Capítulo 13

EL tiempo se le pasaba muy deprisa. Sandra llevaba ya tres semanas en San Antonio. Normalmente, terminaba tan agotada después del trabajo que se iba directa al motel y se acostaba. Intentaba que no se desbordaran sus sentimientos por Cory, y dedicaba el tiempo libre a la búsqueda de su madre. Por milagro, el número de teléfono que mencionaba su madre en la carta seguía siendo válido, aunque en la empresa ya no trabajaba nadie que recordara a Jessica Tate y los contratos de esa época llevaban mucho tiempo archivados. La secretaria con la que habló Sandra se mostró comprensiva, pero le explicó que, aunque disponían de los documentos, no podía desvelar ningún dato privado.

Sandra se pasó horas en la biblioteca repasando viejas guías de calles y de teléfonos, y descubrió que en Westhaven vivía alguien llamado J. Tate. Tras acudir a esa dirección y descubrir que correspondía a un aparcamiento, comprendió que sus habilidades como investigadora habían llegado a un límite.

Se propuso contratar a un detective privado tan pronto como volviera a Dallas.

Sandra colgó el delantal y tomó el casco. Era domingo por la noche y tenía libres los dos días siguientes. Había ido a buscar la moto al taller el día anterior. La reparación había tardado mucho más de lo previsto porque habían tenido algún problema para encontrar los recambios. Cory no había mentido respecto a Bill: la moto estaba como nueva.

Sandra tenía ganas de ir en moto hasta la costa. Quería pasar unas horas tomando el sol y descasando. Había habido muchos clientes a la hora de la cena, y le había costado más de lo habitual terminar la limpieza. Cuando se disponía a salir del local, Sandra vio a Cory sentada sola en una mesa, totalmente absorta en lo que estaba mirando. Al acercarse, Sandra vio que eran unos planos y notó un conocido subidón de adrenalina.

—¿Te estás haciendo una casa o quieres ampliar el local?

Cory dobló otra vez los planos y la miró, azorada.

—No, no… —balbuceó.

Sandra estaba contenta por la perspectiva de dos días de asueto y le entraron ganas de bromear con Cory.

—Anda, cuéntame. ¿Qué es eso que mirabas tan absorta?

—En realidad, nada. Una ilusión estúpida.

Cory recogió los planos y los guardó en una carpeta que había en un extremo de la mesa. Sandra dejó de bromear.

—Las ilusiones nunca son estúpidas. ¿Que sería del mundo si no nos ilusionáramos?

Cory la miró a los ojos durante un largo momento, antes de encogerse de hombros y contemplar otra vez la carpeta con los planos.

—Son de una casa que pensaba comprar y reformar. Cuando yo era pequeña, mis padres pasaban junto a ella cuando nos llevaban en coche a la playa. Cada vez que la veíamos, mi padre nos decía que a ellos les haría mucha ilusión comprarla. Evidentemente, con su sueldo, el gasto estaba por encima de sus posibilidades. Trabajaba en una base aérea y todo se le iba en alimentarnos y vestirnos. Éramos cinco hermanos —explicó Cory.

Sandra asintió con la cabeza, sin atreverse a hacer nada que interrumpiera el relato de Cory.

—En cualquier caso, nos pasábamos todo el viaje hasta la playa planeando los cambios que haríamos en la casa y en el jardín. —Se echó a reír—. El único cambio que quería hacer mi madre era plantar un manzano en el jardín delantero —Se interrumpió y se encogió de hombros—. Mis padres ya han muerto, pero su ilusión es ahora la mía.

—Es una ilusión estupenda —repuso Sandra—. ¿Me dejas ver los planos?

Cory, después de cierta vacilación, desplegó los planos y colocó el salero y el pimentero en las esquinas para mantenerlos abiertos. Cuando Cory apartó la carpeta para verlos mejor, se desprendió una fotografía. Sandra la recogió del suelo.

—Así es como está ahora la casa —le explicó Cory, casi disculpándose—. Los cimientos son sólidos. Solo necesita unos pequeños cuidados.

—¡Caray! ¡Es una casa del XIX de estilo victoriano italianizante!—exclamó Sandra, impresionada por la bella aunque algo deteriorada construcción.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Cory, asombrada.

