Capítulo 4
SANDRA abrió los ojos y se encontró en una habitación desconocida. Desorientada y aturdida, paseó la mirada por la penumbra del cuarto y soltó un gemido cuando los sucesos de las últimas horas regresaron bruscamente a su memoria. Volvió a ver la expresión extática del rostro de Carol y se le hizo un nudo en la garganta.
¿Por qué yo nunca logré hacerla sentir así?», se preguntó. Carol tenía razón: era una amante desastrosa. Durante años, se había aferrado a la idea de que la causa de sus problemas era la falta de interés de Carol por el sexo. Pero ahora sabía que el problema no era su novia.
El problema era ella misma.
Sandra trató de elucidar cuales eran sus sentimientos respecto a Carol, pero le parecieron demasiado complejos y confusos. ¿Había estado alguna vez enamorada de Carol? Si, lo estuvo al principio, antes de descubrir que su novia la engañaba y la utilizaba como una fuente de dinero para ayudar a su padre.
Sandra miró los dígitos luminosos del despertador de la mesilla. Eran más de las diez; se había pasado el día durmiendo. Se levantó de la cama, se envolvió en el edredón y caminó sin rumbo por el cuarto. Incapaz de controlar los pensamientos que bailaban en su cerebro, abrió las puertas acristaladas y salió a la oscuridad de la terraza. Era finales de febrero y la temperatura seguía algo baja, pero Sandra ansiaba un poco de frescor.
Se acurrucó en una butaca y trató de no pensar en Carol. En un momento u otro tendría que llegar a un acuerdo con ella, pero la herida era demasiado reciente. Procuró pensar solo en el trabajo, hasta que el frío la obligó a entrar otra vez en el piso.
Tiritando de frío, se puso un albornoz y se encaminó a la cocina para prepararse un café.
—¡Ah! ¡Aquí estas, chiquilla! ¿Querrás comer algo?
Sandra dio un respingo, sobresaltada al oír la voz.
—¡Margaret! ¿Qué haces despierta? ¡Es casi medianoche!
Margaret había empezado a trabajar para Sandra un mes después de que Carol y ella se pusieran a vivir juntas. Carol había insistido en que contrataran a una criada fija. Sandra tardó en decidirse porque no tenía demasiadas ganas de meter en casa a una desconocida, pero un día una de las amigas de Carol le contó que ella y su novia se iban a vivir a Londres y que su ama de llaves no quería acompañarlas. Además, le habló de la absoluta discreción de Margaret. Sandra comprendió enseguida el motivo de que Margaret no tuviera inconveniente alguno en trabajar en la casa de unas lesbianas: ella también lo era.
Entre Sandra y aquella mujer gordita y seria que continuaba hablando con un fuente acento irlandés a pesar de llevar siete años en Estados Unidos surgió una inmediata simpatía que con el tiempo había dado paso a un profundo respeto y cariño entre las dos.
—Pensaba que esta noche ibas a una boda con tu amiga Minnie, la de las partidas de canasta.
—Eso creía yo, chiquilla, pero Minnie no se encontraba bien y al final hemos decidido no ir. —Saco unos recipientes de la nevera.
—No tengo hambre, Margaret. Solo venía a prepararme café.
Margaret la observó con expresión reprobatoria.
—Y seguro que ni siquiera has cenado.
—No tengo hambre, de verdad.
Cuando Margaret quiso protestar, Sandra le lanzó una mirada de advertencia. Pero Margaret, que no era fácil de amilanar, colocó los brazos en jarras y repuso:
—A la señorita Grant no le parecerá bien que tomes café a estas horas.
Sandra reprimió un sollozo. Al parecer, Margaret se había enterado de lo que había pasado y había anulado la salida con Minnie para estar con ella. Y ahora esperaba que Sandra le confirmara lo que había oído decir.
Sandra se dejó caer pesadamente sobre un taburete y se pasó las manos por la cara. Seguro que Margaret estaría días diciéndole: «¡Ya te lo advertí!».
—La señorita Grant ya no vive en esta casa, y la verdad es que mientras estuvo por aquí, nunca se preocupó lo mas mínimo por lo que yo pudiera comer o beber.
Sandra vio sorprendida que un calidoscopio de emociones atravesaba el rostro de Margaret. Sabía que sentía una antipatía por Carol tan grande como la que Carol sentía por ella.
En una ocasión, Carol criticó a Sandra por tratar a Margaret como si fuera de la familia. Sandra se rió y le dijo que ojala Margaret fuera familia suya. Este comentario desencadenó una desagradable discusión y solo sirvió para que Carol cobrara aún más antipatía a la criada.
—¿Estas bien, chiquilla?
