25

 

 

 

 

 

 

 

 

Rayén quedó confundida. Se pasó tanto tiempo soñando con este reencuentro y todo resultó mal. O casi todo, porque la agotadora noche de sexo rememoró algo del episodio furtivo de casi diez años antes, en casa de Quinturay, que para él fue una iniciación y para ella la primera vez en la que eligió a su pareja.

 

Pedro continuaba siendo el mismo hombre rústico, como eran ambos una década antes, pero ella, con esfuerzo y sacrificio, ahora era una mujer educada, moderna, citadina. En cambio él continuaba siendo un analfabeto  atrapado en su ignorancia. Lo ocurrido estaba bien para una noche de sexo y evocaciones, pero no podía seguir pensando en construir una vida junto a alguien así. Además estaba ese odioso afán vengativo. Su fijación era ultimar a los asesinos de sus padres y ella no quería vivir junto a alguien obsesionado por matar. En un ataque de furia, ella también podría ser la víctima.

 

Al lado de Alicia su realidad era muy distinta. Actuando como una madre, le  abrió un mundo que ella ni siquiera imaginaba. Ahora vestía buenas ropas, usaba perfumes finos, poseía algunas alhajas y en más de una ocasión se codeó con gente importante, autoridades de Concepción, que habían alabado su belleza, su figura, su elegancia y que hasta felicitaron a Alicia por su hija.

 

A través de los años, la situación  dio un giro extremo: el Pedro de hoy era el desarraigado y ella la que poseía una familia.

 

La única deuda que consideraba pendiente para ponerse al día con ese pasado que de una vez por todas quería olvidar, era visitar a Quinturay. Necesitaba disculparse y agradecerle todo lo que hizo para sacarla del infierno en el que vivía. Quería cerrar para siempre el libro en el que se escribió su tragedia.

 

Algunos días después, para evitar un fortuito encuentro con Pedro, tomó el autobús y fue preparando el discurso que daría a la machi. Se excusaría por el robo del dinero, por abandonarla y luego le agradecería sus cuidados. Mentalmente elaboró la lista de favores adeudados: rescatarla de las manos de su madre, enseñarle los rudimentos de su arte, permitirle ver que el mundo no era tan malo como se le había presentado hasta entonces. La machi merecía más que un agradecimiento y la mejor manera de hacerlo era dárselo en persona.

 

Entre estos pensamientos y la novela romántica que compró antes de embarcarse, el viaje se le hizo breve. Llegó a Arauco al atardecer y de inmediato se dirigió a la casa de la meica.

 

Ninguna voz le dio la bienvenida. Golpeó la maltrecha puerta, en pie  seguramente gracias a algún sortilegio de la dueña de casa, pero nadie respondió así que la empujó con suavidad, temerosa de una infausta noticia. El rezongo de las bisagras tampoco se tradujo en palabras desde el interior. La  oscuridad de antaño continuaba enseñoreándose del ambiente, pero Rayén recordaba los vericuetos. Caminó con cautela por el pasillo sombrío y desembocó en la pieza levemente iluminada por los destellos del fogón. Ahí la esperaba la machi con los brazos abiertos.

 

¡Hija mía! ¡Qué alegría volver a verte! ─la recibió, efusiva, Quinturay.

 

─¡Quinturay, perdóname… por favor perdóname! ─respondió la muchacha, que comenzó a llorar olvidando todo el discurso preparado.

 

Nada hay que perdonar, hija. Elegiste un buen camino, uno que yo, cegada por el cariño, no fui capaz de ver.

 

Pero no hice las cosas bien. No debí tomar tu dinero.

 

Rayén se avergonzaba por las dificultades para encontrar las palabras en su lengua natal. Su desarraigo fue demasiado violento.

 

Quizás pudiste hacer las cosas mejor, pero lo importante son los resultados, que están a la vista. Eres una mujer hermosa, bien vestida, educada. ¿Cómo iba yo, postrada en esta silla, poder darte todo eso? ¡Nunca!

 

La muchacha estaba asombrada con la pérdida de peso de la machi. Muchos kilos menos soportaba ese cuerpo aún enorme que no lograba ponerse de pie. Seguía atada al taburete y a los hedores. Rayén pensó que de tanto permanecer en la misma postura, su cuerpo se había moldeado, que si hubiese estado desnuda, bien podría pasar por Buda.

 

Ayalén, la ayudante, aquella niñita esmirriada que llegara luego de la fuga de Rayén, trajo una bandeja con comida para ambas. A pesar de que la niña se veía atractiva, continuaba siendo rústica.