—La arquitectura es uno de mis hobbies.

Cory asintió.

—Me enamoré de esta casa la primera vez que la vi. La construyó un rico ganadero en 1853. Esta al sur de la ciudad, a unos cuarenta kilómetros, y la rodean doce hectáreas de maravillosos jardines.

Claro que necesitan bastantes cuidados.

—¿Y de quién es?

—Durante mucho tiempo fue de Alexander Hall, banquero. Murió hace seis años y la heredó su hijo.

El hijo la conservó pero dejó de ocuparse del mantenimiento como puedes ver. Hace unos dos años la puso en venta.

—¿Le has hecho alguna oferta?

Cory negó con la cabeza.

—No. Está por encima de mis posibilidades. Como te he dicho, no es más que una ilusión.

Al ver la tristeza que embargaba la mirada de Cory, Sandra experimentó un fuerte deseo de protegerla. Esforzándose por no pensar en ello, se puso a mirar los planos.

—¿Estos son los cambios que quieres hacer?

—Sí. Quiero recuperar su aspecto original.

Sandra se sumergió en aquel mundo que tanto le gustaba.

—Tu intento de mantener la integridad de la casa es bueno, pero si quieres conservar realmente las características originales, tendrás que quitar estas ventanas saledizas. Seguro que no estaban en el proyecto inicial.

Tomó un lápiz y empezó a esbozar sus propuestas en el dorso de la carpeta. Cuando acabó, había dibujado un croquis de la fachada de la casa y Cory la estaba mirando sorprendida.

—¿Quién eres? —inquirió Cory.

Sandra apartó el lápiz, dándose cuenta de que había llegado demasiado lejos.

—¿Qué importancia tiene?

—No eres quien dices ser. Y normalmente eso se hace cuando se tiene algo que esconder.

—Todo el mundo tiene algo que esconder.

—¿Estas huyendo de la justicia?

—No. Afortunadamente, porque si fuera una fugitiva, el día que nos conocimos habría terminado en el talego —dijo Sandra.

Intentó que la frase sonara graciosa, pero Cory hizo una mueca.

—¿Y por qué estas lavando platos por el sueldo mínimo? Es evidente que tienes dinero.

—¿Por qué es tan evidente? Podría estar empeñada hasta las cejas.

Cory movió la cabeza negativamente.

—Ni te inmutaste cuando se te puso perdida una blusa de seda de cien dólares. Y estoy segura de que tu moto es más cara que mi coche. No has hecho efectivo ninguno de los cheques con los que te he pagado cada semana. Y aún no me has traído ningún documento de identidad.

Sandra suspiró y empezó a toquetear una esquina de la carpeta.

—No voy a suponer un peligro para nadie, y me voy a ir dentro de tres semanas. ¿No podemos dejar las cosas como están?

—¿Realmente te llamas Sandra Tate?

Sandra titubeó antes de contestar:

—Sí.

Cory la miró fijamente.

—Me parece que todavía me ocultas algo. Ya sabes que es ilegal falsificar datos en un contrato de trabajo.

—Te doy mi palabra. Me llamo Sandra Tate, y no he venido para hacerle daño a nadie.

Cory frunció el ceño.

—Me caes bien, Sandra. Y eres muy trabajadora, pero tengo responsabilidades para conmigo misma, el establecimiento y las mujeres que trabajan aquí.

—No te defraudaré —le prometió Sandra.

Por algún motivo, deseaba conservar aquel trabajo. Aquella sencillez le aportaba algo que necesitaba.

No habría sabido explicar que era. Solo sabía que deseaba que las cosas siguieran siendo de ese modo durante un poco más de tiempo. Al cabo de tres semanas regresaría de Dallas y tomaría otra vez las riendas de Tate Enterprises, pero de momento quería seguir siendo Sandra Tate, la lavaplatos.

Cory la miró intensamente a los ojos, como si quisiera leerle el pensamiento. Sandra, sentada a pocos centímetros de la otra mujer, sintió que en el centro de su ser nacía y se extendía un cálido bienestar.

Su mano, como si tuviera voluntad propia, se elevó y se posó suavemente en la mejilla de Cory. Al ver que Cory no se apartaba, se acercó a su cara y la besó con delicadeza.

