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La casa de los Quinchavil era una mancha negra estampada en el suelo. El silencio, sólo perturbado por el canto de los pájaros, se había apoderado del lugar. Pedro recorría lo que fue su hogar invadido de lágrimas e impotencia. Removía un escombro por aquí, levantaba una piedra por allá, sin que apareciera ni una pista que permitiera deducir el destino de su madre y de su hermana. La ira lo cegó cuando encontró los restos carbonizados de su perro, casi partidos en dos. Retiró los huesos con cuidado, para que no se deshicieran entre sus manos. Con los puños apretados y sus ojos enrojecidos, gritó de rabia con un alarido desgarrador como un rayo, salido desde el fondo de su alma.

 

Siguió revisando. En cada paso revivía la imagen de lo que hubo donde ahora todo estaba calcinado. Cada paso lo llenaba de recuerdos. Toda su vida transcurrió ahí, ese era todo su mundo. Un mundo que los desquiciados destruyeron de golpe. Ya tendría tiempo de buscarlos y cobrarse la venganza.

 

─Al mapuche no le quedan más caminos que la sumisión o la venganza. Para nosotros, la justicia del huinca no existe ─le dijo Lincoyán en una de esas tardes en las que se sentaban a la sombra de los cipreses, a la vez que en el rescoldo se doraban las tortillas que comerían con chancho en piedra. 

 

Mientras continuaba buscando recuerdos y explicaciones, al remover con un palo apareció un cuerpo quemado. El corazón le dio un salto. Con la vista nublada por el dolor le resultó imposible reconocer a primera vista a quien correspondía. Lo tomó con cuidado para examinarlo. Por algunos restos de telas adheridas a los huesos, dedujo que se trataba de su madre. Su hermana, con seguridad, hubiese estado desnuda.

 

Se sentó junto a los restos carbonizados y los contempló lleno de dolor. No le costó imaginarse a Calfuray, que sonreía poco, tras esas osamentas ennegrecidas. Desearía que lo pudiese escuchar solo por un instante para decirle que la amaba, que ya la extrañaba, que la vida sin ella no sería la misma. Se arrepentía de lo que calló por el machismo ancestral exacerbado.        

 

Observó que alambres unían los carbones que fueron muñecas y tobillos y que el rostro desencajado reflejaba todo el dolor que sufrió la mujer antes de morir. Pedro, llorando, emitió un nuevo grito que atronó por los aires, liberando el dolor que lo abrumaba.

 

Con una pala sin mango que rescató de entre los escombros comenzó a excavar. Primero hizo un hoyo pequeño para su perro. En otro nicho, más profundo, sepultaría los restos de su madre.

 

Comenzó a caer una llovizna leve, creando un ambiente melancólico que aumentó su tristeza. Mientras trabajaba contemplando los restos de su madre, sintió como si las mismas llamas que destruyeron el cuerpo de Calfuray y Kuyul comenzaran a brotarle desde las entrañas, llenándolo de un poderoso fuego interior e instándolo a exterminar a los asesinos.

 

De pronto, como adhiriéndose a su dolor, la llovizna se transformó en un gran aguacero, obligándolo a guarecerse bajo unas matas de boldo, cobijo que compartió con las gallinas. Desde ahí observo que de los cerdos y las ovejas no había rastros; seguramente los cercos arrasados permitieron su dispersión.

 

Cuando amainó, el agua había ablandado el terreno. Concluyó la faena y puso sobre la tumba una piedra plana a modo de lápida, para continuar removiendo ruinas. No eran muchas las cosas que poseían, pero las cenizas devolvían muy poco, como si un rayo hubiese pulverizado todo en el rectángulo que ocupaba la vivienda. Para peor, el agua lo convirtió en barro, dificultando aún más la búsqueda.