La inquietud que dejaba traslucir la pregunta de Margaret hizo que a Sandra se le formara un nudo en la garganta. Tragó saliva varias veces, intentando controlar su emoción.
—Estoy bien-dijo— La historia debería haber terminado hace años. Se alargó demasiado.
Las interrumpió el sonido del interfono conectado con el vestíbulo del edificio.
—¿Quién vendrá a estas horas? —protestó Margaret al ir a responder. Sandra fue detrás de ella.
—Esta aquí la señora Cromwell, que viene a ver a señora Tate. Dice que es urgente —informó Arnold, vigilante nocturno, con ese tono que Sandra, para sus adentros, solía llamar «voz de Humphrey Bogart». Arnold tenía unos sesenta años y, siempre que alguien cometía imprudencia de quedarse un momento al alcance del oído se lanzaba a relatar anécdotas de los años dorados en que había trabajado en Hollywood.
Margaret esperó a que Sandra le dijera si dejaba pasar a Lona. Primero Sandra estuvo tentada de mandarla a paseo, pero después pensó que, si Lona decía que se tratar de algo urgente, seguramente lo era.
—Dile que la deje subir —repuso, ganándose otra mirada reprobatoria de Margaret.
—Tendrías que estar durmiendo ya, en vez de ponerte a charlar con las amigas de esa mala mujer.
—No pasa nada, Margaret. Vete a dormir. Y dale recuerdos a Minnie mañana, cuando hables con ella. —Margaret parecía dispuesta a continuar discutiendo, pero Sandra no la dejó—. Si se encuentra mejor, avísame —continuó—. Mañana pasaré a verla y le llevaré unas flores para que se mime.
La estratagema sirvió para apaciguar a Margaret, tal como Sandra había previsto.
—¡Ah, que amable! Con lo ocupada que andas, y aun te preocupas por los demás. ¡Eres demasiado buena para ser este mundo! —dijo Margaret sorbiéndose los mocos. Se fue a su habitación frotándose los ojos.
Sandra meneó la cabeza pensativa y se marcó mentalmente el propósito de preguntar al día siguiente que tal andaba Minnie. En ese momento sonó el timbre y Sandra fue a abrir la puerta.
—Sandra, querida. ¿Cómo estás?
Lona Cromwell atravesó el umbral con sus movimientos flotantes y atrajo a Sandra hacia sí para abrazarla con fuerza.
—Estoy bien —dijo Sandra, librándose del abrazo de Lona.
—Me he quedado de piedra cuando me he enterado de lo que ha pasado.
Sandra se puso colorada. La noticia se había difundido más deprisa de lo que esperaba. ¿Cómo era posible? Teniendo en cuenta lo poco que le gustaban a Carol los cotilleos, no era probable que lo hubiera contado ella. Tenía que haber sido Ingrid Bennington.
—Pobrecita… —susurró Lona, acercándose para abrazarla otra vez.
Sandra esquivó el abrazo dándose rápidamente la vuelta para dirigirse a la cocina.
—Iba a hacer café. ¿Quieres?
—No, cariño. Ya sabes que detesto el café. Dile a Margaret que tomare un té.
—Margaret ya se ha acostado, pero ahora te hago una taza.
Lona dijo que no con un gesto y agarró a Sandra del brazo.
—Necesitas que te cuiden. En esta casa hace falta disciplina. Tienes que imponerte.
—Lona, soy perfectamente capaz de preparar un café sola.
—No me refería solamente al personal de la casa —replicó Lona, dirigiendo una mirada maliciosa a Sandra. Sandra se detuvo y se la quedó mirando desconcertada.
—¿De qué estás hablando?
—¡Ay, que ingenua eres! —La mano de Lona apartó el mechón de la cara de Sandra—. Seguro que eres un genio para los negocios, pero no tienes ni idea de que es lo que desea una mujer.
Sandra notó que se ponía roja como la grana. ¿Acaso Carol le había contado a todo el mundo lo pésima amante que era?
—¡Que cara has puesto! —dijo Lona sofocando un risita, lo cual acrecentó la vergüenza de Sandra.
—Bueno, no tengo tu experiencia, evidentemente —replicó enfadada, soltando el brazo de un tirón y huyendo a refugiarse a la cocina.
La fama de Lona Cromwell superaba con mucho los límites de Tejas. Corrían tantos rumores sobre ella que Sandra había renunciado hacía tiempo a ponerse al día.
Lona la siguió, al parecer sin inmutarse por el comentario. Sandra sonrió al ver que en la encimera la estaba esperando un bocadillo al lado de un termo con café. Como siempre, Margaret se había salido con la suya.
