Capítulo 11
DEE y Sandra regresaron en silencio a la tienda de motos. Cuando entraron, Connie estaba hablando con un cliente. Las saludó con un gesto y siguió atendiéndolo.
—¿Cómo prefieres que te lleven el coche y la moto a casa-preguntó Dee.
Se habían quedado de pie a la puerta del despacho. Sandra estaba contenta de no entrarse a solas con ella, porque le resultaba muy difícil reprimir el ansia de tocarla.
—¿Puedo dejar el coche aquí hasta la tarde? Hablaré con alguien para que me lo lleve a casa — propuso Sandra.
—Si quieres, puedo llevártelo yo esta noche —se ofreció Dee, mirándola inquisitivamente.
—Sí, podrías, pero yo también podría empezar a echarte demasiado de menos.
—¿Y eso sería un problema?
—Un día encontré a mi amante en la cama con otra mujer, y no quiero que vuelva a pasarme lo mismo nunca más.
Dee asintió.
—Conmigo, seguramente te pasaría —reconoció — Me temo que aún no estoy preparada para sentar la cabeza.
—Siempre te recordaré.
—Lo dices como si fuera un final.
—Solo es el final de lo que pasó entre nosotras anoche-le aseguró Sandra.
—Nada nos impide divertirnos un poco de vez en cuando —dijo Dee.
Sandra sonrió y la estrecho entre sus brazos antes de ir a buscar la moto al garaje. Había sido una noche maravillosa, pero no se veía capaz de prolongar la relación sin involucrarse.
Sandra regresó a su casa y se tomó un desayuno tan sano que Margaret no pudo menos que sonreír complacida. Después empezó a resolver los trámites que debía zanjar antes de su partida.
Telefoneó a Allison, que se encargaría de sus asuntos profesionales y personales mientras ella estuviera fuera. Al principio, Allison no se mostró muy convencida con la idea de Sandra de emprender un viaje sola en moto, pero, a media que esta le fue contando el proyecto, empezó a entusiasmarse.
—Me parece que te tengo envidia —dijo, tras escuchar como Sandra le describía la sensación que producía montarse en una moto.
—Si quieres te llevo de paseo —repuso Sandra.
—No, gracias —replicó Allison, rechazando la propuesta—. Lo que me da envidia son los dos meses de libertad que vas a tener, no el medio de transporte.
—¡Cobarde!
—¡Y que lo digas!
Después de colgar, Sandra preparó una carta para el Centro de Niños Minusválidos, con un cheque por valor de cincuenta mil dólares. Se puso unos vaqueros y una camiseta limpios y volcó el contenido de su bolso sobre la cama. Separó las cosas imprescindibles, comprobó que le cabían cómodamente en los bolsillos, y guardó el resto en un cajón. En ese momento la invadió el cansancio y se tendió sobre la cama, pensando en la noche anterior. Se sumergió en un sueño reparador con una sonrisa en los labios.
Sandra estuvo hasta el miércoles siguiente resolviendo los asuntos pendientes, despidiéndose de los amigos más cercanos y portándose bien para que Margaret no la riñera.
Le dio dos meses de vacaciones pagadas y un billete de ida y vuelta a Dublín, donde vivía su hermana. Después de eso, Margaret la perdonó hasta el punto de aceptar que Sandra dejara el piso cerrado. Margaret pensaba quedarse en casa de Minnie hasta el día de su viaje a Irlanda.
Sandra empaquetó sus cosas en una pequeña mochila. En el último momento, tomó la fotografía en la que aparecía con el señor Peepers y se la guardó en el billetero. Salió de su casa sin mirar atrás.
Sandra fue en la moto hasta la casa de Laura, donde tenía previsto pasar aquella noche. A la mañana siguiente empezaría el viaje.
Sandra y Laura estaban sentadas en el banco de columpio, en el porche de la casa de Laura.
—¿Seguro que no te importa cuidarme el Jaguar mientras estoy de viaje? —Sandra sabía que Laura estaba enamorada de su coche.
Laura se llevó el dorso de la mano a la frente con un gesto teatral.
—Será un agobio insoportable, pero intentaré cumplir mi obligación. Yo, por una amiga, hago lo que sea, Sandra ahogó una risita. Se balancearon en silencio, escuchando los sonidos de la fauna nocturna.