—No te voy a defraudar —volvió a prometer— Y no quiero hacer nada que te cause daño.

Vio como los ojos de Cory se llenaban de lágrimas.

—Ya lo has hecho —susurró Cory, recogiendo a toda prisa los planos y la carpeta—. Por favor, vete.

Tengo que cerrar esto y volver a casa.

Cory se puso de pie y se volvió de espaldas a Sandra. Sandra recordó que Anna y Cory siempre volvían en coche juntas.

—¿Sois novias Anna y tú?

Cory cambió levemente la posición de los hombros, enderezándose.

—Anna vive a una manzana de mi casa. Tiene dos críos y problemas para llegar a fin de mes. Vuelve conmigo porque tener coche le sale demasiado caro —explicó Cory, haciendo ruido con la nariz.

—¿Hay alguna otra persona?

—No.

—Entonces, ¿por qué dices que te he hecho daño?

—No has sido sincera con nosotras, y te has aprovechado de la confianza de todas las personas que trabajan aquí.

—No pretendía hacer daño a nadie.

—¿Que pretendías, pues?

Sandra se acordó de que Laura le había aconsejado ser espontánea.

—Estoy buscando a mi madre. Se fue cuando yo era muy pequeña, y me he enterado de que vivió y trabajó en Antonio durante un tiempo. Pero hasta ahora no he conseguido averiguar nada.

Cory se dio la vuelta y la miró.

—¿Y eso que tiene que ver con el hecho de ponerte a trabajar con nosotras? —Se quedó sin aliento—. ¿Trabaja aquí tu madre?

Sandra negó con la cabeza.

—Vi el nombre del local en el listín telefónico. Lo único que conservo de mi infancia es una fotografía en la que sostengo en brazos un osito de peluche. Y me acuerdo de que el osito se llamaba señor Peepers.

Cory se sentó, tomó el salero y empezó a describir círculos con él sobre la mesa mientras Sandra seguía hablando.

—La sombra de la persona que tomó la foto se ve en la base de la imagen. Creo que es mi madre.

—¿Qué edad tendría ahora tu madre? ¿Qué aspecto tiene?

Cory soltó las preguntas con rapidez, pero no apartó la mirada del salero.

—Andaría por los sesenta —dijo Sandra, sorprendida al darse cuenta de que en realidad no sabía qué edad tenía su madre—. Y no sé qué aspecto tiene. Si hubo alguna foto de ella, mi padre seguramente la tiró después del divorcio. Nunca me hablaba de ella. —Sandra pensó que parecía aliviada.

—Seguramente fue un divorcio conflictivo.

—No me acuerdo de nada.

—¿Nunca le preguntaste a él por tu madre?

Sandra negó con la cabeza.

—No. Creo que me sentía culpable. Pensaba que ella nos había abandonado por mi culpa.

—No sigues pensando eso, ¿verdad?

—No; creo que ya no. —Las lágrimas afluyeron a la garganta de Sandra. Empezó a toquetear el anillo. Cory alargó un brazo y acarició la mano de Sandra. El roce, a pesar de su suavidad, hizo que Sandra abandonara sus pensamientos y solo fuera consciente de su piel. Antes de darle tiempo a reaccionar, Cory apartó la mano.

—¿Por qué decidiste buscar a tu madre en San Antonio? —preguntó Cory.

Sandra intentó olvidar el deseo que le había despertado la caricia de Cory y centró su atención en contarle que su padre había muerto y ella había encontrado aquella carta en su billetero.

—Así que encontraste esa carta y ahora estás viviendo en la casa donde vivió tu madre. —Cory estaba visiblemente desconcertada.

—No vivo en esa casa —confesó Sandra—. Fue la única dirección que se me ocurrió darte.

Cory se pasó una mano por las mejillas.

—Claro: otra mentira.

—¿A quién le compraste el restaurante? —preguntó Sandra, pasando por alto el áspero comentario de Cory.