—¿Nunca te has parado a pensar que, si yo he ido de una mujer a otra, es porque no podía tener lo que realmente deseaba? —preguntó Lona, acercándose mas a Sandra.
—¿Y qué es lo que realmente deseabas? —pregunto Sandra. Buscó el té en la despensa, esforzándose por actuar como si no tuviera a Lona pegada a ella.
—A ti —Una mano se deslizó lentamente por su espalda y Sandra no pudo contener un estremecimiento. Se giró y se apartó un paso, pero Lona la acorraló contra la puerta de la despensa—. He estado esperando durante mucho tiempo a que fijaras en mí, pero tú no veías más que a Carol.
—Calla, Lona. —Sandra intentó alejarse, pero Lona no se movió de su sitio y continuó hablando.
—Sabía que no erais felices. Veía la tristeza que empañaba tu mirada. Y ella se acostaba con cualquier mujer que mostrara la mínima disposición.
Sandra se sobresaltó al oírla. Así que Ingrid no había sido la primera amante de Carol… Quería saber quiénes eran las demás, pero no se atrevió a preguntarlo. Lona continúo hablando.
—Ella no ha sabido tratarte bien, pero yo sí puedo hacerlo —Rodeó la cintura de Sandra con sus manos—. Puedo hacerte sentir como la mujer poderosa que eres. Puedo hacer todo lo que me pidas.
Todo.
¿Adónde quiere ir a parar?», se preguntó Sandra.
—Dime que es lo que deseas —susurro Lona con voz seductora. Rozó con sus labios la oreja de Sandra—. Te lo mereces. Sea lo que sea. Soy tuya, tómame si quieres.
Sandra sintió que una parte de sí misma reaccionaba a la situación, pese a la repugnancia que le inspiraba. Se le abrió el albornoz y las manos de Lona se pasearon por su piel desnuda. La boca de Lona bajó poco a poco por la garganta de Sandra y dibujó una cálida línea entre sus pechos, antes de detenerse y susurrarle al oído:
—Tú mandas. Oblígame a darte placer.
Una punzada de excitación recorrió el cuerpo de Sandra. No lo hagas», se dijo mientras agarraba a Lona por las muñecas e intentaba apartarla. Lo último que necesitaba ese momento era enrollarse con Lona Cromwell. Hubiera querido que su cuerpo fuera tan razonable como su cabeza.
—Eso es —murmuró Lona cuando Sandra la sujetó con fuerza.
—¡Para ya, Lona! —dijo Sandra, zarandeándola— Anda, vete a casa.
—No… —sollozó Lona, con el rostro congestionado— Quiero que me domines. Te necesito. Soy mala. ¡tienes que castigarme!
Sandra contempló fascinada coma Lona se bajaba cremallera del jersey y se le exhibía, dejando los hombros y el pecho al descubierto. En cada pezón llevaba un pequeño anillo de oro, y una cadena dorada los unía entre sí.
—Es para ti —dijo Lona con una voz susurrante.
Sandra cerró los ojos e intentó sofocar el deseo que se estaba abriendo paso en su interior. «Estoy haciendo esto por culpa de Carol —se dijo—. Me ha hecho sentir vulnerable y reacciono de esta manera con Lona porque necesito recuperar la sensación de control sobre mi vida.»
A pesar de todos sus razonamientos, sentía un deseo cada vez más acuciante por Lona. La apartó de un empujón, asqueada y avergonzada de la lujuria que palpitaba en su interior. Lona perdió el equilibrio y se cayó al suelo.
Sandra se derrumbó sobre un taburete y apoyó la cabeza en la madera de la encimera. Había estado a punto de claudicar. La sumisión de Lona la había excitado, pero se había impresionado al ver su cuerpo adornado con piercing y cadenas.
Lona se quejaba en voz baja. Durante un instante breve como un latido del corazón, Sandra pensó que tal vez se había hecho daño al caer. Se levantó para ayudarla, pero Lona la detuvo con una mirada insinuante.
—Sabía que responderías —dijo con una voz ronca, mientras avanzaba a gatas hacia ella. La expresión de su rostro seducía y a la vez asustada a Sandra—. Déjame agradecértelo —suplicó Lona.
Sandra continuo en el taburete, completamente paralizada, mientras Lona se arrastraba hacia ella.
Con un gesto Lona separó las piernas de Sandra y hundió la cabeza entre sus muslos. Sandra quiso protestar, pero la lengua de Lona había empezada a crear una magia que le resultaba desconocida.