—¿Intentarás encontrar a tu madre? —inquirió Laura.
—Sí. Necesito saber por qué se fue. Quiero saber por qué mi padre insistió tanto en que no nos viéramos —respiró hondo—. Cuando era pequeña, mi padre era todo mi mundo. Cambiábamos de ciudad muy a menudo y nunca conseguí hacer amigos. Ahora que ha pasado el tiempo, veo t las cosas bajo otra luz. Por ejemplo, el hecho de que siempre quisiera cobrar el sueldo en efectivo.
En el corral de detrás de la casa, uno de los caballos piafó y soltó un bufido. Sandra continuó.
—Cuando recogí las cosas de mi padre después de su muerte, no descubrí ni un solo cheque anulado, ni resguardos de impuestos ni tarjetas de crédito. Y tampoco vi ningún carné de conducir. ¿No te parece extraño?
Laura asintió.
—¿Alguna vez te explicó por qué cambiabais ciudad?
—Siempre decía que nos trasladábamos porque en el nuevo sitio podría encontrar un trabajo mejor.
—¿Tú le creías?
Sandra se encogió de hombros.
—Era mi padre. Nunca se me ocurrió dudar de él. Hasta hace poco, al menos.
—Y ahora, ¿qué es lo que sientes?
Sandra llevaba preguntándose eso mismo desde que había leído la carta de su madre.
—No lo tengo claro. Quiero creer que nos mantuvo alejadas por una cuestión de celos. Nunca lo vi como el típico machista, pero tal vez es que no lo conocía bien, en realidad —suspiró y movió la cabeza pensativamente— Era mi padre. No creo que pueda dejar de quererlo. Lo que tengo que hacer es tratar de localizar a mi madre y enterarme de qué ocurrió.
—¿Cómo la encontrarás?
—Iré a la dirección indicada en la carta y veré adonde me conduce.
—¿Piensas pasar los dos meses en San Antonio?
Sandra se encogió de hombros.
—No lo sé. No tengo ningún plan a largo plazo. Viviré cada día según vaya surgiendo.
—Parece que aún hay esperanzas para tu caso, doña Perfecta —dijo Laura, dando un apretón al brazo de Sandra.
Sandra miró el cielo tachonado de estrellas. ¿Qué le depararía el mañana? Experimentó un súbito acceso de miedo mezclado con impaciencia, pero nunca antes se había sentido tan viva.
El día amaneció con una magnifica sinfonía de rosados y violetas. Laura insistió en que Sandra desayunara antes de marcharse. Sandra estaba tan impaciente por salir a la carretera que apenas podía estarse quieta en la silla. Cuando decidió que por fin podía marcharse sin resultar maleducada, su resolución titubeó. Al parecer, Laura captó su súbita vacilación.
—No te preocupes, doña Perfecta. Esta va a ser la mayor aventura de tu vida. Una aventura que podrás contarles a tus nietos.
—Yo no tendré nietos —le recordó Sandra.
—Entonces podrás contárselos a los míos — Laura la estrechó con fuerza—. Vete antes de que me eche a llorar.
Con un nudo en la garganta que no la dejaba hablar, Sandra asintió con un gesto y se puso el casco.
Todas las dudas la abandonaron cuando arrancó la moto. Sonrió y notó un subidón de adrenalina.
—¡No te olvides de telefonear! —gritó Laura entre el ruido del motor.
Sandra alzó el pulgar en gesto de asentimiento y llevó la moto pausadamente hasta la calzada. Se puso nerviosa con el tráfico de la ciudad. Por suerte, el trozo de circulación densa que tenía que atravesar hasta salir a la carretera no era muy largo. Dispuesta a disfrutar de la conducción y del paisaje, optó por dirigirse a San Antonio por una de las vías menos transitadas.
Los arbustos que bordeaban la carretera estaban empezando a florecer. Sandra se detuvo varias veces a admirar su belleza. Por primera vez en su vida, se sentía absolutamente libre. Podía seguir hasta San Antonio en busca de su madre, o podía tomar cualquier desvío para ir adonde le diera la gana.
No había muchos coches y el sol le acariciaba la espalda. En ese momento la vida se acercaba a la perfección. Solo lamentaba que nadie compartiera con ella la belleza y la emoción de aquel viaje.