—A Nelda Rogers. La conozco desde hace años. Trabajé en este local cuando estudiaba en la universidad. Empecé interiorismo, pero me sedujo la actividad frenética de la hostelería. Al final dejé los estudios y trabajé aquí de gerente cuando Nelda se jubiló. Un par de años después de jubilarse, decidió irse a vivir fuera de San Antonio y poner el local en venta. Yo le dije que me lo vendiera a mí, y ella decidió correr el riesgo y me lo traspasó. Tengo mucha amistad con ella y con J.J., su pareja.

Sandra asintió con la cabeza.

—Lo siento —continuó Cory—, pero no sé qué tiene que ver el local con tu madre. Nelda lo heredó de sus padres, que lo abrieron cuando ella era pequeña. Y Nelda no se ha casado nunca y no tiene hijos.

Sondra se dejó caer en una silla, derrotada. Había estado tan segura de que el local era de su madre…

Había sido una larga conjetura por su parte. Pero, aparte del nombre del establecimiento, ninguna otra cosa indicaba una vinculación entre aquel restaurante y su madre. En ese momento se dio cuenta de que Cory le estaba hablando.

—¿Qué decías? —preguntó.

—Te preguntaba que qué pensabas hacer en caso de encontrar a tu madre.

—Nada. Supongo que lo único que quería era verla.

—¿Quieres decir que no habrías tratado de decirle quien eres?

Sandra se encogió de hombros.

—Creo que no. Ha pasado mucho tiempo. Seguro que ha formado otra familia. —Sandra se puso de pie—. Hasta el miércoles.

—¿Seguirás viniendo a trabajar?

—Si no me despides, sí.

Cory le lanzó una rápida mirada.

—¿Por qué? Has dicho que viniste porque pensabas que había alguna vinculación con tu madre. ¿Por qué vas a trabajando? Es evidente que no necesitas el dinero.

—Te dije que trabajaría aquí seis semanas, cumpliré.

—Si no quieres venir, puedo buscar a otra persona.

Sandra dijo que no con la cabeza y se marchó. Condujo rápidamente, cortando el aire como un rayo.

Le pesaba la decepción de haber perdido la pista que mejor podía conducirla hacia su madre. Intentó aliviar su pena recordando el tacto de los labios de Cory sobre su boca, pero se sintió culpable al pensar en sus lágrimas. Lo había estropeado todo. Tal vez lo mejor para todos sería que se marchara.

Recorrió la ciudad en la moto hasta que el agotamiento la obligó a volver al motel. A pesar del cansancio, tardó en conciliar el sueño. Cuando empezaba a iluminarse la parte este del cielo, decidió anular la excursión a la playa; pensó que no valía la pena. Llevó algo de ropa a la lavandería y pasó el resto del día sin hacer nada, sentada en la habitación del motel y viendo la televisión. Ni siquiera una llamada de teléfono de Laura logró sacarla de su desanimo.

Durante la semana siguiente, tuvo la sensación de que Cory andaba más por la cocina que antes.

Ninguna de las dos mencionó el beso ni la conversación. En algunos momentos, Sandra se preguntaba si lo habría soñado. El viernes, cuando Sandra se disponía a marcharse después de la jornada de trabajo, Cory la llamó.

—¿Puedes venir un momento a mi despacho, por favor?

Sandra la acompañó sin hacer ningún comentario y Cory cerró la puerta tras ellas.

—Ya que no conoces a nadie en San Antonio, estaba pensando que quizá te gustaría venir a cenar el lunes.

Sandra no pudo disimular su sorpresa. Miró a Cory en silencio, mientras esta ordenaba nerviosamente las cosas del escritorio.

—Vendrán unas amigas que viven en Rockport. Pensé que te gustaría conocer a más gente —dijo Cory.

—Me marcho dentro de dos semanas —contestó Sandra más para recordárselo a si misma que para recordárselo a Cory.

—Por eso me atrevo a invitarte.

Sandra siguió mirando fijamente a Cory, que seguía apartando la mirada.

—De acuerdo, entonces. ¿A qué hora paso?

—Hacia las siete.

—¿Que llevo? —preguntó Sandra. Como Cory tardaba en contestar, propuso—: Ya llevaré el vino.

—No hace falta.

—Sí, sí. ¿Qué harás de cena?

—Trae un vino que combine bien con el pescado.

Sandra asintió y se puso de pie.