Sandra se dejó llevar por el ansia que le consumía. Con un furioso deseo de experimentar la liberación que le ofrecía la otra mujer, Sandra hundió sus manos en la larga melena negra de Lona y tiró de ella, atrayéndola hacia el palpitante centro de su cuerpo. Lona gemía y se agitaba como si estuviera en trance. Sandra se sentó en el borde del taburete y se dejó montar por la lengua de Lona hasta llegar al límite de la excitación y girar sin obstáculos en un cálido vacío.
Durante un momento se quedó aturdida, sin levantarse del asiento y sin desenredar sus manos de la melena de Lona mientras esta, con una expresión complacida, se pasaba la lengua por los labios, cubiertos de los fluidos de Sandra.
Sandra estaba asustada. Por segunda vez en menos de veinticuatro horas, había perdido el control.
Bajó la vista y contempló la melena enmarañada de Lona asomando entre sus piernas. ¿cómo podría volver a mirar a esa mujer a la cara? Las dos lo deseábamos», se recordó. No obstante, no era una situación que deseara prolongar. La afanosa lengua de Lona le impedía concentrarse.
Lona era de ese tipo de mujeres que se sienten atraídas por cualquier cosa que vean como inalcanzable. Una vez conseguido el objetivo, seguramente perdería el interés. Sandra pensó que tenía que sacarla lo antes posible de su casa. «Dominarla: quiere. que la dominen», se dijo. En ese momento, Lona levantó la vista.
—No me mires. —Sandra procuró imprimir la máxima brusquedad a su tono de voz. De inmediato Lona bajó la cabeza y encogió el cuerpo. Sandra se esforzó en continuar, tratando de resultar convincente. —No quiero saber más de ti —espetó—. Vete a casa y no me molestes más.
Pensó que Lona se levantaría y le pegaría un bofetón, pero en lugar de eso, salió de la cocina caminando a gatas. Unos segundos después, Sandra oyó como se abría y cerraba la puerta del piso.
En ese momento, Sandra sintió náuseas y corrió hacia el cuarto de baño. No había comido nada desde la hora desayuno y tuvo un ataque de arcadas secas. La aterraba haber visto un aspecto de sí misma cuya existencia desconocía.
Se lavó la cara y se enjuagó la boca. Al secarse con la toalla, la sorprendió descubrir los cercos oscuros que bordeaban sus ojos. El corte de la frente, rojo y con mal aspecto, destacaba sobre la piel pálida. Soltó un suspiro y admitió que se sentía tan cansada como parecía.
Volvió a sentir una opresión en el pecho. Caminó como pudo hasta la habitación de invitados y se acostó en la cama, apoyando la cabeza sobre un montón de almohadas para aliviar el dolor que empezaba a notar.
Se quedó acostada y contemplando el techo hasta que presión remitió. Cuando por fin se sumió en un sueño agitado, el este del firmamento estaba llenándose de luz.
Durmió menos de una hora, sin quitarse de la cabeza a Lona y a Carol. Aunque tratara de dormir otra vez, no lo lograría. Se levantó para tomar una ducha bien caliente, y dedico más tiempo del habitual a maquillarse, intentando ocultar las ojeras.
Al entrar en la cocina, Margaret la recibió con expresión disgustada. «No me comí el bocadillo», murmuró Sandra para sus adentros, en un tono que combinaba la culpabilidad y la vergüenza por el motivo que le había hecho olvidarse de comerlo. Pero decidió actuar como si no nada.
—¡Buenos días! —saludo, con más alegría de la que sentía realmente—. Tenías toda la razón, Margaret.
Margaret le dirigió una mirada suspicaz. Al ver que no daba más explicaciones, no pudo reprimir su curiosidad.
—¿Por qué lo dices, chiquilla?
—Dijiste que lo que me hacía falta era dormir. Después de que se fuera Lona, me metí en la cama y dormí como un bebé.
—Así que te tomaras el desayuno, ¿no? —Como siempre, Margaret tenía la última palabra.
—Muy buena idea —aceptó Sandra, intentando no pensar en su dolor de estómago.
Margaret le colocó delante unas tostadas y un plato con fruta. Sandra puso cara de alegría y fingió concentrarse en el periódico mientras hacía esfuerzos por comer algo.
De camino al trabajo, se tomó varios antiácidos. El desayuno le pesaba en el estómago. Tenía que llamar a la doctora Rayburn. La acedía no se le pasaba, y los dolores del pecho eran cada vez más frecuentes. «La llamaré después de la reunión de esta mañana», se prometió a sí misma. La doctora Ida Rayburn haría un hueco para recibirla.
Sandra oyó la nerviosa voz de Betty segundos después de que la puerta de su despacho se abriera de repente. En ese momento irrumpieron Carol y Lynda Hopkins, una abogada matrimonialista especializada en pensiones compensatorias.