 

Así estaría yo de haber permanecido aquí, pensó Rayén.

 

¿Sabías que vendría?─preguntó.

 

Desde que partiste supe que regresarías, pero que sería hoy no lo vi hasta hace un par de días.

 

A propósito, hace unos días…

 

Recibiste la visita de Pedro…

 

Veo que tus facultades siguen intactas ¿Por qué no me gritaste que entrara si sabías que estaba al otro lado de la puerta?

 

Tenía una imagen mental antigua de ti y, de alguna manera, quería que esto fuera una sorpresa. Es triste para alguien como yo no tener sorpresas. Hacen mucha falta.

 

Bueno, me visitó Pedro y…

 

Te decepcionaste…

 

¿Me vas a dejar que te cuente mi historia?

 

¡Perdón! Continúa… continúa. Tengo esta maldita costum…

 

Me decepcioné. Me imaginaba que había cambiado para bien, pero me equivoqué  ─concluyó Rayén.

 

También estuvo aquí. Quiero mucho a ese muchacho, aunque nunca tanto como a ti, pues te sigo considerando mi hija, pese a saber que tienes otra madre allá por donde estás.

 

Es una buena mujer…

 

Lo sé. Volviendo a Pedro, lo quiero mucho, pero está ciego de odio. Ese odio lo ha convertido en su esclavo. Lo ha atado al pasado y no ha hecho ningún esfuerzo por superarlo. Tú eres una señorita. Veo en ti un gran esfuerzo por cambiar para bien. Pedro no te merece. Menos aún después de lo que hizo antes de partir de aquí.

 

¿Qué hizo?

 

Ayalén, que asistía como lejana espectadora al diálogo, afirmó:

 

Mató a un carabinero…

 

¿Qué? ─la exclamación salió como un grito desde el fondo de la garganta de Rayén.

 

¡Nadie te autorizó a hablar! ─increpó la machi a la muchacha.

 

Perdón tía, pero…

 

¡No hables sin mi autorización! ¡Y creo haberte dicho que tú no viste nada de lo ocurrido!

 

Sí, tía.

 

¡Ahora, ándate a tu pieza!

 

Quinturay esperó que la muchacha abandonara la habitación antes de continuar:

 

Eso ocurrió. Lo oculté cuando los pacos estaban a punto de capturarlo. Le conseguí un bote para que lo sacara de Arauco, pero otro paco bloqueó la calle y Pedro se abrió camino a cuchilladas. Lo mató.

 

¿Y lo capturaron?

 

No. Ocultó el cadáver y huyó.

 

¿Encontraron el cuerpo?

 

No. Como no han encontrado el cadáver, aún no lo dan por muerto.

 

¿Tú sabes dónde está? ¡Seguro que sí!

 

Eso no te lo responderé. ¿Cuándo piensas regresar a Concepción?

 

Quiero volver mañana. A la mami Alicia le hace falta ayuda. No es capaz de manejar el restorán sola y Antonia…

 

Está como yo… muy vieja. Tengo una borrosa imagen mental de ambas.

 

Debo regresar pronto.

 

Lo entiendo. Entonces será ésta la última vez que nos veamos. Lo presiento, Rayén. Estoy enferma. Aunque como menos, la gula de antes me ha pasado la cuenta y la baja de peso, que tanto te preocupa, no obedece a un régimen. Algo me devora desde adentro y no viviré mucho tiempo más…

 

¡Te llevaré a un doctor! Tengo algún dinero ahorrado y podemos buscar un buen especialista en Concepción.

 

No. Ya es tarde. Ni mi medicina es capaz de retroceder el tiempo… Ven, acércate.

 

Rayén, acostumbrada a los baños de tina y a los perfumes, superó la repulsión inicial, se acercó a la mujer y la abrazó. Ella, desde debajo de la silla, cogió un cofre de madera, prolijamente tallado, con incrustaciones de nácar que puso frente a los ojos intrigados de la muchacha, diciendo:

 

Cuando sepas de mi muerte, ábrelo. Encontrarás un pequeño recuerdo de esta mujer que te recibió en este mundo y que aunque solo disfrutó por breve tiempo de tu compañía, siempre te quiso como a una hija ─y le entregó la cajita, que Rayén recibió como si fuera un objeto sagrado.

 

Los ojos de ambas se llenaron de lágrimas. Rayén se puso de pie y volvió a abrazar a su mamá Quinturay, con sus ojos manchados por el rímel esparcido por las lágrimas.

