rosamel y Gilberto y junto a otros huasos que se levantaron de madrugada y comenzaron a buscar a la muchacha por los alrededores. La niebla del amanecer dificultaba todo.
Casi a las nueve de la mañana aparecieron unos inquilinos con la muchacha envuelta en un chal. A Felidora le volvió el alma al cuerpo.
─¿Pa' onde andaba esta niñita, por Dios?
─La encontramos en el estero. Se estaba bañando pilucha.
─¡Con este frío!
María tiritaba y Felidora la aseó, porque estaba llena de barro y la introdujo en la cama. La fiebre y las tercianas obligaron a la anciana sirvienta a cubrirla con varias frazadas, le preparó una tizana con aguas de hierbas y le dio un Mejoral, único medicamento de que disponía.
Pese a los esmeros, la muchacha continuó con convulsiones. Feli llamó a Rosamel y le pidió:
─Rosamel, toma un caballo, te vai urgente a Melipilla y te traís al doctor Astudillo. La patrona le pagará la cuenta después.
Mientras Rosamel desaparecía, Feli intentaba por todos los medios bajar la fiebre de María, que aún enferma intentaba reír.
Una hora después regresó Rosamel.
─Me fue mal, señorita Feli. El doctor anda atendiendo un parto p'allá pa' Cuncumén. No llega hasta la noche.
Felidora estaba desesperada. Ya había agotado todos sus recursos medicinales, aprendidos de la naturaleza desde pequeña, pero la muchacha continuaba con la temperatura muy alta y convulsionando.
En la habitación permanecían la Feli, Rosamel, Gilberto y las dos sirvientas, cuando a las cuatro de la tarde María falleció, conservando la sonrisa en los labios.
Un llanto descontrolado afloró desde las entrañas de la vieja sirvienta. Se abrazaba al cuerpo inerte en una escena tan conmovedora, que hasta el férreo Rosamel se quebró.
La gran preocupación de Felidora era qué iban a decir misiá Amparo y su niño Juanjo, cuando regresara de los Estados Unidos.
Amparo, avisada por teléfono, regresó al día siguiente al fundo.
─¿Qué pasó Feli, por Dios?
─Se me escapó por la noche, misia Amparo. ─ Felidora lloraba sin consuelo,
─¿Y no escuchaste nada?
─Ná pos misiá. Cuando me disperté encontré la cama llena de sangre, pensé que le había llegado el período y que estaba en el baño y cuando la fui a buscarla encontré la puerta de la cocina, la que da p'al corredor, abierta. Ahí pedí al tiro ayuda, pero la nieula no dejaba buscarla. Como a las nueve la encontraron unos cauros. Se estaba bañando en el estero. ¡Con este frío, misiá Amparo!
─¡Qué terrible! No sé qué va a decir Juan José cuando se entere. Llamaré a la funeraria para que se hagan cargo del entierro.
Al día siguiente, en un cementerio cercano al fundo, fueron sepultados los restos de Sayén Quinchavil, sin que nadie de los presentes conociera su verdadera identidad. Durante bastante tiempo Gilberto visitó la tumba sin nombre y depositó flores.