—Lo siento —dijo Betty—. He intentado detenerlas.
Sandra hizo un gesto de despreocupación.
—Da igual, Betty. No me pases llamadas.
Betty asintió y lanzo una mirada suspicaz a la intrusas.
—Así que aquí es donde reina la gran Sandra Tate— dijo Carol, paseando la mirada por el austero despacho de Sandra.
Sandra se dio cuenta entonces de que Carol no había estado nunca en su despacho. Se preguntó cuántos de sus empleados tendrían alguna idea de que vivía con una mujer.
—Es aun peor de lo que me imaginaba, pero no me sorprende —dijo Carol, interrumpiendo sus cavilaciones —La chusma como tú no tiene ningún gusto.
Sandra echó un vistazo al despacho. Uno de los lados estaba ocupado por una amplia mesa de dibujo y una zona de trabajo. El escritorio de nogal, con varias sillas tapizadas en tela marrón, quedaba frente a una gran ventana con vistas al centro de Dallas. El sofá, los dos sillones y la alargada mesa de centro que servían de zona de reunión completaban el mobiliario. Las paredes pintadas de beige, las decoraba una serie de obras de artistas por lo general desconocidos.
Se encogió de hombros, sin inmutarse por los comentarios de Carol, y ofreció asiento a las visitantes.
Lynda daba la impresión de estar incómoda.
—Siento tener que hablar de todo esto aquí —explicó a Sandra—. Normalmente prefiero recibir en mi despacho pero Carol me ha contratado para que la represente.
—Empecemos de una vez —musitó Carol en tono furioso. Se puso a contemplarse las uñas con atención esquivando la mirada de Sandra.
Linda apoyó el maletín en el regazo y sacó una gavilla de papeles.
—Sandra, hemos preparado un arreglo económico…
—No quiero haceros perder tiempo —la interrumpió Sandra — No se llevara más de lo que ya se ha llevado.
—¿Lo ves? ¡Ya te lo dije! —espetó Carol triunfalmente y mirando a Lynda, que parecía sorprendida de la respuesta de Sandra.
—No se llevará nada —dijo Sandra, volviéndose hacia Carol. Notó un dolor más fuerte en el pecho y tomó aliento varias veces antes de proseguir—: Durante ocho largos años, he tenido que escuchar tus acusaciones de infidelidad, cuando al parecer me atribuías tu propio comportamiento. Te animé a que buscaras una actividad de tu gusto y, si debo sacar conclusiones de lo que vi el lunes, es evidente que la encontraste. Has elegido a Ingrid Bennington, así que vete a vivir con ella. Yo no voy a darte ni un céntimo más.
—Señora Tate —intervino Lynda, adoptando su actitud más profesional —Mi clienta no va a tener más remedio que reclamar una compensación en los tribunales.
Sandra suspiró. Conocía a Lynda Hopkins desde hacía dos años, y ahora se estaban peleando por culpa de la codicia de Carol. No valía la pena explicarle a Lynda que aceptar las condiciones de Carol supondría pasarse la vida entera claudicando ante sus exigencias. Carol no se detendría tras el primer acuerdo. Nunca tendría suficiente: siempre quería más.
—Lynda, Carol puede hacer lo que quiera: yo no estoy dispuesta a darle nada.
—Sandra… —Lynda dejó su fachada profesional a un lado— Que vuestra relación se hiciera pública os perjudicaría a las dos. ¿Por qué no escuchas nuestra propuesta? No se trata más que de fijar una pensión anual. Una vez hayas escuchado la oferta, pienso que estarás de acuerdo en que es justa. ¿No crees que Carol merece una compensación por los ocho años en que ha estado a tu lado apoyándote?
—¡Apoyándome! ¡Hablas como si fuera un ama de casa de los años cincuenta! —Lanzó una mirada feroz a Carol y le dijo—: ¿Por qué no me explicas que es exactamente lo que has hecho por mí para ganarte el derecho a que te mantenga durante el resto de tu vida?
—Pasarme el tiempo sola en casa, esperando a que tuvieras un momento para estar conmigo —la acusó Carol con lágrimas fingidas asomando en sus ojos.
—Quizá sí que pasabas el tiempo en casa, pero es evidente que no lo pasabas sola.
—Me sentía abandonada y me equivoque una vez. Si hubieras estado más en casa, como debías, nunca hubiera pasado lo que pasó —sollozó Carol.
—¿Te equivocaste una vez? —Sandra sostuvo la mirada de Carol— ¿Quieres que te recuerde unas cuantas equivocaciones más, o prefieres que me calle el nombre de las afectadas? Créeme, Carol. Si pones una demanda, no ocultare el nombre de nadie.