 

En medio de esa profunda emoción, casi mística, Rayén, con femenina curiosidad, intentó abrir el cofre, pero la voz de la machi, la interrumpió:

 

¡No puedes ver su contenido hasta después de mi muerte! Si lo haces, se transformará en una maldición. En todo caso, no tendrás que esperar mucho.

 

¡No digas eso, mamá, que me harás llorar otra vez! ¡No quiero que se me siga corriendo el maquillaje! ─Rayén se ayudó con un pequeño espejo para reponer los estropicios causados por las lágrimas.

 

La jornada, en la que conversaron de banalidades, anécdotas y cosas sin importancia, como lo haría cualquier madre con su hija, continuó hasta que las pavesas del fuego estaban por extinguirse. Quinturay consideró oportuno contarle a Rayén una mala noticia:

 

Lo único triste que me queda por contarte, es que tu madre murió.

 

¿Qué? ─la joven pareció no comprender.

 

Tu madre, tu verdadera madre, murió.

 

¿Cuándo ocurrió?

 

Hace ya un par de años…

 

¿Y de qué?

 

De su propia vida… Espero que esta notica no…

 

No sé. Me provoca una sensación extraña. Me apena saber que la mujer que me trajo al mundo haya muerto, pero no siento nada por ella. Me hizo tanto daño que no puedo perdonarla.

 

Me pareció prudente que lo supieras ─agregó la machi.

 

Muchas gracias. Algún día me iba a preguntar que habría sido de ella… ahora sé la respuesta. ¿Cómo ves mi futuro?

 

¡Ay, hija mía! Lo veo tan prometedor, que me asusta.

 

¿Por qué, mamá?

 

Al sentirse llamada así, los ojos de la vieja machi volvieron a brillar con las lágrimas

 

Porque es extraño que una vida tenga tantas cosas buenas, aunque las mereces por todo lo que sufriste en tu infancia.

 

Quinturay, como siempre, se recostó en el mismo sitio en el que pasaba el día. Para Rayén no hubo olor que impidiera regalonear a esa mujer que tanto la quería. Le hubiera gustado asearla, como lo hacía antaño, pero evitó intervenir en el trabajo de Ayalén. Sólo retiró la palangana, la lavó y la devolvió a su sitio. En ese momento sintió que olerla por última vez era el mejor homenaje que  podía rendirle a la machi. Se acostó a su lado y durmieron abrazadas.

 

Se levantó al alba para viajar en el primer autobús de la mañana. Quinturay se hizo la dormida para evitar el dramatismo de la despedida. Se quedó con el recuerdo de la única noche en la que durmió junto a Rayén, su hija amada.

 

 

 

Todo Arauco hablaba de la misteriosa desaparición de Zapata. Transcurrido un mes desde que fuera visto por última vez, ningún indicio permitía dar con su paradero. Los rastreos diarios de los carabineros de Arauco, apoyados por la familia del desaparecido, vecinos y amigos, no arrojaron ningún resultado. Al teniente Matamala se le acercaba el día de su partida y debía compartir su tiempo en esta búsqueda con la preparación del viaje. Además, visitaba casi todos los días a Quinturay. Presentía que la machi sabía más de lo que decía y pensaba que  insistiendo lograría sacarle alguna pista. Pero ella mantenía con firmeza su negativa. No sabía nada ni de Zapata ni de Pedro Quinchavil.

 

Mientras en el pueblo el tema era parte del cominillo diario, circulando las más diversas hipótesis, Matamala veía acercarse el día fatal de dejar a su familia, sin poderle dedicar el tiempo que quisiera.

 

Al teniente le olía mal la coincidencia entre la desaparición del carabinero y la de Quinchavil, Pensaba que ambos hechos estaban relacionados, pero no podía encontrar el vínculo. Tal como al comienzo, con Zapata recién desaparecido, le parecía imposible que Pedro, sabiéndose acosado, hubiese tenido la sangre fría y el tiempo para asesinarlo y ocultar tan bien el cadáver. Se inclinaba más por pensar que el policía, víctima de una de sus borracheras, pudo caer en alguna zanja o caminar hasta el mar, ahogándose.

 

Consideraba perfecta su estrategia, bloqueando todo Arauco. Según sus cálculos, todo movimiento del mapuche debió ser detectado casi de inmediato en su red de trampas. Ahora, cuando ya sabía que todo  había salido mal, se preguntaba si tendría algún otro cómplice, además de la ayuda de Timoteo y de la machi, pero le fue imposible comprobarlo.