 

Como no encontró otro cuerpo, supuso que su hermana o logró huir o la habían raptado. Teniendo en cuenta las limitaciones de Sayén, se inclinó por esta última opción. No la imaginaba huyendo, sobre todo que la sabía incapaz de mover una rama sin la directriz de su madre; la demencia la convertía en un ser absolutamente dependiente. ¡Ahora sí que esa maldita costumbre de pasearse en pelotas le pasaría la cuenta! Si no se la había pasado ya. Con seguridad la violarían y para ella sería como un juego.

 

Él fue testigo de cómo aceptaba las caricias íntimas de sus sobrinos y lo tomaba como lo más natural del mundo. Incluso reía manifestando placer. Capaz que esa ingenua complacencia fuera su tabla de salvación. Si no, ¿qué futuro le esperaba a su pobre hermanita? Y si se embarazaba, ¿cómo criaría un hijo? Seguramente los desalmados se aprovecharían de ella y, cuando los aburriera, la abandonarían, dejándola a la deriva. Si no la mataban antes. 

 

Le parecía que era incapaz de sentir más rencor. Pero la sensación de impotencia y de rabia se incrementaba a medida que imaginaba los suplicios por los que habría pasado su madre. ¡Tenía que hacer algo! Pero ¿qué? ¿Por dónde partiría su búsqueda? Después de lo ocurrido con su padre, los carabineros ─¡los odiados pacos!─ no eran opción. Ellos, con seguridad, acomodarían el relato para culparlo a él del crimen.

 

Su cabeza era un torbellino mientras buscaba huellas por los alrededores. Pero salvo las de los neumáticos de un vehículo, borrosas en el suelo, no descubrió ninguna. El agua, como cómplice silencioso, había barrido todo rastro. Lo único que encontró entre las ramas fue el cuchillo de su padre, que para él era como la prolongación de su mano. Lo utilizaba para cortar una rama, descuerar un conejo, pelar manzanas. Seguramente, cuando comprendió que sería aprehendido, lo tiró para evitar que se lo quitaran. Largo, algo oxidado, pero aún muy filoso, con la inconfundible cacha de cuerno de toro, era una de sus pertenencias favoritas.

 

Se lo llevaré a mi padre ─pensó.

 

Sin saber dónde ir, el caballo decidió por él y se dirigió al pirquén. A poco andar divisó bajo un boldo el potro de su padre. El animal lo recibió con un relincho alegre. Estaba flaco, tendría que engordarlo;  le compraría buenos pastos. ¡Pero sus bolsillos estaban vacíos! Hasta ese momento no pensó que necesitaría dinero. Pasara lo que pasara con su padre, los recursos serían imprescindibles. Por el momento, era importante evaluar la mina para ver si se la podía seguir explotando.                               

 

En el pirquén encontró, sentado sobre una roca, a Romualdo Catalán, uno de los socios. Oteaba el horizonte, quizás buscando respuestas. Se saludaron sin alegría, aunque con afecto, e iniciaron una mutua avalancha de consultas y explicaciones. Pedro le relató lo ocurrido. Cuando llegó a lo de su casa, el hombre lo interrumpió; ya lo sabía. Entre lágrimas le contó que los mismos que habían destruido a su familia habían dinamitado el acceso a la mina. Él los vio a la distancia, oculto entre matorrales. Se desplazaban en una camioneta y otros dos se fueron en caballos que les arrebataron o compraron no lo sabía bien a unos peñis del sector. Los del vehículo se dirigieron a la casa de los Quinchavil. Después, conversando con los vecinos, supo que los jinetes primero amenazaron con incendiar las casas, pero solo quemaron pastizales, advirtiéndoles que tenían órdenes de prender fuego a las viviendas con los habitantes dentro. Les dijeron que tuvieran cuidado con el que dirigía al grupo, que si lo veían venir huyeran hacia los montes. Hasta ellos le tenían mucho miedo.

 

─Estoy segurito de que los del vehículo jueron los que destruyeron su casa, Peirito, porque unos vecinos vieron que uno de ellos, en la camioneta, llevaba a una mujer. De lejos les pareció ver a su hermanita. Otros icen que a la Sayén se la llevaron los de a caballo. Al otro, al más malo, lo mataron unos vecinos de más abajo.