—Muy bien, nos vemos el lunes.

Sandra trató de controlar su júbilo hasta que estuvo en habitación del motel. Una vez allí, encendió el televisor y se puso a bailar por la habitación. Tenía ganas de reír a carcajadas, pero se esforzó por recordar que al cabo de unos días se marchaba de la ciudad. Cory solo pretendía ser amable con ella.

Sandra pasó el lunes por la mañana de compras, en busca del atuendo adecuado para la cena. Quería algo que no pareciera exageradamente caro pero que fuera de su gusto y no encontraba nada que la convenciera. Al final se rindió y se compró una camisa de color rosa claro y una chaqueta negra de cuero. Lo combinó con unos vaqueros negros y unas botas. Entró en tres bodegas diferentes antes de encontrar el vino que quería. Pensó en ir a cortarse el pelo, pero en el último momento decidió que no, porque el casco le estropearía cualquier peinado.

Dos horas antes de la cita, ya estaba lista. Se puso a caminar arriba y abajo por la habitación del motel, que le parecía más pequeña a cada vuelta que daba. «¿Por qué me estoy comportando como una tonta? —se dijo—.Lo único que siente Cory por mí es amistad. Me ha invitado porque le doy pena.»

Incapaz de esperar más, Sandra se montó en la moto y se dispuso a acudir a la dirección que le había dado Cory. Estaba a unas pocas manzanas y llegó diez minutos antes de la hora. Dio unas cuantas vueltas por la vecindad para matar el tiempo.

Cuando por fin aparcó en la acera de Cory, vio que frente al pequeño chalet donde vivía había una gran camioneta negra de caja descubierta. Tratando de reprimir su nerviosismo, llamó al timbre.

Sandra se quedó sin aliento cuando abrió la puerta Cory, vestida con un pantalón blanco recién planchado y una camiseta verde de algodón que resaltaba el color de sus ojos. Vio que Cory inspeccionaba y aprobaba con la mirada la ropa que se había puesto finalmente. Sandra le pasó la botella que traía. Cory observó que la etiqueta era de un vino caro e hizo un gesto de agradecimiento.

Miró un momento atrás por encima de su hombro y luego se acercó un paso a Sandra.

—¿Podrás hacerme un favor? —preguntó en voz baja.

—Supongo que sí.

Sandra notó que su corazón se quedaba en suspenso. Haría cualquier cosa por esa mujer.

—Antes de volver a dondequiera que vivas, ¿me dirás quien eres realmente?

—Ya te dije como me llamo.

—No. Me refiero a quien eres en realidad.

—Me llamo Sandra Tate. Soy arquitecta y vivo en Dallas. He venido a San Antonio para localizar a mi madre y descansar unos meses.

—¡Joder! —Cory se puso pálida y se estremeció. Sandra alargó la mano para tranquilizarla—. Por eso me sonaba tanto tu apellido. Hacía poco que había leído un artículo sobre ti en el Texas Business Review.

Antes de que Sandra pudiera responder, sonó una voz.

—Cory, ¿necesitas algo?

En ese momento apareció ante su vista una mujer mayor, un poco más bajita que Sandra. Llevaba el largo pelo canoso prendido con un broche de plata. Tenía un porte regio y llevaba una larga falda acampanada y una alegre blusa de colores. Su sonrisa era cálida y contagiosa.

—¡Hola, chicas!

Cory, sobresaltada, dio un paso atrás para que Sandra entrara en la casa.

—Nelda, te presento a Sandra. —La mirada de Cory se cruzó con la de Sandra—. Nelda es la antigua propietaria de Peepers.

Sandra miró con atención a la mujer mientras Cory cerraba la puerta de la calle. «¿Que quiero encontrar?», se dijo Sandra.

—¿De dónde viene el nombre del local? —Sandra dijo palabras casi sin respirar mientras estrechaba la mano de Nelda. — Mi padre lo llamo así por una cancioncilla antigua.

Nelda cantó entusiásticamente un fragmento, pero Sandra dejó de prestarle atención. Estaba claro que el restaurante era una pista falsa.

—¿La fiesta es aquí afuera o qué?