Agradeció en silencio a Lona su insinuación sobre los demás deslices de Carol. Esperó a que Carol decidiera si las amenazas iban en serio o no. Cuando su rostro enrojeció de rabia, Sandra supo que había acertado.
—Por lo menos a mí me deseaba alguien —dijo Carol con voz rabiosa—. Todo el tiempo supe que tú no tenías ninguna amante. ¿Y sabes por qué?
Sandra se preparó para recibir el ataque. Sabía Carol iba a herirla en donde más le dolía: sus propias inseguridades.
—A ti nadie te deseaba —le reprochó Carol—. La única cosa para la que sirves es para acumular dinero. No eres más que chusma. ¡Eres patética! —Carol giró en redondo y salió atropelladamente del despacho.
Sandra y Lynda se quedaron sentadas en silencio, aturdidas. Las dos miraban atónitas la puerta que Carol había cerrado con un golpe violento.
—Lo siento —musitó finalmente Lynda—. Me dijo que estabas saliendo con otras mujeres y que la habías echado de casa sin motivo.
—Tenga cuidado, abogada. Me parece que esta infringiendo el secreto profesional… —dijo Sandra en un susurro, esforzándose por no hacer caso de la opresión que volvía a sentir en el pecho.
—De verdad que lo siento, Sandra. No me esperaba que reaccionase de este modo, diciéndote cosas tan desagradables.
—Lo que ha dicho es verdad —concluyó Sandra en voz baja, cerrando los ojos mientras el dolor la atenazaba con más fuerza.
—¿Te encuentras bien, Sandra?
Sandra abrió los ojos y asintió con un gesto, incapaz de describir con palabras la tensión emocional que le oprimía la garganta.
—Estoy bien —dijo.
Lynda no parecía muy convencida.
—¿De verdad?
Sandra la tranquilizó con una débil sonrisa. Las dos callaron durante un largo segundo, hasta que Lynda empezó a guardar los papeles en el maletín.
—Hay un par de cosas que dice que le faltan —dijo mientras cerraba la tapa.
—¿Qué cosas?
—El certificado de nacimiento y el pasaporte.
Sandra asintió.
—Están en la caja fuerte. Se me olvidó dárselos. Te los enviare por mensajero mañana por la mañana. —Se puso de pie con esfuerzo—. Siento no dedicarte más tiempo pero ya llego tarde a una reunión del equipo.
Lynda asintió.
—Está bien, envíamelos mañana. —Terminó de cerrar el maletín y se puso de pie—. Quiero que sepas que no tengo nada contra ti personalmente. Te respeto y respeto tú contribución a la ciudad de Dallas.
Sandra se encogió de hombros.
—Dile a Carol que si insiste en seguir con esto, nos veremos en el juzgado.
—Sandra, deseo sinceramente que no lleguemos a este extremo —dijo Lynda, volviéndose y caminando rápidamente hacia la puerta.
Sandra se removió incómoda en la silla mientras los miembros de la junta directiva hablaban uno tras otro de presupuestos y plazos. En una situación normal habría escuchado con interés sus intervenciones, pero la opresión del pecho hacia que le costara respirar. Cuando Charles Carlton se puso en pie para hablar, Sandra soltó un gruñido para sus adentros.
—Voy a presentarles cuatro maquetas. Cuando hayamos elegido una, les haré saber el momento en que estará listo el material publicitario —informó a todo el mundo mientras colocaba la primera cartulina en el atril.
Sandra se quedó mirando la cartulina con perplejidad Charles estaba presentando la misma imagen ofensiva de la chica con el cinturón de herramientas, precisamente la que ella le había ordenado que descartara. Ante la expresión de sorpresa de todos los asistentes a la reunión, se puso de pie.
—Charles, ayer te dije claramente que no quería que esta porquería de cartel se usara para promocionar ninguno de los proyectos de Tate Enterprises. ¿Podrías explicarme por qué ahora mismo lo estoy viendo otra vez?
—Pensé que tú no lo juzgabas con objetividad, Sandra. Quería que decidiera la junta.
Sandra miró a cada uno de los diez miembros de la junta sentados alrededor de la mesa, para ver si alguno de ellos estaba confabulado con Charles. Pero, por la expresión de sus caras dedujo que todos estaban tan perplejos como ella. Se volvió hacia Allison y vio su mirada cargada de incredulidad.
Sandra se enfureció todavía más con Charles.
Dio la vuelta a la mesa a grandes pasos y arrancó de un manotazo el cartel ofensivo expuesto en el atril. Dobló la cartulina por la mitad y la tiró a la papelera.