─¿Qué? ¿Lo mataron?

 

Pedro se sintió como el zorro al que le roban la presa de la boca. Su primera reacción fue de rabia ¿Qué tenían que meterse aquellos que no habían sufrido su pena?  Nadie más tenía el derecho a exterminar a los asesinos. Con un tono de reproche, preguntó:

 

─Y si pudieron pillar a uno, ¿pa' onde partieron los demás?

 

─¡Cómo quiere que lo sepa iñor! Si lo supiera ¡salgo detrás de ellos y los mato con mis propias manos! Paré que son los mesmos que vinieron con los del sindicato, aunque a éstos no los había visto antes por aquí; yo estaba re lejos y desde ahí era difícil verles la cara. ¿No ve que si me pescaban, me hacían papilla? También me contaron que al que mataron a peñascazos, lo enterraron ahí mesmito donde murió, pero no lo vi con mis propios ojos, no sé si será verdá.

 

─¡Ojalá sea verdá, don Romu! A esos desgraciados hay que matarlos a toititos, aunque a ese me hubiera gustado matarlo yo mismo, pa' vengar a mi maire… ¿Qué hago ahora, don Romu?

 

─No sé qué' ecirle, Peirito. Seguro que éstos andan detrás suyo, de su señor paire y de todos nosotros pa’ puro meternos bala. No les gustó que les aguáramos el panizo y no los siguiéramos con su huevá de paro. Les dolió que con los dinamitazos les matáramos a sus compañeros, como nos duele a nosotros lo que hicieron por aquí. Y si como usté me cuenta, los pacos zurraron a su taita hasta malherirlo, quiere ecir que estamos más solos que una almeja. La justicia nos güelve a dar la esparda. Si cuenta lo que pasó aquí, capaz que lo metan preso a usté tamién y lo apaleen hasta matarlo. ¿No ve que a los pacos no les conviene que cuente la firme? Porque abusaron de nosotros, le hicieron caso a los puros políticos y a los pobres pirquineros nos dieron con el mocho del hacha, Peirito, como siempre. Y a propósito ¿Sabe qué jue de mi compadre Domingo, que se lo llevaron con su señor paire?

 

─No tengo ni idea, don Romu. Lo encontré llegando a Arauco y él me mostró dónde estaba mi pobre taita. Pero después, cuando lo busqué pa’ ayudarlo, ya no estaba. Y pa’ serle sincero, ni me preocupé más de él.  Mi taita estaba tan re mal y a punto que se lo comieran los perros, que me tuve que preocupar de él no más. Lo que le puedo decirle, es que lo apalearon igual que a mi viejo, pero paré que lo aguantó mejor. Por lo menos podía caminar. Después, no supe más. ¿Dónde están los otros socios, el Casimiro y el Sergio?

 

─Cuando supieron que los andaban buscando los matones, desaparecieron los muy gallinas. Yo creo que se jueron p’al norte porque icen que en la capital hay muchaza gente y allí naiden te encuentra. Además todos haulan de que allá está la pega, que aquí estamos condenaos a la miseria Peirito. Los pobres siempre vamos a ser pisoteaos y pa’ ustedes los mapuches es peor la cosa. Yo creo que voy a pescar a mi mujer y a mis cabros chicos y partir. No quiero que los maten ni a balazos ni de hambre. Lo mejor que puede hacer usté, es ir a buscar a su taita a Arauco y se lo lleva bien lejazos de aquí. Y si se puede llevar a mi cumpa Domingo, más mejor. Si los pillan por estos laos, los matan y más al Lincoyán si está tan re maltrecho. Yo creo que estos desgraciaos van a golver p’ acá. Ya ve lo que le hicieron a su pobre maire y a su hermanita. Estos asesinos no tienen piedá.