Cuando Sandra llegó a San Antonio, era ya media tarde. Observó con atención un plano de la ciudad y memorizó la ruta que debía seguir para llegar a la dirección indicada en la carta de su madre.
Mientras atravesaba la tranquila vecindad, intentó que sus esperanzas no se descontrolaran excesivamente. Localizó la dirección sin dificultades y suspiró con alivio al ver que aún existía la casa.
Era un edifico de ladrillo rojo de dos plantas, bastante grande. Con los años, lo habían dividido en varios apartamentos diferentes. Sandra rodeó la manzana tres veces antes de recopilar el valor suficiente para detenerse. Caminó lentamente por la acera, imaginando que diría si te se encontraba con su madre. Llamó al timbre donde indicaba «Recepción». Como no respondió nadie, Sandra se dio la vuelta para marcharse, con una mezcla de alivio y decepción.
—¿A quién buscas? —preguntó una voz de pronto.
Sandra se giró pero no vio a nadie. En el momento en que iba a concluir que se lo había imaginado, la voz volvió a hablar.
—Estoy aquí, al otro lado del seto.
Sandra caminó hacia la voz.
—Sal otra vez a la acera y pasa por la entrada de mi parcela.
Sandra siguió las instrucciones de la mujer que hablaba. Unos setos altos rodeaban la casa contigua.
Sandra empujó la cancela y vio a una mujer mayor en una silla de ruedas.
—Todos han salido. ¿Con quién querías hablar? —preguntó, tirando de un mechón de su pelo rizado y gris. —Estoy tratando de localizar a Jessica Tate. No sé con seguridad si continúa viviendo aquí.
Esta era su dirección hace unos treinta años.
—¡Treinta años! —farfulló la mujer, moviendo la cabeza y haciendo un ruido desagradable con la garganta—. Lo tienes difícil para encontrar a alguien que haya vivido en esa casa hace treinta años.
—Se acercó a Sandra y añadió-Me parece que trapichean con drogas.
Sandra, sorprendida, lanzó una mirada al edificio de apartamentos. Los setos tapaban la mayor parte de la casa.
—¿Por qué buscas a esa mujer? ¿Eres poli? — la mujer la miró fijamente, entrecerrando los ojos.
—No, señora.
—No me llames señora. Yo nunca le llamo señora a nadie y no me gusta que me lo llamen. Soy Hilda Cunningham. —Dirigió una mirada suspicaz a Sandra—¿Y tú cómo has dicho que te llamas?
—Me llamo Sandra. La señora Tate era amiga de mi madre, y le dije que me pasaría por aquí para ver si continuaba viviendo en la casa.
Sandra no quiso explicar que estaba buscando a su madre. Confiaba en que la mujer no le preguntara su apellido. La anciana inclinó la cabeza a un lado y cerró un ojo.
—Tate, Tate… No recuerdo a nadie que se apellidara Tate. Aunque llevo viviendo aquí desde que tenía 34 años, así que he visto a mucha gente entrando y saliendo y me temo que no me acuerdo de todos —Movió la cabeza pensativamente y contempló los apartamentos —¿Cómo era la amiga de tu madre?
Sandra sintió una súbita tristeza.
—No lo sé —contestó con franqueza. No recordaba la cara de su madre.
—En fin, da igual. Es difícil que la encuentres después de tantos años.
Después de oír este comentario tan poco esperanzador, Sandra se fue en busca de un sitio donde comer. Se detuvo frente a un pequeño restaurante situado a pocas manzanas. Sabía que lo próximo que tenía que hacer era contratar a un detective privado, una persona que tuviera los conocimientos y los contactos necesarios para seguir con la investigación. Ahora que había llegado a la ciudad, volvía a sentir dudas. Mientras comía, sopesó los pros y los contras de continuar con la búsqueda. En parte deseaba conocer a su madre, aunque seguía albergando un hondo temor a la posibilidad de que ella no quisiera verla y la enviara a paseo. A esas alturas, todavía podía intentar convencerse de que su madre la había querido siempre y que había habido un motivo comprensible para su partida. La carta reforzaba aquella fantasía, pero si su madre le decía que se fuera, el rechazo sería definitivo.