—Ayer te dije que tuvieras preparada otra maqueta para hoy Para su sorpresa, Charles dio tres grandes zancadas hasta la papelera y recuperó el cartel.
—Este material es bueno, y tú ni siquiera le vas a dar una oportunidad —gritó Charles. Respiraba entrecortadamente mientras intentaba alisar la cartulina.
—No vale nada y no pienso utilizarlo —replicó Sandra.
Charles le tocó un brazo con el dedo.
—Eres demasiado idiota para entender que…
Gordon Wayne se levantó de su asiento tan deprisa que dio un traspié.
—Charles! —soltó con voz de trueno—. ¡Te quiero ahora mismo en mi despacho!
Gordon era el jefe directo de Charles. Sandra sabía que debería haber dejado que resolviera él el asunto, pero no conseguía quitarse de encima la impresión de que ya no era capaz controlar ni el más nimio detalle de su vida. Hizo un gesto para que Gordon se detuviera. Al levantar el brazo tuvo la impresión de que se le abrían las carnes a la altura del pecho. El súbito dolor la hizo caer de espaldas.
Se llevó las manos al pecho y boqueó para tomar aire. Trató de ponerse de pie, pero no lograba que su cuerpo reaccionara.
Vio el rostro de Allison inclinado sobre ella. Le estaba hablando, pero Sandra no oía nada. Quiso contestar, pero no logro articular ningún sonido. 0yó que alguien pedía a gritos que llamaran a una ambulancia. Vio las caras de sus colegas vueltas sobre ella, y notó que sus voces se iban apagando hasta convertirse en un murmullo hueco mientras todo se llenaba de oscuridad. «Me estoy muriendo y ni siquiera he vivido», pensó.
Lo primero que oyó fue una serie de pitidos regulares. Abrió los ojos y se encontró con una hilera de monitores y con los serenos y castaños ojos de la doctora Rayburn.
—Tú no eres ningún ángel, así que debo de estar en infierno —bromeó Sandra con una voz débil.
—Peor que eso —contestó Ida, anotando un dato en el informe que llevaba en la mano—. Sigues viva. Es decir: no sólo te voy a enviar la minuta, sino que te voy a echar un sermón. ¿Por qué no has venido a verme antes? Y no me digas que los dolores te empezaron hoy mismo —ordenó, apuntando a Sandra con un dedo corto y de perfecta manicura.
—Pensaba llamarte después de la reunión.
Ida la miró, con sus ojos de miope.
—Vaya, pues sí que debía de dolerte.
Sandra asintió con un gesto.
—Cuéntame cómo te has encontrado últimamente —continuó Ida.
—He tenido algunos dolores. Y en los últimos días he notado un ardor de estómago intermitente — explicó Sandra— ¿Es el corazón? —Temía las posibles repercusiones de un ataque.
Ida se cruzó de brazos.
—No. Lo que has tenido es una crisis aguda de ansiedad.
A Sandra casi se le saltaron las lágrimas de alivio.
—Pero no te entusiasmes tan pronto —la reprendió Ida— Aun no tengo los resultados de las pruebas, pero por lo que he visto hasta ahora, has tenido mucha suerte de que no haya sido el corazón.
Por un instante, Sandra sintió que la asaltaba un pánico repentino. El pitido del monitor aumentó de volumen. Ida apoyó una mano en el hombro de Sandra.
—Cálmate. No quiero asustarte, pero tendrías que empezar a pensar en tú salud. Inspira hondo.
Sandra hizo lo que le decía la doctora.
—Otra vez —insistió Ida.
Sandra siguió inspirando profundamente hasta que el monitor volvió a sonar con regularidad.
—Ahora-continuó Ida-te explicare lo que sospecho que tienes, y luego, si quieres, podemos pasarnos el resto del día discutiendo sobre que debes hacer para resolverlo. —se detuvo un momento y dio unos golpecitos con el bolígrafo sobre la carpeta del informe—. Aunque no es una situación muy habitual, tengo a Allison Kramer esperando ahí fuera y me gustaría decirle que pasara.
Sandra vaciló un momento. No veía por qué tenía que hablar con Allison de su estado de salud, pero Ida no habría propuesto hacerla entrar sin una buena razón. Sintió un escalofrío por todo su cuerpo.
—Bueno. Si te parece que es necesario…
Ida fue hasta la puerta, y un momento después Allison entró en la habitación. Tenía los ojos y la nariz enrojecidos por las lágrimas.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó, apoyando su mano sobre el brazo de Sandra.
—Muy bien. —Sandra no pudo evitar que su voz dejara traslucir el miedo.