Sandra alzó los ojos y vio a una mujer vestida con vaqueros y botas camperas esperando en el umbral. Sus penetrantes y observadores ojos azules barrieron a Sandra de arriba a abajo.

—Quería saludar a la nueva amiga de Cory antes de que se vaya asustada cuando le empieces a contar con detalles sangrientos como tienen niños tus yeguas… —dijo Nelda a la recién llegada.

—Mis yeguas paren, no tienen niños.

—Ya lo sé, ya lo sé… —Nelda zanjó la conversación con un gesto y explicó a Sandra—: Como parece que a Cory se le ha olvidado la educación que tanto me costó darle, haré yo las presentaciones…

—Esta es J.J. Garrison —intervino de pronto Cory interrumpiendo a Nelda.

Todas se volvieron hacia ella sorprendidas. Sandra estrecho la mano de J.J.

—Encantada de conocerte. Me llamo Sandra Tat….

—Smith —cortó abruptamente Cory.

—Mujer, ¿qué te pasa? —preguntó Nelda, lanzando una mirada de perplejidad a Cory.

Sandra frunció el ceño y la miró también. ¿Por qué había mentido Cory sobre su apellido? Cory se encogió de hombros.

—No me pasa nada. Vamos a sentarnos.

Al entrar en el comedor, se detuvo de pronto.

—Sandra, ¿podrías venir a ayudarme a la cocina, por favor? —preguntó.

Sandra se excusó con las demás y la acompañó a la cocina.

—¿Te pasa algo? —le preguntó cuándo cerraron tras ellas la puerta.

—No. Bueno, sí. Supongo que estoy algo nerviosa.

Cory dejó la botella de vino sobre la encimera.

—¿Por qué me has cambiado el apellido?

—A Nelda le gusta mucho la arquitectura y habría reconocido tu nombre enseguida. Habría sido un poco complicado explicarle que ahora estés trabajando para mí, ¿no te parece?

Sandra asintió, agradecida por la intervención de Cory.

—Oye —continuó Cory, moviéndose con nerviosismo—: hay otra cosa que quiero preguntarte, pero no sé muy bien cómo hacerlo.

—Pregúntame, sin más.

—Te parecerá una pregunta extraña.

—Da igual.

—¿Te has casado alguna vez o has cambiado de apellido por algún motivo?

—No.

—Por favor, no me mientas. ¿Tate es tu apellido oficial, el de la partida de nacimiento?

—Si —respondió Sandra, desconcertada ante la insistencia de Cory.

Cory cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Llevas encima algún documento de identidad que tenga foto?

Sandra se sintió como si la hubieran abofeteado. Sacó el billetero y le enseñó el carné de conducir a Cory.

—¿Te vale esto?

Cory lo miró atentamente y comparó la foto con la cara de Sandra antes de devolverle el documento.

—¿Me crees ahora?

La voz de Sandra dejó traslucir la rabia que sentía.

—Sí.

—A ver, chicas. Basta ya de secretitos. Me muero de hambre —dijo Nelda, entrando de repente en la cocina— Cory, pon el pescado al horno mientras yo preparo una ensalada. Sandra, ¿sabes cocinar?

—No. A mi dejadme para fregar los platos.

Intentó mantener un tono de voz normal, pero le habían dolido las dudas de Cory. «Lo provocaste tú sola. Fuiste tú quien empezó con las mentiras», se recordó.

—¡Vaya, corazón! —exclamó Nelda—. Así que te encargas tú de los platos. ¡Qué bien me caes!

Anda, ve a hacer compañía a J.J. Si no tienes muchas ganas de hablar, pregúntale algo sobre caballos o sobre joyas y ya verás cómo empieza y no para hasta varias horas después.

Sandra regresó al salón y se encontró con J.J. absorta en la contemplación de los planos que Cory había estado mirando en el restaurante.

—Es una casa preciosa, ¿verdad?

La rabia de Sandra se apaciguó un poco mientras observaba los planos de la casa. J.J. la miró por encima de sus gafas de lectura.

—A juzgar por la foto, parece que esta para que la declaren en ruina.

—En realidad no está en tan malas condiciones. Cory dice que los cimientos son sólidos. Quiere mantener el diseño original, así que no hará falta demoler ni reconstruir demasiado —explicó Sandra mientras cogía los planos y le señalaba algunos detalles.