Cuando la camarera se acercó a retirar los platos, Sandra le pidió un listín telefónico. Aparecían seis personas con el apellido Tate, pero nadie con el nombre de pila Jessica o la inicial J. Abrió las páginas amarillas y copió los nombres y direcciones de unos cuantos detectives en un bloc que llevaba en el bolsillo. Podría llamarlos más adelante.
No conocía muy bien San Antonio. Había estado un par de veces para asistir a algún congreso o a alguna reunión, pero solo había visto el camino que llevaba del aeropuerto al hotel. San Antonio era la única ciudad importante de Tejas en la que no habían residido ella y su padre. Comprendió que él había querido evitar cualquier posibilidad de encontrarse con su madre. Hojeó las páginas amarillas al azar. Vio la sección de restaurantes y miró cuales aparecían en la lista. En los dos próximos dos meses, seguramente llegaría a conocer bastante bien algunos de ellos. De pronto, su dedo quedó paralizado sobre el anuncio del restaurante Peepers. Se acordó de la fotografía que llevaba en el billetero y del osito de peluche que sujetaba en brazos: el señor Peepers. Cuando se disponía a cerrar el listín, se detuvo y copió la dirección del establecimiento. «No es más que una coincidencia», se dijo, pero tenía mucho tiempo libre y podía ir detrás de cualquier pista. ¿Por qué no lo intentaba?
Pagó la cuenta y salió del restaurante. Al subirse a la moto, examinó otra vez el plano. Peepers quedaba al sur de la ciudad.
Entre que se saltó la salida de la autopista y se perdió al intentar retroceder, tardó una hora en atravesar la ciudad y llegar hasta la dirección anotada. Mientras esperaba en un semáforo en rojo, divisó un gran cartel azul y blanco con el nombre de Peepers. El restaurante estaba en una estrecha travesía, al final de la siguiente manzana. Era un amplio local pintado de blanco, que se alzaba al lado de un gran aparcamiento y estaba decorado al estilo de los años cincuenta. «La idea es buena, pero la situación es pésima», pensó Sandra.
El semáforo se puso en verde y Sandra continuó la marcha. Mientras contemplaba la fachada del restaurante, un coche que salía de detrás de un largo y alto seto de adelfas se precipitó sobre ella.
Sandra hizo caso de su instinto. Al darse cuenta de que el coche iba a chocar con ella, giró la moto con una rápida maniobra, tal como le había enseñado Dee, y consiguió desviarla justo antes de golpear contra el vehículo. Cayó sobre el bordillo y se quedó aturdida. Le dolía el hombro izquierdo.
Se palpó con cuidado el resto del cuerpo. No parecía tener nada roto. Sandra oyó el crujido de la ropa de una persona que se arrodillaba a su lado. Giró sobre sí misma y quedó tumbada boca arriba.
—No lo muevan —ordenó una voz.
—Se ha movido él —respondió una segunda voz.
Sandra se estaba recuperando del susto. Se levantó la visera del casco y trató de incorporarse.
—Es mejor que no te muevas.
Alzó la mirada y vio a una mujer de ojos verdísimos cargados de preocupación. Su pelo rubio y muy rapado y su mandíbula un poco cuadrada sugerían un carácter fuerte y decidido. «Ese color de ojos es real, no lleva lentillas», pensó Sandra. La mujer le pasó un brazo por el hombro para que se apoyara, y el corazón de Sandra reaccionó con un extraño vuelco.
—Quédate boca arriba —le indicó la mujer, apoyando en su regazo la cabeza de Sandra.
«Seguramente no tengo que incorporarme tan deprisa», razonó Sandra, sin dejar de mirar fijamente los fascinantes ojos de la mujer.
—Han ido a buscar una ambulancia. No tardara en llegar — la tranquilizó la mujer.
La noticia sacó a Sandra de su ensoñación.
—Estoy bien —replicó, levantando de mala gana la cabeza e incorporándose poco a poco.
La mujer la agarró del brazo con firmeza.
—De verdad que estoy bien —le aseguró Sandra, quitándose el casco.
Al volverse hacia ella otra vez, vio que la otra suspendía el aliento. Durante un largo segundo, sus miradas se encontraron. La llegada del coche de policía rompió el momento. Sandra lanzó una ojeada alrededor y descubrió con sorpresa que se había congregado una pequeña multitud. Localizó la moto: la rueda delantera estaba aplastada debajo del coche. De repente sintió dolor y rabia. Dee la había advertido de que algunos conductores nunca comprobaban si venía una moto. Contempló por un momento a la multitud que la rodeaba.