 

Si Zapata se hubiese desplazado hasta la playa o hubiera sufrido alguna caída, alguien tendría que haber visto u oído algún grito, una queja, algo. Muy ebrio podía estar, pero si se sentía en peligro, casi con seguridad hubiera gritado, en caso de que no pudiera soplar el silbato de servicio.

 

¿Qué será del pobre Zapata?, se preguntaba intrigado el teniente.

 

Dejar estos cabos sin atar, el trabajo inconcluso, lo tenía con el ánimo destrozado y, sin quererlo, arruinó su vida familiar cuando más necesitaba que imperara la armonía en su hogar. Discutía con Layla, su mujer, como nunca antes lo habían hecho. A veces anhelaba partir para dejar atrás todo este embrollo en el que él mismo se metió. Su obsesión por capturar a Quinchavil lo llevó a apostar todas sus cartas y asumió el fracaso como algo personal. Resultó incapaz de hacer bien su trabajo. Llegaría a Huasco, su nuevo destino, cargando el peso de la inseguridad que genera el trabajo mal hecho. Para calmar ese volcán que hervía en su interior, necesitaba capturar al indio y encontrar a Zapata, vivo o muerto.

 

El teniente no concurrió donde la machi cuando supo que la visitaba una muchacha, que muchos afirmaban era su hija. Por curiosidad, estuvo a punto de ir, pero algo se lo impidió, una indescriptible fuerza interior lo mantuvo alejado. La extraña visita solo duró la tarde y la mujer abandonó Arauco en el primer autobús de la mañana. Matamala se repeló por no interrogarla. Quizás ella también hubiese podido aportar algo para capturar al indio. La verdad es que en el último tiempo todos le parecían sospechosos. Veía una cara nueva en el pueblo y de inmediato pensaba que estaba vinculada con los misterios que lo abrumaban.

 

Cuando visitó a Quinturay la encontró abatida, como un fantasma. Mientras  estuvo ahí, ella no pronunció ni una palabra y mantuvo la mirada fija en un punto al que el teniente dirigió varias veces su vista, sin encontrar nada especial. Abandonó la casa, más oscura que nunca, con una preocupación adicional. La machi estaba enferma, a su parecer, de melancolía.

 

En la siguiente visita, por Ayalén supo que la mujer se negaba a comer. Estaba en un estado casi cataléptico. Ahí estaba Timoteo, muy preocupado, mientras una persona del consultorio le inyectaba suero y vitaminas. A Matamala le llamó la atención el acelerado adelgazamiento de Quinturay, como si desde su anterior visita hubiese bajado muchos kilos. Los ojos, que antes parecían bolitas de chocolate, ahora vidriaban y dos enormes bolsas oscuras caían bajo ellos; las mejillas alargadas le daban un aire algo siniestro, como esperma de una vela deslizándose. El teniente abandonó la habitación convencido de que moriría durante ese día, que los tratamientos de Timoteo y personal del consultorio, eran inútiles.

 

Pero frente a la inminencia de su partida, Matamala necesitaba entregar ordenados los asuntos oficiales a su reemplazante, el teniente Ceferino Sepúlveda. Muchas horas estuvieron analizando los hechos de la comuna, especialmente los vinculados con sus dos espinas: Quinchavil y Zapata.

 

Con tanto problema, más postergó a la familia, justo en ese momento tan importante. Al fin decidió dejar de lado todos los asuntos oficiales y dedicó los últimos dos días a Layla y a su hijo.

 

 

 

El teniente partió hacia Concepción temprano un día martes en el primer bus de la mañana, minutos antes de que Ayalén saliera anunciando a gritos la muerte de Quinturay. A última hora de ese mismo día martes, unos perros, escarbando en la orilla del canal que pasaba por detrás de la casa de la machi, dejaron a la vista el cadáver del carabinero Zapata, que parecía recién fallecido.  En su cuerpo no se encontraron señas de violencia, salvo unos insignificantes rasguños en los sitios que habían recibido las puñaladas de Pedro, que coincidían con unos agujeros en su uniforme.

 

La niña no sabía que durante todo ese tiempo ella, noche a noche, sometida a un trance hipnótico,  vertía una extraña pócima preparada por Quinturay en la boca del cadáver. Sólo lo omitió la noche en que Rayén pernoctó ahí.

 

El mismo día martes, en Concepción, Rayén despertó al sentir que alguien le tiraba el pelo y se despedía, diciéndole pewkayal ─hasta pronto─ al oído. Al erguirse no encontró a nadie. Comprendió de inmediato lo que había ocurrido. Lloró en silencio.