 

─Sí. Tamién dicen que el carbón no tiene futuro, don Romu. Que el petrólio es más barato y da más calor que el carbón. Por eso las fábricas están cambiando toititas sus máquinas por otras nuevas que funcionan con petrólio.

 

─Mire usté la mansa ni que novedá. Pero el carbón no se puede morirse, Peirito. ¿Cuánta gente se moriría de hambre si dejamos de sacar carbón? ¿Se da cuenta la mansa cagaita que quedaría aquí en la zona?

 

─El profe de la escuela contó que lo mismo pasó con el salitre, don Romu. Miles de mineros y sus familias se murieron de hambre cuando se dejó de sacar el salitre allá en el norte.

 

Después de una efusiva despedida, Pedro montó su caballo y arriando el de Lincoyán, partió hacia las casas vecinas. Necesitaba confirmar la muerte del asesino de su madre y obtener más pistas que le permitieran ubicar a los otros.

 

A media tarde arribó donde los Lincoqueo y, después de un breve diálogo, Nicolás le confirmó que él, junto a otros mapuches, habían dado muerte a uno de los huincas que asesinaron a Calfuray.

 

Era el más malo de todos y andaba con un arma. Lo vimos de lejos cómo removió las cenizas hasta quemarlo todo. Antes no pudimos hacer nada porque estaban armados, pero cuando se quedó solo, lo matamos a peñascazos, porque para lo que hicieron, no existe el perdón.

 

Pedro respiró algo más tranquilo, aunque en su fuero íntimo lamentaba no haber estado presente en ese momento. Hubiera deseado ser él quien arrojara la primera piedra.

 

¿Y qué pasó con los otros, don Nicolás?¿Por qué no los mataron?

 

─Porque salieron antes cabalgando hacia el sur. Parece que arrancando del más malo también. Ya iban muy lejos cuando nosotros llegamos. Como no teníamos monturas no los pudimos seguir para eliminarlos de una vez por todas.

 

Por lo menos me dejaron algo de trabajo. ¿Y también andaban en una camioneta?

 

Así dicen, pero cuando nosotros llegamos, ya no estaban.

 

Entonces no vieron a mi hermana.

 

No. No la vimos. Unos dicen que se la llevaron en la camioneta, pero otros, que los de a caballo. Yo no puedo asegurar nada porque no lo vi ─concluyó Nicolás Lincoqueo.

 

 

 

El muchacho regresó a Arauco temeroso, con cautela, siguiendo senderos alternativos para evitar encuentros inoportunos. Dos cosas llamaban su atención: una, que ninguna autoridad apareciese por su casa ni por el sector, donde se habían consumado, por lo menos, dos crímenes y un posible rapto. Lo otro, era la acertada visión de la machi. Le resultaba difícil creer que hubiese alguien con esas facultades. Acudió a Quinturay con muy poca fe, pero ahora aceptaba que estaba equivocado. Su madre tenía razón cuando, enfática, le aseguraba que se trataba de personas con poderes extraordinarios. Ojalá que la machi los hubiese usado para sanar a su padre.

 

Volvió una semana después de su intempestiva partida, acongojado por lo ocurrido y pensando, en una vorágine de ideas, en su padre, en el futuro, en la venganza, en su hermana y en Rayén, la muchacha de los ojos negros risueños. Si Lincoyán estaba mejor, ¿sería conveniente contarle las noticias o éstas lo agravarían? Encontrarse con su padre vivo y con los ojos luminosos de Rayén eran las únicas estrellas en la noche oscura.

 

Pero el cielo no estaba para estrellas. Timoteo le relató que sepultaron a Lincoyán en el cementerio local, poco después de su partida. Aunque prevista, la nueva desgracia fue como un mazazo. 