—¿Quién me ha atropellado? —preguntó, volviéndose hacia la mujer. Pensaba demandar al imbécil que había destrozado su preciosa moto.
—He sido yo —replicó ella.
Antes de que Sandra pudiera responder, se acercaron dos policías. Uno de ellos se llevó a Sandra a un lado para hacerle unas preguntas. Era un hombre de mediana edad, con una cara tan surcada de arrugas que Sandra se encontró tratando de imaginar que habría visto en su vida para haber envejecido de esa manera.
—Soy el agente Peterson. ¿Está usted herida? —preguntó.
Sandra probó a hacer rodar el hombro.
—Me he dado un golpe en el hombro, pero no tengo nada roto.
El policía asintió.
—Perfecto. Cuénteme que ha pasado —dijo, sacando un bolígrafo del bolsillo.
—Yo he arrancado cuando la luz se ha puesto verde —explicó Sandra, señalando el semáforo que había detrás del policía—. Y lo siguiente que recuerdo es que un coche ha aparecido de repente delante de mí.
El policía observó el semáforo, la acera de la que había salido el coche y el escenario del accidente.
—Tiene suerte de haber sabido maniobrar la moto —dijo Peterson, observando la moto que estaba debajo del coche.
—He tenido una buena maestra —contestó Sandra, contemplando su moto. Probablemente el sentimiento de culpabilidad y la insistencia de Dee le habían salvado la vida, o como mínimo habían impedido que resultara gravemente herida.
El policía empezó a escribir el informe del accidente, y Sandra se volvió para mirarlo. Todavía contestó un par de preguntas más sobre el percance. Cuando Sandra explicó que estaba de paso en San Antonio, el agente apuntó su dirección de Dallas y le recomendó unos cuantos hoteles del centro en los que podría alojarse mientras le reparaban la moto. En el momento en que le estaba dando la lista de hoteles, llegó la ambulancia.
—Ya que han venido, dígales que la lleven al hospital para que le hagan una radiografía del hombro —les indicó el policía.
Sandra declinó la propuesta. No necesitaba ningún médico. La cazadora y el casco la habían protegido del choque contra el pavimento. Sentía palpitar un dolor en el hombro; seguro que a la mañana siguiente le saldría un cardenal. Pero, tras probar a moverlo con cuidado, concluyó que no se había hecho ningún daño serio.
La mujer que la había atropellado con el coche estaba hablando a gritos con el otro policía.
—Voy a ir a ver qué está pasando ahí —se excusó Peterson—. Nos pondremos en contacto con usted si necesitamos preguntarle algo más, señora Tate.
Sandra le dio las gracias y lo siguió para ver de qué discutía la mujer.
—He avisado un montón de veces al ayuntamiento de los peligrosas que son esas adelfas —insistía la mujer—. Les dije que un día de estos habría algún herido.
Peterson intentó hablarle, y la mujer bajó el tono de voz. Sandra miró el seto. Realmente, era peligroso. Subió a la acera y avanzó hasta el punto en el que tendría que detenerse un coche antes de incorporarse a la carretera principal. Siguió avanzando hasta que consiguió ver lo que había al otro lado de las adelfas. Para que un conductor pudiera ver algo, el coche tendría que estar ya en la calle.
Un enfermero del servicio de urgencias se acercó a Sandra.
—¿Se ha hecho daño? Parece que puede moverse sin dificultades.
—Me he dado un golpe en el hombro, pero no me duele.
—¿Me permite que le eche un vistazo, para más seguridad?
Sandra quiso discutir pero comprendió que sería menos complicado dejarse examinar el hombro.
Además, así quedaría mejor cuando se lo contara a Laura y Allison. No les causaría muy buena impresión que hubiera tenido un accidente el primer día. Y no quería ni pensar en la reprimenda que le echaría Margaret si se enteraba del accidente. Desde luego, Sandra no pensaba contárselo.
—Menos mal que llevaba puesta la cazadora; si no, podría haberse hecho mucho daño al golpearse contra el pavimento —le dijo el enfermero, palpando el hombro de Sandra— Le está saliendo un cardenal. Debería verla un médico.