—Allison, he querido que estuvieras aquí mientras yo hablo con Sandra porque voy a necesitar tú ayuda para convencerla de un par de cosas. —Ida abrió la carpeta del informe y fue pasando las hojas—. Mira, Sandra: tienes la presión altísima. Supongo que en parte se debe a los nervios de estos días, así que voy a hacerte un seguimiento —Señaló otra hoja—. Los primeros resultados de los análisis de sangre indican que no estas comiendo bien. El colesterol esta alto, tienes anemia y, seguramente agotamiento nervioso. Hace más de dos días que notas los dolores, ¿verdad? —Se quedó mirando a Sandra con una mirada acusadora.
Sandra asintió con un gesto culpable.
—¿Y el ardor de estómago? Se toma los antiácidos como si fueran caramelos —dijo Allison.
Sandra se sintió traicionada por la indiscreción de Allison. Frunció el ceño en señal de desaprobación, Allison no le hizo caso.
Ida se acercó a la cama y observó los monitores colocados junto a Sandra.
—¿Cada cuando se repetían los dolores?
—No me digas que es grave.
La mirada severa de Ida la hizo callarse.
—Sandra, si quieres matarte, puedes elegir una forma más rápida. Deja de hacerte la mártir y contesta a mis preguntas.
Sandra se puso colorada. Sin mirar a Ida, fue describiendo sus síntomas a regañadientes.
Ida la interrumpió en varias ocasiones para alguna precisión. Cuando Sandra hubo terminado de ponerla al corriente, Ida se volvió hacia Allison.
—Te he pedido que pasaras para que me ayudaras a convencer a Sandra de que debe tomarse unas vacaciones.
Allison se acercó a la cama.
—Me parece una magnífica idea. Podremos arreglárnoslas solos durante unos días.
Sandra levantó las manos para intervenir.
—Ida, con lo que ha pasado hoy, no te hace falta la ayuda de Allison. Estoy deseando tomarme un par de semanas libres.
Ida la miró muy seria.
—No te estoy hablando de un par de semanas. Estoy pensando en tres o cuatro meses.
Sandra le lanzó una mirada de incredulidad. Allison tampoco sabía que decir.
—No puedo ausentarme tres meses del trabajo —Sandra trató de incorporarse en la cama. El pitido del monitor volvió a acelerarse, y la opresión del pecho se hizo más fuerte.
—Cálmate, o se me amotinaran las enfermeras —la riñó Ida. La empujó con delicadeza para que volviera a recortarse.
—Explícaselo tú, Allison —exigió Sandra.
Allison miró a Sandra y luego miró a Ida.
—¿Tan mal está?
—Si no lo estuviera, no se lo habría ordenado. Tiene agotamiento nervioso. Si no le bajamos la presión, es candidata segura a un infarto.
—¡Eh, chicas! —las interrumpió Sandra—. ¡Que estoy aquí! No habléis de mí como si yo no estuviera.
Allison la miró.
—La doctora Rayburn tiene razón. Puedes dejar Tate Enterprises en manos de la junta durante unos meses.
—¡Allison!
—¡Ya está bien, Sandra! ¡Es preferible que llevemos solos la empresa durante unos meses a que tengamos que enterrarte! —gritó Allison, que apartó la vista cuando las otras dos mujeres la miraron sorprendidas—. Ya se que no voy a encontrar otro sitio donde me paguen tan bien —bromeó, con una sonrisa un poco azorada.
Sandra estaba atónita. ¿Cómo iba a ausentarse del trabajo durante tres meses? ¿Qué iba a hacer sola?
Recordó el instante en el que estaba en el suelo de sala de juntas, pensando que se moría. Quizá le iría bien marcharse fuera una temporada. Podría evitar encontrarse con Carol y Lona. Seguro que se sabría que había estado en el hospital, de modo que no parecería que huyera sino simplemente que estaba descansando. Tal vez desaparecer unos meses era justo lo que estaba necesitando.
—Muy bien —aceptó, con una voz tan serena que tanto Ida como Allison se la quedaron mirando incrédulas— Hablo en serio —las tranquilizó—. Allison, convoca una reunión de la junta para mañana por la mañana y anuncia que voy a tomarme unos meses de baja. Dejo la empresa en tus manos. —Al ver que Allison dudaba, añadió —Podrás hacerlo. Llevas trabajando conmigo el tiempo suficiente para saber lo que yo aprobaría y lo que no. —Se volvió hacia Ida, reprimiendo la culpabilidad que sentía al pensar que había optado por el camino más fácil—. ¿Qué? ¿Estas contenta? —le preguntó.
—Me parece que al caerte al suelo te diste algún golpe en la cabeza —especuló Ida—. Pensaba que discutirías más.
—No pienso discutir, Ida. Tú ganas.