De lo que yo no estaba muy seguro era de que fray Casto, o Julio, que ahora no sabía cómo llamarlo, hubiera conseguido desarrollar en su manuscrito toda la historia de amor entre Teresa y Gracián que se proponía. Yo, al menos, no lo veía así. En caso de que lo hubiera logrado, la muerte de la amada Teresa en sus páginas finales no obligaba a darla por concluida.

Si la novela terminada estaba llena de peripecias directa o indirectamente relacionadas con el amor o, en cualquier caso, con el amor por medio, no poca relación con lo que ese amor habría sido tenía, por ejemplo, aquel otro hombre que aparece tarde en la historia y consigue fascinar a Teresa al principio de su encuentro con él, a pesar de lo desabrido que era y falto de todo encanto. Ella puso confianza de ingenua en Doria, que es de quien hablo, para que al cabo no resultara ser otra cosa que un celoso, un ambicioso, un presumido, aunque un buen administrador tras el escapulario del Carmen. Apenas si aparecía el retrato de este malvado, siquiera de soslayo, en Sus ojos en mí, y eso gracias al empeño que yo puse. Todo un déspota, sin flexibilidad alguna, mandón y por eso capaz de organizar, sí. Pero no hay más que ver su retrato de ridículo personaje para espantarse con la nariz aguileña que tenía, por muy austero que lo viera Teresa, que muy intuitiva no estuvo en esto; si hubiera estado más lista se hubiera dado cuenta de que en aquel hombre no habitaba el alma de un contemplativo, que de ese espíritu no tenía nada, y que lo que quería era el poder.

Así que a pocos meses de la muerte de Teresa no dudó en enfrentarse al padre provincial, Jerónimo Gracián, en el capítulo que celebraron en Almodóvar. Se enfrentaba un alma tosca como la suya, con la dureza de los intransigentes, a la finura y los buenos modos de un ser tan amable como Gracián. Fue ahí donde faltó la mujer que los unía o la que tal vez habría sido capaz de situar a cada cual en su sitio, Teresa, con lo que aquel grosero inició una contienda que impuso la hostilidad entre dos bandos y dividió a los descalzos en dos facciones.

Mi sobrino me atribuía, y no sin razón, una desmesurada manía a Doria y fray Humberto solía reírle esa gracia. Y es que este fray Nicolás de Jesús María, con sus malas artes, hubiera eliminado a Gracián como provincial de los descalzos a rajatabla y a la primera, que no le faltaban ganas, aunque tan astuto como era prefirió que se cumpliera el mandato de los cuatro años de provincial del padre Gracián y fue sembrando, mientras tanto, las sospechas y las calumnias contra él para arrastrarlo al exterminio. No parece, sin embargo, que Gracián le guardara rencor entonces; se resistió a oponerse a los frailes que en una gran mayoría, reunidos en Lisboa cuatro años más tarde, querían a Doria, en aquel tiempo en Italia, como su nuevo provincial. Y no sería porque Juan de la Cruz no le advirtiera a tiempo, que a tiempo le advirtió. «Vuestra reverencia —le dijo— hace provincial a quien le gustará el hábito.» Fray Juan sabía lo que quería decirle. Gracián también.

Doria regresó de Italia aquel verano como nuevo provincial ya elegido, convocó un nuevo capítulo y lo primero que dijo fue que había que cortar la rama podrida, refiriéndose a Gracián y a su obra, para que el árbol recobrara su fuerza. Empezaba para Gracián una larga penitencia: Doria seguiría con sus infundios y maldades.

Intentó Gracián librarse de eso al acabar su mandato de provincial. Lo hizo contando puntillosamente, desafiante y con energía, todo lo que había trabajado en esos años de su gobierno; lo mucho que había hecho.

Si se empeñó en defenderse, no sólo fue por él, por vanidad o jactancia, sino por todos, porque la honra que le habían intentado quitar con las calumnias, dijo con toda contundencia, no era sólo su honra, sino la de toda la comunidad, de modo que la afrenta era un daño para todos.

Las calumnias enumeradas fueron muchas, pero siempre repetidas. Llamarlo negligente era lo más suave. Tenerlo por remiso a castigar tampoco parecía mucha acusación. Era mentira que hubiera metido a sus propias hermanas a monjas sin dote, porque aquellas chicas habían llevado sus ducados, pero podía pasar por alto tamaña falsedad. Más grave era a su parecer que lo acusaran de amparar a los malos y relajados, que los relajados allí no eran pocos ni lo eran sólo un poco. Ahora bien, que se pusieran a murmurar sobre su mucho trato con monjas y la mucha amistad que con ellas llevaba es lo que sacaba de quicio a Gracián, porque era donde veía más malicia y una malicia crecida según ampliaban los detalles de lo que decían que disfrutaba con las religiosas.

Doria iba contra Gracián, a quien sin duda detestaba. Había intentado, por ejemplo, mandarlo a México y quitárselo de en medio y para eso no reparaba en daños ni sentía escrúpulos aquel altanero afeminado que si veía un peligro en Gracián otro peligro veía en las mujeres como buen misógino. Pero la cosa le salió mal. Estando Gracián en Sevilla, preparado para partir a México, obediente, como vicario de aquel distrito nuevo, no salió aquel año la flota para las Indias. Quedó en Sevilla, sin moverse y dispuesto a recibir órdenes. Otra vez Sevilla. Pero de Sevilla lo echaron pronto por escandalizador y fue acusado por las lenguas mordaces de los frailes de culpas inciertas, que venían a ser las mismas, y cuya propagación fomentaba Doria con toda saña. El cínico de Doria seguía a lo suyo y a Úbeda y a Jaén lo mandó a fundar nuevos conventos.

El diablillo de mi sobrino lo hubiera alertado a contar en este punto lo escrito por Gracián. No pasa de ser una anécdota: la de unas beatas que tenían allí «por perfección padecer acceso carnal con el demonio, siendo súcubas, porque decían que les hacía fuerza, sin que ellas consintiesen, y salían de juicio, quedando como locas, y arrepticias, hasta que por fuerza les abrían la boca, y les metían el Santísimo Sacramento, siendo principal autor de esta novedad de alumbrados un cura de una parroquia de Jaén».

Con lo que no había contado Doria, pues sólo deseaba en principio tenerlo lejos de él, fue con que el cardenal Alberto de Austria, virrey de Portugal, nombrara a Gracián visitador apostólico de los carmelitas portugueses y su víctima anhelada viviera en Lisboa más de dos años.