—Iré más adelante, si me sigue doliendo — prometió Sandra.
Volvió a ver a la mujer que la había atropellado. Había acabado de hablar con los policías y estaba de pie junto al coche, contemplando la moto de Sandra. Sandra dio las gracias al enfermero y se encaminó hacia su moto.
—Lo siento muchísimo —dijo la mujer, mientras Sandra se colgaba la cazadora del brazo.
—Saliste de la acera a toda pastilla —la acusó Sandra, intentando controlar la rabia.
Sabía que las adelfas bloqueaban la visión de la mujer, pero no habían crecido de un día para otro.
Era evidente que aquel seto representaba un problema de seguridad desde hacía tiempo. La mujer se la quedó mirando.
—Cuando te vi venir, era demasiado tarde. Intenté apartarme de tu camino.
Sandra se entristeció al contemplar la rueda deformada de su preciosa moto. Le entró un escalofrío cuando pensó en lo que podía haberle pasado a ella si Dee no la hubiera entrenado.
—¿Te encuentras bien?
Sandra se puso la cazadora rota, a pesar de que hacía calor.
—¿Dónde quieres que llevemos la moto? —escuchó.
Sandra se volvió y vio a un tipo alto y flaco con un bloc en la mano. Llevaba una camisa verdosa con una etiqueta que rezaba «Gruas Feltz». Vaciló un momento, sin saber muy bien adonde enviar la moto a reparar.
—Conozco a un tipo que tiene un taller de reparaciones cerca de aquí. Arregla muy bien las motos —propuso la mujer.
—¿Vas a comisión? Te da un porcentaje por cada uno que atropellas y le envías? —masculló Sandra, lamentando enseguida aquel arranque de rabia infantil.
La voz de la mujer se cargó de exasperación y su mirada se clavó otra vez en Sandra.
—Solo intento ayudar. Ya te he dicho que lo siento mucho —dijo, señalando los restos del atropello con la mano.
—Sintiéndolo no me arreglarás la moto —contestó Sandra. Se volvió hacia el conductor de la grúa y preguntó—¿Hay algún concesionario de Honda en la ciudad?
El hombre se quitó una ajada gorra de baloncesto con el nombre de los Spurs y se rascó la calva.
—No entiendo mucho de motos. Pero puedo llamar a la empresa y consultarlo.
Sandra, disgustada ante la idea de tener que dedicar la siguiente hora a aquel asunto, pensó que aquello también sería demasiado complicado.
—¿De verdad es buen mecánico tu amigo? —preguntó a la mujer, mientras miraba el restaurante.
—El mejor de la ciudad —le aseguró ella.
—¿Dónde tiene el taller?
La mujer tomó una agenda del coche e indicó la dirección al conductor de la grúa. Sandra apuntó también la dirección y el teléfono del Taller de Reparaciones Bill en el bloc y se volvió hacia el conductor.
—Dígales que pasare más tarde para rellenar los papeles.
El hombre quiso protestar, pero Sandra le lanzó su más implacable mirada de ejecutiva. El se encogió de hombros, le dio el bloc y los papeles que tenía que firmar y se puso a la tarea.
Sandra sintió un escalofrío cuando el conductor de la grúa enganchó el coche y levantó la parte delantera del vehículo para retirar la moto. Los dos policías y un transeúnte lo ayudaron a cargarla en la parte trasera de la camioneta. El hombre volvió a bajar el coche, lo desenganchó de la grúa y se marchó. Aparte de una pequeña abolladura en la parte baja de la puerta, no parecía que el vehículo hubiera sufrido ningún daño.
Para consternación de Sandra, los policías ordenaron a la mujer que volviera a meter el coche en el aparcamiento. Ahora tendría que salir marcha atrás para incorporarse a la circulación.
—Seguro que atropella a otro —masculló Sandra para sus adentros, mientras se encaminaba al restaurante.
—¿Quieres que te lleve a algún sitio? —le gritó la mujer.
—Iba a aquel restaurante para hablar con el propietaria —dijo Sandra sin reducir el paso.
—¿Para qué?
Sandra se detuvo y se volvió hacia la mujer, asombrada de su descaro.