 

Después de un rato sacó la caja de madera con incrustaciones de nácar y la abrió con cuidado, como si desde su interior fuese a salir un mago, una llamarada o algo así de inesperado. Pero no: primero cogió un anillo de plata con hermosos filigranas mapuches representando divinidades, rodeado de minúsculas piedras preciosas. La joya era mucho más gruesa que el dedo anular de Rayén pero, al ponérselo, se ajustó con precisión tal, que a la muchacha le costó sacarlo.

 

Además contenía dos trarilonkos de oro con plata, también exquisitamente dibujados. Uno de ellos le resultó familiar, pues era el que la machi usaba rodeando su frente.

 

Ella lo puso en torno a su cuello, contemplándose al espejo. Le pareció escuchar la voz de Quinturay alabando su belleza y vio la imagen de la machi sonriente reflejada. Levantó la mano y le mostró el anillo en su dedo, lo que sin duda agradó al reflejo que aumentó la curva de su boca manifestando la alegría que le producía verla luciendo sus obsequios.

 

Caminó hasta la pieza de mamá Alicia. La mujer aún descansaba en su cama, pero al observar a la muchacha vio que un resplandor luminoso le envolvía la cabeza. Rayén se sentó al borde de la cama, al lado de su madre adoptiva, y le dijo:

 

─Quinturay ha muerto. Me lo comunicó hace un rato.

 

─¿Estás segura?

 

─No me cabe ninguna duda. Usted no se imagina, mamita Alicia, lo contenta que me pone el haber podido ir a despedirme de ella. Creo que esperó mi visita para morir. Estaba muy enferma y no quiso ayuda médica, aunque estaba consciente de que su propia medicina era incapaz de curarla.

 

─Lamento su muerte, hija. Por lo que tú me contaste, sé lo mucho que representaba para ti.

 

─Como usted, mamá.

 

─¿Quieres ir a su funeral?

 

─Me encantaría, pero temo encontrarme con personas que me recordarán un pasado que prefiero que se entierre junto con ella. Con la muerte de Quinturay y el encuentro decepcionante con Pedro, se cierra un capítulo de mi vida que no quisiera recrear. Ojalá pudiera borrarlo para siempre de mi memoria, pero sé que es imposible.

 

─Si quieres, rezamos por ella.

 

─Pero su Dios no es el mismo que el de ella…

 

─Al final, da lo mismo. Quinturay  irá a parar al mismo sitio al que iremos nosotras cuándo llegue nuestra hora.

 

─Es cierto. Enséñame a rezar…

 

─Repite conmigo: Padre nuestro, que estás en los cielos…

 

 

 

El funeral de Quinturay fue impresionante. No parecía que esta mujer, que parecía estar casi siempre sola, tuviese tantos seguidores entre su gente. Dirigieron la ceremonia Timoteo y una machi procedente de una comunidad cercana, y asistió una gran cantidad de mapuches de Arauco y de sus alrededores, que agitaban ramas de canelo, mientras elevaban cánticos en su lengua, acompañados por el fúnebre tam-tam de los kultrunes, del triste y monótono sonido de las trutrukas y las pifüllkas.

 

Al final de la ceremonia sacrificaron cabritos y ovejas que comieron en comunidad, acompañándolo de vino y chicha de manzanas.

 

Timoteo regresó ebrio a su hogar y durmió treinta horas, sin parar. No supo que Aurora, su mujer, se llevó con ellos a Ayalén, que luego de la muerte de la machi no tenía adónde ir. Aurora, que la vio deambulando inquieta entre la concurrencia, se acercó y le preguntó:

 

¿Qué te pasa?

 

Ahora que la tía Quinturay murió, no sé dónde ir.

 

¿De dónde eres?

 

Mi familia es de Gorbea. Aquí no tengo a nadie.

 

Mientras tanto, te puedes quedar en la casa de Quinturay, es…

 

Me da mucho miedo…

 

Te comprendo. Vente a nuestra casa. Cuando Timoteo se reponga del funeral, buscaremos una solución. Yo no tengo problemas para que te quedes con nosotros.

 

Mientras Timoteo dormía su borrachera, Ayalén intentó imaginarse su vida sin la machi. Pasó una mala noche. Aurora la escuchó llorar y le dio un tranquilizante.