 

Acompañado de su amigo visitó la tumba, que estaba cubierta de flores y se dirigió a la casa de la machi. El rostro siempre impávido de la mujer, como tallado en roca, ahora mostraba tristeza. Escueta, le dijo que su padre no sufrió, porque nunca recuperó el conocimiento. Después le contó que estaba sola porque Rayén lo había seguido. Pedro se encogió de hombros, dando a entender que nada tenía que ver en su partida. Ella lo tranquilizó; sabía eso y que no había conseguido dar con su paradero.

 

Si se vuelven a encontrar, será en mucho tiempo más ─concluyó.

 

¿Qué hago ahora? ¿Y mi hermana? Usted, que todo lo sabe, dígame por favor, ¿dónde está mi hermana?

 

No deseo aumentarte las penas, pero también será muy difícil que la encuentres. Está viva, muy lejos, aunque no puedo ver dónde. Parece que se moviera de un lado para otro. Por su limitación, ella no sufre. Ya olvidó todo, incluso a su familia.

 

¿Cómo sabía la machi las limitaciones de su hermana si él nunca se lo dijo? ¿Conocería a los Quinchavil desde antes? Sus padres jamás la mencionaron. Cada intervención de ella lo dejaba más perplejo.

 

¿Y qué pasará con Rayén? ─se atrevió a preguntar.

 

Lamento que me dejara. La traje al mundo, la cuidé siempre que pude, la curé cuando lo necesitó y la dejé a vivir conmigo para liberarla de un cruel destino. Tiene buena aura. Le irá bien.

 

¿Ella tiene los poderes?

 

Creo que sí, aunque nunca sería una buena machi. No le teme a la divinidad, porque nunca la sintió cerca de ella.

 

Pedro no entendió mucho, pero comprendió que ya no tenía nada más que hacer ahí. Su mente se nubló y un llanto sereno regó su pena. Necesitaba comprender por qué le ocurrían todas estas desgracias en tan poco tiempo. Hasta antes de la huelga del carbón el mundo era distinto, difícil, pero con esperanzas. Ahora, era un desierto.

 

Antes de salir abrazó a la mujer y le dio un beso en la mejilla, omitiendo las pestilencias de ese cuerpo fétido que envolvía un alma generosa.   

 

Lo abrumaba una enorme rebelión interior. Luego de enterrar a su madre veía la venganza como único camino. Necesitaba encontrar a los causantes de sus desgracias y destruirlos. A los carabineros sabía dónde ubicarlos y, para evitar sospechas, dejaría pasar un tiempo antes de concretar su desquite. Por ahora, iba a centrar sus energías en buscar a su hermana y a Rayén, porque eran todo lo que le quedaba en el mundo, y a los asesinos de Calfuray. A esos los mataría y repartiría sus partes para que las engulleran los perros. Pero antes, le tendrían que decir dónde encontrar a su hermana.

 

Empujado por sus pensamientos, recorrió el pueblo hasta la playa y la caleta de pescadores. Después regresó a casa de Timoteo. Le preguntó si conocía a Domingo Antileo, detenido junto a su padre y el practicante le explicó que regresó unos días después por una herida infectada.

 

No quiso quedarse, aunque requería más cuidados, temía a los policías. Después no he sabido nada.

 

Pasados algunos días, en los que el practicante y su mujer le sirvieron de consuelo y cobijo, decidió partir. Antes, fue a despedirse de la machi, para luego pasearse frente al cuartel policial observando desde lejos a los carabineros, que lo miraban de reojo. Necesitaba grabar a fuego esos rostros en su memoria. No se la llevarían gratis los asesinos de su padre. Quería que sintieran que Pedro Quinchavil estaba listo para cobrarles la cuenta.

 

Un lunes, luego de depositar flores en la tumba de Lincoyán, montó y partió. Antes, y con mucho pesar, había vendido el caballo de su padre. Necesitaba con urgencia dinero. Le pareció percibir en los ojos del animal la tristeza por la separación, pero no podía continuar eternamente viviendo de la generosidad de Timoteo.

 

Ya era el momento de comenzar a recorrer su ruta de la venganza.

 
La ruta de la venganza
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