—Lo siento —balbuceó la mujer, al darse cuenta de la sorpresa de Sandra—. La propietaria soy yo — le explicó apagando el motor y saliendo del coche—. Me llamo Cory Gallager — dijo tendiéndole la mano.
Sandra no pudo evitar fijarse en sus dedos largos y finos, al mismo tiempo que tomaba conciencia de aquellas palabras y su significado. En parte, había albergado esperanzas de que la propietaria del restaurante fuera su madre.
—Me llamo Sandra —dijo, intentando ocultar su decepción.
—¿Por qué venias a verme? —le preguntó Cory.
Sandra vaciló. De repente le pareció ridículo decir: «He venido a preguntarte por qué tu restaurante se llama así». Pero daba igual. Era imposible que aquella mujer fuera su madre.
Sandra observó el cartel del restaurante. Había tenido el presentimiento de que allí encontraría alguna respuesta, y su intuición pocas veces se equivocaba. Volvió a mirar los verdes ojos de la mujer. ¿Podría ser ella el imán que la había atraído hasta aquel lugar?
—¿Te envían de la agencia de trabajo temporal por lo esto de lavaplatos? —preguntó Cory, mirando con atención la ropa de Sandra. Sandra reprimió una risa—. Es solo media jornada. Una de mis empleadas está de baja. Así que el contrato será solo de seis semanas.
—Muy bien.
Sandra miró a su alrededor para ver si era realmente ella la que había hablado o había sido otra persona. Durante un breve instante, sintió dudas sobre su decisión. ¿La movía la curiosidad por el restaurante o por la propietaria? Cory seguía mirándola atentamente.
—Ya te habrán dicho que se cobra el sueldo mínimo y que es jornada partida.
Sandra hizo un pequeño cálculo mental e intentó reprimir su sonrisa. Su empresa se gastaba más en lápices cada mes.
—Ningún problema —dijo.
Cory parecía vacilante.
—¿Tienes experiencia o referencias?
—¿Para lavar platos? —preguntó Sandra, perpleja—. ¿Cuánta experiencia se necesita?
Una sonrisita traviesa asomó a la cara de Cory.
—Te espero mañana por la mañana a las diez. Servimos desayunos, pero a la hora de la comida viene mucha gente.
—Allí estaré —le aseguró Sandra.
Sandra se puso a pensar en que podía hacer a continuación. No tenía ni idea de donde quedaba el Taller de Reparaciones Bill. Lo más probable era que estuviera demasiado lejos para llegar a pie. Se arrepintió de no haber querido ir con la grúa.
—Puedo llevarte en coche al taller de Bill.
Sandra quiso protestar, pero miró los verdes ojos de Cory y se contuvo.
—¿Vives por aquí? —le preguntó Cory cuando se incorporaban a la circulación.
—No —contestó Sandra sin pensar.
—Ah, ¿y dónde vives, entonces?
Sandra le indicó la única dirección que conocía en la ciudad: la del apartamento en el que había vivido su madre. Cory se mordió el labio.
—No quiero ser indiscreta, pero ¿cómo vas a venir a trabajar? Tienes que cruzar toda la ciudad.
—Tengo la moto asegurada —contestó Sandra, revolviéndose incómoda—. Me darán un coche de alquiler hasta que esté reparada.
Cory asintió, pero siguió frunciendo ceño. Continuaron el viaje en silencio, hasta que dejaron el coche en el pequeño aparcamiento del taller de Bill unos minutos después.
—Sandra —empezó a decir Cory, que acto seguido calló.
Parecía querer decir algo, pero se limitó a menear la cabeza. Abrió la guantera del coche y sacó una tarjeta de visita.
—Este es el teléfono del restaurante.
Tomó del parasol un bolígrafo y garabateó otro número en el reverso de la tarjeta.
—Y este es el de mi casa. Llámame si resulta que pasa algo o si tienes problemas para alquilar el coche y no puedes venir mañana. —Titubeó un momento y continúo—: Sandra, siento mucho haber arrollado tu moto. Me alegro muchísimo de que no hayas resultado herida.
—Gracias —Sandra tomó la tarjeta y salió del coche—. Nos vemos mañana por la mañana.
Durante un momento volvieron a mirarse a los ojos, y Sandra sintió que la recorría un cálido escalofrío.