 

Cuando Timoteo resucitó de su curda, se sorprendió al ver a la muchacha en su hogar, pero aceptó la decisión de su mujer. No podían abandonarla a su suerte, pero tampoco comprendían el estado nervioso de la muchacha. No entendían que una mujer joven pudiera encerrar tantos temores; cada vez que le dirigían la palabra, se sobresaltaba. 

 

Nada les impedía dejar que se quedara a vivir con ellos. Aurora la vio como compañía y ayuda para los quehaceres domésticos, aunque Timoteo era partidario de matricularla en la escuela. Con diecisiete años, era completamente iletrada. Sin embargo, antes que nada, era necesario conocer las causas de su inquietud.

 

Esa noche, luego de la cena, conversaron con ella tratando de generar un ambiente de tranquilidad, para que la niña se sintiera acogida. Muy poco después, temblorosa, comenzó a relatar lo que la atormentaba. Les contó que vio a Pedro asesinar a Zapata, que alcanzó a verlo cuando arrastraba el cuerpo hasta el canal cercano y que cuando entró en la casa, Quinturay la obligó a guardar silencio.

 

Para todos resultaba un tremendo misterio que el cadáver de Zapata estuviese tan cerca de donde desapareció más de un mes después. Timoteo vio el cadáver desnudo en el consultorio, sin huellas de violencia y como recién fallecido. Comprendía la zozobra de Ayalén, pero si iba con esa historia al cuartel policial pensarían que estaba loco. Pero por otra parte, muchos creerían cualquier cosa paranormal si la machi estaba involucrada. Tampoco comprendía a Pedro. Harto ayudó al muchacho y ¡cómo pagaba! Cometiendo otro crimen antes de partir de Arauco.

 

Al final, y luego de analizarlo con su mujer y, principalmente, con Ayalén, partieron al día siguiente a hablar con el teniente Sepúlveda.

 

Timoteo relató la historia, mientras Ayalén se limitó a asentir con la cabeza a las preguntas que el ex practicante y el policía le formulaban.

 

Sepúlveda escuchó la historia y al comienzo creyó que le estaban tomando el pelo. Matamala le habló de los prodigios de la machi, que por formación le resultaban difíciles de creer. Más  por cortesía que por convencimiento los aceptó como testimonios a considerar, pese a que le resultaban muy difíciles de creer. Por eso convocó al sargento Silva, al que le pareció factible todo lo que narraban Ayalén y Timoteo.

 

─De Quinturay se podía esperar cualquier prodigio ─afirmó el sargento.

 

El relato de la muchacha coincidía con las fechas y los hechos. Silva, que también le temía a Quinturay, comprendía a la niña por no denunciar antes lo ocurrido a Zapata. Al igual que ella, suponía que las represalias podían ser terribles.

 

Lo que Ayalén no pudo contar, porque no aparecía en sus recuerdos, fue que durante las noches llenaba la boca del cadáver con el misterioso brebaje que le permitió permanecer incorrupto.

 

Con los antecedentes aportados por la muchacha, Sepúlveda envió un informe a Concepción, donde también pensaron que estaba bueno para una película de terror, pero que no podía ser tomado en serio en una institución policial. El cadáver, según los expertos, tenía una data de muerte no superior a las cuarenta y ocho horas, y se estableció que la causa fue inmersión en el canal. Los residuos de un líquido extraño en las vías respiratorias y en el estómago fueron considerados como algo relacionado al evidente alcoholismo del difunto. 

 

La familia de Zapata, que conoció la versión de la niña, también la encontró posible. El cadáver vestía las mismas prendas que se pusiera un mes antes, pero ahora se veían sucias, embarradas y rajadas en los sitios por donde habrían entrado las puñaladas. En ese mismo sector mostraban rastros, ya borrosos, de algo que podría ser sangre.

 

La confusión se apoderó de Arauco. Ningún vecino olió nada distinto a las pestilencias habituales que emanaban de la casa de la machi. Tampoco, hasta el día del descubrimiento, se vieron perros merodeando. Nada acusaba la presencia de un cadáver. De hecho, los carabineros revisaron muchas veces el lugar, y jamás encontraron ningún vestigio de su colega.

 

Por temor al ridículo, Carabineros de Concepción descartó solicitar al tribunal la exhumación del cuerpo para una nueva autopsia. La institución no podía hacerse eco de las palabras de una muchacha que había vivido diez años atemorizada por una machi, así que decidieron dar por cerrado el caso.

 

Timoteo bloqueó para siempre la puerta de su afecto a Pedro. Este crimen ratificaba su impresión: Pedro se acostumbró a solucionar sus problemas matando.

 
La ruta de la venganza
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