—Yo solo veo un batiburrillo de líneas y garabatos incompresibles —dijo J.J., con una mueca que provocó la risa de Sandra—. ¿Cómo es que sabes tanto de estas cosas?

Sandra se encogió de hombros y dejó otra vez los planos en la mesa.

—He leído cosas por aquí y por allí.

J.J. se quedó contemplando el anillo de Sandra. Cuando vio que Sandra se había dado cuenta de su mirada, dijo —Un anillo muy bonito. ¿Te lo regalaron?

—No —replicó Sandra—. Me lo compre hace unos años.

El anillo era un regalo que se había hecho a sí misma. Se lo había comprado al terminar su primer proyecto importante. Se sentó en el sofá. Como no quería que la conversación girara en torno a ella, siguió el consejo de Nelda.

—Nelda me ha dicho que podía preguntarte lo que quisiera sobre caballos o sobre joyas.

—A Nelda le encantan los caballos, pero no le digas que lo he dicho.

Los ojos de J.J. resplandecieron al mencionar el nombre de Nelda. Sandra se sintió reconfortada por el amor que reflejaba la mirada de J.J. al hablar de su compañera.

—¿Cuánto tiempo lleváis juntas? —preguntó Sandra.

—Me besó por primera vez hace treinta y cuatro años.

Sandra se quedó boquiabierta.

—¡Madre mía! Hasta ahora no estaba muy segura de que las relaciones pudieran durar tanto tiempo.

—Casi todo es posible si lo deseas lo suficiente.

—Y tú lo deseabas, me imagino —bromeó Sandra.

—Hasta el último aliento. —Se quedó un momento absorta en sus pensamientos—. Bueno, cuéntame: ¿que hay entre tú y Cory? —preguntó al final.

—Nada —dijo Sandra, sonrojándose y rascándose la barbilla.

—Entonces, ¿por qué nos ha invitado a cenar? Solo nos invita con tan poco tiempo de anticipación cuando está pasando por una crisis seria. Y como has venido tú también, tienes que ser tú el motivo.

Sandra no se sintió ofendida por la franqueza de la otra mujer.

—Creo que le doy pena porque hace poco que estoy en San Antonio.

—¿Dónde vivías antes?

—En todas partes. Hay muy pocas ciudades en Tejas en las que no haya vivido.

—¿Y fuera de Tejas también?

—Estuve un par de años en la Costa Este.

—Y el frío pudo contigo, ¿no? Los auténticos tejanos no soportan el frío.

Sandra se rió.

—Háblame de tus caballos.

Los ojos de J.J. resplandecieron cuando inició una larga y detallada explicación sobre los percherones que criaba y adiestraba. Sandra, contenta de ver su entusiasmo, se recostó en el sofá para escucharla.

—¿Has visto? Ya te he dicho que se pondría a hablar y no pararía —bromeó Nelda al entrar en el salón.

—No me critiques tanto. He encontrado una interlocutora que sabe la diferencia entre belfo y pezuña.

Nelda miró a Sandra horrorizada.

—Por favor, otra amante de los caballos, ¡no!

J.J. se puso de pie y pasó el brazo por el hombro de Nelda.

—Míralo de esta manera, cariño: con Sandra por aquí, puedo dedicarme a hablar de caballos con ella sin agobiarte a ti.

Nelda se volvió hacia Sandra.

—Corazón, ¿te gustaría que te adoptáramos? Te firmaré un contrato garantizándote mi agradecimiento hasta el fin de mis días.

—Un fin que, a menos que dejes de criticarme, no tardará en llegar —amenazó J.J. a Nelda, dándole un cariñoso apretón en el antebrazo.

—¡Ya ves cómo me agradecen que haya venido a avisar de que la cena esta lista! —refunfuñó Nelda.

—Perfecto. Sandra y yo nos estábamos quedando secas, sentadas aquí sin nada que beber —dijo J.J., volviendo junto a Sandra y pasándole un brazo por los hombros.

Sandra vio que Nelda fruncía el ceño al mirarlas.

—¿Os habíais visto antes? —preguntó, sin apartar la mirada de Sandra.

—No creo. Hace poco que estoy en San Antonio — explicó Sandra.

Nelda quiso hablar, pero se interrumpió porque las llamó Cory desde el comedor.

A Sandra le gusto la casa de Cory. Había un batiburrillo muebles distintos, pero cuidadosamente seleccionados para que combinaran con pasmosa perfección. Cory habría sido ser una gran interiorista. Su casa daba la misma impresión de comodidad que la de Laura. Y Cory y Laura podrían ser buenas amigas. La idea satisfizo a Sandra.

—Siéntate donde quieras —le indicó Cory desde el aparador, donde estaba forcejeando con la botella de vino.

Sandra se le acercó.

—¿Te ayudo? —preguntó. Cory parecía nerviosa— ¿Qué te pasa? —inquirió Sandra, rozándole la mano.

—Nada. Ve a la mesa y siéntate.

Sandra hizo lo que le indicaba. La cena constaba de pescado al horno, pasta hervida con una salsa cremosa y brécol. Olía muy bien. Cuando empezaron a comer, se hizo un silencio incomodo sobre la mesa. Sandra recordó que NeIda le había dicho que podía hablar de joyas con J.J.

—Me han dicho que te interesa la joyería —dijo Sandra a J.J.

—J.J. es orfebre —dijo Cory.

—¿Estas especializada en algún tipo de joyas en particular? —preguntó Sandra.

—Puedo diseñar cualquier tipo de joya, pero lo que más me gusta son los anillos.

—J.J. vende sus joyas en todo Estados Unidos —informó Nelda con orgullo. Una vez más, Sandra fue consciente del amor que unía a aquellas dos mujeres.

—Y Nelda se dedica a hacerle propaganda —dijo Cory, inclinándose sobre la mesa y apretando la mano de Nelda.

Sandra apartó la vista rápidamente, desconcertada por un repentino acceso de celos.

—La próxima vez que venga iré a ver tu trabajo —dijo Sandra, centrando su atención en J.J.

—De hecho, ya lo has visto —replicó Nelda.

Sandra negó con la cabeza.

—Creo que no, lo siento. No entiendo mucho de joyas.

—Lo que Nelda ha tratado de decirte, aunque sin demasiado tacto, es que el anillo que llevas lo diseñé yo-dijo J.J., lanzando a Nelda una fugaz mirada reprobatoria.

Sandra se quedó mirando boquiabierta el anillo que llevaba en el dedo.

—Lo compré hace unos años en Nueva York.

Al ver las miradas que intercambiaron las tres recordó lo caro que le había costado. Con su actual sueldo de lavaplatos, habría tardado dos años y medio en pagarlo. Cory empezó a remover nerviosamente el pescado en el plato.

—Sandra me contaba que le encanta montar a caballo —dijo J.J., rompiendo el silencio—. Cory, ya que tiene libres el lunes y el martes, y dado que tú eres la jefa y puedes tomarte un descanso siempre que quieras, ¿por qué no venís las dos el próximo lunes y os quedáis a dormir en casa? Podemos salir a cabalgar por el día y a lo mejor intentar pescar un poco por la noche. Te irá bien descansar.

Cory fue a decir algo, pero J.J. la interrumpió, mirando a Sandra y diciéndole:

—¿Te gusta pescar, Sandra?

—Nunca lo he probado —contestó.

—¡Nunca has ido a pescar! ¡No puede ser, tiene que ser culpa de alguna confabulación comunista!

—exclamó Nelda.

—Pues ya está decidido —dijo J.J., dando una palmada sobre la mesa.

Sandra sonrió, pensando que aquellas mujeres le caían bien. Durante el resto de la cena, charlaron sobre lo imprevisible que era el tiempo en Tejas. Después de comer, Sandra y J.J. fregaron los platos en la cocina mientras Cory y Nelda sacaban un Scrabble y abrían otra botella de vino. El tiempo se escabulló con rapidez, demasiada para el gusto de Sandra. Postergó el momento de marcharse tanto como se lo permitió la educación.

Horas después, ya en la habitación del motel, Sandra se metió en la cama con una extraña alegría. «A lo mejor podría quedarme a vivir aquí», pensó mientras la invadía el sueño.